Con la completa certeza de estar sobre la pista del golpe maestro de Schlesinger, Gropius había pasado la noche muy intranquilo en Le Meridien. El teléfono lo despertó poco antes de las ocho. Gregor creyó que sólo podía ser Francesca. Sólo ella sabía dónde se encontraba, así que cogió el auricular medio dormido.
—¡Han asesinado a Sheba Yadin! —exclamó Francesca al otro lado de la línea. Su voz sonaba imperiosa y muy exaltada.
—¿Qué estás diciendo? —El profesor se enderezó y apretó más el auricular contra la oreja—. ¿Sheba?
—¡La han asesinado! Han encontrado su cadáver en el instituto del professore De Luca. Tengo una sensación espantosa, mierda, ayer mismo estuve andando por ahí haciéndome pasar por Sheba. ¿Oye? ¿Sigues ahí?
Gregor miraba al frente, a la habitación oscura. Las cortinas seguían corridas. Olía, como en todas las habitaciones de hotel del mundo, a aire acondicionado, a aspiradora y a humedad del cuarto de baño, y, como en todos los pasillos de hotel del mundo por las mañanas, fuera se percibía una actividad semejante a la de una estación: carritos portaequipajes, servicio de habitaciones, voces apremiantes, las conversaciones de las camareras. No, no era un sueño. ¡Era la realidad!
—Sí —repuso, vacilante—. Disculpa, aún tengo que asimilarlo. ¿Ya se sabe qué ha ocurrido?
—Han arrestado a la signora Selvini, pero ella lo niega todo. Hoy la llevarán ante el juez de instrucción.
—¿La crees capaz de asesinar a alguien? Quiero decir que tú, al menos, hablaste un rato con ella.
Francesca respiró hondo.
—Qué quieres que te diga, Gregor. La signora Selvini es una bruja. Las brujas son perversas, pero no matan a nadie, y menos aún de una forma tan profesional.
—¿Qué quieres decir con eso de profesional?
—Los periódicos dicen que Sheba murió a causa de una inyección de Clorfenvinfos.
—¿Clorfenvinfos? ¡Dios mío!
—Por lo visto, Sheba Yadin sabía demasiado y tenía que morir. Es asombroso que yo aún esté viva.
—Creo que esa vieja arpía de Selvini está con la organización. Conocía el valor de los análisis del material y seguramente nos vendió una falsificación. Seguramente el material que tenemos en la caja fuerte son retazos sin valor.
—¿De verdad crees eso?
Gregor suspiró con resignación.
—Parece que no todo ha sido en balde. Nos estamos enfrentando a una organización que sobrepasa mi capacidad de imaginación. Tú, yo, todos los que nos interponemos aunque sea un poco en sus intereses debemos de estar continuamente vigilados, y a esos caballeros les divierte que un ingenuo profesor que no piensa más que en la ética y en la moral emprenda la ridícula tarea de engañarlos. Empiezo a preguntarme para qué hago todo esto. ¿Para qué?
Francesca sintió que Gregor necesitaba consuelo con urgencia. Por eso, en contra de lo que pensaba, respondió:
—Ahora no puedes rendirte. Ya estás muy cerca de la resolución del caso, de tu caso. Esto te concierne a ti, concierne a tu vida. Si me dejas, yo estaré a tu lado para todo lo que pueda. ¡Te quiero!
Gropius, que no se encontraba en situación de racionalizar las cosas, no asimiló aquella inesperada declaración de amor hasta reorganizar sus sentimientos. Por otra parte, en su estado de resignación y debilidad, no era precisamente insensible al cariño de otra persona.
—Mejor hablamos de eso en otro momento —repuso, sin mostrar ningún tipo de rechazo—. Por favor, entiéndeme.
—Disculpa, no quería decir eso. ¡Se me ha escapado! —El repentino arrebato emocional había sorprendido incluso a la propia Francesca. Tras pensar unos instantes, dijo—: El periódico dice que, antes de morir, Sheba Yadin dejó una señal que podría ser una pista sobre sus asesinos. Dibujó tres letras con el dedo sobre la mesa en la que la colocaron: IND. ¿Qué querrá decir?
¿IND? La abreviatura le resultaba familiar a Gropius. ¿IND? ¿No era ése el nombre de la empresa de la tarjeta de crédito con la que se había pagado la cuenta del hotel de Rodríguez, en Munich? ¡Sí, por supuesto! Entonces lo recordó. ¡Rodríguez!
—Tienes razón, Francesca —repuso Gregor—. Nunca hay que rendirse. Tal vez estoy más cerca de lo que pensaba de la resolución de mi caso. En cuanto a lo otro… Me gustaría hablar de ello en otra ocasión.
Bajo la ducha, Gropius se mojaba la cara con agua alternativamente fría y caliente, como si quisiera poner en movimiento el flujo de pensamiento de su cerebro. No dejaba de pensar en la declaración de amor de Francesca. Por otro lado, no obstante, también Felicia Schlesinger ocupaba aún un lugar en su mente.
Con la piel mojada y una toalla alrededor de la cintura, Gregor descorrió las cortinas de su habitación. La lechosa bruma matutina prometía un día soleado. Fue hasta el teléfono y marcó el número de Felicia.
La mujer contestó con sequedad y, más por educación que por cualquier otra cosa, preguntó:
—¿Dónde estás?
—En Turín. ¡He vuelto de Israel y tengo novedades importantes!
—Vaya. —Su respuesta carecía de toda emoción—. Si se trata de nuevos descubrimientos sobre el pasado de Schlesinger, mi interés es limitado. ¡Ya te lo dije!
Gropius sintió un muro invisible entre ambos. La frialdad con que lo trataba Felicia desde hacía algún tiempo lo hacía dudar de que alguna vez hubieran estado mínimamente unidos. Cierto, se habían acostado juntos, y Gregor tenía muy buenos recuerdos en ese sentido; pero el sexo y el amor son dos cosas diferentes y, al contrario que el sexo, el amor a menudo suele quedarse sólo en proyecto. Tal vez habían planificado demasiado ese amor porque en su situación había sido muy oportuno, tal vez habría sido mejor dejarse llevar por el azar de los sentimientos que por una idea.
—Ha sucedido algo horrible —dijo Gregor, cambiando de tema—. Sheba Yadin ha sido asesinada, aquí, en Turín.
Durante un rato se impuso un silencio al otro lado de la línea, después oyó que Felicia decía:
—¿Supongo que no estarás esperando que rompa a llorar?
—Claro que no. Sólo quería que lo supieras.
—¿Asesinada? —Parecía que Felicia iba comprendiendo la trascendencia de la noticia—. ¿Ya han encontrado al asesino?
—No, pero lo que es aún más terrible es que Sheba Yadin ha muerto a causa del mismo veneno que tu marido, una inyección de Clorfenvinfos.
—¿Qué ha dicho la policía?
—De momento, nada. Por ahora, la policía no sabe absolutamente nada de ninguna relación entre la muerte de Sheba y la de los pacientes de los trasplantes.
—Deberías informarlos.
—Sí. A lo mejor tienes razón. A propósito, tengo una pregunta: ¿te acuerdas de si Arno Schlesinger mencionó alguna vez la abreviatura «IND»?
—¿IND? ¿Qué significa?
—Eso me gustaría saber a mí. Sheba Yadin garabateó esas tres letras en una mesa. Seguramente es una pista sobre sus asesinos.
—¡Sí, por supuesto! ¡IND! En la incineración de Schlesinger entregaron un arreglo floral con una cinta. Decía: «REQUIESCAT IN PACE. IND». Descanse en paz. Entonces me pregunté dos cosas: quién sabía de la incineración y qué significaba esa misteriosa abreviatura.
—¡No lo habías mencionado nunca!
—¡Para qué! ¿Acaso podía sospechar que ese detalle inofensivo tendría algún significado? Lo único que quería era borrar de mi memoria las misteriosas circunstancias de la muerte de Schlesinger. Se trataba de olvidar a Arno. ¿Por qué me lo preguntas ahora, para empezar?
—¡Perdona, pero todo apunta a que Sheba Yadin y Arno Schlesinger han sido asesinados por la misma organización!
—Vaya sorpresa; por lo visto, Arno le reveló a esa guaira el secreto que le reportó los diez millones. Después de todo, pasaba la mayor parte del tiempo con ella.
Felicia se sentía muy herida en su orgullo. Se notaba en cada una de sus palabras. Odiaba a ese Schlesinger que le había mentido tan descaradamente en sus cuatro años de matrimonio. Gropius tuvo incluso la sensación de que en ese momento odiaba a todo el mundo. Un sentimiento en el que Felicia amenazaba con perderse.
—Comprendo tu acritud —dijo Gropius—, pero tienes que intentar sobreponerte. Schlesinger está muerto, tú vives. Al menos te ha dejado una cantidad de dinero que te permitirá llevar una vida sin preocupaciones.
Como si las palabras de Gropius le hubiesen pasado por alto, Felicia preguntó sin ambages:
—Y esa italiana, Francesca, ¿está contigo?
—No —le aseguró Gropius—. ¡Puedes creerme! —De pronto se vio inmerso en la absurda situación de tener que justificarse; por eso, a disgusto, añadió—: En cualquier caso, no tendría que pedirte permiso, ¿no?
—Sí, tienes razón —repuso Felicia.
La conversación terminó de forma abrupta.
El asesinato de Sheba Yadin llegó a los titulares internacionales. Sobre todo aquella misteriosa abreviatura, IND, que Sheba había garabateado en su agonía sobre la mesa del laboratorio, dio pie a disparatadas especulaciones. El Servicio Federal de Información, que con sus costosos métodos de desciframiento seguía sin resolver el problema, se vio desafiado de nuevo.
Wolf Ingram, el director de la comisión especial que llevaba meses dando palos de ciego sin llegar a ningún resultado concreto, aprovechó la oportunidad y pasó a la ofensiva. En una entrevista con el periódico italiano Stampa Sera, Ingram hizo pública la posible relación entre el asesinato de la arqueóloga israelí y el del paciente alemán del trasplante. Carnaza para la prensa sensacionalista de toda Europa.
Un día después de su arresto, la señora Selvini fue puesta en libertad. Su abogado pudo demostrar una firme coartada corroborada por dos testigos para la supuesta hora del asesinato y depositó una fianza de veinte mil euros.
Gropius, en cambio, recibió en el hotel una llamada del comisario Artoli. Artoli no hablaba alemán, pero sí muy buen inglés, e insistió en que Gropius no saliera del hotel hasta que se encontraran. Tenía que prestar declaración en el caso del asesinato de Sheba Yadin. Gropius no presentía nada bueno. ¿De dónde había sacado Artoli su nombre y cómo sabía que se hospedaba en Le Meridien Lingotto?
Contra todo lo esperado, Artoli no le cayó antipático a Gropius. Tenía muy buenos modales y empezó su interrogatorio, que tuvo lugar en un tranquilo rincón del vestíbulo del hotel, con las siguientes palabras:
—Señor mío, siento tener que interrumpir su estancia en Turín con un asunto tan desagradable.
Gropius hizo un ademán involuntario con la mano.
—Por favor, no se moleste, commissario, sé de qué se trata. ¿Qué quiere saber de mí?
—Está bien. —Artoli daba la impresión de tener todo el tiempo del mundo, como si estuviera por encima de todas las cosas; sin embargo, la serenidad que irradiaba resultaba casi provocadora—. Professore —empezó a decir con una sonrisa—, ha sacado usted veinte mil euros del banco American Express de Turín. ¿Podría explicarme qué ha hecho con el dinero?
Gropius no esperaba en absoluto esa pregunta, que lo dejó totalmente descolocado.
—¿Veinte mil? ¿Cómo sabe eso? —repuso, a disgusto.
Artoli se encogió de hombros. Puesto que Gropius tardaba en contestar, explicó:
—La signora del mostrador recordó la transacción al leer en el periódico que tanto la fallecida como la signora Selvini llevaban esa cantidad encima.
Gropius se sintió acorralado. ¿Cómo debía reaccionar? ¡No podía decir la verdad! La verdad era tan absurda que sólo conseguiría atraer más sospechas hacia sí. No, guardaría silencio. Nadie podía obligarlo a dar cuentas del paradero de su dinero.
—Veinte mil euros es mucho dinero, al menos para un humilde commissario. Pero tampoco un professore va por ahí de paseo o a comprar con esa cantidad en el bolsillo. Así pues, ¿dónde está el dinero, professore?
—¡No estoy obligado a darle explicaciones! —espetó Gropius, incómodo—. Ese dinero lo he ganado honradamente, pago mis impuestos en Alemania, y nadie puede impedirme que lo gaste en Italia.
—En eso tiene toda la razón, professore. Sin embargo, una explicación por su parte podría ayudarnos en este caso de asesinato.
—¿Qué quiere decir con eso de ayudarnos? ¿Se refiere a acusarme del asesinato de Sheba Yadin?
—¿Conocía a la fallecida?
—No.
—¿Está seguro?
—Sí.
—Qué curioso. Es una insólita casualidad. Los dos volaron de Tel Aviv a Roma en el mismo avión, y después hizo transbordo a otro avión para venir a Turín, y ¿quién iba también en él? Sheba Yadin. Dos días después, Sheba Yadin está muerta. La vida escribe historias verdaderamente increíbles. ¿No le parece?
—¿Cómo sabe todo eso? —Gropius parecía irritado.
El comisario puso su sonrisa de superioridad y contestó:
—A los policías italianos nos pagan muy mal, pero eso no quiere decir que seamos más necios que otros. —Se sacó del bolsillo un papel doblado y lo desplegó ante Gropius—. ¡Un fax de la Oficina Bávara de Investigación Criminal! Aquí dice que en estos momentos está usted cesado porque un paciente murió en su clínica tras un trasplante de hígado a causa de una inyección de Clorfenvinfos. Sheba Yadin acaba de morir también por una inyección de Clorfenvinfos. Una locura, ¿verdad?
Gropius sintió que la sangre le latía en las sienes. Ya creía que había dejado atrás todo aquello y, de pronto, aquel pérfido juego empezaba otra vez. Desesperado, se pasó la mano por los ojos.
—Sí, admito que parece una locura, incluso más que una locura. Sin embargo, no tengo nada que ver con esa muerte. Al contrario.
—¿Al contrario? Professore, ¿cómo debo interpretar eso?
—¡Yo iba detrás de Sheba Yadin para aclarar ese asesinato de mi clínica!
—¿Creía que Sheba Yadin era la asesina?
—¡No, pero creía que me conduciría hacia la pista correcta! Sheba Yadin tenía contactos con la mafia, o con una organización secreta.
La mirada de superioridad del comisario enfureció a Gregor Gropius. Artoli demostraba con toda claridad que no lo creía. En una fracción de segundo, a Gropius se le acabó todo resto de aplomo. Se levantó de un salto, pasó por encima de un sillón y corrió en dirección a la salida del hotel, donde dos carabinieri le cortaron el paso y lo retuvieron hasta que llegó Artoli.
Éste sacudía la cabeza a medida que iba acercándose a Gropius.
—Pero, bueno, professore, ¿por qué habría de huir si no tiene ninguna culpa? —dijo con su característica serenidad—. No, no ha sido buena idea. De momento, voy a arrestarlo. Es sospechoso de asesinato. Es libre de buscarse un abogado y puede negarse a hacer declaraciones.
Gropius oyó las palabras de Artoli como desde lejos. Cuando el comisario le pidió que fuera a su habitación acompañado de los dos carabinieri y cogiera una maleta con lo imprescindible, obedeció la orden como en trance. Más tarde no recordaría muy bien cómo había subido a la habitación ni cómo había regresado al vestíbulo del hotel. Su único recuerdo fue Pierre Contenau, con quien se encontró de frente cuando salió del ascensor flanqueado por los dos policías. En un primer momento dudó de que aquel hombre fuera verdaderamente Contenau, pero luego vio su repugnante sonrisa y no le quedó ninguna duda al respecto.
El cardenal secretario de Estado Paolo Calvi entrelazó las manos a la espalda y miró hacia la plaza de San Pedro por la alta ventana. Estaba a suficiente distancia para que no se lo viera desde la plaza: un cardenal que era fumador empedernido, con un Gauloises en la comisura de los labios, no daba muy buena impresión. La adicción de Calvi había acabado provocándole una úlcera gástrica abierta que había dejado claras huellas en su rostro. Unas profundas arrugas alrededor de los ojos y la boca hacían que aquel purpurado de sesenta años aparentase ochenta. El sol lanzaba intensos rayos de luz al interior de la habitación llena de humo, una sala con las paredes revestidas de tela roja y mobiliario de museo, situada justo debajo de los aposentos del papa.
Paolo Calvi estaba considerado como el auténtico hombre fuerte tras los muros del Vaticano, en la medida en que se puede hablar aún de fuerza en relación con el Estado pontificio. Como cardenal secretario de Estado, se había labrado en la Iglesia una base de poder que incluso sus amigos temían. Él determinaba las pautas de la política vaticana, y sus subordinados, tapándose la boca con la mano, susurraban que padecía de despotismo, un fenómeno propio de muchos clérigos que habían ascendido en la jerarquía de la Iglesia desde entornos humildes, casi siempre campesinos.
Desde el fondo de la sala, monseñor Antonio Crucitti se acercó por la atmósfera ahumada y disipó con la mano el humo que tenía ante la cara mientras el cardenal secretario de Estado le daba la espalda.
—Laudetur, eminenza! —exclamó el monseñor para hacerse oír sobre aquella alfombra que se tragaba todo ruido. Para asegurarse, repitió—: Laudetur, eminenza! —Lo cual, traducido literalmente, querría decir algo así como: «¡Alabado sea Jesucristo, eminencia!», pero en el Vaticano nadie de los que utilizaban esa fórmula de saludo pensaba en ello.
Calvi, aún con el Gauloises entre los labios, se volvió, tosió artificiosamente, lo que amenazó con tirar al suelo el cigarrillo en cualquier momento, y empezó a hablar sin rodeos mientras se acercaba despacio a Crucitti:
—Lo he hecho llamar, monseñor…
Crucitti, con su alta estatura, se alzaba como un campanario ante el cardenal, que era más bien bajo, de modo que éste tuvo que echar la cabeza hacia atrás. Sin embargo, igual que en una casa del Señor en la que el campanario sólo desempeña un papel modesto, mientras que en la nave de la iglesia, aparentemente humilde, es donde tienen lugar los verdaderos acontecimientos, también allí el cardenal Calvi, bajo y robusto, era quien mandaba.
—Ya lo sé —lo interrumpió Crucitti, e hizo un ademán con la cabeza en dirección al escritorio, sobre el que estaban los periódicos más importantes del día—. Una historia muy tonta. Ese hombre aún podría habernos sido de gran utilidad.
—¿Cómo que podría habernos sido…? ¡Ese hombre aún nos será de gran utilidad! —exclamó Calvi con su voz aguda, y su cráneo casi rasurado adoptó un color oscuro.
—¡Pero si lo han arrestado! —Crucitti dio un paso atrás—. ¡El Messaggero ha publicado que el professore alemán es sospechoso de asesinato!
—¿Hay pruebas de algo? ¿No se puede hacer algo por ese…? ¿Cómo se llama?
—¡Gropius!
—¿Puede creer alguien que ese Gropius es capaz de cometer un asesinato?
El monseñor Crucitti, clérigo de vocación tardía, como solía decirse, al que se le atribuía un pasado oscuro aunque nadie sabía decir exactamente en qué consistía, era el responsable de seguridad, espionaje y lucha contra el terrorismo dentro del Vaticano. Crucitti respondió:
—No tengo ni idea. En cualquier caso, es una historia muy misteriosa.
—¡Otra vez una historia misteriosa! Monseñor, su cometido consiste en evitar que sucedan estas cosas. ¿Por qué no advirtió al professore De Luca? Ahora podría seguir con vida y sernos útil. ¡No podemos responsabilizar a la mafia de todo!
—Eminenza, sabe usted bien que De Luca se buscó su propia muerte. La codicia fue su perdición. Como si no le hubiésemos dado suficiente dinero para ganarnos su discreción… «Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno o amará al otro, o estimará al uno y menospreciará al otro. ¡No podéis servir a Dios y a las riquezas!», dice el Evangelio de San Mateo seis, veinticuatro.
—¡Conque eso dice el señor evangelista!
—Sin duda, eminenza. En todo caso, De Luca aún seguiría con vida si las riquezas no lo hubieran inducido a ofender a Dios y a la Iglesia.
El cardenal secretario de Estado Calvi dio una calada nerviosa a su Gauloises y dejó escapar el humo por la comisura de los labios mientras mascullaba:
—Habla como un párroco de pueblo de los Abruzos.
Crucitti se puso rojo de ira, una virtud muy poco cristiana, por lo que el monseñor se esforzó cuanto pudo por reprimir sus emociones.
—Haría mejor en ocuparse de que ese tal Gropius no se vaya de la lengua. Eso no puede suceder de ninguna de las maneras. ¿Me ha entendido bien, monseñor? —A Calvi se le crispó la voz.
—¡El professore está en prisión preventiva, eminenza! ¿Qué debo hacer?
—¿Que qué debe hacer? —exclamó el cardenal secretario de Estado, fuera de sí. El cigarrillo se le cayó de la boca y le dejó un rastro de ceniza en la sotana—. Debe sacar de la cárcel a Gropius. Bajo ningún concepto debe ser sometido a un interrogatorio. Contrate al mejor avvocato del país. Llame al dottore Pasquale Felici. No sólo es el mejor abogado, además es el que cuenta con mejores contactos en la justicia. Déjele claro que para nosotros es de vital importancia que ese professore Gropius quede en libertad, pero guárdese mucho de contarle toda la verdad. ¿Puedo confiar en usted, monseñor?
Crucitti entrelazó las manos como si rezara y agachó la cabeza como cuando se está frente a un altar, un gesto que conmovió al cardenal secretario de Estado, y, al tiempo que hacía una reverencia, repuso:
—Eminenza, haré cuanto esté en mi mano. ¡Y en manos del Todopoderoso! —Luego recogió la colilla de la alfombra con sus delicados dedos.
Al cardenal secretario de Estado se le demudó el rostro, de modo que se le marcaron más aún las arrugas, y encendió otro cigarrillo.
—Ya nos hemos entendido —comentó, entre toses, obedeciendo menos a una obligación que a decenios de costumbre—. Invéntese cualquier historia. Diga que el professore alemán se ha comprometido a cuidar de la salud de Su Santidad. Sin embargo, no haga la menor insinuación sobre por qué nos interesa que Gropius quede en libertad. Y… dígale al avvocato Felici que exigimos absoluta discreción.
—Absoluta discreción —repitió monseñor Crucitti—, por supuesto.
—Además —el cardenal Calvi apuntó con el índice hacia el techo—, sería bueno que allí arriba no se enterasen de este asunto. Ya conoce la verborrea de Su Santidad con los diplomáticos extranjeros.
—Comprendo, eminenza. Actuaremos con la mayor discreción posible. Laudetur, eminenza, laudetur.
Alrededor de las diez de la mañana siguiente —también podrían ser las once, ya que en la cárcel se pierde el sentido del tiempo—, un guardia llevó a Gropius a una sala de reuniones sin ventanas que recibía algo de luz del día a través de una hilera de ladrillos de cristal que se encontraba a un palmo por debajo del techo. El suelo era de baldosas grises, las paredes estaban pintadas de blanco y desnudas. En el centro de la sala había una mesa de tubos de acero en cuyos frentes había dos sillas del mismo material. En la puerta, que tenía una ventanilla redonda de cristal y estaba justo frente a las puertas por las que había entrado Gropius, apareció, apenas éste se hubo sentado en una de las sillas, un hombre vestido con un elegante traje cruzado de color antracita, con el pelo oscuro engominado y peinado hacia atrás. En la mano llevaba un maletín negro con herrajes de latón bruñido.
Gropius, asombrado, grabó en su memoria cada uno de los detalles del encuentro, porque al principio no tenía la menor idea de qué estaba ocurriendo allí.
—Soy el dottore Pasquale Felici, soy avvocato, y me han encargado que lo saque de aquí —empezó diciendo el elegante caballero en un fluido alemán, y le tendió la mano a Gropius.
Tenía un rostro rígido, casi como una máscara, y esa cualidad quedaba realzada por las gafas rectangulares de concha negra que enmarcaban sus ojos hundidos.
—¡Gropius! —repuso el profesor a esa presentación—. ¡Gregor Gropius! ¿Puedo preguntar por encargo de quién me representa, dottore?
—Por supuesto que puede —replicó el avvocato con mucha profesionalidad mientras abría el maletín y sacaba un bloc de notas—. Pero, por favor, no espere que le responda. ¿Quiere salir de aquí o no?
—Sí, por supuesto. Sólo me interesa… ¿Lo envía Francesca?
—Hum. —Felici puso mala cara—. A las cuatro de la tarde tenemos una vista con el juez sobre el mantenimiento de la prisión preventiva. A las cuatro y media estará libre, siempre que deje que sea yo quien haga las preguntas. Puede confiar en mí.
«¿Por qué no? —pensó Gropius—. Un hombre que te saca de la cárcel no puede ser mala persona. ¿Por qué habría de desconfiar?».
—Bueno, empecemos por el principio —oyó que decía Felici—. ¿Asesinó usted a Sheba Yadin?
—¡Por el amor de Dios, no! —exclamó Gropius, muy exaltado.
El abogado mantuvo la calma.
—¿Dónde estaba a la hora de los hechos, es decir, anteayer entre las tres y las cinco de la tarde? ¿Tiene testigos?
—Estaba con la signora Francesca Colella en un café del Corso Belgio. Después fuimos a pie en dirección al centro de la ciudad.
—Bien, muy bien. ¿Quién es esa tal Francesca Colella? ¿Dónde vive?
—¡Yo pensaba que lo había contratado ella, dottore Felici!
—Su talento para relacionar cosas le honra. Sin embargo, sería mejor que respondiera a mis preguntas. Vamos justos de tiempo.
Así pues, no había sido Francesca. Gropius, inseguro, dio el nombre y la dirección de la mujer.
Felici anotó las señas. Después preguntó:
—¿Qué relación tenía usted con Sheba Yadin?
La pregunta no cogió desprevenido a Gropius. Aun así, tuvo que dominarse para no perder los estribos. Su cerebro trabajaba febrilmente y, en fracciones de segundo, trazó una estrategia, inmadura y con lagunas, pero no tenía más remedio, tenía que decir algo.
—La cosa es así —empezó a decir con ceremonia, para ganar un poco más de tiempo—. Yo soy cirujano, realizo trasplantes, y en mi última operación se produjo, digamos, un incidente. Un conocido arqueólogo, llamado Arno Schlesinger, murió después de una intervención rutinaria, y en la autopsia se demostró que el órgano del trasplante había sido contaminado con una inyección de pesticida. Una historia enigmática, tras la cual la policía sospecha que se esconde la mafia del tráfico de órganos. Sin embargo, en el transcurso de las investigaciones que yo mismo puse en marcha salió a la luz que Schlesinger estaba en posesión de un espectacular hallazgo arqueológico que para ciertos grupos de interés tenía una gran relevancia. Schlesinger tenía una amante, Sheba Yadin, y según parece ella sabía de qué se trataba ese secreto arqueológico. Para arrojar luz en la oscuridad del caso, seguí a Sheba Yadin hasta Turín, donde iba a recoger unos análisis de ADN en el instituto del professore De Luca. Ese ADN costaba veinte mil euros.
Pasquale Felici había escuchado el relato de Gropius con la mirada dirigida teatralmente hacia el techo. Después, en tono irónico, comentó:
—¿Cómo sabe todo eso con tanto detalle, professore?
—¡Hace cuatro meses que no hago nada más que investigar el caso!
—Comprendo, pero ¿no son veinte mil euros demasiado para un análisis genético?
—Claro que sí, pero, como ya le he dicho, se trataba de un hallazgo espectacular.
El abogado esbozó una sonrisa de superioridad.
—A lo mejor Schlesinger creía haber encontrado el esqueleto de Jesús de Nazaret —dijo.
Gropius, sorprendido, lo miró fijamente. Felici parecía del todo tranquilo, su insidiosa sonrisa parecía congelada. Era imposible sacar ninguna conclusión de su expresión. ¿Había dicho Felici lo impensable como una broma? ¿Sabía algo más? ¿Lo sabría todo, tal vez?
—¿Por qué no sigue hablando? —preguntó el abogado tras unos opresivos instantes en los que ambos permanecieron callados.
Gropius se sentía inseguro. ¿Cómo debía reaccionar? Respondió entonces con otra pregunta:
—¿Y si fuera así? Quiero decir, ¿y si Schlesinger hubiese descubierto el esqueleto de Jesús?
Felici asintió para sí y reflexionó. Al cabo, repuso:
—No sería el primero que sucumbe a ese equívoco. Verá, en un féretro de piedra se pueden grabar muchos nombres. Entre nosotros solemos decir que los primeros cristianos, desconcertados, no se tomaban la verdad muy al pie de la letra. Es del todo posible que un hombre del siglo primero o el siglo segundo falsificara un féretro de piedra con el nombre de Jesús y lo hiciera pasar por auténtico. ¿Quién iba a saberlo? ¿Quién va a saber si varios siglos después esos huesos fueron puestos allí por otra persona? En tal caso, todo tendría una explicación muy sencilla.
Las palabras de Felici sonaban extrañas, como aprendidas de memoria, como si ya se hubiese preparado esa conversación. Poco a poco, Gropius empezó a tener la impresión de que el abogado tenía menos el cometido de librarlo de la prisión preventiva y más de hacerlo desistir de sus investigaciones. Eso lo enfureció.
—Pero está olvidando una cosa, dottore —replicó—. Las ciencias están tan avanzadas en la actualidad que sería posible identificar sin duda alguna los huesos de Jesús de Nazaret, siempre que se dispusiera de otro objeto de referencia, es decir, algo de lo que pudiera afirmarse rotundamente que había pertenecido a Jesús. Bastaría menos de un gramo para obtener una certeza absoluta.
—Sé en qué está pensando, professore Gropius: en el sudario de Turín.
—En esa sábana, por lo visto, hay restos de sangre y, si el ADN de los huesos y de esos restos de sangre coincidiese, se habría obtenido la prueba de que Jesús de Nazaret sí murió, pero que no ascendió a los cielos, como afirma la Iglesia. Creo que Sheba Yadin lo sabía, y que por eso tuvo que morir… igual que Schlesinger.
Curiosamente, el abogado parecía poco impresionado por las palabras de Gropius. Gregor había esperado que Pasquale Felici se quedara tan asombrado como él cuando el palestino, en Jerusalén, le había desvelado ese descubrimiento. Sin embargo, el abogado se mostraba reservado.
—No hace mucho que se ocupa de la problemática de la Sábana Santa de Turín —empezó a decir Felici, con su tono arrogante.
—No. La religión sólo ha ocupado un lugar de cierta importancia desde que intento aclarar el asesinato de Schlesinger, pero aun ahora estoy de acuerdo con Sigmund Freud, que dijo una vez que las religiones le parecían de gran importancia como objeto del interés científico, pero que emocionalmente no las compartía. ¿Por qué me lo pregunta, dottore Felici?
—Bueno, no quisiera ofenderlo, professore, pero debería saber que el santo sudario de Turín es, en realidad, una falsificación de la Edad Media. Incluso el Vaticano lo admite. Una datación de carbono dirigida en 1988 por el laboratorio de investigadores del Museo Británico y realizada por tres institutos independientes de Arizona, Oxford y Zurich demostró sin lugar a dudas que el sudario fue tejido entre el año 1260 y el 1390. Incluso suponiendo que Schlesinger hubiese encontrado los huesos de Jesús de Nazaret, toda demostración sería imposible.
Las palabras del abogado le cayeron como una bofetada. Felici hablaba con claridad y sin interrupción, como si fuera la cosa más natural del mundo. En cualquier caso, Gropius no veía motivo para dudar de su mensaje. No obstante, le hizo una pregunta:
—Dottore, usted es abogado, no arqueólogo bíblico. ¿Cómo sabe todo eso?
—¡Por mi profesión!
—¿Cómo debo interpretar eso?
—Hace más o menos un año, un trozo del santo sudario al que le hicieron los análisis fue robado de la catedral de Turín. Los delincuentes no se llevaron nada de valor material. Al examinar más de cerca el sudario, no obstante, se descubrió un defecto en el borde inferior derecho. Medio círculo del tamaño de un plato de postre había sido cortado a tijera. Los delincuentes fueron detenidos a los pocos días. Su botín sigue desaparecido. Se trataba de dos mafiosi, Enrico Polacca y Guido Focarino, ambos asesinos a sueldo buscados desde hacía años. El caso despertó mucho interés, y yo me encargué de la defensa de ambos. Sin embargo, ni siquiera yo pude impedir que los condenaran a cadena perpetua. El fiscal pudo probar un total de dos muertes contra ambos. El recorte del falso sudario no tuvo mucho peso.
—¿Desvelaron los dos mafiosi por encargo de quién habían cometido el delito?
—Los mafiosi no cantan, professore. Ésa es una ley férrea. Estoy convencido de que fue un encargo muy lucrativo. Sus familias viven muy bien en Vincoli, un pequeño lugar no muy lejos de aquí, en dirección a Alessandria, pero eso no tiene que interesarle ahora. Nos veremos poco antes de las cuatro ante el juez de instrucción. ¡Sólo espero que la signora Colella pueda corroborar su versión, professore!
Tal como había anticipado el doctor Felici, Gropius salió de la prisión preventiva a las cuatro y media, acompañado por Francesca, cuya declaración había obrado su puesta en libertad. El abogado se había despedido de ellos con extraña rapidez, y las repetidas preguntas de Gropius sobre quién lo había contratado fueron rechazadas con un gesto de la mano.
Pese a que su encarcelamiento sólo había durado un día y una noche, Gregor Gropius disfrutó de su libertad recuperada. Soplaba un tibio viento primaveral desde el sur. Francesca y Gropius avanzaron por la calle cogidos de la mano mientras las numerosas Vespas se incorporaban de nuevo al tráfico tras la pausa invernal.
—¿En qué estás pensando? —Francesca miró a Gregor a través de sus relucientes gafas de montura al aire—. ¡Tienes la cabeza muy lejos de aquí!
Gregor sintió su mirada inquisitiva, pero no quería mirar a Francesca. Mientras caminaban juntos y en silencio, no pudo evitar pensar en lo que le había dicho la italiana aquella vez. Aún le debía una respuesta. «Te quiero». Era fácil decirlo sin sentimiento, con gran convicción pero sin ningún compromiso. Esas dos palabras le costaban mucho. La vida lo había vuelto desconfiado. ¿Qué sabía él de Francesca? ¿Que era hermosa? ¿Que su inaccesibilidad le resultaba de un atractivo irresistible? ¿Que quería acostarse con ella en cuanto pudiera? Todo eso lo sabía muy bien. Lo que no sabía era la respuesta a la pregunta de quién era aquella mujer.
—Por cierto —empezó a decir—, gracias por haber contratado a ese avvocato Felici.
—¿De dónde has sacado eso? —preguntó Francesca con asombro.
—Puedes admitirlo sin problemas; al fin y al cabo, no es ninguna vergüenza. Claro está que me haré cargo de los costes.
Francesca le cortó el paso a Gregor.
—Pasquale Felici es uno de los abogados más caros de Roma. Representa a ex presidentes del gobierno, cardenales y estrellas del porno. Sus honorarios seguramente sobrepasarían con mucho mis posibilidades. Pensaba que a Felici lo habías contratado tú.
—De ninguna manera. —Gropius hizo a un lado a Francesca, y ambos prosiguieron su camino—. Entonces, me sigo preguntando quién habrá querido pagar a Felici. Todo el mundo sabe que los abogados no trabajan para ganarse el cielo, y menos aún los abogados estrella.
—Pues parece que había alguien más que interesado en que quedaras en libertad —observó Francesca, y cogió a Gropius del brazo—. ¿Quién podrá ser? ¿Con qué motivo?
Gropius negó con la cabeza.
—Debe de ser algo relacionado con la muerte de Schlesinger. Aunque…
—¿Aunque?
—Bueno, hasta ahora parecía que había más intereses depositados en que dejara mis investigaciones. Tenerme en prisión preventiva lo habría conseguido. ¿Por qué iba a sacarme de la cárcel el avvocato Felici? Misterioso, ¿no te parece?
—¡Más que misterioso! ¿No le has preguntado a Felici quién lo ha contratado?
—Claro que se lo he preguntado. Quería saber si lo habías enviado tú, pero no me ha dado ninguna respuesta. En todo esto hay algo que no encaja.
Tomaron un capuchino en la terraza de un café, no muy lejos del Palazzo Reale. El sol arrojaba largas sombras sobre el asfalto. Francesca empezó a temblar.
En Le Meridien, Gregor Gropius ocupó la misma habitación que había dejado unos días atrás. Francesca se había mostrado comprensiva al ver que quería estar solo; se mostraba muy comprensiva con todo lo que hiciera. Gropius había reparado en ello desde el principio con gratitud. Al contrario que Felicia, Francesca nunca le había reprochado nada, aunque seguro que se había dado alguna que otra ocasión para ello. Francesca era una mujer extraordinaria.
Al quitarse la chaqueta, de pronto dejó de pensar en Francesca. En uno de los bolsillos, Gropius encontró una nota con tres palabras que había anotado después de su conversación con el abogado Felici: los nombres de los mañosos del pueblo de Vincoli. Con el olfato de un sabueso que ha detectado un rastro seguro y no deja que nada lo desvíe de su trayectoria, Gropius esperaba encontrar una nueva pista: una idea audaz que pondría en relación directa el robo de la catedral con la muerte de Schlesinger.
«Polacca, Focarino, Vincoli». Gropius dejó resbalar la nota entre sus dedos. Si, tal como había afirmado Pasquale Felici, ambos mañosos trabajaban por encargo de un tercero —y eso podía darse por sentado—, entonces la incógnita apuntaba hacia el mandante. Aunque también hacia el motivo. Seguro que el mandante secreto no sabía que el supuesto sudario de Jesús de Nazaret había sido tejido mil doscientos años después de su muerte. De no ser así, el robo no tenía sentido.
Gropius daba vueltas a sus recuerdos, desconcertado, intentaba encontrar relación entre cosas aparentemente inconexas, y más de una vez se estrelló contra un muro, una advertencia enviada por su cerebro: pista falsa.
«A todo el mundo —pensó— le afloran en algún momento sus rasgos masoquistas. Algunas personas los compensan con la ayuda de la religión, otros se buscan a una domina, tú te buscas tu propio camino. Síguelo».
El teléfono sacó a Gropius del tormento que él mismo se estaba infligiendo.
—Francesca, ¿tú? —Gregor parecía bastante turbado.
—¿Esperabas a otra persona?
—No, no. Es sólo que estoy algo desconcertado.
—¿Por qué vuelves a estar en libertad tan pronto?
—Por eso también, pero me inquieta más la pregunta de desde cuándo se sabe que el sudario de Turín es una falsificación medieval.
Tras una larga pausa en la que ambos oyeron la respiración del otro, Francesca respondió entre risas:
—¡Tú sí que sabes hacer preguntas!
—Disculpa, pero es que estaba muy metido en mis pensamientos. ¿Qué sucede?
—Nada —contestó Francesca con esa franqueza tan suya—. Bueno, sólo quería decirte que te quiero. Esta tarde no he tenido ocasión.
El sonido de sus palabras irradiaba algo tranquilizador, algo que contrastaba por completo con su apariencia distante.
—Tú también me gustas —contestó Gregor.
Él mismo se sorprendió de su repentina franqueza. Sin embargo, ¿debía negar que Francesca le había hecho sentir algo contra lo que hacía tiempo que luchaba con vehemencia, algo que iba mucho más allá de la atracción sexual? Gropius intentó en vano acotar sus pensamientos, pensamientos que giraban en torno a aceptar simplemente los inexplicables sucesos de los últimos meses, dejarlo todo como estaba y empezar una nueva vida con Francesca en algún lugar.
Durante un largo rato no dijo nada, así que ella preguntó con cautela:
—Gregor, ¿sigues ahí?
—Sí, sí —repuso él, aturdido—. Disculpa, estoy bastante confuso. No sé muy bien por qué, pero es el peor momento para una declaración de amor. Tengo que seguir pensando en el hallazgo de Schlesinger.
—No tienes que disculparte. Al contrario, ha sido una tontería por mi parte molestarte justo ahora con mis sentimientos. —Y, sin más preámbulos, añadió—: En cuanto al sudario de Turín, que yo sepa, los expertos tienen todo tipo de opiniones. Unos hablan de falsificación, otros dan fe de su autenticidad.
—Eso creía yo también hasta ahora, pero el avvocato Felici me ha contado que un estudio científico realizado por expertos en 1988 corroboró incuestionablemente que el sudario conservado en la catedral de Turín es de alrededor del año 1300. ¿Sabes lo que significa eso?
—Me lo puedo imaginar.
—La signora Selvini nos vendió un jirón de tela sin ningún valor por veinte mil euros.
Con ciertas dudas y tras una larga pausa, Francesca preguntó:
—¿Cómo sabía eso Felici con tanto detalle? ¡Es abogado, no científico!
—Felici estaba asombrosamente bien informado, demasiado para mi gusto. Me contó detalles que tenía memorizados desde que una vez defendió a dos mafiosi que entraron en 1987 en la catedral de Turín y se llevaron un trozo del sudario.
—Sí, me acuerdo. Hace mucho de eso. El caso saltó a las primeras páginas porque nadie comprendía por qué no se habían llevado todo el sudario, sino que sólo habían cortado un trocito.
—¿Llegó a resolverse el caso?
—No lo sé. Para serte sincera, en aquel entonces mi interés por los sudarios era limitado. Sólo hay algo que no entiendo: si todo el mundo sabía que ese sudario era una falsificación, ¿por qué se ha interesado en él tanta gente? ¿Por qué estaban dispuestos Schlesinger y otros a pagar tanto dinero por un par de centímetros cuadrados de esa tela?
—Buena pregunta. A lo mejor habría que saber más cosas sobre esos análisis.
—Cerca de la universidad hay un instituto, la Società di Sindonologia, donde se archivan todas las publicaciones y los estudios sobre el sudario. La sociedad edita incluso una revista: Shroud Spectrum International. Si no recuerdo mal, el instituto es de entrada libre.
—¿Me acompañarías allí mañana?
—¡Con mucho gusto! —respondió Francesca.
Gropius no había esperado otra cosa.
La Società di Sindonologia estaba medio escondida en una calle lateral, en una casa del siglo pasado, maciza, fría y amenazadora. Varias placas, unas sobre otras, remitían a más instituciones que tenían su sede en el mismo edificio. En el pasillo, el visitante era recibido por una húmeda corriente de aire que hacía tiritar a todo el que osaba entrar allí.
La Società estaba en el primer piso. Una placa de latón en la doble puerta pintada de blanco con las letras «SdS» dentro de un círculo indicaba los horarios. Gropius llamó al timbre. Francesca, expectante, enarcó las cejas.
La apertura eléctrica de la puerta rechinó y los dejó pasar a una antesala desnuda, una especie de sala de espera con viejísimas sillas de madera de diversa procedencia y una gran mesa redonda con revistas en el medio. A mano derecha, en la pared, había una enorme fotografía del sudario de Turín. Olía a papel amarilleado. Ninguna señal de vida interrumpía la monotonía, excepto una palmera de abanico situada entre las ventanas.
A la izquierda había una puerta abierta, y se podía ver un largo pasillo que relucía de cera. Puesto que nadie parecía interesado en ellos, Gropius y Francesca decidieron darse una vuelta por allí. El suelo de parquet crujía bajo sus pies, y de pronto apareció ante ellos una sala sombría, biblioteca a un lado, archivo al otro, con dos filas de mesas de lectura en el centro. Sobre cada una de ellas, una lámpara con pantalla de cristal verde.
—¿En qué puedo ayudarlos? —dijo una voz delicada procedente del fondo. Distinguieron, en la penumbra de la sala, a un anciano. Pequeño y consumido, el hombre los miraba desde detrás de un antiguo escritorio—. Tienen que anotar aquí sus nombres, direcciones y el motivo de su consulta —dijo, con énfasis.
Parecía tomarse muy en serio su trabajo, estaba claro que no recibía muchas visitas.
Francesca se ocupó del papeleo. En «Motivo de la consulta» escribió: «Investigación científica». Después pidió inspeccionar las publicaciones periodísticas de los años 1987 y 1988.
El archivero no tardó mucho en sacarles dos cajas de cartón en forma de cajas de zapatos, las dejó sobre una mesa y les encendió la lámpara. Luego regresó a su escritorio, satisfecho, y se ocupó con los registros que había rellenado Francesca.
—Aquí hay al menos trescientos recortes de periódico en cada caja —comentó Gropius entre susurros, mirando el material con desgana—. Si hemos conseguido acabar con esto por la tarde, podremos considerarnos afortunados.
Francesca se encogió de hombros, como diciendo: «¿Qué le vamos a hacer?». Después, susurrando también, dijo:
—¡Los sindonólogos no se rinden, aunque pasen días!
Gropius reprimió una risa.
—¿Sindonólogos?
—¡Investigadores del sudario!
—No lo sabía, perdona.
—Tampoco es que sea una laguna cultural muy importante. Fuera de Turín y aparte de un par de expertos en la materia, casi nadie conoce la denominación de esa especialidad. En Inglaterra, donde hay otra sociedad similar a ésta, por cierto, los llaman shroudies.
Gropius estalló en carcajadas, y el archivero le dirigió una mirada reprobadora desde su rincón; ya habían pasado muchos años desde que se había oído la última risa en aquella sala.
—Es que suena muy gracioso —barboteó, inclinado sobre las cajas del archivo.
Apenas Gropius se hubo serenado, Francesca se detuvo.
—Esto es una noticia del proceso de setiembre de 1987 del Messaggero de Roma. El encabezado dice: «¿Quién cortó el sudario de Turín? En un tribunal turinés se ha iniciado el proceso contra Giorgio M. y Bruno V. Los acusados han declarado que irrumpieron en la catedral de Turín y cortaron un pedazo del sudario por encargo de un desconocido. El próximo viernes se dictará sentencia». Aquí hay otra noticia del Corriere della Sera: «Giro sorprendente en el caso del sudario. ¿Tienen los acusados dos muertes sobre su conciencia?».
Francesca sacó un recorte tras otro. El Figaro francés informaba sobre el caso, así como el Times de Londres. El periódico alemán Die Zeit dedicaba media página al proceso.
Gropius comprobó con extrañeza que los nombres que le había dado el abogado Felici no coincidían con los que aparecían en los periódicos. Mientras que las demás publicaciones abreviaban los nombres de los acusados, el Times informaba de que se trataba de los criminales profesionales Giorgio Mattei y Bruno Valetta. Además, no eran, como había dicho Felici, de Vincoli, sino de Zocca, no muy lejos de Alessandria.
Cuando Gregor le comentó a Francesca esa incongruencia, ella arrugó la frente.
—¿Tú lo entiendes? —preguntó—. ¿Por qué te dio información errónea ese abogado?
Gropius hundió la cabeza entre las manos y se puso a pensar; después miró a Francesca.
—En realidad, sólo hay una explicación posible —dijo—. Por lo visto, Felici tenía la firme intención de llevarme hacia una pista falsa.
—¿Eso qué significa?
Gregor rió con acritud.
—Quien sea que ha contratado a Felici tiene un claro interés en que siga con mis investigaciones, por un lado, pero por otro me da informaciones equivocadas para impedir mi trabajo. ¡Esto es una locura! De verdad que ya no sé qué pensar. Además… El Welt escribe que el defensor de esos mafiosi fue un tal Vittorio Zuccari, o sea, que no fue Pasquale Felici.
—Eso coincide con lo que dice el Messaggero. También aquí el defensor es Zuccari, y no Felici.
Gropius sacudió la cabeza, totalmente desconcertado. Su suposición de que el abogado estrella lo había librado de la prisión preventiva para que pudiera seguir dedicándose a los misterios que rodeaban la muerte de Schlesinger de pronto ya no parecía tan concluyente. ¿Tenía Felici la misión de tenderle una trampa? ¿Acaso Gropius había sido elegido para conducir a Felici o a sus mandantes hasta alguna pista que ni siquiera ellos conocían?
Después de haber estudiado treinta o tal vez cuarenta recortes de periódico y de haber tomado apuntes, Gropius se tocó el cuello y dijo:
—Ya no puedo respirar. Vayámonos. Si es necesario, podemos venir otra vez mañana.
Francesca estuvo de acuerdo con la observación de Gregor. Le repugnaba el aire asfixiante de las bibliotecas y los archivos.
—¿Qué quieres hacer ahora, Gregor? —preguntó una vez en la calle.
—¿Aún me lo preguntas? ¿Dónde queda Zocca?