4

Cierro los ojos. La voz de Um Kalsum resuena intemporal en el Manila. Me dejo envolver por ella, como quien se deja llevar por una mano de mujer hasta el cielo. Ahora la añoro como un paraíso perdido. También el bullicio del café los días de partido, o a Said Auita enarbolando la bandera nacional en la vuelta de honor al estadio olímpico. Y el olor a hierbabuena en el mercado, la pipa de kif en el Monte, las montañas de shubbakía en los puestos callejeros, el tiempo detenido en el cafetín de Haffa.

Yasmina fue mi primer amor. Éramos vecinos y de pequeños jugábamos en la azotea, mientras nuestras madres desmenuzaban todo lo ocurrido en el barrio durante la semana: el menor de los Buchara había conseguido visado para unirse a su hermano en Lieja; Aicha, la de Zohra, tenía pretendiente, pero su padre no estaba dispuesto a dejarla en manos de un simple tendero; en boca de todos corría el rumor de que Fatma tenía un amante, un joven apuesto que le había devuelto la alegría y salvado de la amargura de un marido ya octogenario. Recorrimos felices el camino hacia la adolescencia y fueron sus pechos los primeros que rocé. Ella misma cogió mis manos entre las suyas y las acercó a las flores recién brotadas en su cuerpo. El corazón se desbocó en mi cuerpo aún infantil, y mis venas se convirtieron en un río revuelto a punto de desbordarse. La serenidad y los ojos cerrados de Yasmina mientras acariciaba con mis dedos temblorosos sus pezones erguidos me devolvieron la calma. Cerré yo también los ojos, y el mundo desapareció a mi alrededor. Sólo existíamos ella y yo. Nunca más, en lo que llevo vivido, he vuelto a estremecerme de aquel modo. Yasmina fue mi primer amor, quizás mi único amor.

En los catorce años de Yasmina cabía todo un universo, con el futuro ya trazado. Su pelo rubio y sus ojos claros delataban su origen bereber, del que se sentía, como toda su familia, orgullosa. De su boca oí las primeras palabras en chelja, lengua que hablaban habitualmente en su casa. Durante los ratos que pasábamos fuera de la azotea me contaba historias del Rif, donde había nacido y vivido hasta que la familia emigró a Tánger, cuatro años atrás. Su abuelo había sido soldado de Franco y fue destinado después de la guerra a Agüimes, un pueblo de las islas Canarias donde los españoles instalaron un tabor de regulares. Cuando la compañía abandonó el archipiélago, en los años cuarenta, regresó a su cabila, donde se casó y tuvo varios hijos, entre ellos su madre. En sus sueños, Yasmina recorría las calles de Agüimes como si las conociera al recrear lo que su abuelo, con la nieta entre los brazos y la mirada perdida en el horizonte, le contaba.

Sabía que para seguir en el colegio tenía que sobresalir en los estudios, y aprovechó su inteligencia para hacerlo: sus planes pasaban por la independencia, tarea nada fácil para una mujer pobre en mi país. Unas notas brillantes y la insistencia de sus profesores decidieron a los padres a mantenerla en la escuela cuando otras muchachas de su edad habían dejado ya las aulas para ayudar en casa y prepararse para el matrimonio. Ahora creo que yo fui también, en cierto modo, parte de esa escuela que era para ella la vida en aquellos años. Todo lo que hacía perseguía un fin: prepararse para volar cuando el gran día llegara. En ese momento, solía decirme, empezaría su verdadera vida la que le pertenecía a ella, y sólo a ella.

Yasmina soñaba con largos viajes, mundos nuevos y hombres hermosos que bailarían a su capricho. Su abuelo había evitado siempre los peores recuerdos al contarle su estancia en España durante la larga guerra civil. Era su nieta predilecta y todos los días pasaban horas juntos, largas horas de preguntas y respuestas. Cuando murió, se le cerró a Yasmina el libro en que cada día alimentaba sus ilusiones, sus proyectos para un futuro en el que cada noche, mientras los demás dormían, daba un nuevo paso.

El rostro de Yasmina poblaba mis noches. Las sábanas eran su piel, la almohada su cuerpo que mis manos recorrían hasta conciliar el sueño. Todos los días nos las arreglábamos para pasar unos instantes juntos, y las visitas de su madre a casa eran la fiesta que los dos esperábamos ansiosos. Quedaron atrás los juegos infantiles de la azotea, y en un cuartito que había en ella nos refugiábamos para acariciarnos, besarnos, intercambiar frases tiernas y promesas imposibles.

Una tarde no oímos los pasos de la madre de Yasmina al venir a recogerla para regresar a casa. En el mundo en el que vivíamos esos instantes de felicidad no había oídos más que para nuestra respiración y nuestros susurros. Cuando la madre abrió la puerta encontró un solo cuerpo, sobre el que el mundo entero se acababa de derrumbar. Aún hoy las lágrimas me ciegan de tristeza y rabia al recordar el grito que nos separó como la hoja afilada de un cuchillo y la mano que la arrancó de mis brazos. Nunca la volví a ver. La enclaustraron en su cuarto, de donde sólo salió para ser entregada como esposa a un primo de su padre que de niña la mecía sobre sus rodillas, un comerciante itinerante que hacía la ruta del Rif. Yasmina, mi dulce y risueña Yasmina. Secaron para siempre el manantial en que cada día nos bañábamos, lo enterraron bajo las cuatro paredes de una celda de Al Hoceima.