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LA MAÑANA SIGUIENTE

Era temprano y el entrenador Lieder aún estaba en casa cuando llegó Danny corriendo desde la casita donde vivía solo. Podría haberse teleportado hasta allí, pero la noche anterior, tras el enfrentamiento con su familia, se había prometido no volver a abrir puertas dentro del instituto. Era cierto que la casa de Lieder no se encontraba dentro del recinto escolar, pero eso sonaba a excusa y, a fin de cuentas, la decisión de Danny era personal, por lo que decidió respetarla.

Además, apenas había dormido la noche anterior; el fresco aire matinal, más bien frío, le ayudaría a despejarse. Era mejor que tomar café, para estar atento y no alterado.

Llamó a la puerta con los nudillos, no quiso usar el timbre por si alguien todavía estaba durmiendo dentro de la casa. Aguardó unos segundos antes de volver a llamar. La puerta se abrió.

El entrenador Lidtler, perdón, Lieder, apareció en el umbral a medio vestir. Danny dedujo que debía de dormir con los calzoncillos y la vieja camiseta que lucía en esos instantes; dudaba que alguien se vistiera así para salir a la calle. La mirada del entrenador oscilaba entre la preocupación y la crispación. A Danny le sorprendió el aspecto de Lidtler, pues en el instituto sólo mostraba dos emociones: desprecio y cólera. Ahora ofrecía una imagen más vulnerable, como si algo le hubiese herido o amenazara con hacerlo, como si le hubieran ofendido o esperara que lo hicieran.

—Tú —escupió el entrenador Lieder con su desprecio habitual.

Danny esperaba que Lieder comentara algo sobre el incidente del día anterior con la cuerda del gimnasio, pero se limitó a mirarle sin decir nada más.

—Señor, sé que es muy temprano.

—¿Qué quieres?

Si el entrenador iba a comportarse como si ayer no hubiera pasado nada, Danny le seguiría la corriente. El problema era que tendría que justificar su presencia en casa de Lieder. Ya que no iba a tener que dar explicaciones por el desastre que había provocado cuando exhibió sus poderes cuasi divinos en el gimnasio, tendría que inventar algo que sonara convincente.

—Me gustaría que me cronometrara, si le viene bien.

Lieder se mostró sorprendido, suspicaz. Durante el curso, Danny no había permitido que el entrenador le cronometrara una carrera y el inesperado ofrecimiento de esa mañana le hizo temer algún tipo de treta.

—Estoy harto de hacer el tonto —declaró Danny—. Estoy en el instituto y quiero participar en las actividades. —Y aunque lo había dicho sin pensar, supo que era cierto, que podía ser divertido convertirse en atleta, aunque Lieder fuera un auténtico capullo.

—¿Actividades como despertar a los profesores? —preguntó Lieder con desprecio.

Danny se preguntó si había despertado al entrenador; era temprano, pero no tanto para alguien que comenzaba los entrenamientos a las siete de la mañana.

—He calculado una distancia de cien metros hasta aquí —comentó Danny.

Contaba con un talento natural para calcular distancias, era capaz de determinar a ojo una distancia de cien metros con un error de medio metro, o de un metro con un error de apenas un centímetro.

—¿Tiene reloj?

Lieder le mostró la muñeca izquierda.

—Soy entrenador, siempre llevo un cronómetro.

Danny trotó hacia el punto que había marcado como la salida.

—¿Listo? —gritó.

Lieder le hizo un gesto irritado para que se callara. A continuación llevó la mano derecha al reloj, miró a Danny y asintió con la cabeza.

Danny echó a correr. Cien metros es una distancia corta y corrió a tope desde el principio. Se esforzó al máximo, todo lo que era capaz de esforzarse a las seis y media de la mañana tras una noche en vela.

Cuando alcanzó la meta imaginaria frente a la casa de Lieder, Danny se lanzó hacia adelante como si atravesara la cinta de llegada y dio unos pasos más antes de detenerse. Luego se volvió hacia el entrenador, expectante.

—¿Puedes repetirlo?

—¿Quiere que corra un par de kilómetros?

—Bastará con los cien metros.

Danny volvió al punto de partida, esperó a que el entrenador le diera la salida y volvió a correr. Cruzó la meta imaginaria y siguió hasta el porche de la casa de Lieder.

—¿Me incluirá en el equipo?

—Estarás a prueba.

—¿Por qué? ¿No soy lo bastante rápido? ¿O quiere hacerme sufrir por comportarme como un gilipollas durante todo el curso?

—Todos los recién llegados tienen que superar un período de prueba; tengo que estar seguro de que se someten a la disciplina del equipo.

—O sea que no soy tan rápido como creía.

—Hasta los más rápidos pueden mejorar —respondió Lieder—. El trabajo que les dedico suele recibir su recompensa.

—Dígame si tengo cualidades.

—Serás uno de los nuestros —dijo Lieder a modo de respuesta—. Ahora, si no te importa, me gustaría seguir con mi desayuno.

—Que aproveche —sonrió Danny.

Lieder cerró la puerta y Danny se dio la vuelta para marcharse. La puerta volvió a abrirse a sus espaldas.

—¿Has desayunado?

—Nunca desayuno —dijo Danny.

—A partir de ahora, lo harás —sentenció Lieder—. Mis atletas se alimentan como es debido.

—No soy un atleta, soy un corredor.

Lieder le observó, parecía enfadado, aunque también vacilante.

—Es mejor no pesar mucho si quiero ser rápido de verdad —añadió Danny.

—O estás en el equipo o no lo estás —sentenció Lieder.

Se volvió hacia el interior de la casa y de nuevo hacia Danny. Había adoptado una actitud beligerante y el chico notó que le habría encantado pegarle un par de gritos, pero algo o alguien en el interior de la casa le hacía contenerse. Alguien a quien no quería despertar, o que le oyera chillar a un estudiante.

—Escuche, Sr. Lieder —dijo Danny—, quiero participar en el equipo, aportar lo que pueda; pero no le pertenezco. Acaba de cronometrarme. Si considera que soy lo bastante rápido para competir, lo haré; competiré para usted. Seguiré sus consejos e intentaré hacerlo cada vez mejor. Me esforzaré por ser más fuerte y competitivo. Haré todo lo que sea necesario para mejorar como atleta. Pero no pienso permitir que controle lo que como, y tampoco voy a dejarle que controle mis horarios. Vendré a entrenar cuando pueda, pero cuando no pueda, no vendré, y no pienso dar más explicaciones.

—En ese caso, olvídate del equipo —replicó Lieder—. No me hace ninguna falta un capullo engreído como tú.

—Usted decide —dijo Danny—. Yo he querido apuntarme pero usted me rechaza. El director Massey no podrá reprocharme que no lo haya intentado.

—Y una mierda —susurró Lieder dando un paso hacia Danny—. Para entrar en el equipo tienes que respetar las normas, lo mismo que los demás.

Danny se dio cuenta de que Lieder seguía queriendo incluirle en el equipo, eso quería decir que su tiempo había sido excepcional.

—Comprendo que no puede admitir a alguien que exige un trato especial —concedió Danny—. El problema es que no puede someterme a las normas como al resto y no lo hago por capricho. A veces tengo cosas que hacer y me tengo que ausentar. No depende de mí y no me apetece aguantar rollos sobre si me he saltado un entrenamiento, ni nada por el estilo.

—Vale. Lárgate. Y gracias por despertarme, capullo.

—Genial —respondió Danny y se volvió para marcharse.

—Esto no quedará así —le dijo Lieder.

Danny volvió sobre sus pasos, acercándose a Lieder.

—Sí que se quedará así —sentenció.

—Eres un alumno, o tus padres envían un justificante cada vez que te ausentes o nada de desaparecer cuando te dé la gana.

—Voy al instituto todos los días —adujo Danny—. No falto a ninguna clase. Pero antes y después de las clases tengo obligaciones. Le he ofrecido parte de mi tiempo para el equipo de atletismo en el que participaré siempre que me sea posible. Sin embargo, eso no le basta. Le he dicho que lo comprendo, que estoy de acuerdo con usted: si no sigo las normas, no puedo formar parte del equipo. Y ya está, no quiero que me dé más el coñazo. Le he permitido que me cronometre, está claro que no doy la talla y por eso no acepta mis condiciones.

—¿Quién te crees que eres? —saltó Lieder; su natural agresividad le hizo levantar la voz—. ¿Una estrella mundial que está negociando un contrato profesional? Eres un menor y alumno del instituto, y las leyes dicen que tienes que someterte a las normas escolares. Y las normas escolares dicen que yo soy un profesor y que tengo autoridad sobre ti.

—¿Qué ocurre? —la voz surgió a espaldas de Lieder; una débil voz femenina. Apenas un susurro que podría haber pasado inadvertido si Lieder no se hubiera girado a toda prisa descubriendo a una anciana menuda en el umbral.

«Una mujer indefensa», pensó Danny. «La víctima ideal para alguien como Lieder».

Sin embargo, ése no era el caso. De hecho, Lieder se había esforzado para no molestarla. Danny observó a la mujer y se dio cuenta de que no era tan mayor como creyó a primera vista; su aspecto era enfermizo, abatido, pero no era la madre del entrenador, que fue lo primero que pensó al verla. Tampoco era tan pequeña; tenía una estatura media y, considerando que Lieder tampoco era un gigante, hacían buena pareja. Pero ella se estaba consumiendo. Le ocurría algo grave. La bata que vestía le quedaba tan holgada que parecía una niña jugando con la ropa de su madre.

«Cáncer», pensó Danny. «La esposa de Lieder tiene cáncer, se está muriendo y él se desahoga tomándola con nosotros».

Ayer, cuando Lieder comenzó a meterse con Hal, el amigo flaco y desgarbado de Danny, éste le había ayudado a trepar por la cuerda del gimnasio creando una serie de puertas desde el suelo hasta el techo del gimnasio. Ése fue el inicio de la Gran Puerta que crearía más tarde.

Pero pensar que Lieder era un tirano a causa de la enfermedad de su esposa era simplificar demasiado las cosas. Lieder era como era: un abusón; lo que le ocurría a su mujer sólo agravaba el maltrato que daba a los demás.

—No pasa nada, Nicki —dijo Lieder.

—¿Por qué no lo invitas a pasar? —preguntó ella mirando a Danny—. Hace frío aquí fuera.

—Estoy bien —respondió Danny.

—Está bien —repitió Lieder.

—Pasa, te serviré un chocolate caliente —insistió Nicki.

—Tiene que ir a clase —intervino Lieder—. Y yo también.

Danny estaba a punto de rechazar la invitación, pero la insistencia de la mujer y la posibilidad de fastidiar a Lieder le hicieron cambiar de opinión. Además, era cierto que hacía frío y estaba cansado.

—No tengo clase hasta las ocho y media —dijo—. No pertenezco a uno de esos equipos que entrena antes de clase.

—El chocolate no es bueno para mis atletas —arguyó Lieder.

—Yo lo veo como una bebida energética —dijo Danny—. Y no me vendría mal para calentarme un poco por dentro.

—Decidido entonces —intervino Nicki—. Pasa.

Al llegar a la altura de Lieder, éste le cogió del hombro y le susurró con rabia:

—No vas a entrar en mi casa.

—¿Qué? —preguntó Danny en voz alta—. No le he oído.

Lieder le agarró con más fuerza.

—Sí que me has oído —susurró de nuevo.

Danny se teleportó a un centímetro de distancia. Ayer por la mañana no habría sido capaz de hacer algo así: abrir una puerta tan ajustada que le trasladara a él y su ropa y, sin embargo, dejara atrás la mano de Lieder.

Las puertas que había arrebatado al Ladrón de Puertas habían pertenecido a cientos de magos teleportadores hasta que el Ladrón se las quitó. Cada uno de esos magos había contado con más talento del que tenía Danny. Ahora esas puertas estaban almacenadas en su interior y accedía a ellas siempre que quería. Y estaba asimilando, poco a poco, los conocimientos, la experiencia, los reflejos y habilidades de esos magos.

El aprendizaje debía de ser inconsciente, porque Danny acababa de actuar sin pensar; necesitaba apartarse y lo había hecho.

«Ojalá hubiera podido hacer lo mismo cuando teleporté a Eric desde la casa de empeños con el cerdo que quería matarnos agarrado a él».

Pero la acción de Danny tuvo una consecuencia imprevista: al teleportarse un centímetro dejando atrás la mano de Lieder, desplazó su cuerpo dentro del espacio que ocupaban los dedos del profesor y éstos fueron expulsados a tal velocidad que los huesos no sólo se quebraron, quedaron pulverizados.

Danny oyó gemir a Lieder y observó la mano repentinamente flácida, yerta. En seguida se dio cuenta de lo ocurrido y, antes de que Lieder pudiera chillar de dolor, Danny hizo que una puerta lo cubriera de pies a cabeza y el entrenador se curó al instante.

Lieder ya no sentía dolor, pero lo recordaba.

—No vuelva a tocarme así —le advirtió Danny.

—Vamos, papá —llamó Nicki desde el interior de la casa. Al parecer, era uno de esos matrimonios que siguen llamándose «papá» y «mamá» aun después de que los hijos hayan dejado el hogar—. Tienes tiempo para comer algo. Y si tardas un poco, seguro que tus atletas empiezan a calentar hasta que llegues.

Danny sabía que eso no sucedería, los chicos se sentarían a charlar o a dormitar hasta que llegara Lieder, pero no quiso desengañar a Nicki, así que no dijo nada. Además, tenía que lidiar con Lieder, cuya expresión seguía reflejando el horror y la confusión por lo que acababa de ocurrir.

—Más vale que se entere —susurró Danny— si le digo que voy a hacer algo, mejor será que se aparte, le guste o no.

—Estás en mi casa —replicó Lieder, también en voz baja.

—Y era mi hombro lo que estaba agarrando —respondió Danny—. Eso es un espacio personal, entrenador Lieder.

Danny entró en la casa.

Lieder se rezagó unos segundos. Intentaba comprender lo que había sucedido, lo que le había hecho Danny. Había sufrido un instante de pura agonía, aunque jamás sabría que sus huesos habían quedado reducidos a astillas. No comprendía cómo se había zafado Danny de él cuando lo agarró por el hombro; la explicación más lógica era que el chico tenía una fuerza sorprendente, ¿cómo iba a pensar que se había teleportado?

Danny entró en la casa y fue hacia la cocina con rapidez. El chocolate ya estaba preparado y Nicki llenaba tres tazas con el contenido de una jarra. Se movía con lentitud. Sujetaba el recipiente con las dos manos, pero aún así temblaba, las manos que lo sujetaban temblaban. Danny temió que el chocolate acabara en el suelo. Comprendió por qué Lieder no quería que su mujer tuviera invitados.

Lo que vino a continuación no lo hizo a propósito, fue un acto reflejo. El mismo tipo de reacción que habría tenido si ella hubiese dejado caer la jarra y él hubiese intentado cogerla. Sólo que ni el recipiente se cayó, ni él se movió. Lo que hizo fue crear una puerta que pasó por encima de Nicki; ella apenas se desplazó a una distancia equivalente al grosor de un cabello. Nicki encogió los hombros como si hubiera tenido un escalofrío.

—Alguien acaba de pisar mi tumba —comentó con una pequeña carcajada y se encogió como si el hecho de reírse fuera a provocarle un acceso de tos.

Pero no ocurrió nada. Porque al pasar por la puerta, se había curado. Porque las puertas tienen esa virtud, la de sanar a quien pasa por ellas. No importaba el mal que aquejara a la persona en cuestión, siempre que no estuviera muerta o le faltaran órganos vitales, cuando cruzaba una puerta, recuperaba la salud.

El efecto sobre Nicki no fue inmediato. Su aspecto seguía siendo el de antes. Pero las manos ya no le temblaban, sus mejillas habían recobrado algo del color perdido y parecía recuperar las fuerzas conforme pasaban los segundos. Siguió sirviendo el chocolate con mano firme.

—Es curioso —comentó—. Acabo de sentir un escalofrío y, sin embargo, tengo calor. Hacía mucho que no tenía calor…

—Es por el radiador —dijo Danny—. Si está cerca, tiene calor; si se aleja, volverá a tener frío. Además, lleva una jarra de chocolate en las manos.

—Claro —dijo ella—. Lo raro es que no esté sudando.

—Gracias por el chocolate, es usted muy amable —dijo Danny—. No suelo desayunar, pero hoy hace frío y, aunque he estado corriendo, no he conseguido entrar en calor.

Nicki rió mientras dejaba la jarra sobre la mesa. Las tazas estaban llenas. La mujer se llevó una mano a la boca.

—No sé de qué me río. No has dicho nada gracioso. A lo mejor es porque me tratas de usted.

—O a lo mejor porque lo dije con gracia.

—Todo lo que dices suena gracioso —replicó ella.

—Viví en Ohio hace tiempo, quizá conserve el acento.

—No, no tiene nada que ver tu acento. Es como si acabaras de contar un chiste que nadie más comprendiera, pero que yo sí he entendido. Ya sé que suena extraño, pero es así.

Danny sonrió y, al observarla con más atención, la forma en que se había llevado la mano a la boca, el modo en que desviaba la mirada hacia las tazas en lugar de mirarlo a él, se dio cuenta de que la mujer era tímida. No, tímida no era la palabra; era más bien como si le avergonzara que alguien se fijase en ella. Danny había visto reacciones así en el instituto: cuando una chica hablaba con un chico, uno que le gustaba un poco, o mucho, y no podía creer que él le estuviera prestando atención.

«No es la mujer del entrenador Lieder», pensó Danny. «Es su hija. Por eso le llama papá, es su padre de verdad. Ahora me explico que le hiciera gracia que la tratara de usted».

—¿Puedo preguntarte qué edad tienes? —dijo Danny.

—¿Qué edad crees que tengo? —preguntó ella. Su expresión delataba que el tema no era de su agrado.

—Yo diría que unos dieciséis, o quizá dieciocho.

—¿Qué pasa con los diecisiete? —preguntó ella. Su tono era de alivio, hacía mucho que nadie se aproximaba a su edad real, algo comprensible desde que cayó enferma.

—Los diecisiete no sirven para nada —explicó Danny—. A los dieciséis puedes sacarte el carné de conducir y a los dieciocho puedes votar.

—A los diecisiete puedes ver películas para mayores de edad en el cine sin necesidad de que te acompañe un adulto —dijo Nicki—. Claro que no es que yo salga mucho.

—Tampoco hay cines que valgan la pena por aquí —dijo Danny.

—En Buena Vista, no. Pero hay uno en Lexington. El problema es que no… ya te lo he dicho, no salgo mucho. Tampoco veo películas en la tele. Nunca aguanto hasta el final, me duermo antes. No tiene mucho sentido alquilar una película si no la vas a ver entera.

—Has estado enferma.

—Me estoy muriendo —aclaró ella—. Tengo días mejores y días peores. Hoy creo que va a ser un buen día, uno muy bueno. Pero supongo que eso tiene que ver con la compañía.

—El chocolate está muy bueno.

—Papá me compra siempre lo mejor. No puede hacer mucho por mi enfermedad, pero sí que puede comprarme el mejor chocolate. Sé que es arisco con la gente, pero a mí me trata muy bien. Me gusta pensar que soy la única que le conoce de verdad. —Le miró por encima del borde de la taza de la que acababa de tomar un sorbo—. Sé que estaba cabreado contigo, por eso salí a la puerta.

—Gracias por salvarme —dijo Danny—. Me temo que a tu padre no le gusta nada mi falta de espíritu de equipo.

—Papá se preocupa mucho por los equipos que dirige —dijo Nicki—. Quiere que todo el mundo se esfuerce al máximo, pero los alumnos del Instituto Parry McCluer sólo destacan por su esfuerzo en no esforzarse. —Se llevó la mano a la boca de nuevo—. ¿Qué te parece? Llevaba años sin ser sarcástica.

—Entonces llevas un buen retraso —comentó Danny—. Todo el mundo debería usar el sarcasmo al menos una vez a la semana. En mi caso, voy muy adelantado.

—Tienes razón, llevo un buen retraso —dijo Nicki—. Pero se está haciendo tarde, no quiero que te llamen al despacho del subdirector por mi culpa.

—Le tengo más miedo al entrenador Lieder que al subdirector. Además, cuando me meto en problemas, suelo acabar hablando con el director Massey.

—Vaya, sólo lo mejor para ti.

—O sólo lo peor para él —dijo Danny.

Nicki rió y él se unió a ella. Luego se levantó y llevó las dos tazas al fregadero. La taza del entrenador Lieder permanecía en la mesa sin tocar.

—Lamento que sólo conozcas el lado gruñón de mi padre.

—Y yo me alegro de saber que tiene otros lados. Doy por sentado que has conocido ese lado bueno y que no hablas de oídas.

—Eso sería de cotillas —respondió ella con una risita. Titubéo unos instantes—. ¿Volveré a verte?

—Lo dudo —respondió Danny—. Creo que a tu padre no le ha hecho ninguna gracia que aceptara tu invitación a tomar chocolate.

—¿Pero si te invito de nuevo, vendrás?

—¿Tu padre tiene un arma en casa?

—Sí, pero no sabe cómo utilizarla. Creo que la compró por una cuestión de principios.

«O para defenderse de algún alumno que quiera cargárselo una noche de éstas», pensó Danny.

—Gracias por el chocolate —dijo en voz alta—. Me siento mucho mejor.

—Y yo —dijo ella.

Llegó a la puerta sin ver al entrenador, pero al salir a calle lo encontró esperándole al lado de su coche. Supuso que seguiría cabreado y que le echaría otra bronca. Pero no lo hizo.

—Entra en el coche, te llevo a clase.

Danny intentó adivinar cuáles eran las intenciones de Lieder. ¿Estaba siendo amable porque Nicki podía oírle? «Bueno», concluyó, «si la cosa se pone fea, me teleporto a otro sitio y ya está». En seguida se recriminó el pensar en abrir una puerta. Apenas había salido el sol y ya estaba creando puertas, justo al día siguiente de prometerse que no abriría más en Buena Vista. Las únicas excepciones a su promesa eran dos: la puerta que conducía a la granja de Marion y Leslie en Yellow Springs y la que utilizaba Vivi para trasladarse desde su casa en Nápoles, Florida, a la casa de Danny en Buena Vista. Ésas las había vuelto a crear cuando recuperó las que le había arrebatado el Ladrón de Puertas.

Durante el trayecto, Lieder mantuvo un extraño silencio al principio; sin embargo, cuando habló, empleó el acostumbrado tono amenazante.

—¿Cuales son tus intenciones con mi hija?

A Danny le entraron ganas de responder que, aparte de curarla de la enfermedad que la estaba matando, todavía no lo había pensado.

—No tengo intención de nada. Me invitó a tomar un chocolate y acepté. Me tomé el chocolate y hablamos. Nada más.

—Le gustas —apuntó Lieder.

—Y a mí me gusta ella —respondió Danny—. Pero no se preocupe, no lo digo en ese sentido. Me gusta porque creo que es agradable y me ha gustado charlar con ella.

Lieder se quedó callado durante un buen rato. No volvió a hablar hasta que comenzaron a subir por la colina donde estaba el instituto.

—Nunca la había oído hablar con alguien tan a gusto como contigo.

—Supongo que tenía un buen día —dijo Danny.

El silencio volvió al coche hasta que llegaron a la plaza de aparcamiento reservada para el entrenador. Danny pensó que no hacía falta ser un entrenador de éxito para conseguir un estacionamiento personal.

—No me has preguntado qué le ocurre —comentó Lieder cuando Danny abría la puerta para bajar del coche.

—No le ocurre nada —respondió Danny, simulando extrañeza.

—Es evidente que está enferma —dijo Lieder, irritado.

—A mí no me ha resultado tan evidente —mintió Danny.

Sabía que esa tarde, cuando el entrenador llegara a casa, la encontraría mucho mejor; en una semana su recuperación sería un hecho y Danny quería que el entrenador pensara que la mejoría de Nicki había comenzado antes de su encuentro de esa mañana con Danny.

—Eres idiota —dijo Lieder.

—Seguro que lo soy —rió Danny—. Gracias por traerme. —Y se bajó del coche.

Mientras iba hacia clase, imaginó al entrenador planteándose que a su hija le vendría bien disfrutar de la compañía de Danny durante sus últimas semanas de vida. Sería divertido ver a Lieder esforzándose por ser amable con él, pero, por otra parte, no sería justo para Nicki. A fin de cuentas, la chica no iba a morir. Al menos no a causa de la enfermedad que la aquejaba antes de su encuentro con el mago. Cuando a Lieder le confirmaran los médicos que su hija se había curado, el hombre no tardaría en deshacerse de Danny; así que lo mejor era mantenerse apartado de la chica, le ahorraría disgustos a todo el mundo.

Ahora tenía que enfrentarse a los compañeros de la clase de gimnasia del día anterior; estaba seguro de que habían contado a todo el mundo que estuvieron subiendo por una cuerda mágica que los había elevado dos kilómetros por encima del instituto, desde donde habían visto todo el valle del río Maury.

Era curioso que Lieder no hubiera sacado el tema a colación, y más cuando el día de antes había culpado a Danny de lo ocurrido.

«Esto parece un puñetero circo. Sé que ha sido cosa tuya».

Sin embargo, durante su encuentro matinal, no lo había mencionado.

Mientras se dirigía al aula de su primera clase, Danny no observó nada fuera de lo normal; los estudiantes se comportaban como siempre y no oyó a nadie hablar sobre la cuerda mágica. A Danny le molestó la ausencia de comentarios; no entendía que sus compañeros no mencionaran un suceso tan extraordinario. A pesar de ello, decidió que no sería él quién sacara el tema.

Pero cuando se encontró con Hal en la segunda clase del día, Danny no se pudo contener y le preguntó qué ocurría.

—¿Estás de coña? —le soltó Hal—. Nadie quiere hablar del tema porque nos tomarían por locos. Dirían que hemos sufrido una alucinación o algo por el estilo.

—Pero tú sabes que no fue una alucinación, que ocurrió de verdad.

—Lo sé ahora que me lo has preguntado —confesó Hal—. Si tú también lo recuerdas, debe ser cierto que pasó. ¿Pero qué fue eso, tío? ¿Qué nos pasó?

«La gente es rara», pensó Danny, «se pasa la vida hablando sobre supuestos fenómenos extraños, milagrosos, que no son más que una sarta de mentiras. Sin embargo, cuando el suceso es auténtico, como el del día anterior, nadie quiere decir nada». Llegó a la conclusión de que era la autenticidad del suceso lo que asustaba a sus compañeros y que ese miedo les impedía hablar.

—No tengo ni idea, sé lo mismo que tú —respondió Danny.

Todos los magos teleportadores eran excelentes embusteros y eso los convertía en mentirosos de primera. A fin de cuentas, si quieres engatusar a la gente, tienes que ser capaz de engañarles.

Hal le miró con frialdad.

—Pareces sincero, pero fuiste tú el que me dijo que agarrara la cuerda y me pusiera a dar vueltas; lo siguiente que recuerdo es que salí disparado hacia arriba. El entrenador Lidtler te ordenó que me hicieras subir por la cuerda y lo hiciste; no sé cómo, pero fuiste tú el que me hizo subir.

—¿Y qué si lo hice? —repuso Danny—. ¿A quién se lo vas a contar? ¿Quién va a creerte?

—No pienso irle con el cuento a nadie, tío —dijo Hal—. Me salvaste el culo ayer, ¿crees que haría algo que te pudiera perjudicar? Pero ayer te largaste, saliste del gimnasio en cuanto la cuerda dejó de funcionar. Fui detrás de ti, pero habías desaparecido. ¿Qué eres, tío? ¿Un alien o algo así?

—Un dios nórdico —confesó Danny.

—¿Qué? ¿Cómo Thor? —rió Hal.

—Me parezco más a Loki —dijo Danny.

—¿Y ya está? —preguntó Hal—. ¿Esperas que me crea algo así?

—No espero nada —respondió Danny—. Va a empezar la clase. —Fue hacia el aula con Hal detrás de él.

Hermia estaba sentada en una mesa de la zona de descanso de Applebee’s en la autovía Lee. Desde la ventana veía a los coches que entraban y salían de la gasolinera BP que había al lado. Su madre se sentó frente a ella.

—¿Has pedido? —le preguntó.

Hermia sintió pánico, un escalofrío que le recorrió la espalda. La puerta más próxima estaba demasiado lejos para que pudiera teleportarse lejos del alcance de su madre. Madre era una maga arenisca y en un lugar tan húmedo como el oeste de Virginia su poder era poco menos que inútil; sin embargo, como solía comentar Madre, su auténtica empatía era con cualquier forma granulada o en polvo, como la nieve, la arena, los perdigones de un cartucho, la sal, la pimienta, el azúcar… La mesa estaba repleta de armas que Madre podía utilizar contra ella.

Además, si Madre estaba presente, Padre debía estar cerca, y él era un mago acuático, en concreto un mago dique, con la capacidad de hacer que Hermia se ahogara con su propia saliva. Si querían matar a Hermia, castigarla por haberse escapado y no contarles lo del mago teleportador al que había descubierto, sus posibilidades de sobrevivir eran nulas.

Al parecer, no querían matarla. Todavía no.

—He pedido una hamburguesa —dijo Hermia—. No hay nada malo en una hamburguesa, ¿verdad?

—No, salvo que la dejen en la barra olvidada hasta que se enfríe y se llene de bacterias —dijo Madre—. Y aun así, te la traigan sin ofrecerte una disculpa ni nada, porque den por sentado que eres una mosquita muerta sin valor para presentar una reclamación.

—No soy una mosquita muerta.

—Eso es algo que ellos no saben —dijo Madre—. Y tienes aspecto mediterráneo; saben que no eres una de los suyos. La gente aquí desciende de inmigrantes escoceses e irlandeses.

—¿Te has dedicado a estudiar la demografía y genealogía americana?

—Yo estudio de todo —replicó Madre—. Las personas son como granos de arena: de lejos parecen todos iguales, pero cuando te detienes en cada individuo, te das cuenta de que son distintos.

El camarero acudió a su mesa y Madre pidió una ensalada. Antes de que se retirara, Madre le preguntó:

—¿Qué opinión le merece una hija que desaparece sin decirles nada a sus padres, ni a dónde va, ni con quién? ¿Cómo calificaría a una chica así?

—De normal —contestó de inmediato el camarero, que antes había tonteado con Hermia cuando anotó su pedido.

Madre rió, una carcajada áspera, como el ladrido de una foca.

—La esperanza es lo último que se pierde, ¿verdad, muchacho? Pero no te hagas ilusiones, no eres su tipo.

El camarero murmuró algo sobre el pedido de Madre y se alejó con una expresión entre confusa y abatida.

—Te encanta jugar con ellos —dijo Hermia.

—Jugar no, observarlos —corrigió Madre—. Comprobar cómo reaccionan a estímulos poco habituales. En el fondo, soy una científica.

«Lo que eres en el fondo es un cruce entre Clitemnestra y Medea», pensó Hermia, pero se guardó mucho de decirlo en voz alta.

—Así que me habéis encontrado —comentó.

—Oh, sabíamos muy bien dónde estabas todo el tiempo —dijo Madre.

Hermia no dijo nada.

—Sé lo que estás pensando: crees que es imposible que te pudiéramos localizar al teleportarte tantas veces, pero te equivocas. Cuando nos dimos cuenta de que poseías habilidades relacionadas con la teleportación, hicimos que te implantaran un chip justo debajo de la mandíbula. Te hemos estado siguiendo vía satélite. La presciencia de los griegos, nuestra capacidad para anticipar el futuro, es en verdad divina, ¿no te parece?

Hermia jamás había considerado la posibilidad de llevar un dispositivo localizador. Tembló al pensar que cada vez que había utilizado una de las puertas de Danny había delatado al mago teleportador.

O quizá no. Cuando se teleportaba a través de una de las puertas de Danny, tenían que volver a determinar su posición. Además, saber dónde estaba no era lo mismo que saber lo que hacía o con quién se encontraba.

Pero tras los acontecimientos de la noche anterior, habían tenido tiempo de sobra para llegar al Instituto Parry McCluer.

—¿Habéis pasado la noche aquí? —preguntó Hermia.

—En el Holiday Inn Express —asintió Madre—. Es un sitio agradable, parece europeo.

—¿Lo dices porque las habitaciones son diminutas y no hay sitio para guardar el equipaje?

—No quisimos dejarnos ver durante los sucesos de anoche. Pero presenciamos cómo varios miembros de la Familia North os desafiaban y también cómo dos simples huérfanos abatían al águila de Zog. Por no hablar de que hicieron que la tierra se abriera para tragarse su furgoneta.

—Se la devolvieron más tarde. ¿No te acuerdas o es que te quedaste dormida antes del final?

—Al analizar los eventos observados, dedujimos, aplicando el método aristotélico, que alguien había creado una Gran Puerta. No creo que fueras tú la que abrió esa puerta, porque, de poseer ese talento, habrías desaparecido en cuanto me senté aquí.

—No, no puedo crear puertas. Eso ya lo sabías.

—Lo que sabía es que siempre has negado poder hacerlo. Ahora te creo… o casi.

—No pienso decirte quién fue el que…

—Danny North. Él es el mago teleportador —la interrumpió Madre.

—No te atrevas a hacerle daño —amenazó Hermia.

—¿Ni unos polvos de talco en los ojos? —preguntó Madre—. Eres una aguafiestas.

—No es un simple mago teleportador, es nada menos que un Gran Mago Teleportador —dijo Hermia—. No ha habido un mago como él en la historia del mundo.

—La historia del mundo es muy larga y, si vamos a eso, habría que hablar de dos mundos, no de uno.

—Derrotó al Ladrón de Puertas —señaló Hermia.

—Mira qué bien.

—¿Qué quieres, Madre?

—Que mi hija me diga que me quiere, aunque sea mentira, y que parezca que se alegra de verme.

—No tengo que rendirte cuentas, Madre. Eso se acabó.

—Ni falta que hace, querida. Ya te lo dije antes —replicó Madre.

—Danny, yo y el otro mago teleportador…

—Admites que eres una maga teleportadora y no una simple buscadora.

—Soy una pestillo —dijo Hermia.

—¿Y qué hay de la otra teleportadora? Esa Victoria Von Roth.

—Una ganzúa.

—Encantador. Es como si fueráis gemelas, con treinta años de diferencia.

—Cuando Danny vuelva a crear otra Gran Puerta, vamos a permitir que todas las Familias y los Huérfanos puedan utilizarla por igual.

—¿También los mortales?

—No vamos a consentir que una Familia obtenga ventaja sobre las otras.

—Ya lo habéis hecho, niñata —saltó Madre—. La vaca esa, Leslie, ha conseguido tanto poder que es capaz de romper el vínculo de un mago de las bestias con el animal con que empatiza. Y Marion puede abrir la tierra con tanta precisión que el temblor apenas alcanza un grado tres en la escala Richter. Ellos dos solos cuentan con el poder suficiente para acabar con todas las Familias.

—Y no lo han hecho —arguyó Hermia—. ¿Eso no te dice nada?

—¿Y a ti no te dice nada que no hayamos acabado con vosotros?

—Sí, claro que sí. Me dice que vuestra esperanza de usar la Gran Puerta es mayor que el deseo de impedir que los demás puedan acceder a ella.

—Error. Nuestro objetivo es jugar limpio —dijo Madre—. Vamos a permitir que tú, tu novio Danny y su amante madura Vivi pongáis las reglas y nos someteremos a ellas.

—Seguro, hasta que podáis haceros con el mando —dijo Hermia.

—¿No crees que es un gesto de buena voluntad que esté aquí contándotelo todo? Algunos de los nuestros querían matarte y luego negociar con Danny North. Le haríamos creer que no sabíamos nada de ti. En la Familia están muy enfadados a causa de tu traición.

—No le he contado nada a Danny sobre la Familia —dijo Hermia.

—No nos has contado nada a nosotros y ése es el problema —enfatizó Madre—. Pero no pasa nada, agua pasada no derriba molinos… ¿Se dice así, no?

—Te licenciaste en Física en Stanford, Madre. Sabes muy bien cómo se dice.

—Vamos a enviar un observador al instituto —siguió Madre, ignorando el comentario—. Queremos que te mudes allí.

—Soy demasiado mayor para ir al instituto —dijo Hermia.

—No te preocupes por eso; eres tan poca cosa que nadie dudará de que eres una estudiante de secundaria.

—No hace falta que me matricule en el instituto. Puedo teleportarme siempre que quiera hablar con Danny.

—Siempre y cuando él te permita que utilices sus puertas —dijo Madre—. No, te queremos ahí dentro, así os podremos vigilar a ambos.

—Y también amenazar con hacerme daño para que Danny haga lo que le pidáis.

—¿Crees que eso daría resultado? —preguntó Madre.

—Lo dudo —contestó Hermia—. Aunque nunca se sabe con Danny. No está enamorado de mí, ni siquiera creo que le guste demasiado. Pero tiene buen corazón. Si queréis que haga algo, bastaría con que le enviárais la foto de un cachorrito amenazando con volarle la cabeza de un tiro.

—No vamos a volarle la cabeza a nadie; ni a ti, ni a un cachorrito. Algunos pensamos que volverás a ser leal a la Familia, sobre todo al averiguar que siempre hemos sabido dónde te encontrabas y no hemos hecho nada.

—¿Y tú eres una de los que piensan así? —preguntó Hermia.

—Sólo soy una más —dijo Madre—. Pero me complace que quieras contar con mi apoyo.

—Sabes muy bien que si Danny se siente amenazado, le basta con teleportarse.

—Oh, espero que no lo haga —dijo Madre—. O nos veremos obligados a pegarle el tiro al cachorrito.

Cedric Bird se encontraba en el interior de un círculo de grandes piedras situado en la cima de una colina. Un rebaño de ovejas pacía en ladera, pero Ced echó en falta al pastor que debía estar a su cuidado.

Su intención inicial había sido seguir los pasos de los demás: atravesar la Gran Puerta, llegar a Westil y retornar de inmediato a la Tierra con sus poderes incrementados al máximo.

Pero cuando pisó Westil, donde era de día en contraste con la noche que había dejado atrás en Buena Vista, sintió la brisa en su rostro. Ced era un mago eólico y la tentación de disfrutar de ese viento fue demasiado fuerte. Sintió cómo el sol templaba el aire y la brisa peinaba la hierba.

Se entretuvo un par de segundos, nada más. Pudo ver por el rabillo del ojo a los otros aparecer y desaparecer por la Gran Puerta. Cuando decidió seguirles, la Gran Puerta ya no estaba. Y de pronto, Ced fue consciente de que había decidido quedarse en Westil.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Las historias que le contaba su madre sobre el lejano mundo del que procedían sus antepasados. La morada de los dioses. Un lugar aterrador en el que un arenisca podía conjurar tormentas monstruosas; donde un Gran Mago Pétreo podía crear clones de sí mismo a partir de la misma roca. Donde un lago podía ser absorbido por la piedra o una isla barrida por las olas impulsadas por un Gran Mago Marino.

Pero podía sentir el roce de la brisa.

Siempre había tenido afinidad con los vientos. Incluso en sueños podía percibirlo y despertaba para oír su aullido contra las ventanas que temblaban ante el empuje del aire. Y cuando eso ocurría, se levantaba para salir al exterior y disfrutar de la ventolera. A veces, Madre le oía y le buscaba para que entrara en casa. «El viento es algo terrible, Cedric, arrastra a las aves y derriba sus nidos de los árboles». Cedric siempre le contestaba que el viento jamás le haría daño. Que él adoraba el viento.

Sin embargo, hasta su llegada a Westil, no había percibido el viento con tanta intensidad como en esa colina cubierta de hierba. Lo sentía a su alrededor, la forma en que se deslizaba entre las grandes piedras que lo rodeaban. Cómo agitaba la lana de las ovejas que pacían y peinaba la hierba a sus pies. La sensación era embriagadora.

«La diferencia no está en la brisa de Westil», pensó Cedric, «está en mí. He cruzado la Gran Puerta y ahora mi afinidad con los vientos supera todos mis sueños. Soy el mago que siempre he querido ser».

No pudo resistir la tentación; no le bastaba con sentir el viento. Tenía que moldearlo, ser su amo. Había estudiado bajo la tutela de Norm Galliatti, un galerna, en Medford, Oregón. Con él pasó de crear pequeños remolinos de aire y suaves brisas en días serenos a manipular el viento moldeándolo como si fuera un dardo, a apagar una vela a una distancia de cien metros o desviar la trayectoria de un balón en pleno aire.

Sin embargo, en Westil bastaba con pensar en hacer algo para que ocurriera. Un súbito remolino lo rodeó, recorrió el interior del círculo pétreo como una exhalación y le alborotó el pelo y la ropa. Era más poderoso, más grande que nada de lo que había creado en la Tierra. Rió en voz alta, eufórico. «¿Puedes verme, Madre? Mi amada Calliope, mi querida Colibrí, ¿ves de lo que soy capaz?».

El torbellino cobró tal fuerza que lo alzó en volandas, pero no corría peligro alguno. No era un tornado salvaje de los que arrasan con todo, destrozando y esparciendo los restos de su devastación. No, el aire que le rodeaba sabía quién era Cedric, lo cuidaba. El torbellino y él eran uno solo. «Aquí estás», susurraba el viento. «Éramos ovejas sin pastor que se preocupara por nosotros, ganado al que nadie ordeñaba, hasta que tú has llegado».

«Llévame contigo», pensó Cedric. «Llévame a conocer este mundo».

El torbellino le alzó hasta que pudo ver por encima de las copas de los árboles cercanos. Vio un río y más allá divisó una cabaña de la que salía un pastor. El hombre contempló el vuelo de Ced a lo largo del curso del río. Fue río abajo, porque ése era el deseo de Cedric, aunque en el fondo le daba igual adónde le hubiera llevado.

«Comprendo que la gente nos considerara dioses cuando los magos primigenios éramos capaces de viajar entre la Tierra y Westil y conseguir estos poderes. Cuando pintaron a Hermes con alas en sus pies debió de ser un mago eólico como yo quien les inspiró».

Ced sólo tuvo que dirigir su pensamiento hacia una formación rocosa para que el torbellino le depositara en la cima con suavidad. Antes, cualquier intento de dirigir el viento suponía un esfuerzo considerable y ahora ese esfuerzo era menos que nada, un simple deseo, y gobernaba el viento sin dificultades. Así es como volaban las alfombras mágicas de las leyendas. El carro volador que vio Ezequiel.

Una vez sobre el suelo, Ced extendió los brazos y convocó más vientos al interior del vórtice. A continuación, lo apartó de donde se encontraba e hizo que girara con velocidad creciente. La parte superior del torbellino se izó hacia el cielo y la base comenzó a recoger tierra, polvo, hierba, hojas caídas de los árboles e insectos que merodeaban por el suelo. El torbellino se oscureció, se hizo más sólido, adquiriendo la consistencia de una columna. Le recordó a las imágenes de los tornados que salían por la tele. La diferencia era que éste lo tenía delante y estaba bajo su control.

«Eres un auténtico dios», le dijo el viento.

«No», replicó él en su mente. «Vos sois el dios, torbellino, yo sólo os he despertado».

Al ser consciente de que podía hablar con el viento, que estaba vivo, Ced fue un paso más allá. Dejó que su esencia marchara con el torbellino y se convirtió en su efigie. Cabalgó el viento igual que hiciera su madre con los colibríes; se fundió en él, lo dirigió y se dejó llevar a la vez. Fue pasajero y piloto.

En ningún momento abandonó su cuerpo, contemplaba el tornado desde su atalaya. Y, sin embargo, también era el tornado. No veía a través de él, los vientos carecen de ojos, su percepción la conseguía a través de la kinestesia de su cuerpo. Igual que una persona no necesita abrir los ojos para saber dónde tiene las manos o los movimientos que ejecutan sus dedos, él percibía la situación, el tamaño, la velocidad y la fuerza del tornado con la misma facilidad con la que era capaz de atarse los cordones de los zapatos a oscuras.

Cabalgó el viento más de cien kilómetros hasta saturarse. «Basta. Basta. Basta». Se desligó del tornado y notó como amainaba de inmediato, aunque conservaba la euforia que había compartido con Ced.

La esencia de Ced volvió a él. Se quedó inmóvil, sintiéndose completo de nuevo con el retorno de su esencia, pero también huérfano al comprobar que el poderoso tornado había sido sustituido por la brisa suave del principio. Había sido un gigante, ahora volvía a ser un simple hombre.

Descendió de la cima rocosa. No resultó sencillo, un mago eólico puede alcanzar lugares inaccesibles para una cabra, pero dio con un sendero que le permitió alcanzar la orilla del río sin demasiadas dificultades.

Siguió el curso del agua en busca de gente. No encontró a nadie.

Lo que sí halló fue una aldea destruida. Las casas habían sido arrasadas hasta los cimientos.

Tuvo que crear un pequeño viento para sobrevolar un bosque asolado; los árboles se apilaban unos sobre otros y tenían las raíces al aire.

Más adelante, llegó a una ciudad donde la gente atrapada entre las ruinas, gritaba solicitando auxilio; donde hombres y mujeres lamentaban las muertes de sus seres queridos y muchos niños deambulaban, perdidos y aterrorizados.

No entendía la lengua de esas gentes, aunque le pareció reconocer en ella la misma que su madre hablaba en ocasiones; la misma que empleaba para dirigirse a los pájaros que la rodeaban mientras los alimentaba o cuando les cantaba en el jardín de casa.

Nadie prestó demasiada atención al recién llegado. La desolación, el miedo y el afán por rescatar a las víctimas enterradas bajo los escombros exigían toda su atención. Ced se unió a ellos. Les ayudó a retirar los restos bajo los que gritaban los heridos y los llevó para que fueran atendidos.

«Necesito que cures a esta gente, Danny North. No debería estar aquí yo solo. No soy de fiar. Demasiado poder. Fíjate lo que he hecho sin darme cuenta. Destruí esta ciudad y fue como aplastar las hojas secas de un roble. Pero no eran hojas caídas, eran los hogares de estas pobres gentes. Ni siquiera les oí gritar, porque el viento también puede bramar y cantar, pero carece de oídos y nunca escucha».

«Yo sí tengo oídos. Y ojos. Sin embargo, me encontraba lejos, sobre las rocas; disfrutando de mi poder. Es como una droga».

«Sólo soy un dios desde hace un par de horas y mira lo que he hecho».

Sin embargo, a la vez que auxiliaba a las víctimas de su tornado, un sentimiento oscuro y poderoso de orgullo nació en su interior. Por una parte, sentía ganas de llorar e implorar perdón a las gentes por lo que había hecho. Quería asumir la responsabilidad y las consecuencias de sus actos. Deseaba decirles: «Yo he sido el autor de esta destrucción. Os compensaré hasta donde me sea posible».

Pero el otro sentimiento era más poderoso, primitivo y cargado de soberbia. Ese decía: «Yo he sido el autor de esta destrucción. ¡Ved cuán grande es mi poder!».