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Les Nouvelles du Nord recogía la noticia en primera plana, y remitía a más información en el interior. El asunto mereció incluso ser el tema del editorial: «Nuevo ajuste de cuentas en Tánger». Se preguntaba cuándo iba a acabar la impunidad con que la droga pasaba por nuestra ciudad, cuándo las mafias del narcotráfico dejarían de encontrar en la Perla del Mediterráneo el paraíso del blanqueo de dinero negro. La misma historia de siempre, la misma mentira para tranquilizar a los ciudadanos, hacerles creer que la prensa está vigilante, la policía alerta, las autoridades preocupadas. En el reportaje, el periodista trataba el crimen con el rigor de un mal escritor de novelas policíacas. Lo leí y releí, buscando en él un indicio, una pista que me ayudara a saber en qué situación me encontraba. Ni una sola palabra aparecía respecto a Madani, a la nota que dejé sobre el pecho del cadáver. «Un hombre aparece asesinado a golpes en su propia casa. El criminal vació una bolsa de droga sobre su cuerpo». Lo demás era puro adorno, leña para encender el morbo de los tangerinos.

Analicé la situación. O bien la policía echaba tierra sobre el caso o bien Madani y compañía, preocupados porque alguien ajeno a la familia se hubiera cargado al fanfarrón, dejando además su nombre escrito como provocación, la puso a trabajar en serio, si es que tenía poder para hacerlo. Me di cuenta de que hasta para asesinar a una persona hay que tener las ideas en su sitio: el papelito me colocaba directamente a la cabeza de la lista de sospechosos. Muerto Hamid, ¿quién podría tener más interés que yo en pringar a Madani? Más de uno, probablemente, pero pocos se atreverían a hacerlo.

El teléfono me sacó de mis reflexiones. Era Martínez, el hijo de perra que me metió en este embrollo. Las tres primeras operaciones habían salido a la perfección, me felicitaba y me recordaba que dos noches después salía el último barco, si el tiempo lo permitía. La organización estaba muy satisfecha con mi trabajo. Cuidado con el último barco, amigo, atento a que no falle nada. En cuanto llegue aquí, te llamo para que regreses y lo celebramos.

Casi había olvidado lo que aún me retenía en Tánger. Pensé en abandonarlo todo, no establecer el contacto para la salida de la embarcación, huir. Pero ¿dónde puede ir un marroquí con pasaporte falso, un asesino perseguido por la justicia? ¿Cuánto duraría mi travesía antes de terminar en un calabozo? La organización era mi mejor, mi único refugio. Entendí perfectamente lo que se decía de los mafiosos: viven tranquilos, están protegidos, nadie los molesta. Me sentía sobre un iceberg que hundía todo su peso en el poder, lo controlaba, manejaba, confundía con él. Los habitantes del planeta trabajan, existen confiados en que todo está dispuesto para su bienestar, su seguridad. Creen en sus gobernantes, policías, médicos, jueces, abogados, sacerdotes, banqueros, patronos. Están convencidos de que todos ellos actúan para que los delincuentes, los que amenazan el bolsillo, la salud de los honestos, los indeseables que sólo buscan vivir del sudor ajeno, no logren su propósito de perturbar la sociedad. Duermen tranquilos porque ignoran que entre sus protectores, los que hacen las leyes y las hacen cumplir, se encuentra, infiltrada como el veneno del escorpión en la sangre del hombre, la cabeza de la víbora que tanto temen. Ellos mismos les pagan sus servicios, los votan, los colocan en el lugar desde el que van a extraerles el tuétano, le hacen la cama en la que cada noche violan sus derechos, sus pertenencias, se ríen de su inocencia, duermen a pierna suelta, con la tranquilidad del intocable.

Al día siguiente, cuando fui a desayunar al abrigo de la madrugada, la noticia se conocía en el café. Por la tarde, la policía había detenido al asesino. Un marica, me dijo el camarero, un amante celoso porque había dejado de hacerle caso, que sabía de los trapicheos del hombre y que para disimular el caso le echó la droga encima.

—Está claro que conocía perfectamente la casa. Caso resuelto. Nuestra policía es buena, muy buena. Mejor así. A nadie le gusta que un asesino ande suelto, se te siente en tu propio café, le sirvas tú mismo un té, sin saber que en cualquier momento te puede meter un cuchillo en la espalda. Un maricón menos. Mejor todavía: dos maricones menos. Al infierno con ellos. Esta ciudad necesita una buena limpieza. Ya no es lo que era.

A saber quién era el pobre desgraciado que iba a pasar el resto de su vida entre rejas. Conmigo que no contara para llevarle la contraria a la policía. Al parecer, lo importante es encontrar a un culpable, un chivo que pague el precio de la tranquilidad social. Que la buena gente sepa que el que la hace, la paga. Para la justicia ya habrá tiempo, siempre puede esperar. Además, al final está Dios, Él lo sabe todo, no falla, nunca se equivoca. Me sorprendió que al alivio que me trajo la noticia no le acompañara una sombra de remordimiento, una duda.

A pesar de que sabía que una cosa era la policía y otra Madani, que él no se conformaría con la historia del maricón, me sentí libre para volver a salir. El barco zarparía durante la noche del día siguiente, había que trabajar. Decidí ir a uno de los encuentros del representante de la embarcación con un grupo de clientes. Se haría esa misma noche, a las once, en un café de Beni Uriaghel. Allí les darían las instrucciones para el viaje, recogerían el dinero y los transportarían con los demás hasta el barracón de donde ya no saldrían más que para embarcar. Me interesaba conocer a fondo el negocio, no perderme un detalle de cada operación, hacerme imprescindible. Sin proponérmelo, había decidido que mi vida ya nunca se separaría del destino que me había tocado. Los escrúpulos no son más que una carga que debes ir aligerando cuanto antes, un invento para mantener al hombre a raya, zancadillas para los mediocres.

Hasta que llegara el momento, y para dejarme ver lo menos posible en Tánger, decidí visitar a Buceta, pasar el día con él. El taxi me dejó a mediodía delante de su casa de Larache:

—Tengo que reconocer que cuando me enteré de lo de Bachir, pensé que habías sido tú, por lo que te conté de la aduana española. Hasán, que también le compraba a él, me llamó esta mañana y me contó lo del marica. Mejor así. No se merecía otra cosa, pero tendré que buscarme otro proveedor.

Larache es una ciudad tranquila, donde tienes la sensación de que el tiempo no te trata a empujones. Delante de unas cervezas y una fritura de pescado, pasamos unas cuantas horas conversando. Por supuesto, Hamid ocupó buena parte de la charla. Le conté, porque me lo pidió, cómo fue el descubrimiento del cadáver, cómo reaccione, qué ocurrió después. Omití algunos detalles, como lo que encontré en la caja fuerte. Me había convertido en desconfiado por puro instinto.

—No puedo olvidar la imagen de su cuerpo desnudo, colgando como un pollo en una carnicería. Siempre que lo recuerdo siento que debo vengarlo, que no puede ser que esos hijos de puta lo hayan matado y no les pase nada. No llegué a conocer a ninguno de sus contactos en España, nunca averiguaré quien fue. Mejor, porque si diera con él no sé lo que haría.

—La venganza no es buena compañera de viaje, Jalid. Te lo puede aguar en cualquier momento. Mírame a mí: sólo deseo la paz, la tranquilidad, no quiero sobresaltos. Hay muchas maneras de rozar la felicidad, pero con ésta tienes más posibilidades de llegar a viejo.

—No siempre elegimos lo que hacemos con nuestra vida.

—Pero podemos intentarlo. Hamid eligió su vida, conocía los riesgos que corría, y aun así siguió adelante con ella. Lamento lo que le ocurrió, pero en este negocio puedes decir lo que quieras de la muerte, menos que te pilló por sorpresa. Cuídate tú también, pegarle un tiro a alguien sólo es, para esta gente, una operación más, no demasiado diferente de hacer un encargo u organizar una entrega. Tu vida no depende sólo de que les seas fiel, sino también útil. Cuando dejes de servirles, te convertirás en un estorbo, y se desharán de ti. Yo prefiero el anonimato, el papel secundario. Así y todo, sé que en cualquier momento pueden pegarle una patada a la puerta y meterme en el talego.

—No es fácil salirse de este lío. Tú lo hiciste a tiempo, pero yo me encuentro con una puerta cerrada en todas las salidas en las que pienso. En todas, menos en una: seguir adelante con esto.

—El mundo es muy grande, no en todas partes te buscarían. Tienes pasaporte y visado, lárgate a Francia, a cualquier país de Europa. Siempre hay algún trabajo que no quieren hacer ellos.

—No dejé mi país para limpiar el culo a los extranjeros.

—Ya te dije que puedes intentar elegir. Te has acostumbrado a vivir como un rey. No hay droga más difícil de abandonar que ésa. Por lo menos, ten cuidado con los pasos que das. Y sobre todo con la lista: no sólo te juegas tu vida, también la nuestra. Hamid te la dio porque ya necesitaba a alguien y confiaba plenamente en ti. Era consciente de su valor y de su peligro. Yo nunca la quise para mí: por eso te eligió. Pero jamás la hubiera dejado en manos de otro, ni de la otra organización, ni de ésta.

La cerveza y la simpatía mutua nos habían soltado la lengua, pero supe retener mi sorpresa. Al menos por el momento, pensé.

—Máxima discreción, Jalid, por favor —siguió—. Ya sabes por Hamid que no nos conocemos entre nosotros. Yo soy el único que sabe quién está ahí, aparte de ti. Ni siquiera Hasán, con el que trabajo el hachís, sabe que estoy en esto, ni que yo sé que él también.

—No tienes nada que temer. ¿Cómo te enteraste de la muerte de Hamid?

—Por su familia. Nos conocíamos desde hace mucho, cuando estudiábamos juntos en el Instituto Español. Mi familia vivía en Larache y me quedaba en la residencia del Instituto. Pero prefería la harira de su madre a las lentejas con bichos que nos ponían allí, y a menudo comía en su casa. Me adoptaron como uno más. En cuanto supieron por el consulado que Hamid había muerto, me lo hicieron saber. Desde entonces, voy a verlos cada vez que paso por Tánger. Me contaron que les llevaste dinero de parte de Hamid. Fue una buena acción.

Me despedí de Buceta al atardecer. Aún tenía que llegar a Tánger, prepararme para el encuentro con los nuevos candidatos al Infierno, salir para Beni Uriaghel. Durante todo el viaje, le fui dando vueltas a la conversación con él. En algún momento de lo sucedido, había algo muy oscuro, algo que ensombrecía la lógica con la que hasta ahora fui ordenando los acontecimientos. La carta que encontré en la caja fuerte de Hamid me había parecido confusa, sin interés. La impresión que me causó su muerte hizo que la olvidara pronto, me impidió ver en ella algo que pudiera interesar. Sin embargo, mientras charlábamos, me vino a la mente en varias ocasiones, hasta tener la certeza de que en ella encontraría alguna respuesta a la sombra que se había instalado sobre una situación que, hasta ese momento, consideraba aclarada. Pero la carta estaba en mi casa de Granada, y era incapaz de recordar una frase entera del último mensaje de Hamid.