Aquél fue uno de esos vuelos terroríficos que te hacen desear no haber nacido, y eso que todo había empezado de una forma muy apacible. El vuelo LH 963 había despegado puntualmente a las 15.10 horas de un soleado día de otoño, y la travesía hasta Roma sobrevolando los Alpes prometía ser de lo más placentera. Había reservado una habitación en un hotel de Tívoli, en lo alto de los montes Albanos, para reflexionar en la soledad de aquel pintoresco lugar sobre mi nueva novela, un tema que me rondaba por la cabeza desde hacía ya dos años. Sin embargo, nada resultó como esperaba.
Nada más dejar atrás los Alpes, el aparato de Lufthansa, un aerobús de reciente fabricación, empezó a vibrar y a dar sacudidas. Sobre las filas de asientos se encendió la señal de «Abróchense los cinturones», y el capitán habló por megafonía: «Damas y caballeros, les ruego que ocupen en seguida sus asientos y que se abrochen el cinturón de seguridad. En el norte de Italia se ha formado una zona de bajas presiones; esperamos fuertes turbulencias».
En cuestión de vuelos no me cuento precisamente entre los más valientes —he sufrido malas experiencias en África y Asia—, y por eso tengo la costumbre de volar siempre con el cinturón abrochado. Miré por la ventanilla con cierto nerviosismo y me encontré con un extraño paisaje de columnas de nubes grises, aunque unos húmedos velos de niebla me obstaculizaron de inmediato la visión. El cielo se oscureció, las sacudidas del avión se hicieron cada vez más fuertes, y mentiría si dijera que la situación me era del todo indiferente. En ocasiones como ésa, suelo recurrir a un truco que me descubrió hace muchos años un psiquiatra estadounidense durante un vuelo a California: busco cualquier objeto y lo aprieto en la mano hasta que me produce dolor. La concentración en ese dolor hace que me olvide de que me da miedo volar. El aparato volvió a zarandearse. Finalmente, conseguí sacar la tarjeta de crédito del bolsillo interior de mi americana, me la puse en la palma de la mano y apreté. Por un instante me pareció estar sosteniendo en la mano derecha un cuchillo de doble filo, pero el dolor bastó para distraer mi atención de esa situación tan sumamente desagradable.
Desde lejos percibí cómo los vasos, las bandejas y los cubiertos, de pronto liberados de la fuerza de la gravedad, empezaban a moverse, se estrellaban contra el techo y se quedaban allí pegados, como si fuera lo más natural del mundo. Se oyeron gritos de terror procedentes de las filas de atrás. Una bolsa de aire; el avión caía en picado.
No soy capaz de decir cuánto duró ese estado de ingravidez. Me quedé sentado, inmóvil, con la tarjeta de crédito en la mano. Sin embargo, en ese momento desperté del letargo que yo mismo me había impuesto: de repente, el hombre que iba sentado a mi derecha y al que hasta entonces no había prestado la menor atención me agarró del antebrazo y lo apretó con todas sus fuerzas, como si buscara un punto de apoyo en aquella aterradora ausencia de gravedad. Me volví hacia él, pero el extraño miraba fijamente hacia adelante. Tenía el rostro ceniciento, la boca entreabierta; vi temblar su bigote cano.
La caída libre debió de durar diez, tal vez quince segundos, aunque a mí me pareció una eternidad, y entonces el avión dio una violenta sacudida. Se oyó un estallido, y los objetos que seguían pegados al techo se precipitaron al suelo con gran estrépito. Algunos pasajeros gritaron, aterrados. Y, al instante siguiente, como si nada hubiese sucedido, el avión continuó su trayectoria con normalidad.
—Por favor, disculpe mi conducta —empezó a decir mi vecino de asiento después de soltarme el brazo—. Estaba convencido de que nos estrellábamos.
—No se preocupe —repuse con magnanimidad mientras intentaba esconder la mano, aún dolorida, en la que seguía guardando la afilada tarjeta de crédito.
—¿A usted no le da miedo volar? —prosiguió el hombre tras una breve pausa durante la cual, igual que yo, escuchó con atención los ruidos del avión por si cabía esperar más turbulencias.
«No se hace usted una idea», habría sido mi respuesta espontánea, pero por miedo a que el resto del vuelo se consumiera en un intercambio de espantosas experiencias aéreas, contesté sucintamente:
—No.
Al dirigirle un gesto de ánimo con la cabeza, reparé en que con la otra mano aferraba un montón de papeles o un manuscrito contra el pecho, como un niño que teme que le quiten su juguete. Entonces le hizo una señal a la azafata, una morena de extraordinaria belleza; alzó el índice y el corazón y pidió dos whiskys.
—Usted también tomará uno, ¿verdad? —preguntó.
—No bebo whisky —respondí para desalentarlo.
—No se preocupe. Después de lo sucedido, no me vendrán mal dos.
Mientras el hombre de mi derecha vaciaba los dos vasos de whisky con prudencia, y en modo alguno de un solo trago, como había esperado, tuve ocasión de observarlo más detenidamente.
El rostro inteligente y los caros zapatos contrastaban con su aspecto algo descuidado, y se me antojaron no menos enigmáticos que su peculiar conducta: un hombre de mediana edad, con rasgos sensibles, movimientos inquietos y un comportamiento inseguro, un tipo por el que el tiempo no había pasado en balde. Por lo visto, se dio cuenta de mi mirada escrutadora, porque al cabo de un rato de silencio se volvió otra vez hacia mí, se enderezó en su asiento e insinuó una pequeña reverencia, un gesto que no carecía de cierta comicidad. Entonces, con intencionada cortesía, dijo:
—Me llamo Gropius, profesor Gregor Gropius, aunque eso ya se acabó, perdone.
Se inclinó hacia adelante y guardó el manuscrito en una cartera de piel marrón que había dejado bajo el asiento.
Para cumplir con los convencionalismos, también yo le dije mi nombre y, por pura curiosidad, pregunté:
—Profesor, ¿cómo debo interpretar eso de que ya se acabó?
Gropius hizo un gesto con la mano, como si no quisiera hablar del tema. No obstante, y puesto que yo seguía mirándolo con expectación, al final respondió:
—Soy cirujano… Mejor dicho, lo fui. ¿Y usted? Un momento, deje que lo adivine…
No sé por qué, aquello me resultó incómodo. Sin embargo, puesto que la conversación había empezado a coger ritmo y yo seguía sujeto por el cinturón a mi asiento de ventanilla, me volví hacia mi vecino con mi mejor sonrisa, resignado a mantener aquella charla con él.
—¿Es escritor? —preguntó de pronto Gropius.
Me dejó perplejo.
—Sí. ¿Cómo lo ha sabido? ¿Ha leído alguno de mis libros?
—Sinceramente, no. Pero había oído su nombre alguna vez. —Sonrió—. ¿Qué lo lleva a Roma? ¿Una nueva novela?
El hombre que unos instantes atrás estaba a mi lado, medio muerto y con el rostro pálido, recuperó de golpe la vitalidad. Por experiencia, sabía lo que diría entonces, lo mismo que dicen nueve de cada diez personas al conocer a un escritor: «Si yo le contara mi vida… ¡De eso sí que se podría escribir una novela!». Sin embargo, no lo dijo. Al contrario, lo que aún pendía en el aire era su pregunta.
—No voy a Roma —respondí—. En el aeropuerto me espera un coche de alquiler con el que llegaré hasta Tívoli.
—Ah, Tívoli —repitió Gropius con aprobación.
—¿Conoce Tívoli?
—Sólo por fotografías. Debe de ser muy bonito, Tívoli.
—En esta época, sobre todo, es tranquilo. Conozco un pequeño hotel, el San Pietro, cerca de la Piazza Trento. La dueña es una típica mamma italiana que hace unos exquisitos spaghetti alla pescatore, y la vista desde la terraza del hotel es sencillamente impresionante. Allí intentaré dedicarme a mi nueva novela.
Gropius asintió con aire reflexivo.
—¡Qué hermosa profesión!
—Sí —contesté—; no se me ocurre ninguna que lo sea más.
En realidad, a esas alturas ya debería haber sospechado algo, porque el profesor no parecía interesarse en modo alguno por el contenido de mi nuevo libro; aunque tal vez estuviera ofendido, puesto que yo tampoco me había interesado lo más mínimo por el motivo de su viaje y las circunstancias más inmediatas de su vida. En cualquier caso, interrumpió de forma abrupta nuestra conversación y cualquier posibilidad de trabar mayor conocimiento diciendo de nuevo:
—¡Espero que no se haya tomado a mal que me haya agarrado a usted de esa manera!
—No pasa nada, de verdad —insistí, para tranquilizarlo—. Si le he sido de ayuda…
Por megafonía ronroneó el anuncio de que al cabo de breves minutos aterrizaríamos en el aeropuerto Leonardo da Vinci, y poco después el avión se detuvo frente a la terminal acristalada.
Una vez en el aeropuerto, cada cual siguió su camino. Tuve la sensación de que el pequeño incidente había resultado bastante embarazoso para Gropius, aunque, en mi caso, a la mañana siguiente ya prácticamente lo había olvidado; bueno, sólo prácticamente, puesto que en mi cabeza aún seguía dándole vueltas a aquel comentario del profesor, aquello que había dicho de que todo se había acabado, aunque no sabía muy bien por qué.
Nada más desayunar, me senté ante un montón de hojas en blanco, la pesadilla de cualquier escritor, frente a una mesa de madera pintada de verde que la señora Moretti, la dueña del hotel, me había preparado junto a la balaustrada de la terraza. Desde allí, la vista se extendía sobre los tejados de Tívoli hacia el oeste, donde Roma se escondía en la bruma otoñal.
Progresaba a buen ritmo con mi trabajo, que sólo se veía interrumpido por largos paseos. El quinto día —sentado al sol del mediodía mientras escribía la última página del esbozo— oí detrás de mí, en la terraza, unos repentinos pasos que se acercaban con titubeos y finalmente se detenían. Casi pude sentir una mirada sobre mi espalda y, para terminar con aquella desagradable situación, me volví.
—Profesor… ¿usted aquí?
Sorprendido, dejé el lápiz en la mesa. Abstraído en mis pensamientos, inmerso en la trama de mi novela, debí de causarle al inesperado visitante la impresión de estar bastante confuso. Fuera como fuese, Gropius intentó calmarme con un par de gestos torpes de la mano y, tras pronunciar algunas fórmulas de cortesía propias tan sólo de un hombre de exquisitos modales, por fin entró en materia:
—Seguramente se preguntará por qué he venido a verlo, así, sin avisar —empezó a decir, después de aceptar la silla que le ofrecí y tomar asiento en una postura rígida.
Me encogí de hombros, como si la cuestión me fuera más bien indiferente, una reacción de la que poco después me arrepentí; con todo, en aquel momento no era de extrañar, pues aún no sabía lo que me deparaba aquel encuentro.
Por primera vez desde que nos conocimos en el avión, algunos días antes, el profesor me miró a los ojos.
—Busco un confidente —dijo, sin alzar mucho la voz, aunque no por ello sin insistencia. Su tono confería algo misterioso a sus palabras.
—¿Un confidente? —pregunté, asombrado—. ¿Y qué le ha hecho pensar precisamente en mí?
Gropius miró en derredor, como buscando testigos indeseados de nuestra conversación. Tenía miedo, eso lo vi en seguida, y parecía que no le resultaba fácil encontrar una respuesta.
—Ya sé que apenas nos conocemos. En realidad, no nos conocemos lo más mínimo, pero eso también puede representar una ventaja, teniendo en cuenta la situación en la que me encuentro.
—Vamos…
Admito que, vista en retrospectiva, mi reacción debió de resultar bastante jactanciosa, y me alegro de no haber reaccionado con tanta espontaneidad como en realidad era mi intención. El secretismo de los comentarios del profesor me exasperaba, y a punto estuve de soltarle: «Querido profesor, me está usted haciendo perder el tiempo. He venido aquí a trabajar. Buenos días». Pero no lo hice.
—He pensado mucho acerca de si debo cargarlo con el peso de mi historia —prosiguió Gropius—. Sin embargo, es usted escritor, un hombre con imaginación, y para poder entender lo que tengo que contarle se requiere verdaderamente mucha imaginación. Aunque cada palabra es cierta, por increíble que pueda parecer. Tal vez ni siquiera usted me crea, tal vez me tome por loco o por un alcohólico. Si he de serle sincero, hace un año yo mismo no habría reaccionado de otra forma.
Sus apremiantes palabras me dejaron sin argumentos. Noté que, de pronto, la curiosidad se despertaba en mi interior y que mi desconfianza inicial dejaba paso a cierto interés por lo que aquel extraño hombre tenía que relatar.
—¿Sabe? —me oí decir de repente—, las mejores historias son siempre las que escribe la vida. Sé lo que me digo. No hay escritor capaz de crear tramas tan descabelladas como las que ofrece la vida misma. Además, entre mis escasas buenas cualidades se cuenta la de saber escuchar. Al fin y al cabo, vivo de las historias. Incluso soy adicto a ellas. En suma, ¿qué es lo que quiere contarme?
El profesor empezó a desabrocharse la americana con ceremonia, un acto en principio irrelevante que no me interesó especialmente hasta que de pronto vi aparecer un fajo de papeles bajo la prenda.
De todas mis experiencias en el trato con la gente, seguramente ése era el encuentro más insólito que había vivido jamás. Ni siquiera haciendo uso de una gran dosis de imaginación encontraba una explicación lógica para el comportamiento del profesor. Debo admitir que me habría sorprendido menos que Gropius hubiera sacado una pistola y me hubiera encañonado con alguna exigencia manida. Sin embargo, golpeó los documentos con el puño cerrado y, no sin orgullo, dijo:
—Esto es una especie de diario de los peores doscientos días de mi vida. Al leerlo, apenas me reconozco ya a mí mismo.
Boquiabierto, más bien desconcertado, miré alternativamente los papeles y el rostro del profesor, que a todas luces disfrutaba de mi perplejidad, como un duelista que acaba de derrotar a su adversario. Así permanecimos durante unos instantes, hasta que le planteé a mi contrario la pregunta obligada:
—¿Qué contiene el manuscrito?
Entretanto, ya se nos había hecho mediodía, y sobre aquella terraza orientada al oeste aparecieron los primeros rayos de sol. La mujer nos llamó la atención desde el interior del hotel, que sólo tenía tres habitaciones ocupadas. Con una palabrería que parecía no tener fin, se ofreció a servirnos a mi invitado y a mí un plato de pasta: spaghetti alla pescatore, naturalmente.
Cuando la señora Moretti se hubo retirado, repetí mi pregunta, pero Gropius eludió la respuesta y planteó a su vez otra cuestión que, al principio, no comprendí:
—¿No será usted un hombre devoto?
—No, por Dios —repuse—, si con ello se refiere a si soy adepto a la Iglesia…
El profesor asintió.
—A eso me refería. —Y, tras dudar un instante, añadió—: Es que a lo mejor mi narración lo ofende en su fuero interno. Es más, puede que sus creencias se vean seriamente cuestionadas y que después contemple el mundo con otros ojos.
Perplejo ante aquel hombre singular, intenté sacar alguna conclusión de su forma de expresarse, de sus gestos moderados… aunque, si he de ser sincero, con un éxito escaso. Cuanta más atención le prestaba a Gropius, más enigmática me resultaba su conducta, pero tanto más fascinado lo escuchaba. No tenía la menor idea de adonde quería llegar, pero, si aquel hombre no estaba loco —y no era ésa la impresión que daba—, debía de tener en su poder algo sumamente explosivo.
—Me ofrecieron diez millones de euros por guardar silencio —dijo en un tono que apenas dejaba entrever emoción alguna.
—Espero que aceptara el dinero —repliqué con un tinte de ironía.
—No me cree —señaló; parecía decepcionado.
—¡Sí, claro que sí! —me apresuré a asegurar—. Es sólo que me gustaría muchísimo saber de qué se trata.
La pregunta respecto a mi grado de devoción había apuntado ya en una dirección determinada; sin embargo, a lo largo de mi vida, me habían informado ya de varios escándalos relacionados con la Iglesia, y alguno que otro había quedado plasmado en mis libros, ya fueran escándalos financieros del Banco Vaticano, conventos para monjas embarazadas o una empresa de venta por catálogo de indumentaria especial para monjes masoquistas. Pocas cosas quedaban ya que pudieran escandalizarme.
Sin levantarse de la silla, Gropius alargó el cuello y se asomó sobre la balaustrada en dirección a la Piazza Trento. Después se volvió hacia mí y dijo:
—Disculpe mi extraña conducta. Todavía sufro un poco de manía persecutoria. Sin embargo, cuando haya escuchado mi historia, no me lo tomará a mal. ¿Ve a aquellos dos hombres de allí abajo?
Gropius hizo un leve gesto con la cabeza en dirección a la calle, donde dos hombres vestidos de oscuro conversaban delante de un modesto Lancia. Al inclinarme sobre la balaustrada para echarle un vistazo a la calle, ambos se volvieron de espaldas, como por casualidad.
Nuestra conversación quedó interrumpida momentáneamente cuando la mujer, con una amplia sonrisa y las cortesías habituales de una cocinera italiana, nos sirvió los espaguetis. Los acompañamos de un Frascati diluido con agua, según la costumbre del lugar y, después, como ha de ser, un espresso bien amargo.
Todo había quedado en silencio, en las casas colindantes habían cerrado las altas contraventanas, casi todas pintadas de verde: era la hora de la siesta. Los hombres que había frente al hotel se habían separado y aguardaban, fumando, a unos cien metros el uno del otro. Una pequeña furgoneta de reparto de tres ruedas llegó repiqueteando por el adoquinado. En algún lugar, un gallo emitió un canto ronco, como si temiese por su vida. Desde la cocina, en el piso de abajo, llegaba el rumor del lavavajillas.
El hombre que estaba a mi lado seguía ofreciéndome más enigmas, y yo no sabía muy bien cómo tratarlo. Durante la comida habíamos hablado de cosas intrascendentes; en realidad, Gropius seguía sin desvelarme un ápice de su vida. Por eso, aprovechando un largo silencio —después de todo, era él quien se había presentado allí para confiarme algo de gran importancia—, pregunté con brusquedad:
—¿Quién es usted, profesor Gropius? Ni siquiera estoy seguro de que ése sea su verdadero nombre. Pero, ante todo, ¿qué tiene que contarme? ¡Dígalo de una vez!
El hombre hizo entonces un esfuerzo. Casi podía ver cómo iba deshaciéndose de los reparos que lo habían atormentado hasta el momento. Con cuidado, dejó el manuscrito sobre la mesa, entre nosotros dos, y puso ambas manos sobre él.
—Gropius es mi verdadero nombre, Gregor Gropius —empezó a decir a media voz, de modo que hube de acercarme un poco para entenderlo—. Obtuve el doctorado en medicina a los veinticuatro años; con treinta y ocho ya me había convertido en catedrático de una gran clínica universitaria del sur de Alemania. Antes de eso, y durante dos años, hice diversas estancias en prestigiosas clínicas de Ciudad del Cabo y Boston. En pocas palabras, una carrera de libro. Ah, sí, y también estaba Veronique; la conocí en Salzburgo, en un congreso donde ella trabajaba de azafata. En realidad, se llamaba Veronika, y sus padres, que llevaban un pequeño negocio de coches de alquiler a las afueras de la ciudad, la llamaban Vroni, pero a ella no le gustaba que se lo recordasen. Nos casamos cuatro semanas después de doctorarme, en el castillo Mirabell, y con un carruaje tirado por cuatro caballos blancos. Al principio, todo nos iba bien. Veronique era extraordinariamente atractiva. Yo la veneraba, y ella me consideraba una especie de portento; eso me halagaba, claro está. Al volver la vista atrás, no obstante, debo decir que esas dos cosas no bastan para sustentar un matrimonio. Yo sólo pensaba en mi carrera, y Veronique me toleraba, menos como compañero que como trampolín hacia círculos más elevados de la sociedad. Sólo fingía amarme de vez en cuando, cuando necesitaba más dinero. Sin embargo, cada una de esas ocasiones tenía que valerme para seis semanas. Dicho sea de paso, jamás se nos pasó por la cabeza tener hijos. Ella solía decir que los niños debían estar agradecidos de que nadie los trajera a este horrible mundo. Aunque, en realidad, estoy convencido de que Veronique temía por su figura. En resumidas cuentas, al cabo de diez años, nuestro matrimonio estaba acabado, aunque ninguno de los dos quisiera admitirlo. De hecho, aún vivíamos juntos en nuestro domicilio común del barrio residencial más distinguido de la ciudad, pero cada cual seguía su propio camino y ninguno de los dos hizo nada por salvar el matrimonio. Para realizarse al fin como persona, tal como solía expresarlo ella misma, Veronique abrió una agencia de relaciones públicas en la que diseñaba campañas publicitarias para empresas, editoriales y actores. Aun así, me pareció una mezquindad que me engañara con el primer cliente importante que se le presentó. Tuvo que ser precisamente con el propietario de una conservera de choucroute. Bueno, el hombre estaba podrido de dinero y la colmaba de regalos caros; aunque conmigo nunca le había faltado de nada. Yo me vengué a mi manera y seduje a una auxiliar de rayos X muy mona. Era casi veinte años más joven que yo y, cuando Veronique nos sorprendió al regresar inesperadamente de un viaje de negocios, los largos años de indiferencia se transformaron en odio de la noche a la mañana. Jamás olvidaré el ardor de su mirada cuando me dijo: «¡Me pagarás este acto de mal gusto! Acabaré contigo». Debo confesar que entonces no me tomé muy en serio su amenaza. Sin embargo, ni tres semanas después, el 14 de setiembre (nunca olvidaré ese día porque cambió mi vida), recordé de pronto la amenaza de Veronique e intenté…
En ese punto interrumpí al profesor, que cada vez hablaba con mayor vehemencia, llevado por su extraño desasosiego. Ya hacía rato que me había convencido de que aquel hombre no me estaba contando ningún cuento. En cualquier caso, su relato me tenía sobremanera fascinado, y mi experiencia en el trato con personas (¿o era tal vez un sexto sentido?) me decía que tras esa historia se ocultaba muchísimo más que el consabido drama conyugal. Gropius no era de los que cogían a un desconocido y le soltaban su malograda vida privada sin ningún motivo. Tampoco vi en él la conmiseración del egoísta en busca de atención, que llora su fortuna como si fuera la más aciaga de todas. Por eso le pedí permiso para tomar notas.
—No será necesario —dijo—. He venido a buscarlo para entregarle mis apuntes. Creo que con usted estarán en buenas manos.
—Si lo he entendido bien, profesor, ¿quiere usted dinero a cambio de su historia?
—¿Dinero? —Gropius soltó una amarga carcajada—. Ya tengo bastante dinero. Tal como le he dicho, compraron mi silencio con diez millones… Aunque eso fue en un momento en que nadie podía sospechar cómo acabaría este asunto. No, sólo quiero que la verdad salga a la luz, y sin duda usted sabrá ponerla por escrito mejor que yo.
—¿La verdad?
Sin más rodeos, Gropius empezó a relatar, al principio de forma entrecortada, después con mayor rapidez y haciendo cada vez más alusiones a un laberinto de aventuras e intrigas.
Cuando hubo terminado, faltaba poco para la medianoche. Nos miramos largamente. Gropius vació su vaso y dijo:
—Creo que no volveremos a vernos en esta vida.
Sonreí.
—Tal vez en la próxima.
Gropius me estrechó la mano y desapareció en la oscuridad. Sentí un escalofrío. «Qué curioso —me dije—. Viajo a Italia para escribir una nueva novela y resulta que me regalan una historia verdadera que eclipsa todo lo que un hombre sería capaz de inventar».