Capítulo 16

A la mañana siguiente, Gropius apareció de muy mal humor en la sala de desayuno del hotel Le Meridien. Había dormido tan mal como todos los días anteriores. Por la noche se habían separado a toda prisa después de que Francesca lo dejó delante del hotel. Habían quedado en llamarse más o menos a mediodía.

Abstraído en sus pensamientos, se sentó a una mesa libre, pidió té con leche y cogió dos croissants y mermelada, como tenía por costumbre. Gropius masticaba un croissant sin ganas y miraba fugazmente a los demás clientes que estaban desayunando esa mañana cuando, de pronto, un hombre elegantemente vestido de negro se acercó a su mesa y le deseó los buenos días con amabilidad. El hombre hablaba alemán con acento italiano y medía casi dos metros.

—Crucitti —se presentó, esbozando una reverencia—. ¿Le importa que me siente con usted?

A pesar de que habría preferido que no lo molestaran, Gregor no quiso ser maleducado y, con un ademán de la mano, repuso:

—Tome asiento, por favor, signore. Mi nombre es Gropius.

—Lo sé —comentó Crucitti con una sonrisa de satisfacción—. Lo sé.

Perplejo, Gropius miró al hombre que estaba sentado frente a él y se preguntó si no lo habría entendido mal. Sin embargo, el hombre prosiguió:

—Usted no me conoce, professore, pero nosotros lo conocemos muy bien a usted.

—¿Cómo debo interpretar sus palabras? ¿Quiénes son nosotros?

Crucitti torció la vista.

—La curia romana —respondió al fin.

En su voz sonó un reproche, como si fuese una torpe negligencia no haber reconocido su nombre.

—Tendrá que explicármelo mejor —apuntó Gropius con gran interés—. A lo mejor le sorprende que le informe de que le di la espalda a su institución, puesto que los impuestos que pagaba a la Iglesia me habrían permitido tener mi propio obispado.

—Eso no viene al caso —apuntó Crucitti con una amarga sonrisa—. ¡Espero que el trabajo del avvocato Felici lo satisficiera, professore!

Gropius sintió cómo le afluía la sangre a la cabeza. La situación no podía ser más grotesca: estaba siguiendo una pista que bien podía derrumbar a toda la curia y al Vaticano, y esa misma gente le mandaba a un abogado estrella que lo sacaba de la prisión preventiva. Sacudió la cabeza y, sin dar crédito a lo que acababa de oír, preguntó:

—¿Quiere decirme con eso que la curia romana se ha movilizado para dejarme en libertad?

De nuevo, Crucitti esbozó una sonrisa beatífica y, con devoción, respondió:

—La Iglesia siempre está de parte de los inocentes. Sabemos que no mató usted a Sheba Yadin.

—¿Están seguros, signore?

Monsignore! Pero, respondiendo a su pregunta: sí, estamos del todo seguros.

—Entonces, permítame una pregunta, monsignore: ¿qué quieren de mí?

Crucitti pidió un café y luego contestó:

—¿Ha oído hablar del asesinato en el hospital clínico de Milán?

—Desde luego. Por mucha lástima que me dé el paciente, el caso no me ha sorprendido. En él sólo veo otra prueba de mi inocencia. Nos enfrentamos a una organización criminal que actúa por motivos que desconocemos. Por tanto, es del todo erróneo responsabilizar de esas muertes a los médicos. ¡Y ése es el motivo por el que hace meses que no me ocupo de nada más que de mi rehabilitación!

—Eso es por completo comprensible, professore, pero ¿no está yendo demasiado lejos en sus investigaciones? Corre el peligro de caer usted mismo en las garras de esa organización.

—Eso, monsignore, es cosa mía. Sin embargo, como puede ver, aún sigo con vida, y estoy seguro de que así seguirá siendo durante una temporada.

—Sea como sea, tengo el cometido de transmitirle el siguiente mensaje: el Vaticano está interesado en que no comunique usted todo lo que sabe a la policía, sino a la curia romana. También ése es el motivo por el que nos hemos tomado la molestia de abreviar todo lo posible su estancia en la cárcel.

—Muy amables —siguió diciendo Gropius en el mismo tono irónico del monseñor—. De verdad, muy amables. Pero tenga por seguro que también sin su estimable colaboración me habrían dejado libre al cabo de poco. Si lo he entendido bien, ahora espera algo de mí como contrapartida.

Crucitti se encogió de hombros con teatralidad. Igual que la mayoría de los de su gremio, el monseñor era muy mal actor.

—¿Contrapartida? —Estaba indignado—. Ya dijo el apóstol que quien le tiende un vaso de agua al sediento no recibirá recompensa por ello.

—¿Qué quiere decir?

—Quiere decir que no le exigimos nada en contrapartida, professore, porque estamos seguros de que usted mismo nos mostrará su gratitud.

La insolencia con la que actuaba el monseñor dejó a Gropius sin habla por un instante. Sin embargo, no se le escapó que Crucitti miraba en derredor con inseguridad, como si lo estuvieran siguiendo o le resultara desagradable ser visto en su compañía. Al final, vació su taza de café —sin leche ni azúcar— de un solo trago y dijo:

—Hace una hermosa mañana. ¿Qué le parece si damos un paseo? Andando se habla con más facilidad. Además, las paredes oyen.

Gropius iba a decir: «¡Oiga, no veo ningún motivo, y la verdad es que tampoco me apetece especialmente ir a dar una vuelta con usted!». Sin embargo, se dejó vencer por su curiosidad y llegó a la conclusión de que la oportunidad de charlar con un enviado de la curia romana no se daba todos los días. Además, no tenía nada previsto para esa mañana, así que contestó:

—¿Por qué no, monsignore? Vamos, monsignore.

La Via Nizza, donde el hotel Le Meridien ocupaba el número 262, no se contaba entre las calles más agradables de Turín, así que Gropius y Crucitti decidieron caminar en dirección al centro. Con las manos a la espalda, ambos avanzaron en silencio durante un rato. Gropius creyó inoportuno cualquier comentario acerca del tiempo u otras trivialidades por el estilo. De repente, como si hubiese puesto en orden las ideas, el sacerdote empezó la conversación:

—No nos engañemos, professore. Ambos sabemos de qué se trata. Sería infantil que nos anduviéramos con rodeos.

Gropius no sabía a qué se refería. ¿Cómo debía reaccionar? Por eso decidió no contestar.

—Eso suena sensato —comentó simplemente.

En la amplia calle de entrada a la ciudad rugía el tráfico de la mañana, y un camión les echó una nube de humo negro a la cara.

—No quiero ocultar que el Vaticano estaría dispuesto a pagar mucho dinero por conseguir el informe Gólgota de Schlesinger —siguió diciendo Crucitti—. Ya sabe usted que no somos los únicos interesados. Naturalmente, dependerá del precio. Eso no tengo que explicárselo.

A Gropius le cruzaron mil ideas por la cabeza. Hechos y teorías que había desarrollado en los últimos meses empezaron a tambalearse. Sin embargo, intentó mantener la calma.

—¿De modo que creen que estoy en posesión del informe de Schlesinger? —contestó retomando las palabras del sacerdote.

—No había esperado que me desvelara su paradero —replicó Crucitti de mala gana—. Seguro que hace ya tiempo que sabe que lo tenemos vigilado; una labor nada fácil, puesto que nuestra gente no hace más que encontrarse con la parte contraria, que tampoco le quita el ojo de encima. Tengo que dedicarle un cumplido, professore. Su manera de proceder es muy astuta. La CIA podría estar muy satisfecha de contarlo entre sus agentes. —El monseñor se echó a reír por su broma, presuntamente graciosa.

A Gropius se le planteó entonces una incógnita: ¿estaba fanfarroneando aquel hombre? Para provocarlo, repuso con sorna:

Monsignore, no comprendo por qué arman tanto escándalo por ese sudario. Sin duda saben que se trata de una falsificación de la Edad Media. Un análisis de ese objeto no demuestra nada de nada. ¿Por qué tanto revuelo?

Entonces Crucitti se detuvo y miró a Gropius de soslayo.

Professore, usted es un hombre inteligente. Se está degradando al hacerse el tonto. Como si no supiera que no hablamos del sudario que se conserva en la catedral de Turín.

—Ah —repuso Gropius con mordacidad, y siguió andando.

El monseñor no sabía si tomar en serio el desconocimiento del profesor o si sólo era fingido. Al cabo, dijo:

—Ya sé que no es usted arqueólogo como Schlesinger, pero de todos modos hace una temporada que se ocupa del asunto. Por lo que sabemos, no sólo dispone usted de las pruebas de Schlesinger, sino también de los conocimientos que acumuló. Conque, ¿qué es todo este teatro?

—Me siento halagado, monsignore, pero tenga en cuenta que sólo he tenido un par de meses para informarme sobre una materia a la que Schlesinger le había dedicado media vida. Claro está que sé de qué se trata, pero los detalles…

Monseñor Crucitti respiró hondo y sacó poco a poco el aire por la nariz.

—En aquel entonces, en 1987, cuando entraron en la catedral de Turín y se llevaron un pedazo del sudario de Nuestro Señor, la curia se encontraba en una situación caótica. Hoy se puede hablar de ello con tranquilidad: el antecesor del cardenal secretario de Estado Paolo Calvi no estaba a la altura del cargo. No supo ver el peligro relacionado con el robo aparentemente inofensivo de ese jirón de tela. Cuando Schlesinger, unos meses después, se presentó en el Vaticano y afirmó que podía aportar pruebas científicas de que Nuestro Señor Jesucristo no había ascendido a los cielos, tampoco se lo tomó en serio, y se negó a hacer caso de sus exigencias. Cierto, Schlesinger era un chantajista; pero ¿qué representan diez millones en vista de las posibles repercusiones? Tal como era de esperar, pronto apareció un interesado que estaba dispuesto a poner sobre la mesa diez millones por el secreto de Schlesinger: un misterioso desconocido, al menos al principio, pero de todas formas, lo bastante astuto para sacarle a la curia todos los años esa cantidad inicial de diez millones a cambio de su silencio. Cuando Su Santidad se enteró, lo primero que hizo fue refugiarse en siete días de plegarias sin interrupción, y durante ese tiempo recibió la iluminación de sustituir al cardenal secretario de Estado por Paolo Calvi, que a su vez me designó a mí como adlátere. Con toda modestia: fui yo quien tuvo entonces la idea de sustituir el sudario, que sin duda se trataba del original en el que había sido enterrado Nuestro Señor, por una falsificación posterior de la Edad Media y encargar un estudio científico al año siguiente. Con el resultado, que llegó a conocerse en todo el mundo en el año 1988, yo esperaba poner fin a toda extorsión de una vez por todas. Sin embargo, me equivoqué.

Gropius guardó silencio; no estaba en situación de comentar nada. Le parecía tan absurdo que el enviado del cardenal secretario de Estado le estuviera revelando ese oscuro secreto que casi empezó a dudar de estar en su sano juicio. Cierto era que la historia de Crucitti encajaba de manera lógica con los descubrimientos que ya había realizado, pero todavía quedaban una buena cantidad de preguntas sin contestar. Sobre todo una: ¿por qué le contaba Crucitti todo aquello?

También el monseñor se quedó callado de repente. Mientras andaba, miraba al frente y movía la mandíbula inferior como si quisiera destrozar las palabras que tenía en la punta de la lengua. Gropius incluso creyó ver perlas de sudor en su nariz, pues el relato de lo sucedido había exaltado mucho al propio Crucitti. Un momento después, dijo:

—Pero ¿qué le estoy contando? ¡Usted ya sabía todo esto!

—De ninguna manera. No estoy tan bien informado como cree. Al menos ahora lo veo todo más claro. Sin embargo, todavía quedan muchas preguntas sin resolver. Por ejemplo, ¿quién es el responsable de las muertes de Schlesinger, De Luca y Sheba Yadin? —Gregor Gropius le dirigió una mirada inquisitiva a Crucitti.

Éste quedó abochornado, pero un instante después ya había recuperado la compostura y respondió con seguridad:

—Que el Señor le perdone sus malos pensamientos. Sospechar que la curia romana ha encargado una serie de asesinatos es absurdo, professore.

—¿Le parece? A fin de cuentas, los tres estaban relacionados con el esclarecimiento del misterio de Jesús de Nazaret. Dicho de otro modo, ahora hay tres personas menos que lo saben.

Professore! —exclamó Crucitti, indignado—. De ser así, de haber estado el Vaticano interesado en deshacerse de todos cuantos lo supieran, usted… Disculpe que le hable con tanta franqueza… Usted sería el primero de la lista, no me habrían encomendado que negociara seriamente con usted.

—¡Mentira, monsignore! Mientras el informe Gólgota esté en mis manos, no me tocarán un pelo. De eso estoy convencido. Seguro que temen que mi asesinato ponga en marcha un mecanismo que acabe desembocando en un gran escándalo.

—¡Professore, no se atreva siquiera a pensar en ello! ¡Sería una catástrofe para un tercio de la humanidad!

—Por eso mismo. Aunque… la idea de meterse en el terreno de la teología es bastante tentadora.

Crucitti dio claras muestras de nerviosismo.

—¡No puede hacer eso! —exclamó, fuera de sí—. ¿Quiere arrebatarles la esperanza a dos mil millones de personas? Piense que todos vivimos únicamente de esperanza. La esperanza de conseguir felicidad, la esperanza de conseguir amor, la esperanza de conseguir riquezas, poder e influencia, la esperanza de alcanzar la vida eterna.

Gropius asintió sin decir nada; después prosiguió:

—Si la curia no es responsable de los asesinatos, ¿quién lo es?

Antes aun de terminar la pregunta, Gropius se había dado cuenta de que una limusina avanzaba tras ellos a una distancia prudencial. Gregor se inquietó. Aquella otra vez, en Berlín, donde había empezado todo, también lo había seguido un vehículo oscuro de camino a su hotel. Sintió un sudor frío en la nuca, el miedo se apoderó de él y le aferró el pecho con una presión férrea.

—Pregúnteselo a la otra parte —oyó decir a Crucitti, que ahora parecía seguro y relajado.

Gropius, confuso, preguntó:

—¿Quiénes son la otra parte?

El sacerdote guardó silencio. Un par de pasos después, dijo:

—Ya le he dicho demasiado. Considere nuestra oferta. Por mucho que le ofrezca la otra parte, nosotros le ofrecemos más. Tenga, mi tarjeta. Puede llamarme a cualquier hora. Laudetur Jesus Christus!

Gropius miró la tarjeta de visita que tenía en la mano.

Crucitti aprovechó ese breve instante para subirse a la limusina negra que esperaba junto a la acera. El coche, un Mercedes moderno, desapareció en dirección al centro de la ciudad.

Cuando regresó al hotel, Francesca lo estaba esperando. Le cogió la mano derecha entre las suyas.

—¡Gregor, gracias a Dios! He intentado localizarte por teléfono. Como no contestabas, me he preocupado. Me ha entrado el pánico y he venido todo lo de prisa que me ha dejado el tráfico.

Francesca ladeó la cabeza, pero Gregor se dio cuenta de que tenía los ojos llorosos. Hasta hacía poco, no la habría creído capaz de una reacción así. Francesca siempre se había mostrado dueña de sí misma y muy segura, en ocasiones incluso superior a él; la había juzgado fría, y —si pensaba en su primer encuentro— una mujer adulta y a la altura de cualquier situación. Sin embargo, desde hacía un tiempo se había dado cuenta de que Francesca era otra cuando estaba con él.

—Si me devuelves la mano… —comentó, sonriendo.

Francesca, que seguía aferrándose a él, lo soltó y dijo:

—Después de todo lo que nos pasó ayer, tienes que entenderlo. Tenía miedo de que te hubiese sucedido algo.

Justo en ese momento, después del preocupante encuentro con el enviado del Vaticano, se sentía muy receptivo al cariño de Francesca, estaba totalmente exhausto. Sin embargo, Gropius no era de los que admitían eso ante una mujer. Por eso se mostró bastante relajado, como si unos momentos antes no hubiese sentido el sudor frío del pánico en la nuca.

—¿Qué dices? Sólo me he encontrado con un compañero de desayuno inesperado y hemos ido a dar un paseo.

Francesca miró a Gregor, expectante. Supuso que el visitante podía estar relacionado con el día anterior, y Gropius le leyó el pensamiento. Negó con la cabeza.

—No lo adivinarías jamás —dijo—. ¡Un enviado de la curia romana! —Gropius le dio la tarjeta de visita de Crucitti.

«Monsignore Antonio Crucitti», decía en letra antigua, y debajo había tres números de teléfono.

—¿Qué quería el monsignore?

—El informe Gólgota.

—¡Vas a tener que explicarme qué es eso de ese informe!

Gropius puso cara de tristeza.

—En realidad, ni yo mismo lo sé muy bien, pero parece que el contenido de ese informe demuestra que Jesús fue enterrado en Jerusalén y que no ascendió a los cielos como afirma la Iglesia. Hasta ahora pensaba, de todos modos, que Schlesinger ya había vendido esos documentos. ¿De dónde procedían, si no, los diez millones de su cuenta secreta? Sea como sea, una cosa es segura: la curia no le compró a Schlesinger su descubrimiento. Crucitti actuaba como si yo tuviera esos documentos. Me ha ofrecido más que la otra parte… Aunque no sé a quién se refería.

—¡Parece que el Vaticano tiene una poderosa competencia!

—No sólo lo parece. Hay una organización, según me ha contado el monsignore con toda franqueza, que le hace chantaje al Vaticano. No ha querido darme más detalles sobre quién es esa gente. A lo mejor la gente de Rodríguez. No lo sé, ya no sé qué tengo que pensar…

Francesca cogió a Gregor de la mano y lo llevó al fondo del vestíbulo. Apartados de los clientes que llegaban y salían, los guías turísticos y los mozos de equipajes que convertían el vestíbulo en una feria, Francesca dijo:

—¿Te acuerdas del texto del e-mail de esa extraña granja?

—¡Por supuesto! —Gropius sacó su bloc de notas del bolsillo de la americana—. Lo he leído más de una vez, y no tengo ninguna duda de que se trata de la orden para el asesinato del hospital clínico de Milán.

—¿No quieres acudir a la policía?

—Por el momento, no. El commissario Artoli no creería en qué circunstancias encontramos la granja. Si he de serte sincero, podría tomárselo a mal. Quizá más adelante.

Francesca asintió. Miró el texto del correo electrónico de la agenda de Gropius.

—Por cierto, he hablado con el padre Roberto. Es un hombre inteligente y en seguida ha sabido que la cita de la Biblia era Mateo cinco, veintinueve. En cuanto a las bendiciones del Todopoderoso desde Barcino, se trata de Barcelona. Barcino es el nombre en latín de la ciudad de Barcelona.

Gropius se quedó de piedra.

—¡Por supuesto! ¡Cómo no se me había ocurrido antes! —exclamó.

Intuía que estaba más cerca que nunca de su objetivo. Ya no cabía la posibilidad de abandonar. A fin de cuentas, tenía la dirección de Rodríguez.

—Te lo veo en la cara —dijo Francesca con picardía—. Quieres ir a Barcelona. ¿Me llevas contigo?

Gregor cogió a Francesca del brazo y la miró largo rato; después, dijo en voz baja:

—Ya sabes lo peligrosa que es esa gente, y no quiero hacerte correr un peligro innecesario. Hoy mismo volaré a Munich, cogeré ropa limpia y mañana me iré a Barcelona en el primer vuelo. Si no has sabido nada de mí dentro de dos días, informa a la policía.

—¿Y el sobre de la caja fuerte del hotel?

—Lo llevaré conmigo. Es posible que su contenido no tenga ningún valor, y que la signora Selvini nos haya endilgado una falsificación, pero nunca se sabe. A lo mejor resulta ser de gran importancia.

Con impetuosidad, como si tuviera miedo de perderlo, Francesca se abrazó a Gregor. Por unos instantes sintieron la calidez del otro. Aunque no lo dejara traslucir, Gropius sabía desde hacía tiempo que regresaría junto a aquella mujer lo antes posible.

—¿Puedo acompañarte al menos hasta el aeropuerto? —preguntó Francesca.

Gropius asintió.