Capítulo 17

Barcelona. Había quien decía que era una de las ciudades más bonitas del mundo. Gropius habría deseado conocerla en unas circunstancias más agradables. Había viajado mucho, pero nunca había estado en Barcelona. «Qué lástima», pensó en la media hora de trayecto desde el aeropuerto de El Prat hasta la plaza de Catalunya, en el centro. Sin embargo, su pensamiento volvió a girar en seguida en torno a aquel cura repugnante, Ramón Rodríguez. Tenía que encontrarlo; más aún, tenía que sacarle para quién trabajaba y quién manejaba los hilos. Gropius ya estaba convencido de que Rodríguez no actuaba en solitario, de que trabajaba para una organización que pasaba por encima del cadáver de quien hiciese falta, literalmente.

Su única referencia era una nota con la dirección de la calle Torns, 57. No era mucho para seguir la pista de un complot que se extendía por toda Europa. En los últimos cuatro meses, no obstante, Gropius había desarrollado un olfato de criminalista que hasta entonces le había sido del todo ajeno. Hacía tiempo que tenía claro que él no desempeñaba un papel principal en esa tragedia infame, como había creído en un principio. No, sin quererlo, había acabado involucrado en una historia que sólo le concernía de soslayo, pero que para él era de gran trascendencia.

La dirección de la clínica le había comunicado por carta que lo readmitirían el 1 de marzo… siempre que el caso se hubiese resuelto. Sin embargo, Gropius rechazó la propuesta y había advertido que sólo regresaría a su puesto cuando no quedara la menor duda respecto de su responsabilidad y estuviera completamente rehabilitado.

Después de su arresto en París, el médico jefe Fichte había sido trasladado junto con Veronique de vuelta al interior de las fronteras alemanas, y había realizado una confesión muy completa. Sin embargo, negó en redondo haber tenido algo que ver con la muerte de Schlesinger y los demás asesinatos. Gropius, por tanto, no se planteó dejar sus investigaciones.

Los acontecimientos lo arrastraban como un torbellino. Aunque él mismo hubiese tenido intención de poner fin a sus pesquisas, le habría resultado imposible. Gropius se dedicaba a la aclaración del crimen, que ya había adoptado claros rasgos de conspiración, como movido por una compulsión interior.

Se hospedó en el hotel Ducs de Bergara, a escasos metros de la plaza de Catalunya, un pintoresco edificio con vestíbulo y escalera modernistas. La amable señora de la recepción —que tenía un aspecto tan español que sólo podía llamarse Carmen, aunque ella seguramente habría negado esa nacionalidad y se habría considerado catalana— le había recomendado una habitación exterior, una habitación con vistas, una muy buena elección. Gropius se sentó en una cómoda silla acolchada de color gris y empezó a pensar cómo resolver el misterio de Ramón Rodríguez.

Desde luego, tenía miedo. Sabía muy bien de qué eran capaces Rodríguez y su gente, y también sabía que aparecían donde uno menos esperaba. En esos momentos abrigaba esperanzas de que nadie sospechara que podía encontrarse allí, en la guarida del lobo. Para asegurarse, no había llegado a Barcelona en un vuelo directo, sino que primero había ido a Gante, donde había adquirido un segundo billete a Barcelona, como si no hubiese decidido viajar a España hasta encontrarse allí.

Un problema —aunque con solución— era que Gropius no hablaba una palabra de español ni de catalán, lo cual era aún más importante en aquella ciudad. Por recomendación de la agradable recepcionista del hotel, se dirigió a la Oficina de Información Turística de la plaza de Catalunya, donde una azafata que hablaba alemán le ofreció una guía que lo acompañaría por la ciudad.

Ni una hora después, mientras Gropius echaba una cabezada en su habitación, sonó el teléfono y una voz empezó a hablar en perfecto alemán:

Bon dia! Me llamo María Elena Rivas, soy su guía de Barcelona y lo estoy esperando en el vestíbulo. ¡Me reconocerá porque llevo un traje rojo!

Cierto, era imposible no ver a María Elena. Para empezar, porque llevaba un llamativo uniforme rojo, pero también porque era extraordinariamente hermosa. Tenía una melena oscura, recogida en un moño en la nuca, y sólo medía un metro sesenta. Era difícil calcularle la edad, tal vez unos veinticuatro años. Cuando Gregor le preguntó cómo era que hablaba tan bien alemán, ella le contó que estudiaba filología germánica, pero que todavía no había estado nunca en Alemania.

Gropius había estado pensando cómo podía comunicarle sus intenciones a la guía turística sin exponerse por completo. Sin embargo, puesto que María Elena no le hizo ninguna pregunta, Gropius quedó contento.

—De todas formas, no es una dirección muy selecta —comentó María Elena cuando Gropius le dio las señas de Rodríguez, y a modo de disculpa, añadió—: Si me permite la observación.

Gropius esbozó una sonrisa de satisfacción.

—¡Tampoco lo estoy buscando porque sea amigo mío! Más bien al contrario, ¿comprende?

La muchacha frunció los labios y soltó un leve «¡Oh!».

La calle Caralt estaba en el suburbio occidental de la ciudad, y María Elena propuso coger el metro, que era mucho más rápido que cualquier taxi. Gropius estuvo de acuerdo, y ambos cogieron la línea 1 en la estación de plaza de Catalunya, bajaron en plaza de Sants y allí conectaron con la línea 5 en dirección a Cornellà. En algún lugar al oeste de la ciudad, donde los edificios parecían viejos y venidos a menos, bajaron.

Después de caminar diez minutos por calles que estaban repletas de contenedores de escombros y coches de desguace, llegaron a la calle que buscaban. Los edificios tenían al menos un siglo, o ésa era la impresión que daban. Algunos estaban apuntalados, otros parecían deshabitados y estar esperando la demolición.

Unos cuantos adolescentes de piel oscura y camisetas del F. C. Barcelona jugaban a fútbol en la calle, y el ruido que armaban resonaba en los muros de las casas, la mayoría de las cuales eran de cuatro pisos.

Podeu ajudar-me, si us plau? —preguntó María Elena a los chicos—. ¿Me podéis ayudar, por favor?

Los muchachos rodearon a la guía y al extranjero y los contemplaron con recelo. Gropius se sintió algo incómodo. Sumó mentalmente el dinero suelto que llevaba en el bolsillo y se le ocurrió que no se había apuntado ningún número de teléfono para cancelar las tarjetas de crédito. Entonces sucedió algo insólito.

En cuanto la guía turística mencionó el número 57, los adolescentes le dieron la espalda, y sólo uno, el más joven, señaló un edificio estrecho con los huecos de las ventanas vacíos y la fachada carbonizada.

Gropius y María Elena se miraron con sorpresa. En la calle reinaba el silencio. Los futbolistas parecían haber desaparecido de la faz de la tierra. Al acercarse al edificio quemado, Gropius vio el número 57 sobre la entrada. No había duda: aquella casa llevaba años quemada y amenazaba con derrumbarse.

—¿Puede ser que su… enemigo… tuviera otros enemigos? —preguntó María Elena, que parecía la primera sorprendida.

—¿Quiere decir que ha sido un incendio provocado?

La chica volvió la cabeza.

—La reacción de esos chicos ha sido bastante extraña. ¿No le parece?

Aquella calle le resultaba a Gropius un tanto amenazadora… aunque no sabía decir por qué. Al mirar en derredor, tuvo la sensación de que rostros curiosos desaparecían tras los cristales oscuros y las persianas grises. Sólo una anciana vestida de negro, en la casa de enfrente, dio rienda suelta a su curiosidad y contempló cada uno de sus pasos desde una ventana abierta.

En la calle desierta, la anciana les preguntó a voz en grito a quién andaban buscando.

María Elena le preguntó, a su vez, si conocía a un tal Ramón Rodríguez, que había vivido en la calle Torns, 57.

La anciana afirmó que no había oído nunca ese nombre, y que hacía ya treinta años que vivía allí, y que la casa había ardido por un incendio provocado, según decían, y que los vecinos se habían mudado. Después cerró la ventana con un golpe tan fuerte que Gregor creyó que los cristales iban a romperse.

—Siento que no hayamos podido dar con él —dijo la chica cuando ya estaban otra vez en el metro—. Pero encontrar en Barcelona a un tal Ramón Rodríguez debe de ser tan difícil como dar con un Peter Müller en Munich. ¡No es un nombre precisamente extraño!

Había sido un ingenuo al pensar que Rodríguez había dado su verdadera dirección en el hotel de Munich. Gropius regresó a su hotel, cansado. Estaba enfadado consigo mismo por haber caído en la trampa de aquel hombre. Para airear su enfado, cogió el teléfono y marcó el número de Francesca. Necesitaba con apremio oír su voz.

En realidad quería decirle lo mucho que la echaba de menos, lo mucho que se había acostumbrado a su presencia; pero, en lugar de eso, empezó a contarle todos los detalles de la búsqueda de la dirección de Rodríguez y que éste les había tomado el pelo.

Francesca lo escuchó con mucha paciencia. Cuando hubo terminado, dijo:

—Deberías buscarlo en el puerto.

—No es mala idea —repuso Gropius, más bien en broma.

—¡No, en serio! Tengo que contarte algo.

—¡Te escucho!

—Aquella vez, en la granja solitaria de Asti, cuando vimos el misterioso e-mail de Barcelona y salimos de la casa a toda prisa, me llevé una cosa: la cinta del contestador automático. Había olvidado decírtelo.

—¿La has escuchado?

—Sí. Al principio no sabía qué hacer con ella. Sólo se oye una voz exaltada hablando en español. Pero, cuanto más escuchaba la cinta, más sospechaba que podía tratarse de la voz de Rodríguez. Don Roberto, al que le puse la cinta, me dijo que no era español, sino catalán. La traducción dice, literalmente: «¡Gerardo, me van a matar! Sácame de aquí, por favor, in nom…». Las últimas palabras son incomprensibles. Después se oye otra voz y la grabación termina de forma brusca. Parecía una llamada de socorro, y de fondo se oía la sirena de un barco y gritos de gaviotas.

Gregor se quedó callado. Guardó silencio un buen rato, ya que le costaba asimilar lo que acababa de oír. Para él, la información del contestador automático era una ecuación con tres incógnitas. La incógnita del remitente, la del destinatario y la de qué se escondía tras todo aquello seguían sin resolverse.

—¿Estás segura de haber reconocido la voz de Rodríguez? —preguntó Gregor, al cabo de unos momentos.

—¿Qué quieres decir con eso de «segura»? Como ya te he dicho, no lo he reconocido hasta haber escuchado la cinta varias veces.

—¿Cómo has llegado a la conclusión de que la llamada procedía de Barcelona?

—Admito que es sólo una suposición, pero no es tan descabellada: Rodríguez habla catalán, según don Roberto, y el catalán sólo lo hablan seis millones de personas, en Andorra, en la ciudad sarda de Alguer, en las Baleares y en las zonas costeras entre Perpiñán y Alicante, y en Cataluña, claro, cuya capital es Barcelona. Puesto que el e-mail con la orden de asesinato procedía de esa ciudad, la suposición de que la llamada podía proceder también de allí no es muy despreciable.

—¡Una chica lista, te felicito!

—¡Gracias, signore! Siempre a su servicio, si es que puedo serle de ayuda.

Justo entonces, demasiado tarde, Gropius comprendió que Francesca le habría sido de gran ayuda en Barcelona. Aunque no era sólo eso; hacía ya tres días que no la veía y empezaba a tener un serio síndrome de abstinencia. ¿Por qué se negaba a admitir para sí que de las riñas iniciales ya hacía tiempo que había surgido un profundo cariño?

—Cómo me gustaría haberte traído a Barcelona —dijo de repente al teléfono.

—¿Eso quiere decir que me echas de menos?

—¿Y si te contesto que no?

—Te estrangularé en cuanto tenga ocasión. Pero, si quieres, me monto en el primer avión de mañana y voy para allá.

—¿Harías eso? ¿Tienes tiempo?

—Qué importa. Hay que saber lo que es importante. ¡Te quiero! —Y colgó.

Más tarde, mientras Gropius cavilaba en su habitación y le daba vueltas a cómo seguir adelante, pensó en lo miserable que había sido con Francesca. «Cómo me gustaría haberte traído», le había dicho. Francesca había contestado con un «¡Te quiero!». ¿Y él? Maldita sea, ¿por qué no era capaz de sobreponerse a sí mismo? ¿Por qué le resultaba tan difícil expresar sus sentimientos?

A la mañana siguiente, Gropius acababa de bañarse y estaba en albornoz ante la ventana, disfrutando de la soleada vista de la ciudad. Entonces sonó el teléfono. Era Francesca.

—Buenos días, aquí el servicio de habitaciones. ¿Ha pedido que lo despertaran?

Gropius no pudo evitar reír. Aún estaba demasiado adormilado para reaccionar con sagacidad, y preguntó:

—¿Dónde estás?

—En el aeropuerto de El Prat, en Barcelona.

—¿Cómo?

—Me he levantado a las cinco de la mañana. Era el único vuelo directo. Ya he llegado.

—Pero si yo ni siquiera me he despertado del todo. —Francesca se echó a reír.

—Ya sabes lo que dijo Napoleón: un hombre duerme cuatro horas, una mujer cinco y un idiota seis.

—¿Me estás comparando con un idiota?

—No voy a entrar en eso, y menos en un día tan bonito como hoy.

—¡Voy a buscarte! —exclamó Gropius con vivacidad.

—No hace falta. Ya tengo la maleta en un taxi. ¿En qué hotel estás?

—En el Ducs de Bergara, en la calle Bergara, cerca de la plaza de Catalunya.

—¡Dentro de media hora estoy allí! Un beso.

Antes de que Gregor pudiera decir nada, Francesca ya había colgado.

La resolución y la naturalidad con que la italiana cambiaba de planes siempre sorprendían a Gropius. Pasaron exactamente treinta minutos hasta que el taxi dejó a Francesca delante del hotel.

Se abrazaron como si hiciera un año que no se veían.

—Si te parece bien —dijo Gropius mientras el mozo se ocupaba del equipaje—, nos he inscrito en una habitación a nombre de señor y señora Gropius.

Francesca lo miró con sorpresa.

—¡Eso suena a proposición de matrimonio!

—Lo siento, ¡aún estoy comprometido!

—Ya se sabe —dijo Francesca, echándose a reír—, los buenos o están casados o son gays.

—¡Espera! —advirtió Gregor—. Espera.

Ya en la habitación, Francesca se puso a deshacer la maleta con entusiasmo. En eso no se diferenciaba lo más mínimo de otras mujeres, que se llevaban consigo media vida para un viaje de dos días. Fue entonces cuando Gropius encontró tiempo para contemplar con más detenimiento a Francesca. Llevaba un dos piezas de chaqueta y pantalón beige que hacía resaltar su extraordinaria figura, y zapatos de tacón alto; pero no era eso lo que la hacía parecer diferente.

—¿Dónde están tus gafas? —preguntó Gregor, sorprendido.

Francesca señaló su bolso marrón.

—Llevo lentillas. Hay ocasiones en que las gafas son un estorbo.

—¿Por ejemplo?

Francesca cerró la maleta con un fuerte golpe. Con los puños sobre las caderas, se acercó a Gropius y dijo:

—Haciendo el amor, por ejemplo.

Gropius, desde el sillón, se la quedó mirando. Francesca sabía cómo volverlo loco con sólo dos palabras, con un gesto. Aquél era uno de esos momentos.

Sin decir nada, Gropius le tendió la mano. Francesca la tomó, se la llevó con destreza entre las piernas y comenzó a ronronear. Presionaba tanto la mano de Gropius con el interior de sus muslos que a él casi le dolió, pero disfrutó del dolor y no dio muestra alguna de querer quitar la mano de allí. Lleno de deseo, observó cómo Francesca se desabrochaba los botones de la chaqueta hasta que sus pechos aparecieron como dos melocotones maduros.

Gregor tuvo la sensación de ser un tímido alumno, allí sentado, dejando que aquella excitante mujer desplegara ante sí sus artes de seducción: no se reconocía a sí mismo. Contemplaba petrificado cada uno de los movimientos de Francesca, desnuda a excepción de los zapatos, mientras le desabrochaba el cinturón. Cuando su mano se deslizó por el interior de sus pantalones y lo asió con fuerza, a Gregor se le escapó un grito contenido.

—¡Te deseo, te deseo, te deseo! —susurró Gregor, completamente extasiado.

Mientras Francesca le acariciaba el pene, Gregor cerró los ojos para dar libertad a las sensaciones. «¡Qué mujer!», era lo único que podía pensar. Cuando sintió que Francesca se sentaba sobre él, y se sintió entrar en ella, se esfumó todo pensamiento.

Ambos se detuvieron por un instante eterno. Era insoportablemente hermoso. Gropius no se atrevía a hacer el menor movimiento para llegar al momento de placer sumo. No supo cuánto pudo durar ese suspense, y entonces Francesca le dio un final repentino con dos, tres movimientos imperiosos. Una corriente le recorrió todo el cuerpo con tanta fuerza que por un instante se le nubló la vista. Al volver en sí, ambos estaban abrazados con cariño.

Después de desayunar juntos, Gropius y Francesca decidieron ir al puerto. A Gregor la idea le parecía bastante insensata, pero esa mañana habría acompañado a Francesca hasta el fin del mundo. La probabilidad de encontrar todavía allí a Ramón Rodríguez, en su opinión, era de una entre un millón.

Frente a la estatua de Colón, bajaron del taxi y siguieron a pie. Pasearon sin ningún plan concreto por el Molí de la Fusta y contemplaron los veleros y los yates fondeados en el agua destellante. Francesca sacó su grabadora del bolso y puso una vez más la cinta con la voz de Rodríguez.

Gropius hizo un gesto de desesperación.

—La conversación telefónica podría haber tenido lugar en cualquier parte, tanto allí, en el puerto comercial, como aquí, en el deportivo.

Como si esperara descubrir algún indicio oculto, Francesca se puso la grabadora al oído y volvió a escuchar la cinta una vez más.

En el muelle en el que fondeaban cruceros y grandes yates había una embarcación que llamaba especialmente la atención. Gropius no tenía la más mínima noción de navegación, pero las dimensiones de aquel barco eran gigantescas, y era mucho más antiguo que los demás que fondeaban en el puerto. Además, daba la impresión de que no tenía ni pasajeros ni tripulación a bordo. Sólo había dos vigilantes armados en la pasarela.

El barco, blanco como la nieve, tenía por lo menos cincuenta años y era de madera, aunque daba la impresión de estar muy bien cuidado. Al acercarse más, vieron un pequeño camión con la inscripción «Verduras Hernán Jiménez», del que estaban descargando frutas y hortalizas que subían a bordo.

Ya estaban a punto de dar media vuelta y desandar el camino cuando Gropius se detuvo de pronto. En la proa del barco llamaba la atención un extraño nombre: «IN NOMINE DOMINI».

—¡Latín! —murmuró Gregor, y miró a Francesca con ojos ausentes—. Significa «en el nombre del Señor».

—Qué curioso —comentó ella—. Incluso en la Italia ultra-católica, los barcos suelen llamarse Leonardo da Vinci, Michelangelo o Andrea Doria y, en todo caso, Santa Lucia o Santa María. De verdad, muy curioso.

Gropius volvió a mirar el barco.

—¡Las iniciales de las tres palabras! —exclamó de pronto.

—IND —murmuró Francesca sin ninguna emoción.

—¡IND! —repitió Gregor con incredulidad.

Estaba a punto de rendirse y abandonar la maldita búsqueda de lo misterioso, lo desconocido, lo irresoluble, y de pronto surgía de improviso la primera pista sobre quiénes se escondían detrás de todo lo sucedido.

IND: en el nombre del Señor. Si repasaba mentalmente los sucesos de los últimos meses, sonaba a oscura amenaza. ¿Qué clase de gente era esa que se dejaba persuadir para idear semejantes atrocidades «en el nombre del Señor» y, más aún, cometerlas?

—¡Vamos!

Gregor agarró a Francesca de la mano y la condujo en línea recta hacia la pasarela tendida. Sin embargo, antes aún de que llegaran, los dos guardas vestidos de negro y con los brazos cruzados les cerraron el paso. Cada uno llevaba un revólver en la pistolera, una porra y, bien visible, un paralizador para darle una descarga de diez mil voltios a cualquier posible atacante.

—¡Qué barco más bonito! —dijo Gropius, intentando entablar conversación con los guardas, pero uno de ellos los echó de allí con un gesto de la mano, al tiempo que gritaba en inglés:

—¡Largo!

—¡Está bien! —repuso Gropius, y se llevó a Francesca consigo—. Será mejor que no nos metamos con ellos.

Entretanto, el camión de las hortalizas ya había descargado. El conductor puso en marcha el motor y avanzó por el muelle.

—¡Un momento! —exclamó Gropius, sacó el bloc de notas del bolsillo y apuntó el nombre que llevaba pintado el camión: «Verduras Hernán Jiménez».

Francesca miró a Gregor en actitud interrogante.

—Creo que ese señor Jiménez podrá decirnos algo más sobre ese misterioso barco —señaló Gropius.

—¿Qué quieres hacer?

—Encontrar a Jiménez.

—Pero ¡si ni siquiera sabes su dirección!

—¡Para qué están las guías de teléfono! Además, María Elena puede ayudarme.

—¿María Elena?

—Una guía turística que ayer me ayudó a buscar a Rodríguez.

María Elena Rivas localizó el comercio de verduras en el barrio de la Ribera, una parte de la ciudad con numerosos pequeños establecimientos, cerrado al tráfico y no muy alejado del puerto. Para no llamar demasiado la atención, Gropius creyó mejor que Francesca se quedara en el hotel mientras él iba a visitar a Jiménez con María Elena como intérprete.

Hernán era un hombre pequeño y amable, con el pelo oscuro y rizado, pero cuando oyó que el alemán preguntaba por el propietario del In Nomine Domini, se puso serio, los miró con reservas y preguntó:

—¿Son de la policía?

—No, ¿por qué lo pregunta? —repuso Gropius—. Sólo busco a un conocido que se llama Rodríguez. Supongo que está en el barco.

—¿Por qué no va allí y pregunta?

—No han sido muy comunicativos.

Entonces Jiménez se echó a reír.

—En eso tiene usted toda la razón, señor —asintió—. Son bastante raros, van vestidos de blanco y llevan una estricta alimentación vegetariana, aunque yo no tengo nada en contra de eso, como comprenderá. Lo que no me gusta tanto es el hecho de que son todos de la acera de enfrente… Ya me entiende. Muy pocas veces vemos a alguno, pero una vez me encontré bajo la cubierta con un personaje espantoso, un hombre grande como un armario, con la cara deformada. Cuando me vio, se volvió y desapareció por una de las muchas puertas de los camarotes.

—¿Cuántas personas hay a bordo del In Nomine Domini?

—Es difícil de decir. A juzgar por mis entregas, entre cien y ciento cincuenta.

—¿Por qué me ha preguntado si era de la policía, señor Jiménez?

—¿Que por qué? —El comerciante se encogió de hombros—. Hay algo raro en esa gente. No admiten a mujeres, ni preguntas, y no tienen nombre, sólo dinero, dinero sí tienen. Cada entrega me la pagan en efectivo. Al cabo de dos o tres días de estar atracado en el puerto, el barco desaparece durante dos o tres semanas.

—Pero ¿usted se ha preguntado a quién le vende la verdura?

—Qué va —repuso Jiménez, enojado—. Tampoco a mis clientes de aquí, de la tienda les pregunto a qué se dedican ni cuál es su confesión cuando me compran un kilo de tomates. Pero yo creo que pertenecen a una secta. Ahora discúlpeme, aún tengo que preparar una segunda entrega para el barco esta tarde. Zarpan mañana temprano. —Desapareció a toda prisa en el almacén de la parte de atrás.

El barco y sus pasajeros obraban una mágica atracción sobre Gropius. Una voz interior le dijo que tenía que examinar de cerca el In Nomine Domini. Pero ¿cómo?

Ya estaban avanzando por la calle Sombrerers para coger un taxi en la Via Laietana cuando Gropius tuvo una idea y le dijo a la intérprete que tenían que volver otra vez a la tienda de Jiménez.

El comerciante no se sorprendió lo más mínimo cuando Gropius y María Elena se presentaron de nuevo, y escuchó con calma las pretensiones del alemán.

—Bueno… —empezó a decir—. Quiere ayudarme en la entrega, no es mala idea. Sólo temo que los vigilantes desconfíen de usted si aparece con tanta elegancia.

—Desde luego, escogeré ropa especial para la ocasión —dijo Gropius—. ¿Cuándo salimos?

—Tendrá que estar aquí a las cinco de la tarde —respondió Jiménez, al que todo aquello casi parecía divertirlo—. Pero será mejor que venga solo.

No resultó sencillo convencer a Francesca de que se quedara en el hotel. Después de todo lo que le había sucedido con Rodríguez, estaba preocupada y no quería dejar que Gregor fuera solo. Al final comprendió que, si iban los dos, no tendrían oportunidad de subir a bordo, y que el riesgo de ser descubiertos sería mucho mayor.

Hernán Jiménez casi no reconoció a Gropius cuando se presentó en el almacén poco antes de las cinco. Gregor llevaba unos pantalones de trabajo de color azul y una chaqueta ancha y gastada que había conseguido en el mercadillo de Els Encants, en la plaza de Les Glòries. Lo único que no acababa de encajar con su pobre vestimenta eran sus buenos zapatos.

Una hora después, el camión de Verduras Hernán Jiménez llegó al muelle y, a velocidad de paseante, avanzó hasta el In Nomine Domini, que estaba atracado a un extremo. Al contrario que por la mañana, cuando Gropius no había visto un alma a bordo del barco, en cubierta reinaba una intensa actividad y, junto a Jiménez, otros tres proveedores descargaban su mercancía a bordo.

Gropius calculó que la embarcación debía de tener unos cincuenta metros de eslora. Además de la cubierta superior, había dos cubiertas inferiores con pequeños ojos de buey, de los que más o menos la mitad eran de cristal traslúcido o estaban pintados de blanco. Lo que más le llamó la atención a Gropius fueron los montones de antenas y parabólicas que había sobre el puente de mando. Contrastaban claramente con el aspecto venerable de la embarcación.

La pasarela estaba muy vigilada, y cuando Gropius quiso subir la primera caja de pepinos a bordo, tanto él como la mercancía fueron inspeccionados. Tampoco Jiménez, al que los vigilantes ya conocían, pudo pasar hasta que lo hubieron registrado.

La escotilla de carga del barco era estrecha, y detrás había una oscura plataforma desde la que salían dos angostos pasadizos, a izquierda y derecha, hacia la proa y la popa.

Mysterious… —comentó en inglés Jiménez, que empujaba ante sí una carretilla con una pila de tres cajas de hortalizas.

Gropius lo seguía con una caja sobre el hombro izquierdo, como había visto que hacían los demás trabajadores. El aire viciado, el fuerte olor a gasóleo y el ruido de los generadores creaban una atmósfera inquietante.

Las neveras y los almacenes del barco estaban en la proa, y en ellos cabían provisiones para alimentar durante varios meses a un centenar de pasajeros y la tripulación. Gropius y Jiménez recorrieron ese mismo camino, desde la escotilla de carga hasta los almacenes, una docena de veces. Gregor iba memorizando todas las puertas que veía, abría alguna que otra, y así logró formarse una imagen del interior del barco.

También bajo la cubierta había vigilantes armados y vestidos de negro que, no obstante, se tomaban su labor con mucha menos seriedad que los guardas de la pasarela. Así pues, mientras cargaba verduras, Gropius ideó un plan que puso en marcha antes de que la última caja hubiese llegado a su destino.

Sin que Jiménez se diera cuenta, Gropius desapareció en la lavandería, que estaba en un extremo del pasillo, donde se amontonaban metros de toallas, manteles, sábanas y vestimentas blancas. Había un saco gris con ropa usada que sólo estaba lleno a medias, y Gregor aprovechó la ocasión para ocultarse allí dentro.

Más adelante no sabría decir cuánto tiempo pasó dentro del saco, pero creyó oír que Jiménez lo llamaba. Sólo se atrevió a salir de su prisión voluntaria cuando un fuerte ruido recorrió todo el barco y ahogó el rumor de los generadores.

Por uno de los tres ojos de buey, que estaban pintados por el exterior, logró discernir apenas que las luces del muelle se movían. «No puede ser», pensó. Jiménez le había asegurado que el barco no zarparía hasta la mañana siguiente. Gropius arañó en vano los cristales pintados. Los ojos de buey no podían abrirse. ¡Estaba atrapado!

Oyó voces en el pasillo. ¿Qué iba a hacer? Para que no lo reconocieran de inmediato como polizonte en caso de encontrarse a alguien en el camino, Gropius se quitó la ropa y se puso unos pantalones blancos y una chaquetilla blanca de las que había a docenas en la lavandería. Abrió la puerta unos centímetros y espió en dirección al pasillo.

No había planeado cómo reaccionaría si se encontraba con alguien. Sólo sabía una cosa: ¡tenía que salir de aquel maldito barco!

Sin aliento y mirando con cautela en todas direcciones, subió a cubierta por una estrecha escalerilla de madera. Por suerte, la cubierta de proa estaba en penumbra. Aún medio escondido en el interior del barco, Gropius intentó orientarse. El In Nomine Domini ya se había alejado unos quinientos metros del muelle y ponía rumbo al sur. En otras circunstancias, habría disfrutado de la vista de botes iluminados y las luces del paseo de la orilla, pero Gropius no estaba para embeberse del panorama vespertino de la ciudad. Consideró la opción de saltar al agua y nadar hasta tierra firme, pero, al inclinarse por la borda y ver el espumoso oleaje, desechó la idea.

Aturdido e incapaz de tomar una decisión, Gropius se tambaleó siguiendo la borda en dirección a popa. A la mitad del barco, justo detrás del puente de mando, una luz intensa salía de la ventana de un camarote. Gropius se dirigió hacia ella, agachado, y consiguió llegar a la cubierta de popa, donde se dejó caer sobre un rollo de cabos del diámetro de un brazo. Ocultó el rostro entre las manos, desesperado.

«Ya has sobrevivido a otras situaciones que no parecían tener salida», pensó, intentando tranquilizarse aunque sin conseguirlo. En realidad tenía un miedo espantoso, igual que en aquella otra ocasión, en la solitaria granja de Asti. Ya se imaginaba qué haría con él la gente del barco, y en ningún otro sitio era más fácil deshacerse de un cadáver que en alta mar.

Gropius no tenía la menor idea de hacia dónde se dirigía el In Nomine Domini, aunque en realidad le daba lo mismo. Entonces oyó un grito procedente del camarote. Al amparo del bote salvavidas, Gregor se deslizó hasta la ventana y espió el interior.

Lo que vio le resultó fantasmal: en una especie de trono de respaldo alto estaba sentado un hombre con horribles deformidades, vestido de blanco. Su rostro estaba desfigurado hasta lo irreconocible por cicatrices y marcas de quemaduras. Su vestimenta parecía una sotana abotonada desde el cuello hasta los pies. A poca distancia de él, sobre un taburete de madera, se arrodillaba una miserable figura medio desnuda cuyo tórax estaba marcado por verdugones y heridas sangrantes. El hombre estaba esposado. Otro, vestido de negro, azotaba al desdichado con un látigo corto con unas estrellas de hierro. Todo sucedía sin agresividad aparente, como si los participantes se prestaran voluntariamente a aquel horrible espectáculo.

El tormento terminó al cabo de pocos minutos con un extraño gesto: el hombre vestido de blanco se levantó y trazó con la mano derecha la señal de la Santa Cruz; después, el torturador de negro sacó a su víctima del camarote. En ese momento, el hombrecillo robusto volvió la cara hacia Gropius y, pese a que el pelo largo y oscuro le caía en mechones sobre la cara, éste lo reconoció al instante: era Ramón Rodríguez.

A Gropius le faltaba el aire. Se mareó. ¡Rodríguez! Hasta entonces lo había creído peligroso, pero en ese momento le dio lástima.

Las luces habían desaparecido del horizonte hacía ya un buen rato y el In Nomine Domini seguía su singladura a medio gas. Gropius reflexionó sobre cómo pasaría la noche. Los botes salvavidas de la cubierta de proa —en total, había diez a bordo— le parecieron el lugar más seguro, y comenzó a desatar los nudos de la lona del primer bote. La probabilidad de que lo descubrieran en el bote salvavidas era nimia, o al menos no tanta como si pasaba la noche bajo la cubierta. «Mañana —pensó—, mañana ya veré».

Los duros maderos del bote salvavidas le impidieron coger el sueño. A ello se le añadía la incertidumbre de cómo reaccionaría aquella gente ante un polizonte en caso de que lo encontraran. Gropius pensó que, cuando se dieran cuenta de quién se les había colado en el barco, su vida no valdría absolutamente nada.

¡Su ropa! Mientras se adormecía, intranquilo, recordó de pronto que había dejado las ropas viejas en la lavandería. Cuando las encontraran, sin duda, iniciarían una partida de búsqueda. Tenía que ir a buscarlas.

El camarote en el que había presenciado aquel horrendo espectáculo estaba a oscuras. Gropius se deslizó por el mismo camino que antes y regresó a la cubierta inferior. En la lavandería encontró su ropa en el mismo lugar en que la había dejado. La arrebujó a toda prisa y ya se marchaba cuando oyó unos lamentos que procedían de la puerta de enfrente. En contra del sentido común, abrió unos centímetros la puerta y se asomó al interior. Se encontró con una luz cegadora.

Al contrario que el pasillo, escasamente iluminado, aquella celda que tenía ante sí resplandecía clara como el día. En el suelo, gimiendo, con la espalda apoyada en la pared embadurnada de sangre, vio a Ramón Rodríguez. Tenía el pie derecho encadenado. La pesada cadena de hierro apenas le dejaba dos metros de libertad de movimientos. Gropius entró y cerró la puerta.

Rodríguez le dirigió una mirada apática, después volvió a mirar al frente. Un cubo de plástico que había en un rincón despedía un hedor espantoso. En el suelo había una fuente con pan duro.

—Es usted el último al que hubiera esperado encontrar aquí —gimió de pronto Rodríguez sin levantar la mirada. Su voz sonaba débil—. ¿Cómo ha subido a bordo?

Gropius eludió la pregunta y repuso:

—¿Qué es lo que sucede aquí? ¿Por qué le han hecho esto?

—Me matarán —balbuceó el hombre—. Mañana, pasado mañana, ¡si es que no me muero antes!

Por el busto de Rodríguez corría una mezcla pegajosa de sudor y sangre. El hombre se limpió la cara con el antebrazo y después prosiguió en voz baja:

—Tiene que saber que no lo he hecho por voluntad propia. Pero, cuando me di cuenta de lo que sucedía aquí, ya era demasiado tarde.

—¿Qué es lo que no ha hecho por voluntad propia? —preguntó Gropius con cautela.

—No lo seguí día y noche por voluntad propia. Era un encargo de las altas esferas, ¿entiende? En cuanto perteneces a esta orden, ya no hay vuelta atrás. Te asignan un cometido, y si no obedeces las reglas, ya has perdido la vida.

—¿De qué orden está hablando?

—De la orden In Nomine Domini, IND, ¿no lo sabía?

—No, no lo sabía.

—Entonces, ¿cómo ha llegado hasta aquí? ¿Usted no es el profesor Gropius? —Rodríguez alzó la cabeza, cansado.

—Sí, soy yo, pero responder a su pregunta requeriría mucho tiempo. Mejor cuénteme usted cómo ha acabado en esta terrible situación. A lo mejor puedo ayudarlo.

—¿Usted a mí? ¿Por qué iba a hacer eso? Después de todo lo que ha pasado… Aunque ya se lo advertí aquella vez en Berlín, ¿se acuerda? ¿Por qué no se rindió?

—¡Porque entonces hoy no estaría aquí!

—Estoy seguro de que sería mejor para usted. ¿Por qué anda aún suelto por aquí?

—Porque oficialmente no estoy a bordo, soy un polizonte, por así decirlo.

—¿Quiere decir que ha conseguido subir a bordo sin que lo vieran?

Gropius asintió.

—Usted no se rinde nunca —comentó Rodríguez con reconocimiento.

—No cuando lo que está en juego es mi honor. Sin embargo, para serle sincero, tampoco yo he acabado aquí por propia voluntad. Me he infiltrado en el In Nomine Domini para descubrir más cosas sobre quienes conforman esta orden, y no me he dado cuenta de que el barco zarpaba. Ahora, con sinceridad, estoy muerto de miedo. ¿Hacia dónde navegamos?

—¡Hacia dónde! ¡Hacia dónde! Eso da lo mismo. El barco no atraca en ningún sitio y vaga sin rumbo por el Mediterráneo occidental como el Holandés Errante. Una idea endemoniadamente buena para eludir toda investigación, las leyes y al fisco. ¿No le parece?

Rodríguez le hizo un gesto con un dedo a Gropius para que se le acercara y susurró:

—Dos puertas más allá hay una caja de caudales tan antigua como este barco. Dentro hay cincuenta millones de euros. La orden no dispone de ninguna cuenta bancaria. Oficialmente no existe, ¿entiende?

En cualquier otra situación, Gropius habría sospechado que Rodríguez estaba fanfarroneando; pero, al mirar a aquel hombre vejado, no podía evitar dejar de lado todo recelo.

—¿De dónde sale todo ese dinero? —preguntó.

—¿De dónde cree? En todo el mundo sólo hay una institución que pueda mover semejantes cantidades sin llamar la atención: el Vaticano.

—Pero ¡el Vaticano no financiará esta orden por amor cristiano al prójimo!

—¿Amor al prójimo? ¡Deje que me ría! No, ¡por instinto de conservación! El cardenal secretario de Estado Calvi creía hasta hace poco que la orden In Nomine Domini tenía el informe Gólgota y que podía presentar pruebas de que ese esqueleto que hasta no hace mucho se encontraba en una tina de piedra frente a las murallas de Jerusalén es el de Nuestro Señor Jesucristo.

—¿Dónde está en realidad el informe Gólgota?

—¿Precisamente usted lo pregunta? —Rodríguez lo miró con desconfianza—. Mazara afirma que, después de que Schlesinger murió, usted se hizo con el informe para cobrar una segunda vez.

—¿Por qué yo?

—Es usted el único que tiene relación con todos los que saben algo.

—Pero yo no lo tengo. A lo mejor Schlesinger se lo llevó consigo a la tumba.

—Dios sabrá, pero también Él puede tener dudas. Ese tal Schlesinger era un astuto zorro. Sólo le vendió a «Su Santidad». Giuseppe Mazara pruebas fragmentarias de su hallazgo, seguramente con la intención de mantenerse con vida. Es probable que sospechara que, de entregar todas las pruebas, lo habrían matado.

Gropius estaba perplejo.

—¿Quién narices es Giuseppe Mazara?

—El predecesor del cardenal secretario de Estado Paolo Calvi. Tanto Calvi como Mazara eran miembros de la curia; allí se hicieron enemigos acérrimos. Calvi envidiaba el puesto de Mazara; todo el mundo lo sabía. Se creía más idóneo para el cargo de cardenal secretario de Estado, y manifestó en varias ocasiones que Mazara era un débil y que sólo perjudicaba a la Iglesia. Un día, mientras regresaba de CastelGandolfo a Roma, la limusina oficial de Mazara derrapó, chocó contra un árbol y empezó a arder. Mazara escapó por poco a la muerte, pero sufrió graves quemaduras. Tuvo que dejar su puesto. Al final desapareció del Vaticano y no volvió a aparecer hasta un año después… como chantajista de su sucesor, el cardenal secretario de Estado Paolo Calvi. Desde entonces, Mazara tiene a Calvi prácticamente en un puño. ¿Comprende ahora por qué Mazara ha tocado todas las teclas para hacerse con el informe de Schlesinger?

—Desde luego, pero ese Mazara…

—¡Eso mismo, está loco! —Rodríguez no dejó que Gropius terminara de hablar—. Antes debió de ser un hombre muy inteligente, pero desde el accidente presenta claros signos de locura. Como fundador de la orden, quiere que todos se dirijan a él como «Su Santidad». Según dicen, antes Mazara era un hombre liberal y comunicativo; ahora se ha convertido en todo lo contrario. Su Santidad se ha vuelto ultraconservador y reaccionario, es un sádico. Finge aceptar a sacerdotes pecaminosos para llevarlos por el buen camino. En realidad, abusa de ellos para satisfacer sus más bajos instintos y manda torturar y asesinar «en el nombre del Señor».

—¿Sacerdotes pecaminosos? Tendrá que explicarse mejor.

Rodríguez se encogió de hombros.

—Gente como yo. Yo era el párroco de un pueblo de las cercanías de Granollers, hasta que una profesora se cruzó en mi camino, una criatura divina y encantadora, con el pecho lleno de cariño y amor, no sé si me entiende. No me separaba de ella, y en consecuencia, se puso en marcha un mecanismo despiadado que terminó con mi inhabilitación. ¿De qué puede vivir un sacerdote destituido del cargo?

—Ya comprendo. Y más adelante provocó la ira de «Su Santidad».

—Así fue. Cuando vi a Francesca Colella por primera vez, me recordó a mi gran amor. Ella me había abandonado hacía mucho, y la señora Colella era su viva imagen. Intenté, con torpeza, hacerle la corte; pero me salió mal. Me emborraché y mis hermanos tuvieron que hacerme entrar en razón. Mazara no tolera ningún exceso. Cree que la vida es penitencia.

—¿Penitencia por qué?

—Por el pecado de la humanidad. El hombre, según Mazara, no ha venido a este mundo a disfrutar, sino a cumplir la voluntad de Dios. La voluntad de Dios no es que disfrutemos de la vida. Alargar artificialmente la vida del hombre es un crimen. Todos tenemos establecido cuándo ha de llegarnos la hora. Por eso rechaza las transfusiones de sangre, los trasplantes de órganos y todas las medidas para alargar la vida. Mazara dice que todo eso es un desprecio a la voluntad de Dios.

—Entonces, ¿también carga en su conciencia con la muerte del marido de Francesca, Constantino?

—Yo personalmente no, pero sí la orden In Nomine Domini.

—¿Y Sheba Yadin?

—Quería chantajear a la orden con la información que Schlesinger le había confiado. Con De Luca sucedía lo mismo.

Gropius guardó silencio; en su interior, bullía de ira. Al cabo de un rato, dijo:

—A Arno Schlesinger, ¿quién lo mató?

—¡Sí, ese Schlesinger! Se libró por muy poco del atentado de Jerusalén. A lo mejor no tendría que haber muerto. El Vaticano era el primer interesado en eliminar los restos mortales de nuestro señor Jesucristo.

—¿El Vaticano? ¿Quiere decir que no fue su organización, sino el Vaticano, quien preparó el atentado de Jerusalén?

—Así es. Tampoco hay que cargarle todas las maldades del mundo a la orden In Nomine Domini. Hay muchas otras personas malvadas. En cualquier caso, el cardenal secretario de Estado Paolo Calvi o, mejor dicho, su secretario, Crucitti, le encomendó a un comando palestino que quitara de en medio a aquel «problema» con explosivos. Un plan bastante estúpido, según se comprobó.

—¿Porque sobrevivió Schlesinger?

—No sólo por eso. ¿Cómo iba a saber Calvi si Schlesinger había guardado las pruebas que había descubierto, de manera que en algún momento salieran a la luz? Está claro que Schlesinger había retirado hacía tiempo un par de huesos y que los había ocultado en un lugar desconocido.

—¿O sea que, finalmente, Calvi y Crucitti son los responsables de la muerte de Schlesinger?

Rodríguez sacudió la cabeza con ímpetu.

—¿Por qué iba a mentirle yo? La orden In Nomine Domini ya tiene adeptos en toda Europa, sacerdotes expulsados de la Iglesia de Roma que luchan por sobrevivir. Obedecen ciegamente a Mazara sin haberlo visto jamás, sin saber siquiera dónde se encuentra. Para dar fe de su penitencia, llegan a hacer cosas que nadie les ha ordenado.

Sin dejar de hablar, Rodríguez se derrumbó por falta de fuerzas.

—Ahora déjeme tranquilo. Ya se lo he dicho todo.

Rodríguez se quedó mirando al frente, inerte, con ojos opacos.

Unos pasos se acercaron por el pasillo y volvieron a alejarse. Gropius sintió la urgente necesidad de respirar aire fresco y abrió la puerta del camarote con mucha cautela. Unos pasos más allá, con el fardo de su ropa bajo el brazo, llegó a la escalerilla que conducía a la cubierta superior.

Ya había pasado la medianoche, y Gropius se llenó los pulmones de frío aire marino. Lo que le había contado Rodríguez le había provocado una gran conmoción, y la situación desesperada en que se encontraba pasó a un segundo plano. Medio agachado, Gropius llegó hasta el bote salvavidas y se deslizó bajo la lona.

Pese a que el mar estaba en calma, dormir le resultaba impensable. Tenía demasiadas cosas en la cabeza. Al final, un pensamiento se impuso sobre todos los demás: ¿cómo reaccionaría ese desequilibrado de Mazara si se presentaba ante él? Hasta ese momento, el hecho de que todos supusieran que tenía en su poder el informe Gólgota lo había protegido de todo mal. Sin embargo, ahora que Mazara y los de su orden habían quedado desenmascarados puesto que él mismo había osado meterse en la boca del lobo, podía temer que ese loco reaccionara imprevisiblemente. Se devanó los sesos en busca de una forma de salir de ese dilema sin acercarse a ninguna solución.

Escuchaba con temor la monotonía de los extraños ruidos cuando, de repente, se oyeron pasos apresurados en cubierta. Gregor apartó con cautela la recia lona. En la oscuridad, vio a tres hombres vestidos con monos que trabajaban en diferentes lugares del barco. Otro, alto y flaco, aguardaba apostado en la proa, empuñando una ametralladora.

Al principio, Gropius no encontró explicación para el comportamiento de los hombres, que realizaban su trabajo con una seguridad pasmosa, como si lo hubiesen ensayado cientos de veces. Un retumbar ronco, apenas audible, hizo que Gregor dirigiera la mirada hacia el mar oscuro, de donde procedía aquel sonido inidentificable. Por un instante, creyó distinguir los contornos de una elegante lancha de motor que avanzaba a una distancia de unos doscientos metros del In Nomine Domini. ¿Qué quería decir aquello?

Cuanto más se alargaba el trabajo, más intranquilo estaba el vigilante de la ametralladora. Al final, moviendo el arma con nerviosismo a derecha e izquierda, empezó a recorrer toda la estructura de los camarotes del barco. Se detuvo a pocos pasos del escondite de Gropius. Susurrando y con tensión en la voz, le transmitió a uno de sus hombres una orden incomprensible. Después se volvió con un brusco giro. Gropius vio que lo apuntaba directamente con el cañón de la ametralladora. En realidad, el hombre no podía haberlo visto, pero Gropius, presa del pánico, salió de su escondrijo con los brazos en alto. Oyó el frío clic del arma cuando el desconocido le quitó el seguro. Con los ojos cerrados, Gropius esperó el impacto de las balas en su pecho. Se quedó inmóvil, petrificado, incapaz de sentir nada. «Esto es el fin», pensó.

¿Por qué no disparaba? Gropius esperó y desesperó durante una pequeña eternidad, deseó que todo hubiese terminado. ¿Por qué no disparaba aquel hombre?

Gropius abrió los ojos, vacilante, y miró al desconocido a la cara.

—Prasskov, ¿tú?

Durante un rato, los antiguos amigos permanecieron el uno frente al otro sin decir nada. Prasskov no estaba menos sorprendido que Gropius. Fue el primero en hablar:

—¿De qué va todo esto? —preguntó apenas en un susurro. Esperaba que Prasskov no se diera cuenta de que le temblaba todo el cuerpo—. Pensaba que eras cirujano plástico, no un gángster —añadió.

Prasskov, entretanto, ya se había recuperado del encuentro inesperado. Sin ninguna emoción, repuso:

—Como ves, una cosa no quita la otra. ¿Qué tienes que ver tú con los hermanos?

—Nada de nada —respondió Gropius—. Sólo quería conocer la orden que ha acabado con la vida de tantas personas.

Prasskov esbozó una sonrisa perversa.

—¡Entonces podemos aliarnos! Estamos aquí para pararle los pies a esta gente de una vez por todas. Estos hermanos son perjudiciales para el negocio.

—¿Qué quieres decir?

Con la ametralladora empuñada, Prasskov giró cautelosamente sobre sí mismo y escudriñó todos los rincones del barco. Al cabo, dijo con serenidad:

—El número de trasplantes ha menguado muchísimo. La gente tiene miedo de los órganos contaminados. Muchos receptores potenciales dicen que prefieren fallecer por muerte natural que envenenados por un órgano extraño. La escasez de demanda provoca la caída de los precios en el libre mercado: es una ecuación muy sencilla. Por eso, este barco se hundirá en el mar hecho pedazos dentro de unos minutos.

—¿Explosivos? ¿Tus hombres han subido explosivos a bordo?

—Lo has adivinado, compañero. Tampoco habrá nadie que derrame una sola lágrima por estos tipos, y mis chicos son profesionales, formados por el KGB.

Gropius se quedó mirando a Prasskov. A pesar de la oscuridad, pudo distinguir algo diabólico en la expresión de su rostro, y entonces tuvo una idea.

—Prasskov, ¿puede ser que el paquete bomba enviado a Felicia Schlesinger, el que casi me mató, lo mandases tú?

Prasskov pareció inseguro por un momento, después respondió con sorna:

—¿Qué te has creído, Gropius? Yo jamás haría algo así. Aunque… te lo habrías ganado. Al fin y al cabo, me has arruinado el negocio.

Entonces Gropius alzó los puños y se abalanzó como un loco sobre Prasskov.

—¡Cerdo asqueroso! —exclamó, fuera de sí.

Prasskov se hizo a un lado, indiferente, y dejó que dos de sus hombres hicieran entrar en razón al colérico Gropius y le sujetaran los brazos a la espalda.

—¡Escucha, campeón de boxeo! —empezó a decir Prasskov, levantando el índice—. Antes de darle una paliza a un tipo inofensivo, deberías recordar que jugábamos juntos al golf.

Reunió a sus hombres con un leve silbido, y uno de ellos hizo una señal con una linterna. La lancha motora capeó, y Prasskov y sus hombres se dejaron caer hasta ella por un cabo que habían atado a la borda. Antes de que Gropius pudiera reaccionar, la rápida embarcación se alejó de allí.

Gropius estaba a punto de desmayarse. Cerró los ojos. «Se acabó», pensó. En cualquier momento podía producirse la gran explosión. Después, todo habría terminado. Ya no pensaba, ya no sentía, estaba en un estado de incertidumbre paralizadora.

Por eso no reparó en el ruido del motor que se acercaba de nuevo desde el oeste. Sólo cuando alguien gritó su nombre despertó de su conmoción y abrió los ojos.

—¡Gropius!

Miró hacia abajo por encima de la borda.

Prasskov estaba en la popa de la lancha y le hacía señas con los dos brazos.

—¡Salta, hombre! Es tu última oportunidad.

En la cubierta de popa del In Nomine Domini se encendieron unas luces. El ruido había despertado a la tripulación.

Gropius no lo pensó mucho, se subió a la borda y saltó a la proa de la lancha. Al caer, se hizo daño en la pierna derecha, pero el ruido de los motores atronadores le sonó a salvación.

La lancha puso proa contra el oleaje. Las olas golpeaban la embarcación que conducía Prasskov como si fueran rocas. Gropius se aferró a un banco de la última fila. El ruido de los motores impedía cualquier clase de conversación.

El hombre que estaba junto a Prasskov se volvió de pronto. Tenía en las manos una cajita con una pequeña antena y parecía estar muy tranquilo. Prasskov le gritó algo, y el hombre con el emisor de señales realizó un imperioso movimiento.

En ese mismo instante, una gigantesca explosión iluminó todo el mar hasta el horizonte. Trastornado, Gropius se quedó mirando la trepidante bola de fuego, a lo lejos. Las llamas subían hacia el cielo.

Prasskov soltó un grito, como un campeón que acaba de cosechar un golpe maestro, y puso la lancha a toda velocidad. Tras ellos, las llamas cambiaban de color, el intenso amarillo se transformó en un rojo profundo, como un amasijo de hierro candente. Al cabo de unos minutos —la lancha ya se había alejado tres millas de allí—, el ardiente resplandor fue tragado por la oscuridad.

Mientras el bote avanzaba a toda velocidad hacia un destino desconocido, en el este rayaba el alba. A Gropius le zumbaba la cabeza a causa de los fuertes golpes de las olas, mientras Prasskov timoneaba aquel proyectil agachado. Junto a él, en la pantalla del radar centelleaba una imagen verde.

Una hora después apareció ante ellos la costa, una borrosa línea al principio, después una franja con claros contornos: Barcelona.

Cuando ya se habían acercado a media milla del muelle del puerto deportivo, Prasskov aminoró la marcha y le dejó el timón a uno de sus hombres. A continuación se tambaleó por los asientos hasta llegar al banco donde se hallaba Gropius. Éste no dijo una palabra. No sabía qué tenía pensado Prasskov, y dejaba que las cosas sucedieran sin oponerse a ellas; aún llevaba puesta la ropa blanca de la orden. El cirujano plástico lo agarró del cuello y le gritó:

—¡Esto por lo de cerdo asqueroso!

Gropius sintió un puñetazo en la barbilla, se tambaleó y perdió el conocimiento por un momento, aunque, al caer hacia atrás y hundirse en el agua, en seguida volvió en sí.

Los motores rugieron, y la lancha siguió su rumbo en dirección a la costa.

Gropius no era mal nadador, pero el oleaje y el agua helada lo dejaron agotado. Lo primero que pensó fue en quitarse la ropa, pero entonces reflexionó que no daría muy buena impresión cuando saliera del agua desnudo. Así pues, nadó vestido en dirección a Barcelona.

Más o menos a medio camino, una barca de pescadores se le acercó desde el este y lo recogió. El capitán, un viejo catalán que sólo chapurreaba un poco de inglés, le dejó su teléfono móvil, y Gropius marcó el número de Francesca.

—¿Dónde estás? —preguntó ella, deshecha—. No he pegado ojo en toda la noche y estaba a punto de acudir a la policía.

—No hará falta —repuso Gregor—. Basta con que vengas a buscarme al puerto deportivo con ropa seca. Un pescador acaba de sacarme del mar.

Una fracción de segundo después, Francesca dijo:

—Voy en seguida. Gregor, ¿va todo bien?

Gropius se echó a reír. Sí, rió con tantas ganas que el pescador le dirigió una mirada de preocupación.

—Sí, todo va bien —respondió.