Cierro los ojos. En Granada conocí, al poco tiempo de llegar, a un tangerino español, hijo de un mecánico también nacido allá. Era un consumidor compulsivo de hachís, como si fumar un porro fuera su manera de enlazar directamente con sus raíces. Manolo era un tipo agradable, que vino aquí a estudiar Historia y se quedó después a trabajar como profesor, y al que le gustaba más que nada en el mundo relacionarse con gente de la ciudad en la que nació, independientemente de su nacionalidad. Era uno de los clientes de la primera etapa de Hamid en Granada, y conservó con él, y conmigo desde que nos presentaron, una sincera amistad. Los padres de Manolo salieron de Tánger poco después de la Marcha Verde, como otros muchos españoles, justo cuando él terminaba sus estudios secundarios. Desde entonces jamás volvieron a Tánger, con el pretexto de no saber con qué ciudad se iban a encontrar. Le habían dicho que ahora estaba muy sucia, y que ya no había más que moros.
Este último comentario nunca lo hacía Manolo. Era más inteligente, más sensible que los padres, y pertenecía a otra generación de colonos. Sin embargo, hablaba de Tánger como de una ciudad que yo, que había nacido, vivido en sus entrañas, era incapaz de reconocer. Cuando nos reuníamos unos cuantos amigos, siempre se las arreglaba para que, en algún momento, la conversación se desviara hacia su tema favorito, del que disfrutaba especialmente si yo estaba allí, como una prueba irrefutable, auténtica, autóctona, de que lo que decía era cierto.
Tánger internacional, refugio de espías, contrabandistas, exiliados, intelectuales; Bowles, Ginsberg, Kerouac, Tennessee Williams; actores, pintores, músicos habían desfilado por la ciudad como por un templo, la habían llenado de una aureola de libertad, de sabiduría, algo especial que en ningún otro lugar del mundo era posible respirar, y que desgraciadamente ya se había esfumado por completo.
Pregunté una vez a Manolo si había visto en una sola ocasión a alguno de los personajes que nombraba y renombraba cada vez que hablaba de Tánger, como si los conociera de toda la vida.
—No, no los he conocido personalmente, a ninguno de ellos he tenido la dicha de saludar —me contestó desconfiado, oliendo la mala intención de la pregunta—. Pero los he leído, me he informado, he visto sus cuadros, y en cada ocasión he sentido algo en común con ellos, algo difícil de explicar, pero que tiene que ver con el lugar en el que vivieron, crearon, el lugar en el que yo nací.
Supe que, como Manolo, había otros muchos tangerinos extranjeros que hicieron de la ciudad en la que nacieron y vivieron una especie de religión. Había incluso varias asociaciones de tangerinos, algunas de ellas sólo para españoles, otras internacionales —Manolo pertenecía a una de antiguos estudiantes del Instituto Español—, cuyos nostálgicos miembros se reunían una vez al año para comer y pasarse el día dándole vueltas a sus recuerdos. Al principio no entendía por qué esos enamorados de Tánger organizaban siempre sus reuniones en Málaga o en Madrid y nunca en la ciudad que llevaban todos ellos tan dentro de sus corazones. Siempre me pareció injusto que dieran la espalda de esa manera a su amada, como un amante inmaduro despechado porque su chica ya no se pinta las uñas del color que a él le gusta.
Pero me fui dando cuenta de que Manolo, y los otros como él, jamás habían conocido la ciudad que decían amar. Sólo cruzaban el zoco chico para llevar a algún amigo o familiar de vacaciones a los bazares de la calle Siaghins, con la recomendación de que no compraran nada en ellas, que ya lo harían en las tiendas del centro. Tánger se componía para ellos de cinco o seis calles, que casi nunca recorrían andando. Jamás habían puesto el pie en la mayoría de los barrios de la ciudad, y cuando los veían, desde la carretera, los miraban como si no pertenecieran a ella. En la playa ocupaban sólo un extremo que habían separado del resto con una alambrada, vigilada por un guardián armado con un garrote. Cuando, siendo niños, intentábamos alcanzar esa zona por la orilla, en los momentos de marea baja, nos perseguía con su palo en alto para impedir que llegáramos hasta las rocas, donde ya quedábamos fuera de su alcance.
Nunca pensé que Tánger fuera sólo nuestra, que no les perteneciera a ellos también. El repicar de las campanas de las iglesias se mezclaba en armonía con la llamada del almuédano, y la imponente silueta del rabino judío formaba parte del paisaje de las calles de la medina. Era de verdad una ciudad cosmopolita, un lugar donde todos cabíamos, aunque nuestra relación con ellos fuera que nuestras madres trabajaran en sus casas como criadas, nos pegáramos a ellos como moscas hasta que nos soltaran alguna moneda o nos cruzáramos las miradas en nuestras carreras hacia las rocas de su playa. Pero hoy, cuando veo a gente como Manolo, sí pienso que nosotros sólo fuimos para ellos parte del paisaje de una ciudad que fue suya mientras nuestro sudor barato les proporcionaba la vida fácil que, fuera de aquí, no volverían a encontrar y que es su auténtica añoranza, la de una ciudad que ya sólo adoran en el recuerdo. Y comprendo mejor las palabras del viejo camarero del Café de París, un tangerino que jamás dejaría a su amada por ver crecer sobre ella las huellas del paso del tiempo.