LEALTAD
La lealtad de Quilla al rey era tan sólida como se pudiera desear, o al menos eso pensaba todo el mundo, excepto el propio Quilla. Él sabía que sólo la casualidad había propiciado esa imagen de súbdito leal.
Cuando era un veinteañero, la gente le llamaba Tablón porque había dirigido el acondicionamiento y reparación de los barcos del rey. Su propio padre le había enseñado el oficio porque Quilla era hijo de Tablón, que a su vez lo era de Tablón; tres generaciones de maestros en el cuidado de los barcos, capaces de reparar y poner a flote cualquier navío dañado.
A diferencia de su padre, que refunfuñaba y gruñía de manera constante, Quilla, cuando todavía era Tablón, jamás profirió una queja. Cuando Iceway perdió la guerra contra Gray y el tratado prohibió a los derrotados poseer más de seis pequeños navíos de guerra para protegerse contra los piratas, Tablón nunca criticó el tratado, ni maldijo al padre del rey Prayard por declarar una guerra que acabaría perdiendo.
En lugar de eso, se puso manos a la obra reparando todos los barcos que consiguieron volver a puerto tras la guerra. Cinco de los más pequeños y veloces los preparó para que volaran sobre las aguas en persecución de los piratas.
El resto de la armada —los grandes buques de guerra— los reconstruyó de tal manera que ni el más suspicaz de los inspectores de Gray halló nada reprobable en lo que ahora eran navíos comerciales, simples buques que navegaban de puerto en puerto con su carga.
Cuando Prayard subió al trono, fue en persona para ver lo que había hecho Tablón. Desde una torre que se alzaba sobre el puerto, observó los navíos comerciales que antaño habían sido el orgullo de la armada de Iceway. Se bamboleaban sin gracia amarrados en el puerto o navegaban con torpeza a favor de la corriente. Prayard no se mostró disgustado.
—Has mantenido la palabra dada por mi padre —le dijo a Tablón—. Los buenos siervos velan por el honor de su rey.
—Soy en verdad el siervo del rey —dijo Tablón—. Venga por la noche y comprobará hasta dónde llega mi lealtad —añadió con suavidad.
Cinco días más tarde, Nudo, el hijo más joven de Tablón, le despertó.
—Un visitante sin nombre —anunció.
Y Tablón supo enseguida que era el rey.
No se pronunció una palabra durante el camino al puerto y sólo un mínimo haz de luz procedente de una lámpara velada iluminaba sus pasos. Tablón guió a su visitante encapuchado hacia el navío comercial de aspecto más anodino. Indicó al guarda nocturno que se marchara y llevó al rey a las profundidades del barco, una cubierta por encima de la sentina.
Una vez allí, levantó una trampilla, entregó la lámpara al Rey y se dejó caer en el agua de la sentina.
—Iluminad aquí —susurró.
El rey alzó la tapa de la linterna y dirigió la luz a las manos de Tablón. Éste agarró una palanca oculta bajo una de las juntas de la cubierta y tiró de ella. Trazó un arco equivalente a un octavo de circunferencia. Ahora la palanca era visible.
—¿Qué función tiene? —preguntó el rey en voz baja.
—La palanca está conectada a un deflector bajo el casco. Cuando la palanca está en paralelo con el fondo del barco, el deflector se despliega. Atrapa el agua y entorpece el desplazamiento del barco. Se convierte en un criadero de lapas. Pero cuando se encuentra en alta mar, lejos de la costa —no fue necesario que añadiera «lejos de los ojos de los inspectores de Gray»—, entonces el capitán puede ordenar a un tripulante de su confianza que recorra la quilla y tire de esta palanca y otras ocultas de igual manera, para que recojan el deflector contra el casco del barco.
El Rey asintió. Era un mago marino. No hizo falta que le explicara que con esta maniobra el barco mejoraría su navegación. El deflector seguiría siendo una rémora para el buque, pero no entorpecería su maniobrabilidad.
—Sin embargo, el tripulante debe tener mucho cuidado —siguió Tablón—. Si tirara de las palancas en sentido contrario liberaría el deflector por completo y el casco quedaría libre. Eso sería una tragedia, porque en ese caso el barco se desplazaría con la ligereza de un buque de guerra y nos acusarían de haber violado el tratado.
—Un diseño intrincado —comentó el rey con suavidad—. ¿Qué hombre en su sano juicio habría pensado en algo así?
—Me temo que yo soy el autor de esta locura, señor. Me alegra saber que el rey jamás conocerá el fruto de mis desvaríos.
—Debes asegurarte de que todos los capitanes de los mercantes conocen el funcionamiento de las palancas —dijo el rey—. No queremos que un descuido nos proporcione una armada de cien barcos cuando el tratado limita nuestro potencial a cinco navíos de guerra.
—Seguiré su consejo, señor, y prepararé de forma adecuada a nuestros capitanes —dijo Tablón.
Cada vez que un barco llegaba a puerto, Tablón enviaba buzos a arreglar los deflectores y revisar el buen funcionamiento del mecanismo. Pero sólo esos buzos sabían cómo estaban fabricados los deflectores; y los capitanes eran los únicos que comprendían el funcionamiento de las palancas que los recogían.
El rey era quien tenía que decidir el tamaño de la tripulación de cada navío y la preparación militar con la que debía contar.
Dos años más tarde, cuando el supervisor de Tablón se jubiló, el puesto le fue ofrecido a él y no al hijo del supervisor jubilado, como era la costumbre.
—Me has servido con lealtad —dijo Prayard—. Has hecho aquello en lo que el rey no puede ni pensar.
Y, así, Tablón se convirtió en Quilla: señor de los astilleros, herrerías, armeros, constructores de carruajes y todos los gremios al servicio de la corona. Y Quilla hizo todo aquello que el rey esperaba, aunque no lo solicitara: que Iceway estuviera lista para la guerra cuando todos creían que su labor era garantizar la paz y que sólo un puñado de hombres bajo el mando de Quilla conociera el secreto.
Sin embargo, el secreto más grande que escondía Quilla era que su lealtad no era para el rey.
Quilla era leal a Iceway. No a las rocas y cañones, ni a los fértiles valles regados por las aguas heladas procedentes de las cumbres, ni a los grandes fiordos que se abrían paso a través de la costa ni las islas donde se refugiaban las aldeas de pescadores.
Quilla reservaba su lealtad para la gente del reino, para todos y cada uno de los habitantes de Iceway. Siempre que el rey sirviera a los intereses de los icewegianos, Quilla le obedecería y serviría. Pero si el rey traicionaba esos intereses, Quilla actuaría para salvaguardar la supervivencia y libertad de sus compatriotas.
Por ese motivo, Quilla no había mostrado las palancas al padre del rey Prayard, ya que había sido el hombre que perdió la guerra y traicionó a Iceway firmando un tratado humillante para el reino. Sin embargo, a Quilla le parecía que Prayard sí se preocupaba por sus súbditos y por eso le había mostrado el secreto de los buques, que supiera que podía contar con una flota de buques de guerra a su disposición.
Pero el rey Prayard no dispuso de la flota. Estaba agradecido y lo había demostrado promocionando Quilla a un puesto de mayor confianza y autoridad, al que acompañaron una posición social más elevada y un generoso incremento salarial. Pero el rey no usó la flota de guerra. Siguió casado con Bexoi, la pluma inútil procedente de Gray. Permitió que los hombres de dicha nación caminaran por las calles de Kamesham sin que nadie intentara matarlos y que el embajador y los espías del reino enemigo hicieran su voluntad en el castillo de Nassassa sin probar el veneno o la fría mordedura de una daga.
El rey Prayard no sospechaba que Quilla era el cabecilla de una conspiración para asesinar a la reina Bexoi y a todos los hombres de Gray que había en Iceway. Quilla era un estratega discreto y cauteloso. Nadie más que él conocía los pormenores de la conspiración. Cada conspirador sólo conocía los detalles de la parte que tenía que ejecutar.
El primer paso de su plan era el envenenamiento de Bexoi, pero la cocinera del turno de noche de esa época, una mujer llamada Hull, descubrió el intento de asesinato y lo frustró. Quilla dispuso la muerte de Hull esa misma noche y siguió con sus planes. Supo de una conspiración mucho más burda que la suya: los mismos hombres de Gray habían decidido acabar con la vida de la reina. A Quilla no le habría importado que tuvieran éxito, pero el intento también fracasó por motivos que nunca llegó a descubrir.
Al final, Quilla decidió que el rey Prayard también tenía que morir. Pero antes tenían que poner a salvo a su amante, Anonoei, y a sus dos hijos. Su intención era sacarlos de Nassassa y ocultarlos donde ningún espía de Gray pudiera encontrarlos.
Y entonces, cuando se preparaban para un viaje del que la amante de Prayard se había enterado esa misma mañana, Anonoei y sus hijos desaparecieron.
Quilla comprendió que sus meticulosos planes, que en teoría nadie conocía más que él, eran un libro abierto para alguien. Dedujo que había un mago mental en el castillo. Alguien que espiaba los pensamientos y las intenciones de los demás.
Cuando Anonoei y sus hijos desaparecieron, Quilla se mantuvo a la expectativa. No hizo más planes, sólo vigilaba con la intención de averiguar quién había raptado o asesinado a Anonoei y a sus hijos.
Fue testigo del nacimiento del primogénito de Bexoi, una criatura adorable a quien todos consideraban el heredero legítimo del trono, a pesar de que Bexoi no era una maga y que ese hijo suyo sería un drekka o, en el mejor de los casos, un mago con escaso poder. También presenció cómo Prayard se presentaba ante el pueblo con Bexoi a su lado y todos comenzaron a venerar a su reina en lugar de odiarla como correspondía a quien simbolizaba la opresión a la que Gray sometía a Iceway.
Celebró la muerte del niño, asfixiado bajo una almohada por accidente; la niñera que había desatendido a la criatura fue ejecutada. Quilla no lo lamentó, los necios merecen su destino, pero se alegró en secreto de su descuido.
Ese mismo día, la guardia real había mostrado una agitación inusual. Se comentaba que habían descendido por la pared del precipicio a los pies del castillo para dar desalojar a unos intrusos que habían ocupado algunas de las antiguas cuevas. Los infractores acabaron muertos. Nadie se explicaba cómo habían llegado hasta las cuevas ni cómo conseguían alimentos. Cuando Quilla quiso hacer sus averiguaciones, todos los soldados de la guardia real que habían participado en la incursión habían sido enviados a destinos lejos del castillo. Y todos en el mismo día. Una extraña decisión, sin explicación alguna; Quilla odiaba no saber lo que ocurría.
No mostró interés alguno por lo ocurrido. Tenía por norma no hacer preguntas sobre nada que fuera ajeno a su propio cometido. Era el siervo perfecto, el paradigma de lealtad hacia el rey. Pero con la reina Bexoi embarazada, hasta tal punto que parecía que iba a explotar, del que sería heredero del trono y un nuevo símbolo del sometimiento de Iceway a Gray, Quilla decidió que había llegado la hora de actuar de nuevo y que en esta ocasión las sutilezas sobraban.
Lo único que lo detenía era la falta de datos. Aún no sabía por qué habían fracasado los anteriores intentos de asesinato. Y además, en los últimos días la reina ponía especial cuidado en no quedarse nunca a solas.
Prayard había asignado una guardia para protección de su mujer; una escolta que a Quilla se le antojó demasiado numerosa. Porque un hombre podía ser sobornado, otro podía ser alistado para la causa, pero embaucar a cinco o seis era casi imposible. Alguno acabaría por delatarle. Quilla tenía que encontrar otro medio para acabar con la vida de Bexoi.
Pensó que a lo mejor bastaba con matar al rey. ¿Qué iba a hacer entonces Bexoi con un hijo por nacer?
Pero había demasiadas incógnitas y Quilla no se sentía preparado para actuar. Demasiados cabos sueltos que podían dar al traste con sus objetivos. Si mataba al rey, era posible que Gray aprovechara la tesitura para hacerse con el poder de manera definitiva. La lucha de Quilla contra el reino rival sufriría una derrota anticipada e imprevista. No tenía sentido desatar el caos si no era capaz de utilizarlo para favorecer la creación de un nuevo orden que garantizara la libertad y el poder de Iceway.
Si Anonoei no hubiera desaparecido. Si tan sólo uno de sus hijos siguiera vivo. Necesitaba a alguien que hiciera de estandarte, que avivara y concentrase el patriotismo de los icewegianos. Quilla no pensaba asumir el papel de regente, pero depositaría ese cargo en alguien de su confianza. La propia Anonoei habría servido a sus propósitos. Al ser una mujer sumisa, sin poderes mágicos, sería sencillo manipularla para los planes de Quilla.
Pero Anonoei no estaba. Y sus hijos, tampoco. Corrían tiempos terribles para los que amaban a Iceway. ¡Ojalá el rey Prayard fuera mejor monarca y no el amante servil de Bexoi, la maga pluma!
Quilla tenía la habilidad de urdir sus planes mientras se hacía cargo de sus quehaceres diarios. No necesitaba exponerle sus pensamientos a nadie, ni dibujar mapas o tomar notas. A ojos de los demás, siempre estaba ocupado con las obligaciones propias de su cargo y nadie adivinaba lo que pensaba de verdad.
Acababa de finalizar un encuentro con los representantes de dos familias de comerciantes que mantenían una disputa; la necedad de ambos contendientes había despertado en Quilla el deseo de agarrarlos por los pelos y entrechocar sus cabezas. Eran jóvenes, demasiado para la responsabilidad que llevaban sobre los hombros. Sólo los hombres con la edad suficiente para controlar su genio eran dignos de dirigir los asuntos propios del comercio.
O de una revolución. O de una guerra. En ocasiones, Quilla se preguntaba si él no sería demasiado joven para emprender el camino que había tomado.
Tampoco tenía mucha importancia. Ninguno de sus planes había tenido éxito, el tiempo pasaba y pronto alcanzaría la madurez necesaria, pensaba con ironía. Pensó también que a lo mejor su cautela era excesiva, que debía dejarse llevar por el impulso y no ser tan calculador.
Sin embargo, aquellos que se lanzaban a la acción sin pensar eran capturados y ejecutados. Si Quilla había llegado hasta allí sin levantar una sola sospecha, era merced a su cautela y discreción.
Prudencia de la que también hacía gala en esos instantes, en su pequeño despacho que daba al patio de armas. Fue a la ventana y observó la actividad que tenía lugar abajo. Conocía la función de cada hombre y mujer que cruzaba el patio, sabía lo que contenía cada carro y lo que se forjaba en cada fragua.
—No te vuelvas —dijo una voz a su espalda—. Que nadie sepa que estás acompañado.
Era la voz de una mujer. La reconoció de inmediato. Era Anonoei.
No se dio la vuelta. Si estaba viva, si se encontraba ahí, entonces algo crucial a la par que peligroso estaba en marcha.
No dijo nada. No se apartó de la ventana. Aguardó a que ella siguiera hablando.
—Y ahora, si alguien te observa, que piense que te has cansado de contemplar el trajín en el patio. Cierra las cortinas, viejo amigo.
Sin responder, no quería que alguien levantara la vista, le viera mover los labios y así delatar que estaba acompañado, cerró las cortinas y se volvió.
Allí estaba, con el mismo aspecto que tenía la mañana en que le dijo que preparase el equipaje para ella y sus hijos, que no se excediese, bastaría con una bolsa que llevara lo necesario para un par de días. Pero la mujer no había atendido a su consejo y se presentó con un baúl enorme. Alguien debió de verla y la delató; fue entonces cuando desapareció.
Seguía siendo hermosa. Capaz de provocar a cualquier hombre todo tipo de sensaciones con sólo una mirada. Igual que en el pasado, Quilla pensó que era comprensible que rey la amara.
Aunque era cierto que la había olvidado con rapidez después de su desaparción.
—Lamento no haberme puesto en contacto contigo antes —musitó ella.
—Temía que hubieras muerto.
—Y yo también —dijo Anonoei—. Y momentos hubo en que lo deseé. Pero ahora me alegro de estar viva y de conservar a mis amigos. ¿Sigues siendo mi amigo?
Quilla negó con la cabeza.
—Soy un siervo leal a…
—Vamos, mi querido y viejo amigo —le interrumpió Anonoei—, sé muy bien con quién está tu lealtad.
—¿Lo sabes?
—Hay quien dice que sólo eres leal a tu carrera. Otros, que estás dedicado en cuerpo y alma a los gremios que sirven al rey como antes lo estuviste a los astilleros. Y hay quien añade que sólo te guía el bienestar de tu familia. Y, por último, los hay que afirman que eres tan leal al rey como un perro faldero.
—Los perros se vuelven contra sus amos. Cuando el dueño fallece, el perro bebe su sangre y devora su carne.
—Tan alegre como siempre —rio Anonoei—. Yo sé que estás al servicio de una idea más importante que tu carrera, tu familia y el rey: tu lealtad está con Iceway.
—¿Vas a decir que compartes mi fidelidad? —preguntó Quilla.
—¿No vas a preguntarme dónde he estado? —preguntó a su vez Anonoei.
—No —respondió Quilla—. Si quieres decírmelo, lo harás; si no quieres y te pregunto, mentirás.
—Mi lealtad está con mis hijos —dijo Anonoei—. Gracias a un amigo en quien confío, están por fin a salvo, en un lugar donde nadie podrá dar con ellos y mucho menos hacerles daño.
—¿Me estás diciendo que están muertos?
—No. Están vivos y listos para heredar el trono si fuera necesario. Aunque confío en que no lo sea.
Quilla no supo cómo interpretar esas palabras. Dichas por otro, habría adivinado la verdad a través de la negación, pero había algo en ella que le hacía pensar que era sincera.
—¿Esperas que el fruto del vientre de la reina pluma reclame el trono?
—Tuve a mis hijos por amor, no por ambición. Serán más felices lejos de la corte, de aquellos que pretenden que sean reyes. Sin embargo, si no hubiera más remedio, quiero que sepas que están vivos y a salvo.
—Agradezco que hayas venido a decírmelo —respondió Quilla, y su tono sonó a despedida: «si eso es todo lo que querías decirme, ya te puedes marchar».
—Eres una persona asombrosa, Quilla. Una mujer a la que creías muerta se presenta ante ti y no pareces impresionado en lo más mínimo.
—Si mostrara mis emociones, la gente podría leer mi corazón.
—Yo sí puedo.
—Tu nuevo amigo es, sin duda, un mago teleportador —dijo Quilla, ignorando el comentario de ella—. Sólo así has podido entrar aquí sin ser vista. Ten cuidado, los teleportadores suelen acabar en manos del Ladrón de Puertas y perdiendo su poder. ¿Quieres acabar en algún lugar inaccesible sin posibilidad de volver? Sólo espero que tus hijos se hallen en un sitio del que puedan marcharse a pie cuando las puertas desaparezcan.
Anonoei le dirigió una sonrisa que expresaba confianza absoluta. Quilla era un hombre inteligente, supo en seguida qué quería decir.
—Ese mentiroso te ha contado que era el Ladrón de Puertas, ¿verdad? ¿Ignoras acaso que los magos teleportadores nunca dicen la verdad? Va en contra de su naturaleza.
—Hablemos de lo que vamos a hacer —dijo Anonoei.
No hubo insinuación o provocación alguna en su tono y, sin embargo, la frase hizo pensar a Quilla en el camastro que tenía en un rincón de su despacho.
—Ahora no es el momento —dijo ella, como si pudiera leer sus pensamientos.
Algunas mujeres siempre sabían cuando los hombres pensaban en ciertas cosas. O quizás fuera que los hombres siempre pensaban en ciertas cosas, por lo que no era complicado adivinar esos pensamientos.
—Sé que planeas matar al rey, pero no quiero que lo hagas.
—No comprendo por qué me injurias así —replicó Quilla—. Jamás ha pasado esa idea por mi cabeza.
—Era el plan que tenías en mente cuando me ordenaste que preparara mi equipaje. Obedecí, pero hice evidente que me marchaba para que alguien avisara al rey e impidiera mi marcha.
—¿Lo hizo?
—Fue otro quien se encargó de ello al final —explicó Anonoei—. No permitiré que mates al rey.
Quilla se encogió de hombros.
—Ya te he dicho que nunca he…
De pronto, se encontró al otro lado de la puerta de entrada a su despacho. Él no se había movido; mejor dicho, no había tenido intención de hacerlo. Sin embargo, estaba dentro del despacho y, al momento siguiente, estaba fuera.
La puerta del cuarto se abrió.
—Pasa —le dijo Anonoei a Quilla—. ¿Me crees ahora cuando te digo que no matarás a nadie que yo no quiera?
—Así que eres una maga —dedujo Quilla, pasando a su despacho.
—¿Lo soy?
—O es tu amigo el teleportador, que nos está espiando y obedece tus deseos de enviarme de un sitio para otro.
—Oh, mi querido Quilla, nadie le da órdenes a este mago. Tú posees la magia del hierro. Hace lo que le pides; tu maquinaria nunca precisa lubricantes y tu metal jamás se oxida. Ése es tu talento.
—Y ¿cuál es el tuyo? —preguntó Quilla.
Ella acarició su mano.
El hombre sintió el deseo de abrazarla.
Y entonces, ella retiró su mano dejándole con la certeza de que no merecía el amor de esa mujer.
Anonoei tomó la mano de Quilla entre las suyas y todos los sentimientos se diluyeron, en su lugar floreció una profunda amistad. Compartían la amistad más importante de sus vidas.
—Maga mental —susurró él.
—No quiero que creas que carezco de poder o que mis hijos recibían herencia mágica de uno solo de sus progenitores.
—¿Y esperas que confíe en ti cuando puedes hacer que sienta lo que tú quieras en cada momento?
—Siempre has tomado tus decisiones dejando las emociones a un lado —dijo ella—. Sigue así. Si he acudido a ti, es por tu equilibrio y sensatez. Escogiste a qué querías ser leal y no has permitido que nada cambie esa decisión. Y no seré yo quién te haga cambiar, sólo quiero explicarte los motivos por los que esa lealtad ha de tomar otros derroteros.
—¿Otros derroteros? No he emprendido nada, por lo tanto, no hay nada que cambiar.
—No voy a forzarte —dijo Anonoei—, pero reflexiona y te darás cuenta de lo vano que es mentirme. Eres un hombre discreto, Quilla; sólo yo conozco tus secretos y están a salvo conmigo.
—No tengo secretos.
—La muerte del rey Prayard no acarreará nada bueno para Iceway. Sí, mis hijos están vivos, pero no pienso traerlos hasta que tengan edad suficiente para valerse por sí mismos. Son malos tiempos para que el trono se quede sin heredero o que el heredero sea un niño que aún no ha nacido. Habrá quienes insistan en coronar rey a un adulto y entonces la línea de sucesión quedaría rota. Y, sin embargo, no hay nadie preparado para ser rey, ni siquiera tú.
Quilla tuvo que reconocer que tenía razón.
—Quiero que el hijo de Bexoi viva —siguió Anonoei—. Conviene que en Gray crean que el próximo heredero del trono de Iceway es un niño de su sangre.
Él no tuvo que esforzarse para comprender lo que quería decir.
—¿Crees que el niño puede ser manipulado? —preguntó.
—Lo que creo es que la intención de la madre es asesinar al rey y gobernar Iceway a través de su hijo.
—¿Y así defiendes tu idea de que permita a esa perra vivir?
—Mi idea es apartarla del rey.
—Haré que la lleven a algún islote lejano y la abandonen. ¿Bastará con eso?
—Bexoi haría arder el barco que intentara llevarla a cualquier lugar contra su voluntad —dijo Anonoei.
—Es una maga del fuego —dedujo Quilla—. No es una pluma.
—Como poco, una maestra del fuego —dijo Anonoei—. Y tiene tanto poder que puede crear una efigie que sangra.
Entonces Quilla comprendió por qué Luvix había estado tan seguro de haber dado muerte a Bexoi.
—Debí imaginarlo —se reprendió.
—Nadie lo hubiera podido deducir —afirmó Anonoei.
—Excepto tú.
—Yo no necesito imaginar ni deducir nada —dijo Anonoei—. A partir de ahora, debes armarte de paciencia.
—¿Y si decido no seguir tu consejo?
—Buscaré a quien lo haga. Y podrás contemplar el sufrimiento del pueblo cuando tus planes destruyan Iceway. Ya te lo he dicho antes, mi lealtad no está con Iceway, pero si unimos fuerzas, los dos podemos alcanzar lo que ambicionamos.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Quilla.
Al final, había optado por creerla, aunque no olvidaba que esa decisión podía haberla tomado ella por él, gracias a su poder.
—Necesito algo de tiempo —respondió Anonoei—. He de acudir a Gray para preparar mis planes. Quiero que el ambicioso heredero de Gray pierda la paciencia con su padre. Que sea Gray la que se sumerja en el caos, mientras Bexoi cuida y protege a su segundo hijo. Veremos si su amor maternal es más fuerte que su ambición. O se queda aquí y permanece a salvo o se marcha a Gray, abandonando a su hijo.
Quilla no expresó en voz alta las conclusiones a las que llegó tras el discurso de Anonoei. La idea de la antigua amante del rey era utilizar al hijo de Bexoi en el juego de la sucesión y mantener a sus propios hijos al margen. Si Bexoi abandonaba a su hijo, éste quedaría bajo el control de Quilla. Si la reina se llevaba a su vástago, el rey Prayard se quedaría sin heredero si algo le ocurría a Bexoi y al niño. Si la reina permanecía en Nassassa, bajo la protección de Prayard, entonces Anonoei y su amigo el mago teleportador tendrían libertad total para ejecutar los planes que tenían contra Gray.
Era un plan mucho mejor que cualquiera de los que había urdido Quilla.
—Tengo mis dudas sobre la sinceridad de mi aprobación a tus planes —dijo Quilla, aludiendo a los poderes de ella.
—No soy una maga mental tan poderosa —explicó Anonoei—. No puedo obligarte a querer lo que no quieres. No puedo hacerte temer lo que no temes. No puedo obligarte a pensar en aquello que no conoces ya.
—Y ¿qué es lo que puedes hacer?
—Puedo convencer a los indecisos de carácter débil; a los que no son lo bastante listos como para temer aquello que debieran. Y a los que creen saberlo todo, aunque no sepan nada. Y ése es el punto débil de los magos mentales: nuestros siervos son débiles y mezquinos. No vengo a buscarte para que me sirvas, acudo en busca de tu amistad y apoyo.
Quilla recordó el deseo que ella había despertado en él con un simple roce de su mano. Ella debió adivinar por su gesto lo que pensaba, porque negó con la cabeza.
—No te he hecho sentir algo nuevo —le dijo—. Sólo he conseguido que seas consciente de un sentimiento que ya albergabas.
Él reconoció la verdad en sus palabras. Durante el tiempo en el que el rey había amado a Anonoei, él también la había deseado. El control que tenía sobre sí mismo era tan fuerte que nunca había reconocido su propio amor. Pero estaba ahí.
—Quiero dejar clara una cosa —apostilló Anonoei—. Sé lo que sientes, pero no haré uso de ello. Debes tener muy presente que, hagas lo que hagas, yo nunca seré tuya. Ya tengo todos los hijos que quiero, y también todos los maridos. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
Esas palabras fueron un jarro de agua helada que recorrió las entrañas de Quilla.
—Nunca me dejo llevar por las emociones.
—Y por eso eres el hombre idóneo para llegar a un acuerdo —dijo ella—. Eres bueno en lo tuyo, tanto como yo en lo mío, con nuestras limitaciones. Si enfrentamos nuestros poderes a los de Bexoi, ella nos derrotará con facilidad. Pero no es nuestra intención luchar contra ella, al contrario: la protegeremos, a ella y a su hijo. Mientras sigan con vida, Gray sufrirá una lucha interna por el poder. Será ella misma la que, al final, se delate al mostrar su ambición.
—Tu plan va mucho más allá de lo que me has confiado.
—Seguro que tú tienes planes que no me confías. Pero te diré algo: yo mantendré mi palabra. Y no dudo de que tú mantendrás la tuya. Por lo tanto, estoy segura de que, si te alías conmigo, serás fiel a nuestro compromiso hasta que decidas que no quieres seguir, decisión que también me comunicarás.
—Sí —asintió Quilla—. Me conoces bien. Y me comprometo a respetar tu plan. No atentaré contra la vida del rey. Protegeré a Bexoi y a su bebé. Y te daré tiempo a que hagas lo que tengas que hacer en Gray.
—Siempre he sabido que en espíritu eras el rey de Iceway —sonrió Anonoei—. Sólo te mueve el bien común, no el personal o el de tu familia.
—No soy ambicioso.
—Tienes la ambición del patriota —le corrigió Anonoei. Le tomó de los hombros y besó en los labios; no fue un gesto de pasión, sino de amistad—. Confía en mí y yo confiaré en ti.
Y de pronto, sus manos ya no se apoyaban en sus hombros, ni sentía su aliento sobre la mejilla. No estaba en el cuarto, se había desvanecido. Su mago teleportador se la había llevado.
Y cuando Quilla se quedó a solas, su deseo se hizo más fuerte, el mismo anhelo que había ignorado durante tanto tiempo. Ahora sería capaz de morir o matar por ella. La quería más que a su esposa o a sus hijos, más que a su propia vida. Más de lo que amaba Iceway.
Ojalá ella empleara su poder para apartar ese afecto de su corazón.
Y, sin embargo, ¿qué sería de él sin ese sentimiento? ¿Qué quedaría en su corazón si ella dejaba de ocuparlo?