20

Los demás amigos de Hamid se alinearon sin problema a mi lado. Sólo pretendían dos cosas: seguir trabajando y máxima seguridad. Sabían perfectamente que en el negocio del contrabando, de drogas, de alcohol, de tabaco, de hombres, los intermediarios eran siempre los que caían. Los peces gordos seguían nadando a sus anchas en sus despachos de abogado, comisario o ministro. La fórmula de Hamid les infundía seguridad y yo les garantizaba seguir con ella.

La mayoría de ellos eran también pequeños traficantes de hachís. Desde Ketama les llegaba la mercancía, que distribuían después en el mercado local. Atravesé en taxi el Rif, desde Tetuán hasta Nador, bordeé el Atlántico hasta Larache, donde terminaba mi zona de influencia. Allí conocí a Ahmed Buceta, un personaje singular, distinto al resto del equipo.

Había hecho alguna incursión en España, animado por Hamid, antes de mi incorporación a la familia. Decidió no volver a intentarlo el día que un aduanero le pidió que se bajara los pantalones, bajo los que ocultaba unas barras de hachís. «Déjalo tranquilo, hombre, que igual se caga del miedo y nos deja esto hecho una mierda», lo salvó otro, y dejó atrás la risa burlona de los dos capullos de verde con la promesa de no volver a intentarlo. Desde entonces, vive en Larache, su ciudad natal, donde se las arregla modestamente con sus trapicheos. Terminó sus estudios secundarios en el Instituto Español de Tánger, y su vida transcurre ahora entre libros, burdeles y amigos que, como él, no cambiarían una pipa de kif en Marruecos por una raya de coca en cualquier otro lugar del mundo.

Buceta era el único que sabía lo de la muerte de Hamid y que había oído hablar de mí. Me lo dijo francamente, sin rodeos. Una rata de cloaca, un perro tiñoso que siempre andaba con la lengua fuera, y que nada sabía de su relación con mi amigo asesinado, se lo había contado: se llamaba Bachir, y lo sabía de buena tinta porque él mismo se había encargado de ordenar que me detuvieran en la aduana española. Buceta despreciaba profundamente a Bachir, aunque prefería estar a buenas con él, porque era su proveedor y porque su baba chismosa le proporcionaba informaciones interesantes.

—Hablar contigo es como hablar con Hamid. Fuera de aquí, soy una tumba.

Atribuí en un principio su confesión al interés en congraciarse conmigo, pero acabé creyendo en su sinceridad y terminamos siendo buenos amigos.

El descubrimiento de que la cucaracha había sido la chivata me sumió en nuevas dudas. ¿Actuó por su cuenta, al tanto de mis problemas con Madani y queriendo vengarse de nuestro desencuentro? ¿Se lo encargó el viejo desde su cubículo apestoso? ¿Pretendía éste hacerme llegar sano y salvo hasta el cadáver de Hamid para que lo condujera hasta sus rivales y seguir con su carnicería? Y si así fue, ¿qué hacía aquí yo, vivo y metido en la mierda hasta el cuello? Lo único seguro, lo que me tranquilizaba a la vez que me preocupaba era que desde que me soltaron sus gorilas más muerto que vivo no había vuelto a tener noticias de él.

—¿Qué sabes de Madani? —me atreví a preguntarle a Buceta.

—Lo mismo que tú, me imagino. De todos los que trabajábamos con Hamid, yo era el único en estar al tanto de su existencia. Uno localizaba la mercancía, el otro ponía los barcos. Hamid estaba harto de él, no se fiaba ni un pelo, e intentó darle esquinazo. La competencia se puso en contacto con él, y se dio demasiada prisa en cambiar de bando. Algo le falló en su estrategia, cosa rara en él.

Pensé que, quizás, si me hubiera confiado sus planes desde el principio, las cosas hubieran ido mejor. Entre el momento en que cundió el pánico en el bazar de Madani y el cariñoso recibimiento de Mustafá, algo ocurrió que se le fue de las manos.

El siguiente paso fue ponerme en contacto con los patronos de las embarcaciones. El abogado español me había dado una lista con cuatro nombres y números de teléfono. Eran todos ellos hombres hoscos, gente de poca conversación. Me imaginé a los harraga, asustados, empequeñecidos frente a los gritos de estos marineros cuya única preocupación era que su barco no fuera requisado por la policía o fracasara contra los acantilados. No me dejé impresionar por su tono subido y les dejé claro que en este juego eran unos peones más. Ellos mandarían a un miembro de su tripulación a reunirse con todos los clientes, en grupos de cinco o seis, citados en café y en día diferentes. A todos les indicaban un nuevo y definitivo lugar de reunión, donde los recogían para trasladarlos a unos barracones cercanos al punto de embarque. Ahí esperaban que el mar diera el visto bueno a su nueva vida.

Llevaba ya quince días en Marruecos, y la red de contactos estaba reconstituida y trabajando para la nueva organización. También había conectado a mis hombres con los nuevos patronos. Me puse en contacto con el abogado para exponerle la situación y fijamos una fecha para la salida del primer barco. Era mi primer trabajo como traficante de hombres, de compatriotas embelesados por las luces de Tarifa. Me pidió que permaneciera en Tánger hasta la salida de las cuatro embarcaciones: quería aquí a alguien de confianza hasta el último minuto. Después podría regresar a España.

Eso me obligó a prolongar mi estancia más de lo esperado, de lo deseado. El primer barco no saldría hasta que el cupo de los restantes estuviera completo. Cuando se había reunido al número mínimo de personas, se asignaba a cada uno una salida, que dependía del destino de cada partida y de la prisa por entregar el encargo. El hambre había llevado hasta Tánger a centenares de africanos que esperaban, a veces durante meses, su oportunidad. Después de un viaje terrorífico, los alojaban en barracones en los que el miedo los retenía hasta su salida. Eran los preferidos de los freseros de Huelva; los de Almería preferían a los árabes. En la primera partida sólo viajaron negros. La mayoría había sido reclutada en El Aiún por la gente que la organización tenía allá. Unos pocos eran clientes nuestros, llegados a Tánger por sus propios medios. Nunca pude entender cómo podían venir a esta tierra extraña, sobrevivir al viaje y a la espera y lograr introducirse en el camino de los que buscan la puerta de salida. Los siguientes viajes, con gente captada por nosotros en su mayoría, saldrían en intervalos de tres o cuatro días. Pensé en Munir: tendría que esperar unos días más para llevarse a su amada al paraíso.