CONFIDENCIAS
Pan se teleportó a la aldea rural situada en las tierras altas de Iceway. Apareció al lado del pozo comunitario para que su presencia no pasara inadvertida. Su llegada era una demostración de poder. Un aviso de que había un mago teleportador en el mundo. Fue desde el pozo a la casa que albergaba a la extraña mujer y a sus dos hijos aterrorizados desde hacía algunos días.
La casa a la que se dirigió Pan pertenecía a Roop y Levet. En su interior, encontró a Eko, la hija mayor, atendiendo a Anonoei, la que fuera concubina del rey Prayard, y a sus dos hijos: Eluik, de ocho años, y Enopp, de seis.
Los niños habían pasado los dos últimos años encerrados como animales, torturados por el aislamiento que habían sufrido. Para Enopp, el tiempo en prisión había durado la mitad de su vida, porque nadie recuerda nada de lo vivido antes de los tres años. Y al final su encierro se había teñido de terror y violencia, cuando unos soldados les atacaron con picas con la intención de matarlos. Pan los había teleportado a las tierras altas al cuidado de unos extraños. Sus heridas habían sanado y su madre se reunió con ellos y todo estaba…
No, nada estaba bien. Pan no esperaba que lo estuviera.
Los niños no pronunciaron palabra, aunque lo vieron entrar. No le temían. Si le juzgaban, sería como la persona que había curado sus heridas y les había procurado un techo bajo el que recibían comida y un lecho sobre el que dormir. Pensarían que era el gran mago que les había rescatado del infierno. Si fueran capaces de pensar.
Pan observaba a los niños, que le miraban a él. Anonoei miraba la mesa sobre la que estaba cortando una cebolla a conciencia.
Fue Eko, la hija mayor de la casa, quien habló primero.
—El hombre del árbol —anunció al verlo—. ¿He actuado bien con ellos? ¿Los ves fuertes y saludables?
—Sí —respondió Pan.
—Los niños no hablan, ni a mí ni a nadie, excepto a su madre y entre ellos. Bueno, el pequeño no les habla a ellos tampoco. La madre habla conmigo de vez en cuando. No los he presionado. Creo que han pasado por algo terrible.
—Sí, así es —confirmó Pan.
—Él nos salvó —musitó Anonoei.
—Sí, es cierto. Pero antes de abordar otros temas, quiero contar todo lo que hice y que comprendáis mis motivos. Sólo entonces será posible que lleguemos a un acuerdo para trabajar juntos e intentar paliar las consecuencias de mis crímenes.
—¿Tus crímenes? —preguntó Anonoei, mirándole.
—Sé que me recuerdas —dijo Pan—. Me viste espiándote entre las vigas del techo cuando eras la amante del rey Prayard; compartías su lecho en el mismo castillo donde moraba la reina.
—Eras tú —susurró.
—Me guiñaste un ojo —dijo Pan.
—Nos viste y no contaste nada; no lo entendí entonces y sigo sin entenderlo. Te guiñé el ojo para que supieras que te había visto y que yo tampoco diría nada sobre ti. Por eso te reconocí cuando nos liberaste de nuestras mazmorras, el día en el que los soldados intentaron matarnos. Al traernos a la nieve y verte mejor, estaba convencida de que te conocía, pero fui incapaz de recordar cuándo nos habíamos visto. Pensaba que eras un pinche de cocina muy raro. Pero en realidad eres un gran mago, un mago teleportador.
—Lo era, aunque en aquellos días apenas era consciente de mi poder —dijo Pan.
—Un mago teleportador —musitó Eko—. Que vivía en un árbol.
—Esa es otra historia —comentó Pan—, pero no es la que vengo a contar. Os contaré cómo la reina Bexoi sufrió un atentado contra su vida y yo decidí erigirme en su guardián y salvarle la vida. Le mostré qué clase de mago era y ella me mostró qué clase de maga era ella.
—¿Bexoi? —dijo Anonoei con desprecio—. Un maga de las bestias con escaso poder, apenas una pluma con poder sobre las aves más pequeñas.
—Eso hizo creer a todos. Es una maestra del fuego como poco; yo creo que es una señora del fuego. Y su poder le permitió crear una efigie tan perfecta que no sólo habló con su voz, también sangró cuando el asesino la apuñaló, y su sangre salpicó las sábanas del lecho sobre el que se hallaba.
Anonoei se cubrió la boca con la mano.
—Nadie lo sabía, excepto yo. Lo vi con mis propios ojos. Me sentía orgulloso porque ella confiaba en mí. Nos hicimos amantes. Tuvo un hijo mío e hizo creer a Prayard que era suyo.
—¿El niño era tuyo? —preguntó Anonoei—. Prayard no me mintió cuando me dijo que jamás entregó su semilla a su esposa.
—Te era fiel —dijo Pan—. Y tú te uniste a un grupo que conspiraba contra él y la reina.
—No, contra él, jamás —negó Anonoei—. Y no tomé parte en la conspiración. Sólo seguí sus instrucciones cuando me dijeron que preparara el equipaje para mí y mis hijos, porque nos marchábamos.
—Sabías lo que significaba.
Ella no le contradijo.
—Bexoi quería que me librara de vosotros. Yo la amaba y cumplí su deseo. Aunque como tampoco me fiaba de ella, decidí no matarte ni a ti ni a tus hijos. Lo que hice fue peor. Os llevé a los tres a las entradas de unos túneles en la ladera del precipicio bajo el castillo y creé puertas que os recogían cada vez que caíais para retornar al punto de origen. Vivías en tormento constante, y recurrir al suicidio para acabar con el sufrimiento era imposible gracias a mis puertas, que no os dejaban caer al encuentro de la muerte. Esa fue mi idea, mi plan. Así os mantuve con vida. También fue la manera en que os castigué a ti y tus inocentes hijos por ser una amenaza para la mujer que amaba, y también para mi hijo, que ella llevaba en su vientre.
—Es una justificación muy pobre —dijo Eko con osadía.
—No hay nada que justifique lo que hice —replicó Pan, volviéndose hacia la chica—. Cometí un crimen horrible. Lo planeé todo sin que nadie supiera nada y lo ejecuté. Robaba comida para ellos. Conforme pasaba el tiempo, la comida fue mejorando y su encierro fue algo menos horrible. Cuando la reina supo que seguían con vida y me ordenó que los matase, me negué. Es lo único que puedo alegar a mi favor.
Pan volvió a centrar su atención en Anonoei.
—Pero nada puede compensar el mal que cometí. Os torturé a los tres. Los terrores y pesadillas que pueblan sus mentes son fruto de mis actos.
Pan miró a los niños, un movimiento había captado su atención. Había sido Enopp, el más pequeño. Había dejado de observar a Pan y miraba a su madre y a su hermano. Su rostro cobró algo de vida por primera vez. Eluik, por su parte, seguía impasible, sus ojos clavados en Pan.
—Yo fui vuestro captor, carcelero, torturador; odiadme y culpadme por vuestra desdicha. No niego que sintiera desprecio hacia mi persona por mi comportamiento, pero eso no me detuvo.
»Pero permitidme que cuente el resto del relato, en el que quizás obtengáis consuelo. La reina Bexoi consiguió que el rey se acostara con ella. Él pensaba que tú te habías marchado con tus hijos. Y el rey se convenció de que mi hijo era suyo. Acabó por amar a la reina y deseó darle otro hijo. Y ella se quedó embarazada. Y mi hijo, el pequeño bastardo, dejó de serle útil.
»Mi hijo, al que ella llamaba Lealtad y yo Treta, se había convertido en una amenaza para el verdadero descendiente de Prayard. Mi hijo era la única persona a la que yo amaba de verdad, una vez comprendí que Bexoi me había utilizado y nunca me había amado. Entonces ella lo asesinó e intentó hacer lo mismo conmigo. El día en que os liberé de vuestro encierro, fue el día que murió mi hijo.
»Si hubiera alcanzado su propósito de acabar con mi vida, nadie os habría salvado y también estaríais muertos. Pero conseguí escapar y salvar vuestras vidas. Sin embargo, no vayáis a creer que me había arrepentido de mis crímenes contra vosotros. Algún día os habría dejado libres; mientras tanto, mi intención era convertir vuestras celdas en un sitio más agradable, pero mi idea no era acabar con vuestro encierro. Fue el crimen monstruoso de Bexoi al asesinar a su propio hijo, nuestro hijo, y su intento de acabar con mi vida lo que me decidió a daros la libertad.
»No quiero justificar mis actos, como podéis ver. Bexoi es un monstruo, pero también lo soy yo. Si soy algo mejor que ella, es porque no os maté, como ella quería. ¿Eso me convierte en mejor persona? Si soy sincero, mi comportamiento fue como el de algunas arañas que aprisionan a sus presas y las guardan para devorarlas otro día. Erais un arma que utilizaría contra Bexoi cuando llegara el momento.
Pan se calló. Eko lo observaba con una expresión que oscilaba entre la fascinación y el horror. Pan dudaba que los niños hubieran comprendido lo que acababa de relatar, aunque el pequeño había mostrado cierto interés. Anonoei, por su parte, sí lo había entendido.
—El momento ha llegado —dijo Anonoei—. Seremos tus armas contra Bexoi.
—No. Estáis muy débiles, y yo también. Una vez fui el mago teleportador más grande que han conocido los mundos, pero ahora ha llegado otro más poderoso. Me arrebató casi todas mis puertas; no soy rival para Bexoi, y vosotros tampoco, desde luego. He venido a deciros que no me debéis nada y que conozcáis quiénes son vuestros enemigos. Que vuestro odio se dirija a quienes lo merecen. Prayard no tuvo nada que ver en lo que os ocurrió. Os buscó y su pena fue grande. Sin embargo, no sabía dónde buscar y cuando volvió al lado de Bexoi lo hizo convencido de que estabáis muertos.
Anonoei negó con la cabeza, riendo con amargura.
—Eres un joven necio —dijo—. ¿O eres más viejo de lo que aparentas? ¿Ignoras que Bexoi no era la única que ocultaba su magia? Al igual que tú, soy una maga, pero de una clase prohibida.
Pan reflexionó unos instantes sobre las palabras de la mujer. Si fuera una maga teleportadora, habría escapado de las mazmorras junto a sus hijos. La conclusión era evidente.
—Eres una maga mental.
—No soy una gran maga, ni mucho menos —dijo ella—. Pero sí, conocí mi poder cuando me hice mujer. Advertí cómo muchos me complacían cuando deseaba algo. Y una vez caían en mi poder, eran míos para siempre. Prayard era mío. ¿Comprendes? No se enamoró de mí. Decidí que tenía que ser mío y lo conseguí.
Pan acabó por reírse.
—No justifica lo que hice, pero consuela saber que soy un monstruo entre iguales. Estos niños son hijos de dos magos y no de uno solo, como pensaba.
—Imagino que desarrollarán algún talento cuando crezcan —asintió Anonoei—. Es posible que alguno sea un mago marino apreciado por las gentes. O un mago teleportador.
—Seré yo —dijo el más pequeño, Enopp—. ¡Yo seré un mago teleportador!
—¡Ha hablado! —exclamó Eko, dando una palmada.
Anonoei corrió a abrazar a Enopp.
—Amor mío, no está en tu mano decidir, será el poder quien te escoja. Ya se aloja en tu interior y algún día se mostrará.
Pero Enopp seguía atento a Pan.
—Un mago teleportador —insistió—. Para ir a donde desee.
Esas palabras, pronunciadas en ese momento, desvelaron a Pan lo que tenía que hacer. Había acudido a la aldea con la única intención de contarles la verdad y llevarlos allá donde Anonoei quisiera ir. Pero las palabras ingenuas de Enopp hicieron brotar una idea con la que redimiría sus actos perversos. Y contaría con un medio para ayudar a Anonoei y también para destruir a Bexoi y su estirpe.
«Para ir a donde desee», había dicho el niño, aunque Pan sabía que eso estaba fuera de su alcance. No contaba con suficientes puertas en su yacimiento para crear una Gran Puerta e ir a Midgard… ¡No, no era cierto! Existía una Gran Puerta, una salvaje, que ningún mago controlaba. Danny North no podía cerrarla y cualquier mago que conociera su existencia podía usarla. Si Pan cruzaba la Puerta Salvaje para ir a Midgard y volver a Westil, el poder que le quedaba se multiplicaría. No conseguiría recuperar las puertas perdidas, ésas estaban en poder del gran mago, apresadas en un lugar a donde Pan tenía vedado el acceso, pero su talento volvería a ser el de otro tiempo, cuando era capaz de ver todas puertas del mundo, incluso las de los dioses semíticos, y las había devorado todas.
A diferencia de Danny North, a él nunca se le había ocurrido la locura de emplear esas puertas cautivas en su provecho, pero las había hallado y devorado sin piedad.
Y si iba a Midgard y de vuelta a Westil, Anonoei le acompañaría.
O a lo mejor no la llevaba. Pan era un mago teleportador con el conocimiento necesario para gobernar las auras perdidas rebeldes que tejían la Gran Puerta. Pero Anonoei no era capaz de resistirse a ellas. Como maga mental, reconocería su presencia, pero no sus artimañas. Podrían embaucarla y atraparla dentro de la Gran Puerta. Y al ser una maga mental, estarían aplicando la ley al despojarla de su poder.
Si Pan quería que el poder de Anonoei fuera rival para el de Bexoi, tendría que conseguir la ayuda de Danny North, que él mantuviera abierta la Gran Puerta para la maga mental. Pan le enseñaría a Danny lo que tenía que hacer. Al hacerlo, también conseguiría que el mago que le había derrotado fuera invencible y él nunca recuperaría sus puertas.
¿Cómo iba a darle más poder y sabiduría al mago que le había destruido?
«Porque merecía lo que me hizo», pensó Pan. «Danny North fue la herramienta que empleó el espacio-tiempo para infligirme mi castigo. Hice un mal uso de mi poder y lo perdí todo, excepto una mínima parte. Y ahora he de acudir al nuevo Gran Mago Teleportador y suplicarle que me ayude a enfrentarme a Bexoi, a quien apoyé para que se hiciera con el poder en Iceway».
Esta reflexión la hizo Pan entre las palabras de Enopp y su respuesta a ellas.
—Observo que tu aura es divisible —dijo Pan.
Era cierto, el aura de un niño podía ser divisible, y la de quien estaba destinado a ser un mago teleportador, más todavía.
—Pero falta tiempo para que se muestre tu poder, nadie puede vaticinar el tipo de mago que serás.
—Desea ser como tú —le dijo Anonoei a Pan.
—Ve mi poder —respuso éste—. Pero es demasiado joven para advertir la perversidad que hay en mí.
—La perversidad es común a todos los magos —dijo Anonoei—. ¿Acaso no he buscado yo mi propia satisfacción?
—También has amado a tus hijos.
—Y los he puesto en peligro.
—Concebirlos ya fue peligroso, Anonoei. Todos los niños vienen a un mundo plagado de peligros, donde la muerte acecha en cada rincón.
—¿Cómo podéis hablar así? —intervino Eko.
Los dos la miraron, sorprendidos de que alguien tan callado y apocado se dirigiera en ese tono a unos magos.
—Competís para decidir quién es más monstruoso —siguió Eko.
«¿Competimos?», se preguntó Pan a sí mismo.
—No sé si soy un monstruo, pero sí que quiero venganza —afirmó Anonoei.
—He venido hasta aquí para que te vengues de las cosas que te hice —dijo Pan—. Puedes vengarte de mí, no me teleportaré.
—¿Y qué haré después? —preguntó Anonoei—. Sin tu ayuda, no tendré la más mínima posibilidad contra ella.
—De acuerdo, pero has de prometerte una cosa: no le harás daño a su bebé —dijo Pan.
—¿Y precisamente tú me pides eso? Tú que…
—No olvido lo que le hice a tus hijos —la atajó Pan—. Si le haces daño a su hijo, la culpa te atormentará el resto de tu vida. Hablo por experiencia. Por grande que sea tu ira contra ella, recuerda que su hijo no te ha hecho nada. Tus niños no merecían sufrir, aunque su mera existencia fuera una amenaza para mi propio hijo. Él no merecía morir, aunque su existencia fuera un amenaza para el recién nacido de Bexoi y Prayard. Y su bebé no merece morir.
—¿En eso se basa tu moralidad? —preguntó Anonoei—: «Haz lo quieras, siempre que no hagas daños a los niños».
—A falta de algo mejor, me conformo con eso. Dime si estás de acuerdo con esa condición o mátame aquí y ahora, porque nunca te ayudaré a vengarte a través de un niño. Yo lo he hecho y no volveré a hacerlo jamás.
—Nada le dolería más —repuso Anonoei.
—¿Y qué venganza es ésa, que nos destruye a nosotros también?
—Escuchad los dos —intervino de nuevo Eko—. No puedo creer que con todo vuestro poder sólo penséis en venganzas.
Pan le dirigió una mirada cargada de tristeza.
—Hubo un tiempo en el que quise salvar el mundo, ignoraba para qué lo estaba salvando y, además, fracasé en mi empeño.
—Ellos son mi mundo —dijo Anonoei, abrazando a sus hijos.
—Si fuera cierto —dijo Eko—, no estarías haciendo planes para vengarte de la reina, una maga del fuego. Buscarías un lugar seguro para tus hijos.
—¿No estoy ya en ese lugar? —preguntó Anonoei.
—Estamos en Iceway y tu enemiga es la reina —dijo Eko—. Por cierto, Hombre del árbol, gracias por traer a la amante desaparecida del rey a nuestro hogar. Su presencia nos traerá suerte —añadió con ironía.
—No sabía adónde llevarlos —se disculpó Pan.
—Yo he hecho lo que pediste y no pienso echarla ahora de mi casa, aunque si sus enemigos llegan a saber quién es ella, matarán a mi familia, ¿no es cierto?
Pan se dejó caer al suelo.
—Y yo que creía que era el titiritero que manejaba este asunto a su antojo y resulta que es otro quien lo manipula todo.
—¿Quién? —preguntó Enopp.
—El destino —replicó Pan—. Las consecuencias imprevistas. El único y verdadero dios.
—¿Pero tienes un plan o no? —quiso saber Eko.
—Sí —dijo Pan—. Sí que lo tengo.