Habían regresado por la noche en el último vuelo de Barcelona a Munich y, exhaustos, se habían desplomado en la cama. En esos momentos, ya casi al mediodía, estaban sentados a la mesa del desayuno, y Gropius repasaba la correspondencia que se había acumulado durante su ausencia.
—A mí no me pasaría esto ni después de tres semanas de vacaciones —comentó Francesca mientras lo contemplaba—. Solamente la gente importante recibe tantas cartas. Creo que…
—¿Qué crees?
—Bueno, que debe de ser bonito recibir tanta correspondencia, comunicaciones de gente importante, invitaciones a diferentes actos…
—¡Facturas y publicidad! —la interrumpió Gregor—. La mayoría van directas a la papelera. —Se echaron a reír.
Los últimos días los habían unido mucho.
Gropius pensó que su corazón era un maldito músculo perezoso, pero hacía ya tiempo que sabía que, a fin de cuentas, Francesca era la mujer adecuada para él.
Después de las espeluznantes vivencias de Barcelona, sólo querían pasar un par de días tranquilos en las montañas para relajarse, en un hotelito, antes de que Gropius tomara una decisión definitiva respecto a qué hacer a continuación. Francesca le había anunciado que no pensaba perderlo de vista en una buena temporada, y Gregor se lo había tomado como cualquier cosa menos como una amenaza.
Mientras clasificaba el correo, Gregor se detuvo de súbito.
Francesca vio la tirantez de su expresión y preguntó con prudencia:
—¿Es algo grave?
Gregor dudó un momento, después le tendió a Francesca una carta que acababa de sacar del sobre.
Francesca leyó a media voz:
—El doctor Anatol Rauthmann y Felicia Schlesinger, con motivo de su compromiso matrimonial, lo invitan a una recepción el diez de mayo en el hotel Vier Jahreszeiten.
—Es algo inesperado —masculló Gregor.
Francesca le devolvió la carta y se lo quedó mirando.
—La querías, ¿verdad? Y ella a ti.
—¿Quererla? —Gropius meció la cabeza hacia uno y otro lado—. A veces, los destinos de dos personas se cruzan de manera inesperada y, en determinadas circunstancias, uno cree haber encontrado a la persona adecuada. Después se comprueba con sorpresa que uno sólo se había enamorado de la situación, no de la persona.
—¿Felicia era una de esas situaciones?
—Sí, eso creo.
—¿Y nosotros? —Francesca lo miró a los ojos. Gropius le cogió las manos y se las besó.
—Te quiero —dijo en voz baja.
Felicia había invitado a unas cincuenta personas a la recepción del Vier Jahreszeiten, sobre todo amigos y conocidos del mundo del arte, además de algunos famosos coleccionistas a los que Gropius no había visto nunca. Francesca se había comprado para la ocasión un vestido chino de cóctel plisado de color crema en Lanvin, en la Maximilianstrasse, y su aparición casi relegó a un segundo plano a la protagonista.
El encuentro de ambas mujeres se desarrolló con reservas, como era de esperar. Las felicitaciones de Gropius, por el contrario, fueron sinceras. Gregor y Felicia permanecieron un instante mirándose sin decir nada, después él comentó:
—El destino sigue caminos insondables. —Y le dio un furtivo beso en la mejilla a Felicia.
Anatol Rauthmann asintió con la cabeza.
—Si la primera vez que nos vimos, en el lago Tegern, me hubiera profetizado que nuestro próximo encuentro sería con motivo de mi enlace, ¡seguramente lo habría tomado por loco, profesor! —Y le dirigió una amorosa mirada a Felicia.
Gropius sonrió. De hecho, recordaba a Rauthmann como un personaje estrafalario que afirmaba que estaba casado con la ciencia, y de pronto se encontraba ante un hombre atractivo que se había deshecho de su barba de anciano y se había echado encima un elegante esmoquin.
—Me alegro mucho por usted —dijo—. Felicia es una mujer maravillosa.
—Eso creo yo también —repuso Rauthmann—. Ahora, naturalmente, querrá saber cómo nos hemos unido tanto. Pasé muchos días en casa de Felicia para examinar el legado científico de su marido. Los primeros tres días estuve muy concentrado en mi trabajo, pero de pronto no me vi capaz de seguir con mi tarea. Cuando le declaré mis sentimientos a Felicia, ella me dijo que le había ocurrido lo mismo. Una locura de historia.
Mientras Francesca se veía rodeada por media docena de hombres, Gregor se llevó a Felicia aparte y le contó lo que había sucedido en las últimas semanas. Sin embargo, según parecía, su relato lo exaltó más a él mismo que a la mujer. Gropius tuvo incluso la impresión de que no lo creía.
—Escucha —repuso Felicia cuando Gregor hubo terminado—, para mí, el caso Schlesinger hace tiempo que está cerrado. Ese hombre me mintió de mala manera, y su asesinato fue la consecuencia lógica de todos sus secretos.
—¿Es que no sabes perdonar?
—No. No a un hombre que me mintió durante cuatro años. ¿Y el dinero, los diez millones? —preguntó sin pausa.
—Son tuyos. La gente que podría reclamarlos descansa en el fondo del mar, en algún lugar entre Barcelona y Mallorca, o será pasto de los tiburones.
Felicia alzó la copa de champán y brindó:
—¡Por el pasto de los tiburones!
—Por vosotros —añadió Gropius. Después preguntó—: ¿No ha encontrado Rauthmann ninguna pista sobre los negocios turbios de Schlesinger mientras examinaba su legado?
—No, que yo sepa, pero la policía ha descubierto estos últimos días el viejo Citroën DS 21 de Schlesinger. Era la niña de sus ojos. Arno lo había dejado en un parking cerca del hospital clínico. Dios sabrá por qué lo hizo. El parking me ha reclamado mil trescientos euros. No me ha quedado más remedio que pagar.
Gregor vació su copa de un trago.
—¿Dónde está ahora el coche?
Felicia rió con sorna.
—En el desguace, convertido en un cubo de un metro por un metro. No podía soportar ver ese viejo cacharro. Gropius tuvo una idea repentina.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó, a media voz pero con mucha insistencia—. Me refiero a cuándo recogieron el Citroën.
—No lo sé, anteayer, o hace tres días. Se lo llevaron directamente del parking al desguace. En total me costó otros quinientos euros. ¡Pero te juro, Gregor, que ha sido el último euro que gasto por Schlesinger!
—¿A qué desguace se llevaron el coche? —Gropius tenía la voz exaltada.
—¿A qué desguace? —Felicia reaccionó a disgusto—. A uno que queda al este de la ciudad. Adebar, o algo por el estilo. ¿Por qué lo preguntas? Ese coche no vale nada, estaba cascado, como Schlesinger.
—¿La chatarrería Adebar?
—Sí, eso mismo. No te enfades conmigo, en un día como éste hay cosas más interesantes de que hablar que el desguace de un coche.
Gregor se disculpó y buscó a Francesca entre los invitados.
A la mañana siguiente, Gropius ya había saltado de la cama al amanecer. Por miedo a ponerse en ridículo, no le había dicho a Francesca nada de su plan. Naturalmente, ella había reparado en la inquietud que se había apoderado de él la noche anterior, pero no quería atosigarlo.
Gropius conducía por la avenida Wasserburger en dirección al este. Esperaba que los empleados del desguace aún no hubiesen hecho su trabajo. A lo mejor iba hasta allí para nada. Era sólo una idea, absurda, como la mayoría de las que había tenido en los últimos meses.
Poco después del inicio del turno, a las siete de la mañana, y con una lluvia fina, Gropius cruzó con su todoterreno la puerta de hierro sobre la que colgaba el cartel de la chatarrería Adebar. A ambos lados del camino sin asfaltar se amontonaban coches destrozados. La lluvia intensificaba la desolación del paisaje. Al final del camino se veía una gigantesca prensa y, un poco antes, una grúa rugía sobre cuatro patas que tenían algo de arácnido. Su brazo manipulador, como un pulpo, era tan grande que podía coger todo un coche, alzarlo en el aire, balancearlo de un lado a otro y dejarlo caer con repugnancia en la prensa.
Gropius detuvo el coche y bajó. El lugar estaba fantasmalmente vacío. No se veía un alma por ninguna parte, sólo en la cabina de la enorme grúa, cuando el limpiaparabrisas despejaba la vista, se distinguía el rostro del operario.
Con la mano sobre los ojos, Gropius buscó el Citroën DS 21 de Schlesinger, que, según creía, destacaría entre los cientos de viejos automóviles. Mientras iba mirando las filas de coches destrozados que esperaban con impaciencia un final nada glorioso, dirigió la mirada al cielo, donde en ese momento había un coche que se balanceaba sobre la presa.
¡El Citroën!
Gropius dio un grito con la esperanza de que el operario lo oyera. Sin embargo, éste siguió trabajando como si nada. Entonces Gropius le hizo señas con los brazos, saltó gesticulando hacia arriba y, con la mano derecha, señaló el coche que colgaba del brazo de la grúa. No sirvió de nada. Presa del pánico, agarró una pieza metálica del suelo y la lanzó en dirección a la cabina de la enorme grúa. Él mismo se espantó ante el estrépito que originó el proyectil. El cristal de la cabina se hizo pedazos y cayó al suelo en una lluvia de gotas de hielo.
Asustado, el operario se asomó desde la cabina. No comprendía qué había sucedido. El Citroën seguía balanceándose en el brazo manipulador. Gropius llamó al hombre a gritos.
El operario bajó a toda prisa por una estrecha escalerilla de hierro. A Gropius le costó bastante explicarle que creía que en el coche que colgaba de la grúa había unos documentos muy importantes. El operario no accedió a bajar el Citroën al suelo hasta que Gropius le aseguró que pagaría los daños causados.
Las pinzas del brazo manipulador habían entrado por las ventanillas del coche y habían destrozado la tapicería. ¿Dónde podía buscar? La guantera estaba vacía, tampoco había nada debajo de los asientos del conductor y del acompañante. Ni bajo los asientos traseros. La puerta del maletero estaba atrancada. Gropius consiguió abrirla ayudándose de una palanca. La rueda de repuesto no estaba. En lugar del revestimiento del maletero, por todas partes había páginas mugrientas de periódicos viejos. Decepcionado, Gropius estaba a punto de rendirse cuando apartó un periódico.
—¡No puede ser! —tartamudeó con incredulidad—. ¡No puede ser!
Ante él tenía un informe con tapas grises, sucio y poco llamativo. Un rápido vistazo le bastó para estar seguro: había encontrado lo que hacía tanto que buscaba.
Comenzó a llover con más intensidad, y Gropius le dio al operario su tarjeta de visita. Después se dirigió al todoterreno.
Las gotas de lluvia repiqueteaban como proyectiles sobre el techo del coche. Su ritmo le impedía pensar con claridad. Gropius vio que le temblaban las manos al abrir la tapa del informe y empezar a hojearlo. En seguida le llamaron la atención dos análisis de ADN con un código de barras idéntico y varios datos más, firmados por el profesor Luciano de Luca. Debajo, protegido por un plástico, había un pedazo de tela amarillenta, semicircular y del tamaño de un plato de postre. En otro plástico había un trocito de hueso, apenas más largo que una cerilla, con una pegatina: «Fémur: Jesús Nazarenus * 0,33».
¿Fémur? Gropius recordó entonces una escena que databa de casi cinco meses atrás: había abierto con Felicia una caja de seguridad secreta que Schlesinger tenía en un banco de Viena. El contenido, lo que habían creído una herradura de marfil, los había decepcionado porque no habían sabido qué hacer con ello. Por supuesto, Gregor pensó entonces que la supuesta herradura se trataba de un pedazo del fémur de Jesús de Nazaret. Schlesinger debía de habérselo llevado antes de que el sepulcro de Jerusalén saltara por los aires. Esos huesos y esos restos de sangre del sudario original de Turín bastaban para demostrar sin asomo de duda con una prueba de ADN que Jesús de Nazaret había sido una persona corriente.
Gropius cerró el informe. El corazón se le salía del pecho. Puso en marcha el motor y accionó el limpiaparabrisas. Los coches destrozados que tenía delante empezaron a tambalearse, sus contornos se deshacían en líneas curvas. ¿Era un efecto de la lluvia sobre el parabrisas o le estaban jugando una mala pasada sus sentidos? Gropius no lo sabía. Puso primera y aceleró.
Avanzando al paso, Gropius se acercó a la verja de la entrada esquivando con cuidado los charcos y la chatarra que había tirada por allí. Lo que sucedió después lo vivió como si estuviera dentro de una película. En la entrada se encontró con una limusina con las lunas tintadas. El camino era estrecho, tanto que Gregor se apartó a la derecha y detuvo el coche para dejar pasar al Mercedes negro. Cuando ambos vehículos se encontraron a la misma altura, la limusina se detuvo también. El cristal de la ventanilla trasera bajó. Las oscuras nubes del cielo lluvioso impidieron a Gropius reconocer a quien iba sentado en el interior. Después de todo lo que había vivido, Gregor esperaba ver aparecer por la ventanilla el cañón de una ametralladora. Estaba petrificado.
Sin embargo, en lugar de un arma letal, en la ventanilla del coche apareció un maletín. Una sola mano abrió el cierre y levantó la tapa. Gropius, confuso, vio dos filas de fajos de billetes de quinientos euros de color lila.
No supo cuánto tiempo permaneció allí sin moverse. El personaje invisible cerró el maletín del dinero y se lo tendió por la ventanilla. Gropius bajó el cristal y cogió el maletín. Como hipnotizado, entregó a cambio el informe.
Gropius no fue consciente de la trascendencia del intercambio hasta encontrarse en la avenida Wasserburger, en dirección al centro de la ciudad. No se arrepintió. Se había guiado por una voz interior.
De vuelta en casa, guardó el maletín con el dinero en el armario. Tardó un buen rato en explicarle a Francesca lo que había sucedido en el desguace.
—¿Cuánto te han pagado por el informe? —preguntó tras un largo rato de silencio y reflexión.
—No lo sé —respondió Gregor, en honor a la verdad. Con una risotada artificial, agregó—: ¡Ponte a contarlo si quieres!
Francesca sacó el maletín y lo dejó en el escritorio de Gropius.
—En mi vida había visto tanto dinero —comentó, asombrada, y empezó a contar uno de los fajos.
—Ni yo —repuso Gropius.
Francesca se quedó inmóvil.
—Dios mío, son diez millones.
Gregor asintió.
—Suficiente para empezar una nueva vida.
Ese mismo día, Gropius llamó a Felicia.
—¿Te acuerdas de nuestro viaje a Viena? —preguntó sin rodeos.
—Claro que sí —contestó ella—. Un recuerdo muy agradable, pero ¿por qué llamas?
—¡Por el contenido de la caja de seguridad del banco!
—¿Qué pasa con eso?
—¡Que no era una herradura de marfil!
—Entonces, ¿qué era?
—Un fragmento de hueso de Jesús de Nazaret.
—Venga ya —repuso ella.
Se sucedió un silencio interminable. Por la trascendencia de lo que acababa de decir, Gropius no había esperado otra cosa.
Al final preguntó con cautela:
—¿No habrás liquidado la caja de seguridad?
—La verdad es que había pensado hacerlo —respondió Felicia—, pero no he tenido tiempo. ¿Qué te parece si te haces cargo de la caja y de su contenido? Seguro que sabrás qué hacer con ello.
—Felicia, ¿sabes lo que estás diciendo?
—Desde luego.
—De hecho, tengo que decirte otra cosa. Ha aparecido el informe Gólgota de Schlesinger. Estaba en el maletero de su Citroën.
Primero, Felicia se echó a reír, pero un instante después se puso seria.
—Gregor, no quiero tener nada más que ver con este asunto, ¿me oyes? Llévate el informe y el hueso y quémalo todo, o, mejor, gánate un dinero. A mí déjame en paz. Y otra cosa: Anatol Rauthmann no puede saber nada. ¿Está claro?
—Sí —contestó Gropius lacónico.
Gregor y Francesca reflexionaron mucho qué hacer con los diez millones de euros. El dinero no podía quedarse en la casa. Era demasiado arriesgado. Al final decidieron meter los fajos de billetes en una caja de cartón y contratar en el Hypovereinsbank una caja de seguridad a la que ambos tendrían acceso. Cuando hubieron acabado con todos los trámites, se fueron a cenar a un elegante restaurante del centro. Sin embargo, Gropius parecía deprimido.
—No te entiendo —dijo Francesca—. ¡Puedes estar satisfecho con el resultado!
—¿Tú crees?
—Ahora sabes quiénes han sido los maquinadores del delito. Eso era lo que querías, ¿no? Además, con la mafia del tráfico de órganos no puedes acabar tú solo. Si Prasskov desapareciera del mapa, otro ocuparía su lugar.
—Tienes razón —repuso Gregor—. Lo único que sigo sin saber es quién mató a Schlesinger. ¡Sólo sé quiénes estaban detrás de todo ello!
Francesca miró a Gropius de soslayo.
—Gregor, estás loco. ¡Vas a acabar con tu vida! ¡Déjalo correr de una vez!
Era la primera vez que Francesca se rebelaba contra él, y Gropius empezó a pensar si merecía la pena poner en peligro el amor de aquella mujer. Ya casi había tomado la decisión de darse por satisfecho con lo que había conseguido y dejar a la policía la resolución del delito cuando, después de una noche en vela, una llamada telefónica lo despertó a primera hora de la mañana.
Wolf Ingram, el director de la comisión especial Schlesinger, le comunicó que su caso, según se expresó, había dado un giro sensacional. Lo esperaba a las nueve y media en la entrada principal del hospital clínico.
Cuando Gropius llegó al lugar acordado, delante de la clínica ya lo estaban esperando Ingram y dos compañeros suyos que iban vestidos de civil, pero que, si se los miraba con detenimiento, iban armados. De forma abreviada, casi con palabras clave, Ingram puso en conocimiento de Gropius que un yate con doscientos ocupantes se había hundido en el Mediterráneo occidental. Los propietarios de la embarcación, una oscura secta, posiblemente la habían hecho saltar por los aires. El nombre del barco era:
—… In Nomine Domini, abreviado: IND.
Gropius se esforzó por permanecer calmado.
—¿Me ha hecho venir hasta aquí para comunicarme eso?
—Claro que no —repuso Ingram, disgustado—. Usted conoce mejor que nadie las instalaciones y al personal de la clínica. Tiene que ayudarnos a encontrar al responsable de la muerte de Schlesinger.
—¡No creerán que el asesino sigue aún en la clínica!
—Sí, eso creemos. Nuestro profiler ha hecho un gran trabajo. Ha llegado a la conclusión de que el asesino debe de tratarse de un adepto de la secta, alguien que no mata por odio ni codicia, sino por retorcido convencimiento. Asesinaba in Nomine Domini, en el nombre del Señor, igual que se llamaba el barco que se ha hundido en el Mediterráneo, la sede central de la orden.
—¡El padre Markus! —masculló Gropius en voz baja—. El cura del hospital.
Ingram asintió.
—¡Lo conoce! ¿Qué clase de hombre es?
—Depende de lo que considere usted conocer. Hace su trabajo como cualquier otro. Un monje capuchino con un pasado algo turbio. Nunca me ha interesado. De todos modos, el hecho de que tenga acceso a todas las unidades a causa de su puesto lo hace ideal para un crimen de estas características.
Gropius aún recordaba cómo había echado al eclesiástico de la unidad de cuidados intensivos después de la muerte de Schlesinger.
—¿Dónde podemos encontrar al padre Markus?
—Tiene un despacho en el sótano.
—Bueno, ¿a qué estamos esperando? —Ingram les hizo a Gropius y a sus compañeros una seña para que lo siguieran.
La puerta que había al final del largo y sombrío pasillo tenía una placa en la que se leía «P. Markus». Estaba cerrada con llave.
Gropius gritó su nombre, pero no obtuvo respuesta, ni siquiera después de llamar con fuertes golpes. Ingram se abalanzó contra la puerta con el ímpetu de sus cien kilos. La madera se astilló y la puerta cedió. En el interior reinaba la oscuridad.
Con el arma empuñada y poniendo un pie delante del otro con gran cautela, Ingram entró y encendió la luz, un fluorescente frío y resplandeciente que había en el techo.
En el centro de la sala, que medía cuatro por cuatro metros y estaba amueblada con un sofá, un viejo armario y un escritorio, había un gastado sillón orejero. En él estaba sentado el padre Markus, que parecía dormido. Llevaba la manga del brazo izquierdo subida. Su brazo y su rostro presentaban grandes manchas oscuras. Con la mano derecha aferraba una jeringuilla.
Ingram le dirigió una mirada a Gropius, como diciéndole:
«¡Esto es trabajo suyo!».
Vacilante, Gropius se acercó al hombre de negro y le buscó el pulso. Le puso el índice y el anular en la carótida e hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Muerto —dijo en voz baja—. Podría haber sucedido ayer.
Sobre el escritorio había un frasco de plástico en el que se leía «Clorfenvinfos».
—El insecticida con el que fue contaminado el hígado de Schlesinger.
Ingram asintió y abrió la puerta del viejo armario.
—Increíble —masculló.
Había esperado encontrar ropa vieja, tal vez un par de libros edificantes, pero en el interior de aquel mueble desgastado habían instalado un sistema informático de última generación.
—En la policía tenemos que contentarnos con trastos viejos —dijo Ingram, y presionó el botón de encendido.
Unos segundos después, el ordenador lanzó un programa. En una ventana había un anuncio de correo electrónico almacenado en memoria.
Ingram hizo clic en «Abrir».
El ordenador le pidió una contraseña.
—IND —dijo Gropius—. In Nomine Domini.
Ingram lo miró de mal humor, pero tecleó el supuesto código. Un instante después aparecieron en la pantalla las siguientes líneas:
Yo contaminé el órgano de Arno Schlesinger con una inyección de Clorfenvinfos. Me confieso culpable de haber acabado de la misma manera con la vida de Thomas Bertram, a quien acompañé a Praga para prestarle ayuda espiritual. No lo hice por el placer de asesinar, sino por mi firme creencia de que el hombre no puede desoír la voluntad de Dios y no debe alargar la vida artificialmente. Lo hice in nomine Domini.
—¿Cómo sabía cuál era la contraseña, profesor? —preguntó Ingram sin apartar la vista de la pantalla.
Gropius adoptó una expresión de gravedad.
—¿Me creería si le dijera que ha sido por inspiración divina?