Amina aparcó el coche frente al edificio. Dio unas monedas al guardián y se dirigió hacia la puerta de entrada. No era la primera vez que pisaba el barrio de Beni Makada. En la fachada principal, un cartel anunciaba: «Centro neuro-psiquiátrico».
Hacía más de dos años que no tenían noticias de Jalid. Había desaparecido desde la muerte de Abderrahmán; nunca más se supo de él. Ni siquiera la policía lo reclamó, ni pasó por la casa a preguntar por él. Dijeron a la familia que los asesinos de su hijo habían sido detenidos. Eran unos vulgares ladrones que pretendían robarle. Del bolso no se volvió a hablar: ¿alguien lo cogió en la confusión del momento, los agentes que llegaron al lugar se lo llevaron, alguien lo devolvió a la casa? Los padres se conformaron con su dolor, pidieron fuerzas a Dios para seguir viviendo y alabaron la grandeza de todas sus decisiones.
Ahora, después de tanto tiempo, llegaba una carta del manicomio en la que se pedía la presencia de un familiar para hacerse cargo del cadáver de Jalid Temsamani. El forense había certificado su muerte por paro cardíaco, consecuencia de una insuficiencia respiratoria. Amina se encargó de afrontar la situación. Un médico la recibió en su despacho:
—Su hermano presentaba un cuadro característico de esquizofrenia aguda. Hemos tenido que administrarle durante estos dos años un tratamiento muy fuerte. Sinceramente, creo que no era recuperable —pontificó el doctor.
—Quisiera saber por qué razón no notificaron a la familia del enfermo su presencia en este centro hasta su muerte.
—La policía lo trajo aquí y nos dijo que no era necesario avisar a nadie, que eso ya estaba hecho. Si no le importa, le voy a pedir que identifique a su hermano. Tengo mucho trabajo y poco tiempo —dijo levantándose del asiento.
Amina permaneció sentada. Su actitud era serena, profesional.
—Además de ser su hermana, soy su abogada. Voy a presentar una denuncia contra los policías que lo trajeron hasta aquí y contra su centro. Necesito hacerle unas preguntas antes de saber si también tengo que denunciarle a usted.
Al médico se le olvidaron las prisas. Volvió a sentarse:
—Usted dirá.
—Necesito saber la fecha y hora exactas en las que Jalid Temsamani fue ingresado en este centro, el informe que, obligatoriamente, deben ustedes elaborar sobre su estado de salud en el momento de su ingreso, una descripción detallada del tratamiento que recibió, y los nombres de todos los médicos y enfermeros que lo atendieron durante su estancia aquí. Quiero saber cuáles eran sus pertenencias y su documentación en el momento de entrar, y dónde se encuentran. Voy a solicitar del juez que se le practique la autopsia.
El médico estaba visiblemente inquieto. Las cosas se le estaban complicando.
—Mire, éste es un hospital con muy pocos recursos. Sé cuáles son todos los procedimientos que la ley nos obliga a seguir, pero, desgraciadamente, no tenemos el personal suficiente para hacerlo correctamente. A nosotros no nos dejaron ningún efecto personal, nada de documentación, y tampoco se le hizo el reconocimiento médico preceptivo.
—¿Cómo dieron con nosotros?
—La policía nos pidió que la tuviéramos al tanto de lo que ocurriera. Ellos nos facilitaron su dirección.
—¿Qué policía?
—El jefe de la comisaría central. Desconozco su nombre.
—¿Es usted el director de un centro sanitario o de una cárcel?
El hombre de blanco empezó a ponerse nervioso.
—Mire, a veces ocurre que nos traigan aquí a delincuentes con problemas mentales. Es normal que lo haga la policía. Reconozco que no deberíamos admitirlos sin un estudio exhaustivo del enfermo. Pero su hermano presentaba indicios claros de trastorno. Nosotros somos profesionales capaces de reconocer estas enfermedades. Lo admitimos y le prestamos la misma atención que a cualquier otro enfermo. Era un caso grave, degenerativo, y aquí estaría mejor que en la cárcel.
—¿Quién le dijo a usted que debería estar en la cárcel?
—Bueno, es el lugar donde suelen meter a los delincuentes, ¿no?
—¿Antes de ser juzgados, condenados?
—Hasta ahí no llegan mis competencias. Mi trabajo consiste en ayudar a los enfermos a recuperarse.
—Muchas gracias, señor, ya me ha aclarado lo que quería saber. Recibirá noticias del juez. ¿Podemos pasar a ver a mi hermano?
La mentira es una costra que recubre la vida del país, pensó Amina. Vives tranquilo, sin cometer pecado, si no te empeñas en rascarla. Todos mienten, todos encubren, y tienes que conformarte con la explicación que te dan cuando te matan a un hijo, pierdes el trabajo, pagas los impuestos. Sólo tienes que seguir viviendo, aceptar como una verdad inviolable la decisión del funcionario. Todos saben que eso es así, lo aceptan, porque la mentira y el miedo siempre pasean cogidos de la mano.
Más que ningún otro, Jalid pudo comprobarlo, y su rostro, descubierto por el enfermero al levantar la sábana, delataba la satisfacción por abandonar al fin esos dos años interminables pasados bajo la costra. A Amina le pareció, durante los pocos segundos que necesitó para reconocerlo, que una sonrisa había sido su último gesto, y así lo recordaría ya siempre.
Cuando las puertas del manicomio se cerraron tras ella, tuvo la sensación de salir de una tumba. Jalid, el joven soñador que buscaba otra vida, el hermano adorado, admirado, quedaba en ella para siempre. Tan sólo una puerta, unas paredes separaban el infierno de la calle, con sus coches y motocicletas conducidos por ciudadanos sin ganas de preguntarse por lo que ocurre ahí dentro. Con sus mujeres llevando a cuestas una vida más pesada que sus propias fuerzas, sus niños alegres correteando sobre la tierra, sus cafés llenos de ocio, de paciencia, de hastío. En sus gestos, la historia parecía haberse detenido siglos atrás. Sólo unos cuantos habían tenido el privilegio de crecer, de mejorar. Pero la gran mayoría seguía repitiendo, uno tras otro, los ritos de la pobreza, sin la esperanza de que la mentira que cubre sus vidas pudiera ser algún día expulsada.
Antes de regresar al coche, Amina decidió pasear por las calles de Beni Makada. El sol se aprestaba a marcar el mediodía, por encima del cielo gris del otoño tangerino, oculto tras él como la esperanza en aquel barrio abandonado de la mano del hombre. Aunque estaba acostumbrada a verlos, nunca dejaba de impresionarse por la cantidad de niños y adolescentes que pululaban por la ciudad, recorriéndola de cabo a rabo sin rumbo, a todas horas del día, y tuvo que hacer un esfuerzo para no volver a pensar en el futuro que les esperaba, guiados como estaban por manos corruptas e incompetentes.
Empezaron a caer las primeras gotas sobre las calles terrizas de la ciudad pobre, amenazando los techos de hojalata y cartón, a los niños del frío, del fango y del hambre. Nadie esperaba nada de nadie, porque no había motivos para ello. La lluvia caía ya fuerte sobre el patio vacío del manicomio, mientras la cordura, fuera de él, tampoco encontraba su lugar. Amina aceleró el ritmo de sus pisadas, dejando sobre el barro la huella de su paso por el barrio. Era ya hora de regresar al despacho, quedaba mucho trabajo por hacer.