MIDGARD
Pan y Anonoei discutieron sobre qué hacer con los niños. Eluik y Enopp eran jóvenes y carecían de poderes, pero también eran su mejor baza. Sin los dos hijos del rey Prayard, potenciales herederos del trono, Anonoei no sería nadie en el reino. Sus poderes de maga mental debían permanecer en secreto si quería sobrevivir. Los niños eran lo único que importaba.
Anonoei quería mantenerlos a salvo a cualquier precio. Y en eso estaba de acuerdo con Pan. Sólo diferían en cómo garantizar esa seguridad.
—Admites que no eres el creador de la puerta, que no la controlas —dijo Anonoei.
—Nadie la controla ahora mismo —dijo Pan—, pero existe. Funciona. No hay peligro en la puerta. ¿Te mentiría sobre algo así? No olvides que yo también cruzaré la puerta con vosotros.
—Su sitio está aquí —dijo Anonoei—. ¿Quién conoce al rey Prayard en Midgard? ¿Qué protección puede ofrecerles su padre en ese mundo?
—Es que ésa es su protección —dijo Pan—. Su padre no es nadie en Midgard, nadie querrá hacerles daño por ese motivo. No exisitirán motivos para matar o apresar a tus hijos. Su falta de importancia será su mejor protección. Aquí tendrías que dejarlos a cargo de alguien que mereciera tu total confianza. ¿Existe tal persona?
Anonoei mencionó a varias personas del castillo en quien confiaba, pero Pan, que había recorrido cada rincón del hogar del rey y conocía los secretos que ocultaban todos sus habitantes, las fue descartando una por una. Anonoei descubrió la amarga realidad que escondían aquellos en quienes había confiado.
—Nunca he tenido amigos —se quejó con tristeza.
—Nadie tiene amigos —repuso Pan—. Yo fui un fiel amigo de Bexoi, pero te mantuve con vida cuando ella me pidió que te matara.
—Por motivos que te convenían —dijo Anonoei.
—No he dicho que mis razones fueran altruistas —dijo Pan—. Pero ahora quiero que tus hijos vivan y antes confiaré en alguien de Midgard que en cualquiera que habite las tierras de Iceway o cualquier otro reino de Westil.
—En ese caso, yo misma me quedaré con ellos. Aguardaremos juntos tu regreso.
Pan le comentó que la mágica llegada a la aldea de una mujer junto a sus hijos, obra de un mago teleportador, no había pasado inadvertida y que muy pronto la noticia se extendería por todo el Graybourn hasta alcanzar Kamesham, la capital del reino, y el castillo de Nassassa. Su aparición en las tierras altas justo cuando una mujer y dos niños, amenazados de muerte por los soldados del rey, desaparecieron de las cuevas bajo el castillo iba a disparar las alarmas.
—Si os quedáis aquí, morirás —dijo Pan—. Tampoco pueden quedarse estas buenas gentes que os han alojado o sufrirán torturas para que confiesen lo que saben sobre vosotros.
—Cuando dije que me quedaba aquí no me refería a esta aldea —aclaró Anonoei—. Quería decir que nos quedaríamos en Westil, pero sin pasar por la puerta.
—Deja de malgastar mi tiempo con tus ridículos temores —saltó Pan—. Si de verdad tuvieras tanto miedo, habrías intentado emplear tus poderes mentales conmigo para que cediera a tus propósitos. No lo has hecho, así que no creo que tus miedos sean tan grandes.
—¿Funcionarían mis poderes contigo?
—Sí, hasta que me diera cuenta y me teleportara. Aprecio que no lo hayas intentado. Yo también puedo teleportarte a ti y a tus hijos a la Gran Puerta y obligaros a cruzarla, pero prefiero razonar contigo. Ya os he manipulado bastante en el pasado.
—Sé lo que ocurre con las puertas —dijo Anonoei.
—¿Qué sabes? ¿Qué puedes saber? No ha habido puertas en Westil desde hace catorce siglos, salvo las que yo he creado.
—Ha habido más puertas —insistió Anonoei—. Todo el mundo ha oído las historias que se cuentan sobre ellas. Los magos teleportadores las creaban e iban de un lugar a otro, hasta que el Ladrón de Puertas las arrebataba dejando al mago sin nada. ¿Qué pasará si él…?
—¿Acaso no has entendido nada, mujer? —rugió Pan—. Yo soy el Ladrón de Puertas. Yo. Por eso pude crear vuestras mazmorras con mis puertas y os mantuve encerrados durante años sin que nadie las robara.
—¿El Ladrón de Puertas? Sí, he entendido lo que decías desde el principio, pero no esperarás que me lo crea, ¿verdad? Si fuera cierto, tendrías más de mil años de edad y pareces sólo un crío.
—¿Por qué alguien habría de buscar la inmortalidad atrapado en un cuerpo envejecido? —preguntó Pan—. Pero no soy inmortal. Un mago arbóreo persuadió a un árbol para que me permitiera teleportarme a su interior, entre la corteza y la madera. Allí creé una puerta diminuta que me desplazaba hacia arriba con la lentitud con que crecía el propio árbol. Cruzar la puerta me regeneraba, sanando todos mis males y también los de árbol. Vivíamos sin envejecer ni enfermar. Y yo vigilaba. Percibía cualquier puerta que creaba un mago. Al principio, mis poderes eran inmensos, como lo serán los tuyos si cruzas la Gran Puerta, pero con el tiempo, ese efecto se diluye. Me tuve que esforzar más, concentrarme para captar las puertas. Mis auras recorrían el mundo, atentas, vigilantes. Durante los primeros quinientos años, no percibí nada en Midgard; y a lo largo de mil años, las puertas en Westil no fueron más que un lejano recuerdo, un susurro sin importancia, excepto cuando un mago teleportador intentaba crear una Gran Puerta. Entonces era como si alguien diera un alarido. Las puertas se enlazaban entre ellas y volaban hacia lo alto, hacia el cielo, hasta que yo intervenía y las devoraba. Ése era el cometido del Ladrón de Puertas. No era más que la sombra de un hombre morando en el interior de un árbol; no veía, ni oía nada y sólo contaba con la compañía de las puertas robadas a magos muertos hacía largo tiempo.
—No eres tan joven como pareces —comentó Anonoei bromeando.
—Al abandonar el árbol era igual que un adolescente sin familia. Ignoraba que yo era el Ladrón de Puertas, incluso ignoraba todo lo relacionado con la teleportación. Devoraba las puertas por instinto y creaba otras siguiendo el mismo impulso. Una buena mujer me acogió y acabé por considerarla mi madre, hasta que la asesinaron por negarse a participar en una conspiración contra la vida de la reina.
—¿Te refieres a Hull? —preguntó Anonoei.
—Por favor, no me digas que sabías de antemano que iban a matar a esa buena mujer —suplicó Pan—. Aunque prefiero conocer la verdad, si me mientes, no podremos ser amigos.
—¡Cuántas reglas! —exclamó Anonoei—. Yo miento siempre, a ti y a todo el mundo; y tú también. Somos humanos y mentimos porque es la única forma de convivir.
—Te equivocas —dijo Pan—. Podemos ser honestos el uno con el otro. Es posible que tomemos por cierto algo que no lo es, pero eso no afectará a nuestra honestidad. Hull siempre se comportó así conmigo y yo le correspondía.
—¿Sabía ella que eras el Ladrón de Puertas? —preguntó Anonoei. Sonrió ante el silencio de Pan—. Ya veo que no. Le contabas la verdad excepto cuando la verdad podía empañar la imagen que tenía de ti.
—¿Qué es lo que me quieres decir?
—Que creo que tienes razón: mis hijos estarán más seguros en Midgard. Si no estoy dispuesta a correr el riesgo de cruzar la Gran Puerta contigo, más vale que me resigne a perderlo todo. Tengo que confiar en ti, no tengo más opciones. Si me fío de ti y me traicionas, también me quedaré con nada. Por lo tanto, lo mejor es confiar en ti y esperar que las cosas salgan bien.
—Una apuesta inteligente.
—En una ocasión, confié en un rey —señaló Anonoei.
—Y nunca te falló.
—No es cierto, sí que me falló. Intentó encontrarme cuando desaparecí y fracasó en su empeño.
—Mi poder era demasiado grande —arguyó Pan—. ¿Qué podía hacer frente a un mago teleportador?
—La reina Bexoi se enfrentó a ti —replicó Anonoei.
—Asesinó a un bebé mientras yo estaba distraido. Una artimaña repugnante. —Pan hablaba con calma, sin reflejar la tristeza y la rabia que habían inundado su corazón y su mente ante la mención de Treta—. Y ella sabía que yo era un teleportador. Si Prayard hubiera sabido lo que era, habría sospechado de mí. Me habría torturado para averiguar dónde estabas.
—¿Torturarte a ti?
—Lo habría intentado.
—¿Llegó a preguntarte si sabías algo?
—Sí. Le dije que te había buscado en vano por todo el castillo. Y que tampoco había visto que nadie te sacara al exterior. Como verás, dije la verdad.
—Y también mentiste, lo mires como lo mires —dijo Anonoei—. Soy una estúpida al confiar en ti.
—Los dos nos tenemos el uno al otro y a nadie más.
—¿Y pretendes usarme contra Bexoi? —dijo Anonoei—. ¿Por qué no la teleportas al fondo del mar y ya está?
—No. Quiero verla vencida y que reconozca su derrota —dijo Pan—. Quiero que te vea ocupando su sitio y a tus hijos ocupando el que ambiciona para el suyo.
—Ahora confío en ti —rió Anonoei—. Ahora sé cómo eres.
Pero no lo sabía. No conocía nada de lo que sentía y pensaba Pan. Sí, era venganza lo que quería, y así se lo había hecho saber a Anonoei; sin embargo, hasta que la viera sentada al lado del rey y a sus hijos como legítimos herederos del trono, la culpa que lastraba su espíritu no desaparecería, y era una carga que soportaba con gran dificultad.
«¿Acaso pretendo sacrificar catorce siglos de esfuerzo por una simple venganza? Bexoi jamás respondería ante la justicia. La reina jugaba al mismo juego de todas las casas reales. ¿Era Bexoi un monstruo por hacerlo bien?».
No, Pan seguía empeñado en su propósito principal: impedir que Bel volviera a caminar por Westil. Si además podía redimir los crímenes que había cometido contra Anonoei y sus hijos, mejor. Pero no permitiría que interfiriese con su objetivo principal.
En cuanto reflexionó sobre ello, se dio cuenta de que intentaba engañarse a sí mismo y rió en voz alta.
—¿De qué te ríes? —quiso saber Anonoei.
—De mí mismo —contestó con sinceridad.
Explicaron a los niños el motivo del viaje que iban a emprender. El más pequeño, Elopp, asintió. Sin embargo, Eluik, con la atención fija e impasible en los adultos, no dio muestras de entender nada.
Pan se dirigió a Roop y Levet.
—Os he hecho un flaco favor al traer a esta mujer y sus hijos a vuestro hogar —les dijo—. Soy consciente de ello. Pronto vendrán los soldados y si no os matan de inmediato, os llevarán al castillo de Nassassa; allí os torturarán para que habléis de asuntos que ignoráis.
Levet comprendió y su rostro reflejó el enfado que sentía, pero no dijo nada. Roop, por su parte, se limitó a agachar la cabeza.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó.
—Hay un mago eólico llamado Ced, procede de Midgard. Un mago arbóreo del sur de Mitherkame se encarga de su entrenamiento. El mago arbóreo no tiene nombre porque los árboles carecen de lenguaje. Le he preguntado si tiene alguna objeción a que alguien cultive los campos cercanos a su hogar y me ha contestado que no. Respetad los árboles y tendréis su amistad. Hasta vuestra primera cosecha, el mago os mostrará cómo obtener el alimento necesario de los árboles.
—Entonces, hemos de abandonar nuestro hogar —se lamentó Levet.
—De nuevo —dijo Roop.
—No es la primera vez que lo hacéis. Y en esta ocasión será a un lugar más cálido, con un suelo fértil y una época de siembra lo bastante prolongada como para que vuestras semillas crezcan hasta ofrecer sus frutos.
—¿Y cómo pagaremos al mago? —preguntó Levet.
—No habrá pago —dijo Pan—. Ni siquiera os pedirá la mano de vuestra hija.
Roop y Levet se alarmaron ante el comentario.
—Os digo que no será necesario —insistió Pan.
—¿Acaso hay personas que exigirían un pago así? —preguntó Roop.
—Los reyes lo exigen entre ellos de forma constante. Así fue como la reina Bexoi llegó a Iceway. Fue obligada a casarse con el rey Prayard.
Roop cogió de la mano a Eko.
—¿Tenemos que marcharnos?
—O permitir que vuestro hijos se conviertan en huérfanos. O contemplar como los torturan ante vuestros ojos. Lo harán si creen que podéis guiarlos a donde nos ocultamos esta mujer, sus hijos y yo.
—Es una idea terrible ser tu amigo —dijo Eko.
—Lo es —asintió Pan—. Pero considerad que no os abandono a vuestra suerte, sin importarme vuestro destino.
—Jamás harías eso —dijo Eko—. No eres esa clase de persona.
«No tienes ni idea de la clase de persona que soy», pensó Pan.
—Te conozco mejor de lo que crees —añadió Eko, como si adivinara los pensamientos del otro.
—¿Lo conoces porque viste cómo salió del árbol? —se burló Bokky, el hermano pequeño de Eko.
—No, sé la clase de persona que es porque trajo a esta gente aquí —dijo Eko—. Confía en nosotros.
—Ojalá no lo hubiera hecho —dijo Levet.
—No ha olvidado que le tratamos con amabilidad —dijo Eko—. Y cuando necesitó a alguien que tratara a esta mujer y sus hijos con hospitalidad, los trajo a nuestro lado.
—Sí —dijo Pan, corroborando las palabras de Eko.
—Si tuviera que casarme con alguien para salvar a mi familia, lo haría —aseguró Eko, dirigiéndose a Pan.
—Nunca te pediría algo así.
—¿Nos protegerás de cualquier peligro? —preguntó Eko.
—Os llevaré al lugar más seguro que conozco aquí en Westil. Pero yo no estaré con vosotros. Es todo lo que puedo hacer.
Al final, vieron que no tenían más opciones, así que recogieron sus escasas posesiones. Pan creó una puerta y la cruzaron de uno en uno.
Anonoei y sus hijos observaron como se teleportaban.
Pan se volvió hacia ella cuando el último miembro de la familia de Roop y Levet cruzó la puerta.
—Ahora ya sabes lo que es —le dijo.
—¿Te refieres a la puerta? —preguntó Anonoei—. Crucé la de mi encierro tantas veces que perdí la cuenta.
—Me refería a la confianza.
—No son magos —replicó Anonoei—. No tenían alternativa.
—Ignoro qué poderes tienen esos niños. Sé que el padre tiene empatía con las plantas y la madre con las serpientes. Pero tienen alternativas, las mismas que tú.
—Tienes razón, las mías son tan escasas como las suyas —se rió Anonoei. Luego se puso seria—. Es posible que su debilidad resida en que se aman.
A Pan le sorprendió tanto su último comentario que no supo qué decir.
—Viví demasiado tiempo en la corte —dijo Anonoei—. He conocido a gente que manipula, coacciona y desea a otra gente, pero rara vez he visto el amor.
—Tú quieres a tus hijos —dijo Pan.
—Apenas conozco a mis desdichados hijos —dijo Anonoei, apoyando una mano sobre la cabeza de Enopp y la otra sobre el hombro de Eluik—. ¿No acompañas a la familia para presentarlos al mago arbóreo?
—Él sabrá quiénes son en cuanto los vea cruzar la puerta. Y la puerta los llevará ante él.
—¿Y si deciden volver a través de la puerta? —preguntó Anonoei.
—La puerta ya no existe. La he recogido. Cuido mucho de mis puertas —dijo Pan—. Me quedan muy pocas, el Ladrón de Puertas me arrebató casi todas las que poseía.
—Me dijiste que tú eras… —dijo ella, frunciendo el ceño.
—Yo fui el Ladrón de Puertas durante más de mil años —se anticipó Pan—. Robé demasiadas auras. He sido castigado por ello y el castigo es adecuado.
Pan se volvió hacia Eluik, que no lo miraba.
—Cualquier poder que tengas o llegues a poseeer —le dijo— se verá incrementado si cruzas una Gran Puerta.
El niño no reaccionó al comentario.
—Sigue cantándose a sí mismo —dijo Enopp.
Pan y Anonoei aguardaron a que el niño se explicara.
—Estábamos solos en las cuevas, siempre cayendo —dijo Enopp—. Nos cantábamos.
Pan se preguntó si Enopp tenía algun nexo con su hermano que le permitía saber lo que estaba haciendo durante su encierro.
—¿Era eso lo que tú hacías? —preguntó Anonoei.
—Claro —asintió Enopp—. Cantaba todas las canciones que conocía. Ojalá me hubieras enseñado más.
—Me alegro de que no sigas cantándolas ahora —dijo Anonoei.
—Oh, sí que lo hago —dijo Enopp—. Están en mi cabeza. No les presto atención, pero Eluik sí que lo hace. Intenta comprender lo que dicen.
—Pero si el lenguaje de esas canciones es el común —se extrañó Anonoei.
—No me refiero a las letras de las canciones —se impacientó Enopp—. Hablo de las palabras que ocultan esas canciones.
—¿Qué palabras son ésas? —preguntó Pan.
—Yo tampoco las entendía al principio, porque era muy pequeño. Había muchas palabras que no entendía entonces.
«Las palabras ocultas tras las canciones». Pan pensó que él conocía el origen de esas palabras y quiénes las pronunciaban. Las puertas que empleó en las cuevas estaban conectadas a su yacimiento; el lugar donde había encerrado miles de puertas de otros magos. Siempre habían gritado en su interior, aunque Pan no les prestaba atención. Pero si esas voces viajaban con las puertas, una criatura aislada, sin estímulos que la distrajeran, podía captar esas voces. Sobre todo si ese niño tenía puertas en su propio yacimiento, que no podía usar porque todavía era demasiado joven. Pero las puertas aprisionadas por Pan habían gritado a Enopp. Si el niño era un mago teleportador en potencia, las habría percibido al igual que Pan, en la plenitud de sus poderes, había sido capaz de localizar una puerta y su dueño en cualquiera de los dos mundos.
—¿Te gustaría venir conmigo y tu madre? —le preguntó Pan a Enopp, cogiéndolo de la mano.
—Y mi hermano —dijo Enopp.
—Sí, claro —afirmó Pan.
—Sí, quiero ir —dijo Enopp—. Es bueno haber abandonado la cueva; Eluik es incluso más feliz que yo. Está deseando acompañarte.
Pan volvió a mirar a los hermanos; al más mayor no parecía importarle que su hermano hablara por él.
Enopp cogió a su hermano de la mano y Anonoei le cogió la otra. Pan pasó la boca de una puerta por encima de los tres y aparecieron en el círculo de piedra donde la Puerta Salvaje resplandecía con nitidez, lista para que ser empleada por cualquiera. Por fortuna, el lugar apenas estaba habitado, la gente lo evitaba. Los círculos de piedra habían dejado de ser santuarios desde que las Grandes Puertas desaparecieron; ahora eran lugares asociados a la mala fortuna y nadie quería acercarse a ellos. Pero eso no duraría siempre, alguien acabaría por advertir la presencia de la Gran Puerta.
—No os separéis de mí —advirtió Pan. Tras tomar aire, cruzaron la puerta.
La Gran Puerta los devoró a los cuatro y se encontraron en un establo lleno de vacas. Vieron a una mujer colocando las copas de una ordeñadora automática en las ubres de una de las reses.
—¿Les espera alguien? —preguntó la mujer con amabilidad.
Empleaba la antigua lengua de West Ylly Way. Pan la entendió, porque ya había empleado la misma lengua con Danny North y Ced. Anonoei no entendió una palabra.
—Yo no la esperaba a usted —respondió Enopp, imitando su acento.
Un síntoma más de que el niño poseía el germen de un mago teleportador: el dominio de las lenguas.
—He venido aquí para hablar con Danny North —dijo Pan.
—No está aquí —replicó, dándoles la espalda.
Irritado por el comportamiento de la mujer, Pan se teleportó a su lado. Antes de que pudiera proferir palabra, una vaca le dio una patada en la pierna. Lanzó un grito de dolor y cayó al suelo. Pero creó una puerta, la cruzó y quedó curado al instante.
—Sólo hay una manera de castigar a un mago teleportador —repuso la mujer— cogiéndolo por sorpresa.
—¿Castigarme por qué? —exclamó Pan.
—Sé quién eres, Ladrón de Puertas —dijo la mujer—. Le advertí a él que nunca te trajera a Midgard, pero aquí estás. ¿Crees que la presencia de esos niños encantadores impedirá que te ataque? Y uno de ellos es un discapacitado, es una vergüenza que lo emplees como escudo contra mí.
—No sabía que estabas aquí —dijo Pan—. Ni sé quién eres.
—Es mi mujer —dijo la voz de un hombre.
Y, a continuación, Pan cayó en una grieta que se abrió a sus pies, lo bastante grande para engullirle por completo.
Pan se teleportó a la buhardilla del establo.
—Hacerme caer a un foso no acabará conmigo —declaró Pan.
—¿No te dijo mi mujer que nuestro hijastro no está aquí?
—Ya volverá —dijo Pan.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó la mujer.
—Porque su percepción se ha agudizado tras cruzar la Gran Puerta y ya sabe que estamos aquí.
En ese momento, Danny North entró por la puerta del establo.