AMULETOS
Cuando Danny llegó al instituto Parry McCluer, lo hizo con la idea de hacer realidad parte de sus sueños. Y lo había conseguido. Ahora tenía amigos. Había aprendido a emplear su poder y lo había utilizado para hacer el bien. Cierto que también había cometido alguna que otra travesura, pero nunca para ganar una carrera o hacerle daño a alguien, salvo la humillación del entrenador Lidtler, pero eso no contaba.
Sin embargo, ahora que regresaba derrotado tras errar en su prueba más decisiva, nadie iba a saber de ese fracaso, porque nadie estaba al tanto de su vida real, excepto sus amigos, y ellos no le creyeron cuando se lo contó.
Se habían reunido en la zona donde los alumnos solían esconderse para fumar y que los profesores vigilaban por ese motivo. Pero Danny y sus amigos sólo hablaban, ninguno fumaba, así que no tenían nada que temer.
—¿Podemos usar la puerta? —preguntó Pat.
—Ya os lo he dicho, nadie puede usarla.
—Nos has dicho que es una puerta salvaje —dijo Wheeler—. Cualquiera puede usarla.
—No vamos a permitir que nadie se acerque a ella —dijo Danny.
—¿Qué pasa, pues? —preguntó Hal—. ¿Ya no puedes crear más puertas?
—No, puedo crear todas las que quiera.
—¿Entonces, nos puedes llevar a ese otro mundo? —preguntó Laurette.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —preguntó Danny—. No sois magos, no obtendríais ningún beneficio. Y existe el riesgo de que os quedéis atrapados allí para siempre. No es un lugar seguro.
—Tienes razón —dijo Pat con sarcasmo—. Aquí sólo te puede atropellar un coche, pillar alguna asquerosa enfermedad degenerativa o volar por los aires en clase de química.
—Yo no he hecho volar por los aires a nadie —se quejó Hal.
—Pero lo intentaste.
—Sólo quería que suspendieran las clases el resto del día —se disculpó Hal.
—¿Y si dejamos el tema de tus meteduras de pata, Hal? —dijo Xena.
—Sí, mejor volvamos a hablar sobre mis meteduras de pata —dijo Danny.
—Tú no has metido la pata, Danny —soltó de pronto Xena, mientras le agarraba con fuerza del brazo. Se acercó tanto a él que pudo sentir su aliento en su rostro—. Tú eres un dios.
—El dios de las cagadas —respondió Danny.
—Tus cagadas son mejores que los triunfos del resto de la gente —sentenció Xena, y le besó en la mejilla.
—Has ido al otro mundo, a Westil —intervino Laurette—. Se suponía que eso te iba a hacer más poderoso.
—Me siento igual que siempre —dijo Danny.
—¿Puedes hacer cosas nuevas?
—No lo sé.
—¿Cómo que no lo sabes? —preguntó Laurette.
—No hay un manual sobre el tema —dijo Danny—. Matan a los magos que son como yo; no esperes que alguien haya escrito un libro de instrucciones.
—Al diablo con las instrucciones —dijo Laurette—. ¿Has intentado hacer algo nuevo?
—Ni siquiera sabría por dónde empezar —confesó Danny—. He creado puertas antes de ir a Westil y sigo haciéndolo ahora. Eso es todo. —Se encogió de hombros.
—¿Nos puedes llevar a Disney World? —preguntó Sin.
Era lo último que esperaba Danny: la gótica de los piercings infectados quería ir a Disney World.
—¿Hablas en serio? —preguntó Danny.
—Preferiría ir a París, pero no hablo francés —dijo Sin—. Venga, hazlo. Nunca he estado allí.
—Yo tampoco —dijo Xena.
—Yo paso de ir —dijo Pat.
—No me gusta usar las puertas para robar a nadie —dijo Danny.
—¿Quién ha dicho que vayamos a robar? —dijo Sin—. Sólo tienes que meternos en el parque.
—Y evitarnos las esperas y colarnos en las atracciones sin pagar —añadió Laurette—. ¿Es mucho pedir?
—A mí me pillan fijo —dijo Wheeler—. Tengo cara de culpable.
—¿Y si vamos a Cabo Cañaveral? —sugirió Hal.
—Consigue los pases de seguridad y yo os llevo —dijo Danny.
—Esto no tiene gracia —dijo Pat.
—¿Qué pasa con la gente que te quería matar? —preguntó Xena—. ¿Ya no corres peligro?
—No lo sé —admitió Danny.
—¿Y por qué no nos dices cómo podemos ayudarte? —dijo Hal—. ¿O las cosas han cambiando ahora que la has cagado con la puerta ésa?
—No os puedo pedir que me ayudéis. Si la vuelvo a cagar, podríais morir.
—¡Uf, sí que estamos pesimistas! —exclamó Laurette.
—Necesita que le animen —dijo Xena.
Volvió a besarle en la mejilla. No fue un beso casto, de amiga. Fue… especial. Hizo que le temblaran las piernas y sintió un hormigueo en el trasero. No sabía que esas sensaciones podían producirse en lugares tan extraños.
—No sigas por ahí, Xena —dijo Hal.
—Aunque seas una princesa guerrera —añadió Wheeler.
—¿Celos? —preguntó Xena.
—Sí —respondió Wheeler.
Todos le miraron con asombro.
—Es el Danny de siempre y de pronto empiezas a darle besitos y todo eso —dijo Wheeler.
—Claro —dijo Laurette—. Sólo es un dios, ¿por qué querría alguien besarle?
—Cierto —dijo Xena, agarrándose a Danny con más fuerza—. Quiero tener un hijo suyo.
Danny se apartó de Xena tras el último comentario. No le importaba bromear, pero la cosa había ido demasiado lejos.
—Tengo que pensar —dijo.
—Algo que no puede hacer su cerebro si se concentra la sangre en otro sitio —se rió Laurettte.
—Sólo intento averiguar cómo puedo conseguir que estéis a salvo —respondió Danny.
—Estaríamos a salvo en Disney World —dijo Sin—. Es el lugar más seguro de la Tierra.
Danny reflexionó sobre qué podía pedirle a sus amigos. A lo mejor era buena idea teleportarlos como emisarios a las Familias para que expusieran sus condiciones si querían utilizar la Gran Puerta. Danny no podía acudir en persona, ni enviar a Hermia o a Vivi. Las Familias les harían prisioneros. Pero dudaba que hicieran lo mismo con sus amigos, ¿para qué querrían apresar a unos simples mortales?
Sin embargo, ése era el problema: para las Familias, los mortales carecían de valor y, si las condiciones de Danny despertaban su ira, matarían sin más a los emisarios.
De hecho, en cuanto supieran que Danny tenía amigos, los usarían para chantajearlo. Los amenazarían, perseguirían, secuestrarían y, si fuera necesario, matarían a cualquiera de ellos. Y lo harían antes de que Danny pudiera ponerlos a salvo.
No podía estar pendiente de todos a la vez. No podía garantizar su seguridad.
—¿Qué os hecho, tíos? —gimió Danny.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Laurette.
Danny les contó lo que acababa de pensar.
—Guay —silbó Wheeler—. Es como estar dentro de un cómic.
—Salvo que nosotros somos los daños colaterales —dijo Hal.
—Somos los prescindibles —añadió Pat.
Danny creó una puerta, una muy pequeña, la colocó justo encima de una piedra que había en el suelo.
—¿Hal, puedes coger la piedra? —señalando hacia ella.
Hal ni siquiera miró a qué piedra se refería Danny y se precipitó hacia donde le indicaba con el dedo. En cuanto entró en contacto con la puerta, se desplazó diez metros más allá.
—Me siento desorientado —se quejó.
—No era mi intención —dijo Danny—. Quiero averiguar si puedo atar una puerta a un objeto y no a un lugar. Que alguien mueva la piedra. Tú, Laurette, tiende la mano, despacio, yo te diré sobre qué piedra tienes que detenerte.
La chica avanzó con cautela, aunque Danny no dejó de advertir que se había inclinado hacia él ofreciéndole una excelente vista de su amplio escote. Danny no supo si la postura era casual o porque ella pensaba, al igual que Xena, que los poderes mágicos le convertían en alguien muy apetecible.
—Ésa —indicó Danny.
Laurette cogió la piedra.
La puerta permaneció en el aire, justo sobre el espacio donde había estado la piedra.
—Maldita sea —se quejó Danny.
—¿Has salido mal? —preguntó Laurette.
—Sí. Tenía la esperanza de que saliera bien después de ir a Westil. Que mis poderes hubieran aumentado.
—¡Vaya mierda! —soltó Hal, que había vuelto con el grupo.
—¿Qué más da? —dijo Sin—. Es sólo un pedrusco.
—Danny quiere crear puertas portátiles —dijo Pat—. Que podamos llevarlas encima y si hay peligro, usarlas para escapar.
En ocasiones, Pat conseguía sorprenderle. A pesar de su carácter amargado, la chica tenía cabeza. A lo mejor, cuando no te importaba lo que pensaban los demás sobre ti, tenías más tiempo para pensar en cosas de mayor relevancia.
—No veo por qué no puedes hacerlo —comentó Hal—. Da igual que hayas cruzado la Gran Puerta o no.
—¿Qué sabrás tú de magia? —soltó Xena.
—Nada, pero tengo conocimientos de física —dijo Hal—. Física elemental, que cualquier imbécil patético debería saber.
—Xena se dedicó a dormir durante las clases de física de octavo —dijo Laurette.
—Danny siempre ha unido sus puertas a objetos pequeños en movimiento —explicó Hal.
Danny observó la puerta que acababa de crear, la boca y la cola, pero no entendía a qué se refería Hal.
—La Tierra gira sobre sí misma una vez al día, movimiento de rotación —dijo Hal—. Eso significa que la velocidad en el ecuador es de mil seiscientos kilómetros por hora. Donde estamos nosotros, la velocidad se reduce a unos mil trescientos kilómetros por hora. Además, la Tierra se desplaza alrededor del Sol, movimiento de traslación, a una velocidad de ciento siete mil kilómetros por hora. Por lo tanto, aunque creamos que las puertas de Danny permanecen inmóviles, en realidad se están moviendo a una velocidad increíble porque están unidas a un objeto que se desplaza rapídisimo.
—Has dicho que eran objetos pequeños —dijo Laurette.
—Comparada con el Sol, la Tierra es un objeto pequeño en movimiento —explicó Hal—. Y si la comparamos con la galaxia, la Tierra es una mota de polvo. Nos parece grande porque nosotros somos más pequeños todavía.
—Gracias por la información, sabihondo —dijo Xena.
—Como ha dicho Hal, todo el mundo sabe eso —dijo Wheeler.
—¿En serio? —dijo Pat—. ¿Estabas al tanto de esos ciento siete mil kilómetros por hora?
—No, pero sí que sé que la Tierra gira sobre sí misma una vez al día y que tarda un año en hacerlo alrededor del Sol. Eso significa que corre que te cagas, tío —recitó Wheeler con satisfacción.
—Ya que eres tan listo, dime a qué velocidad se desplaza el sistema solar alrededor del centro de la galaxia —le espetó Pat a Hal.
—A setecientos setenta y cinco mil kilómetros por hora —respondió el aludido.
—¿Y la velocidad a la que viaja la Vía Láctea hacia Andrómeda?
—No hay forma de conocer ese dato —respondió Hal con aplomo—. Se aproximan la una a la otra y carecemos de un punto de referencia estacionario para calcular la velocidad.
—La galaxia viaja a dos millones cien mil kilómetros por hora tomando como referencia la RCF —soltó Pat con aire triunfal.
—¿Qué es la RCF? —preguntó Sin.
—La radiación cósmica de fondo —respondió Hal—. Y ésa no era tu pregunta, Pat. Tú querías saber la velocidad a la que se aproxima la Vía Láctea hacia Andrómeda.
—Qué patético —dijo Sin—. Mientras el resto de chicos memorizaban las estadísticas de los jugadores de fútbol, Hal se dedicaba a memorizar datos astronómicos.
—A lo mejor la Tierra llega a la final este año —se rió Laurette.
—Pues las tías os sabéis de memoria lo que desayuna George Clooney todos los días —dijo Wheeler.
—¿Ese carca? —espetó Xena.
—Vale, pero seguro que conocéis con pelos y señales la vida de los chicos de Crepúsculo.
Ninguna de las chicas le contradijo.
Todos sabían que Hal era listo. Y entre las chicas, la más inteligente era Pat. Danny, por su parte, conocía todos esos datos, recordaba todo lo que había leído. La diferencia era que Hal había sido capaz de aplicar ese conocimiento a efectos prácticos.
—Ya entiendo —dijo Danny—. Si ya estoy atando mis puertas a la superficie de un objeto con movimiento de rotación y traslación, no hay motivo por el que no pueda atarlas a una piedra, excepto que la piedra es más pequeña.
Danny examinó la piedra, intentando hallar la forma de unirla a una puerta.
Mientras, Sin planteó un pregunta:
—¿Cómo sabéis los magos que nosotros no tenemos poderes?
—No le interrumpas, está creando puertas —dijo Laurette.
—No sabemos si tenéis magia o no —respondió Danny—. Nuestra sangre se ha mezclado con la vuestra a lo largo de miles de años, es probable que compartamos genes de poder primigenio.
Intentó retener la imagen de la piedra en su mente y crear una puerta unida a esa imagen, sin dejarse distraer por el resto del entorno.
—Envíanos a Westil —saltó Sin—. Es posible que volvamos con superpoderes.
—Eso es —dijo Hal.
—Mola —dijo Wheeler.
Danny perdió la concentración. En realidad, su impaciencia era consigo mismo, pero a los demás les pareció que se enfadaba con ellos.
—Perdona —se disculpó Laurette.
—¡Dejad de distraerle! —intervino Xena en plan protector.
—¿Por qué no la coges con la mano y te centras en ella? —preguntó Pat—. Rompe su lazo con el suelo.
Laurette le alcanzó la piedra. Danny la cogió, se inclinó sobre ella, la observó con toda su atención y creó una puerta.
Movió la piedra un poco a la izquierda.
La boca de la puerta siguió a la piedra.
Así de fácil. Separa la piedra de su entorno, concéntrate un poco y consigues una piedra encantada.
—Pareces contento —observó Xena—. ¿Estás imaginándome sin ropa?
—No, boba, ha conseguido atar la puerta a la piedra —dijo Pat—. Y nadie quiere imaginarte sin ropa.
—¿Y ahora qué? —preguntó Hal—. ¿Vas a darnos una piedra a cada uno para que podamos escapar en caso de peligro?
—Una piedra es cutre —dijo Laurette.
—¿Por qué? —preguntó Danny. De hecho, a él lo de la piedra le parecía una buena idea.
—En primer lugar, ¿qué pasa si se nos cae la piedra? —expuso Laurette—. ¿Cómo sabremos cuál es la nuestra, excepto pasando la mano por encima, con lo que nos teleportaríamos, como le ha pasado a Hal? Y no la recuperaríamos, pero nuestros perseguidores sí, y la usarían para seguirnos.
—No dejes caer la piedra —apuntó Wheeler.
—Claro, como si fuera tan sencillo. A todos se nos caen cosas —dijo Pat.
—En segundo lugar —prosiguió Laurette—, imaginad que nos atan de pies y manos y luego nos registran. ¿Qué creéis que pensarán si encuentran un pedrusco? No es algo que la gente suela llevar encima.
—De acuerdo —dijo Danny—. Nada de piedras. Sólo la cogí porque hay un montón y me servía para practicar.
—Un anillo —sugirió Sin.
—Un piercing nasal —dijo Xena—. Cada vez que estornudes, apareces en otro sitio.
—O te suenas y apareces en la Luna —dijo Wheeler.
—«Un anillo para gobernarlos a todos. Un anillo para encontrarlos» —citó Hal—. «Un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas».
—¿Sugieres que estamos del lado de Sauron? —preguntó Wheeler, algo irritado.
—Sauron no está del lado de nadie —dijo Danny—. No olvidéis que los miembros de las Familias son los dioses, las hadas, los elfos, los espectros, los hombres lobo, los fenónemos paranormales y todo lo que se os ocurra relacionado con la magia y lo desconocido. Y las Familias ocupan ambos lados, tanto el bien como el mal. Pero no se rigen por esos conceptos, para ellos no existe el bien o el mal; sólo hacen lo que les apetece y cuentan con el poder para hacerlo.
—A mí me parece una excelente definición de lo que es la maldad —comentó Pat.
—Fíjate en lo que yo acabo de hacer —arguyó Danny—. Quería atar mi puerta a la piedra y gracias a la sugerencia de Pat para que me concentrara en ella, lo he conseguido. ¿Qué maldad hay en eso?
—Podrías tirarle la piedra al capitán del equipo de otro instituto, desplazarlo diez metros y luego dejarlo caer de culo —dijo Pat.
—Eso no es maldad, es una simple travesura —dijo Wheeler—. ¿Puedes hacer algo así?
—No necesitaría la piedra —señaló Hal—. Puede hacerlo sin más.
—Y sí que hay maldad en algo así —dijo Pat—. Herir a alguien por diversión es perverso.
—Fue lo que le hice al entrenador Lidtler —dijo Danny—. Entonces, hice algo malo, ¿no?
—Un poco, supongo —vaciló Pat.
—Pero sobre todo, fue divertido —dijo Hal.
—Y se lo tenía merecido —remató Wheeler.
Danny recordó a los dos hombres que aterrorizó sobre el Atlántico y luego metió en un calabozo. Eran asesinos, o lo intentaron, al menos. Merecían un castigo peor del que él les había impuesto. Pero haberlos torturado de esa manera no hizo que se sintiera mejor. Y lo peor era que no había vacilado un instante, ejecutó la idea en cuanto le vino a la cabeza.
—Usaremos algo que llevéis encima —dijo Danny—. Y ataré la puerta de forma que no la uséis sin querer. No me deis vuestras carteras, no sirven si las vais a estar abriendo y cerrando.
—Que Wheeler te dé el condón que lleva en ella —dijo Hal—. Jamás va a usarlo.
—Me lo dieron en quinto —se revolvió el aludido—. Es como una pata de conejo, mi amuleto. Y no voy a usarlo porque tiene más años que mi polla.
—¡Ag! —exclamó Laurette—. Me has hecho pensar en tu pito.
—Y eso lo dice la chica del escote permanente —dijo Wheeler.
—Por favor, basta —intervino Danny—. Servirá cualquier cosa que llevéis encima, pero que no sea de uso habitual. Algo fácil de coger en caso de emergencia.
Pat sacó un tampón de su bolso.
—Nuestro turno de decir «¡Ag!» —dijo Hal.
—Cualquier chica los lleva y nadie va a pensar nada raro —dijo Pat.
—Yo no llevo —dijo Sin.
—Siempre llevo más de uno —dijo Laurette y sacó dos tampones de su bolso.
—Vale. Yo voy a utilizar mi condón —dijo Wheeler, metiendo la mano en el bolsillo.
—Yo nunca llevo bolso —dijo Sin—. ¿Qué hago, me lo pongo en la oreja? —le devolvió el tampón a Laurette.
—¿Nunca llevas uno por si acaso? —preguntó Laurette.
—Nunca se me adelanta la regla y, además, la sangre no me da miedo —respondió Sim.
—¿Y el vómito? ¿Te da miedo? —preguntó Hal—. Porque estoy a punto de echar la pota.
—Bienvenido a nuestro mundo —dijo Pat—. Y no te preocupes, como nunca tendrás novia y menos aún esposa, no tendrás motivos para vomitar.
—¿Qué ocurrirá si busco algo en el bolso y toco el tampón sin querer? —preguntó Xena, con gesto preocupado—. ¿Tengo que desenvolverlo?
Danny cogió el tampón que sostenía Xena.
—¡Lo está tocando! —exclamó Hal.
—Chupsangres para chicas —dijo Wheeler, torciendo el gesto.
Danny examinó el tampón. Lo apretó. Empujó el extremo.
—Un segundo —dijo.
Creó una puerta diminuta en el interior del extremo del tampón. Luego lo manoseó a conciencia. No pasó nada. Pero cuando introdujo el dedo en el extremo, cruzó por la puerta que le desplazó sólo unos centímetros, aunque estuvo a punto de perder el equilibrio.
—¡Toma, una puerta de dos centímetros! —se burló Pat—. Justo lo que necesitamos. Mejor que no se pasen con nosotros o nos alejaremos dos centímetros.
—Es sólo una prueba —repuso Danny con paciencia—. Tienes que introducir un dedo por el extremo para que funcione.
—¿Y qué ocurrirá si te olvidas de cuál es el que lleva la puerta y lo usas? —preguntó Hal.
—Pensaba que no te gustaba hablar sobre las cosas asquerosas de las chicas —dijo Laurette.
—No puedo evitarlo, hay cosas que surgen sin pensar —replicó Hal.
—Espero que nunca te surja mi imagen usando un tampón —dijo Pat.
—Genial, ha sido decirlo y lo estoy viendo. Gracias.
—Todo lo que llevo encima es duro y brillante —comentó Sin.
—¿Y el brillo labial? —sugirió Pat.
Sin sacó una cajita metálica del bolsillo.
—Duro y brillante, ya te lo dije.
—El contenido es negro y blando —dijo Pat.
—Puedo crear la puerta en el fondo del frasco —ofreció Danny.
—Entonces me quedo sin brillo y mis labios se volverán de color rosa —dijo Sin.
—Mira, esto es negro y blandengue —le señaló Laurette, sacando un trozo de regaliz de su bolso.
Sin cogió el trozo de regaliz y lo examinó.
—¿Cuántos años tiene esto?
—Es viejo, negro y asqueroso —dijo Laurette—. A nadie le sorprenderá que esté en tu bolsillo. ¿Tu madre te lava los vaqueros?
—Lavar la ropa es tan burgués —dijo Sin con gesto despectivo.
Diez minutos más tarde, todos tenían un objeto flexible en el que Danny había introducido la boca de una diminuta puerta. Tres tampones, un trozo de regaliz, un condón sin abrir y una goma de borrar con forma de león que Hal llevaba en el bolsillo.
—¿Un león? —se sorprendió Sin.
—Me lo dio un dentista hace años —explicó Hal, encogiéndose de hombros.
—¿Y aún lo llevas encima? —preguntó Sin.
—Perdí un diente, gané un león.
—Es Aslan —dijo Wheeler.
Hal se revolvió enfadado.
—Ya basta —les cortó Danny—. Un poco de buen rollo, Wheeler.
—Él contó lo de mi condón —replicó Wheeler.
—Genial, ahora vamos a llevar la cuenta de las ofensas que nos hacen —dijo Pat.
—Hagamos un trato: si alguien del grupo nos confía un secreto, no lo contaremos; y dejaremos de burlarnos los unos de los otros —propuso Laurette.
—¿Eso quiere decir que ya no podré mencionar tu escote? —dijo Danny.
—Nada de burlas —insistió Laurette—. Además, si te metes con mi escote es porque te gusta.
—De acuerdo —dijo Danny, ignorando el último comentario de Laurette—, me gusta el trato.
—¿El trato o las tetas de Laurette? —preguntó Xena.
—Insisto, no nos burlamos de un compañero y no desvelamos secretos —dijo Danny.
Todos estuvieron de acuerdo.
—Vuestras puertas os traerán a todos a este lugar. Por si acaso las Familias consiguen seguiros hasta aquí, habrá otra puerta de emergencia justo en este árbol —Danny señaló a cuál se refería—. Aquí, debajo de esta rama. Probad a ver si llegáis bien.
Lo hicieron y todos, hasta Xena, que no era muy alta, alcanzaron la rama sin dificultad.
—¿Adónde nos llevará esa puerta? —preguntó Pat.
—A un lugar bien lejos de aquí. Un lugar donde dejaré dinero y un arma. Espero que no tengáis que usarlo nunca, pero estará allí por si alguien os persiguiera a través de la puerta.
—¿Todavía no sabes adónde nos llevará? —preguntó Pat.
—¿Qué os parece Disney World? —propuso Danny.
—¿Vas a meter un arma en el Reino de la Fantasía? —dijo Sin—. No me gusta la idea.
—Buscaré un lugar seguro donde pueda ocultar el dinero y el arma —repuso Danny—. Por el momento, os llevará a Washington D. C. Allí crearé otra puerta que os traerá de vuelta a Buena Vista, pero a un sitio distinto a éste.
—¿Podemos probar? Abre la puerta y vayamos a Washington D.C. —propuso Wheeler.
Todos miraron a Danny.
—Podéis cruzar una vez —cedió Danny—. Sólo para comprobar que sabéis cómo se hace. Pero en adelante ni se os ocurra utilizarla salvo que sea una emergencia. Si alguien os ve, se acabó el secreto. Y si queréis ir a Washington, os abro una puerta ahora.
—Esto va en serio —dijo Wheeler con una risita nerviosa.
—Creía que eso estaba claro —dijo Danny—. Si sois mis amigos, si vais a ayudarme, el peligro es real. Y las puertas de emergencia os pueden salvar la vida. Pero el que quiera dejarlo, que lo haga ahora. No se hable más. Puedo dejar el instituto en cualquier momento. Sin mi presencia, estaréis a salvo. No habéis hecho nada que os comprometa todavía.
—No quiero abandonar —se apresuró Xena.
—Seremos buenos —aseguró Hal.
Wheeler fue el único que guardó silencio.
Todos esperaron su respuesta.
—Tengo la sensación de que la he cagado, que no vais a confiar en mí —musitó Wheeler.
—Yo me fío de ti hasta que me demuestres lo contrario —dijo Danny.
—Pero soy un idiota.
—¿Ves cómo sí que lo sabe? —le dijo Sin a Pat.
—Quiero decir que se me olvidan las cosas, y la mayor parte de las veces, hablo sin pensar.
—Vale, pues deja de hacerlo —sentenció Danny—. Y punto.
Wheeler asintió, cabizbajo. De pronto desapareció y reapareció al lado del árbol. Tocó la rama donde Danny iba a abrir la siguiente puerta.
—Wheeler —le riñó Danny—. ¿Estás intentando huir? Cada puerta forma parte de mí. Sé a dónde van y puedo ver quién la usa. Y además, todavía no he creado la puerta del árbol.
—No quería escapar; sólo quería comprobar que no me habías quitado mi puerta —confesó Wheeler.
—Si lo hago, te lo diré antes. O me quedaré con el condón sin más.
En cuanto lo pensó, creó una puerta pequeña que absorbió el condón a pesar de que Wheeler lo tenía en la mano. Danny lo dejó caer en el suelo, en medio del grupo.
—¡Vaya! —exclamó Wheeler—. ¿Me lo puedes quitar de la mano?
—No fue él, fui yo —bromeó Xena.
—¿En serio? —preguntó Wheeler.
—Es un completo idiota —dijo Pat.
—Wheeler, confío en ti —declaró Danny—. Ahora confía tú en mí.
Sin embargo, en su interior, Danny tuvo que reconocer que jamás confiaría plenamente en él. Nunca le nombraría su emisario y, como mucho, le pediría que fuera a por pizzas o refrescos. Wheeler la había fastidiado al usar la puerta para poner a prueba a Danny. No lo veía preparado para el trabajo que tenían por delante.
«Son todos muy jóvenes. Es posible que ninguno esté preparado para esto». Pero estaba en el instituto y éstos eran sus amigos.
Y era genial saber que podía atar una puerta a un objeto.
«He creado amuletos», pensó. «Aunque sean tampones, un trozo de regaliz, un condón y una goma de borrar infantil». No tenían una inscripción mágica, sólo una puerta diminuta incrustada. Se sentía astuto y poderoso.
La mano de Xena volvió a posarse sobre su brazo. Le gustó. No retiró el brazo.
Entonces recordó que nunca se había sentido atraído por Xena. Pero eso era antes de que ella se sintiera atraída por él. Ahora ella le gustaba.
«Soy el típico adolescente», se dijo Danny. Recordó a Lana, la mujer de Ced, a la que conoció cuando estuvo en Washington D. C. Lo que ella le había hecho sentir. Xena era más agradable y mucho más equilibrada. ¿Y si se echaba novia? Pero no una que le sedujera y luego se burlara de él por caer en sus brazos. No quería un súcubo. Quería una novia de verdad.
Entonces recordó las historias sobre Zeus en las que violaba gente por toda Grecia. Y Hermes. ¿Cuántas leyendas mitológicas lo describían como un seductor insaciable? No existía cerradura que le impidiera la entrada a un dormitorio.
Xena me está diciendo que puedo estar con ella cuando quiera. Puedo ir a su dormitorio esta noche y acostarme con ella; sus padres no me verían entrar ni salir, y ella me dejaría. Piensa que sería genial.
Y cuando lo hubiéramos hecho, daría por sentado que estamos juntos. Y lo estaríamos. ¿Y si se quedaba embarazada? ¿Y si se sintiera superior a las otras chicas del grupo por estar conmigo? Eso rompería el grupo.
«Mantén la bragueta cerrada», se dijo Danny, «y deja de imaginarte con Xena en su dormitorio».
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro.
Danny se volvió hacia la chica. Ella puso su mano sobre el pecho de él. Él tomó la mano de ella entre las suyas.
—Somos amigos, Xena. Y soldados en el mismo bando. Y pronto estaremos en guerra. Cuando acabe la guerra, hablaremos.
Xena apartó la mano y se colocó al lado de Pat.
—Te dije que era gay —se rió.
Como si hubiera estado bromeando todo el rato. Y quizá fuera así. O no.
«No tengo derecho a liderar este grupo. Debería retirar todas las puertas y marcharme ahora mismo. Y no volver nunca. Todo el mundo saldría ganando.
»Todo el mundo excepto yo».
Había estado solo toda su vida. Era la primera vez que tenía amigos. Y no estaba preparado para abandonarlos. No quería abandonarlos. Y como la decisión era suya, se iba a quedar con ellos. Creían que él era guay. Le admiraban porque era poderoso. No intentarían matarle. Y además, ya les caía bien antes de que supieran lo que era capaz de hacer con las puertas.
Y tendría fantasías sobre Xena, aunque ella no le gustara de verdad. Ninguna de las chicas le gustaba. Pero tenía dieciséis años y cualquier gesto provocativo despertaba su interés. Era consciente de que las hormonas eran la causa de su comportamiento, pero eso no cambiaba nada. «Lo pasaré lo mejor posible», se dijo. «Siempre y cuando no ceda a la provocación».
Esa noche, Danny fue a Washington D. C. y Stone accedió a que colocara la cola de la puerta de emergencia en su desván.
—Pero ni hablar de armas —le advirtió.
—¿Y si les están persiguiendo? —preguntó Danny.
—Hay otras opciones. Piensa —le dijo Stone.
Y Danny pensó. Cogió un montón de monedas y ató puertas a ambas caras de las mismas. Mientras las cogieras por el canto, no ocurría nada; pero si tocabas una de las caras, te desplazabas a algún sitio público y de interés turístico. La entrada de la Casa Blanca. La rotonda del Capitolio. Al regazo de la estatua de Lincoln. A la nariz del gigante en la escultura del Despertar.
La idea era que si alguno de sus amigos llegaba al desván y le seguían, sólo tenía que coger una moneda y tirársela a su perseguidor.
—Dinero armado —se rió Stone—. Pero te advierto de que como uno de tus amigos use la puerta para divertirse, seré yo el que les tire una moneda.
—Son buenos chicos —dijo Danny—. No quiero que nadie los maltrate por ser mortales.
—Sabes muy bien que yo no haría eso —replico Stone—. Les maltrataré porque son adolescentes.
Cuando Danny informó a Vivi y a Hermia sobre las puertas móviles, exigieron que creara una para ellas.
Vivi tenía una pulsera de la que colgó varios aros. Cada uno era una puerta que llevaba a un lugar conocido: su casa en la playa, la granja de los Silverman, la casa de Danny, el instituto de Danny, el dormitorio de Stone…
—Soy la mujer de Stone, no tengo porque ir a su desván —dijo.
—¿Y si alguien te roba la pulsera? —dijo Danny—. Hermia podría cerrar las puertas y cuando necesites alguna, sólo tienes que abrirla y…
—Mientras jugabas con tus amiguitos —le interrumpió Hermia—, nosotras estábamos trabajando.
—Seguimos sin poder crear puertas —dijo Vivi—, pero ahora yo puedo cerrarlas y abrirlas; y Hermia también.
—Y estamos trabajando para intentar desplazar las puertas —dijo Hermia—. Creo que conseguí mover una. Sólo la cola.
—Pero no ha sido capaz de repetirlo —dijo Vivi.
—Vale. Puedo atar las puertas que queráis a cualquier objeto —dijo Danny—. Y con vuestros nuevos poderes, podéis usarlas sin problemas.
Hermia le dio una moneda de un euro.
—Ata una docena de puertas aquí —le indicó—. Abriré los que necesite, cuando los necesite.
La lista de destinos que le indicó Hermia era más larga que la de Vivi, pero la griega tenía que estar siempre un paso por delante de su familia.
Al principio, Danny intentó establecer un orden en las puertas que le pidió Hermia, pero la mujer se rió de él.
—Danny, puedo ver todas las puertas, sé dónde va cada una y puedo mantenerlas cerradas hasta que tenga que usarlas. Venga, tú amontónalas ahí.
Danny creo puertas que conducían a París, Nueva York, Dubai, Singapur, Katmandú, Accra, Brisbane, Sao Paulo y una docena más de destinos, entre los que se encontraban el bloque de oficinas de la Familia Griega en Atenas, el territorio de la familia North en Virginia y la Biblioteca del Congreso.
—Chica, puedes dar la vuelta al mundo —se admiró Vivi.
—Puedo añadir más puertas a tu pulsera, Vivi —ofreció Danny.
—No, era sólo un comentario, ya sé que puedes darme todas las puertas que quiera. Pero hay algo que me preocupa, no has creado una puerta que me lleve a tu lado.
Hermia se mostró de acuerdo con Vivi.
—Tenemos todas estas puertas pero ninguna nos lleva contigo, Danny.
—No quiero que aparezcáis de pronto en mi bolsillo —bromeó Danny.
—Tengo una idea —dijo Vivi—, coloca la cola de una nuestras puertas en el interior de una lámpara de aceite antigua; podemos ser tus genios de la lámpara.
—Suena divertido —admitió Danny—, pero no me seduce nada la idea de que decidas aparecer cuando esté en el baño.
—¿Y si necesitas nuestra ayuda? —preguntó Hermia.
—Conozco la situación de todas mis puertas. Si necesito algo, sólo tengo que desplazar una cola de vuestras puertas a mi posición.
—Salvo que estés inconsciente —dijo Vivi.
—Lo pensaré —cedió Danny.
—Puedes llevar la cola de la puerta encima y cerrarla —sugirió Hermia—. Y cuando nos necesites, la abres; así no invadiremos tu intimidad.
—Nosotras sólo la abriremos en caso de peligro —dijo Vivi.
—Y echaríamos un vistazo primero, para estar seguras de que estás visible.
Danny odiaba la idea. Una cosa era darles los amuletos para que pudieran ir a donde quisieran y otra muy distinta permitirles que tuvieran acceso a él sin restricciones. No, no iba a hacerlo. No le bastaba su promesa de usar la puerta sólo en caso de necesidad.
—No creo que Danny vea mucha diferencia entre que eches un vistazo a través de la puerta y que la cruces del todo —señaló Vivi—. No quiere que le espiemos.
—Tienes que confiar en nosotras —dijo Hermia.
—Ya he dicho que lo pensaré —dijo Danny.
—Eso quiere decir que la respuesta es no —dijo Vivi.
—Es injusto —se quejó Hermia—. Tú puedes teleportarte a nuestro lado, sin importar lo que estemos haciendo. Vamos, que no nos podemos esconder de ti, pero tú no confías en nosotras. ¿Crees que vamos a espiarte o aparecer sin previo aviso cuando estés besando a una chica?
—No sacaríamos fotos si ocurriera —dijo Vivi sonriendo—. O al menos no se las enseñaríamos a nadie.
—He dicho que… —se impacientó Danny.
—Se está poniendo nervioso —dijo Vivi.
—No os espío —dijo Danny— y sé que vosotras no lo haríais conmigo. Pero el poder es así; cuando lo tienes, no quieres que otros lo usen contigo. Eso sólo pasa cuando el otro tiene un poder mayor que el tuyo.
—Y eso es lo que nos ocurre a nosotras contigo —puntualizó Hermia.
—Odio hablar como las Familias —se disculpó Danny—, pero… os tendréis que conformar. Es lo que hay. Es posible que algún día me arrepienta de no haber creado puertas que me sigan como cachorritos para que me tengáis siempre localizado. Pero ahora mismo, no sé cómo hacer algo así y tampoco quiero hacerlo. No lo haré. Lo siento.
—Tipo duro —comentó Vivi.
—No tan duro —dijo Hermia—. Se ha disculpado; los auténticos capullos no se molestan en decir que lo sienten.
—Cierto —dijo Vivi—. Tiene buen carácter, no se le da bien actuar como un capullo todavía.
—Gracias —dijo Danny—, supongo.
—Hora de irse —anunció Hermia—, o la Familia me pillará aquí.
—Tienes que extraerle ese chip localizador —dijo Vivi.
Tenía razón.
Danny examinó a Hermia y le pasó una puerta por encima, una que la dejó en el mismo sitio donde se encontraba.
—¿Para qué has hecho eso? —preguntó Hermia.
—No sé qué he obtenido yendo a Westil —comentó Danny—. Es posible que la capacidad para atar puertas a objetos móviles la haya tenido siempre. ¿Y quién dice que la Gran Puerta tiene algún efecto sobre su creador? Pero sí, quizás haya algo distinto. Algo de lo que no era capaz antes. Cuando cruzaste la puerta que acabo de crear, noté algo en ti. Lugares en tu cuerpo que la puerta intentaba sondear para curar posibles heridas y a los que no pudo acceder. Cinco sitios distintos. Varios rastreadores, no uno solo.
—Deberías enviarla a un escáner de aeropuerto —dijo Vivi—. Localizarías los rastreadores.
—Buena idea —rió Danny—. Sólo necesito que vengas y distraigas a los guardas, Vivi.
Fueron al aeropuerto Roanoke. Vivi se puso en la cola y comenzó a chillar:
—¿Y mi billete? ¡Estaba aquí hace un momento!
El jaleo atrajo a la atención de todo el mundo y Danny aprovechó para teleportar a Hermia al principio de la cola. A continuación, abrió una mirilla al lado del guarda que supervisaba la pantalla.
Cuando Vivi vio que Hermia estaba delante del escáner, se marchó gritando que iba a buscar el billete. El guarda le indicó a Hermia que avanzara hasta situarse delante del escáner.
Danny comprobó que había acertado, Cinco localizadores situados en los puntos donde la puerta no pudo actuar. El viaje a Westil le había dado más poder. Su percepción había aumentado.
Desplazó la mirilla al lado del oído de Hermia.
—Telepórtate a mi casa en Buena Vista —le ordenó. A continuación, le pidió lo mismo a Vivi.
—Ya sé dónde están los cinco rastreadores —anunció Danny, cuando los tres llegaron a su casa—. Creo que los puedo teleportar fuera de tu cuerpo.
—¿Crees? —dijo Hermia—. Oye, estamos hablando de mi cuerpo.
—Abriré una hermosa puerta para que la cruces en cuanto extraiga los cacharros esos. Te curarás enseguida. Todo va a salir bien.
—Dijo antes de cagarla —remató Vivi.
—Hazlo —dijo Hermia tras pensarlo.
—¿Segura? —dijo Danny.
—Hazlo, chico de las puertas —le animó Vivi—. ¿Todavía no sabes cuándo una mujer dice «sí» de verdad? ¡Qué joven eres!
Danny tardó diez segundos en hacerlo. Cuando terminó, cinco chips resposaban sobre la mesa y Danny había pasado una puerta encima de Hermia. Fue todo muy rápido.
—Ha dolido —dijo Hermia—. Las operaciones siempre duelen.
—Lo siento —se disculpó Danny.
—Era un comentario, Danny —dijo Hermia—. Sólo quería que lo supieras; no me estaba quejando. —Cogió uno de los chips—. Mis padres creyeron que era una buena idea implantar estos chismes en su bebé.
—La pregunta es qué hacemos con ellos —intervino Vivi—. Yo los teleportaría a una incineradora.
—O se los implantamos a alguien —sugirió Hermia.
—Eso estaría mal —dijo Vivi.
—Pensaba en alguien como el presidente. O el príncipe Carlos —dijo Hermia—. O a uno de esos dictadores. Que mi Familia les persiga a ellos y no a mí.
—O podíamos implantarlos en cinco personas diferentes —dijo Vivi—. Se volverían locos intentando averiguar cuál de ellas eres tú.
Al final, Danny implantó un dispositivo bajo la piel de los asesinos hitito-armenios y envió los otros tres al fondo del Atlántico. A continuación, teleportó a los asesinos a las oficinas de la familia Griega en Atenas.
—Que los míos se apañen con ellos —dijo Hermia.
—¿No vas a contarle a tu familia lo que quisieron hacerte esos cabrones? —dijo Vivi.
—No —respondió Hermia—. Que se apañen entre ellos. Sabrán que implantamos los chips en esos dos payasos por un buen motivo. Pero si les digo lo que intentaron hacer, mi gente los matará. Por muy enfadados que estén conmigo, jamás consentirán que otra Familia intente acabar conmigo.
—¿Y esos dos no confesarán? —preguntó Danny.
—Los míos no los colgarán en el aire sobre el Atlántico —dijo Hermia—. O es posible que sí lo hagan, pero no tienen tu habilidad.
—Somos auténticos magos teleportadores, ¿verdad? —dijo Vivi con satisfacción—. Resulta divertido despistar a los malos.
Fueron a la heladería favorita de Vivi, Angelato, en la calle Arizona de Santa Mónica, y se comieron los helados en el paseo de Third Street. Cuando terminaron, se despidieron teleportándose cada uno al lugar donde iba a pasar la noche.
—Me siento tan poderosa —se rió Vivi, tomando uno de los anillos—. Igual que cuando me dieron las llaves del coche familiar por primera vez.
Solo en su casa de Buena Vista, Danny repasó los acontecimientos del día y le asombró la cantidad de cosas que había hecho. Había ido a Westil y conocido al Ladrón de Puertas. Creado puertas móviles para sus amigos. Librado a Hermia de los chips rastreadores. Y había terminado comiendo helado en California antes de volver a casa para acostarse.
Y la había cagado con una Gran Puerta.
Quiso pensar en Xena cuando se acostó. Sin embargo, su mente volvía una y otra vez a la puerta salvaje que se ocultaba en el establo de Leslie y Marion. ¡Qué estúpido había sido!
De repente se acordó de Nicki, la hija del entrenador Lieder. ¿Cómo se encontraría? ¿Sabrían ya que se había curado del cáncer?
«Mira, ahí no la cagué», pensó Danny.