Llevaba ya casi dos años en el negocio cuando ocurrió. Me lamía en el barco las heridas como un perro apaleado. Intenté serenarme, porque la rabia que me emponzoñaba el corazón no me dejaba pensar. Iba a llegar a España con un nuevo cargamento de aceite, y acababa de saborear en mis propios huesos la realidad del mundo en el que me había metido. Tenía todo el cuerpo magullado y unas gruesas gafas de sol ocultaban la oscuridad de mis ojos y de mi alma. Salí a cubierta, sin separarme de la maleta. Dejé que el aire limpiara mi mente de la basura que la llenaba, respiré todo lo hondo que me permitía mi pecho dolorido, y fue entonces cuando volvieron a mí, como avisos del destino, frases que me habían advertido de los peligros de la profesión.
—Detrás de cada palabra hay una señal —me había prevenido Hamid, y recordé que después de la paliza, alguien decía: «El resto le llegará solo».
También me habían repetido que no me fiara de nadie, y de repente tuve la certeza de que Hamid me había traicionado. Quizás había ido demasiado lejos en mis intentos de averiguar qué negocio ocultaba el bazar de Madani. Había caminado sobre un terreno resbaladizo, y me había pegado el tortazo. Las ideas se iban aclarando, las piezas encajaban. Habían decidido deshacerse de mí. «El resto le llegará solo». La trampa me apareció con una nitidez pasmosa: el aduanero abriendo la maleta, la policía deteniéndome, Jalid, un pobre desgraciado de la medina gritando a la nada que ha sido engañado, denunciando a diestro y siniestro a personas respetables, Jalid acurrucado en la esquina de una celda, aplastado por el peso de la vergüenza, de las risas de los envidiosos que los vieron partir pobre y regresar rico, de la familia hundida, acorralada por los chismorreos de los vecinos.
Me dirigí hacia un lateral del barco. Esperé durante más de media hora a que nadie pasara a mi lado. Me agaché, con la maleta entre las manos, y la dejé caer al mar. Durante unos segundos, las olas jugaron con ella como con un muñeco de trapo. Después desapareció, e inmediatamente tomé conciencia de la locura que acababa de cometer. Me había dejado llevar por el miedo, el delirio se había apoderado de mí. Hamid no me lo perdonaría: acababa de tirar por la borda una fortuna en condones repletos de aceite, el dinero de varios meses, el capital para nuevas inversiones. Mi paso por el mundo de los ricos había concluido.
Bajé del barco con mi maleta personal, mi pasaporte, y el único alivio de que aún me faltaban unas horas para llegar a Granada. Tras el control, el aduanero de la familia me hizo la señal habitual. Puse la maleta sobre la mesa, y cuando la abrió, cuatro policías se abalanzaron sobre mí, me agarraron por los brazos, me los cruzaron detrás de la espalda, me pusieron las esposas. Me debatí, grité, y todas las miradas, todos los murmullos, se volvieron sobre mí. El aduanero rebuscó con aire triunfante entre mi ropa. Al ver que de inmediato no aparecían los condones negros, el semblante se le mudó. Vació la maleta, no entendió, masculló unos sonidos indescifrables y miró, como implorando que la tierra se lo tragara, a los policías que me maniataron. La gente que se apiñó a mi alrededor increpó a los guardias, insultó al aduanero. Me soltaron, pidieron disculpas, desaparecieron.
No me había equivocado. Me sentí como un protegido de Dios. Recé, agradecí, le prometí acercarme a Él. Hamid me había traicionado. En ese mismo instante, estaría seguro de haberse librado de mí. En el autobús que me llevaba a Granada, tomé la determinación de presentarme ante él sin miedo, de exigirle una explicación, de comprobar quién era en realidad, de actuar en consecuencia. Cuando llegué de Tánger tras la cita fallida con Madani, no desaproveché la oportunidad de recabar más información. Había tenido con él una larga conversación. Me pareció que le sentó bien hablarme como lo hizo, liberarse de la soledad de vivir sin poder contar nada a los que están a tu lado.
Tras empezar el negocio por su cuenta, entró rápidamente en contacto con quienes manejaban el tráfico de drogas. Nada de camellos, lo más alto dentro de lo visible. Más allá hay más gente, pero conocerla no está a nuestro alcance. Ni siquiera nos da la imaginación para adivinar quién mueve los hilos del cotarro, me aseguró. Su audacia, su encanto, su facilidad para relacionarse hicieron que se convirtiera en un contacto idóneo entre las dos orillas del Estrecho. Al principio su trabajo se limitaba a pasar, como después me tocó hacer a mí, maletas de un lado a otro. Después del incidente de la aduana, se asustó, decidió que ya había arriesgado bastante y que era hora de escalar en el seno de la familia. Fue entonces cuando vino a buscarme, porque su compromiso era el de buscar un sustituto de confianza antes de dejar el puesto. Mis primeras operaciones fueron de tanteo, y al parecer recibí el visto bueno de todas las partes implicadas.
La familia era una red perfectamente controlada por unos pocos, tanto desde Marruecos como desde España. Él no sabía quiénes, entre los que conocía, llevaban las riendas del negocio. De lo que sí estaba seguro es de que formaban el eslabón intermedio con la cúspide, los desconocidos, los ocultos, los que nada tenían que temer. No tardó en saber que el tráfico de drogas no era más que una de las actividades de la casa. La mayor parte del tabaco americano y del alcohol que entraba ilegalmente en Marruecos era asunto suyo. Muchos de los barcos pesqueros que arribaban a las costas españolas cargados de emigrantes en busca del Paraíso habían sido puestos a la mar también por ella. Controlaba buena parte del mercado del trabajo ilegal en el sur español. La fresa de Huelva, la fruta de Murcia, el tomate de Almería eran recogidos por brazos africanos que intentaban, a cambio de una vida más miserable aún que la que habían dejado, hacinados en barracones insalubres, hacer llegar una mano llena de comida a sus hijos. Esas mismas manos habían puesto en las de la familia el dinero de años de ahorros, de la venta de lo poco que poseían, de la solidaridad de familiares y amigos. Muchas de esas manos no volverían a levantar hasta el cielo a los niños que fueron a salvar, a abrazar a la mujer que dejaron en el otro mundo; otras regresarían vacías de esperanza y llenas de vergüenza; las menos derramarían su sudor sobre la tierra ajena, mientras la propia se moría de sed y de hambre.
La subida de Hamid en el escalafón lo llevó al negocio de la droga a gran escala y al tráfico de mano de obra. Los dos formaban parte de una misma operación: varios barcos españoles de pesca debidamente registrados, autorizados, que hacían su trabajo con normalidad, estaban controlados por la familia. Sus bodegas viajaban repletas de emigrantes y de hachís. La misma cobertura que encontraba yo al pasar la frontera les garantizaba una travesía tranquila. El riesgo era, evidentemente, mayor, pero hasta el momento ningún incidente había perturbado los numerosos viajes realizados. Embarcaban a los hombres y mujeres por la noche, y por la mañana salían a faenar con su carga a cuestas. Al terminar la jornada, regresaban a su puerto de origen, en la costa española, y cuando de madrugada los grandes camiones frigoríficos iban a recoger su carga, salían del puerto con algo más que pescado.
Al regresar a Marruecos, su mercancía se había convertido en grandes cajas del tabaco que los americanos ya no quieren fumar y suficiente whisky para hacer olvidar a todo un continente que el mundo lo ha elegido como despensa, de la que saca lo que necesita, en la que arrima lo que no.
Mi amigo se ocupaba de los contactos entre las dos orillas. Su misión consistía en coordinar todos los elementos que tenían que intervenir, con la precisión de un cronómetro, en la operación: fijar día, lugar y hora apropiados para el embarque de la mercancía, conseguir la embarcación para hacerla llegar hasta el pesquero, organizar la salida de los emigrantes y de la droga del puerto español, hacer llegar cada hombre y cada mujer hasta su lugar de trabajo, cobrar las comisiones de los empleadores. Seguía, además, con la llegada a Marruecos de las maletas que yo transportaba. En cuanto al aceite, estaba autorizado a seguir explotándolo por su cuenta, bajo la protección de la organización, para pagar mis servicios. Supo también Hamid que su familia no era la única que operaba en la zona. Otras organizaciones rivalizaban con la nuestra, y las relaciones no eran siempre buenas.
En cuanto a lo que pasó con Madani aquel día, esquivó el tema hasta donde pudo. No sabía cuál era exactamente su posición en la familia, aunque conocía sus relaciones con el poder. Era quien tenía que recibir la información sobre el momento del embarque. Nada más me dijo, aunque estaba seguro de que sabía mucho más sobre él.
Eso fue cuanto pude obtener de Hamid. Después de uno de sus viajes fuera de Granada, me comunicó que yo tenía que volver a Tánger. Sólo hacía una semana que había regresado, y lo habitual era que pasaran dos o tres meses entre cada viaje. Me aseguró que había surgido un pedido extra, y que había que servirlo a toda costa. Dos días más tarde, estaba en Algeciras dispuesto a coger el barco de las tres de la tarde. No dudé ni un solo instante de sus intenciones, pero no me sentí tranquilo durante la travesía. Aunque yo no estaba metido en ello, para mí el tráfico de drogas era una cosa, y el de personas otra. No me gustaba que Hamid participara en ese negocio, y, después de todo, ¿no era yo quien daba el aviso del embarque a Madani? Desaté contra éste todo el desprecio que no quería sentir por mi amigo, y me lo imaginé como una cucaracha agazapada en su escondrijo, del que sólo salía para hacer daño. Sentí tener que volver a verlo unos días después.
Al llegar al puerto, me esperaba Mustafá, como de costumbre. Pasé la aduana sin mayores problemas, dejé las maletas en su coche y le pedí que me dejara en la parada de taxis habitual. En el camino, se mostró especialmente amable, y me invitó a cenar esa misma noche.
—Tengo cosas importantes que contarte —argumentó ante mi indecisión, al bajarme del coche—. Te recojo a las diez aquí mismo.
Di al taxista la dirección de mi piso. Quería reflexionar sobre la conveniencia de ir en esta ocasión a ver a mi familia. Dos viajes tan seguidos podrían resultar sospechosos hasta para ellos. De no hacerlo, tendría que quedarme encerrado en casa y salir para lo estrictamente necesario: más preocupante hubiera sido ser visto por algún amigo que se lo chismorreara a los míos.
A la hora convenida con Mustafá, llegué a la parada. Era uno de esos días grises del otoño tangerino. Había llovido durante toda la tarde, y el ruido de los coches sobre el asfalto mojado me sumió, sin saber por qué, en una tristeza repentina. Algo había perdido de mi propia ciudad, si me tenía que sentir en ella como un pasajero clandestino. A mi alrededor, la gente caminaba despreocupada, libre, como sólo hace uno en su propia casa. Un niño que saltaba sobre los charcos tropezó conmigo de repente. Me miró como si hubiera topado con un monstruo y salió corriendo. En aquel momento, deseé estar dentro de su ropa desgarrada por el tiempo y tener toda la vida por delante para empezar de nuevo. El frenazo de un coche me devolvió a la realidad, la única que me era permitido vivir en ese instante. No me apetecía en absoluto aguantar a Mustafá. Subí en el coche y lo saludé cortésmente.
—Te voy a enseñar un sitio nuevo. Está un poco lejos, pero vale la pena.
Le contesté que me parecía bien. Tomó la carretera de Tetuán. Pasamos delante de la plaza de toros, que desde hace años está ocupada por numerosas familias que no encuentran un lugar mejor para vivir. De sus tendidos ya no se elevan más gritos que los de la miseria, no cuelgan más banderas que los harapos multicolores puestos a secar. Parece una enorme colmena para desocupados, sin miel alguna que guardar. Dejamos atrás el cartel que anuncia el límite de la ciudad. Con la luna perdida entre las nubes, la noche se cerró contundentemente, y las luces de los faros apenas acertaban a atravesarla. Tras salir de una curva, un triángulo fosforescente nos indicó la presencia de un coche averiado. Llegados a su altura, Mustafá se detuvo. Al bajar para preguntar si necesitaban ayuda, un rayo cruzó la noche y se estrelló sobre mi cráneo.
Cuando desperté, sentí que iba en un coche a toda velocidad y con las manos atadas detrás de la espalda, los ojos tapados por algún trapo, y sobre mis hombros una cabeza que no me pertenecía. No me atreví a moverme. Sentí a ambos lados la presencia de dos tipos, y no se me ocurrió pensar nada bueno de ellos. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que perdí el conocimiento. Me cagué en todos los antepasados de Mustafá, y en la hora en que se me ocurrió abandonar el destino que mi país tenía para sus hijos. Fuera la lluvia empezó de nuevo a caer, y deseé como nunca sentirla sobre mi cuerpo. No tenía ni idea de lo que pretendían con este secuestro. ¿Sería una variante más del negocio? ¿Le pedirían a Hamid un rescate por mí? ¿Había caído en manos de una de las bandas rivales que mencionó durante nuestra conversación? Intenté serenarme, para sobreponerme al calvario que la vida se había propuesto hacerme pasar.
El coche se detuvo, y alguien bajó del asiento delantero. Sonó el ruido de una puerta de garaje, y el coche volvió a arrancar, para detenerse unos segundos después. Nuevo chirriar de puerta, golpe seco; mis dos acompañantes me sacaron a empujones del asiento trasero, y del mismo modo me hicieron subir unas escaleras. Una vez arriba, me desataron las manos, me dejaron la venda de los ojos, y cuando me decidí a pedir una explicación, empezó el rosario de puñetazos, patadas, cabezazos. Sentí enseguida el calor de la sangre correr por los ojos, la nariz, la boca. Debíamos de estar en un lugar aislado, porque el escándalo de mis berridos no parecía preocuparles lo más mínimo.
Tras una primera tanda de golpes, me arrojaron a la cara un cubo de agua fría. Todo lo habían hecho en silencio, sin pronunciar una palabra, pero en ese momento preguntaron:
—Venga, hijo de perra, dinos para quién trabajas.
—Siempre he salido del puerto con Mustafá, no conozco a nadie más.
Una patada en la boca del estómago me dejó claro que no era la respuesta que esperaban.
—Suelta los nombres, hijo de puta, si no quieres que te reventemos los sesos.
Sentí mi pantalón humedecerse, y hasta mis labios llegaban mezclados los sabores de la sangre y las lágrimas. Como un relámpago, pasó por mi mente la imagen de un joven camarero del Café de París, y pensé que ése era el mejor destino que podía desear un hombre en la Tierra.
—Hamid, Madani, Bachir —balbucí, esperando que un tiro en la cabeza me liberara por fin de aquel infierno.
—Con esos trabajabas, queremos saber quiénes son tus nuevos amigos.
Y por si no había tenido suficiente, volvió a abatirse sobre lo que quedaba de mí una tromba de puñetazos y patadas. Cuando ya no era más que un guiñapo, le preguntaron al unísono a alguien que debía de estar observando:
—¿Qué hacemos?
Unas manos agarraron mi pelo viscoso y me levantaron la cabeza, para comprobar que de mis despojos poco más se podía sacar.
—Está listo —anunció.
Desde algún lugar de la habitación, como venida de otro mundo, una voz se coló en lo que me quedaba de cerebro, se acomodó en él, y ahí se durmió, arrastrándome con ella en su viaje hacia la oscuridad:
—Devuelvan a ese hijo de una rata al estercolero de donde lo sacaron. El resto le llegará solo.