CAPITULO I

LOS ANTECEDENTES

Las violentas tensiones de la historia europea en el curso del siglo XX se polarizan en torno a dos fenómenos: las luchas entre clases sociales y las guerras entre naciones. Las huelgas y demás manifestaciones obreras adquieren gran extensión en vísperas de la primera guerra mundial, provocando simultáneamente una reanimación del espíritu nacionalista que había ido desarrollándose en el curso de varias generaciones. Durante la guerra, la conciencia de clase quedó soterrada por efecto de una explosión del nacionalismo que trascendió aquélla, pero las motivaciones de la lucha de clases subsistieron. Después de la guerra, la rebeldía de la clase trabajadora se hizo patente en toda Europa, y por doquier la colusión del fanatismo chauvinista con los intereses conservadores consiguió desplazar a la opinión pública en favor del nacionalismo y en detrimento del concepto de clase. Aquella alianza entre fuerzas rivales favoreció el desarrollo de movimientos híbridos «nacional socialistas» o «corporatistas» destinados bien a armonizar el nacionalismo con el socialismo o a servirse del primero para controlar el segundo.

Dado su carácter autoritario, la combinación del nacionalismo con el socialismo o el corporatismo se conoció comúnmente con el nombre de «fascismo». La atracción ejercida por el fascismo sobre los países europeos que se enfrentaban con graves problemas políticos y sociales resulta hoy evidente. Su fuerza procedía del temor y la inseguridad de las clases medias que consideraban la coordinación corporativa de las fuerzas económicas en interés de la nación como una nueva doctrina, la única capaz de encauzar la rebelión proletaria. Los movimientos fascistas tuvieron suerte diversa, según el vigor de las instituciones políticas de cada país y la robustez de sus estructuras económicas. Por ejemplo, el fascismo italiano ensayó una pragmática conciliación de las aspiraciones socialistas y nacionalistas; el nacional socialismo germano hablaba de socialismo, pero era únicamente para ahogarlo bajo una oleada de nacionalismo.

La última de las naciones de la Europa occidental en desarrollar un movimiento fascista nativo fue España. Durante varias generaciones, su desenvolvimiento social y político se apartó tanto de los módulos europeos que el socialismo y el nacionalismo a la europea maduraban en España muy lentamente. Su mediocre ritmo de desarrollo económico, debido, en gran parte, al bajo nivel de educación popular y a un aislamiento cultural casi general, obstaculizó durante cierto tiempo la formación de una conciencia de clase organizada, pero cuando surgió la lucha de clases hubo un desbordamiento del espíritu vengativo. A principios del siglo actual multiplicáronse los atentados anarquistas, las represalias policíacas, los levantamientos de campesinos en el sur. Los sangrientos disturbios con incendios de iglesias que conmovieron el país durante el verano de 1909 no fueron más que el modesto preludio de la primera huelga general de amplitud nacional que se produjo en 1917.

Desde 1875 España había sido gobernada nominalmente por una monarquía constitucional, bajo la cual el país experimentó un notable progreso. El renacimiento cultural de comienzos del siglo XX produjo el mejor período literario desde la época de Cervantes. Pensadores como José Ortega y Gasset infundieron nueva vitalidad a la filosofía española. La vida política cobró asimismo renovado vigor, a medida que iba aumentando el número de los ciudadanos que intervenían en ella. La nación parecía más activa que en ningún otro momento de su historia moderna.

Sin embargo, el riesgo de una rebelión social organizada constituyó una amenaza que con el tiempo acabó ensombreciendo aquellas perspectivas. La desdicha de España consistía en que unos cambios de limitado alcance no bastaban para resolver sus problemas; no hacían más que agudizarlos, dando lugar a nuevos problemas, en un proceso ininterrumpido. El desarrollo económico no adquirió gran amplitud, y sus beneficios sólo alcanzaron a ciertas regiones y clases. La maquinaria industrial y agrícola era primitiva, la productividad muy baja y el nivel de vida subía muy lentamente, a pesar de partir de estadios sumamente bajos; en 1914 los trabajadores españoles cobraban los salarios más bajos de la Europa occidental, exceptuando a Portugal. En tales circunstancias, los primitivos y dispersos movimientos socialista y sindicalista se transformaron rápidamente en organizaciones de masas, despertando una nueva conciencia de clase en el proletariado, que exigía cambios sociales y económicos de carácter revolucionario. Entré los campesinos sin tierras del sur de España —a muchos de los cuales durante los dos últimos siglos se les había despojado de sus tierras comunales— imperaba un sentimiento de extremismo desesperado.

La burguesía española, en su mayoría, no consideraba necesario hacer concesiones a los obreros. En muchas regiones las clases medias permanecían en un estado letárgico; su visión económica era, en general, muy limitada, y aparte de la acción implacable de una oligarquía financiera, carecían de espíritu de iniciativa. Por encima de todo eran egoístas. Sentían escaso interés por el presente o el futuro de su país y no buscaron ninguna solución positiva al desequilibrio económico de la nación hasta que, a partir de 1920, los problemas derivados del mismo les impulsaron a hacerlo. Durante cierto tiempo, el mismo atraso de España les protegió contra los modernos conflictos sociales, por aquel atraso, áspero y primario, contribuyó a aumentar la violencia de la lucha de clases cuando, al fin, estalló.

La lentitud con que las instituciones políticas y económicas españolas se adaptaron a las exigencias de la vida moderna, provocó una tensión no sólo entre las clases, sino también entre las regiones. Cataluña, la región más avanzada de España, hablaba una lengua popular distinta del castellano y poseía una tradición de autogobierno que se remontaba a la Edad Media. El desarrollo de la burguesía catalana, la presión ejercida por la expansión económica, los abusos del desgobierno centralista por la expansión económica, los abusos del desgobierno centralista de Madrid junto con el indispensable catalizador de renacimiento literario catalán se combinaron dando lugar a un movimiento separatista, cuya dirección asumió la clase media. Un nacionalismo regional semejante, y provocado por análogas causas, constituía otra importante fuerza política en el país vasco.

Pero un amplio sector de la clase media se manifestaba profundamente opuesto a la influencia de cualquier idea nueva que apareciese en la vida española. Aun cuando el sentimiento monárquico se iba desacreditando rápidamente, otras poderosas instituciones tradicionales, como la Iglesia, contaban con numerosos defensores. De aquí que la transformación que se estaba produciendo en España tuviera un significado ambivalente. Para unos, el establecimiento de un régimen parlamentario suponía el comienzo de una nueva era de progreso liberal. Para otros, extremistas de derecha o de izquierda, la nueva era señalaba el comienzo de una lucha intensificada; los izquierdistas pretendían que el proceso de desarrollo y de reforma desembocara en una revolución, mientras que los derechistas estaban decididos a imponer otra vez el régimen autoritario de otros tiempos.

En España no existía un sentimiento nacionalista semejante al nacionalismo de las clases medias organizadas que imperó en otras naciones continentales durante el siglo XIX. Nadie había sido capaz de detener la lenta decadencia del imperio colonial español, aunque dicho proceso de disolución fuese diametralmente opuesto al tipo de expansión característico de los Estados europeos. No existía el menor sentimiento de revancha o de irredentismo, ya que España se había hundido demasiado profundamente en su marasmo económico, por la incompetencia de sus gobiernos, para poder abrigar ambiciones de conquista. Había perdido demasiadas guerras y territorios demasiado alejados para que los ánimos populares pudieran excitarse. Después de 1898 no existía ninguna verdadera amenaza extranjera contra España, ni ésta se vio envuelta en ningún incidente internacional capaz de suscitar un movimiento de exaltación colectiva.

Ello no quiere decir que los españoles carecieran de un sentimiento nacional, sino que no respondían a un nacionalismo organizado, expresado en ideologías explícitas o traducidas en movimientos políticos. El español es tal vez el más tradicionalista de los europeos, y se opone tenazmente a cualquier ataque contra sus costumbres o formas de relación social. Este tradicionalismo patriótico, vuelto hacia el pasado, que predomina especialmente en la clase media castellana y entre los campesinos del norte, no tiene nada de común con el moderno y dinámico nacionalismo de la Europa central, atento a su desarrollo y expansión futuros, sin desdeñar por ello las glorias de su pasado.

El más vivo ejemplo de resistencia del patriotismo tradicionalista al impulso de los cambios lo constituía la comunidad carlista; su programa se basaba en las dos instituciones más importantes de la nación: una Iglesia intolerante y una monarquía no-constitucional. Con su pretensión de defender la tradición nacional contra la perversión del mundo moderno, los carlistas eran, en realidad, unos reaccionarios clericales y unos monárquicos corporativistas cuyo sistema se había quedado anclado en el particularismo del antiguo régimen. Su concepción regionalista y neomedieval de la monarquía no tenía nada que ver con el nacionalismo moderno, que se propone convertir a la nación en un instrumento para la consecución de renovadas glorias.

La primera manifestación fugaz de nacionalismo español en el siglo XX tuvo su origen, más que en los carlistas, en la derecha ortodoxa. Después de la caída del líder conservador Antonio Maura, en 1909, sus partidarios organizaron un movimiento juvenil, denominado Juventudes Mauristas, que se proponía la regeneración nacional. Los jóvenes mauristas denunciaban las irregularidades del sistema parlamentario y propugnaban por una reforma profunda de la nación al propio tiempo que subrayaban la necesidad se suprimir drásticamente la subversión izquierdista. Sin embargo, carecían de una mística nacionalista y sus declaraciones tenían a menudo los mismos tonos que las del viejo Partido Conservador[1].

Otra manifestación de nacionalismo, de carácter más liberal aunque no exento de xenofobia, es la que halló su expresión en algunas figuras de la llamada «generación del noventa y ocho». Espíritus tan notables como Miguel de Unamuno y Manuel Machado, profundizando hasta el tuétano del ser español, llegaron a una nueva interpretación del carácter y del estilo castellanos, en los que encontraron una dureza, un colorido sobrio y lleno de vigorosos contrastes, matizados por los tonos carnosos de la tierra y de las laderas de las montañas y sombreados por la noche del oscurantismo clerical y una cierta obsesión de la muerte. Los noventaiochistas estaban convencidos de que España era distinta del resto de Europa y por tanto tenía que seguir un camino distinto. Pero su contribución al nacionalismo español no pasó de una actitud estética, sin contenido social o político.

Las juntas militares que surgieron en 1917 fueron la expresión de una reacción nacionalista o patriótica. Los jóvenes oficiales rebeldes que en aquella fecha constituyeron comités profesionales no eran manifiestamente nacionalistas y no presentaban ningún programa o ideología concretos. Pero, al igual que los rebeldes de otros países, se pronunciaban contra el favoritismo y la corrupción en la política y exigían que las energías de la nación fuesen mejor empleadas.

Entre 1917 y 1923 transcurrieron unos años dominados por una violenta agitación social. Los campesinos andaluces llenaban de toscas inscripciones, con el grito de «Viva Lenin», las encaladas paredes de los pueblos, mientras en Barcelona se producían centenares de asesinatos políticos. La desastrosa campaña del Ejército español en Marruecos aceleró el proceso de decadencia política, estimulado por la actitud de un rey inteligente y ambicioso, pero de limitada visión política. Tanto los conservadores como los liberales deseaban ardientemente las reformas que hubiesen podido fortalecer el Estado y reducir las disputas internas.

Todo ello dio pie para el golpe del general Primo de Rivera, en 1923, que constituyó la primera manifestación oficial del nacionalismo español del siglo XX. Miguel Primo de Rivera no era un intelectual ni un político; era, sencillamente, un general andaluz un poco pasado de moda. Se impacientaba ante las normas constitucionales, los tecnicismos legales y las teorías sociológicas. Le gustaban el orden y la simplicidad. Aunque procedía de la pequeña aristocracia terrateniente, había sido educado con la modestia y el espíritu ahorrativo de la mayoría de los españoles. Aun siendo dictador de España, resultábale difícil acostumbrarse a llevar camisas de seda caras. Le gustaba beber vino, charlar y fumar, y cuanto más vino bebía, más hablaba. Era, sobre todo, muy aficionado a las mujeres, y sus preferencias iban desde las elegantes cortesanas de París, hasta las heteras de Madrid, que le acompañaban en sus nada infrecuentes rondas de bebidas. Había llegado al poder después de un lustro de confusión y de violencia y manifestó que le importaban más los españoles que los políticos o las teorías legales.

El único fundamento ideológico de los siete años del régimen de Primo de Rivera fue el sentimiento patriótico. Considerando corrompido e ineficaz el sistema parlamentario, empezó por confiar el gobierno de la nación a un puñado de generales. Al cabo de unos años este equipo fue reemplazado por un gabinete de composición más normal. El gran objetivo de su régimen —la unión, al margen de los partidos, de todos los españoles— se realizó de una manera bastante superficial a través de un nuevo partido político: la amorfa Unión Patriótica, organización constituida en 1925 para poder nutrir la caricatura autoritaria de Asamblea representativa creada por Primo de Rivera.

La Unión Patriótica no fue en modo alguno concebida al estilo de un partido fascista autoritario. En teoría era una asociación constitucional exclusivamente destinada a apoyar al gobierno durante un difícil período de transición. Según el dictador, la Unión Patriótica «debía estar constituida por todos aquéllos que aceptasen la Constitución de 1876. Es decir, por todos los que acaten y veneren los preceptos contenidos en el código fundamental de la nación[2]».

A Primo de Rivera le traicionó siempre la conciencia de culpabilidad de su usurpación del poder. Reconocía abiertamente que su «golpe» fue «ilegal», aunque añadía: «pero patriótico[3]». Incluso llegó a considerarlo como «una violación de la disciplina, que es el verdadero sacramento del Ejército[4]».

En un intento para ganarse el apoyo popular, las condiciones para ser miembros de la Unión Patriótica fueron ampliándose poco a poco, hasta requerirse únicamente el ser «hombres de buena voluntad»[5].

Así, pues, Primo de Rivera carecía, en realidad, de partido, de ideología y de un sistema político. La Unión Patriótica no fue otra cosa que una colección de elementos conservadores cuya sola obligación consistía en aprobar la dictadura, haciendo grandes alardes de retórica patriótica. El programa económico del régimen se limitaba a algo tan modesto como la realización de obras públicas y una mayor protección arancelaria. Carecía de un programa de reformas sociales, salvo el ambicioso proyecto de arbitraje constituido por los comités paritarios a través de los cuales el sindicato socialista (UGT) estuvo legalmente representado en el gobierno por vez primera. El régimen de Primo de Rivera no significó ningún orden huevo, sino que constituyó los últimos pasos del viejo orden, y se vinculó estrechamente a la Iglesia para obtener su respaldo moral.

Para el general —y ésta fue, quizás, su única norma— la política, los políticos y el parlamentarismo eran una mala cosa, mientras que el mando autoritario y la unidad nacional eran lo bueno. Reconocía que la nación necesitaba un desarrollo económico con el fin de crear las bases necesarias para superar la lucha de clases, pero encomendó esta tarea de planificación económica a los ministros más jóvenes de su gabinete, especialmente José Calvo Sotelo y Eduardo Aunós. Por aquel entonces, este prudente paternalismo pareció satisfacer a las clases medias y a los socialistas. Los anarquistas, el único grupo discrepante que permaneció hostil al régimen, fueron duramente reprimidos.

Primo de Rivera sentía una profunda admiración por el régimen de Mussolini. Acompañando al rey, el dictador visitó Roma durante los primeros meses de su gobierno y España firmó un tratado de amistad, y de arbitraje con Italia en 1926. Pero Primo de Rivera no pudo pasar de ahí porque las estructuras políticas e ideológicas, del fascismo italiano eran demasiado complejas para una mentalidad sagaz pero tan simple como la suya.

La única nota de nacionalismo radical durante el régimen de Primo de Rivera la dio un raro esteta: Ernesto Giménez Caballero. De todos los escritores fascistas que proliferaron en Europa entre 1920 y 1930, Giménez Caballero fue, tal vez, el más estrafalario[6] literato profesional, durante su breve carrera de escritor giró alocadamente en torno a diversas ideologías políticas modernas. Pero hacia 1930 se sintió completamente cautivado por el fascismo «romano». El nacionalsocialismo le interesó mucho menos, aunque una parte de la propaganda inicial nazi en España, elaborada por los miembros del partido residentes en Madrid, se imprimió en la misma imprenta donde se tiraba su propia Gaceta Literaria[7]. El ideal subyacente en los fulgurantes alegatos de Giménez Caballero era el «Reino Universal de España», algo que se había extinguido más de cien años atrás. España era «la nación elegida por Dios[8]». Por tanto, escribía, «el español ha nacido para mandar y no ser proletario[9]». El inconveniente estribaba en que España había dejado de ser España; la única salvación consistía en reafirmar la esencia de la hispanidad. Pero Giménez no pretendía —como la mayoría de los carlistas— un retorno al pasado; el contenido de su nacionalismo era algo moderno y radical, que se basaba en normas estéticas y no en principios espirituales. Creía que la violencia era necesaria para establecer una nueva hegemonía; «en la guerra no se asesina; sólo está el que pega el segundo o que no puede pegar más[10]». «España tiene que seguir en guerra[11]». El moderno anarquismo español constituía a su vez «el depósito de la heroica tradición de los conquistadores» y «el más auténtico refugio para un catolicismo popular en España[12]».

«Los pistoleros (anarquistas) no son criminales vulgares… Quienes sienten respeto por lo verdaderamente hispánico, veneran a esos pistoleros[13]». En 1934, durante una ceremonia patriótica cerca de Covadonga, Giménez Caballero resumió su doctrina con toda claridad: «Vamos a exaltar el sentimiento nacional con locura, hasta el paroxismo, con todo lo que sea necesario. Prefiero una nación de lunáticos[14]».

Aunque la Gaceta Literaria publicó algunas traducciones de obras extranjeras tan sensacionales como la Técnica del Golpe de Estado, de Curzio Malaparte, la retórica frenética de Giménez Caballero no llamó mucho la atención entre la intelectualidad liberal española más influyente. El prestigio que la revista pudiera tener era puramente literario. El «fascismo» español no pudo prosperar bajo el autoritarismo provinciano del régimen de Primo de Rivera.

Los seis años de aquella extraña mezcolanza política que fue el «primorriverismo» provocaron gran confusión y un general descontento. Hacia 1929 la hacienda pública se hallaba en un estado inquietante. Los excedentes de la primera guerra mundial se habían desvanecido y no se disponía de nuevos fondos para obras públicas. La peseta descendió al nivel más bajo en el cambio internacional desde 1899. Los socialistas estaban cada vez más cansados de su compromiso político con el régimen, mientras sus rivales, los anarcosindicalistas, sólo esperaban el momento de poder reaparecer con nuevos ímpetus. Las clases altas, cuya posición Primo de Rivera había procurado mantener a salvo, se hallaban igualmente descontentas. Temerosas de que la situación económica del país empeorase todavía más, deseaban verse libres de la carga de una costosa administración que el régimen hacía pesar sobre ellas. El rey, en cuyo nombre se suponía que gobernaba Primo de Rivera, mostraba evidentes deseos de recuperar una buena parte de su control personal. Además, la salud de Primo de Rivera empezó a flaquear. Cuando los demás generales, a principios de 1930, se mostraron reacios a reafirmar su autoridad, se vio obligado a dimitir.

Lo que le sucedió no fue mucho mejor. Dos breves gobiernos semidictatoriales, presididos sucesivamente por un general y un almirante, no lograron restablecer la paz política, y tropezaron, además, con la gran depresión económica mundial. Alfonso XIII consideró entonces la posibilidad de un retorno a la monarquía constitucional, pero con siete años de retraso. Se le hizo responsable no sólo de los fallos de la dictadura, sino también de las decepciones de 1930. Incluso la moderada clase media empezó a abandonar a la Monarquía, mientras los grupos republicanos iban adquiriendo mayor vigor. Las «fuerzas de orden» empezaron a alarmarse; existía incluso cierto temor de que se produjera una posible rebelión de las izquierdas. En medio de aquella confusión, la Corte trató de conquistar el apoyo popular convocando la celebración de elecciones municipales para el 12 de abril de 1931. La confusión aumentó todavía más. En las grandes ciudades las elecciones fueron ganadas por tos republicanos, quienes exigieron el fin de la Monarquía. El 14 de abril, Alfonso XIII se encontró sin apenas un sólo partidario en todo el país. Los estériles decenios de la monarquía constitucional española habían dejado tras de sí un edificio vacío. Ni siquiera la derecha dio el menor paso para salvarla. Varios de los generales más importantes no ocultaban sus simpatías republicanas y la Monarquía se había quedado sin espada. Con un impulso generoso, el rey abandonó España. El mismo día fue proclamada la República.