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Pude comprobar que, efectivamente, Hamid era un hombre respetado en Granada, en el medio en que se movía. Muchos conocidos, pocos amigos, me decía, es el mejor consejo que te puedo dar si estás en este negocio. Era de natural desconfiado; más tarde habría de comprobar que nunca lo es uno lo suficiente. Me presentó a mucha gente: estudiantes con Mercedes, niñas pijas enganchadas a la coca, médicos, abogados, funcionarios de Justicia, algún que otro policía. Una hermosa familia. Lo acompañé a numerosas fiestas en las que los porros, la coca y el alcohol corrían desde los amplios salones hasta la piscina, desde las saunas hasta los jardines. Desde el primer momento, tuve éxito entre sus amigas: era apuesto, y Hamid me había presentado como su gran amigo, más aún, su hermano. Mis conocimientos de español y mis largas horas de lectura se encargaron del resto. En su casa no faltaba nada. Una terraza amplia, frente a la que se erguía la Alhambra como un espejismo, le servía de refugio. Enseguida me di cuenta de que los condones de aceite no podían dar para tanto.

En nuestro encuentro de Tánger, me había hecho la propuesta, horas antes de coger el barco. Sentados en el muelle, veíamos acercarse el Ibn Batouta, como el anuncio de un futuro mejor. Unas semanas más tarde, me embarcaría en él, para cruzar el Estrecho como quien cruza la frontera entre el Infierno y el Paraíso.

—He venido a buscarte, Jalid. Si te he contado todo esto, no es sólo porque eres mi amigo, sino porque te necesito. Necesito a alguien en quien poder confiar a ciegas, con quien trabajar en equipo. Me he metido en un negocio complicado. Aquí, cada paso que das hacia el dinero te va comprometiendo. Cada nuevo ricachón, cada nuevo personaje de peso que te presentan te empuja hacia un mundo del que es aún más difícil salir que entrar. No me arrepiento, ni pretendo abandonarlo. He encontrado en él mucho más de lo que jamás me habría atrevido a imaginar. Pero me siento solo, y quiero invitarte a que lo compartas conmigo. Ya sabes a qué me dedico. Tiene sus riesgos, no te lo negaré, pero ya no soy el muerto de hambre que cruzó el Estrecho con dos condones pegados a los muslos. Ahora conozco a gente importante, gente que, en caso de apuros, te puede ayudar. Tú no estás hecho para pudrirte en una casucha, rodeado por una mujer y cualquiera sabe cuántos niños que nada tienen que ver con lo que llevas dentro de ti. Tú no eres de los que se conforman con un vaso de té cuando se pueden bañar en etiqueta negra.

En la escalerilla, se dio la vuelta y saludó con el brazo levantado. Permanecí en el muelle hasta perder de vista la estela blanca que el barco iba dibujando sobre el mar, como marcándome el camino. En Algeciras lo esperaba su coche, su último modelo confortable que no trajo hasta aquí para no levantar sospechas, y que lo devolvería a su reino de la abundancia. Cuando el Ibn Batouta era sólo un punto casi imperceptible en el Mediterráneo, ya había decidido que dentro de muy poco también a mí me habría de llevar hasta el mundo de Hamid.

A los quince días recibí un giro y un sobre con instrucciones. Me tenía que comprar un traje, zapatos nuevos, camisas pulcras y corbata; afeitar, asear, acicalar, perfumar; mirarme al espejo, ensayar los gestos del pudiente, del seguro de sí mismo. Un policía al que me remitió Hamid me proporcionó, tras breves gestiones, un pasaporte que enseñé en casa como un trofeo. Una invitación firmada por un español, al que de nada conocía, me permitió obtener sin problemas el visado, tras presentarme en el consulado de España ante un funcionario mencionado en la carta. Siguiendo paso a paso las órdenes de mi amigo, con el dinero me compré la ropa, abrí una cuenta en el banco, obtuve una tarjeta de crédito, saqué el billete de barco en primera clase, entregué a mi madre un sobre con 2500 dírhams, procedentes, le dije, de un adelanto que un importante hotel de la costa, propiedad de ricos saudíes, me enviaba junto a un contrato.

Aquellos días fueron de enorme excitación. El hormigueo del dinero me recorría el cuerpo día y noche. De repente había abandonado el bando de la miseria, y estaba impaciente por abandonar también la ciudad. Mi familia estaba atónita, el vecindario incrédulo. Dije que había enviado solicitudes a varios hoteles de la Costa del Sol, y que mi dominio del francés, español y árabe había dado resultado. Mi contrato y mi pasaporte visado daban fe de que Jalid, el de Fatma y Mohamed, había corrido con suerte.

Me despedí del Café de París como quien se despide del Infierno. Los más viejos me recomendaron que cuidara mi manera de actuar, los más jóvenes me pidieron que no los olvidara, los habituales me escribieron su dirección, el dueño me aseguró que aquélla seguía siendo mi casa. Me querían, me adoraban, me envidiaban.

Antes de salir de la ciudad, tal como estaba indicado en la carta, tuve que hacer algunas gestiones. Eran los primeros pasos en mi nuevo trabajo, las emociones de una vida nueva que se abría a mí como un universo. Fui a presentarme ante el señor Madani, comerciante en el bulevar. En su bazar repleto de artesanía y antigüedades que parecían amontonadas para que a nadie se le ocurriera buscar algo, un largo pasillo me llevó hasta una habitación que unas alfombras bereberes parecían disimular intencionadamente. Una fotografía de Mohamed VI con gafas de sol, colgada encima de un mostrador desvencijado, era lo único que daba a entender que ya habíamos entrado en el siglo XXI.

—Te esperaba. ¿Quién eres? —me recibió.

—Soy Jalid Temsamani, señor.

Con el tiempo, aprendí a no decir mi verdadero nombre ni a mi propia madre.

—¿A qué te dedicas?

—Soy amigo de Hamid.

—No sabía que Hamid tuviera amigos. ¿Qué noticias traes?

—Hamid le comunica que pasado mañana por la noche, a la hora de costumbre.

El señor Madani me miró fijamente, pensativo. Por un instante, sentí que no me veía. Sin quitarme los ojos de encima, cogió su vaso de té y extrajo de él un sorbo largo y sonoro. Daba la impresión de que hacía años que no salía de aquel pequeño cuarto, rodeado de sus libros de cuentas. Una televisión, una radio y un teléfono parecían ser lo único que lo unía al mundo exterior.

—Podría ser —se dijo a sí mismo—. Dile que de acuerdo —me dijo.

La luz del mediodía en el bulevar me encandiló al salir del bazar. No entendía nada de lo que estaba haciendo. Llegué a pensar que Hamid me estaba poniendo a prueba, y que observaba cada uno de mis pasos desde alguna esquina. Por si así fuera, decidí comportarme como un auténtico profesional y, sin vacilar, me dispuse a no salirme del guión. Y eso que en el siguiente capítulo tocaba comisaría.

Pisaba una comisaría por segunda vez, y esperaba que última, en mi vida. La anterior fue unos días antes para recoger mi pasaporte. Pregunté por el mismo funcionario que me lo había entregado. Me recibió sonriente en su despacho, como si nos uniera una vieja amistad. Sentí que empezaba a entrar en la familia de la que me habló Hamid.

—Me alegro de verte. ¿Qué me cuentas de bueno?

—El señor Madani dice que de acuerdo —dije cumpliendo religiosamente con mi papel.

—Buen trabajo, Jalid. Nos volveremos a ver —y su mano tendida me indicó que no era cuestión de eternizarse en aquel lugar.

Desde la popa del Ibn Batouta, se alejaba mi ciudad. Nunca me había parecido tan hermosa como vista desde ahí. Intenté ahogar en la espuma, que el barco sacaba del mar como de una herida abierta, las lágrimas de mi madre y de mi hermana menor, el gesto grave de mi padre al bendecirme, la mirada atónita de mis hermanos. Había llegado el momento más esperado, y una duda me sacudió el alma como un dolor profundo.