Al abrir los ojos, una enfermera estaba inclinada sobre mí, retirándome una venda de los ojos. Su sonrisa me alivió el tránsito al mundo de los vivos.
—Gracias a Dios. Voy a buscar al médico —me susurró.
Al cabo de unos minutos regresó acompañada de un hombre alto. Sobre su bata blanca, me apareció borrosa la inscripción «Hópital Al Kortobi». Seguía, pues, en Tánger. Sentí una mano posarse sobre mi frente, y las escenas de la paliza empezaron a agolparse en mi cerebro. Cerré los ojos y volví a perder el conocimiento, como queriendo huir del mundo.
Alguien me había encontrado, inconsciente, tirado en la cuneta, en el mismo lugar en el que Mustafá me dejó en manos de sus amigos. Llamó a la policía, ésta a una ambulancia, y supusieron que había sido asaltado por unos ladrones. Sobre mí sólo encontraron la llave de la casa, que siempre guardaba en un pequeño bolsillo interior del pantalón. Había desaparecido el dinero que llevaba al salir del apartamento, unos cuantos billetes de cien dírhams. Contesté a todas las preguntas afirmando que no recordaba nada de lo que había sucedido.
Pasé varios días en el hospital. Cuando por fin me dejaron salir, regresé a casa a llamar a Hamid. Me sorprendió que no se alarmara, como si lo que había ocurrido hubiera sido previsible. Me insistió en que debía pasar de todos modos por casa de Bachir para recoger el aceite y volver a España cuando me avisara, sin pasar por el bazar de Madani. Él se encargaría de averiguar lo que había pasado y ya hablaríamos a mi regreso.
Bachir me esperaba y, evidentemente, ya había sido informado de la paliza. No pareció apiadarse lo más mínimo:
—Te han puesto bonito —me provocó.
—Tranquilo, algún día te tocará.
Me despidió con una sonrisa irónica, y me encerré en mi apartamento a esperar el aviso, rumiando mi odio al mundo.
Aún faltaba una hora para llegar a Granada. No podía borrar de mi mente la imagen de Madani contemplando cómo me machacaban sus hombres. Cuando me creyó inconsciente, sus palabras lo traicionaron. El «hijo de una rata» que ya escuché antes de entrar un día en su cuartucho debía de ser su insulto preferido, el que vivía permanentemente en una cloaca. Decidí que sólo la venganza me devolvería la serenidad que me arrebataron a patadas.
Pero antes tenía que arreglar cuentas con Hamid. ¿Sabría ya a estas alturas que la policía no me detuvo en Algeciras? Me pareció inconcebible que el hijo de perra lo hubiera planeado todo con tanta frialdad. ¿No significaba nada para él la amistad que nos unía? ¿Qué mundo era éste en el que me había metido? ¿Qué veneración sentía esta gente por el dinero para que nada sobre la Tierra valiera más que él? Nuevas dudas me fueron asaltando hasta el final del viaje. No entendía por qué Madani no había acabado conmigo, o por qué no me la jugaron directamente en la aduana, sin hacerme pasar el calvario de la paliza. ¿No fue eso precisamente lo que me hizo desconfiar, lo que les echó el plan por tierra? Salvo que con ello me estuvieran dejando claro que más me valía callar cuando me detuvieran.
Cogí un taxi desde la estación de autobuses hasta el Albaicín. Fui primero a mi casa, y cogí la llave de la de Hamid, que guardaba desde los tiempos en que vivíamos juntos. Tal como imaginaba, el traidor no estaba en palacio. Entré con intención de esperarlo allí, el efecto sorpresa jugaría a mi favor. Me armé con una navaja, por lo que pudiera pasar. Decidí husmear por la casa, mientras esperaba, en busca de alguna prueba, algún indicio que le impidiera negarlo todo. Sabía que en el armario empotrado de su habitación existía una caja de caudales donde guardaba dinero, papeles y un arma. Él mismo me había enseñado a abrirla, cuando aún le era útil. Encontré allí una pistola, munición, una buena cantidad de dinero y una carta. Comprobé que la pistola estaba cargada y la escondí debajo de un cojín, en el salón, donde esperaba que tuviera lugar nuestra conversación. Fui luego al cuarto de baño. Al encender la luz, me sobresalté ante unas piernas desnudas. Hamid, desde una cuerda atada a una de las vigas de madera que atravesaban el techo, parecía reprocharme haber llegado demasiado tarde.