Cierro los ojos. Las lágrimas de la madre de Hamid caen sobre mi camastro como goteras desde las grietas de techo. La felicidad es una ilusión en nuestras noches inmensas, una estrella que durante un suspiro te ilumina la vida, los fuegos artificiales el Día de la Independencia. Lo primero que hice en mi primer viaje a Tánger después de su muerte fue ir a verla. El consulado de Marruecos en Málaga ya les había transmitido la noticia, ahorrándome lo peor. Les llevé en un sobre todo el dinero que encontré en su caja fuerte, ya convertido en dírhams:
—Unos días antes de que ocurriera —les mentí—, me pidió que les entregara esto. Quiso también que les dijera que erais para él lo más importante de su vida, y que se sentía muy orgulloso de vosotros. Yo mismo lo oía hablar con sus amigos españoles de sus padres, de lo que habían hecho por él, de su sacrificio, de la educación que le dieron. Nunca pensé que fuera a hacer eso. Los días que quedan para que os reunáis con él no son nada en la eternidad que Dios tiene preparada para sus hijos.
La luz había pasado, efímera, por aquella casa pobre. Durante unos años, el orgullo de que Hamid recorriera el camino hacia una profesión digna, fuera uno de los elegidos para dejar atrás el mundo del sufrimiento, de la necesidad perpetua, había aliviado el peso de su miseria. Cuando llegaba el momento de que el hijo Salvador, predilecto, regresara con el futuro resuelto para todos ellos bajo el brazo, se abatió de nuevo la oscuridad, la eterna oscuridad, sobre sus vidas.
Nadie engaña a una madre cuando se trata de la muerte de su hijo. Sabía que él nunca les hubiera hecho eso a ellos. Alguien lo mató, un ladrón, un envidioso, un cristiano asesino que sabe que nuestras vidas no valen nada, que la muerte de un musulmán en España no merece un minuto del tiempo de un policía.
Jamás Hamid habría abandonado cuando estaba a punto de lograr su objetivo. Era un hombre fuerte, valiente, feliz. Quería regresar a su país, vivir entre su gente, ayudar a su familia. Era un hombre honrado, incapaz de hacer daño a nadie. Era un hombre con sentimientos, como somos los musulmanes, para quienes la familia es sagrada, los amigos hermanos, los hijos intocables. Su riqueza habría sido el consuelo de todos los pobres que se acercarán a él.
Dios está de nuestra parte, lo ve todo, marca el destino de unos y de otros. Si ha permitido que Hamid muera, nos está diciendo que el camino en el que nos hizo nacer no debe cambiar, porque nos llevará hasta Él. Lo seguiremos con obediencia, con resignación. Ya nadie, nada nos apartará de Él. Lo hemos comprendido. Nuestro dolor se verá aliviado, recompensado con su presencia, y con la de Hamid.
Diles a los cristianos, cuando regreses a su tierra, que no queremos sus estudios, sus trabajos. Que tenemos la verdad de nuestro lado, que su paraíso se desplomará el día que Dios nos llame a todos a rendir cuentas. Infieles borrachos de dinero, de poder, devoradores de cerdo, nuestra miseria nos hace dignos, luchadores, somos creyentes en la única verdad que existe. Se han quedado con el cuerpo de mi hijo, pero su alma nos espera feliz, segura de que su paso por este mundo no ha sido inútil: ha servido para que todos nosotros comprendamos que nadie se desvía del destino que Dios le marcó, para que lo aceptemos, lo sigamos.
Me llenaba el vaso de té sin parar, para prolongar mi estancia, como si al marcharme fuera a dejar de ver para siempre a Hamid. Me hablaba como si lo estuviera haciendo a su hijo, y yo sabía que al irme su entereza se convertiría en llanto, en el último llanto, el que acabaría con todas las lágrimas que contenía su cuerpo, y sabe Dios cuántas caben en el cuerpo de un pobre. Su marido seguía la conversación con la mirada perdida, desgranando entre sus dedos un rosario, contando en él los días de dolor que todavía Dios les tenía reservados. Las dos hermanas que estaban en casa cuando llegué no dejaron de gemir, demasiado jóvenes para ser sabias, demasiado mayores para llorar de verdad.
Al despedirme le besé la mano, y no la separé de la mía hasta que sus dedos, aferrados al último instante, lo decidieron. «Que Dios te guarde de todos los males del mundo», me dijo, y cuando la puerta se cerró detrás de mí ya había decidido que no era posible esperar al fin del mundo para que los asesinos de Hamid pagaran el dolor de su familia.