Tras una hora de trayecto con la furgoneta de Francesca llegaron a Zocca, un pueblecito que quedaba apartado en un pequeño valle entre Asti y Alessandria. El camino estaba lleno de curvas, puesto que habían tenido que tomar la carretera nacional. A Zocca no llegaba ninguna autopista.
Como en muchos otros lugares de la región, en Zocca vivían sobre todo ancianos y mujeres cuyos maridos trabajaban en Milán, Turín o Alessandria, y sólo regresaban al pueblo los fines de semana. Un viejo campesino que estaba labrando su pedregosa tierra con un tractor y al que preguntaron por el camino les dijo que Zocca, antiguamente, había llegado a tener dos mil habitantes, tres alberghi y trattorie, dos tiendas de ultramarinos y un cine al aire libre. En la actualidad, ya sólo quedaba un albergo y una trattoria; para comprar, la gente iba en coche hasta los supermercados de Alessandria, y ya hacía más de dos años que en la pantalla de tela del cine al aire libre se había proyectado la última película, «Titanic», en versión reducida. Cuando le preguntaron si conocía a las familias Mattei y Valetta, el hablador campesino de pronto pareció lacónico, se disculpó diciendo que no era de Zocca, y puso en marcha su viejo tractor.
Al final del valle, donde uno ya no esperaba que hubiera ningún asentamiento humano, Zocca aparecía de pronto tras una colina. No era precisamente pintoresco, y se encontraba apretado entre una fila de gigantescos postes de alta tensión. Un coche, y sobre todo un coche extraño, levantaba mucho revuelo. Mientras Francesca aparcaba la furgoneta en la plaza del pueblo, aquí y allá se abrían las persianas cerradas y una mano invisible las cerraba en seguida otra vez. En el adoquinado, ante una trattoria que tenía un cartel de madera encima de la puerta, había un par de sillas de plástico junto a dos mesas redondas, y Gropius y Francesca decidieron tomar allí una cerveza. No tuvieron que esperar mucho a que una simpática mamma vestida de negro y con el pelo oscuro recogido en un tirante moño saliera del local y les tomara nota.
Parecía que la mujer tenía todo el tiempo del mundo, y cuando les sirvió las cervezas, diez minutos después, preguntó con educación qué había llevado a Zocca a los dos visitantes.
Francesca repuso que buscaban a la familia Mattei, y le preguntó si los conocía.
Eso, sin embargo, pareció no gustarle nada a la mujer, puesto que su semblante, afable hasta el momento, se oscureció de pronto, y les preguntó qué querían de los Mattei.
En la mesa de al lado, entretanto, se había sentado un joven que parecía interesado en su conversación. La mujer no le hizo caso alguno.
Le dijeron que querían información sobre un tal Giorgio Mattei que hacía muchos años había sido condenado por asesinato en un tribunal de Turín; que no estaban interesados en el asesinato, pero sí en el robo de la catedral de Turín.
Entonces la mujer se presentó como la mujer de Giorgio Mattei y les dijo que no pensaba decirles ni una sola palabra.
—Tres euros —dijo, señalando las cervezas con el índice, y después desapareció en el interior de la casa a grandes pasos.
El joven de la mesa de al lado sonreía.
Cuando se hubieron terminado la cerveza, Gropius dejó tres euros sobre la mesa, y empezaron a avanzar hacia la furgoneta de Francesca.
—Era de prever —masculló Gropius—. Hemos sido muy inocentes al creer que la mujer de Mattei nos diría quiénes encargaron el robo de la catedral a su marido.
—Al menos valía la pena intentarlo —replicó Francesca.
Se puso a hablar con una niña que se les cruzó en bicicleta y le preguntó por los Valetta.
La niña los envió a un edificio de tres pisos con una herrería o un taller en la planta baja, justo detrás de la plaza del pueblo. Al aproximarse a la casa, ante la cual se apilaban tractores oxidados y partes viejas de coches, se les acercó un hombre con un mono lleno de manchas de grasa.
Francesca preguntó por Bruno Valetta y dijo que era una vieja amiga y que hacía quince años que no lo veía. ¿Seguía viviendo allí?
¿Bruno? El mecánico puso cara de perplejidad y miró a los extraños con los ojos entornados. ¿Bruno? Sí, el hombre respondió que se había marchado hacía unos diez años, a Inglaterra o a Suecia, que él había cogido el taller traspasado de Bruno y que desde entonces no había vuelto a saber de él.
A pesar de que no había entendido todas y cada una de las palabras, Gropius comprendió en seguida que se encontraban ante un muro de silencio y que apenas tenían posibilidad de descubrir nada sobre el sudario.
—¡Vamos! —exclamó con resignación, y se llevó a Francesca de allí.
Puesto que Zocca no era precisamente un lugar en el que uno quisiera pasar sus vacaciones, decidieron regresar a Turín.
En el limpiaparabrisas de la furgoneta de Francesca encontraron una nota.
—¿Qué es eso? —preguntó Gropius con curiosidad.
Francesca leyó:
—«Si están interesados en saber algo sobre Mattei y Valetta, los espero en el puente que cruza el Tanaro».
Gropius miró en derredor. En la plaza del pueblo no se veía a nadie.
—¿Qué tenemos que pensar de esto? —comentó.
—Tanaro —susurró Francesca mientras pensaba—. Sólo puede ser el río que hay más abajo, en el valle. ¡Sí, me acuerdo del puente! Por lo visto, en este pueblucho maldito aún queda alguien que tiene algo que decir. ¡Venga, sube!
Durante el trayecto valle abajo por la estrecha carretera repleta de baches, Gropius expresó sus reservas respecto a si debían acudir a la cita. Sus experiencias lo habían vuelto desconfiado, y ya no creía en el éxito de la misión. Sin embargo, como el puente les quedaba de camino, dio su brazo a torcer.
Cuando se acercaban al punto de encuentro, Francesca reconoció al joven que se había sentado a la mesa de al lado de la trattoria. Había dejado la Vespa apoyada en el antepecho del puente y esperaba con los codos apoyados hacia atrás en la barandilla.
Francesca bajó, mientras que Gropius se quedó en la furgoneta.
—¿Qué quieren de Giorgio Mattei? —preguntó el joven, sin ningún rodeo. Debía de tener unos veinte años, llevaba vaqueros y una cazadora de piel barata, aunque no tenía un aspecto descuidado—. He oído su conversación. A lo mejor puedo ayudarlos.
Francesca miró en derredor con timidez, después le hizo a Gregor una seña para que bajara.
—¿Quién es usted y qué sabe de Giorgio Mattei? —le preguntó al joven.
Gropius había llegado ya junto a ellos.
—Soy Giorgio Mattei —respondió el joven—. El hijo del hombre que les interesa. Me ha parecido mejor que nadie de Zocca sepa que he hablado con ustedes. Verá, es que los Mattei y los Valetta están algo marginados en el pueblo. Mi madre incluso ha recuperado su apellido de soltera para olvidar el pasado.
—¿Y usted?
—Bueno, no quiero decir que esté precisamente orgulloso de llevar el apellido Mattei, pero tampoco voy a negarlo. Nadie puede hacerme responsable de los actos de mi padre. ¿Por qué les interesa mi padre? Cumple cadena perpetua y, por lo que parece, no van a dejarlo nunca en libertad. Sé lo que me digo, estudio derecho.
Francesca y Gropius se miraron con asombro. La situación no carecía de cierta comicidad.
—Ya se imaginará de qué se trata —comentó Francesca—. De todas formas, no es por el asesinato por el que su padre cumple cadena perpetua.
Giorgio sacó el labio inferior hacia afuera y asintió.
—Quieren saber quién le encargó a mi padre cortar un trozo del santo sudario.
—Por eso estamos aquí. ¡Ese asunto es de gran importancia en relación con otro caso! ¿Sabe algo más?
—Hum. —El joven se hizo el reservado—. ¿Y si supiera algo más? —preguntó retóricamente—. Verá, la carrera universitaria es cara, y ya han visto que la trattoria de mi madre no da para mucho. Casi tengo que costearme los estudios yo solo.
—¡Quiere dinero! —le susurró Francesca a Gropius.
Gropius miró al joven y luego repuso:
—Pregúntale si conoce de verdad el nombre del mandante de su padre.
Francesca lo hizo, y el joven asintió.
—Le confesó el nombre a mi madre, y mi madre a mí. Me dijo que, en caso de que algo le sucediera alguna vez, a lo mejor podría sacar dinero de esa información.
—¡Una madre preocupada por los suyos! —comentó Francesca en un arrebato de ironía—. Bueno, ¿cuánto?
—¡Diez mil!
Gropius comprendió lo que pedía el joven Mattei y agarró a Francesca del brazo.
—Vamos, esa cantidad es completamente desorbitada.
Francesca se disculpó con el joven y echó a andar hacia la furgoneta, pero entonces Giorgio exclamó tras ella:
—¡Signora, si le parece mucho, puedo arreglármelas con cinco mil!
Gropius negó con la cabeza.
—¡Nos vamos! —repitió.
—Bueno, dejémoslo en tres o cuatro mil, ¡pero es mi última oferta! —gritó el joven lastimero mientras Francesca ponía en marcha la furgoneta y aceleraba.
Giorgio montó en la Vespa a toda prisa y se colocó junto a la furgoneta en aquella estrecha carretera. Le hizo una señal a Francesca para que bajara el cristal de la ventanilla.
Francesca hizo lo que le pedía, y Mattei gritó:
—¡Signora, estoy dispuesto a negociar! ¿Qué me ofrece?
—Mil —dijo Gropius, dirigiéndose a Francesca—. Ofrécele mil euros y ni un céntimo más. ¡Frena!
Francesca pisó el freno.
—Mil —dijo cuando los dos vehículos se hubieron detenido.
—¡De acuerdo! —repuso Giorgio, riendo como si él mismo no se hubiese tomado en serio lo que pedía en un principio—. ¡Pero no le digan a nadie de dónde han sacado la información!
—¡No! —contestó Francesca—. A nosotros tampoco nos interesa que se sepa.
Mientras Gropius sacaba cinco billetes de doscientos euros de la cartera, Giorgio le puso el caballete a la Vespa y se acercó al vehículo de Francesca.
—Mi padre nos mantenía a todos a flote con alguna que otra estafa —empezó a decir—. Por unos miles de liras hacía casi cualquier cosa. Su dirección empezó a ser conocida en ciertos círculos. En Zocca, por aquel entonces, aún no había teléfono. Un día apareció en casa un hombre y le ofreció a mi padre cinco millones de liras por un favor, tal como él dijo. Cinco millones parece que sea una gran fortuna, pero en realidad no eran más que unos dos mil quinientos euros; aun así, era mucho dinero para un hombre de Zocca. Ya saben a cambio de qué. Es comprensible que mi padre no se negara.
—¿Cómo se llamaba ese hombre? —preguntó Francesca con impaciencia.
—Schlesinger, era alemán, Antonio Schlesinger.
—¿Arno Schlesinger?
—Eso es. ¡Arno Schlesinger!
Francesca y Gropius cruzaron una mirada cómplice.
—Por cierto, ustedes no son los primeros que vienen a preguntarme por mi padre —prosiguió Giorgio—. Poco después del proceso, que por aquel entonces salió en todos los periódicos, porque mi padre, después del robo de la catedral, mató a una mujer por dinero, vinieron unas personas que querían saber si Giorgio Mattei había conservado un trozo del santo sudario. Me ofrecieron mucho dinero, pero, por desgracia… Pusimos toda la casa patas arriba.
—¡Que esto quede entre nosotros! —dijo Francesca, y le dio al joven la cantidad acordada—. ¡Mucha suerte con los estudios!
El viaje de vuelta a Turín transcurrió en silencio. Gropius estaba absorto en sus pensamientos. Si ordenaba todo lo que había llegado a saber sobre Schlesinger, llegaba a la conclusión de que éste no había sido sólo un genial estudioso de la antigüedad, sino también un personaje dudoso que, obsesionado por una idea, lo había apostado todo por alcanzar su objetivo. Según parecía, lo había conseguido. Eso decía su cuenta corriente. Pero no sólo eso. También el hecho de que hubiese tenido que morir de una forma horrible corroboraba que sabía demasiado.
Además, la pregunta de quién habría estado dispuesto a pagarle diez millones a Schlesinger para comprar su silencio y que la resurrección de Jesús de Nazaret no volviera a ser puesta en duda sólo tenía una respuesta: el Vaticano. La Iglesia de Roma disponía de suficiente dinero para hacer callar a un solitario como Schlesinger. No había nada en lo que la Iglesia tuviera más experiencia que en el silencio. En comparación con el material explosivo que contenía el hallazgo de Schlesinger, diez millones eran algo insignificante, calderilla.
En cuanto a Gregor Gropius, hacía ya tiempo que no sólo le importaba su rehabilitación y demostrar que había sido víctima de maquinaciones criminales que quedaban fuera de su responsabilidad; Gropius quería, debía encontrar a quienes manejaban los hilos de todo aquello desde el anonimato. Era una obsesión en toda regla, una compulsión a la que no podía resistirse, igual que la adicción de un asesino sexual a las mujeres con botas de tacón alto.
El sol vespertino de la primavera doraba el delicado paisaje de colinas, y ya habían recorrido la mitad del camino cuando Gropius sintió una necesidad fisiológica.
—¿Podrías parar un momento? —le pidió a Francesca—. La cerveza me causa un efecto devastador. ¡Lo siento!
Francesca se echó a reír.
—Los hombres lo tenéis muy fácil. Sólo por eso me gustaría ser hombre.
—¡No, por favor! —la interrumpió Gregor—. Me daría muchísima pena.
Francesca detuvo la furgoneta en el cruce con un camino rural sin asfaltar y apagó el motor. Gropius desapareció con timidez tras unos matorrales verdes. En las cercanías se oían los trinos de los pájaros y, a lo lejos, un extraño sonido agudo y recurrente, como la llamada de socorro de una ave.
Cuando Gregor regresó, parecía cambiado, y no porque se hubiese aliviado; al contrario, parecía concentrado y tenso. Aguzó el oído en aquel insólito paisaje.
—¿Habías estado alguna vez en esta zona? —preguntó de pronto.
—¡En la vida! ¿Por qué lo preguntas?
—Por preguntar —zanjó Gropius.
Francesca sacudió la cabeza. El cambio de comportamiento de Gregor la hizo sentirse insegura. Vio, desconcertada, cómo Gropius se alejaba de ella por el camino de tierra, se detenía, miraba en todas direcciones y volvía a echar a andar mirando hacia el cielo como un ser de otro planeta.
Cuando se hubo alejado unos cien metros y no contestaba a sus llamadas, Francesca cerró las puertas del coche y corrió hacia él por el abrupto camino.
—¡Gregor! —exclamó al acercarse—. Gregor, ¿quieres explicarme de una vez qué está pasando?
Gropius se volvió. En su rostro se veía que sus pensamientos estaban muy lejos de allí. Casi había miedo en su mirada.
—Por aquí cerca, en algún sitio, me tuvieron retenido —dijo sin ningún énfasis—. Aquella vez que me secuestraron frente al instituto de De Luca. Estaba muerto de miedo, por primera vez en mi vida. ¡Estoy completamente seguro de que era por aquí cerca!
Sin saber muy bien cómo reaccionar ante la situación, Francesca se le acercó y le apoyó las manos sobre los hombros.
—¿Cómo puedes saberlo, Gregor? Dijiste que esa gente te había dejado inconsciente de un golpe y que te habían puesto un saco en la cabeza.
—Y lo hicieron, pero en algún momento volví en mí un instante y oí ese ruido. También lo oí en la sala en la que me tuvieron atado a la silla. ¿Lo oyes?
La voz de Gregor sonaba exaltada, y para enfatizar su pregunta, agarró a Francesca de las muñecas y las apretó con todas sus fuerzas.
Francesca quería gritar de dolor, pero se contuvo porque reparó en lo afectado que estaba Gropius.
Él volvió a escuchar, con la cabeza ladeada, aquel sonido lastimero.
—¡Ven! —dijo de repente, tiró de Francesca y echó a correr.
Corrieron un rato por el camino de tierra, cruzaron un campo recién arado y treparon por una cuesta, siempre siguiendo aquel sonido quejumbroso del que cada vez estaban más cerca, hasta que, agotados y sin aliento, se detuvieron ante un terraplén.
—¡Allí! —exclamó Francesca, boquiabierta, y señaló un enorme agujero en la tierra de al menos cien metros de hondo y quinientos de diámetro: una cantera de considerables proporciones.
En el fondo del hoyo trabajaba una excavadora gigantesca. En su pala desaparecían cargamentos enteros de piedra que sacaba de las paredes de roca y, al dar marcha atrás para trasladar sus toneladas de carga y dejarlas en otro sitio, emitía un aullido de advertencia: ui, ui, ui, ui…
Gropius cogió a Francesca de la mano.
—Recordaré ese sonido toda mi vida —dijo con voz angustiada. Le costó hacerse oír por encima del ruido de la excavadora.
Desde el borde de la cantera, la vista se extendía durante kilómetros. El paisaje kárstico parecía desierto y deshabitado, salvo por una granja antiquísima que, rodeada por maleza de un verde pálido, se entreveía medio oculta en una elevación.
—Creo que ya sé lo que quieres hacer —dijo Francesca.
Gropius asintió sin desviar la dirección de su mirada.
—Es peligroso. ¡Deberías volver a la furgoneta! —dijo.
—¿De verdad crees que voy a dejarte solo? —exclamó ella, indignada—. Deberíamos darnos prisa. Oscurecerá dentro de una hora.
La valentía de Francesca no sorprendió a Gropius, que, sin duda, había esperado esa reacción; sí, la había previsto. Jamás lo habría admitido, pero Gropius tenía miedo. Sólo el recuerdo de su cautiverio en aquella granja solitaria lo hacía estremecerse. Francesca no debía notar que le temblaban las manos; por eso las escondió en los bolsillos.
—¿No tienes miedo? —preguntó Gregor para infundirse valor.
—¿Miedo? Qué va. El miedo es el desencadenante de grandes hazañas. Bueno, ¿a qué estamos esperando?
El descenso hacia el valle fue fatigoso, porque desde el lado en el que se encontraban no había ningún camino, ni siquiera un sendero que llevara hasta la vieja propiedad. Después de caminar veinte minutos, finalmente llegaron a su destino. No habían hablado una sola palabra sobre qué iban a hacer ni qué iban a decirles a los habitantes de la granja. Gropius sólo se sentía impulsado por esa compulsión inexplicable a la que hacía meses que se había abandonado.
La granja consistía en varios edificios y se ocultaba tras grandes matorrales silvestres. Aunque todavía no había florecido, Gropius sintió el penetrante olor de la retama que ya había olido en aquella otra ocasión.
Un muro de piedra desnuda, de no más de dos metros de alto, rodeaba la mansión encantada. Caminaron alrededor de la granja en busca de una entrada y tropezaron con un camino que, bordeado de postes de madera, conducía hasta la elevación. Terminaba ante un portón doble de madera con una pequeña mirilla. Una cadena con un asidero llegaba hasta el interior. Gregor tiró de ella con fuerza y, a cierta distancia, oyó el amortiguado tañido de una campana.
Por una rendija de la puerta, que estaba hecha de rudos tablones avejentados, Gregor pudo ver el patio, en el que había aparcada una limusina negra de modelo antiguo. A lo lejos ladraba un perro; aparte de eso, no había más señales de vida.
Gropius llamó una segunda vez, con más fuerza aún que la primera; pero tampoco obtuvo respuesta. Al final fue Francesca quien tomó la iniciativa, se subió al muro ayudándose sólo de sus músculos y, antes de que Gropius se diera cuenta, ya había desaparecido al otro lado. Allí descorrió el pestillo del portón y lo dejó pasar a él.
Nada se movía. El perro, un pitbull negro parduzco, enseñó los dientes y se abalanzó sobre ellos mientras una larga cadena serpenteaba tras él.
—¡No tengas miedo! —exclamó Francesca—. Se me dan bien los perros.
Alargando el brazo con valentía, se acercó al enfurecido animal y le habló para tranquilizarlo hasta que éste se retiró gimiendo a su caseta.
—¿Dónde has aprendido ese truco? —preguntó Gregor con admiración.
—Crecí rodeada de perros —respondió Francesca—. ¡No hay que tenerles miedo!
Tres edificios se erguían a sendos lados del patio; el del centro estaba relativamente bien conservado, las alas laterales estaban medio desmoronadas. La puerta del ala derecha estaba abierta.
Con un ademán de la cabeza, Gropius le indicó a Francesca que lo siguiera. En la entrada se percibía el aroma enmohecido de doscientos años. Sus pasos resonaban en los desnudos muros de piedra; apenas se veía nada. Por una puerta entreabierta se colaba un delgado rayo de luz. Gropius percibió un leve ruido y se volvió. Francesca tenía una pistola en las manos.
—¿Estás loca? —dijo.
La mujer se llevó el índice de la mano izquierda a los labios. Después susurró:
—¡Nunca se sabe!
En ese momento, Gropius notó una extraña sensación. La mujer armada que tenía a sus espaldas lo excitaba sobremanera.
—¿Hay alguien? —exclamó Francesca en el inquietante silencio.
Al no recibir respuesta, Gregor empujó la puerta.
Ante ellos apareció una sala cuadrada con dos ventanas ciegas. En el centro había una silla tosca. Una bombilla desnuda colgaba del techo. La pintura verde azulada de las paredes estaba desconchada. Aquella visión sacudió a Gropius como una corriente eléctrica.
—Francesca —balbuceó sin aliento—, ésta es la sala en la que me tuvieron atado.
—¿Estás seguro?
—Completamente. La reconozco con todo detalle.
—¡Dios mío! —Francesca sostenía la pistola vertical en el pecho con ambas manos—. ¡Mierda, comprenderás que nos hemos metido en una situación muy peligrosa!
Gropius sintió arcadas. Parecía que su estómago quería volverse del revés. Francesca vio la palidez que se apoderaba de su rostro y sacó a Gropius de allí; afuera, el pitbull volvió a ladrar.
—Si hubiese alguien, ya hace rato que nos habrían encontrado —apuntó Gropius, y miró en todas direcciones—. Quiero saber de qué va todo esto. ¡Y guarda ya esa pistola!
—Como quieras, Gregor —repuso Francesca.
Parecía algo ofendida, pero guardó la pistola bajo su chaqueta. A continuación se dirigieron a la residencia del centro.
Tres escalones de piedra subían hasta un portal que estaba flanqueado por dos columnas que sostenían una pequeña terraza. A izquierda y derecha de la entrada había tres ventanas con barrotes. Se veía que hacía años que nadie usaba los postigos de madera. Sobre la planta baja, de mediana altura, había un primer piso, y el tejado de tejas sin apenas inclinación no se distinguía de ninguna forma de la monotonía de otros tejados de la región.
La entrada estaba cerrada. Para llegar al interior de la casa sólo había una posibilidad: tendrían que subir al primer piso trepando por la terraza, y eso era muy arriesgado. Si los descubrían, habrían caído en una trampa, pues la parte trasera del edificio, sin ventanas, limitaba con el muro que rodeaba la propiedad.
Gropius jamás se habría creído capaz de hacer gala de tanta energía criminal como para arriesgarse a entrar por la fuerza en ningún sitio; pero había acumulado muchísima rabia. Quería saber más de esos tipos que lo habían golpeado con tanta brutalidad y habían amenazado con matarlo. Por eso no dudó ni un instante.
Delante del edificio de la izquierda, una especie de granero con una enorme puerta, había un viejo tonel de vino vacío. Gropius lo hizo rodar hasta una de las ventanas del ala habitada, lo enderezó y se subió encima. Con las manos, se encaramó a la ventana de barrotes y se asomó al interior. Después se volvió y le dijo a Francesca, que contemplaba con asombro el valor y la decisión de Gregor:
—¡Sube, tienes que ver esto!
Francesca obedeció. Sentía curiosidad por saber qué se escondía en el edificio. Habría esperado encontrar muchas cosas en aquella casa misteriosa, pero lo que vio la dejó perpleja. Ante ella tenía una cámara de tortura, un sobrio gabinete con diferentes instrumentos que parecían ideados para infligir dolor: látigos, flagelos con púas, cinturones con espinas para piernas y brazos, y un banco extensible de madera con rodillos en ambos extremos.
—Si mis ojos no me engañan —comentó, sin mirar a Gropius—, aquí torturan a personas. ¿Qué clase de gente es ésta, Gregor? Creía que los tiempos de la Inquisición ya habían pasado.
—Eso creía yo también, pero, como ves, la vida siempre le depara a uno sorpresas.
—¿Por qué precisamente aquí?
—Eso quisiera saber yo —repuso él, y dirigió una mirada de soslayo hacia arriba, hacia la terraza que había sobre el portal de la entrada.
Francesca siguió su mirada.
—¿No querrás…?
—Pues sí. Tengo que descubrir qué sucede aquí.
Y, dicho esto, Gregor saltó del tonel de vino y le tendió los brazos a Francesca.
La puerta del granero sólo estaba entornada. Cuando la abrieron, les golpeó un intenso olor a heno mohoso. Al fondo, cubierto de telarañas, lograron ver un carro derrumbado como los que los campesinos de la zona utilizaban antiguamente para transportar el heno. Encima del carro había una escalera de madera que no inspiraba mucha confianza, pero era la única posibilidad para subir a la terraza.
Entre los dos sacaron la escalera y, mientras Francesca se ocupaba de tranquilizar al perro, Gropius fue quitando las telarañas con las manos. La escalera llegaba justo hasta la terraza, pero Gregor, que fue el primero en atreverse a subir, logró encaramarse al antepecho impulsándose con los brazos. Francesca lo siguió de la misma forma.
Como era de esperar, la puerta de la terraza estaba cerrada por dentro. A través de los cristales entrevieron una antesala de la que salían dos pasillos, uno a cada lado. Gropius le dirigió a Francesca una mirada fugaz, después se colocó de espaldas a la puerta, dobló el brazo derecho y, con un golpe seco y fuerte, hizo añicos el cristal.
—¿Dónde has aprendido eso? —preguntó Francesca con admiración.
Él sonrió con generosidad.
—¡En la escuela de gángsters! —Él mismo se sorprendió ante su impertinencia. Pasó la mano con mucha cautela por el cristal roto y abrió la puerta desde dentro—. ¡Ten cuidado!
Francesca volvió a sacar la pistola y entonces entró en la casa. Sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a la penumbra. En el oscuro pasillo que se abría a mano izquierda había seis puertas, tres a cada lado, y ninguna de las cámaras a las que llevaban se diferenciaba de las demás: una mesa, una silla, una cama, todo de madera tosca, la cama sin colchón ni almohada, sólo con una manta de lana como base.
—Por lo que se ve, aquí no le dan mucha importancia a la comodidad —comentó Francesca entre susurros—. Qué extraño, ¿no te parece?
Gregor se encogió de hombros sin saber qué decir. Ni él mismo sabía qué pensar de aquellas míseras condiciones. El conjunto desprendía un aire ascético. «Los monjes de la Edad Media debieron de vivir así —pensó—, los monjes o los adeptos de alguna religión perversa que consideraba la mortificación y el dolor corporal indispensable para la existencia humana».
Mientras se dirigían hacia el otro lado del edificio, murmuró:
—Tiene que haber gente a quien le guste esto.
—¿Qué? ¿De qué estás hablando, Gregor?
—¡De ascetismo y mortificación!
—¿Quieres decir que los instrumentos de tortura que hemos visto abajo no sirven para infligir dolor a los demás, sino a uno mismo? ¿Crees que nuestros amigos se flagelan a sí mismos?
—No lo sé. El método, en todo caso, no es nuevo, y sigue estando muy extendido. Ya en el Antiguo Testamento, los israelitas llevaban cilicio, un hábito de penitente hecho de áspero pelo de cabra que se llevaba sobre el cuerpo desnudo. En la Edad Media, la Iglesia católica llevó a la perfección esa forma de penitencia. Había órdenes de penitentes cuyos miembros llevaban ropa interior con espinas, o esa especie de ligas.
Francesca soltó una risita.
—¡No me tomes el pelo, Gregor!
—En absoluto. El dolor es uno de los fundamentos de la religión cristiana. Piensa sólo en el purgatorio, donde los culpables expían parte de sus pecados ardiendo. Dios, si es que de verdad hay uno, no puede haber ideado algo tan perverso.
Al otro lado de la escalera de la casa había un comedor, cuya miseria —una mesa y ocho sillas— se asemejaba a la de una sala de espera de una estación de ferrocarril de hace cien años, una cocina con un fogón de hierro y varias alacenas con conservas y provisiones suficientes para sobrevivir al siguiente diluvio. Una de esas alacenas hacía las veces de enfermería, o al menos eso parecía. Sin embargo, cuando Gropius prestó mayor atención al inventario, descubrió algo inquietante: los supuestos instrumentos médicos resultaron ser herramientas de torturadores y verdugos. Un electrocardiógrafo portátil, como los que se utilizan en las ambulancias, estaba provisto de un transformador de alta frecuencia. Gracias a los electrodos que tenía conectados se podía enviar a cualquiera al otro barrio en cuestión de segundos. El stock de jeringuillas y de instrumental quirúrgico en su envoltorio original podría cubrir la demanda mensual de una clínica media, y la provisión de narcóticos, opiáceos y venenos peligrosos bien podía hacer dormir a toda una pequeña ciudad y extinguir toda vida de ella.
¡Clorfenvinfos! El nombre del insecticida atrapó su mirada desde una docena de envases de cien milímetros cúbicos. De pronto le vino todo a la memoria: la muerte de Schlesinger, el papel criminal de Fichte en los trasplantes de órganos, las víctimas mortales de las clínicas alemanas, la muerte de De Luca y la de Sheba, y, no en último lugar, su propio secuestro, en el que lo habían amenazado con ese mismo pesticida. No había duda: era una conspiración. Sin embargo, ¿qué relación había entre los envenenamientos con Clorfenvinfos y la búsqueda de las pruebas de que Jesucristo no había ascendido a los cielos?
Todas las relaciones posibles parecían de lo más contradictorias, absurdas y rebuscadas. Aun así, tenía que existir una mano invisible que manejaba todos los hilos, un ser que actuaba oculto y que pasaba, literalmente, por encima de todos los cadáveres que hiciera falta. ¿Dónde estaba la clave de todo? En momentos como ése, Gropius deseaba no haber iniciado nunca su misión de resolver el caso Schlesinger y habérselo dejado a la policía. Sin embargo, en ese mismo instante, una voz interior le dijo que estaba más cerca que nunca de la solución.
¿Sería aquella granja abandonada, que por lo visto servía de guarida a un par de párrocos pervertidos, la central de mando? Gropius sacudió la cabeza. ¡Impensable! Aunque tal vez encontrara alguna pista, un indicio que lo ayudara a seguir adelante. No pudo evitar pensar en Rodríguez, que en su primer encuentro, en Berlín, le había dicho: «Las probabilidades de que esclarezca las causas son prácticamente nulas».
—¿Con quién hablas, Gregor?
Gropius se sobresaltó.
—¿Yo? —Estaba tan absorto en sus pensamientos que se había puesto a hablar consigo mismo—. Disculpa, estoy intentando poner orden en todo este caos.
—¿Lo consigues?
Gropius no respondió. Estaba demasiado confuso.
Bajaron medio a oscuras la escalera que conducía a la planta baja y allí se encontraron con un despacho desnudo: una sencilla estantería en la pared; frente a ella, una vieja mesa de cocina que servía de escritorio; en la pared contraria, otra mesa que hacía las veces de archivo. Encima de ésta había una máquina de escribir entrada en años, un ordenador y un teléfono con contestador automático que, a juzgar por su diseño, hacía unos veinte años que estaban en servicio.
Lo que diferenciaba ese despacho de cualquier otro era el hecho de que no había archivos, ni informes, ni ninguna clase de documentos. En la estantería de la pared no había libros; sobre el escritorio se veía una única pila bien dispuesta de papel blanco que esperaba con impaciencia que hicieran uso de ella.
Parecía que los habitantes de la casa se habían esforzado por no dejar ninguna pista.
—¿Tú lo entiendes? —preguntó Gropius sin esperar respuesta.
Francesca, entretanto, se acercó al ordenador.
—Creo —dijo, después de haber escrito algo al teclado— que esta cosa aún funciona con vapor.
Siguió con desconfianza un cable que unía el ordenador con la toma del teléfono.
Gropius asintió.
—¡Al menos sus señorías tienen conexión a internet!
Francesca comenzó a teclear en el viejo cacharro como una loca. Al contrario que Gregor, estaba muy familiarizada con aquel aparato infernal. Después observó:
—Si han utilizado el ordenador, habrán dejado pistas tras de sí.
Fascinado, Gropius miró a Francesca utilizar la máquina. Él siempre había tenido la afortunada posibilidad de delegar ese trabajo. La capacidad de escribir un correo electrónico y enviarlo a cualquier dirección del planeta seguía pareciéndole comparable a la teoría de la relatividad de Einstein, algo muy sencillo en cuanto se dominaba.
—¿Quieres decir que existe una posibilidad de ver en la pantalla lo que ha escrito esta gente? —preguntó Gregor con prudencia—. A juzgar por el orden que hay en esta habitación, seguramente habrán tenido el mismo cuidado de no dejar pistas en internet.
Francesca no dejó que la entretuviera, siguió trabajando y respondió sin levantar la mirada:
—Professore, será mejor que se concentre en su trabajo de cirujano. Está claro que carece de toda comprensión de los medios electrónicos. Sólo hay un problema… Pero también tiene solución, si me das suficiente tiempo.
—¿Qué problema es ése?
Francesca estaba demasiado inmersa en su trabajo para contestar a la pregunta de Gregor. De pronto se detuvo.
—Sólo hay un problema —repitió—. Necesito una contraseña para poder entrar en la cuenta y abrir los e-mails, al menos tres letras, diez como máximo.
—¿Tres letras? —Gropius no lo pensó mucho—: IND.
—¿IND?
Francesca introdujo la serie de tres letras, más por hacerle un favor a Gropius que por convencimiento de que tuviera razón. Un instante después, soltó un leve grito. Miró a Gregor y volvió a fijar sus ojos en la pantalla.
—¿Qué pasa, Francesca?
Ella lo miraba con incredulidad.
—¿Cómo sabías la contraseña de esta gente?
No sabía por qué, pero lo primero que pensó fue: «Gropius lleva un doble juego y colabora con los gángsters». E introdujo instintivamente la mano en la chaqueta, donde llevaba la pistola.
Gropius reparó en su recelo y, también con suspicacia, preguntó:
—¿Quieres decir que el código es correcto?
—Sí, eso mismo —repuso Francesca, alzando la voz—. Al menos el ordenador me ha dado acceso a todos los e-mails recibidos y enviados en los últimos diez días.
—Cuando has dicho que se necesitaba una contraseña de entre tres y diez letras, he recordado espontáneamente esa misteriosa abreviación con la que me he tropezado varias veces en el transcurso de mis investigaciones. En Munich, esa gente pagó incluso la cuenta de un hotel con una tarjeta de crédito de una empresa a nombre de IND.
La explicación de Gregor le pareció a Francesca harto rebuscada; en todo caso, no bastó para eliminar del todo su desconfianza. Sólo había dos posibilidades: o Gropius decía la verdad, o se había delatado por descuido y, entonces, era un magnífico actor, pero también un idiota. En realidad no creía que fuese ninguna de esas dos cosas.
Francesca no tuvo el valor suficiente para seguir preguntando, simplemente hizo clic en «Último correo recibido». En cuestión de segundos apareció un corto párrafo escrito en italiano. Gropius arrugó la frente.
—¿Qué quiere decir?
—¡El correo es de hace cuatro días!
Francesca iba señalando las líneas con el índice:
Bendiciones del Todopoderoso desde Barcino. Siguiente objetivo de nuestra acción: Milán. Según el procedimiento habitual. Esperamos comunicación de ejecución. Mejor es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. IND.
Francesca y Gropius se miraron largo rato en silencio. Al final, ella dijo:
—¿Qué significa eso? Suena todo muy sagrado.
—¿Sagrado? —Gropius sonrió con timidez—. ¡Más bien diabólico! Si no me equivoco, se trata de otro encargo de asesinato en un trasplante.
Mientras Gropius copiaba el texto en su agenda, el pitbull del patio comenzó a ladrar. Francesca se acercó a la ventana. El crepúsculo había caído sobre la granja, y el perro tiraba de su cadena con una fuerza increíble. Cuando su mirada recayó en el camino que se perdía en la penumbra, valle abajo, vio los faros de un coche que subía por la colina.
—Viene un coche. ¡Tenemos que salir de aquí! —gritó a media voz.
Apagó el ordenador, y ambos se apresuraron al piso de arriba, por donde salieron de la casa de la misma forma en que habían entrado.
La inminente oscuridad les fue de gran ayuda en su huida. Desde una distancia segura, vieron cómo cuatro hombres bajaban de una limusina y desaparecían por la puerta de la granja. Después, Gropius y Francesca regresaron por el mismo camino, a campo traviesa, hasta el lugar en el que habían dejado la furgoneta. Apenas hablaron y, si dijeron algo, fue intrascendente.
Exhaustos y sucios, porque habían tropezado numerosas veces, llegaron por fin al vehículo tras una hora de marcha en la oscuridad. Durante el viaje de regreso a Turín, Gropius sacó su bloc de notas. Con la lucecilla interior encendida, volvió a leer el texto del correo electrónico. Su mirada recayó entonces de nuevo sobre los conos de luz que los faros del coche proyectaban sobre la carretera y que bailaban con inseguridad, como luciérnagas en una tibia noche de junio. De la radio salía música de discoteca, interrumpida por algunos anuncios. Cada uno estaba absorto en sus pensamientos. A Francesca no le entraba en la cabeza que Gropius se hubiera sacado la contraseña como de la chistera de un mago. Gregor intentaba encontrar, una vez más, la relación entre los asesinatos y los restos genéticos de Jesús de Nazaret.
Ya se veían a lo lejos las luces de Turín cuando Francesca preguntó de repente:
—Si no me equivoco, esa asombrosa frase del cuerpo que acabará en el infierno está sacada del Evangelio de San Mateo.
Gropius apartó la mirada de la carretera y espió a Francesca de soslayo.
—¿Cómo sabes tú eso?
Ella se echó a reír.
—Los italianos somos muy versados en la Biblia. El truco es haberle concedido asilo al representante del Todopoderoso. Frases notables como ésa se le quedan a una grabadas en la memoria. Pero, si quieres, puedo llamar a don Roberto. Se sabe de memoria los cuatro evangelios.
—Me interesaría más saber de dónde venían las bendiciones del Todopoderoso, es decir, quién envió ese correo electrónico. Barcino parece una ciudad italiana.
Francesca negó con la cabeza.
—¡No lo había oído nunca!
Gropius iba a decir algo, pero Francesca lo hizo callar con la mano, y subió el volumen de la radio, donde estaban dando las noticias de la noche.
Gregor no entendió la información que transmitía el locutor, pero Francesca se quedó pálida. Apenas hubo terminado la noticia, apagó la radio.
—En el hospital clínico de Milán —empezó a decir con la voz entrecortada—, un paciente ha sido asesinado durante un trasplante. Supuestamente con una inyección venenosa. La policía sospecha que el criminal es alguien del personal de la clínica y ha ordenado la creación de una comisión especial.
Ya habían llegado a la entrada de la ciudad, y la carretera estaba muy iluminada. Las farolas que bordeaban el asfalto arrojaban a intervalos irregulares un cono de luz resplandeciente que se metía en el vehículo. Gropius aún sostenía su bloc de notas abierto entre las manos. Cuando agachó la cabeza, un rayo de luz cayó sobre lo que había escrito: «Siguiente objetivo de nuestra acción: Milán». Le costaba respirar.