CAPITULO XII

LAS MILICIAS DE LA FALANGE

Durante la mayor parte de la guerra civil la Falange se consagró casi por entero a la formación de unidades de voluntarios destinados a cumplir servicios militares o paramilitares. Una de las preocupaciones fundamentales de los jefes del partido consistió, precisamente, en dotar de organización y encuadramiento adecuados a aquellas milicias. La mayoría de los jefes falangistas carecían de preparación militar y a menudo los militantes del partido eran enviados al frente bajo el mando de oficiales voluntarios «aficionados». Los dirigentes se dieron cuenta en seguida de que, si no preparaban a algunos de sus hombres para asumir el mando en los frentes, toda su empresa corría el riesgo de malograrse.

En algunas regiones, como por ejemplo en Aragón, los jefes locales se habían limitado a poner al frente de las milicias a oficiales profesionales. Ello resultaba absolutamente necesario en algunas zonas cercanas al frente. Pero había que destinar una gran cantidad de fuerzas auxiliares a aquellos sectores que el Ejército regular se veía incapaz de guarnecer. El 7 de septiembre de 1936, es decir, a las seis semanas de haberse iniciado la rebelión, el Ejército informaba de que sólo en la Quinta Bandera de Aragón había cuatro mil voluntarios[462], Todos estos hombres quedaban fuera del control directo de los mandos del partido, lo cual no podía considerarse como satisfactorio si la Falange quería mantener una cierta cohesión política a lo largo de la guerra.

En el acuerdo provisional establecido entre José Antonio y Mola se había convenido que sólo la tercera parte de las fuerzas de Falange de cada sector determinado estaría bajo las órdenes del Ejército regular. Sin embargo, el jefe nacional de milicias Luis Aguilar había muerto en Madrid, en los comienzos de la guerra, y a su sucesor provisional, Agustín Aznar, no le preocupaban demasiado los problemas técnicos y de organización de las milicias. Aznar se dedicaba, sobre todo, a cometer actos de violencia personal para vengarse de sus amigos, a forjar planes para el rescate de José Antonio y a fortalecer la posición de sus propios amigos en el seno del partido.

Cuando el gobierno militar empezó a hablar de su propósito de crear academias de «alféreces provisionales», los dirigentes falangistas comprendieron que tenían que tomar alguna determinación si no querían que sus milicias se viesen absorbidas por el Ejército regular. Mientras en el cuartel general militar de Salamanca reinaba un ambiente antifalangista, en el frente un buen número de oficiales jóvenes simpatizaban con la Falange. Si los jefes del partido se decidían a actuar de común acuerdo, todavía podrían organizar una milicia totalmente independiente. El Ejército necesitaba a todos los hombres en el frente y no podía distraer a sus tropas para someter a la obediencia a la Junta de Mando falangista.

De todos los mandos militares rebeldes, el único que mostraba simpatías por la Falange era el coronel Yagüe (que pronto sería ascendido a general). En compañía de algunos jefes de milicias de Valladolid (Girón, Vicén, Castelló) efectuó varios viajes a Salamanca para tratar de convencer a la Junta de Mando de la necesidad de crear un cuerpo de oficiales del partido[463]. Sin embargo, Hedilla consideró que semejante proyecto de formar oficiales falangistas era irrealizable, limitándose a proponer que se ejerciera un control político sobre las milicias, asignando a cada unidad una especie de comisario político.

En estas conversaciones, se perdió mucho tiempo, pero, al final, la Junta de Mando acabó reconociendo que había que hacer algo. El partido decidió crear dos «escuelas militares», una en Pedro Lien, cerca de Salamanca, y otra próxima a Sevilla. En esta última, la Falange reunió a los mejores instructores que pudo reclutar en sus propias filas; los de la escuela de Pedro Lien fueron proporcionados a la Falange por la Embajada de Alemania en Salamanca[464]. La Junta confiaba en que más tarde podría llegar a formar también sus propios equipos de ingenieros, químicos, médicos, etc[465].

El experimento de estas escuelas militares de la Falange fracasó. Los mejores alumnos se sentían más atraídos por el prestigio y las ventajas materiales que les ofrecían los cursos de oficiales del Ejército. Muchos milicianos habían contraído matrimonio y necesitaban los sueldos superiores que sólo el Ejército podía proporcionarles. Los militantes recién ingresados en el partido carecían de formación política y no siempre comprendían los conflictos ideológicos que enfrentaban a los falangistas con los monárquicos y los conservadores, mientras que en el frente, el espíritu de camaradería existente entre los oficiales hacía que las diferencias de opinión pasaran a un segundo plano. La mayoría de los jóvenes falangistas de Burgos, Zaragoza, Valladolid y Granada no querían saber nada de aquellas escuelas. La de Sevilla no llegó a funcionar ni siquiera durante un curso completo, y sus propios directores propusieron que se abandonase el intento. Sugerían, en cambio, que se atribuyese a la Falange un cupo determinado en los cursos organizados para la formación de los «alféreces provisionales» del Ejército[466].

El problema quedó parcialmente resulto al decidir el Cuartel General de Franco, por un decreto del 22 de diciembre de 1936, la unificación de las unidades de milicias. En adelante, todas las fuerzas auxiliares quedaban asimiladas a las tropas regulares y sometidas a la disciplina militar. Su mando sería confiado a oficiales del Ejército[467].

Esta medida quedó en gran parte reducida a letra muerta. Transcurrió un mes sin que se designase al nuevo mando militar de las milicias y éstas siguieron gozando de su independencia[468]. El Cuartel General tenía demasiados problemas que resolver para preocuparse constantemente por las milicias. La escuela de Pedro Lien siguió funcionando como antes, a pesar de que un decreto del 28 de enero de 1937 dispuso que, en adelante, los oficiales alumnos de las milicias fuesen sometidos a la misma preparación que los «alféreces provisionales[469]».

El desorden reinante en las unidades de la Falange era indescriptible. A falta de una organización general, los mandos locales actuaban por su cuenta, reclutando y equipando «centurias» en el ámbito provincial o regional. Los mandos falangistas de Salamanca no tenían la menor idea del número de unidades existentes, ni de cómo estaban distribuidos o de la importancia de sus efectivos. Ello era, en gran parte, culpa de los hombres que constituían el mando nacional. Absorbidos por los pequeños detalles burocráticos y por mezquinas intrigas partidistas, eran incapaces de controlar la situación política y de desarrollar cualquier labor constructiva. Aznar mostraba su total ineptitud. Carecía de espíritu de organización y de talento para tener una visión de conjunto de los problemas que la guerra planteaba. No le interesaban las cuestiones de la dirección de la lucha, que eran, precisamente, las que le incumbían en virtud de su cargo técnico de jefe de Milicias.

En la primavera de 1937 el partido atravesó por una profunda crisis interna. Ante la gravedad de la situación, hasta el propio Aznar comprendió la necesidad de actuar[470]. Pero como era incapaz de tomar la menor iniciativa, fue preciso llamar del frente a algunos de los jefes mejor considerados, como Vicén y Castelló. Se les confió el encargo de llevar a cabo una reorganización de las milicias, tarea que emprendieron en el mes de marzo. Pero antes de que transcurriera el tiempo necesario para llevarla a término, la posición política de la Falange viose seriamente comprometida. La oficialidad de la escuela de Pedro Lien fue arrestada y su dirección asumida por oficiales del Ejército[471]. No puede afirmarse que, en conjunto, las milicias de Falange hubieran constituido una fuerza muy eficaz para la lucha. A menudo «eran tomados casi a broma, tanto por las unidades del Ejército como por los rojos[472]». Más tarde se alistaron en las milicias elementos turbios o de dudosa moralidad que querían eludir la rigurosa disciplina militar. No hay que olvidar, además, que los militares procuraban seleccionar para el Ejército a los mejores elementos, dejando que fueran a nutrir las «Banderas» de la Falange los rechazados por él. En la provincia de Burgos, según los datos de la Falange local, hasta el 19 de abril de 1937 habían ingresado en las milicias 9120 voluntarios. Cuatrocientos noventa de ellos murieron en los combates, y del resto, el Ejército reclutó por sí a 4252 —seleccionados entre los más breves—, dejando que entre los otros 4378, los menos capaces, se encargasen de proporcionar a las milicias su triste reputación de fuerzas de segunda clase.

Sin embargo, algunas unidades de Falange se distinguieron en diversos frentes, aunque después de la guerra cada sector de las fuerzas nacionales haya querido reivindicar para sí todas las glorias del combate. Ciertamente que, considerados individualmente, los Requetés se mostraron más valerosos y combativos, pero también los falangistas fueron empleados en caso necesario como fuerzas de choque. Al principio de la guerra, cuando los rebeldes se encontraban con grandes dificultades para guarnecer los frentes, se formaron en Aragón y Andalucía brigadas móviles, con unidades mixtas integradas por milicianos seleccionados y legionarios[473]. Varias de estas unidades fueron aniquiladas durante la marcha sobre Madrid[474]. La Falange de Aragón desempeñó un importante papel en el frente ocupado por ella. En especial, merece citarse la resistencia de una sección de la 25.ª Bandera en Alcubierre, el 9 de abril de 1937[475]. En agosto del mismo año, la 2.ª Bandera se distinguió en los sangrientos combates del sitio de Codo[476]. Otras Banderas lucharon bravamente en Teruel y Huesca[477]. Algunos jefes de milicias se hicieron célebres durante los primeros tiempos de la guerra, como el extremeño Fernando Zamacoa, a quien se le concedió la más elevada condecoración militar española[478], y los castellanos Girón y Fernández Silvestre[479].

Debido a la gran desorganización existente en el partido se desconoce la cifra exacta del total de voluntarios aportados por la Falange. A finales de 1936 el partido declaró que tenía cincuenta mil milicianos en los frentes y otros treinta mil en la retaguardia[480]. Pero si se invierten las cifras se tendrá una idea más próxima a la realidad, ya que las milicias desempeñaban habitualmente funciones paramilitares no directamente relacionadas con los servicios de primera línea. Según el testimonio de observadores del partido conservador británico, la Falange predominaba de un modo casi absoluto en la retaguardia[481]. En abril de 1937 el general Monasterio, nuevo jefe de Milicias, estimó que éstas se componían de 126 000 falangistas, 22 000 requetés y 5000 hombres pertenecientes a otros grupos[482].

Los primeros contingentes de voluntarios procedían de los núcleos falangistas de Valladolid, Burgos, Zaragoza y Sevilla, así como de otras bases más alejadas, como Canarias y Marruecos[483]. Sin embargo, pronto empezó a admitirse a toda clase de reclutas, sin preocuparse de su origen. Se presionó a los «exrojos» para que se «redimiesen» incorporándose a las unidades que marchaban al frente. En las provincias de León y de Zamora se divulgó una circular en la que se afirmaba que el alistarse como voluntario constituía una mejor prueba de lealtad que todas las profesiones de fe ideológica[484]. El porcentaje de antiguos izquierdistas era, por lo menos, tan elevado en las milicias como en las filas del propio Ejército. En Asturias, donde la situación era muy grave y las milicias tuvieron que intervenir en duros combates, el veinte por ciento de los efectivos de las centurias lo componían auténticos falangistas, el sesenta por ciento eran antiguos elementos conservadores o indiferentes y el veinte por ciento restantes «exrojos[485]».

Algunos dirigentes falangistas se dedicaron generosamente a reclutar voluntarios incluso para otras unidades distintas de las milicias. El Batallón Gallego, que desempeñó un importante papel en Asturias, se reclutó gracias a la colaboración de la Falange con el Ejército[486]. Además, la Falange proporcionó voluntarios para las unidades españolas destinadas a ser integradas en los contingentes fascistas italianos que combatieron en la guerra. En Extremadura, algunos antiguos miembros de las juventudes comunistas fueron reclutados y destinados a secundar a los italianos en su avance sobre Málaga[487].

Todos estos esfuerzos no resultaron vanos. Aunque poco a poco tuvieron que ir desprendiéndose de sus mejores elementos y pasando bajo el control del Ejército, las milicias de la Falange no llegaron nunca a perder totalmente su personalidad propia. Sus mejores unidades lograron que los jefes y oficiales destinados a mandarlas simpatizaran con el nacionalsindicalismo. Un considerable número de «alféreces provisionales», que contribuyeron decisivamente a la victoria del bando nacionalista, empezaron sirviendo como voluntarios en las unidades de Falange. Sean cuales fueren las cifras reales, es evidente que de las decenas de miles de hombres que pasaron por las filas de las milicias, un gran número de ellos experimentó cierta simpatía por las ideas nacionalsindicalistas[488]. En estos futuros «excombatientes» tenía puestas el partido sus únicas esperanzas de imponer su predominio político al día siguiente de la victoria militar.