LA FALANGE AL INICIARSE LA GUERRA CIVIL
La rebelión empezó prematuramente en Marruecos, aproximadamente a las dos de la tarde del día 17 de julio. Los dos generales con mando superior en África se negaron a secundarla, siendo arrestados y después ejecutados. En el plazo de veinticuatro horas toda el África española, donde se encontraban las únicas unidades del mal organizado Ejército, cayeron en manos de los rebeldes[381].
Cuando al fin se produjo el golpe, el gobierno estaba tan acostumbrado a las falsas alarmas que no podía creer la verdad[382]. A última hora de la tarde del día 18, las guarniciones militares de toda España declararon el estado de guerra; hasta la noche no empezó a darse cuenta el gobierno de Madrid de que se encontraba frente a una seria rebelión. Entonces trató de concentrar en la capital a varias unidades de la Guardia Civil, de dudosa lealtad, para impedirles que se unieran a los rebeldes. Los dirigentes sindicales habían solicitado armas para que los trabajadores pudieran defender la República[383]. Pero esta petición fue firmemente rechazada por el gobierno liberal.
En la madrugada del domingo 19 de julio, Mola lanzó su proclama anunciando la rebelión. Al cabo de pocas horas, las principales ciudades de Castilla la Vieja y Aragón se encontraban en manos de los rebeldes. En Valladolid y en Zaragoza las escuadras falangistas ayudaron a las tropas a reducir la resistencia de las milicias obreras organizadas. Sevilla, Cádiz, Córdoba y Granada habían sido ya dominadas o estaban a punto de serlo.
La primera reacción de la República consistió en disolver el antiguo gabinete, confiándose la constitución del nuevo gobierno al moderado Diego Martínez Barrio. Éste le ofreció a Mola por teléfono varios puestos en su gobierno para él y otros varios generales, pero los rebeldes, dispuestos a hacerse con el poder, no quisieron aceptar ningún compromiso[384].
Los gobernantes republicanos, al verse enfrentados en una lucha a muerte con los mandos militares, empezaron a darse cuenta del desastre que les amenazaba. A regañadientes, se decidieron a armar a los obreros de algunas grandes ciudades. En Madrid, el proletariado se levantó en masa y, aunque mal armado, tomó por asalto los cuarteles semifortificados de la Montaña, donde se habían reunido unos dos mil soldados[385]. En Barcelona, después de dos días de duros combates, los anarquistas y los guardias de Asalto aplastaron totalmente la rebelión[386]. El lunes 20 de julio la situación era muy confusa en toda España. Las guarniciones de Galicia habían empezado a sumarse a los rebeldes, pero no se sabía nada de lo que ocurría en Levante. El gobernador militar de Valencia tardó mucho tiempo en decidirse, y cuando lo hizo era ya demasiado tarde y tuvo que rendirse a las fuerzas republicanas.
El Ejército había previsto la posibilidad de que la rebelión no triunfase en Madrid, pero no que pudiera ocurrir lo mismo en más de la mitad del territorio nacional[387]. Además, la sublevación de la Armada fracasó casi por completo[388]. Los barcos del gobierno bloquearon el Estrecho, impidiendo el traslado del Ejército de Marruecos a la península; sólo pudo pasar a Algeciras un barco con legionarios del Tercio antes de que se estableciera el bloqueo.
Cuando las líneas del frente empezaron a estabilizarse, los rebeldes contaban con un máximo de 40 000 hombres en la península, y acaso menos. La República tal vez no tuviera más de cinco o diez mil soldados y guardias de Asalto leales, así como varias decenas de millares de hombres mal armados de las milicias obreras. La Guardia Civil en su mayoría se pasó al Ejército.
De acuerdo con el plan previsto, el Ejército del Norte de Mola, secundado por falangistas y carlistas, inició un rápido avance hacia Madrid. Esperaban conquistar la capital antes de que la situación escapara por completo a su control, aunque sólo podían contar para ello con efectivos equivalentes a una división. Algunas unidades aisladas trataron de ocupar los puertos montañosos que dominaban el paso hacia Madrid, pero se encontraron con las milicias republicanas enviadas allí con idéntico objetivo. Se entabló una dura lucha por el control de aquellos pasos vitales. Cuando el comandante rebelde García Escámez preparaba el asalto final para desalojar a las fuerzas gubernamentales, recibió el siguiente mensaje de su jefe el general Mola: «Imposible enviarle municiones. Tengo 26 000 cartuchos para todo el ejército del Norte[389]».
La pura verdad era que la mayor parte del Ejército de la península estaba demasiado mal equipada, incluso para enfrentarse con una policía fuerte. Mola estaba desesperado. Según su propio secretario, estaba preparándose para retirar sus fuerzas a un último reducto en el norte cuando recibió un mensaje del general Franco que cambió radicalmente la situación[390].
Hasta ese momento la rebelión había sido sostenida casi exclusivamente por los oficiales del Ejército español. No habían tomado en consideración ni las proposiciones de la Falange, ni las exigencias de los carlistas, ni la posible actitud de las potencias extranjeras. No hay ninguna prueba de que lo mismo el gobierno alemán que el italiano estuviesen al corriente del golpe que se preparaba, ni mucho menos de que lo hubiera provocado. El único contacto previo con algún extranjero fue el establecido a través de un cierto Johannes Bérnhardt, dirigente del partido nazi en Marruecos, quien había organizado un núcleo bastante numeroso entre la colonia alemana y estaba en relación con los representantes de la Falange local. La compañía comercial alemana en la que trabajaba Bérnhardt había ofrecido créditos financieros y facilidades de transporte aéreo al Ejército de Marruecos, pero la oferta fue rechazada de plano por los militares españoles.
Según lo previsto, el general Franco se había trasladado en avión desde Tenerife a Melilla el 18 de julio. De acuerdo con el plan establecido tenía que asumir el mando del Ejército marroquí y trasladarlo a la península. Pero los rebeldes habían perdido el control del Estrecho y Franco se encontraba bloqueado en Marruecos. Ante la perspectiva de un colapso total de los esfuerzos rebeldes, el general cambió inmediatamente de planes. Envió a Berlín en avión a Bernhardt, con un coronel de su estado mayor y el Ortsgruppenleiter nazi local para pedir ayuda en suministros y medios de transporte con la máxima urgencia[391]. Por su parte, Mola había enviado a Berlín a uno de sus colaboradores civiles, el marqués de Portago —más tarde de Valdeiglesias— para pedir municiones. Como es lógico, las autoridades alemanas se encontraron bastante desconcertadas ante esta falta de conexión entre los dirigentes rebeldes[392].
Al propio tiempo se hicieron urgentes llamamientos a Mussolini, pidiéndole ayuda aérea. El acuerdo establecido en 1934 entre el Duce y los conspiradores monárquicos no afectaba directamente al Ejército español[393]. La rebelión militar cogió a los italianos por sorpresa. Como el asunto de Etiopía no había terminado muy brillantemente para ellos, el primer impulso del gobierno italiano fue el de evitar un nuevo conflicto en el Mediterráneo occidental. No obstante, Mussolini no podía resistirse por mucho tiempo a la ocasión de participar en una «Cruzada» contra el bolchevismo. Su yerno cedió a la tercera y más apremiante petición de Franco[394]. Antes del final de julio se envió a Marruecos un cierto número de bombarderos[395].
Los alemanes decidieron apoyar a Franco por considerarle como el jefe del Ejército que había establecido los contactos más importantes y que contaba con las tropas más eficaces. Además, una o dos personas influyentes, que apoyaban al general, habían estado defendiendo la causa rebelde en Berlín[396]. Antes del primero de agosto se enviaron a Marruecos unos cuantos aviones de transporte y varios días después se trasladó allí una escuadrilla completa. El personal de tierra llegó a Cádiz el 6 de agosto[397].
La llegada de estos primeros aviones de transporte permitió a Franco ir trasladando poco a poco sus tropas a Andalucía y enviar pequeñas cantidades de municiones a Mola; éste fue el motivo de su jubiloso mensaje al jefe del Ejército del Norte. Por último, el 5 de agosto, dos o tres bombarderos italianos ayudaron a los buques nacionalistas a romper el bloque gubernamental para que cruzara el Estrecho el primer convoy militar rebelde[398].
Esta intervención decisiva de los alemanes y los italianos convirtió la rebelión del Ejército en una guerra civil. Sin su contribución las fuerzas republicanas hubiesen logrado muy posiblemente el control de la situación en pocas semanas[399]. Con su ayuda los rebeldes estaban en condiciones de concentrar el material necesario para el avance sobre Madrid. Las masas obreras de la capital resistieron valerosamente y en los primeros días de noviembre el asalto fue contenido a las puertas de la capital[400]. Los sucesivos intentos para conquistar Madrid fracasaron, culminando con la derrota del ejército auxiliar italiano en Guadalajara en marzo de 1937[401].
Los rebeldes habían renunciado a toda esperanza de una rápida victoria y se dedicaban a montar un aparato militar y de gobierno capaz de conquistar la mayor parte del territorio español a lo largo de una lucha dura y prolongada.
La crítica situación militar de las primeras semanas del conflicto no dejó a los falangistas mucho tiempo libre para la política. En casi todas las regiones de España participaron en la rebelión, aunque por falta de coordinación no ayudaron muy eficazmente a los militares. Algunas unidades de las milicias falangistas o de los requetés carlistas ocupaban largas zonas de frente todavía mal delimitadas, mientras los jefes del Ejército hacían desesperados esfuerzos para aumentar sus efectivos humanos.
La situación política era muy confusa, lo mismo en el heteróclito campo rebelde que en el de la República a punto de derrumbarse. Los jefes militares carecían de objetivos claros: hablaban en términos bastante vagos de salvar a la República, de restablecer el orden y de efectuar reformas. Los primeros discursos de Mola en el Norte y de Franco en África no aludían para nada al propósito de derribar la forma de gobierno republicana; sólo hablaban de reforzar la disciplina y de combatir a la izquierda. En toda España las guarniciones se habían sublevado al grito de ¡Viva la República!
El problema fundamental de España era de carácter social y económico. Sobre este punto los generales rebeldes exponían con mucha elocuencia opiniones contradictorias. Se declaraban partidarios de grandes reformas, pero en el terreno social la única medida concreta que preconizaba la primera proclama del Ejército era la abolición de la reforma agraria de la República[402].
Gonzalo Queipo de Llano, el más ruidoso de todos los generales, había conquistado Sevilla, en un brillante y audaz golpe, el 18 por la noche. Desde su nuevo feudo sevillano declaró que tal vez se necesitaría una dictadura militar de 25 años para establecer el orden y la disciplina en el infortunado pueblo español.
Durante las dos o tres primeras semanas de lucha no se apreciaban en toda su magnitud las verdaderas dimensiones del conflicto. Para atender los problemas más inmediatos se creó en Burgos, el 24 de julio, una Junta de Defensa Nacional, compuesta por varios generales y coroneles, secundados por algunos civiles. Su jefe nominal era el general masón y de barbas blancas Cabanellas, jefe de la Séptima División. Los generales hubieran preferido nombrar a personalidades civiles para algunos de los cargos más importantes, pero no estaban seguros de la lealtad de muchas figuras públicas, y, por otro lado, temían que la promoción de individuos desconocidos pudiera aislarles todavía más de las masas[403].
La Falange no tenía relación oficial con la Junta; no era más que una fuerza civil autónoma que aportaba su contribución al esfuerzo de los rebeldes. Como la rebelión había fracasado por completo en Levante, José Antonio, prisionero y aislado tras las líneas republicanas, no tenía la menor esperanza de poder escapar. No sólo el jefe nacional, sino prácticamente todos los principales dirigentes de la Falange desaparecieron poco antes o inmediatamente después de estallar la sublevación. Ruiz de Alda y Fernández Cuesta estaban tan bien guardados como José Antonio. Onésimo Redondo, que durante cinco años había venido lanzando constantes llamamientos a la acción violenta, murió instantáneamente de los disparos hechos desde una camioneta llena de milicianos socialistas que se cruzó con su coche en la carretera de Valladolid a Madrid. La Falange se encontró por lo tanto absolutamente desprovista de mandos y de representación oficial.
Al principio resultaba imposible coordinar las actividades del partido. Ante la escasez de medios y las dificultades y riesgos que ofrecía el traslado de una región a otra se fue imponiendo una especie de autonomía regional.
Sin embargo, a medida que fueron definiéndose los bandos de la guerra civil, el partido empezó a adquirir una mayor importancia. La derecha ortodoxa no había creado una mística adecuada para el mantenimiento de una guerra civil, ni ofrecía ninguna ideología nueva que sirviese para justificar el conflicto. Desprestigiados por sus anteriores fracasos y su impotencia actual, los antiguos partidos políticos dejaron prácticamente de existir. Únicamente los requetés y los falangistas estaba en condiciones de responder al llamamiento para la acción directa. Afortunadamente para la Falange, la influencia política de la Comunión Tradicionalista era bastante limitada. Sólo los elementos más clericales y reaccionarios se incorporaron a los carlistas, mientras el grueso de la clase media prefirió a la Falange[404]. El partido parecía ofrecer una nueva dinámica política a cuantos estaban deseosos de incorporarse al combate ideológico contra las izquierdas. Sus efectivos aumentaron en proporciones enormes y pronto rebasaron los límites de todo posible control[405]. En pocos meses los antiguos cuadros se encontraron casi totalmente sumergidos por la gran afluencia de nuevos miembros. Como la primera oleada emocional barrió por completo a la derecha, todo el mundo se apresuró a ponerse camisas azules. Incluso algunas instituciones financieras ofrecieron su apoyo a la Falange con la esperanza de que su contribución no sería olvidada el día del triunfo[406].
Mientras continuaba la avalancha, las exigencias de la lucha en el frente eran tales que los jefes del partido no disponían del tiempo necesario para dedicarse a su organización. Surgía así el evidente peligro de que el partido se convirtiera en una masa amorfa y sin dirección, manipulada por elementos exteriores o desbordados por dentro por una corriente de elementos exconservadores, pertenecientes a la clase media. Los nuevos miembros carecían de la más elemental formación doctrinal: la mayoría de ellos sabían únicamente que la Falange quería algo «nuevo» y «social[407]». Ni siquiera existía una línea nacional de mandos. Como afirmaba un falangista:
Al principio no nos preocupábamos por el problema de la Jefatura Nacional porque nos angustiaba el montaje de kilómetros y kilómetros de frente de guerra, que era la cuestión inmediata de vida o muerte. Es decir, nos entregamos a la guerra sin preocuparnos de ninguna otra cosa[408].
Los líderes falangistas «no tenían una idea clara» de los objetivos políticos a trazar en una situación tan turbulenta[409]. Procuraban, simplemente, reclutar el mayor número posible de miembros para disponer de apoyo suficiente en cualquier situación que pudiera producirse.
A finales de agosto, los bastiones falangistas en territorio rebelde eran Valladolid, Burgos, Badajoz y Sevilla. Los dos principales dirigentes del norte eran Manuel Hedilla, en Burgos, y el hermano de Onésimo, Andrés Redondo, en Valladolid. El nuevo jefe territorial de Castilla la Vieja, Andrés Redondo era un banquero que, a pesar de no ser un auténtico falangista, aprovechó la confusión reinante en los últimos meses para imponerse. Hedilla había sido jefe provincial de Santander y luego inspector de la Falange para el norte de España, en la primavera de 1936. Su misión consistió en viajar por el norte y el centro del país reorganizando los grupos locales y tratando de mantener la cohesión interna del partido durante los difíciles meses que precedieron a la guerra civil. Ello le permitió darse a conocer entre los jefes locales. Hedilla pertenecía a una vieja familia de hidalgos venida a menos y en su juventud había trabajado de mecánico naval. Sin poseer la personalidad de José Antonio era un hombre serio, laborioso y tenaz. Gracias a su energía y firmeza de carácter se había ganado la adhesión de muchos falangistas del norte de España.
En Andalucía el control del partido quedó momentáneamente en manos del jefe provincial de Sevilla, Joaquín Miranda. Cuando se restableció el contacto con el norte invitó a un cierto número de dirigentes de Falange a una reunión, que se celebró en Sevilla el 29 de agosto[410]. Hedilla no fue invitado a la misma. En cambio, acudieron a ella la mayoría de los dirigentes falangistas del sur, así como Andrés Redondo y el exjefe provincial de milicias de Madrid, Agustín Aznar, quien había asumido el mando de todas las milicias falangistas que estaban desempeñando un importante papel en el campo militar rebelde.
La mayoría de los dirigentes asistentes se mostraron partidarios de convocar inmediatamente una reunión de los miembros supervivientes del Consejo Nacional para reforzar los eslabones de la cadena de mandos y establecer una dirección oficial. Estas medidas eran necesarias para que el partido pudiera establecer y desarrollar los contactos con el Ejército, reducir los puntos de fricción y dar una solución uniforme a los problemas que se presentaban en las diversas provincias. También otras cuestiones —como las relativas a la propaganda, la lucha política contra los caciques locales, el futuro de las CONS y los servicios de policía de la Falange— reclamaban urgente solución.
La debilidad del partido había residido siempre en sus mandos secundarios. La competencia técnica de la mayoría de los jefes locales era muy limitada y no poseían una visión de conjunto de los problemas que planteaba la guerra. Carecían de cultura y de personalidad y muchos de ellos no estaban en condiciones de dirigir a los amorfos grupos que tenían bajo sus órdenes. Por otra parte, los jefes provinciales del norte se mostraban recelosos respecto a Andrés Redondo, cuya ambición, así como los contactos establecidos con los dirigentes del sur, les hacían sospechar justamente que trataba de apoderarse de la dirección del partido. Y no era éste el único motivo de resentimiento existente en el seno del mismo; los elementos supervivientes de la Falange de Madrid aceptaban de mala gana la transferencia de la primacía en el partido a favor de los líderes provinciales.
La figura más importante de esta facción madrileña era Aznar, quien, como jefe de las milicias, era el único mando de rango nacional del partido que quedaba. Aunque fue el más combativo de todos los jefes falangistas (había dirigido casi todas las luchas callejeras de Madrid) y a pesar de las profundas diferencias de personalidad y de carácter que le separaban de su jefe, era el más leal seguidor de José Antonio. Con algún otro superviviente de la Falange madrileña, como Rafael Garcerán, trató de impedir la designación de una nueva jefatura permanente del partido.
Cuando se reunieron en Valladolid, el 2 de septiembre, los consejeros nacionales presentes decidieron que lo más sencillo era confiar la dirección del partido a una Junta de Mando provisional, compuesta por siete miembros. Hedilla fue nombrado jefe de la Junta de Mando; nadie temía su ambición y era apreciado por su valor personal y su honradez. La camarilla de Aznar y los dirigentes del sur consideraban a Hedilla como un buen secretario ejecutivo, pero suponían que su falta de preparación intelectual no le permitiría desempeñar efectivamente la jefatura del partido. Por lo tanto, la designación de Hedilla fue aprobada unánimemente[411].
La creación de la Junta de Mando fue una solución bastante poco satisfactoria, ya que inmovilizaba a la dirección del partido, impidiéndole desarrollar planes de largo alcance o entregarse a una labor de reorganización. Como mera solución transitoria la Junta carecía de autoridad para establecer cualquier acuerdo con los militares o con las otras esferas de influencia, si se presentaba la oportunidad para ello. Además, la figura gris de Hedilla impresionaba desfavorablemente a los visitantes o personalidades que tomaban contacto con la Falange por vez primera. Un periodista italiano lo describía así:
Su aspecto no ofrece los rasgos indiscutibles de un líder, ni nada indica que pudiera ser mañana el estadista que España necesita. Más bien diría que es un excelente lugarteniente, un enérgico y celoso cumplidor de órdenes; en realidad es el hombre que conviene en estos momentos en que todo el poder está en manos de los militares… La falta de un verdadero jefe constituye el gran «hándicap» del falangismo[412].
Durante los primeros meses, las decisiones de la Junta de Mando se tomaban por mayoría de votos y los asuntos se resolvían del mejor modo posible. Hedilla estableció su cuartel general en Salamanca, donde el gobierno militar se había instalado el 1 de octubre. Vivía con su familia modestamente y sin ostentación alguna, trabajando eficazmente para estructurar del mejor modo posible aquella organización tan incoherente. Buen conocedor de la doctrina de la Falange, no pensaba apartarse ni un ápice del programa trazado por aquélla. Al mismo tiempo comprendió las apremiantes necesidades militares de la hora y puso al servicio del Ejército todos los efectivos de que la Falange podía disponer.
La mayoría de los elementos honestos y patriotas del partido acataron la jefatura de Hedilla. El jefe territorial de Andalucía, Sancho Dávila, que todavía se encontraba en poder de los republicanos cuando se celebró la primera reunión del Consejo Nacional, el 2 de septiembre, logró escapar de la Legación de Cuba en Madrid. En la segunda reunión del Consejo, celebrada a las pocas semanas, se unió al grupo de Aznar que había ratificado la creación de la Junta de Mando. Otros dirigentes falangistas que huyeron más tarde de la zona republicana también aprobaron su creación[413].
Desde el comienzo de la guerra las facilidades y medios para la propaganda se desarrollaron enormemente. Aparecieron diarios del partido en Pamplona, Valladolid, Sevilla, Zaragoza y Oviedo, a los que pronto se unieron los de Santander, Bilbao, Málaga y otras ciudades. Hasta la primavera de 1937 y aún posteriormente, la propaganda tuvo a menudo un tono demagógico:
¡Brazos abiertos al obrero y al campesino!
¡Qué sólo haya una nobleza: la del trabajo!…
¡Que sean extirpados los holgazanes![414].
La retórica del partido iba dirigida, en gran parte, a las clases proletarias y estaba llena de clamorosas promesas de justicia social. Onésimo Redondo, en el único discurso que pronunció entre la fecha de su liberación y el día de su muerte, declaró a través de los micrófonos de Radio Valladolid:
(La Falange) lleva impregnada su doctrina y relleno su programa de la preocupación más profunda y extensa: la de redimir al proletariado… Devolvamos a los obreros este patrimonio espiritual que perdieron, conquistando para ellos, ante todo, la satisfacción y la seguridad del vivir diario: el pan.
Serán traidores a la Patria los capitalistas, los ricos, que asistidos hoy de una euforia fácil… se ocupen como hasta aquí, con incorregible egoísmo, de su solo interés, sin volver la cabeza a los lados ni atrás para contemplar la estela de hambre, de escasez y de dolor que les sigue y les cerca[415].
La demagogia de la Falange no era una demagogia materialista, llena de promesas concretas; era una demagogia fascista, que lo mismo predicaba unidad y sacrificio que justicia social y reformas económicas. En una interviú para los corresponsales de la prensa italiana celebrada el 11 de marzo de 1937 Hedilla puso de relieve el carácter militante de su programa. Declaró que el objetivo de la Falange era, por un lado, captarse a las masas rojas eliminando a sus dirigentes, por otro encuadrar a los militantes falangistas que combatían en los frentes en una Milicia Nacional que perduraría después de la guerra y crearía una España militarmente fuerte[416]…
La prensa del partido dedicaba un espacio considerable a informaciones favorables a los nazis, los fascistas italianos y los demás movimientos fascistas. Surgían incluso brotes esporádicos de antisemitismo, actitud completamente estúpida porque en España no había judíos que combatir, pero algunos oscuros ideólogos falangistas desempolvaron piadosamente los «protocolos de los Sabios de Sión[417]».
No obstante, los propagandistas de la Falange tuvieron buen cuidado en no incurrir en un racismo o un excesivo culto al Estado, para evitar toda identificación con los demás partidos fascistas nacionalistas. Sin negar ciertas influencias del fascismo italiano[418], los falangistas preferían equiparar su ideología a la política nacionalista de los Reyes Católicos en la España del siglo XV. Su propaganda se diferenciaba radicalmente de la mayoría de los grupos fascistas europeos por la importancia que concedía al catolicismo y a la defensa de la Cristiandad. Esta temática religiosa fue incrementándose a media que avanzaba la guerra, mitigando el tono guerrero de las declaraciones del partido. Hedilla manifestó en una interviú a los periódicos, en octubre de 1936:
El sentido pagano de culto a la Patria y subordinado a la raza, a la fuerza, etc., que se advierte en algunos movimientos extranjeros de tipo análogo, se sustituye en el nuestro por una fuerte dosis de espiritualismo muy de acuerdo con nuestra tradición[419].
Si las jerarquías de la Iglesia calificaban la lucha de santa cruzada, los falangistas quisieron superarlas declarando que todas las instituciones españolas debían estar imbuidas de un sentido específicamente católico[420]. Fermín Yzurdiaga, sacerdote que dirigía el diario Arriba España de Pamplona, se convirtió en uno de los propagandistas más activos del partido y llegó a ocupar, en abril de 1937, el puesto de jefe de Prensa y Propaganda. El mensaje de Navidad de 1936, leído por Hedilla ante los micrófonos de Radio Salamanca, llegó hasta el punto de exponer una interpretación muy retorcida del amor fraternal, afirmando entre otras cosas:
Su doctrina (la de la Falange) es inmortal. Es la expresión de la Justicia Divina en el siglo…
Y me dirijo a los falangistas que se cuidan de las investigaciones políticas y policiacas de las ciudades, y sobre todo de los pueblos. Vuestra misión ha de ser obra de depuración contra los jefes, cabecillas y asesinos. Pero impedir con toda energía que nadie sacie odios personales y que nadie castigue o humille a quien por hambre o desesperación haya votado a las izquierdas. Todos sabemos que en muchos pueblos había —y acaso hay— derechistas que eran peores que los rojos… (Vuestra misión es la de sembrar amor[421]).
En la España rebelde las publicaciones falangistas estaban sometidas, como todas las demás, a la censura. Apenas podía encontrarse una sola edición de periódicos de Falange sin señales visibles de precipitadas supresiones. A los censores militares no les preocupaba tanto la demagogia abstracta como la pretensión de atribuirse públicamente cierta autoridad o de señalar objetivos concretos del Estado en cuestiones políticas o sociales.
A pesar de ello se produjeron en el campo rebelde algunos motivos de fricción debido al tono estridente de ciertas afirmaciones revolucionarias de la Falange[422]. Cuando en agosto de 1936 Gil Robles hizo una breve aparición en Burgos para conferenciar con otros dirigentes derechistas, fue prácticamente expulsado por la Falange local. Otros elementos «cedistas» empezaron a temer por sus vidas. Un exsecretario particular de Gil Robles fue muerto en Galicia a consecuencia de una discusión política. En la provincia de Cádiz, el líder agrario Giménez Fernández tuvo que esconderse de los pistoleros falangistas[423]. Los carlistas y otros elementos conservadores llamaban a los falangistas «nuestros rojos» y «Failangistas».
Estos antagonismos dentro del partido aumentaron con la llegada de nuevos elementos liberales e izquierdistas, muchos de los cuales, sorprendidos en zona rebelde, se afiliaron a la Falange para librarse del voraz acoso de los derechistas. Después de la caída de Málaga en poder de los nacionalistas (10 de febrero de 1937), en 24 horas se afiliaron a Falange un millar de personas, muchas de las cuales eran izquierdistas[424]. En Logroño y Navarra, para burlar a los carlistas, los liberales se incorporaron en masa a la Falange. En Andalucía y Extremadura, los organizadores de Falange iban detrás de las avanzadillas militares que ocupaban los barrios obreros, enrolando a los izquierdistas para incorporarlos a las milicias. Después de su derrota de 1937, muchos mineros comunistas de Asturias ingresaron en el partido, aunque sólo fuera nominalmente[425].
Los izquierdistas que se pasaron a la Falange no siempre se libraron de las persecuciones. En Andalucía, a veces, se revisaban los antecedentes de los nuevos afiliados y los que estaban considerados como izquierdistas moderados eran enviados a las unidades de milicias que luchaban en el frente, pero los que se habían destacado por su actuación política anterior eran fusilados[426].
En general, la Falange acogió bien a los antiguos izquierdistas y liberales que a ella acudían, aunque a veces fuera necesario —como ocurrió en Salamanca— suspender temporalmente las admisiones debido al excesivo número de solicitudes de aquella procedencia[427]. En carteles y anuncios podía leerse: «Nada nos importa el pasado… En nuestras filas caben como camaradas todos los que sientan nuestras consignas y el deseo de redimir a la Patria[428]». Seis meses después de terminada la guerra fueron tantas las personas detenidas en el curso de la represión llevada a cabo por los tribunales militares que se habían afiliado a la Falange, que fue necesario promulgar una ley especial (9 de septiembre de 1939) en la que se estipulaba que debía preguntarse a todo detenido si era miembro del partido. En caso afirmativo debería darse cuenta a las autoridades de Falange del expediente en curso[429].
El problema de dotar de un mando efectivo a los rebeldes únicamente podía resolverse mediante el nombramiento de un jefe militar supremo. Cabanellas no era más que un figurón y la Junta de Burgos se había creado con carácter transitorio. Cabanellas había sido nombrado para satisfacer a los elementos más moderados, pero las derechas no tenían ninguna confianza en él debido a su pasado masónico[430]. En septiembre de 1936 se produjeron una serie de intrigas para nombrar a un nuevo jefe supremo militar, en cuyo proceso intervinieron únicamente oficiales superiores, sin la menor participación civil[431]. Una vez decidida la sustitución de la Junta de Defensa por un comandante en jefe, era evidente que el que resultara vencedor en esta pugna personal asumiría también el cargo de supremo líder político.
Los dos únicos candidatos eran Mola y Franco. Mola había sido el organizador de la rebelión; Franco sólo se había aprovechado de ella. Sin embargo, muy pocos estaban enterados del singular papel jugado por Franco en la conspiración. Antes de las elecciones de febrero había desempeñado funciones superiores a las de Mola y su prestigio como general era muy grande, aunque Mola gozaba de idéntica consideración en los medios militares. Franco tenía fama de ser un político astuto. Además, casualmente se encontraba al frente del Cuerpo de Ejército de Marruecos, en el que residía la verdadera fuerza militar de los rebeldes.
El oficial más influyente de todos los jóvenes mandos de África era el coronel Juan Yagüe, que había organizado la rebelión en Marruecos. Yagüe se había afiliado a la Falange antes de la guerra civil, aunque sus simpatías estaban divididas entre el partido y el Ejército[432]. Yagüe y Mola se odiaban, mientras que Yagüe y Franco eran viejos camaradas del Tercio[433]. Yagüe no sólo ayudó a los partidarios de Franco, sino que realizó una intensa y eficaz labor de propaganda entre sus compañeros en favor del jefe de los Ejércitos del Sur.
En aquella época resultaba ya evidente que la ayuda exterior tendría un peso decisivo en la guerra. Casi todo el apoyo germano-italiano fue para Franco, ya que eran sus tropas las que daban el asalto a Madrid. Mola reconoció que Franco tenía más crédito en el exterior y que era mejor diplomático que él[434]. Decidió, por lo tanto, no oponerse a la candidatura de Franco para jefe de las fuerzas armadas, mientras la situación tuviera un carácter puramente militar y por un período limitado a la duración del conflicto.
Además de Yagüe, los principales sostenedores de Franco eran su propio hermano Nicolás, el veterano general Orgaz (un conspirador con quince años de experiencia), el general Millán Astray (el fundador del Tercio, que estaba medio loco) y el general Kindelán (jefe de la aviación rebelde). Kindelán ha relatado que la decisión de nombrar a Franco Generalísimo de los Ejércitos se tomó en la reunión de la Junta de Defensa celebrada el 21 de septiembre[435]. La única oposición procedió de Cabanellas, que no deseaba un mando único, pero los demás oficiales estaban decididos a prescindir de los servicios del anciano general. En vista de que Mola no se oponía, Franco fue designado, por votación, jefe militar supremo.
Sin embargo, la Junta de Burgos no anunció inmediatamente el nombramiento de Franco y los que le habían apoyado estaban muy preocupados. Prepararon un proyecto de decreto que Kindelán leyó en la siguiente reunión de la Junta, el 28 de septiembre. En él figuraba una cláusula nombrando a Franco Jefe del Estado además de Generalísimo de las Fuerzas Armadas. Esta vez Mola protestó, pero la candidatura de Franco había sido aceptada y no podía volverse atrás. Ningún otro grupo demostró tanta decisión como los partidarios de Franco y, por otra parte, la existencia de un mando centralizado constituía una necesidad vital. El decreto, aprobado por la Junta, fue proclamado oficialmente tres días después, el 1.º de octubre.
Una vez elevado al poder, Franco empezó a tomar rápidamente las medidas necesarias para asegurarse su permanencia en él. En un país totalmente entregado a la guerra, la figura del bajito general gallego aparecía como gigantesca sobre un fondo de oscura mediocridad.
La Falange no había manifestado ninguna preferencia respecto el nombramiento de comandante en jefe. Franco tenía uno o dos admiradores entre los mandos del partido, principalmente Andrés Redondo, el banquero, que había cesado temporalmente de efectuar préstamos hipotecarios a los campesinos locales para colocarse en el puesto de su hermano y elevarse luego al rango de jefe territorial[436].
No obstante, entre los amigos y colaboradores personales de José Antonio supervivientes había empezado a formarse un grupo de «legitimistas», que consideraban que los recientes acontecimientos eran peligrosos para el futuro político del partido. El 2 de octubre, al día siguiente del nombramiento de Franco como jefe supremo, FE de Sevilla, que era el principal periódico falangista de España, dedicó una página entera a comentarios y artículos favorables al Generalísimo. Agustín Aznar y Sancho Dávila, jefes de las Falanges de Madrid y de Andalucía, respectivamente, se pusieron furiosos. Reprendieron con acritud a Patricio Canales, director de FE, por haber dedicado tanto espacio a un hombre al que consideraban como el principal enemigo de la Falange[437].