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Cierro los ojos. Nunca tuve quejas de mi familia. Éramos pobres y vivíamos en una pequeña casa de la calle Slaghins. Mi padre trabajaba de sol a sol como albañil, cuando conseguía un empleo. Era un hombre taciturno y pacífico, que dejaba en manos de mi madre la educación y los cuidados de sus siete hijos. Aunque no era afectuoso, jamás aquel hogar conoció más violencia que la que sentían nuestros estómagos en los períodos de escasez. Recuerdo ahora su figura erguida deambulando por las calles de la medina, su chilaba marrón bajando la cuesta de la playa y mis pequeños dedos aferrándose a su mano. Era su primogénito y los domingos, henchido de orgullo, me llevaba a las terrazas de la avenida de España, donde pasaba la tarde con sus amigos, charlando y fumando kif. Mis recuerdos más antiguos nacen en esa época cuando, frente a la playa de Tánger, sentado junto a mi padre, no era capaz de imaginar a nadie más feliz que yo, ni un lugar mejor donde vivir.

Poco a poco fueron llegando mis hermanos, y tiempos más duros para todos. El trabajo empezó a escasear, y los europeos se fueron yendo con las riquezas que habían acumulado con nuestros recursos y nuestro sudor. Los que dejaron al mando del país, los padres de la independencia, la esperanza de todo un pueblo, resultaron no ser ni mejores ni peores: simples saqueadores de la olla común, violadores de ilusiones. La gente de esa época entendió enseguida que nada iba a mejorar, y se dispuso a trabajar duro para alimentar a la prole que, irremediablemente, había de llegar. Esos niños fuimos nosotros, los testigos de sus vidas, a las que les tenemos más pánico que a una patera sobre el mar embravecido.

Mi padre observaba estrictamente todos los preceptos religiosos, y envió a todos sus hijos varones a la escuela coránica del barrio. Sentados sobre una estera desgastada, repetíamos al unísono, para memorizarlos, los suras del Corán que el maestro nos leía. Su vara se abatía con furia sobre las manos extendidas de los que no eran capaces de repetir, palabra por palabra, la lección de cada día. Después vino el colegio, donde aprendí a leer y a escribir, a contar y poco más. Tras unos años, mis padres no pudieron seguir costeando libros, lápices y libretas, y antes de cumplir los once ya trabajaba como chico de los recados en el bacal de nuestra calle.

Mi madre llevaba el peso de la casa. Cuando mi padre estaba en paro, siempre lograba encontrar una familia de europeos para la que limpiar, vender chumbos en la calle Fez, ejercer de costurera en casa. Era parlanchina y nunca le faltaba el buen humor, pero las babuchas volaban cuando alguno de nosotros se sustraía a la disciplina con la que mantenía en orden aquella casa superpoblada. Siempre escuchaba nuestros problemas y preocupaciones, y poseía una rara habilidad para devolvernos la alegría cuando el desasosiego asomaba en nuestras vidas. Nos enseñó a aceptar nuestra pobreza con resignación y dignidad, y aunque nunca lo consiguió, se esforzó en convencernos de que la felicidad no era sólo cosa de ricos.

Hoy, sin embargo, creo que algo de razón tenía. Cuando, desde mi camastro, salgo a la búsqueda de algún resquicio de felicidad, siempre lo encuentro en aquellos momentos en los que convivía con la penuria. El olor del pan recién sacado del horno, los juegos en la calles estrechas de la Casbah, mis encuentros con Yasmina en la azotea, la algarabía de las bodas y bautizos, las escapadas con mi primo en las noches tangerinas, los partidos de fútbol en la playa al atardecer, contenían lo mejor de mi vida, y ahora me pregunto cómo pude hacer de mi existencia un constante empeño en huir de todo aquello.