Cuando el aduanero español me hizo señas de que me acercara a él y le abriera las maletas, no pude evitar que un escalofrío me helara el espinazo, ¿y si se tratara de un error, una terrible confusión, una trampa incluso? Si no sabía aún que yo era un novato lo comprobó al ver mis manos húmedas y temblorosas introducir la llave en la cerradura. Rebuscó concienzudamente entre la ropa de la primera maleta, y me mandó cerrarla. En la segunda, sus guantes blancos se deslizaron bajo unas toallas para dar con una batería de condones repletos de aceite. Siguió tanteando, ojeando, disimulando, y al sacar sus manos de mi tesoro me miró a los ojos. Me pareció que sintió lástima de mí, por su manera de decirme que podía seguir. Al cruzar la frontera, de nuevo estaba ahí Hamid, como la primera vez. Debía de estar tan demacrado como las murallas de la Casbah, porque me dijo, irónico:
—Parece que la travesía ha sido movida.
Cogió una de las dos maletas, me pasó el brazo por el hombro y me llevó así hasta el coche, porque se dio cuenta de lo que yo solo no llegaría a ninguna parte.
—Bienvenido a la familia —me tranquilizó.
Acababa de concluir con éxito mi primera operación.
***
Cuando llegué a Tánger, todo transcurrió según lo previsto.
El aduanero que me interpeló nada más pisar la estación marítima ni siquiera me abrió la maleta. La marcó con tiza, en un gesto asombrosamente rutinario, para señalar que ya había pasado el control. Otro funcionario, antes de traspasar el umbral de la aduana, comprobó que la cruz blanca estaba inscrita sobre el cuero y, con un gesto de la mano, me ordenó que saliera de su territorio. El amigo que me esperaba me saludó efusivamente. Era un tipo alto, de una treintena de años, bien vestido. Me preguntó por el viaje y la familia como si me conociera de toda la vida, y ello me ayudó a liberarme de la tensión que, desde que dejé Granada, me atenazaba. A la salida de la estación volví a respirar el aire de Tánger y pensé que lo podría reconocer entre todos los aires del mundo. Decenas de taxis esperaban al pie de la escalinata. Me pareció que hacía siglos que había dejado mi ciudad y, por primera vez, sentí con agrado que ella y yo nos pertenecíamos.
—Buen trabajo, muchacho —me dijo mi amigo al arrancar el coche—. Sé que es tu primera operación, pero si no llega a ser porque sabía cómo ibas a aparecer vestido, nunca hubiera pensado que llevaras nada raro en tu maleta. A partir de ahora, nos veremos de vez en cuando. Me llamo Mustafá. Espero que lleguemos a ser buenos amigos de verdad.
Las calles de Tánger desfilaron ante mí, llenas de vida y de color, con un brillo nuevo. Las recordaba tristes, aburridas, monótonas, y de repente parecía que alguien las hubiera transformado para mí. Y, sin embargo, eran las mismas. Probablemente las había echado de menos sin saberlo.
—Yo seré aquí tu contacto. Cuando llegue el momento, te daré instrucciones. Mientras, descansa y disfruta de los tuyos. Uno nunca sabe cuándo volverá. Y no lo olvides: Jalid, el camarero de los saudíes, regresa feliz a su casa para pasar unos días de vacaciones.
Me dejó en la parada de taxis de la calle Fez. Durante todo el trayecto hacia la medina, el deseo de ver a los míos se entremezclaba con el pecado que les tenía que ocultar. Al abrir la puerta, mi madre lanzó un grito de alegría que alertó a toda la casa. Todos me besaron, me abrazaron. A Amina tuvieron que separarla de mí, entre risas, los hermanos mayores. De mi maleta, como de la de un mago, empezaron a salir regalos. Nadie dudó de que me había ganado a pulso aquellos días de descanso. ¿Qué interés puede tener un pobre en rechazar una ilusión, un sueño, cuando éstos aún escasean más en su vida que la carne sobre la mesa? Los pobres de mi país festejan como regalos del cielo las escasas alegrías que su existencia les reparte.
Disfruté de Tánger en una sola semana como nunca lo había hecho antes. Tenía más dinero y amigos que nunca. Hasta los que antaño fueran indiferentes se tornaron afables, serviciales, afectuosos. Alterné las salidas nocturnas con las visitas a familiares y vecinos, impuestas por mi madre, que me mostraba a todos como un trofeo por el que constantemente daba gracias a Dios; regresé al Manila, donde ya no iba mi primo; paseé por el monte y desde su mirador reflexione frente al Atlántico sobre mi nueva suerte, a la que ya me iba adaptando. No me costó engañar a mi familia, ayudado sin duda por lo felices que les hacía mi mentira. Si al principio sentía algún escrúpulo, pronto lo enterré bajo mil argumentos. ¿Acaso había yo de preocuparme por los ricachones de mi país que se diluían en la droga? ¿No los había odiado siempre con toda mi alma, a ellos que tienen a un pueblo entero condenado a la servidumbre? ¿Qué tenía que ver yo con que los españolitos se pudrieran por los porros de aceite, o se pudrieran en sus continuas orgías? Recorrí el bulevar solo, y me paré en la plaza de Faro. Cuando las luces de Tarifa iluminaron el horizonte de mis compatriotas que, apoyados sobre la barandilla, revivían así el ritual de cada día, pensé que era cierto que Hamid las había encendido para mí, y me sentí profundamente agradecido.
Al octavo día, cuando aún no me había despertado, sonó el teléfono.
—Arriba, gandul, se acabaron las vacaciones. Nos vemos a las doce en Pilo —resonó en el móvil la voz de Mustafá.
Pilo es un bar de la calle Fez que tuvo su época, hoy venido a menos y convertido en un garito. Sin embargo, cuando entras en él un cierto tufo a pasado te traslada a otra época. Hay lugares así en Tánger, que parecen resistirse al paso del tiempo. Nos sentamos en una mesa del fondo, al abrigo de oídos indiscretos, y pedimos un par de Flag Special frías. Tras los primeros rodeos de rigor, la conversación se dirigió adonde correspondía.
—Dijo Hasán II en una ocasión que españoles y marroquíes están condenados a entenderse. Los que nos dedicamos a esto fuimos los primeros en entenderlo. Para la inmensa mayoría del país, el Estrecho es un muro infranqueable. Para nosotros, es el puente que nos une, la razón de ser de nuestro trabajo y de nuestro entendimiento mutuo. Sin el mar de por medio, este negocio no daría para nada, de modo que démosle gracias a Dios por haberlo interpuesto entre unos y otros.
Jamás se me había ocurrido opinar del mar desde ese punto de vista, y mucho menos mezclar a Dios en este asunto. Al acabar la primera cerveza, pasó a darme, minuciosamente, las instrucciones. Tenía que realizar el trabajo en un máximo de cuatro días y después esperar a recibir una llamada, comunicarle una fecha al señor Madani, y al día siguiente salir para España a la hora señalada.
—Cuando vayas a ver a Bachir, no le digas de ti ni el año en que naciste. Va por libre, y algún día nos venderá por un par de monedas, si le llega a interesar. Es tan desgraciado que ni siquiera se imagina que cuando nos traicione no vivirá más que unas horas para disfrutarlo.
Me empezaba a quedar claro que en esta familia, la hermandad y la sangre no están reñidas.
Que a Mustafá no le faltaba razón, lo intuí nada más verle el hocico al tal Bachir. Me recibió en su villa de Muyahidin, cuya terraza me recordó a la de Hamid, pero sin Alhambra. Nada más llegar, empezó a bombardearme con preguntas indiscretas. No me quedó más remedio que hacerme el duro y cortar por lo sano:
—Vengo a buscar la mercancía, no a cotillear —me sentí orgulloso de mí mismo, hasta que contestó:
—Mira, capullo, no sé quién te habrá hablado de mí, pero tienes que saber que a Bachir ningún mequetrefe advenedizo, porque apestas a eso, le toca las pelotas. De manera que te vas a joder y a perder la oportunidad que te he dado por primera y última vez en tu miserable vida, de compartir unos minutos de mi tiempo. Así que aquí tienes tu puta mercancía, me sueltas la pasta y te piras. Y cuando veas a tus amiguitos, es dices que la próxima vez quiero un chico de los recados educado.
El personaje me dejó más callado que una carpa. Después de pagarle lo convenido desaparecí con mi maleta repleta de condones negros y cogí el primer taxi que vi, para alejarme cuanto antes de aquella humillación. De repente, una nube cargada de malos presagios cruzó el paraíso en el que pensaba estar viviendo, y me di cuenta de que entre él y el Infierno podría no haber más que un paso.
La parte más complicada de la operación era la de ocultar la mercancía hasta el regreso a España. Me encerré en el cuarto de baño para comprobar que no faltaba nada. No era posible dejarla en casa, donde vivíamos apiñados y no existía ni un solo lugar seguro. Llamé a Mustafá en busca de auxilio: la consigna de la estación de trenes, que además está a la entrada del puerto, era el mal menor. Sentí un enorme alivio al ver al encargado dejarla en una estantería y recé para que no se confundiera de propietario. Me imaginé regresando a recogerla y, en ese momento, a un montón de policías abalanzándose sobre mí. Deseé poder volver lo antes posible a Granada y decidí que era urgente encontrar en Tánger un escondite con más garantías.
Al día siguiente, fui al consulado de España, donde pregunté por José Manuel. Era el funcionario que me facilitó el visado la primera vez, y que me lo debía renovar. Volví a entregarle mi falso contrato de trabajo junto a los demás documentos exigidos en la solicitud. Al devolverme el resguardo, unió a éste una nota en la que me citaba a los dos días en Haffa para entregarme personalmente el pasaporte sellado.
José Manuel era un tangerino hijo de españoles, que había terminado a duras penas sus estudios de auxiliar administrativo en el instituto. Gracias al puesto de portero que el padre ocupaba en el consulado encontró rápido acomodo detrás de un despacho, desde donde pudo ejercitar toda la ideología que cabía en su cerebro, que consistía básicamente en considerar a los moros como una raza inferior a las que un español como él hacía el inmenso favor de atender. En términos evolutivos podríamos considerarlo como parte de esa masa de europeos residentes en el extranjero cuya progresión a lo largo de no se sabe ya cuántas generaciones ha sido igual a cero. En lo esencial, las ideas de José Manuel y las de su tatarabuelo eran idénticas, y probablemente se sintiera orgulloso de ello. En el mismo periodo de tiempo, el cerebro de los mosquitos había registrado notables progresos en su lucha por la adaptación al medio, si los comparamos con la familia del chupatintas español.
No me equivoqué al pensar que el energúmeno quería más dinero. Tenía menos escrúpulos que una rata de cloaca, si es cierto lo que los humanos pensamos de tan encantador animal. Empezó a babear halagos sobre mi persona. Al comprobar que lamiéndome el culo sólo conseguía mi desprecio, cambió de táctica y retomó la actitud de su horario de mañana. Sentí una inmensa pena al imaginar a mis compatriotas doblegando el espinazo para rogar, en su propio país, a una basura humana como la que tenía frente a mí. Entendí una vez más el odio al colonizador, y lo eterno que se hace esperar la verdadera independencia. Dejé claro al mentecato que aquello no era el consulado y que en aquel lugar había decenas de personas que estarían encantadas de escuchar sus palabras para hacérselas tragar una a una, que más le valía enterarse de una puta vez de que este país hace mucho que dejó de ser la finca de los suyos y que si quería más pasta ya sabía él a quién tendría que dirigir su petición, que fuera quien fuera, seguramente estaría dispuesto a transmitírsela al cónsul para que le aumentara una paga que, si estuviera en su país y teniendo en cuenta su evidente incompetencia, se reduciría a lo que quisieran darle cada primero de mes en la oficina del paro. Se quedó más blanco que la espuma del Atlántico que tenía enfrente, y cuando se quiso dar cuenta yo ya no estaba ahí. Por supuesto, me llevé el pasaporte y dejé que los tés los pagara él.
Era mi primer viaje de negocios y ya me había buscado dos enemigos. Pensé que Hamid, cuando se lo contara, no me iba a poner un sobresaliente.
Pasé tres días encerrado en casa rumiando los acontecimientos, hasta que recibí la llamada esperada: tenía que volver a la tienda del señor Madani, no antes de las doce, y darle de nuevo una fecha y una hora. Después cogería el barco de las seis de la tarde. Saqué mi billete de primera clase y me senté a esperar en un café, frente a la tienda.
Faltaban aún más de dos horas para la cita, y tras la cristalera veía todas las entradas y salidas: empezaba a pensar que cuanta más información tuviera, mejor me movería en este mundillo.
Me imaginé al señor Madani encerrado en su cubículo, sorbiendo té desde primeras horas de la mañana, contando y recontando el dinero de su comercio y el de sus trapicheos. De vez en cuando entraba algún turista, que no tardaba en salir, sin duda ahuyentado por el caos que reinaba en el lugar. El encargado de atender a la clientela salía con frecuencia de su mostrador y se apostaba delante de la puerta, para regresar tras unos minutos a su puesto. Un camarero salió del café en que me encontraba y cruzó la calle con una bandeja sobre la que una tetera humeaba junto a dos vasos.
Apenas unos minutos más tarde, un Mercedes negro, modelo antiguo pero reluciente, se paró delante de la tienda. De la parte de atrás bajaron dos personas, que entraron de inmediato en el negocio. El coche siguió su camino. Reconocí de inmediato a Madani, pero no pude ver el rostro del acompañante.
«El viejito tiene invitados», pensé, y no me cupo la menor duda de que la tienducha no daba para cochazos. Estaba seguro, aunque Hamid y yo no lo habíamos hablado —me tenía bien aprendida la lección sobre la discreción—, de que la fecha y hora que yo le comunicaba eran para algo más consistente que una maleta de pastillitas: negocio de verdad, contrabando de peso, seguramente toneladas de hachís. Hamid me había comunicado mi parte: yo hacía cualquier trabajo que me mandaran y repartía con él los gastos y beneficios del aceite que pasaba a la vuelta, que no era poca cosa. Eso me proporcionaría en unos cuantos viajes mucho más dinero del que hubiera ganado en una vida entera de camarero del Café de París. Lo de la maleta de coca y pastillas quedaba para él, el inversor, el empresario, el que arriesga y da la cara, y me imaginé que para sus compinches también. El pago de toda la red de corruptos de una orilla y otra, que me garantizaba pasar el Estrecho como el que entra en un bar a tomarse una copa, corría de parte de la familia. Con eso me conformaba y todo lo demás era curiosidad malsana, me advirtió, y peligrosa.
A los diez minutos salió de la tienda el acompañante. Lo reconocí enseguida: era el funcionario de policía que me había proporcionado el pasaporte. Miró a derecha y a izquierda, y volví instintivamente la cara, temeroso de que me descubriera fisgoneando. Paró un taxi y siguió en dirección a la plaza de Francia. Llevaba un maletín en la mano. Cualquiera sabe cuánta pasta habría dentro.
A la hora prevista entré en los dominios de Madani. El encargado me indicó amablemente el camino, que yo ya conocía. Cuando iba a tocar, sus gritos me frenaron:
—¡Dile a ese hijo de una rata que lo quiero aquí esta tarde!
Un golpe seco me indicó que acababa de colgar el teléfono. Llamé antes de entrar.
Madani me invitó a tomar asiento; me pareció menos distante que en nuestro encuentro anterior:
—Dime, hijo, ¿qué noticias me traes?
—Esta noche, a las diez, señor Madani.
—¿Sabes de qué se trata?
—No sé nada de nada, señor.
—Mejor así. Tómate un té conmigo.
Después de la trifulca con Bachir, cualquiera se negaba. Empezó a hablarme de los viejos tiempos, y enseguida supe que no buscaba conversación en vano. Pretendía tantearme, calibrarme, clasificarme.
—Me han llegado rumores de que no eres muy diplomático. Esos dos no son de los nuestros. Son simples peones que nos podemos quitar de encima cuando queramos, de un manotazo. Tú sí eres de la familia, pero a nadie le conviene ese tipo de problemas.
Mi expresión de sorpresa me delató.
—En este oficio, estar bien informado equivale a seguir vivo.
—He entendido perfectamente, señor.
El barco salió con el retraso reglamentario. Recé, con mi maleta sobre las rodillas, para que no hubieran cambiado el turno al aduanero español.