32

Cuando las olas del Atlántico rompen contra los acantilados de Tánger, sólo puedes oír tu propia voz. No hay mejor lugar para apartarte del mundo que esa frontera entre la vida y la muerte, entre la tierra y el mar, que la naturaleza ha dibujado sobre el mapa de mi ciudad. Tánger es una de esas ciudades en la que no sientes haber salido de ella hasta muchos kilómetros después de perder de vista su última casa. Por eso, sin salir de ella, se puede estar fuera del mundo.

Y necesito estarlo, porque el dolor me ha expulsado de él. Hasta ahora, saber que mi familia seguía entera, que podía aliviarle el peso de su pobreza, me protegía de los reproches que, cada vez más, me hacía a mí mismo. Si la muerte de Yasmina me sacudió el alma, la de Abderrahmán me la arrebató. Me senté frente a ese mar para no oír el llanto de mi madre, ocultar bajo su furia la vergüenza de sentirme el asesino de mi propia familia. Nunca más podré mirarlos a los ojos. Si antes estaba solo, ahora no soy nada, una hoja seca caída de un árbol que alguien, en unos instantes, destrozará bajo sus pies.

Ya no tiene sentido huir. Mi foto estará hoy en la televisión, mañana en los periódicos. Vaya donde vaya, habrá un camarero, un taxista, un ciudadano cualquiera para señalarme con el dedo. No puedo cruzar la frontera, y únicamente tengo en mis bolsillos unos cuantos billetes y una pistola. La capucha de mi chilaba no me servirá de refugio por mucho más tiempo. Si Abderrahmán no hubiera muerto, si no hubiera visto a mi madre llorar sobre su hijo, me entregaría, pediría que me juzgaran y que me hicieran pagar por todo. Pero hay pecados que no se pagan con la cárcel, que sólo se pueden lavar con la sangre de los culpables.

Regresé a la ciudad. Eran ya las seis de la tarde. Habían pasado tantas cosas en tan pocas horas que casi no distinguía cómo fueron sucediendo. Entré en el café frente a la tienda de Madani, ya poco importaba lo que pudiera ocurrir, e intenté ordenar los acontecimientos: había salido temprano de mi casa, con las ideas claras sobre lo que pretendía hacer. Busqué las direcciones de correo electrónico a las que quería hacer llegar la información. Fotocopié el libro y mandé varios ejemplares desde la oficina de Correos. Después entré en el cibercafé para enviar los mensajes. Fui entonces a comprarme ropa y de ahí a mi casa, donde me encontré con la tragedia. Pasé unas horas frente al mar y volví hasta aquí. Por la mañana hablé con uno de los matones. A esa hora, ya sabía que se estaba acercando a mí. Alguien, durante todo este tiempo, tuvo que guiarlos hasta la casa de mi familia. Ellos no podían saber dónde vivía, ni siquiera por dónde empezar a buscarme. Claro que tenían la lista, los contactos, pero ninguno sabía nada de mí, salvo que la rata de Buceta se hubiera ido de la lengua. A quienes sí les hubiera sido fácil dar con la casa de mis padres, en una ciudad como Tánger, es a los de la familia. Pero no tenía sentido que las dos organizaciones, enemigas como eran, se ayudaran entre sí.

O quizás si lo tuviera. Cuando vivía en España leía en los periódicos cómo partidos políticos que se declaraban enemigos, enfrentados, opuestos, terminaban gobernando juntos, dándose abrazos en nombre de la democracia. ¿Por qué no podrían hacer éstos lo mismo en nombre del dinero, que era su único Dios? Posiblemente se habrían puesto en contacto y, viendo que la situación se había complicado para todos, decidieran unir sus fuerzas para eliminarme y trabajar en equipo, como esas grandes empresas que se fusionan para ser más poderosas, tener menos competencia.

Al oír la sintonía del informativo en la televisión del café, me dio un vuelco el corazón. Posiblemente apareciera mi foto en la pantalla, si es que daban la noticia.

—¿Vas a tomar algo? —me quedé mirando al camarero como si su presencia ahí no fuera lo más normal del mundo.

—Si, por favor —me repuse, y recordé que no había probado bocado en todo el día—, un té y un bocadillo de queso.

Me daba la impresión de que todos en el café se volvían hacia mí, sorprendidos por mi actitud ante el camarero. Preferí no mirar alrededor, aunque probablemente ni al propio camarero le llamara la atención mi respuesta. El presentador inició el informativo hablando del nuevo viaje que el rey Mohamed VI se disponía a realizar al norte del país. Un murmullo de aprobación recorrió la sala. Desde que accedió al trono era la tercera visita que nos hacía. Durante sus años de reinado, Hasán II jamás había pisado Tánger en visita oficial, y menos aún el Rif. No nos quiere, decían unos, nos tiene miedo, contestaban otros. Pero todos sentirnos siempre que el norte de Marruecos era una región abandonada a su suerte, con gobernadores y alcaldes del sur impuestos ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, gente que no quería a la tierra en la que mandaba, y que sólo encontraba en ella un saco del que sacaba dinero a manos llenas, para terminar sus días, después de algunos años robándonos, en algún palacio de Fez, Rabat o Marrakech. El negocio de la droga y del contrabando no les era ajeno. De Ketama sale buena parte del hachís que se consume en Europa, y sus puertas de salida son Tánger y Nador. Ni el cultivo ni el trasiego de la droga existirían sin el visto bueno de policías, funcionarios, aduaneros, políticos, sin su participación en el reparto del pastel. Desde hace años, en Tánger florecen edificios hermosos por doquier, casas enormes de ventanas siempre cerradas con las que los traficantes de todo tipo hacen que su dinero se vuelva honesto. Nadie, desde el escritor más afamado, el estudiante más brillante, hasta el último habitante de las chabolas que se suman día a día a la ciudad, ignora eso. Por ello, y porque lo primero que hizo Mohamed VI fue destituir a los que habían gobernado las provincias marroquíes hasta su llegada al trono, tras el murmullo que saludó la noticia del viaje del Rey, se hizo el silencio, como si un delantero marroquí se dispusiera a tirar el penalti que daría la victoria al equipo nacional. Como todo el mundo en el café, fijé mis ojos en la pantalla, pero nadie más que yo pudo darse cuenta de que, en esas imágenes de su primer viaje, entre los guardaespaldas que lo rodeaban, los que no se despegan de él y son de su máxima confianza, estaba el policía de la familia, el que me entregó el pasaporte falso por encargo de Madani.

Me pareció que el mundo se me venía encima mientras el locutor pasaba a informar sobre la crisis entre palestinos e israelíes y la mayoría de los clientes regresaba a su conversación, su té, su parchís. Otros, en cambio, permanecían frente al televisor y, desde una y otra esquina del café, se desplegaba una rabiosa batería de insultos a los judíos, a los que todos los presentes respondíamos asintiendo con la cabeza, señal de que estábamos totalmente de acuerdo, pero que nos negábamos a saber más, porque los árabes ya sabíamos demasiado de injusticia y humillaciones.

No me podía creer que estos hijos de perra hubieran llegado hasta la misma casa de nuestro Rey; que los mismos que velaban por él fueran los mayores ladrones, criminales del país. Y que uno de los que movía esos hilos estuviera a unos metros de mí, encerrado en su ratonera apestosa. Menos aún quería pensar que todo estaba tan podrido que hasta la misma familia real fuera la que encabezara la farsa en la que millones de hombres y mujeres del mundo entero vivían, creían hasta morir por ella. No podía ser que ni un solo discurso retransmitido por la televisión, declaración publicada en los periódicos, ley aprobada por los parlamentos, norma dictada por la religión, tuvieran otro fin que el de adornar, ordenar, servirnos a todos la gran mentira. Sin embargo, en ese momento, esa idea maligna se desplegaba ante mí con la luz que ilumina de repente al que sale de las entrañas de su madre, triste parto y triste nacimiento.

En la televisión, la noticia de lo ocurrido en Tánger esta misma mañana volvió a llamar la atención de todos. No estamos acostumbrados a salir dos veces en un mismo informativo nacional. La mayoría de los presentes ya tenía su versión de lo ocurrido, y se disponía a defenderla en la inevitable discusión que surgiría tras la explicación del locutor. Intenté hacerme invisible dentro de mi capucha, y agaché la cabeza para sorber mi té. Historia de drogas, asunto de mafias, la policía a punto de esclarecerlo todo. El locutor acabó sin que en la pantalla apareciera mi foto. Suspiré y recordé que la única que podría tener mi madre en casa era una hecha a toda la familia por un fotógrafo ambulante del bulevar, muchos años atrás. Sí hablaron, en cambio, del detenido que cayó en manos de la gente que circulaba por ahí. Dieron un nombre marroquí: no eran por lo tanto los españoles los que habían asesinado a mi hermano; probablemente habían encargado el crimen. Ya no me cabía duda de que alguien más andaba por medio, y cada vez estaba más seguro de quién era. Miré hacía la tienda de Madani. Ningún comentario había rodado por el café sobre él, señal de que la policía, a pesar de haber recibido mi información, no lo había detenido.

Pagué el té y crucé la calle. Como un cliente más, entré en la tienda, sin levantar la capucha. Expliqué al joven encargado que quería escoger unas babuchas, y, sin levantar la vista del pequeño televisor que tenía frente a él, me señaló una estantería sobre la que se amontonaban decenas de ellas. La tienda estaba iluminada por un par de bombillas, como para que los curiosos no alargaran su estancia más de la cuenta. Miré de reojo al chico, que seguía en lo suyo. No me cupo duda de que ni se imaginaba lo que se cocinaba en los fogones de su jefe. Cobraría su pequeño sueldo mensual sin rechistar, no le fueran a quitar ese maravilloso trabajo que no le exigía mayor esfuerzo que señalar con el dedo, de vez en cuando, una esquina de la tienda, cobrar a los pocos clientes que compraban algo y envolver sus tesoros en papel de periódico.

Mientras me acercaba discretamente al escondrijo, un presentimiento me asaltó. Cogí el móvil y marqué el número de los españoles. En ese instante, sonó un teléfono al otro lado de la puerta del cubículo.

—Dime —espetó el español, que sin duda esperaba llamada.

—A mi hermano no se le mata impunemente, hijo de puta —contesté sacando la pistola del bolsillo.

Quizás aún no supiera que no era a mí al que se habían cargado. Eso me pareció cuando le oí insultar a mi madre. Cuando entré, todavía tenía el teléfono en la mano. También estaban en el cuarto Madani y otro español, sin duda su colega. El del móvil se levantó como un resorte y le estrellé la pistola contra la cabeza. Un hilo de sangre manó de su frente. Ordené silencio y les pedí que no dudaran de mi intención de matarlos si intentaban gritar o levantarse. Los hice juntarse en un rincón del cuarto y me senté frente a ellos:

—Parece que los niñitos embroncados han hecho las paces.

Seguían demasiado impresionados para contestar: un fantasma no se te aparece todos los días.

—¿Me recuerdas, señor Madani?, soy el de la paliza. Por cierto, siempre me he preguntado dónde está tu casa, porque fue ahí donde me la pegaron, ¿no? A lo mejor te apetece invitarnos a conocerla, a tus amigos y a mí.

Madani era el único que me sostenía la mirada. No había miedo en sus ojos, sólo odio, el odio impertinente del que se cree intocable. Los otros la tenían clavada en el suelo, el herido con las manos en la cabeza. Sabía que, en unos instantes, los dos se abalanzarían sobre mí. No había mucho espacio en aquel lugar para reaccionar contra dos personas. Ordené al del teléfono que se acercara a mí de rodillas. Miró de reojo al compañero, que le hizo señas de que obedeciera. Cuando estuvo a mi alcance, le estampé con todas mis fuerzas la culata en la cabeza. No quería alarmar aún al dependiente con un disparo.

—No os pienso matar, si no me obligáis a ello —mentí. Pensé que lo mismo le había dicho al abogado, con la misma intención de retener una posible reacción desesperada—. Sólo quiero hablar con vosotros, y ver cómo podemos llegar a un acuerdo.

El efecto no se hizo esperar. El español levantó por fin la cabeza y Madani pareció relajarse.

—Siempre es bueno hablar —dijo el viejo—, di lo que quieres.

—Antes que nada, saber qué ha pasado, por qué estáis juntos en esta habitación, quién mató a mi hermano.

—No sabíamos lo de tu hermano. Nos dijeron que alguien te había matado esta mañana, pero no tenemos nada que ver con eso.

—No sabes cuánto me tranquiliza saberlo. Estaba muy triste pensando que el señor Madani, al que tanto aprecio, pudiera haber hecho algo así. ¿Y qué se cuenta este cristiano de mierda? ¿Quién le ha dicho que puede venir a este país a matar a nuestra gente, como si se estuviera paseando por su finca y se encontrara con un perro sarnoso que le molestara?

El cristiano me miró con cara de chulo. No lo pude evitar: le disparé en el pecho. Madani se echó hacia atrás sobre su silla; se habría caído al suelo de no chocar su espalda contra la pared. Los ojos del español permanecieron unos segundos abiertos, grandes como platos. Al parecer, no contaba con que al morito le diera por ahí. Me sentí mucho mejor al saber que la justicia iba funcionando, que el expediente sobre el asesinato de mi hermano se agilizaba. El otro español seguía tendido en el suelo. No había tenido tanta suerte como su compinche: aún respiraba. Al viejo se le cayó la soberbia de la cara:

—Vamos, hijo, aún estás a tiempo de no echar a perder tu vida. Puedo darte dinero y hacer que salgas de este lío sin problemas. Confía en mí y verás cómo todo se arregla. Éstos se cargaron a tu hermano, y estaban buscando protección. Son enemigos nuestros, mi intención era entregarlos. Tú y yo somos marroquíes, tenemos que ayudarnos entre nosotros.

—¿Te olvidaste de mi nacionalidad, el día de la paliza?

—Eso fue un error, pensábamos que nos estabais traicionando, os teníamos que dar una lección.

—No puedes imaginar las ganas que tengo de darte yo una a ti, para que no cometas más errores.

Resultaba evidente que no estaba acostumbrado a que lo trataran con tanta impertinencia. El dependiente debía de seguir atento a la televisión, porque no reaccionó después del disparo. Madani empezaba a perder la paciencia:

—¿Qué pretendes, nos vamos a quedar así toda la noche?

—¿Cómo se llama el policía que me dio el pasaporte?

—No sé de quién me hablas.

Me levanté y le pegué un tortazo con todas mis fuerzas. Sabía que eso era para él más humillante aún que un puñetazo. Se le mezcló la sangre con la baba entre los labios.

—Dale gracias a Dios por haber dado con una buena persona. La última vez que contesté eso recibí una patada en la boca.

—Mohamed Uasini. Más vale que tengas cuidado con él.

—¿Qué hace cerca del Rey?

No pudo ocultar un gesto de sorpresa. No sabría decir si sus lágrimas eran de miedo o de rabia.

—Pertenece a su cuerpo de seguridad cuando viene a Tánger. Nada más.

—Coge el teléfono y llámalo. Dile que tienes algo urgente que decirle y que venga inmediatamente. Una palabra de más y te reviento la cabeza.

Obedeció. Esperamos en silencio que llegara el tal Mohamed. El español del teléfono se quedó clavado en la silla, con un charco de sangre a sus pies. El otro se movía de vez en cuando. Yo me mantenía frente a Madani, sin dejar de apuntarle con la pistola. Tenía la cabeza contra la pared, la mirada perdida en el techo de su ratonera. Sabía que estaba sufriendo como nunca lo había hecho en su vida, y me gustó pensar que así fuera. Sentí un tremendo deseo de humillarlo:

—Me estoy pensando si pegarte una patada en los huevos o no. Quizá mejor te pego otra hostia.

Sin cambiar de postura, cerró los ojos, esperando lo que le venía encima. Cambié de opinión y le escupí a la cara. Se pasó la mano con un gesto brusco y cuando se levantaba, llamaron a la puerta. Lo devolví a la silla de un empujón, y apunté la pistola hacia la puerta. Pensé en ese momento que Hamid me la había puesto en las manos para que cumpliera, paso a paso, su venganza. Estaba a punto de terminar mis deberes. Cuando el policía abrió la puerta se quedó paralizado bajo el marco.

—Entra enseguida y cierra.

Se lo pensó unos segundos, echó un vistazo a la habitación. Madani ni siquiera le dirigió una mirada. Estaba relamiéndose su dignidad pisoteada. El panorama le animó a obedecer.

—Siéntate —le dije señalando la silla del español, que seguía inconsciente en el suelo—, tu amigo te ha dejado un puesto libre.

—No conozco a esta gente, ¿qué ha pasado aquí?

—Te he llamado, comandante, para que cumplas con tu trabajo y detengas a Madani. Sé que no te lo vas a creer, pero es un traficante de drogas, de hombres, de alcohol, de todo lo que deje dinero. No me preguntes para qué coño quiere tanta pasta, si se ha pasado toda su puta vida encerrado en esta cloaca, como una cucaracha. Eres un tío honrado, un buen poli que cumple con su obligación, que protege a los ciudadanos de esta ciudad de toda la basura que crece en ella. Por eso estoy seguro de que me vas a dar el número de teléfono de tu jefe, para explicarle un par de cosas. Y mientras tanto, mira al que tienes a tu lado, para que veas que no bromeo, y si se te ocurre mover un solo dedo para sacar la pistola que, como buen poli, llevas sobre ti, te mando a que lo acompañes al infierno.

Nunca pensé que pudiera bordar así el papel de héroe de la película. Sabía que era la última vez que lo representaba, y quería disfrutarlo hasta el final. Mucho de lo que había vivido parecía sacado del cine. El problema es que la realidad da para muchos guiones. El poli me dio el número de la comisaría. Dije que necesitaba hablar urgentemente con el comisario, cuestión de vida o muerte. Se puso el jefe y, sin perder de vista a su subordinado, le conté la maravilla de personal que tenía a su servicio. Le hablé de Madani, de la familia, y le anuncié que tenía delante, aunque no en muy buen estado, a los autores del crimen de la medina. Sabía que con eso me estaba entregando, pero mi rendición me sabía a perdón divino. Me contestó que aguantara unos minutos, los que tardaría en llegar la policía. «Enhorabuena, has hecho un buen trabajo», terminó antes de colgar. Al soltar el teléfono, me di cuenta de que la mirada extraviada de Madani no podía ser la de un vivo. Lo empujé hacia un lado, y cayó al suelo como un saco. Su corazón no había aguantado tanta impertinencia. Esta gente que sentía el más absoluto desprecio por los demás era capaz de morirse porque alguien le hiciera pasar un mal rato a su orgullo. Me alegré de que Satanás se lo llevara de aquella manera.

El otro no se inmutaba. Había permanecido impasible durante toda la conversación, buscando probablemente el momento de escapar, sacar su pistola, lanzarse sobre mí. No le di la oportunidad. Nos miramos callados, sosteniéndonos la mirada. De repente descubrí que sus ojos reían, que no había miedo en ellos. Me desconcertó su calma, y sentí un ligero mareo, como si en un instante el día más largo de mi vida no encontrara cabida en mi cabeza. Supe en ese mismo instante que la carcajada que llevaba dentro estaba a punto de derramarse sobre mi hermano, Hamid, Yasmina, Munir, el dolor de mi familia, de miles de familias que cada día guardaban un poco de su miseria para pagar a los traficantes, y otro poco para pagar a la policía. Fuera se escuchaban pasos que se acercaban rápidamente a la puerta. Disparé antes de que entraran, vacié el cargador en el cuerpo del gusano que estaba a punto de salvarse, de seguir caminando por el lado bueno de la farsa en la que todos nacemos y morimos.

La puerta se abrió en el momento en que el cuerpo se derrumbaba. Sentí no haber guardado una bala para mí. Dejé caer la pistola al suelo, y supe que había hecho lo correcto cuando oí a uno de los policías:

—Demasiado tarde, el hijo de puta ya se los ha cargado.

Cuando me sacaron a la calle con las manos esposadas a las espaldas, ya se había congregado una multitud alrededor del furgón, aparcado sobre la acera, a unos metros de la tienda. Respiré hondo el aire fresco de mi ciudad, y con el dejé que entrara un último soplo de vida. La tensión de tanto dolor se liberó de mí y rasgó la noche de Tánger con un grito de desesperación:

—¡Estamos perdidos, estamos perdidos!

La policía se abría camino entre la gente a empellones. Más tarde recordaría algunos de esos rostros. Siempre hay alguien para disfrutar del dolor ajeno, siempre alguien para compadecerlo, para verse reflejado en él, como en un espejo de mal agüero.

Antes de que me metieran en el furgón, pude escuchar que una persona decía:

—No pasa nada, sólo es un loco.

Y la multitud se dispersó, regresó a apostarse delante de la televisión, el parchís, el vaso de té, en el café frente al bazar de Madani.