CAPITULO XIII

INTRIGAS POLÍTICAS EN SALAMANCA

Después del fracaso de la ofensiva sobre Madrid, en noviembre de 1936, la guerra civil adquirió su verdadera significación. Los dos bandos comprendieron que para alcanzar la victoria se imponía una auténtica movilización, tanto militar como política. Pero el cuartel general de Franco, absorbido por las preocupaciones militares, no estaba en condiciones de poner orden en la confusión política reinante. El gobierno nacionalista carecía de orientación ideológica. Aunque, a diferencia de lo que acontecía en la zona republicana, los conflictos entre intereses políticos opuestos no podían interferirse en los asuntos militares, no por ello dejaban de crear serios problemas. A medida que la guerra se prolongaba, se hizo evidente que, tanto para atraerse a la población civil como para dotar al gobierno de un instrumento político adecuado, resultaba indispensable contar con una determinada doctrina política. El desprestigio de la derecha conservadora había creado un vacío político.

La oficialidad del Ejército se mostraba, en su mayoría, hostil a toda fuerza política. Su punto de vista podía resumirse en las declaraciones que hizo, a finales de 1936, el coronel Castejón, quien mandaba las avanzadas del Ejército del Sur. Preguntado sobre si era falangista o requeté, contestó:

Franquista. Eso sólo y ya es bastante… No estoy al tanto, ni quiero estarlo, de los designios políticos… de las alturas. Eso no obstante, mi opinión personal es la de que al Ejército le está reservado por mucho tiempo en el porvenir español el papel delicado y preeminente de ser el árbitro justo, equilibrado, sereno, imperativo de la cosa pública[489].

Sin embargo, muchos oficiales eran partidarios de ciertas reformas de carácter nacionalista y se oponían a un simple restablecimiento del viejo orden conservador.

Durante los primeros meses del «caudillaje» de Franco, su principal consejero político fue su hermano Nicolás. Éste concibió un proyecto para la creación de un Partido Franquista, formado por todos los partidarios del Generalísimo y que contribuyese al sostén político del esfuerzo de guerra de los rebeldes. Esta idea parecía inspirada, en gran parte, en la antigua Unión Patriótica de Primo de Rivera. Pero ello suponía nada menos que la consolidación de todas las fuerzas caducas del viejo conservadurismo reaccionario o una especie de resurrección de la mayoría derechista de la CEDA. En realidad, la idea parecía seducir a algunos tránsfugas de la CEDA[490], como José Ibáñez Martín, Moreno Torres, el conde de Mayalde, el periodista Joaquín Arrarás y el famoso cura Ignacio Menéndez-Reigada, quien al poco tiempo sería nombrado capellán y confesor del Generalísimo y que predicaba la guerra civil como una santa cruzada del catolicismo[491].

El principal obstáculo para este proyecto estribaba en que en el ambiente de idealismo y de violencia de un conflicto ideológico los grupos patrióticos conservadores resultaban anacrónicos. Nicolás Franco tuvo que renunciar a la idea de reconstituir simplemente un nuevo frente conservador. Evidentemente, don Nicolás hubiese deseado que la Falange, que se había convertido en una fuerza muy numerosa, figurase en aquel conglomerado, pero los dirigentes del partido no podían tomar en serio semejante idea. No querían tratos con el hermano del Generalísimo, al que consideraban —no sin razón— como a un capitalista corrompido y masón[492].

Ante el descrédito de la derecha clásica, los únicos movimientos políticos que apoyaban a los rebeldes y que estaban en condiciones de enfrentarse doctrinalmente con la República eran la Comunión Tradicionalista y la Falange. La línea ideológica de la Falange se había truncado definitivamente con los trágicos acontecimientos de 1936. La falta de una jefatura efectiva y la afluencia de antiguos elementos conservadores habían acabado de minar la relativa unidad que todavía conservaba el partido en 1935, cuando apenas era conocido. En virtud del decreto promulgado a mediados de diciembre disponiendo la unificación de todas las milicias, los militantes de la Falange se encontraban sometidos a la disciplina militar, lo cual limitaba considerablemente la independencia política del partido.

Para acabar de complicar la situación, a comienzos de 1937 una serie de tendencias rivales empezaron a disputarse la dirección del partido. Los motivos de tales rivalidades eran varios. José Antonio había sido fusilado en Alicante, y aunque muchos no quisieran dar este hecho por cierto, la realidad era que la Falange se encontraba sin jefe. Las exigencias de la guerra y el repentino engrasamiento de los efectivos falangistas acabaron de desbordar a los escasos elementos dirigentes que quedaban. Las comunicaciones se hacían sumamente difíciles y el poder real estaba totalmente en manos del Ejército. Hedilla era incapaz de controlar toda la organización del partido. No podía contar con la colaboración de algunos dirigentes falangistas, sobre todo los capitostes de Salamanca y el grupo de Andalucía. El embajador alemán Von Faupel reflejaba una opinión bastante corriente en Salamanca al afirmar que:

Hedilla, que era un hombre de absoluta honradez, no estaba a la altura de las exigencias impuestas a un jefe de la Falange. Estaba rodeado de jóvenes ambiciosos que ejercían una influencia sobre él, en lugar de obedecerle y dejarle dirigir[493].

A principios de 1937 los dirigentes falangistas aparecían divididos en tres tendencias. La primera y la más importante la constituía el grupo formado en torno a Hedilla, quien demostró mayor decisión de la que se suponían sus compañeros. Sin embargo, cuando se decidió a restablecer la disciplina en el partido, la oposición aumentó. Sus partidarios poseían un ímpetu revolucionario y una vigorosa conciencia social. Contaban con el apoyo dé la mayoría de los jefes provinciales, por lo menos los de la zona septentrional de, la España rebelde. Prácticamente estaban a su lado todos los intelectuales, con el famoso sacerdote propagandista de Pamplona, Fermín Yzurdiaga, a la cabeza.

Sin embargo, Hedilla estaba comprometido por su estrecha vinculación con una serie de intelectuales y periodistas recién ingresados en la Falange y más o menos influidos por el nazismo. Aunque el propio Hedilla no tenía la menor simpatía por los nazis, sus partidarios sentían menos entusiasmo por otros partidos y esperaban que los alemanes les proporcionarían si no una orientación ideológica por lo menos la ayuda material y la capacitación técnica que necesitaban.

La segunda tendencia la componían los «legitimistas» de la Falange, es decir, los seguidores de José Antonio en un sentido estricto y formalista. Éstos se oponían al menor cambio en la organización, el mando o el estilo de la Falange que no estuviese justificado de modo explícito en los discursos del Jefe. Se oponían por principio a Hedilla, sin ofrecer nada a cambio. Criticaban todas sus iniciativas y le negaban el derecho a imponer su autoridad en el partido, por considerarle únicamente como un miembro de la Junta de Mando, con iguales derechos que los demás.

Agustín Aznar era el principal representante de esta tendencia en Salamanca. Su más inmediato colaborador era otro superviviente de la Falange de Madrid, Rafael Garcerán, antiguo pasante del despacho de José Antonio, quien no había cesado de intrigar contra la jefatura de Hedilla. A finales de 1936 Garcerán logró hacerse nombrar jefe territorial de Salamanca, y luego, desembarazándose de sus rivales, llegó a secretario dé la Junta de Mando. En enero de 1937 Tito Menéndez, uno de los más firmes partidarios de Garcerán, fue nombrado jefe de Propaganda, a las órdenes del jefe nacional de Prensa y Propaganda, Vicente Cadenas. La mayoría de los dirigentes de la Falange andaluza (entre los que figuraban algunos parientes de José Antonio, como su primo Sancho Dávila) estaba más o menos vinculados al grupo de Aznar y Garcerán. En caso de producirse la escisión, era de suponer que la mayor parte de los enemigos de Hedilla se sumarían a este grupo.

En diciembre de 1936, después de una dura lucha por el mando de la Falange de Valladolid, Andrés Redondo fue destituido de la jefatura. En Castilla la Vieja el partido tendía a ser dominado por los jefes de milicias que estaban en el frente, como Luis González Vicén y José Antonio Girón. Después de dos años de lucha encarnizada, estos dos activistas de la primera hora habían acabado triunfando sobre los hermanos Redondo[494]. Girón, que al principio había mantenido buenas relaciones con Hedilla (quien le había nombrado «inspector territorial» de Castilla), pronto empezó a compartir la decepción de Vicén ante la nueva orientación política de la dirección del partido. Probablemente desconfiaban del grupo de intelectuales germanófilos que rodeaban a Hedilla y dudaban de la capacidad de éste, temiendo que la Falange pudiera perder en Salamanca su independencia política. En todo caso, los nuevos jefes de Valladolid parecían dispuestos a apoyar la actitud de oposición de Aznar y del grupo de Andalucía.

Por último, la tercera facción en el seno de la Falange estaba formada por los recién llegados, oportunistas, antiguos conservadores, clericales, monárquicos y los tecnócratas seudofascistas, partidarios de un corporativismo conservador. Su único programa consistía en apoderarse del partido para darle una nueva forma más conservadora.

La existencia de estas tres facciones dividía profundamente a la Falange, en el preciso momento en que iba a definirse la futura estructura política de la España nacionalista. Los observadores más lúcidos dábanse cuenta de que aquella incertidumbre política que reinaba en la retaguardia no podía durar indefinidamente. Con la Falange y la Comunión Tradicionalista se enfrentaban dos concepciones opuestas del gobierno autoritario; como no había sitio para ambas en el reducido marco de la España nacionalista había que encontrar una fórmula de compromiso o de eliminación de uno de los dos adversarios. Y si los dirigentes políticos no eran capaces de hallarla, el Ejército estaba decidido a imponerla.

Los falangistas se habían mostrado siempre hostiles a todo compromiso con los grupos derechistas; preferían que, una vez disueltos, se sumaran a ellos. A su vez, los carlistas eran la gente más intransigente del mundo en cuestión de principios. Después de haberse enfrentado victoriosamente con toda la España moderna, manteniendo a toda costa su anacrónica organización, no estaban dispuestos a transigir con un movimiento sin arraigo histórico que defendía un fascismo ultramoderno…

A pesar de ello, exteriormente cada partido consideraba al otro como un valeroso campeón del nacionalismo español. Y algunos individuos aislados iban más lejos todavía. Los carlistas más clarividentes, que habían arrastrado a la Comunión Tradicionalista a la rebelión, comprendían que había que llegar a algún compromiso. Ya el 19 de diciembre de 1936 Román Oyarzun escribía en El Pensamiento Navarro, bajo el título de «Una idea: requeté y fascio»:

A mí no me gustan, entre otras cosas, del fascismo, ni su bandera, cuyos colores son iguales que los de la FAI, ni el uniforme que se confunde con el de los milicianos rojos (lo que incluso puede dar lugar a incidencias peligrosas en el campo de batalla), ni eso de llamarse «camaradas», palabra que suena mal (por haberla prostituido los marxistas, esos marxistas que han cazado a tiros en nuestras ciudades a tantos valerosos y nobles falangistas), ni otras cosas, acaso de más enjundia. Pero eso no obsta para que crea que hay muchos puntos de coincidencia, para que juzgue conveniente estrechar los vínculos de unión, limar las asperezas, redondear las aristas… en lugar de ahondar más y más las divisiones, enconar más y más los roces y las heridas.

[…]

Ambas fuerzas tienen sus raíces en el pueblo, ambas nutren sus filas de la masa; en ninguna de ellas tienen estado de privilegio ni puestos de mando los altos intereses plutocráticos… Ambas fuerzas son creyentes y confiesan a Dios. Entre ellos no existe incompatibilidad alguna fundamental.

[…]

Lector…: Aunque seas enemigo de la idea, piensa que el afán es noble y patriótico.

No tardó en llegar la respuesta del sector más clerical de la Falange. El 6 de enero de 1937, en un suplemento de su periódico dedicado al año nuevo, Fermín Yzurdiaga declaraba:

En cuanto a la tendencia a la formación de una fuerza única, es innegable. Creemos que esto se producirá al asimilar F. E. —cuyo volumen y fuerza de expansión es superior a cualquier otro— aquellos puntos del Tradicionalismo que sean compatibles con las necesidades del momento.

Lo cual no resultaba demasiado tranquilizador para los carlistas.

Sin embargo, semejantes sentimientos eran ampliamente compartidos por todos los elementos conservadores, clericales, monárquicos y antiguos miembros de Acción Española, así como por los oportunistas de toda laya que se habían emboscado en la Falange. Para atraerse a los falangistas «joseantonianos» hostiles a Hedilla trataron a deslumbrarles con, la vaga posibilidad de una entente entre el falangismo y el carlismo. Entre los más ardientes partidarios de esta nueva fórmula figuraban numerosos profesionales que se habían infiltrado en los servicios técnicos del partido, como José Luis Escario, Pedro González Bueno y Pedro Gamero del Castillo[495].

Escario y Bueno eran ingenieros. Gamero era un joven que había sido presidente de los estudiantes católicos de la Universidad de Sevilla. Ingresó en la Falange sevillana al empezar la guerra y colaboró en los aspectos técnicos de la organización del partido en Andalucía[496]. Al cabo de varios meses fue trasladado a los servicios técnicos de Salamanca.

El objetivo primordial de estos tecnócratas era hacer de la Falange el «partido único» de un Estado corporativo, conservador y autoritario. Teóricamente, los «joseantonianos» tenían un objetivo distinto, pero faltos de perspicacia, no se daban cuenta de la verdadera situación ni de su probable desenlace. Decepcionados ante su incapacidad para manejar a Hedilla a guisa y resentidos al considerar que habían sido relegados a un lugar secundario en el partido, estaban dispuestos a imponer un cambio general en la organización. En enero de 1937 Sancho Dávila hizo sondear al conde de Rodezno, considerado como uno de los jefes carlistas más pragmáticos y realistas[497]. Los resultados de su gestión no fueron descorazonadores. Los tecnócratas partidarios del corporativismo y algunos de los «legitimistas» decidieron entonces sumar sus fuerzas. Se propusieron aprovechar una reunión de los mandos carlistas que iba a celebrarse en Lisboa para discutir la posibilidad de una fusión de ambos movimientos. Todos estos planes se hicieron sin consultar para nada al mando oficial de la Falange.

Dávila, Gamero y Escario se trasladaron a Lisboa, y el 8 de febrero sometieron a los carlistas el texto del discurso con el cual los dirigentes falangistas anunciarían la fusión. Según dicho texto, se trataba, evidentemente, de una simple absorción de la Comunión Tradicionalista por la Falange, aunque en una frase del discurso se afirmaba que el partido estaría dispuesto a aceptar «la instauración —no restauración— en el futuro, en el momento oportuno en que el interés de la Patria lo exigiese» (de una monarquía tradicionalista). La proposición quedaba redactada en términos sumamente imprecisos.

Los carlistas replicaron proponiendo a su vez una lista de «puntos esenciales para la unión». El segundo de dichos puntos precisaba que no podía tratarse en modo alguno de una absorción de un grupo por otro; la fusión debía hacerse sobre la base de una absoluta igualdad. El tercer punto preveía el establecimiento de un triunvirato que asumiría la dirección del partido y precisaba que el único objetivo inmediato debía ser el de ganar la guerra, cuyo desenlace se veía aún cierto. Después de la victoria se proclamaría una monarquía católica y tradicionalista con el regente carlista don Javier. Se establecería un Estado corporativo y un sistema de sindicatos nacionales y se aboliría todo vestigio del viejo sistema liberal de los partidos políticos.

La segunda nota de los que se habían designado a sí mismos como «representantes» de la Falange precisaba que la Comunión debía integrarse en ella sin vacilación, puesto que:

la Falange declara su intención, siempre implícita en su programa y en su conducta, de instaurar y mantener en el futuro las instituciones y los valores políticos de la Tradición Española en cuanto son garantías de la continuidad del Nuevo Estado y base de su Imperio.

El 17 de febrero los falangistas sometieron a los carlistas un plan concreto de «bases para la unión» con los carlistas. Sus cláusulas principales eran que «la Comunión Tradicionalista ingresa en Falange Española de las JONS», que «Falange declara su intención de instaurar en momento oportuno la Nueva Monarquía…» que la Falange asumiría la custodia del príncipe que fuese designado para reinar y que el Regente delegaría todos sus poderes en el mando de la Falange, si bien éste debería consultarle sobre la designación del futuro rey.

Estas condiciones eran absolutamente inaceptables para los carlistas. Fal Conde formuló a su vez una «última proposición» resumida en los puntos siguientes: unión y no incorporación de uno de los grupos a otro, debiendo darse un nuevo nombre a la formación resultante; declaración explícita del principio monárquico; reconocimiento de la primacía de los principios tradicionalistas; regencia asumida por don Javier, como jefe supremo del nuevo movimiento; el mando efectivo sería delegado en un jefe explícitamente designado en el pacto de fusión, y si no, en los jefes de las lecciones de Política, Cultura y Milicia y, finalmente, disolución del partido unificado tan pronto como se hubiera instaurado definitivamente la Monarquía.

El acuerdo resultó imposible, en vista de que ninguno de los interlocutores estaba dispuesto a ceder. Del 23 al 27 de febrero se celebraron las últimas conversaciones. En ellas se llegó a evocar la posibilidad de establecer una regencia presidida por el general Franco, pero la idea no prosperó. El único punto de acuerdo a que se pudo llegar consistió en una declaración común, de carácter privado, por la que ambos partidos se comprometían a no colaborar con ningún otro grupo político y afirmaban que se opondrían a cualquier intento de toma del poder por un tercer partido. Las negociaciones se terminaron con una carta del conde de Rodezno, que respondía evidentemente al deseo de dejar abierta la puerta para futuros acuerdos de carácter práctico[498].

Las reacciones de los miembros de la Junta de Mandos al enterarse de que Dávila y sus amigos iban camino de Lisboa, fueron diversas. Algunos llegaron a proponer que se les prestara un automóvil y se apoyara su iniciativa, mientras que otros exigían su expulsión del partido y algunos hasta su fusilamiento[499]. El propio Hedilla se enteró del viaje demasiado tarde para tratar de impedirlo. La pasividad de que dio pruebas a lo largo de todo este asunto acabó de desprestigiarle, sobre todo ante los observadores políticos del Cuartel General militar[500].

A partir de este momento, Hedilla empezó a manifestar una gran susceptibilidad frente a cualquier intento de colaborar con los carlistas sin su conocimiento. El 26 de febrero castigó al jefe provincial de Burgos prohibiéndole que vistiese el uniforme del partido durante todo un día por haber permitido que sus milicias alternasen con los requetés en turnos de guardia ante la Virgen del Pilar de Zaragoza[501].

En el mes de marzo, en toda España ocupada por los rebeldes, no se hablaba de otra cosa que de la unificación de los partidos, multiplicándose las intrigas encaminadas a ello. Algunos grupos políticos se disolvieron para sumarse de manera tácita o explícita al nuevo orden corporativo preconizado por los «tecnócratas» clericales y conservadores. El 8 de marzo Renovación Española anunció su propia disolución, reclamando oficialmente la unificación de todos los partidos. En un gran mitin celebrado en Salamanca, Antonio Goicoechea declaró:

¿Es que algunas agrupaciones se preocupan de los humildes y de los necesitados y llevan este ideal como bandera de propaganda? Sí. Pues yo digo que la solidaridad de la guerra ha aumentado el poder de sacrificio de los poderes en favor de las clases humildes, y que éste es un postulado de todas las organizaciones políticas…

Un solo partido, o mejor, un frente patriótico como el que ahora existe entre nosotros y yo digo que realizaremos todos los sacrificios posibles para que eso se consiga… Una estructura totalitaria… en un sistema puramente orgánico, en el que todos tengan un papel que cumplir[502].

Los abusos de poder cometidos por algunos jefes falangistas como José Moreno, José Muro, Arcadio Carrasco y Agustín Aznar desprestigiaban al partido entre los no falangistas. El que los «jefazos» requisaran lujosos automóviles y fueran siempre con una escolta de cinco o seis milicianos armados con fusiles-ametralladores producía una desagradable impresión. No ocurría lo mismo en todas partes, pero los abusos e insolencias de la mayoría de los jefes no contribuían a robustecer la autoridad moral del partido. La multitud de fanfarrones que atemorizaban la zona rebelde hacía olvidar a la gente el valor y la modestia de algunos de los principales jefes del partido.

Si para la mayoría de la población civil la Falange era un partido con un programa social avanzado, se tenía una vaga idea del contenido de dicho programa, que gran número de falangistas ignoraba asimismo. En 1937 la mayoría de los miembros del partido carecían de toda formación ideológica. Sólo otro José Antonio hubiera sido capaz de mantener cierto control sobre una masa tan amorfa. Para la Junta de Mando, dividida por las luchas internas del partido, era una tarea muy superior a sus fuerzas.

Los agentes al servicio del Cuartel General y de los grupos conservadores estaban tratando de montar una nueva combinación política. Para apoderarse más fácilmente del partido procuraban fomentar las tensiones internas entre sus dirigentes. Si Manuel Hedilla había conseguido librarse de la tutela de los «legitimistas» que al principio habían intentado servirse de él, la influencia que ejercían sobre él los intelectuales y escritores que le rodeaban resultaba no menos nefasta. Algunos de ellos se esforzaban en convencer al jefe de la Falange de las posibilidades que se le ofrecían, con la esperanza de hacerle creer que había llegado el momento de asumir el papel de sucesor de José Antonio. Se ha llegado a insinuar que algunos de aquellos agentes dobles le incitaban a afirmar su autoridad para provocar una escisión irreparable en la jefatura de la Falange.

En la primavera de 1937 la dirección política del partido se hallaba sumida en la incertidumbre y la confusión más absolutas. Para impedir que la Falange se hundiera bajo el peso de sus propios errores, era preciso que se restableciese la jefatura única, asumida por un hombre dotado de una indiscutible autoridad moral y material. Ante la necesidad imperiosa de designar a un jefe supremo, la pugna entre las tres facciones del partido para imponer su propio candidato se hizo más viva que nunca.

Los fanáticos seguidores de José Antonio, según su peculiar razonamiento, consideraban ilegal la designación de un nuevo jefe nacional mientras no se tuviese constancia oficial de la muerte del primero. Su único plan para dotar al partido de mando efectivo consistía en presionar para que se realizase el canje de Raimundo Fernández Cuesta, que se encontraba prisionero en la zona republicana. Puesto que antes de la guerra había ejercido el cargo de secretario general del partido, Fernández Cuesta era el sucesor legítimo de José Antonio. El hecho de que careciera de las dotes de mando necesarias para desempeñar la jefatura no parecía preocupar a los que apoyaban su candidatura.

Los intelectuales que rodeaban a Manuel Hedilla y los jefes provinciales del Norte, apoyaban la candidatura del presidente de la Junta de Mando. En el fondo creían que el hecho de nombrar a Hedilla jefe nacional reforzaría su autoridad en el partido para restablecer la disciplina y permitir tratar con el Cuartel General de poder a poder.

Algunos jefes de las milicias, especialmente los de Valladolid, preconizaban la candidatura de un militar enérgico como el «general de la Falange» Yagüe[503].

En cuanto a los falangistas de nuevo cuño, oportunistas o conservadores, querían rehacer totalmente el partido poniendo al frente del mismo a un hombre que, a ser posible, fuese ajeno a la organización. Hasta algunos viejos falangistas eran partidarios de esta renovación. Uno de los más importantes era Joaquín Miranda, jefe provincial de Sevilla, quien después de haber sido extraoficialmente jefe territorial de Andalucía desde la primavera de 1936 se había visto relegado a su primitivo puesto al regreso de Sancho Dávila. Por resentimiento personal contra la dirección oficial del partido se alió con los que conspiraban para derribarla. Miranda estaba apoyado por Giménez Caballero, el estrafalario escritor que había predicado el nacional sindicalismo en ciertos sectores de la intelectualidad española. El hecho de que cuando pretendió volver a ingresar en el partido después de haberlo abandonado, el propio José Antonio hubiese rechazado su solicitud de readmisión, alentaba su espíritu de venganza.

La verdadera dificultad con que tropezaban las distintas facciones en pugna era la de llegar a ponerse de acuerdo sobre un candidato. Casi todos coincidían en la necesidad de recurrir a un general, pero ¿cuál de ellos? Lo lógico era que eligieran al propio Generalísimo, aunque algunos militares prefiriesen a Mola.

Franco sentía la apremiante necesidad de un lugarteniente político que, le ayudara a constituir el gobierno civil en el que había de apoyarse la dictadura militar. La dirección de las operaciones militares le absorbía totalmente, y su hermano Nicolás había tenido muy poco éxito en su papel de consejero político. Había fracasado en su intento de crear un «partido franquista» y no había logrado establecer buenas relaciones con la Falange ni con los carlistas.

La llegada a Salamanca durante el mes de marzo de su cuñado Ramón Serrano Súñer —después de un largo viaje desde su salida, en octubre, de la Embajada de Holanda en Madrid— permitió al Generalísimo cubrir el puesto vacante con el hombre que justamente necesitaba[504]. Antes de caer temporalmente en manos de los republicanos, Ramón Serrano Súñer había prestado una eficaz colaboración política a Franco, sirviendo de principal enlace civil para su contacto con la España peninsular durante la agitada primavera de 1936. Para facilitarle más las cosas, las relaciones en el seno de la familia Franco se habían deteriorado por diferencias existentes entre las mujeres de Francisco y Nicolás[505], mientras que siendo hermanas la mujer de Franco y la de Serrano, fácilmente podía preverse la nueva forma que adoptaría la relación de fuerzas en la familia[506].

Además de ambicioso, Serrano era, sin duda, el político más sagaz que apareció por Salamanca durante toda la guerra. Su paso por la jefatura de la JAP le había permitido entrar en contacto con vastos sectores de la derecha. Tenía también amistades en el grupo de Acción Española, y entre los miembros de la Comunión Tradicionalista, y su antigua amistad con José Antonio le confería cierto prestigio ante los falangistas[507]. Franco fue confiándole cada vez más la dirección de los asuntos políticos.

Serrano era un hombre apasionado, que se dejaba llevar por sus impulsos. Tenía escasos amigos. La ejecución de dos hermanos suyos en la España republicana le había trastornado. Y como también él estuvo a punto de correr la misma suerte, al principio se consideraba virtualmente hipotecado, como si hubiese contraído una inmensa deuda para con los muertos. Aunque esta obsesión piadosa no duró mucho, imprimió una orientación determinada a sus primeras actividades. Juzgaba con inmenso desprecio a la «tribu» de pequeños oportunistas que rodeaban a Franco en Salamanca, entre los que figuraban, entre otros, don Nicolás y el encargado de Asuntos Exteriores, Sangróniz. Tenía algo más de respeto por los miembros de Renovación Española, el grupo de Rodezno y la propia CEDA, a la que había pertenecido, aunque consideraba que en el siglo veinte todas sus ideas estaban superadas. Contrariamente a algunos militares —y, en particular, Mola— que trataban de establecer un gobierno militar con carácter permanente, Serrano creía que una solución al fin y al cabo provisional, no podría durar.

En todo caso, Serrano era tal vez la única persona del Cuartel General rebelde que sabía lo que quería: establecer sobre bases jurídicas un nuevo Estado, esencialmente autoritario, capaz de impedir el retorno a los excesos democráticos que habían costado la vida a sus hermanos. Pero al mismo tiempo el nuevo Régimen no debía parecerse en nada a la ineficaz monarquía del pasado. Sólo un fuerte sistema corporativo, organizado sobre sólidas bases conservadoras sería capaz de superar las tensiones sociales y de restablecer la unidad nacional[508]. Ramón Serrano había sido amigo íntimo de José Antonio desde los tiempos de estudiantes, pero había resistido obstinadamente las insistentes proposiciones de este último para ingresar en las filas de la Falange. Los nacional sindicalistas le habían parecido siempre gentes demagógicas y superficiales, y el partido carecía, a su juicio, de una sólida base. Pero teniendo en cuenta la situación existente en Salamanca, se convenció de que no había otra solución que la Falange, porque era el único partido corporativista moderno que contaba con un cierto sustento popular, ya que su competidor, el carlismo:

Adolecía de una cierta inactualidad política; en cambio, en el pensamiento de la Falange estaba incluida buena parte de su doctrina y ésta tenía, por otra parte, el contenido social, revolucionario que debía permitir a la España nacional absorber ideológicamente a la España roja, lo que era nuestra gran ambición y nuestro gran deber[509].

En aquella época la Falange contaba «incluso con masas procedentes de la República y del sindicalismo… Sus mandos eran antiguos jefes provinciales, por lo general poco conocidos, escuadristas demasiado jóvenes y, en muchos casos, improvisados[510]». Había, pues, que reorganizar la Falange sobre bases firmes, de carácter conservador, que le permitieran convertirse en el partido único estatal de la Empana nacionalista. Así podría realizarse el ideal del «verdadero» José Antonio, que para Serrano era el José Antonio nacionalista y líder del partido y no el José Antonio aspirante a revolucionario.

Para llevar a cabo esta reorganización, Serrano se puso en contacto con gentes de filiación política diversa. Los más utilizables para su empresa parecían ser los intelectuales de Acción Española y los elementos de mentalidad conservadora que habían puesto de manifiesto su capacidad de iniciativa al frente de los Servicios Técnicos del partido. Serrano se entrevistó con el joven Gamero, con González Bueno y con Alfonso García Valdecasas[511]. Este último había vuelto a ingresar en la Falange y era uno de los más decididos partidarios de la reorganización del partido[512].

La unificación política era reclamada insistentemente no sólo por el Ejército, sino también por las potencias del Eje. Los militares estaban hartos de los partidos políticos y los más decididos exigían, lisa y llanamente, su supresión. Era evidente que el Ejército, que había desencadenado la guerra civil y que controlaba sólidamente la mitad del territorio, realizaría, sin duda, sus propósitos. Por su parte, los alemanes no disimulaban sus preferencias: el general Faupel exponía tanto a los falangistas como al gobierno rebelde la necesidad inmediata de un fuerte partido único estatal[513]. Aun sin llegar a ejercer ninguna presión directa, dada la importancia de la ayuda proporcionada por Alemania, era evidente que semejantes «insinuaciones» tenían que producir su efecto. Los italianos eran también favorables a aquella solución, aunque su embajador se mostrase más discreto y menos preciso en sus consejos[514].

Desde el principio los rebeldes habían proclamado sus deseos de reconstrucción y de reforma. Franco había declarado ante el mundo que, aunque los nacionalistas preconizaban una dictadura militar, ésta debería ser ratificada por un plebiscito popular. Y que los sindicatos serían tolerados mientras no predicasen la lucha de clases. Ahora prometía llevar a cabo:

Todas aquellas reformas que permita la capacidad económica de la nación. No nos oponemos a nada que la economía del país pueda soportar.

De nada sirve dar tierras pobres a los campesinos pobres. No basta la tierra, sino que hace falta dinero para cultivarla. Los próximos veinticinco años verán la parcelación de los grandes dominios en pequeñas propiedades agrícolas y la creación de una burguesía agraria[515].

A medida que se prolongaba la guerra, los militares intensificaban este tipo de propaganda. Queipo de Llano declaraba a la prensa extranjera:

Sabemos que el problema de la lucha de clases únicamente puede resolverse suprimiendo las enormes diferencias existentes entre las clases. Sabemos también que los ricos deberán contribuir a una distribución más justa de la riqueza, por medio de fuertes impuestos[516].

Mola se declaraba públicamente partidario de un «corporativismo representativo[517]».

Tales declaraciones parecerían compatibles con una especie de nacionalsindicalismo pasado por agua y algunos de los jefes provinciales de Falange de mayor perspicacia política empezaban a considerarlo inevitable. Dada la crisis de autoridad existente en el partido y ante el completo monopolio del poder ejercido por los militares, creían que la única salida posible era la unificación de todos los grupos políticos existentes bajo el mando del único jefe capaz de inspirar confianza a la opinión pública, es decir, Franco. Ésta era la solución preconizada por Andrés Redondo desde el otoño de 1936, antes de ser depuesto del mando de la Falange de Valladolid. Otros dirigentes compartían aquel punto de vista, aunque aparentemente se mantenían fieles a la Junta de Mando.

Un falangista, teniente de ingenieros de guarnición en Mallorca, Ladislao López Bassa, tomó por su cuenta una iniciativa independiente orientada en el mismo sentido. Abogando por la idea de una gran Falange que agrupará a todos los partidos nacionalistas bajo el mando de Franco, visitó a varios grupos de Falange en distintos puntos de España[518]. Las gestiones eran apoyadas por otros disidentes, pomo Miranda y Giménez Caballero.

Entretanto, los partidarios de Hedilla le incitaban a que tomara una decisión antes de que fuese demasiado tarde. Decidió, pues, reunirse en secreto con algunos dirigentes carlistas eh un pueblecito de la provincia de Álava. Se daban cuenta todos de la amenaza que pesaba sobre ellos: la fusión impuesta por el Cuartel General. No llegaron a superar las diferencias que todavía les separaban, pero acordaron que ninguno de los presentes aceptaría ningún puesto en un partido creado manu militari[519].

Al mismo tiempo y de acuerdo con Serrano, López Bassa se instaló en Salamanca y se dedicó a tratar de convencer a Hedilla de la necesidad de la unificación de todos los partidos bajo la dirección de Franco. Le insinuaba que, aunque el Generalísimo fuera nominalmente el jefe del partido unificado, él, Hedilla, sería nombrado, indiscutiblemente, secretario general, con plenos poderes para realizar el programa nacional sindicalista. E insinuaba que se respetarían la independencia y la organización interna de la Falange. Aunque Hedilla nunca había establecido contacto alguno con el Cuartel General, López Bassa se presentaba como su representante oficial, y el jefe falangista quedó medio convencido por su argumentación. Hedilla había sido invitado repetidas veces por el general Faupel, quien le animaba a ponerse en relación con Franco para crear una Falange unificada[520]. El líder falangista, que hasta entonces había dado a entender claramente que desconfiaba del Generalísimo, empezó a hablar con entusiasmo de Franco[521].

Mientras por un lado los que rodeaban a Franco mantenían estos contactos, por otro trataban de aumentar la confusión y la discordia en el seno del partido, para impedir que pudiera constituirse entre los más veteranos un núcleo de resistencia intransigente. Por ejemplo, no había el menor interés en facilitar el canje del Secretario General de la Falange, Raimundo Fernández Cuesta, que se encontraba en zona republicana, porque consideraban que con su presencia podría contribuir a reforzar la unión del partido. Cuando Hedilla le habló a Serrano en aquel sentido, éste le hizo una escena, diciéndole que el canje le parecía moralmente injustificable cuando tantas personas de igual o superior rango que aquél se encontraban detenidas en la zona republicana[522].

La oposición a Hedilla en el seno del partido aumentaba vertiginosamente. Temerosos de que pretendiera convertirse en jefe nacional con el apoyo del Ejército, los «legitimistas» decidieron desplazarle del puesto que ocupaba. Querían apoderarse de todos los resortes del mando del partido antes de que pudiera designarse a ningún otro jefe único. Su propósito exclusivo parecía ser el de mantener al partido en la especie de limbo en el que se encontraba, pero bajo su propio mando.

Cuando Hedilla manifestó su propósito de convocar al Consejo Nacional, los disidentes se le adelantaron aprovechando una reunión de todos los mandos de la Falange, que se celebró, por sorpresa, el 16 de abril. Dávila, Aznar y Garcerán se dirigieron inmediatamente después de la reunión al despacho de Hedilla para darle lectura de una serie de cargos contra él, entre los que figuraban los siguientes:

Reserva para con la Junta Oficial, a la que nunca ha dado cuenta afondo de sus gestiones, conversaciones y orientaciones políticas, de las que, en cambio, estaban enteradas personas ajenas a los mandos de la Falange…

…sometiéndose dócil a la Junta extraoficial, en contraste con su hosquedad y enemiga a la Junta legítima. A la primera pertenecen hombres peligrosos y advenedizos.

Propaganda desmedida e impropia de su persona para ponerse a una altura superior a la que le corresponde, orientando su actuación a crearse partidarios personales y reclamando para esta tarea colaboradores ociosos encargados de fabricarle artículos y discursos de todo género.

Traición final a la Junta de Mando; para verse libre del control de la Junta de Mando […] ha decidido convocar un Consejo Nacional sin dar cuenta a la Junta.

…De este Consejo se han excluido a nombres de prestigiosos camaradas, por suponerles adversarios de la política del Jefe, y pretendiendo, en cambio, convocar a otros que supone amigos suyos […] y, por tanto, capaces de designarle jefe del Movimiento. Entre estos últimos hombres habrían de incluirse algunos encarnizados enemigos de José Antonio y contumaces traidores en la actualidad para con nuestra organización, la cual desfigura constantemente, hasta el punto de haberse tomado el acuerdo en una reunión de la Junta de Mando, celebrada en marzo de este año, de prohibirle hablar en público, sin conocimiento expreso de la propia Junta.

Ineptitud manifiesta del camarada acusado por su analfabetismo, que le obliga a caer en manos de los sicarios más insolventes y de los hombres más peligrosos para el Movimiento, de quienes se siente prisionero[523].

Llegaban incluso a acusar a Hedilla de conspirar con Mola para establecer un nuevo gobierno de la España nacionalista[524]. La mayoría de estas acusaciones carecían de fundamento, y las únicas que tenían alguna base, habían sido exageradas por el odio de sus enemigos.

Según los estatutos del partido, si el jefe nacional tenía que ausentarse del territorio español durante cierto tiempo, asumiría la dirección del partido un triunvirato hasta su regreso. Basándose en esta norma, grotescamente deformada, los rebeldes, que contaban con cinco de los siete votos de la Junta de Mando, decidieron lisa y llanamente la destitución de Hedilla y su sustitución por un triunvirato integrado por ellos mismos. Los triunviros autodesignados eran Sancho Dávila, Agustín Aznar y José Moreno (antiguo jefe provincial de Navarra, que debía su ascenso al propio Hedilla). El intrigante y oportunista Rafael Garcerán fue nombrado secretario del triunvirato, el cual anunció la convocatoria de un Consejo Nacional extraordinario que debía reunirse a los quince días, reservándose diez puestos vacantes destinados a los dirigentes falangistas que se suponía detenidos en la zona republicana.

Para reforzar su posición, los nuevos triunviros se apresuraron a convocar a todos sus partidarios de las provincias más cercanas. Pero no todos estos «partidarios» mostraban gran entusiasmo ante los sucesos ocurridos. Cuando Dionisio Ridruejo, jefe local de Valladolid, fue convocado a Salamanca y se enteró de que los rebeldes habían querido anticiparse a la «traición» de Hedilla, protestó, afirmando que toda aquella maquinación constituía un tremendo error. Consideraba que en aquellos momentos tan peligrosos había que mantener por encima de todo la unidad del partido, y si algunos viejos falangistas, como López Bassa y Miranda, estaban en tratos con el Cuartel General, había que unirse en torno a Hedilla para conseguir que la negociación se realizase en las mejores condiciones posibles.

Cuando se hubo recobrado del golpe, Hedilla pareció dispuesto a tratar de reforzar su posición, animado para ello de sus seguidores, los cuales habían logrado impedir la difusión a través de la Radio Nacional de una proclama redactada por el triunvirato. En la noche del 16 de abril, a las doce o trece horas de la rebelión, José María Goya, uno de los jóvenes jefes de milicias, consejero nacional del SEU, solicitó autorización para tratar de arreglar las cosas. Goya, aunque partidario de Hedilla, era amigo personal de Dávila, a quien había conocido durante el tiempo en que los dos estuvieron refugiados en la Embajada de Cuba en Madrid. Expuso a Hedilla su propósito de ir a ver a Dávila para intentar convencerle de que cambiara de actitud y se aviniese a negociar. Hedilla le dio su consentimiento, pero le recomendó que no obrara a la ligera. Goya se dirigió a casa de Dávila, acompañado de otro miembro de las milicias, Daniel López Puertas, y de tres camaradas más.

Cuando el grupo llegó a la pensión donde se alojaba Dávila, Goya se adelantó para hablar con éste a solas. Apenas iniciada la discusión, degeneró en una pelea; nunca ha podido saberse quién disparó primero. En el segundo piso de la casa sonó una serie de disparos. Cuando cesó el fuego, López Puertas y sus tres compañeros se habían adueñado de la situación, desarmando a Dávila y a los de su escolta, pero Goya y uno de los que acompañaban a Dávila yacían muertos. Atraídos por los disparos acudieron los guardias civiles que detuvieron a todos los presentes[525].

Este trágico incidente vino a favorecer a Serrano Súñer y a sus colaboradores. El Cuartel General condenó enérgicamente estos desórdenes en la retaguardia, que acabaron de desacreditar ante el Ejército a la Falange. El incidente parecía demostrar, además, que los dirigentes falangistas no llegarían nunca a ponerse de acuerdo y que no podía contarse con ellos para llegar a la necesaria unificación.

Al día siguiente, Hedilla convocó con toda urgencia una reunión del Consejo Nacional para el domingo 18 de abril. Fueron avisados todos los Consejeros Nacionales disponibles, nombrados en 1935 y 1936, así como otros cuya condición de «consejero» resultaba bastante imprecisa[526]. La circular de dos páginas que contenía la convocatoria declaraba que el objeto de la reunión consistía en aclarar algunas cuestiones relativas a nombramientos, disolver la Junta de Mando y elegir un nuevo jefe nacional. Se estipulaba que éste sólo ejercería interinamente sus funciones hasta el regreso de José Antonio (cuya muerte se obstinaban en poner en duda muchos falangistas), y si Fernández Cuesta llegaba a la España rebelde, se convocaría de nuevo al Consejo para decidir la cuestión de la legitimidad de la sucesión[527].

El Consejo Nacional se reunió el 18 por la mañana, en un ambiente tenso, al cual el cadáver de Goya añadía una nota macabra. Entre los presentes no reinaba el menor espíritu de camaradería[528]. Las seis cuestiones que se trataron en primer lugar se referían a una serié de puntos de detalle sobre el personal y la burocracia del partido; sólo después de una larga y áspera discusión sobre el futuro jefe y sus atribuciones, así como sobre la manera de limitar sus posibles extralimitaciones, se pasó a discutir el fondo de la cuestión[529].

Cuando Hedilla hubo expuesto las acusaciones de los disidentes contra él, José Muro declaró que era preferible olvidar las disensiones internas y pensar en la solemnidad de las circunstancias. Se refería a la presencia del cadáver de Goya, que todavía hacía más irreal la atmósfera de aquella reunión. Hedilla tomó nuevamente la palabra para anunciar que acababan de informarle en el Cuartel General de que el Generalísimo pensaba asumir el mando de la Falange, tal vez aquella misma noche. Esta noticia, aunque no resultara inesperada para nadie, hizo que los ánimos se serenasen. Francisco Bravo propuso que se confiase a Hedilla la misión de ir a tratar con Franco de las condiciones para la unificación y la reorganización de los partidos.

Con ello el Consejo llegó al punto decisivo del orden del día: la elección del nuevo jefe nacional. La votación dio el siguiente resultado: 8 votos en blanco, un voto para Miguel Merino, Martín Ruiz Arenado, Jesús Muro y José Sainz y 10 votos a Manuel Hedilla[530]. Así pues, de los veintidós asistentes, sólo diez votaron en favor de Hedilla. Era evidente que no había otro jefe posible que él, pero algunos consejeros consideraban una locura desafiar al Cuartel General eligiendo su propio jefe en unos momentos en que estaba en juego la existencia misma del partido[531].

La misma noche el nuevo jefe de la Falange se fue a visitar al Generalísimo. Según Hedilla, Franco le felicitó por su elección, pero se negó a discutir ninguna cuestión de fondo. Más tarde, aquella misma noche, el general dirigió una breve alocución a la multitud que se había congregado frente a su residencia, y Hedilla apareció unos instantes junto a él en el balcón. Esto provocó una pequeña manifestación de los simpatizantes falangistas, que gritaron «Hedilla-Franco» varias veces[532]. El incidente despertó grandes recelos en el Cuartel General.

Al día siguiente, es decir, el 19 de abril, Hedilla reunió nuevamente al Consejo Nacional. El partido estaba ya prácticamente entre las manos de Franco, pero sus dirigentes continuaban entregándose al mismo juego polémico de la víspera. Designaron a tres delegados encargados de realizar una investigación sobre la reciente rebelión interna, y después eligieron una nueva Junta Política, compuesta por cuatro miembros. Incapaces, aparentemente, de adivinar las verdaderas intenciones del Generalísimo, los consejeros se dedicaban a interpretar según el gusto de cada cual las palabras que aquél había pronunciado la noche anterior. También acordaron pedir clemencia para todos los detenidos con motivo de la muerte de Goya. Finalmente, esforzándose para ponerse a la altura que las circunstancias exigían, los miembros del postrer Consejo Nacional independiente de la Falange Española tomaron el acuerdo de que ningún consejero podría llevar una escolta compuesta de más de dos milicianos. La vieja Falange se extinguía sin proferir la más leve queja.

Aquella misma noche el Cuartel General decidió darle el golpe de gracia. Se había encargado a Serrano que preparase un decreto unificando la Falange y la Comunión Tradicionalista. Según afirmaba Serrano, el texto publicado el 19 de abril a medianoche había sido sometido a la aprobación de Mola y de Queipo. En adelante, falangistas y tradicionalistas quedaban fusionados en el partido único oficial del nuevo Estado Español[533].

La nueva formación política se llamaría «Falange Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista», complicado nombre que refleja fielmente el carácter heteróclito de su composición[534]. En el decreto que le dio nacimiento se expresaba la orientación del nuevo partido:

El Movimiento que hoy nosotros conducimos es justamente esto: un movimiento, más que un programa, y como tal está en proceso de elaboración y sujeto a constante revisión y mejora, a medida que la realidad lo aconseje. No es cosa rígida ni estática, sino flexible. Y que —como movimiento— ha tenido por tanto diferentes etapas.

…nosotros, abandonando aquella preocupación doctrinaria, oponemos una democracia efectiva, llevando al pueblo lo que le interesa de verdad: verse y sentirse gobernado, en una aspiración de justicia integral, tanto en orden a los factores morales cuanto a los económico-sociales[535]

A las cuarenta y ocho horas afluían al despacho del Caudillo mensajes de adhesión a su política de falangistas de todas partes; ninguno pensaba rebelarse contra ella. La debilidad política del partido nunca había aparecido tan crudamente expuesta. La floja propaganda efectuada en torno a Hedilla no podía compararse con la aplastante glorificación de Franco realizada por los servicios de prensa gubernamentales. En el momento de la unificación, Manuel Hedilla fue completamente olvidado.

En Salamanca, sus partidarios se vieron totalmente rebasados por los acontecimientos. Habían cometido el error de creer en la posibilidad de negociar y que los mandos recién nombrados serían mantenidos en sus puestos. Pero no hubo tal negociación, ni la menor intención de respetar a las nuevas jerarquías del partido.

Franco se proclamó a sí mismo jefe nacional y, por el momento, no se nombró secretario general. Hedilla fue nombrado presidente de la nueva Junta Política de FET que iba a constituirse. Es decir, se creía que se consolaría con un puesto preeminente en un consejo puramente honorífico integrado por unos cuantos carlistas oportunistas y dóciles, escogidos por el Generalísimo y su cuñado[536]. Las funciones ejecutivas serían confiadas a una Secretaría Política dirigida por López Bassa[537].

Hedilla se negó a prestarse a semejante combinación. Durante tres días los del Cuartel General estuvieron alternando los halagos con las amenazas, pero se mantuvo inflexible[538]. Los representantes de las potencias del Eje intentaron suavizar las cosas, sugiriendo que Hedilla hiciera un viaje de carácter profesional a cualquiera de los dos países, pero esta solución no fue del agrado del Cuartel General. El 25 de abril Hedilla fue detenido. Para desembarazarse del incómodo falangista, el directorio político responsable de la unificación de los partidos urdió, al parecer, la acusación de que Hedilla había organizado una conspiración contra el Caudillo. Esto bastó para hacerle comparecer ante un juez militar y mantenerle incomunicado.

Entre otras cosas, se acusaba a Hedilla de haber enviado una serie de telegramas a todos los jefes provinciales pidiéndoles que se concentraran todos en Salamanca para presionar al gobierno. No existen pruebas de que se hubieran cursado tales telegramas. José Sainz declaró más tarde que en Salamanca se supo que, en vista de las erróneas interpretaciones a que dio lugar el decreto de unificación, falangistas y requetés se disputaban el mando o se negaban a obedecer a los jefes del partido rival. Los únicos telegramas que se mandaron entonces decían:

«Ante posibles interpretaciones erróneas Decreto Unificación no cumplirán otras órdenes que las recibidas por conducto jerárquico superior[539]».

Se ignora si el Generalísimo daba o no crédito a las acusaciones contra Hedilla. En todo caso, este último sostiene que se le prometió la libertad si aceptaba la presidencia de la nueva Junta Política. Como se obstinaba en rechazar tal ofrecimiento, fue declarado culpable del delito de rebelión por un consejo de guerra y condenado a dos penas de muerte. Dos jefes falangistas que permanecían en libertad movilizaron a todas las influencias posibles en favor de su desdichado jefe. Se recurrió al general Yagüe para que intercediese en nombre de los militares y el embajador de Alemania hizo una gestión personal cerca de Franco[540]. Éste se mostró inexorable, pero al final, Serrano decidió intervenir en favor del acusado. Probablemente sabía desde el principio que Hedilla no tenía nada que ver con ningún «complot», pero tampoco quería hacer nada para impedir la eliminación de un falangista considerado como el más intransigente de todos. Sin embargo, pidió a Franco que conmutase la doble sentencia de muerte por la reclusión perpetua, con lo cual tal vez se lograse que los restantes jefes falangistas se mostraran más flexibles. Hedilla fue conducido a Canarias, donde quedó nuevamente incomunicado.

Otros muchos falangistas fueron arrastrados por el torbellino y encarcelados, pero no hubo ninguna ejecución capital. El jefe provincial de Zamora, Ricardo Nieto, fue condenado a veinte años y un día por «intransigente» y por complicidad en el «complot» de Hedilla (aunque no había votado en favor de éste durante la famosa reunión, y se apresuró a expresar su apoyo a Franco). Al parecer, en aquellos días de extrema confusión, un joven falangista de Zamora había comunicado al Cuartel General que su jefe provincial estaba tratando de impedir la aplicación del decreto de unificación[541]. Nieto había sido puesto ya en la «lista negra» por haber declarado públicamente en una ocasión que, una vez terminada la guerra, las milicias falangistas se encargarían de dar una orientación totalmente nueva al país.

Como medida de precaución, casi todos los dirigentes falangistas importantes fueron detenidos durante algunos días por la Guardia Civil o la Policía Militar. La mayoría de ellos fueron puestos en libertad rápidamente, pero a los más conocidos por la intransigencia en sus convicciones se les aconsejó ir al frente y que permanecieran en él hasta el final de la guerra.

En cuanto a los disidentes del conflicto interno de la Falange —encarcelados a raíz de la muerte de Goya—, un consejo de guerra especialmente designado por el gobierno proclamó su «absoluta inocencia». Incluso se elogiaron el «espíritu patriótico» y las «virtudes cívicas» de que dieron prueba por su amor a la Patria. Dávila, que era amigo de Serrano Súñer, fue puesto en libertad y enviado a Sevilla. Garcerán, tuvo menos suerte: acusado de haber mantenido contactos secretos con Indalecio Prieto —lo cual, dada su afición a la intriga y el interés de Prieto a pescar en las aguas turbias de la Falange, podía tener ciertos visos de verosimilitud—, tuvo que aguardar cierto tiempo antes de ser puesto en libertad y eliminado definitivamente de la vida política.

Pilar Primo de Rivera, que era prima de la novia de Aznar, intercedió en favor de éste. Aznar fue liberado pronto, pero no se le juzgó digno de confianza, aunque más tarde se le confiara un puesto honorario en la Junta Política[542]. El único falangista que rompió claramente con el régimen militar fue Vicente Cadenas, jefe nacional de Prensa y Propaganda. Encontrándose casualmente en San Sebastián, cerca de la frontera francesa, cuando estalló la tormenta desencadenada por el Cuartel General, antes de correr la misma suerte que Hedilla, Nieto y otros, prefirió cruzar los Pirineos, pasando el resto de la guerra civil en Italia[543].

Todos los falangistas que fueron condenados con ocasión de estos hechos, después de permanecer dos o tres años encarcelados, fueron puestos en libertad. Manuel Hedilla fue el que sufrió más, hasta el punto de que en cuatro años su peso bajó a unos cuarenta kilos[544]. Su mujer, obsesionada por la injusticia de que había sido víctima su marido, se volvió loca y murió en un asilo. Pero. Hedilla logró sobrevivir a todas sus desgracias. Después de cuatro años de incomunicación y destierro, el gobierno acabó cediendo, y a mediados del año 1941 fue trasladado a Mallorca, donde pudo instalarse más confortablemente[545].

La noticia de unificación fue acogida con verdadera satisfacción en el campo nacionalista. Aparte del grupito que pululaba por el Gran Hotel de Salamanca, en aquellos meses la gente sentía una gran indiferencia por la política. Todo el mundo creía que con la unificación de los dos grupos civiles más activos se resolverían todos los problemas políticos y se reforzaría la cohesión de la España nacionalista, para poder dedicarse a ganar la guerra. Sólo algunos políticos profesionales se permitieron protestar, aunque esto ya se daba por descontado.

En los frentes, la unificación fue acogida por las milicias falangistas casi con indiferencia. La estructura formal del partido ya no significaba nada para aquellos hombres carentes de toda formación ideológica y a quienes las preocupaciones «políticas» de la retaguardia les parecían puras quimeras. En 1937 los ejércitos republicanos empezaban a dar muestras de eficacia y las milicias debían consagrarse por entero a las cuestiones militares.

Para cualquier observador atento de la situación política, la unificación de los partidos era algo previsible. Dado el control ejercido por los militares sobre el Gobierno nacionalista, podía darse por segura. La herencia de los caudillos militares que invadieron la política española durante el siglo XIX y el ambiente militar creado por la guerra hicieron inevitable la promoción de Franco a la jefatura del movimiento unificado.

Algunos falangistas habían previsto este desenlace y lo aceptaron como cosa natural y lógica. Además, la proclamación se sobrepuso en ellos a cualquier otro sentimiento. Además, la proclamación oficial del programa de la Falange por Franco parecía indicar que la continuidad del partido quedaba asegurada. Muchos falangistas se aferraban todavía a la idea de que, al terminar la guerra, el ímpetu de las milicias permitiría dar una nueva orientación política a la nación. Dada la confusión reinante y la tensión exigida por la guerra, no podía esperarse que su reflexión fuese más allá de estos modestos límites.