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Vista desde la azotea de la casa de Hamid, la Alhambra iluminada parecía irreal, un decorado de cine. Llevaba dos horas frente a ella, acostado sobre una tumbona y rodeado de botellas de cerveza vacías. El calor se abatía sobre la ciudad como una maldición; yo también, igual que el palacio nazarí, me sentía parte de un guión. A la mañana siguiente me esperaba un nuevo capítulo, el que entraba de lleno en el tema de la película.

Las primeras semanas en Granada con Hamid fueron de aprendizaje. El oficio tenía sus secretos, y mi amigo los conocía a la perfección. Mis errores podían ser su ruina, fue la primera lección. Seguridad en uno mismo, buena presencia, sangre fría hasta en las peores situaciones, desconfianza, concentración absoluta, eran algunas de las claves para triunfar en este negocio.

Yo seguía las lecciones como un alumno aplicado. Aquello me divertía, me parecía excitante. Sabía que pronto llegaría el momento de trabajar, pero aún me parecía lejano. Tal como imaginé, las actividades de Hamid se habían diversificado. Lo de menos eran los condones de aceite, que sólo servían para cubrir gastos. El grueso del negocio estaba en pasar a Marruecos cocaína y pastillas que no circulaban por el mercado local y por las que políticos, altos funcionarios e hijos de papá pagaban lo que se les pidiera. El aceite quedaba para el regreso a España.

—Estamos organizados, protegidos. Ya te he dicho que formamos una gran familia. Pero tienes que respetar estrictamente las consignas. La ropa que lleves al bajarte del barco debe coincidir exactamente con la descripción que se le ha pasado al aduanero que te llamará, nada más entrar en la estación marítima de Tánger, para la revisión de tu equipaje. Nunca traspases el umbral de esa puerta sin tener todos los sentidos en alerta. No dejes jamás tu maleta en manos de otro aduanero. El nuestro no fallará, estará ahí, atento a tu llegada. Nada de familiaridades con él: no lo conoces, no lo esperas, eres un viajero más en un control de rutina. Al pasar la aduana, alguien te estará esperando. Te reconocerá. Lo saludas como se saluda a un amigo y subes con él al coche. Te dejará delante de una parada de taxis. Te llevas tu maleta y dejas la otra. La primera parte de tu trabajo ha terminado. Vas a tu casa, convences a tu familia de que estás de vacaciones. Déjales dinero, eso les ayudará a creerte. Haces una vida normal, vas a ver a tus amigos de siempre, sales con tu primo, visitas a tus antiguos compañeros del Café de París.

Su tono se hizo severo. Sabía, probablemente por haberlo vivido, que una vida así no se disfruta igual sin contársela a quien te pueda envidiar:

—Nunca, por mucha confianza que tengas con alguien, por muchas ganas que tengas de hacerlo, le contarás nada a nadie sobre lo que haces. Llévate bien inventada tu vida de camarero en el hotel de la costa. Adórnala con detalles superficiales, sin complicaciones: cuanto más sencilla sea, más fácil de recordar, menos posibilidades de contradecirte.

Dios sabe cuánto sufrimiento ha golpeado mi conciencia, no ya por no poder jactarme de lo que obtuve en mi vida, sino por no poder confiar a algún ser cercano lo que perdí en ella.

—Una nueva llamada te indicará cuándo volver a España, que día y a qué hora. Coge exactamente el barco asignado, corresponde al turno de un policía de la familia, en Algeciras. Él estará atento a tu llegada, y cuando hayas pasado el control de pasaportes te pedirá que abras tus dos maletas. Simulará registrarlas concienzudamente, las cerrará, te dejará seguir. No cruces con él ni una sola palabra, aunque sus modales sean despectivos. Al salir del puerto, te estaré esperando, por ser la primera vez. Sigue todas las instrucciones al pie de la letra, no te desvíes en ningún momento de tu camino, y nada tendrás que temer. Silencio y discreción son, en este negocio, tu seguro de vida. El fanfarrón y el parlanchín están de antemano condenados.

Durante sus sesiones de entrenamiento, desfilaron ante mí policías de las dos orillas, funcionarios de ambos países, políticos y ricos comerciantes, gente tan respetada aquí como allá. Entendí lo que Hamid quiso decir al afirmar que de este negocio no se salía. Se refería a que no salías vivo, si pretendías abandonarlo por tu cuenta. Demasiada gente poderosa. De mi primer asombro pasé a aceptar que este mundo es así, y sentí una profunda tristeza recordando que mis padres depositaron alguna vez en esa gente todas sus esperanzas. Ahora, yo era uno de ellos; un peón más en el engranaje de sus trapicheos. Me sentía algo traidor, algo afortunado.

A pesar de haber dormido sólo un par de horas en la terraza, el sueño no pudo con la excitación que me atormentó durante el viaje interminable entre Granada y Algeciras. Una de mis dos maletas esperaba en las entrañas del autobús, la otra descansaba a mis pies, repleta de pastillas para divertir a los niños bien de mi país.