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Sentí un enorme alivio cuando el coche de Hamid dejó atrás las últimas casas de Algeciras. Era mi primer viaje a España y, aunque todo estaba en regla, temía que en el último momento mi sueño se pudiera quebrar. Aplacó mi miedo con una palmada en la rodilla:

—Vamos, Jalid, ya estamos aquí. Se acabó la harira y el té. Has llegado al mundo de la abundancia, de la libertad, de la vida verdadera. Mira a tu alrededor: esta carretera reluciente y sin baches te lleva directamente a la felicidad. Aquí, cuando tienes dinero en el bolsillo, lo tienes todo. Y te aseguro que tendrás tanto dinero en el bolsillo como para que no haya deseo que no puedas cumplir. Se acabó eso de trabajar de sol a sol para servir a los ociosos del mundo, a quienes no tienen más horizonte que la mesa del café en el que pasan media vida. La felicidad no está al alcance de los mediocres. Echa un vistazo a tu propia casa: ¿Qué vida es la que han llevado tus padres? ¿Qué vida la que les espera a tus hermanos?

Sus argumentos me tranquilizaron. Eran los mismos que me expuso aquella noche del encuentro en el Café de París. Cuando me acerqué a él, me pidió por señas que disimulara mi sorpresa. Encargó un té con hierbabuena y me citó a las diez en el Dorado. La alegría de volver a ver al amigo que creía perdido y el misterio de su actitud me sumieron en una excitación a la que ya no estaba acostumbrado. Intuía que algo importante iba a ocurrir. Fui a casa, me duché, me cambié y sorprendí a mis hermanos y a mi madre con un buen humor al que no estaban habituados. A las diez menos cuarto, ya lo esperaba en la terraza del Dorado. El levante, que llevaba días enloqueciendo a la ciudad, dejó paso a una brisa que llenó la noche de Mediterráneo. Cuando Hamid me tendió la mano, supe por la gravedad de su gesto que algo grave me tenía que contar.

No era cierto lo de los estudios en Granada. Sí, hubo una beca, un primer trimestre en la Facultad de Medicina con asistencia irregular a clase y pocas ganas de trabajar. Compartió un pequeño piso con otros becados marroquíes y dos estudiantes de Derecho de Guinea Ecuatorial. Nada más volver de la facultad, se iniciaba el rito del porro, que duraba hasta la noche. Las pastas y el arroz, con salsa de tomate por único aderezo y la compañía de algún huevo frito hoy, una lata de atún mañana, eran la dieta habitual, que sólo se rompía cuando, al cobrar la beca, huidiza como un ratón acorralado, tocaba bocadillos y cerveza en algún bar de la ciudad.

—Lo de la habitación lujosa y las chicas no era tanto para engañar a mi familia y a mis amigos como a mí mismo. Había llegado a Europa, había logrado por la vía rápida lo que para millones de personas de nuestro continente es un sueño inalcanzable. Hemos nacido en África, Jalid, ése es nuestro drama. Aquí existimos para sobrevivir, luchamos para no morir de hambre, soñamos para no morir de desesperanza. No valemos nada, ni siquiera para nuestros gobernantes. En nuestros países estamos abandonados a nuestra suerte, perdidos en la miseria, desnudos frente a la injusticia, al capricho de cualquier reyezuelo con uniforme, policía, portero del ayuntamiento, aduanero, funcionario del Gobierno. Fuera de aquí sólo somos mano de obra barata, en el mejor de los casos; un problema necesario para hacer el trabajo del que los europeos no quieren oír hablar, un ejército de indeseables que les friega el suelo, recoge la basura, desinfecta las cloacas, limpia los zapatos, siembra los campos. En la calle, nos miran de reojo: somos sospechosos, temidos; nosotros, que vivimos entre ellos acojonados, con una acusación permanentemente colgando sobre nuestras cabezas, un dedo siempre dispuesto a declararnos culpables, una soga alrededor de nuestros cuellos.

Terminamos nuestra primera botella de Gris de Boulaouane, y junto a la segunda volvimos a pedir una de kefta y aceitunas picantes. El vino empezaba a hacerme efecto, y me dispuso a favor de la conversación: nunca Hamid me había hablado de ese modo, nunca nuestras charlas traspasaron el umbral de la fantasía. Esto era otra cosa. Hamid había cambiado, y me eligió a mí para su confesión. Me sentí orgulloso, agradecido, profundamente interesado.

—Sin duda, tuve mi oportunidad, pero yo no quiero ser médico. Me imagino que lo elegí porque ser médico, vivas donde vivas, y más aún aquí, es saltar la barrera de la nada al todo. Aquí no hay término medio: o estás entre los desgraciados y te pasas la vida colgado a la pipa de kif y al té, o perteneces a los que todo lo pueden, a los que reposan sobre nuestra miseria. Además, ahí no había quien estudiara. Yo mismo me pasaba horas pegado al porro, rodeado de otros que también estaban condenados a perder su beca para, tras unos años que serían lo mejor de sus vidas, volver al punto de partida. Mi familia aún cree que soy el estudiante aplicado que sacará a los suyos de la miseria. Me admira, me idolatra, lo espera todo de mí. Solamente me presente a dos exámenes: un desastre. El ambiente de la casa se me hizo insoportable, y mis compañeros de piso me enseñaban todos los días lo que yo no quería vivir. Eran seres derrotados agarrados a una tabla que nunca los salvaría de su destino. No estaba dispuesto a acabar como ellos, a desperdiciar la oportunidad que la providencia me había regalado. El verano en que nos conocimos en el Café Manila ya había desistido de seguir estudiando Medicina. Mi beca estaba condenada a esfumarse. Se acabó la pasta, se volatilizó el único medio con el que contaba para vivir en España. Pero algo tenía claro: tenía que volver a matricularme para no perder la residencia, y obtener el dinero como fuera.

Hamid prolongó un sorbo de vino, hasta acabar su copa. Por unos instantes, la mirada se le perdió a través del cristal sobre el que resbalaban las gotas que aún quedaban. Pensó que, también en la vida, son pocos los que se salvan, y que él quería ser uno de ellos. Había meditado mucho sobre eso: en esta selva no caben los escrúpulos. Hubo una época en que deseó pertenecer al equipo de los buenos, hasta que descubrió que el mundo de quienes se conforman con su miseria está repleto de buenas personas; que las leyes están hechas para que los pobres sigan siendo pobres y los ricos se las salten a la torera; que la religión es el refugio de los desgraciados; que las normas son la cárcel de los honrados; que Dios ha desistido de sus buenas intenciones y decidido que cada cual se busque la vida como pueda.

—Conocía demasiado bien el mundillo de la droga como para no sacar tajada de él. Todo el hachís que consumía en Granada lo tenía que comprar. Sabía a quién dirigirme para hacerlo, y sobraban compradores en el listado que fui elaborando. En Tánger, lo mismo: no faltaban camellos entre mis amigos y podía conseguir lo que quisiera a buen precio. Estaba el riesgo de la aduana, pero el de la miseria me asustaba mucho más. Tenía claro que no iba a acabar ninguna carrera, que si no me buscaba un camino a mi medida, volvería a hundir la vida en la nada. Regresé a Tánger discretamente al terminar el segundo trimestre. Decidí que lo mejor sería el aceite de hachís: menos volumen y más dinero. Llené dos condones que se alargaron hasta contener cada uno la beca de un año entero. Los sellé con silicona. Tendrías que haberlos visto: parecían dos pollas de negro gigante. Me pegué uno en cada muslo, con esparadrapo. En el barco no me levanté de la silla durante toda la travesía. Temía que se rompieran los condones y que mi tesoro se desparramara entre las piernas. Cuando el barco atracó, bajé las escaleras con las patas abiertas, como si me acabaran de dar por culo. No me preguntes qué ocurrió hasta que pasé la aduana: sólo recuerdo que cuando entré en el bar del puerto, despegué los condones y, con ellos en la mano, creí que hasta las entrañas se me descolgaban por el retrete.

A esas alturas de la conversación, la impresión que me causó la historia de Hamid había remitido, y la tensión en la que me sumió terminó de descargarse con la risa que nos asaltó ante su imagen descompuesta en el váter, la misma risa que tuvo él que contener durante el viaje en autobús de Algeciras a Granada. Pedimos una tercera botella de Gris. Mi primera decepción al saber que Hamid no era el futuro médico que teníamos por amigo se fue transformando, con la ayuda del vino, en admiración por el valiente que fue capaz de rebelarse contra su propio destino, desafiando a la policía marroquí y a la española, a las leyes, a todo lo imaginable por un joven camarero de la medina como yo.

—Me resultó fácil colocar la mercancía. En poco tiempo me hice con una buena clientela: gente discreta, estudiantes en su mayor parte, pero hijos de ricos; el aceite no se lo costea cualquiera. También estaban los amigos, claro, pero sólo al principio. En ese mundo pronto te das cuenta de quién te aprecia de verdad: nadie. No caí en la trampa y enseguida cambié de aires. Me busqué una casa tranquila en el Albaicín, frente a la Alhambra. Ya conocerás todo aquello algún día, espero. Es como si estuvieras en casa cuando nuestros días de mayor gloria. Cuando los árabes éramos alguien, Jalid. Ahora es muy diferente: el mundo nos desprecia, tanto que sentimos vergüenza de nosotros mismos cuando salimos de aquí.

Nunca había pensado en ello, y no sabía si estaba de acuerdo. No quería seguir viviendo como lo hacía en mi país, eso lo tenía claro, pero no por ser de mi país, sino por ser pobre. Lo único que me encandilaba de Europa era su riqueza, su lujo, su vida fácil; jamás se me ocurrió querer ser uno de ellos. Jamás pensé que abandonar mi ciudad fuera un privilegio, sino una condena.

—La carrera de Medicina se convirtió en algo del pasado, como si nunca hubiera existido. Por fin estaba llegando a la vida que tanto anhelaba. Había dejado la tribu de los fracasados, los condenados a la miseria perpetua, los que regresarían con el rabo entre las patas, los que nunca lograrían salir adelante. Así son las cosas: cuando tienes dinero lo tienes todo, pero el dinero no llega solo hasta ti. Tienes que ir a buscarlo, y para nosotros no hay ochenta maneras. Mi fortuna es haber sido capaz de tomar el único camino que estaba a mi alcance.

La terraza del Dorado se fue vaciando. El camarero se acercó con su largo delantal de plástico para recoger la mesa, invitándonos así a terminar la conversación en otro lugar. Hamid pagó la cuenta. Una farola iluminó el paso de una cucaracha junto a la pared, frente a nuestra mesa. Hacía cuatro años que no nos veíamos, cuatro años que no veía a su familia. Había llegado en el barco de Algeciras esa misma tarde, y se disponía a aparecer en su casa como un héroe, con media carrera bajo el brazo, para disfrutar de un merecido descanso antes de seguir su camino triunfal hacia el mundo de los elegidos. Antes de ello, quiso pasar un rato conmigo: intuí que aún le quedaban cosas importantes por decirme. Caminamos hasta el zoco chico. En el bulevar, unos niños andrajosos correteaban de un lado a otro, como quien juega en su propia casa.

—Mis dos condones no fueron eternos. Me pagaron el alquiler de una casa que no estaba dispuesto a abandonar, me llevaron de la miseria del piso compartido hasta las fiestas de los niños bien de la universidad, me allanaron el camino que lleva a las mujeres, hicieron que me sintiera respetado; pero se vaciaron, y había que rellenarlos. Volví a Tánger de vez en cuando, sin decir nada a nadie. Los dos condones se convirtieron en cuatro, en seis, hasta casi asomar por los bajos de mi pantalón. Me fui metiendo en el mundo de los que manejan este asunto; entendí que en él no hay ni marroquíes ni españoles, ni europeos ni africanos, ni policías ni ladrones. El dinero y la clandestinidad hacían que nos sintiéramos parte de una misma familia, por encima de la nacionalidad, la raza, la religión. Dejé de sentir miedo al cruzar la aduana, hasta que una mañana cogieron a uno ante mis propias narices. Llevaba pegados al cuerpo varios kilos de hasch, toneladas de esperanzas que fueron a parar a la cárcel.

El frío húmedo de Tánger se me pegó a los huesos, como un mal presagio. Nos despedimos delante del Café Central, quedando para el día siguiente. Entré en casa en silencio, como un ladrón. Sin desnudarme, me enterré bajo la manta de mi colchoneta, para pasar las escasas horas que me separaban del traje de camarero. La vida me daba vueltas en la cabeza, y el vino no era el único culpable.