Quisiera cruzar este mar por última vez, no tener que volver a verlo más que desde la playa de Tánger o delante de un vaso de té, en Haffa, si la vida me lo permite. Si hay justicia, debería terminar de cumplir mi misión y descansar, descansar y olvidar. Llevo en mi equipaje dinero suficiente para montar un pequeño negocio lejos de mi ciudad, de mi familia, donde nadie haya oído hablar de mí. Quizás lo haga en Rabat, capital de los desconocidos, quizás en Esauira, donde el viento y el mar me recordarán el levante, los baños de mi infancia. He elegido, para este último viaje, el barco que lleva hasta Ceuta, desde donde me bastarán unos billetes de cien dírhams dentro del pasaporte para que nadie se preocupe por el dinero y la pistola que llevo conmigo. No quiero mirar hacia atrás; no lo he hecho desde que el barco salió del puerto de Algeciras. Ya tengo la costa de África delante de mí, y dentro de unos minutos pisaré el continente del que ya nunca saldré.
Antes de dejar la casa del abogado, me lavé la cara y las manos para borrar las huellas que la muerte había dejado en mi cuerpo y en mi alma. Apagué las luces y salí con la bolsa de viaje en la mano. Eran cerca de las doce de la noche; los flamboyanes mecían sus flores rojas en las calles desiertas, por las que me deslicé en dirección al centro de la ciudad. De vez en cuando un coche se cruzaba conmigo, y mi corazón amenazaba con desbocarse. Paré el primer taxi que vi:
—A la estación de autobuses, por favor, tengo que coger el próximo para Algeciras. Salgo en el primer barco de la mañana —mentí.
—A estas horas ya no hay ninguno, el primero sale a las siete —me contestó lo que ya sabía.
—Vaya faena —dije sorprendido, preocupado—, no puedo perder ese barco.
—Si quiere lo llevo por quince mil.
Para seguir sin levantar sospechas, regateé hasta dejarlo en trece mil. Una hora y media más tarde, ya esperaba en el bar del puerto. Tenía que salir del país antes de que descubrieran el cadáver. La gente de la organización sospecharía inevitablemente de mí, pero no era cuestión de delatarme a la policía: no les interesaba que toda la mierda saliera a flote en un juicio. Ellos mismos se encargarían de encontrarme, de recuperar el dinero, de alojarme una bala en la cabeza. Mañana mismo cruzarían la frontera, salvo que el silencio del abogado tardara algún día más en llamar su atención.
Llevaba todo el día sin comer. Delante de una cerveza y un bocadillo, hojeé el libro de cuentas que encontré junto al dinero. Ahí se sumaban los millones que la gente de mi país reunía escarbando en su propia miseria, en la solidaridad de sus familias; aparecían pagos de empresarios y nombres que sonaban a bares de alterne donde muchas de nuestras mujeres debían de ser enviadas para pagar sus deudas; recogía la llegada y el precio de cargamentos de hachís, que viajaban junto a los harraga; y el pago de otros encargos, en un apartado en el que mi nombre tenía sin duda un espacio reservado. También estaba ahí el nombre de Hamid, junto a varias anotaciones. Se ve que el abogado era el contable de la organización; busqué en su cementerio de papel indicios que me revelaran una pista, que me dijeran algo más sobre los pasos que debía dar.
Pasé la frontera sin problemas. Junto a mí, decenas de mujeres obesas de contrabando bajo sus chilabas intentaban cruzar el límite entre los dos mundos. Algunas deslizaban un billete en la mano de un aduanero y pasaban con su cargamento a cuestas. Otras intentaban salvar los obstáculos sin pagar el peaje. Unas lo conseguían, aprovechando que los funcionarios estaban ocupados en cobrar a las más dóciles. Otras eran repelidas hacia el otro lado a empujones o correazos. A unos metros de donde me encontraba, una anciana no soportó el acoso y cayó, desparramando sobre el asfalto los botes de Cola Cao, las latas de atún y sardinas, las cajas de galletas que llevaba pegados al cuerpo. Se lanzó al suelo a recoger su botín, que un policía había alejado a patadas.
Nada más regresar a él, mi país me volvía a doler profundamente, y la imagen de mi hermana Amina invadió mi mente y mi esperanza. Seguí adelante sin querer saber nada de lo que estaba ocurriendo a mis espaldas. Al otro lado de la frontera, una hilera de Mercedes esperaba a que se juntaran cinco viajeros para salir. Tomé uno para mí solo y le pedí al chófer que me llevara a Larache: ni hablar de detenerme en Tánger hasta que el panorama se aclarara y encontrara la salida del túnel por el que ya me sentía caminar.
Durante el trayecto seguí pasando las páginas del libro. Volví a una de ellas, y la examiné detenidamente. La mirada iba y venía sobre los nombres, las cifras, las fechas. Lo cerré y le pregunté al chófer:
—La última vez que pasé por Tánger mataron a un tipo, creo que tenía algo que ver con tráfico de drogas.
—Pillaron enseguida al asesino. Una historia de maricas, el tío está en la cárcel. Le caerán unos cuantos años —me tranquilizó.
Atravesamos Tánger alrededor de las once. Había decidido regresar para despedirme de mi familia y resolver los asuntos pendientes. Sabía que, después de eso, tendría que pasar varios años antes de poder volver. Al pasar por Arcila, pensé que era un buen sitio para retirarse, pero demasiado cerca del Infierno. Aparecieron por fin las ruinas romanas que anuncian la entrada a Larache. El taxi me dejó delante de la casa de Ahmed Buceta.
Mi amigo no me esperaba: hacía muy poco que había vuelto a España, y no debía regresar aquí hasta un mes o dos más tarde. Nos abrazamos.
—He tenido problemas. Tengo que hablar contigo, pero vamos a comer antes. Quisiera pasar en tu casa un par de días.
—Esta casa es tuya, Jalid.
Me enseñó mi habitación, y dejé en ella el bolso. Me duché y cambié la ropa que llevaba desde el día anterior por otra nueva que compré en Ceuta antes de pasar la frontera. Llevaba toda la noche sin dormir, pero la excitación me mantenía alerta. Pedí a Buceta que me llevara a un restaurante desde el que se viera el mar, para pasear después por las playas largas y desiertas del Atlántico y poder así hablar tranquilos. Preferí no abordar el tema durante la comida. Sí hablamos del accidente del barco. Me contó que nueve harraga y dos tripulantes habían muerto, y que la policía española había detenido a la mayoría de los supervivientes vagando por la playa de Tarifa. Algunos habían logrado escapar, como también el resto de la tripulación.
—He pasado estos días acojonado —me confesó—, pero, gracias a Dios, nuestro sistema es seguro.
Después de comer, nos acercamos a la orilla. La marea, al bajar, dejaba sobre la arena un espejo caprichoso sobre el que el sol jugueteaba. Bordeamos la espuma descalzos, hacia el sur. Pensé que pronto tendría que tomar esa dirección, y deseé que ese momento llegara cuanto antes. Estaba cansado de sentirme perseguido, acosado. Desde que los hombres de Madani me pegaron la paliza, no había vuelto a sentir un instante de sosiego. Había caído en un agujero del que necesitaba salir antes de que alguien lo llenara de tierra y me enterrara en él.
—Las cosas se me han complicado, Ahmed —inicié la conversación—. Desde el accidente, esta gente no confía en mí. No sé que me pueden reprochar, yo no tuve nada que ver con eso. Hice mi trabajo correctamente, yo no podía imaginar que el tiempo se iba a estropear. El patrón del barco me dijo que era el momento, y yo le di el visto bueno. Nada más llegar, el abogado me llamó y me echó una bronca —seguí mintiendo—. Quería verme inmediatamente, pero no me fie. Tengo intuición, y me pareció que algo raro estaban tramando. Me asusté y escapé. Ya no quiero saber nada de este mundo, Ahmed, estoy harto de vivir siempre en peligro. Me retiro, pero necesito unos días de descanso y de reflexión antes de decidir lo que voy a hacer, y quisiera pasarlos junto a ti. Eres el único amigo que tengo, y no quiero mezclar a mi familia en esto.
Buceta me miró con gesto grave. No era para menos; si la situación se complicaba para mí, se complicaba para todos.
—Creo que estás en un buen lío, Jalid, pero puedes contar conmigo. No te van a dejar desaparecer tan fácilmente, sabes demasiado. Seguro que tienen a gente en todo el país, grupos desconectados entre sí, pero parte de la misma mafia. Quizás tendrías que haberlos escuchado, haberte explicado; ellos te necesitan, no les interesa perderte. Al fin y al cabo, formas parte de la organización, eres uno de los suyos. Pero salir huyendo de esa manera, sin dejar rastro, te convierte en sospechoso.
—Hay algo que tienes que saber. Hamid no me dio la lista a mí. Ellos lo mataron, y se la sacaron a la fuerza. Lo supe hace unos días, al regresar a España. Sé que harían lo mismo conmigo.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se detuvo y me miró a los ojos:
—¿Qué dices, hermano? ¡Hamid llegó a un acuerdo con ellos, me lo dijo él mismo! ¡Te equivocas, Jalid!
No contesté. Seguimos caminando en silencio. Ante nosotros se extendían kilómetros de playa solitaria. Intentaba adivinar los pensamientos de Buceta, cuando su teléfono móvil empezó a sonar. Al empezar la conversación, se fue separando de mí:
—Perdona, Jalid, es una chica.
Me volví hacia el mar mientras hablaba. Cruzando el Atlántico había otro mundo, pero ya no creía en eso. Lo había buscado en Europa, y sólo encontré basura. Sólo hay un mundo, cercado por los días de nuestro nacimiento y nuestra muerte. Dentro de él tenemos que buscar la felicidad, y el suelo que pisemos nada importaba. Cuando Buceta terminó de hablar y se volvió hacia mí, se encontró con mi pistola apuntada hacia su cara:
—¿Qué te dijo la chica, hermano? —se convirtió en una estatua—. Lánzame el móvil, y no hagas tonterías.
—¿Qué haces, Jalid, te has vuelto loco? —empezó a ponerse nervioso—. ¡Dame esa pistola ahora mismo!
Intentó acercarse a mí, tanteando mi reacción. Le disparé cerca de los pies, y volvió a paralizarse.
—La próxima, a la cabeza. Rápido, tira el móvil al suelo y camina hacia atrás.
—No entiendo nada, te estás equivocando —gimió soltando el móvil.
Lo recogí sin dejar de apuntarle. Comprobé el número de la última llamada:
—Una amiguita de Málaga, cabrón. Siéntate —lo hizo, ya estaba acorralado—. Te llamaron tus amiguitos para avisarte de que me había cargado al hijo puta de tu socio, ¿no? ¿Qué les dijiste?
—Escucha, Jalid, yo no quiero que te pase nada, de verdad te aprecio. Les he dicho que no sé nada de ti, que no te he visto, y que si apareces les avisaré, nada más. Pero no lo haré, claro que no lo haré.
—¿No me venderás, hermano? ¿Como tampoco vendiste a Hamid? —se quitó el sudor de la cara con la mano y dejó caer la mirada, y quizás alguna lágrima de terror, sobre la arena—. Claro que Hamid no les dio la lista, no lo hubiera hecho ni torturado. Tú se la vendiste, la conocías porque tu hermano Hamid, el muy gilipollas, confió en una rata como tú. Te dio sus nombres y sus teléfonos para sentirse protegido, y tú los utilizaste para sacarles la pasta. Recuérdalo cuando llegues al Infierno: vendiste a tu amigo por cinco millones de pesetas; ve a decírselo a sus padres, los que te daban de comer para ahorrarte los gusanos de las lentejas españolas, explícales cuál era el precio de la vida de su hijo.
—No me imaginé que se lo fueran a cargar —lloriqueó.
—Claro que no, iban a decirle «venga, Hamid, ya tenemos la lista, vamos a ser amigos». Sabías perfectamente que lo estabas condenando a muerte, como sabes que lo harías denunciándome. Pero eso no te importa, porque te darán una buena recompensa, chivato hijo de puta, y les dirás que sólo quieres trabajar en la sombra, porque no tienes cojones para arriesgar tu vida de vegetal. ¿Cómo no vas a venderme a mí, si lo harías hasta con tu madre, por unos cuantos billetes?
Ni siquiera me miró a la cara al preguntarme cómo me había enterado.
—Porque tu amigo el abogado era un buen contable que lo apuntaba todo, y le tomé prestado su librito. Cinco millones al de Larache, ponía, y una fecha, la del día de la muerte de Hamid. ¿Conoces a otro hijo de puta en Larache capaz de hacer eso?
La bala le reventó la cabeza. No podía dejarlo vivir sin condenarme a muerte. Habría acercado a mis perseguidores hasta mí, hasta mi familia. Ahora sabían que estaba en Marruecos, pero no conocían ni mi nombre. Nadie que estuviera en la lista, salvo Buceta, sabría darles la más mínima pista sobre dónde vive mi familia, dónde encontrarme. El pasaporte que ellos me hicieron, el nombre que me dieron, iría a parar a una alcantarilla. Probablemente volverían a llamar a Buceta; no me costaría trabajo hacerme pasar por él. Cogí su móvil y las llaves de su casa, y escupí sobre el rostro cubierto de sangre. Corrí hacia la carretera y, cuando llegué a ella, seguí corriendo hacia Larache. Pronto descubrirían el cadáver, lo identificarían y registrarían la casa. Un taxista, al verme correr, redujo la velocidad al llegar a mi altura. Subí al coche como a una balsa el náufrago, y explique al chófer que me acababa de enterar de que mi madre había muerto en Uxda, y que tenía que llegar a Tánger esa misma tarde para coger el tren. Le pedí que me parara en mi casa antes, para recoger mi equipaje. Salí de casa de Buceta con el bolso de viaje. Cuando me senté en el asiento trasero del Mercedes, pensé que la suerte se había puesto de nuevo de mi lado, y le pedí que no me abandonara, pues aún la iba a necesitar por mucho tiempo.
El taxi me dejó en la estación de ferrocarriles de Tánger. Cuando desapareció, cogí otro para ir a mi apartamento. Tenía que recoger lo que allí me quedaba y cancelar el alquiler con el propietario. Era demasiado peligroso seguir con él. Estaba en la casa haciendo la maleta cuando sonó el teléfono. Era el de Buceta. Quien preguntaba por él parecía no conocerlo, mejor así:
—Ya estamos aquí; Pedro nos dijo que nos pusiéramos en contacto contigo.
—¿Dónde estáis en este momento?
—En el puerto, no había avión hasta mañana.
—¡Qué mala suerte, este cabrón se me escapó! Me dijo que se largaba a Europa, que tenía pasta para vivir tranquilo unos años.
—¡Claro que tiene pasta, no me jodas, limpió la caja de Martínez! ¿Cómo que lo dejaste escapar, tío? ¿No te dijeron que lo retuvieras hasta que llegáramos?
—Lo intenté, pero se mosqueó y me sacó una pistola. Yo no tengo más que una navaja.
—¡Menudo gilipollas! —oí que le decía al otro—, dejó que se largara. Espéranos ahí —siguió conmigo—, enseguida vamos a verte. ¿Dónde coño está Larache?
—Ya no vivo allí, me mudé a Tetuán. Jalid llegó por Ceuta, por eso vino a verme, le pillaba de paso. Coge un taxi y di que te lleven a la calle Hasán II, número 7, yo os estaré esperando —inventé y corté.
Mientras iban a Tetuán, me esperaban, se daban cuenta e iban a Larache, tenía unas horas de respiro. Tras arreglar las cosas con el propietario, fui a casa de mis padres. Como era su costumbre, mi madre me abrazó, y se repitió la algarabía a mi llegada. Besé a mi padre en la mano. Lo encontré más viejo, cansado.
—No se encuentra bien últimamente —me contó mi madre ya solos—; han ocurrido cosas. El otro día entraron en el despacho de Amina unos integristas. Lo destrozaron todo, le pegaron, pintaron groserías en las paredes. Ya sabes cómo es ella, no hay nada en la vida que la pueda derrotar; pero tu padre se lo tomó muy mal. Él hubiera preferido otra vida para su hija. No vino a vernos hasta que las heridas desaparecieron de su rostro.
—Son unos hijos de puta —me enfurecí—, ¿dónde está?, quiero verla hoy mismo.
—Se fue a Rabat a pasar una temporada. Dijo que quería reflexionar, descansar. Pero sé que volverá, no abandonará a su gente. El barrio estaba indignado; al día siguiente, apedrearon a tres integristas. No creo que se atrevan a hacerlo de nuevo.
Contuve como pude mi rabia, que no le pasó desapercibida. No me quedó otra alternativa que pedirle que me guardara en lugar seguro la maleta, que nadie la viera ni tocara, que ni siquiera ella la abriera.
—Quizás tenga que volver a irme sin avisar. Si no vuelvo en diez días, abre la maleta y quédate con lo que haya dentro. Pero en silencio, madre, siempre en silencio.
Le puse en la mano un sobre lleno de dinero:
—Esto os ayudará durante unos meses.
Por vez primera, su respuesta fue una mirada preocupada, desconfiada. Cuando ya iba a salir, me llamó:
—Jalid, siéntate un momento —obedecí—, hay algo que debes saber —cogió mis manos entre las suyas. Al parecer, me esperaban nuevos problemas. Esperé ansioso a que se decidiera a darme la noticia—. Hace unos días, un barco se hundió al llegar a España. Iba cargado de gente de aquí que intentaba entrar a Europa. Varios murieron. Entre ellos estaba Yasmina. Había escapado con su amante, un tal Munir. Su marido le hacía la vida imposible: no la dejaba salir, le pegaba. No podían tener hijos, y la culpaba a ella. Se volvió a casar, y tampoco pudo dar un hijo a la nueva mujer. Estaba seco, y la siguió pagando con Yasmina. Un día trajo a casa a un cliente, un joven apuesto y amable. Yasmina y él se enamoraron nada más verse. El hombre se las arregló para volver a la casa, y siguió haciéndolo cuando no había nadie. Decidieron huir. Él tenía dinero, y la única manera de sentirse a salvo era escapando a España. Compró dos plazas en el barco, y su sueño terminó antes de llegar. Ahora descansan juntos en el fondo del mar.