Capítulo 13

Entretanto, la comisión especial de la policía criminal de Munich, bajo la dirección de Wolf Ingram, no había perdido el tiempo. A través de la Interpol, el fiscal Markus Renner había dado orden internacional de búsqueda y captura del doctor Fichte, que hasta hacía pocos días había permanecido en Montecarlo. Cuando la policía monegasca irrumpió en su apartamento, el pájaro ya había volado. Su avión, la Piper Séneca II de dos motores, estaba permanentemente vigilado en el aeropuerto de Niza.

En el BND, el Servicio Federal de Información, las investigaciones seguían concentrándose en descifrarla abreviatura «IND», que había adquirido especial relevancia para desenmascarar a quienes se escondían tras el escándalo del trasplante. En lo que todos estaban de acuerdo era en que Fichte sólo era una rueda de un engranaje mucho mayor que se aprovechaba del dolor de las buenas personas, y en que el caso posiblemente tenía una dimensión tal que podía hacer sudar tinta a los investigadores.

Tanto Ulf Peters, del BND, como Wolf Ingram, de la comisión especial, tenían claro que se encontraban ante una organización peligrosa que operaba oculta en algún lugar, tal vez incluso fuera de Europa.

La cinta de la corona con la misteriosa abreviatura «IND» de la tumba de Thomas Bertram, operado por Fichte, había mantenido ocupados tres días a los investigadores hasta que por fin habían encontrado en el otro extremo de la ciudad la floristería en que se había encargado ese último adiós. La propietaria, una mujer ingenua y bondadosa de la que se podía esperar que mantuviera conversaciones en secreto con sus flores, recordaba a un hombre robusto y de cabello oscuro, vestido de negro, que había pagado el encargo al contado y además le había dejado una buena propina. En suma, esa información no llevó a los agentes a ninguna parte.

Tampoco el AOC (el análisis operativo del caso) entregado por un profiler de la Oficina Bávara de Investigación Criminal apuntaba a posibles relaciones con delitos similares cometidos en el pasado. Lo mismo sucedió con la base de datos VICLAS y sus miles de criminales peligrosos y asesinos en serie registrados: ningún resultado. No, la única declaración que pudo hacer el profiler de la Oficina Bávara de Investigación Criminal decía lo siguiente: «Por el estado actual de las investigaciones, creemos que nos enfrentamos a una clase completamente nueva de delito, y a un círculo de criminales que hasta ahora no habían aparecido nunca».

Para los investigadores, detener al doctor Fichte y al doctor Prasskov era sólo cuestión de tiempo. Sin embargo, Wolf Ingram no se hacía ilusiones; hacía mucho que tenía claro que tras cada uno de los asesinatos se escondía una red de escrupulosos criminales que a lo mejor perseguían un objetivo muy diferente del que parecía a primera vista. No tenía ninguna prueba, pero su lógica criminal y los largos años de experiencia en el Negociado 13 (Crimen Organizado) le decían que tal vez habría que buscar el motivo de esa gente en un campo completamente distinto. Pero ¿dónde?

Puesto que la formación de una comisión especial de ocho componentes y el intercambio de información con la Oficina Bávara de Investigación Criminal no los habían acercado a la resolución del caso, Wolf Ingram confiaba en el mayor aliado de todos los investigadores del mundo: la casualidad. No es ningún secreto, y tampoco desprestigia el trabajo de los criminalistas… pero los delitos más pérfidos, sofisticados y aparentemente irresolubles suelen aclararse —a veces años después— gracias a la casualidad.

El arresto esa misma tarde del doctor Fichte en el aeropuerto Charles de Gaulle, en París, no fue ninguna casualidad. Fichte había reservado billetes para él y para Veronique Gropius en un vuelo de esa noche a Miami, con la esperanza de desaparecer en Estados Unidos y eludir así la persecución policial. A la mañana siguiente, Fichte y su amante fueron conducidos ante un juez de instrucción de París.

Ese mismo día, en el periódico Bild apareció el siguiente titular: «Nueva muerte en una clínica tras un trasplante. Un berlinés de cuarenta y dos años murió pocas horas después de un trasplante de pulmón realizado con éxito».

En el vuelo de Tel Aviv a Roma, Gropius no le quitó el ojo de encima a Sheba Yadin. Estaba seguro de que Sheba lo conduciría a una nueva pista. Pese a todas las dudas que había sembrado Yussuf, lo que le había contado el palestino le pesaba en el pecho como una roca. Sólo la posibilidad de que el descubrimiento de Schlesinger se correspondiera con la realidad ya lo tenía bastante intranquilo. Notó que le temblaban las manos al sacar a escondidas las fotografías de su chaqueta para contemplarlas una vez más. ¿Por qué no le había pedido los negativos a Yussuf? La calidad de las fotos no era muy buena. Se le ocurrió poco antes de aterrizar en Roma.

Apenas había una hora de tiempo para hacer el transbordo del vuelo a Turín, y Gropius siguió a Sheba a una distancia segura. Quería asegurarse de que no se sentía vigilada, ya que no sabía si la chica lo había visto en su visita a Beersheva.

En Turín, Francesca lo estaba esperando a la salida del edificio del aeropuerto con su furgoneta gris.

—¡No había imaginado que fuésemos a volver a vernos tan pronto! —exclamó, y se lanzó al cuello de Gregor.

—Tampoco yo, la verdad —repuso él, y aprovechó la oportunidad para observar a Sheba por encima del hombro de Francesca.

Ya le había contado por teléfono de qué se trataba, que Sheba había sido la amante de Schlesinger, que conocía el secreto que lo había convertido en un hombre rico y que seguramente intentaría saber qué había sucedido con el dinero.

Lo que Gropius había callado hasta entonces era sobre qué versaba el descubrimiento de Gropius, aunque sabía que sería necesario compartir el secreto con Francesca lo antes posible.

—Vuélvete disimuladamente —dijo Gropius mientras se zafaba del intenso abrazo de Francesca—. La chica de traje oscuro con el pelo corto y rubio es Sheba Yadin. No podemos perderla de vista.

Francesca miró a la joven con los ojos arrogantes que ponen las mujeres cuando contemplan a otra como a una posible competidora. Después se cogió del brazo de Gropius y se lo llevó en dirección a su vehículo. Vio por el retrovisor que Sheba Yadin subía a un taxi. Puso en marcha la furgoneta y se dispuso a seguir al coche.

Como era de esperar, el taxi tomó la autopista en dirección al sur. En la Via Francesco Cigna había atascos, y más de una vez estuvieron a punto de perder de vista el taxi, pero Francesca, con su forma impulsiva de conducir y una buena dosis de temeridad, supo volver a colocarse detrás del vehículo.

En la estación, el taxi torció por la Via Cernaia y se detuvo ante el hotel Diplomatic, una construcción rectangular de cinco pisos con un arco en la entrada. Francesca aparcó en el lado contrario de la calle. Juntos observaron a Sheba Yadin entrar en el hotel.

—Muy bien, espérame aquí —dijo Francesca.

Bajó de un salto, antes de que Gropius pudiera decir nada, y desapareció en el interior del hotel.

Veinte minutos después, cuando regresó, Gregor tenía cara de preocupación. Cuando se hubo sentado al volante sin decir nada, Francesca le dio una nota. Él la miró con aire interrogativo. La nota decía: «Yadin, hotel Diplomatic, habitación 303, reserva para tres días, 16.30 horas, reunión con la signora Selvini, Instituto Prof. De Luca».

—¿Cómo te has enterado de esto? —preguntó Gregor, sin salir de su asombro.

Francesca se llevó el índice al párpado inferior izquierdo. El travieso gesto le resultó curioso a Gropius, pero a la vez también lo tranquilizó, y ambos rieron.

—¿Cómo has sabido todo esto? —volvió a preguntar.

Francesca se encogió de hombros.

—Olvidas que tengo una profesión en la que a veces es necesario moverse en los límites de la legalidad. Después de enterarme del número de habitación, he escuchado una conversación telefónica desde detrás de la puerta.

—No esperaba menos —dijo Gropius a media voz.

—¿Cómo dices? —Francesca lo miró, asombrada.

Gropius se echó a reír.

—Quiero decir que esperaba que Sheba Yadin se pusiera en contacto con el instituto de De Luca. ¡Tenemos que enterarnos de qué es lo que busca allí!

—Hum. —Francesca aferraba el volante y miraba a la calle—. A lo mejor es un poco arriesgado —dijo—, pero, si tenemos suerte, podría resultar.

Igual que en su primera visita a Turín, Gropius se hospedó en Le Meridien Lingotto. Le parecía demasiado osado escoger el mismo hotel que Sheba Yadin. Alrededor de las cuatro de la tarde, fue en taxi hasta el Corso Belgio, a un café llamado Amoretti, que estaba cerca del puente que cruza el Po, tal como le había descrito Francesca.

Poco después y no muy lejos de allí, Francesca Colella conducía su furgoneta en la orilla contraria del río por el Corso Chieri. Se detuvo ante la villa de dos pisos en cuya entrada seguía estando la placa del Instituto Prof. Luciano de Luca.

Francesca bajó y caminó de un lado a otro de la entrada. Se había puesto un traje pasado de moda que la hacía parecer mucho mayor, y había sustituido sus gafas de montura al aire por unas oscuras de concha que le conferían cierta severidad y gravedad. No tuvo que esperar mucho antes de que Sheba Yadin llegara en un taxi.

—¿Es usted la señorita Yadin? —preguntó Francesca, en inglés.

—Sí —dijo Sheba, algo dubitativa.

—Soy la signora Selvini. —Francesca le tendió la mano a Sheba—. Por teléfono olvidé decirle que sería mejor que no conversáramos en el instituto. Aquí cerca hay un café donde no nos molestará nadie. ¿Le parece bien?

Sheba Yadin vaciló, y Francesca se preguntó si habría hecho algo mal, si la verdadera señora Selvini tendría tal vez una voz muy diferente. ¿Por qué se hacía tanto de rogar Sheba?

Finalmente, al cabo de unos momentos que a Francesca le parecieron una eternidad, Sheba contestó:

—Está bien, si usted quiere, signora Selvini.

Mientras se dirigían hacia el Corso Chieri en la furgoneta de Francesca, ésta miró a Sheba de reojo y pensó: «¡Qué mujer más guapa, joder!». Sheba iba mirando al frente, a la calle, no tanto por vergüenza, lo cual habría sido del todo acorde con la situación, sino más bien porque se veía que no dejaba de darle vueltas a la cabeza.

Después de un par de minutos de silencio, llegaron al local del Corso Belgio, en el que a esas horas había sobre todo gente joven. Gropius se había sentado a una mesa de un rincón, mirando a la pared. Estaba leyendo el Corriere della Sera. Francesca llevó con destreza a Sheba Yadin a la mesa de al lado y pidió dos caffè latte.

—¿Le gusta el café con leche? —preguntó por educación.

Sheba asintió.

Como seguía sin surgir la conversación, Francesca preguntó con cautela:

—¿Conocía al señor Schlesinger?

Apenas pronunciada la pregunta, la italiana comenzó a pensar que tal vez se había delatado ya en la primera frase.

Sin embargo, Sheba respondió:

—Sí, puede decirse que sí. Queríamos casarnos.

Francesca fingió sorprenderse.

—Su muerte debe de haberla afectado muchísimo.

—Preferiría no hablar de eso.

—Lo entiendo —dijo Francesca, pensativa—. ¿Sabía que el professore De Luca tampoco ha fallecido de muerte natural?

—Sí, he oído hablar de ello. ¿No me lo dijo usted por teléfono?

«Mantén la calma», pensó Francesca y, sin respirar siquiera, comentó:

—Puede ser, no lo recuerdo. Verá, todos estamos algo trastornados desde que Luciano de Luca ya no está. —Tras reflexionar unos instantes, añadió—: A veces era un tirano, pero todos lo queríamos como a un padre. Era un gran científico. ¿Qué puedo hacer por usted, señorita Yadin?

Como si quisiera entrar en calor, Sheba rodeó la estrecha taza de café con leche con ambas manos, se inclinó un poco sobre la mesa y dijo, en voz baja:

—Es sobre la prueba del material cuyo análisis le había encargado Schlesinger al professore De Luca. Supongo que está usted al tanto. El resultado del ADN podría ser de gran importancia. Schlesinger ya pagó veinte mil por ello. Por unas circunstancias que no puedo discutir en detalle, no llegaron a entregarse. En pocas palabras, estoy autorizada y llevo conmigo los otros veinte mil para hacerme cargo del objeto de análisis.

Las palabras de Sheba intranquilizaron mucho a Francesca. Ésta, nerviosa, miró hacia Gropius, que estaba sentado en la mesa de al lado y les daba la espalda. Vio que el periódico temblaba en sus manos como una brizna de hierba en el viento de la primavera. Así supo que Gregor había escuchado cada una de sus palabras. Al mismo tiempo, supo también que había acudido a aquella cita con mucha ingenuidad. ¿Cómo debía reaccionar, por el amor de Dios? ¿Cómo iba a sacarle a Sheba sin delatarse el secreto sobre el material analizado?

De repente, la voz de la israelí sonó distinta. Con frialdad, casi con profesionalidad, dijo:

—Sé que no lleva los análisis consigo, pero tal vez podríamos concertar otra cita para la entrega.

No faltó mucho para que Francesca estallara en sonoras carcajadas, porque recordó el primer encuentro con Gropius en Berlín. En aquella ocasión, el profesor había intentado descubrir algo sobre el contenido del estuche de acero que ella llevaba en el maletín. Sin embargo, tanto aquella vez como ésta, Francesca no tenía ni idea de qué se trataba.

—Sí, claro —contestó—. ¿Qué tal mañana, en el mismo lugar y a la misma hora? ¡Si le parece bien!

—De acuerdo. Entonces le entregaré los veinte mil euros al contado.

Francesca sintió miedo ante la profesionalidad con la que se había desarrollado la conversación. Con cada frase sentía nuevos reparos, dudas sobre cómo saldría de ésa, si es que lo conseguía. Para colmo, de repente Sheba preguntó:

—¿Conocía usted a Arno Schlesinger?

Esa sencilla pregunta hizo que Francesca se ruborizara. ¿Sospechaba algo la israelí? ¿Era una pregunta capciosa? Si respondía con un no, y Sheba sabía que Schlesinger había conocido a la señora Selvini, se habría delatado. Si contestaba con un sí, tenía que prepararse para que Sheba le preguntara sobre él. En un acto de desesperación, Francesca se lo jugó todo a una carta.

—Por desgracia, no —repuso—. El professore De Luca y el señor Schlesinger siempre trataron personalmente. No recuerdo haberlo visto, aunque sí estuvo una o incluso dos veces en nuestro instituto.

—Era un hombre maravilloso —dijo Sheba, con pasión. Miraba al techo, como si quisiera ocultar sus lágrimas—. Fue mi maestro, y me enamoré de él la primera vez que lo vi.

—Disculpe que se lo pregunte, pero ¿no estaba casado el señor Schlesinger? Creo que De Luca lo mencionó una vez de pasada.

—Vivían separados. Su mujer no lo comprendía a él ni a su profesión. El último año de su vida pasó más tiempo conmigo que con ella. No, ¡sólo me quería a mí! ¡A mí!

—¿Es usted arqueóloga, señorita Yadin?

—Arqueóloga bíblica.

—Muy interesante. ¿Qué espera de los análisis del material, si me permite preguntárselo?

Sheba parecía sentirse entre la espada y la pared. Para ganar tiempo, bebió unos pequeños sorbos de su taza de café y, sin mirar a su interlocutora, contestó:

—Es una historia compleja que requiere aún de un exhaustivo trabajo de investigación. Contárselo todo sería ir muy lejos. Además, tampoco quiero aburrirla.

—No me aburre, al contrario. Siempre resulta interesante ver cómo se complementan las diferentes ramas de la ciencia.

Sheba, asintiendo con simpatía, se miró el reloj como si tuviera prisa y dijo:

—Bueno, hasta mañana, entonces. ¡A la misma hora! —Se levantó y salió del café.

Gropius dejó el periódico y se volvió.

—Bien hecho, Francesca —comentó guiñándole un ojo—. Tengo un plan. Ahora ya conoces la manera de expresarse de Sheba Yadin. Llama a la signora Selvini al instituto de De Luca, di que eres Sheba Yadin y que, por desgracia, te has retrasado, que si sería posible pasar mañana alrededor de las once, y que llevarás los veinte mil euros que faltan.

Francesca repitió lo que le había dicho Gropius; después sacó del bolso su teléfono móvil y salió a la calle.

—Todo arreglado —dijo cuando volvió—. Mañana a las once se realizará la entrega. ¡Suponiendo que tengas el dinero!

—Deja que me ocupe yo de eso —repuso Gropius y, casi con timidez, añadió—: Signora Colella, ¿tiene algún compromiso esta noche?

Tras una opípara cena en el restaurante del hotel de Gropius durante la que, deliberadamente, sólo hablaron de trivialidades, Gregor se puso serio de repente. Por supuesto, Francesca ya había notado que Gropius se guardaba algo dentro, pero había preferido no decir nada. Había llegado a conocer un poco a Gregor, y sabía que hablaría cuando a él le resultara cómodo. Que todavía no hubiese pronunciado una palabra sobre su viaje a Israel le daba que pensar. Sin embargo, entonces Gropius dijo:

—Ven, vamos a mi habitación. En la nevera tengo una botella de Brunello di Montalcino. Debo hablar contigo.

Lo primero en lo que pensó Francesca fue en la ropa interior que llevaba, y se preguntó si era la adecuada para la situación. Llevaba un encaje negro de La Perla que sobrepasaba con mucho su capacidad adquisitiva. Sin embargo, desde la muerte de su marido, sentía la necesidad de recuperar el tiempo perdido.

Una vez en la habitación, Francesca rodeó el cuello de Gregor con los brazos y preguntó:

—¿Ya te ha perdonado la signora Schlesinger la noche que pasamos juntos?

Gregor parecía molesto.

—¡Sabes muy bien que no había nada que perdonar!

—¡Por eso mismo lo digo! ¿Te ha perdonado o no?

Gregor negó con la cabeza.

—No hemos vuelto a hablar desde ese día.

—¡Vaya, cómo lo siento!

Gropius tuvo la sensación de que se estaba riendo de él, y no estaba de humor para bromas. Quería, debía contarle lo que le había dicho Yussuf. Con suavidad pero con firmeza, se zafó de su abrazo y le ofreció asiento.

Francesca se sintió desconcertada. Observó con los ojos muy abiertos cómo Gregor descorchaba la botella de vino y llenaba dos copas de pie alto.

Sin decir palabra y con el semblante muy serio, el profesor sacó un par de fotografías del bolsillo de su americana y se las alcanzó a Francesca.

—Éste es el descubrimiento de Schlesinger, el descubrimiento que lo hizo rico y tras el que aún hoy van ciertas personas como el diablo persiguiendo almas débiles. Seguramente la muerte de Schlesinger, de De Luca e incluso la de tu marido están relacionadas con esto.

Francesca miró las fotografías una a una. La narración de Gropius la había cogido tan desprevenida que no encontraba palabras. Vaya, ¡una tina de piedra con unos huesos y una inscripción ilegible grabada en un lado! ¿Qué conexión podía haber entre esas excavaciones y la muerte de su marido?

Gropius reparó en el desconcierto de Francesca y prosiguió:

—No se trata de un descubrimiento cualquiera, no es un esqueleto cualquiera. ¡Son los restos de Jesús de Nazaret!

—¿Ah, sí? —Francesca rió con timidez, primero vacilante, pero cada vez con más fuerza, hasta que al final se desternilló de risa como una niña traviesa.

Gregor, que sentía que no lo estaba tomando en serio, agarró a Francesca de los hombros y la zarandeó para hacerla entrar en razón.

—Disculpa, Gregor —exclamó, aún sin serenarse—. Pero, por lo que dicen, ese tal Jesús se levantó de entre los muertos y ascendió a los cielos. ¿O acaso me equivoco? ¿Cómo pudo encontrar Schlesinger sus huesos?

—Precisamente ése es el problema. Si Schlesinger hubiese tenido pruebas de su afirmación, los altos cargos del Vaticano tendrían que vender en los saldos la cubertería de plata y pedir ayudas sociales. El negocio de la Iglesia quebraría como las acciones de la compañía telefónica.

—¡Dios mío! —Poco a poco, muy despacio, Francesca empezó a asimilar la situación y a comprender la inquietud de Gregor. Mientras reflexionaba, se cubrió la cara con las manos—. ¡Pero Schlesinger tuvo que encontrar una prueba de su suposición! —exclamó de pronto—. Si no, no lo habrían asesinado.

—Tienes toda la razón —dijo Gropius—. Debía de saberlo más gente, De Luca, Sheba Yadin y Yussuf, el palestino que me vendió estas fotos.

—La pregunta es por qué Schlesinger y De Luca tuvieron que morir cuando los demás siguen aún con vida. Felicia Schlesinger, por ejemplo, o tú.

Gregor arrugó la frente.

—A lo mejor todos nosotros no sabemos más que la mitad de la historia. O llevamos con nosotros un conocimiento inconsciente que aún puede serles útil a los asesinos.

—Eso concierne sobre todo a Sheba Yadin.

—Sobre todo a Sheba Yadin. Es posible que el material de prueba del instituto de De Luca por el que Schlesinger estaba dispuesto a pagar cuarenta mil euros sea justamente la prueba con la que quería corroborar la identidad de Jesús de Nazaret. Aun así, me cuesta mucho hacerme a la idea.

Francesca miró al vacío y reflexionó, y Gropius pensó en la primera vez que se vieron, aquel día en Berlín. Ya entonces le había fascinado su frialdad, la fuerza expresiva de su semblante. Así la vio en esos momentos, mientras decía en voz baja:

—Gregor, ¿te habías preguntado alguna vez por qué había venido Arno Schlesinger precisamente a Turín?

Gropius miró largo rato a Francesca.

—Por Luciano de Luca, supongo, ¡y porque su instituto tiene buen nombre!

Francesca negó con la cabeza.

—En Europa hay numerosos institutos especializados en esa clase de análisis. Ése no puede haber sido el motivo. En cuanto a De Luca…

—No tengo ni idea de adónde quieres ir a parar —la interrumpió Gropius.

—Es lo que quiero decirte. En Turín se encuentra el único objeto que, según se cree, tuvo una relación directa con Jesús…

—¡El santo sudario! —exclamó Gropius, a la vez que se daba en la frente con la palma de la mano—. ¡Pero si eso son patrañas!

—Hace siglos que muchísimos científicos discuten sobre el tema. Unos afirman que en esa sábana se envolvió el cadáver de un hombre muerto hace dos mil años, otros dicen que se trata de una refinada falsificación y que, además, sería imposible demostrar jamás su autenticidad. Incluso la Iglesia, que debería ser la mayor interesada en comprobar su autenticidad, ha dejado de insistir en que Jesús fue enterrado en ese sudario. Hay muchos problemas.

—Hablas como una experta en el tema. ¿De dónde has sacado esa información?

Francesca se echó a reír.

—En Turín, hasta los niños, antes aun de aprender a leer y a escribir, conocen dos cosas: la FIAT y la Sábana Santa de Turín. Entre nosotros, tampoco hace falta saber mucho más.

El Brunello estaba delicioso, y Gropius daba vueltas a la copa entre las manos.

—Hay una cosa que no entiendo —comentó, pensativo, mirando fijamente el brillo del tinto—. Si ni siquiera la Iglesia considera auténtico ese sudario, ¿por qué iba Schlesinger a pagar cuarenta mil euros por el análisis de esa falsificación? Después de todo lo que he llegado a saber de Schlesinger, no era precisamente un necio. Estaba considerado una eminencia en el campo de la arqueología bíblica. De ahí puede deducirse que sabía más que ningún otro sobre la relación entre esa sábana dudosa y Jesús de Nazaret. Su comportamiento me parece cada vez más enigmático.

—Tienes razón. Como experto en su campo, sabía muy bien lo que valía el análisis de De Luca, así que no puede tratarse de un trocito del sudario de Turín. El professore debió de ofrecerle a Schlesinger otra cosa, algo que para él tenía un significado extraordinario.

La serenidad y el frío raciocinio con los que Francesca acometía la cuestión tenían a Gropius muy impresionado. Él mismo estaba exaltado, casi turbado por la trascendencia y la dimensión que había adquirido el asunto en el que se veía envuelto de repente. La pregunta de por qué podría haberle ofrecido tanto dinero Schlesinger al profesor lo desesperaba. No estaba precisamente en situación de formular un pensamiento claro, y vació la copa de un solo trago.

Hacía rato que Francesca había notado su inseguridad, sus dudas respecto a si habían tomado el camino correcto, y la incertidumbre en cuanto a cómo proseguir. Aunque se había hecho muchas ilusiones, vio con claridad que de momento tenía que posponer todo intento de aproximación. No se había dado por vencida con Gregor. Al contrario, la pasión inalcanzada había reforzado aún más sus intenciones y, en cierta manera, incluso disfrutaba del especial atractivo que destilaba esa situación.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó, sólo por acabar con el largo silencio; fuera como fuese, no esperaba ninguna respuesta concreta.

Por eso se sorprendió cuando Gregor, con voz firme, dijo:

—Mañana a primera hora iré a buscar el dinero. Lo que viene después es cosa tuya. Te vas con el dinero al instituto de De Luca, dices que te llamas Sheba Yadin y consigues que te entreguen ese misterioso material.

—¿Lo dices en serio? —La repentina resolución de Gropius asombró a Francesca. Sin embargo, la sensación de que la necesitaba le impidió dudar ni por un instante—. Hasta mañana, entonces, sobre las diez.

Alrededor de las diez de la mañana siguiente, Francesca Colella apareció en el vestíbulo de Le Meridien Lingotto. Gropius ya la estaba esperando. Tuvo que mirarla dos veces para reconocerla, ya que se había preparado a la perfección para su escenificación: su pelo castaño estaba oculto bajo una larga peluca negra, el maquillaje claro le confería un aspecto mucho más juvenil y, además, llevaba un traje con una falda que le llegaba a un palmo por encima de las rodillas. En lugar de sus gafas de montura al aire, que le daban aquel acostumbrado atractivo inaccesible y seguro, se había puesto lentes de contacto.

—¡Mis más sinceros cumplidos! —exclamó, asombrado—. Estás fabulosa. Podrías pasar por una auténtica israelí.

Francesca se señaló los ojos.

—Pero no aguanto estas cosas más de dos horas.

Gropius asintió con comprensión.

—No tengas miedo. Todo habrá acabado dentro de dos horas.

Francesca, insegura, se peinó con la mano el pelo largo y liso de la peluca.

—¿Crees que la signora Selvini me desenmascarará? A fin de cuentas, ya estuve una vez en el instituto.

Gropius se sacó un sobre gris con cuarenta billetes de quinientos euros del bolsillo y repuso:

—Seguro que no. El dinero nubla la vista. Además, estás tan perfecta que hasta a mí me cuesta hablarte sin pensar que eres Sheba.

En un tranquilo rincón del vestíbulo, repasaron una vez más su plan. Gropius casi no había dormido en toda la noche y había estado tomando notas. Desde que estaba ocupado en la resolución del caso, el profesor había empezado a pensar de una forma temerosa, casi cuadriculada, teniendo siempre en cuenta todas las pequeñeces. Antes, nunca habría pensado así.

Según el plan, Francesca, para evitar cualquier casualidad y cualquier sospecha, no utilizaría su propio vehículo, sino que iría en taxi al instituto de De Luca. Para deshacerse de posibles perseguidores, a la vuelta no debía dirigirse al hotel en el que se hospedaba Gropius, sino a la estación. Allí era más fácil desaparecer y volver a salir del edificio por un acceso lateral. De esta forma, podría dirigirse sin ser vista al hotel de Gropius, donde el valioso objeto acabaría cuanto antes en la caja fuerte.

Francesca llegó al instituto de De Luca a las once en punto. Como siempre, la villa de dos pisos escondida tras cipreses y maleza daba la sensación de estar abandonada. Francesca se detuvo un momento para concentrarse. Repasó una vez más a cámara rápida toda la estrategia que Gropius le había expuesto. Después tocó el timbre.

La señora Selvini era una mujer delgada, con el pelo corto y pelirrojo, muy maquillada, de una edad difícil de determinar. Podía tener cuarenta años, pero también sesenta. En cualquier caso, sus altos hombros, entre los cuales desaparecía por completo su cuello, hacían pensar en una bruja. A eso se le añadía una voz ronca e insegura, de esas que no son desacostumbradas entre las italianas del norte. Al contrario que el de Francesca, el inglés con que le habló no era muy bueno, pero eso favorecía sobre todo a la visitante desconocida.

El saludo resultó frío y profesional, como ya esperaba, y Francesca tuvo la impresión de que la mujer, al mirarla con los ojos entornados, sólo pensaba en el dinero que le había pedido. Por eso, Francesca empezó diciendo:

—Traigo conmigo la cantidad. ¿Querría enseñarme el material?

La mujer enarcó las cejas negras, que resaltaban notablemente contra su tez clara, y respondió:

—¿No esperaría usted que guardara aquí la pieza, señorita Yadin? ¿Podría ver antes el dinero?

A Francesca le dio un vuelco el corazón. Se sintió insegura, pues había contado con que la entrega tendría lugar en el instituto. Con Gropius había discutido todas las posibilidades, pero no habían pensado en ésa. Al final, Francesca contestó:

—¿Desconfía de mí, signora? Bueno, en ese caso, también a mí me corresponde cierta desconfianza. ¿Dónde está el material?

La señora Selvini masculló un par de insultos en italiano, que Francesca entendió a la perfección y de los cuales puttana era de los que mejor sonó; después, en un tono algo más afable, sugirió:

—Acompáñeme, señorita Yadin, mi tío Giuseppe es el dueño de una tienda de antigüedades que está cerca de la Academia de las Ciencias. Allí se encuentra lo que está buscando.

Ante la casa, bajo un pino piñonero, había aparcado un viejísimo Peugeot 504 cuyos días de gloria habían pasado hacía ya una generación. Sin embargo, aquel desvencijado vehículo verde oscuro encajaba con la señora Selvini. El trayecto a lo largo de la orilla contraria del Po no duró mucho y transcurrió casi en silencio, interrumpido tan sólo por un par de comentarios sobre el tiempo primaveral. Francesca no se sentía muy cómoda y no le quitaba ojo al camino que estaban siguiendo. La señora Selvini se detuvo ante una pequeña tienda con un escaparate de barrotes en el que se amontonaban toda clase de cachivaches, entre ellos un viejo caballo balancín de madera y una maltrecha Virgen de yeso de tamaño natural.

El tío Giuseppe, un hombrecillo de pelo blanco y ralo, tenía unos noventa años, pero iba vestido con elegancia y miraba a través de unas gafas de gruesos cristales. Ya no oía muy bien, y la señora Selvini tuvo que decirle a gritos que quería sacar algo de la caja fuerte. Ciertamente, entre todos los trastos y el mobiliario antiguo, Francesca distinguió una caja fuerte marrón del siglo XIX con decoración pintada. La señora Selvini extrajo una anticuada llave de doble paletón del bolsillo de la chaqueta de su traje, abrió la caja de caudales y sacó un sobre grande, de unos veinte por treinta centímetros, con la inscripción «Sig. Schlesinger, Monaco di Baviera».

Cuando Francesca reparó en la actitud dubitativa de la mujer, se volvió y sacó el dinero, que llevaba oculto en la ropa interior por motivos de seguridad.

—¿Podría ver el contenido? —le preguntó a la señora Selvini.

—Sí, por supuesto —repuso ésta en un tono que delataba cierta susceptibilidad.

El sobre contenía dos hojas impresas por ordenador con un breve texto científico y un código de barras. También dos objetos provistos de unas tarjetas plastificadas tamaño postal y con un sello del Instituto Prof. Luciano de Luca: uno parecía una gota de cera, mientras que el otro era claramente un pequeño retal de tela desteñida de unos cuatro centímetros cuadrados.

A Francesca le resultó difícil asimilar el significado y el valor del contenido. No le cabía en la cabeza que aquellas ridículas reliquias fuesen motivo para matar a nadie, que el pobre Constantino hubiese tenido que morir tal vez porque alguien creía que aquel sobre estaba en su casa.

Cuando le dio el dinero a la mujer y ésta le hizo entrega del sobre, Francesca sintió un mareo que le nacía en el estómago, como en aquella otra ocasión, cuando supo que había transportado a Londres un Mauricio Azul sin sospechar nada. Invadida por un repentino aturdimiento, Francesca salió a toda prisa de la tienda y corrió por la Via Nizza como si le fuera la vida en ello hasta llegar a una parada de taxis. Se subió a uno de los coches que aguardaban allí.

—Al Meridien —dijo, sin aliento, desoyendo así la advertencia de Gregor de que diera un rodeo pasando por la estación.

Una vez en el hotel, se echó a los brazos de Gregor, que la esperaba en el vestíbulo sin llamar la atención. Toda la tensión que había acumulado en su interior estalló de súbito, y rompió a llorar desconsoladamente.

—¡Todo ha ido bien! —sollozó—. Tengo lo que buscabas.

Gropius le cogió el sobre de la mano y desapareció sin decir palabra hacia los servicios de caballeros de la planta baja. Cuando regresó, le hizo una señal a Francesca para transmitirle que había hecho un buen trabajo y se dirigió hacia la sala de cajas fuertes del hotel, que estaba justo detrás del mostrador de recepción.

—¿Qué quieres hacer ahora? —preguntó Francesca cuando Gregor se hubo deshecho del valioso sobre y se sentó junto a ella en el vestíbulo.

Francesca aún iba disfrazada, y a Gropius le costó contener la risa. Sin embargo, la pregunta resonó en su cabeza: «¿Qué quieres hacer ahora?». Él mismo se preguntó cómo podía estar tan sereno. En lugar del éxito, sentía un extraño abatimiento, como si lo atormentara la mala conciencia. Aun así, no era culpable de nada en absoluto, tan sólo se había adelantado a otros que se habían consagrado al mal.

—No lo sé —respondió, en honor a la verdad, para no herir a Francesca con su silencio—. Necesito un par de días.

Acuciado por los desordenados pensamientos que cruzaban por su mente como una lluvia de meteoritos, cada pregunta que se planteaba suscitaba nuevos interrogantes en lugar de resolver nada. Lo que más desconcertaba a Gropius era por qué Schlesinger, que había encargado en un principio los análisis de ADN, les había dado tanto valor. A fin de cuentas, ya tenía en su posesión material suficiente como para que alguien le hubiese pagado diez millones. ¿Por qué encargar, entonces, más análisis? ¿Habría estado fanfarroneando Schlesinger, o tal vez sólo intuía que obtendría la prueba de la identidad de Jesús de Nazaret? ¿Habrían hecho Schlesinger y De Luca causa común, y todo aquello no era más que un sofisticado complot? ¿Habría puesto Schlesinger un esqueleto cualquiera en la tina de piedra, y habría preparado De Luca un ADN falso?

Francesca, como si tuviera la habilidad de leer el pensamiento, comentó de pronto:

—Te preocupa imaginar que podrías haber caído en la trampa de dos estafadores insidiosos llamados Schlesinger y De Luca, ¿verdad?

—Verdad —repuso Gropius—. ¿Cómo lo has sabido?

—¡Porque eso ha sido lo primero que he pensado yo!

—¿Qué lo desmiente? —Gropius miró a Francesca, expectante.

—Tanto Schlesinger como De Luca eran científicos reconocidos, cada cual en su rama. ¿Por qué iban a involucrarse en un asunto turbio que, de ser descubiertos, habría representado el final de sus carreras? No, creo que cada uno de ellos tenía una prueba de la muerte de Jesús de Nazaret. Esas dos pruebas juntas representaban una síntesis concluyente. Por eso debían morir.

Gropius escuchó las palabras de Francesca con actitud crítica. Con los codos apoyados en las rodillas, reflexionó. Al cabo de un momento, dijo:

—En última instancia, eso querría decir que yo soy el siguiente.

Más o menos en ese mismo instante, Sheba Yadin salió del hotel Diplomatic y emprendió camino hacia el café del Corso Belgio para reunirse, como habían acordado, con la señora Selvini. Sin embargo, ésta no se presentó. Al cabo de una buena media hora y dos caffè latte, tuvo la desagradable sensación de que algo no iba bien. La señora Selvini, con la que se había visto el día anterior, le había dado una impresión contradictoria.

Le había llamado la atención que la mujer estuviera tan nerviosa, en todo caso, más que ella misma, aunque Sheba lo había achacado a la respetable cantidad de dinero que estaba en juego en su reunión.

Por eso, la israelí decidió dirigirse al instituto de De Luca. Aún era de día, pero en una sala del primer piso brillaba una luz intensa. La puerta del jardín de la entrada estaba abierta y, puesto que nadie contestó a la llamada del timbre, Sheba entró en la propiedad y se dirigió hacia la entrada. En la puerta, cerrada, se anunció dando golpes y voces. Sheba, impulsada por un mal presentimiento, se dispuso a rodear la casa. Todo estaba en silencio. Sólo se oían los trinos de los pájaros entre los pinos del jardín. Sheba esperaba poder echar un vistazo al interior del edificio por una de las ventanas de la planta baja; sin embargo, los cristales eran opacos y no dejaban ver nada.

En la parte de atrás encontró otra entrada que en otros tiempos había sido para el servicio. La puerta estaba abierta, y Sheba quiso dar media vuelta. Sintió miedo. Sin embargo, se acercó a la entrada, donde la recibió una corriente de aire frío.

—¿Hay alguien? —llamó en inglés.

No obtuvo respuesta.

El oscuro pasillo estaba alicatado con azulejos violetas y desprendía ese decadente encanto de principios del siglo XX. De las paredes colgaban grabados de Piranesi con vistas de antiguas ciudades. Olía a humedad. El pasillo terminaba en una puerta doble de madera con cristales esmerilados por los que se entreveía, desfigurado, un salón con muebles antiguos.

Sheba llamó a la puerta y abrió.

—¿Hay alguien? —volvió a preguntar, alzando la voz.

Un reloj de pie, de al menos tres metros de alto y provisto de un enorme péndulo de latón, emitía su despiadado tic-tac. A mano derecha había una escalera de madera con una barandilla de grandes columnas en espiral que conducía al piso de arriba. Los tablones crujieron a medida que Sheba fue pisándolos al subir. Ése fue el último sonido que oyó la israelí.

Cuando llegó al descansillo de arriba y se volvió hacia la izquierda, donde había una puerta de la que salía una luz de fluorescente, notó un golpe fuerte y certero en el cuello, y una intensa corriente eléctrica le paralizó las extremidades. Se desplomó en el suelo, inconsciente. Tuvo la sensación de que era ligera como una pluma, sintió que la llevaban hacia una luz resplandeciente y la tumbaban sobre una superficie fría. Aún llegó a sentir un pinchazo en el brazo derecho, un leve pellizco, una sensación casi agradable, y después todo se convirtió en un muro bilioso e impenetrable. Sheba notó que la vida abandonaba su cuerpo. Lo único que podía mover eran los dedos. Con sus últimas fuerzas y un solo dedo, dibujó un signo sobre la superficie fría que la sustentaba. Un frío remolino se la llevó de allí, y luego reinó un silencio gélido.

La señora Selvini regresó hacia las cinco de la tarde. Desde el fallecimiento de De Luca, que la había afectado mucho porque el profesor no sólo había sido su jefe, sino también su amante, era la única habitante de la vieja villa. Vivía retirada en el desván, bajo el tejado, en dos pequeñas habitaciones abuhardilladas con vistas al parque. Diez años atrás, De Luca la había sacado de un laboratorio genético de Bolonia y se la había llevado a Turín. Ella había aceptado su oferta de muy buena gana, puesto que De Luca tenía renombre como investigador y, además, estaba interesado en su vida privada… Al principio sólo era una suposición que, no obstante, había resultado acertada. Juntos habían dirigido el Instituto Prof. Luciano de Luca, una reconocida institución en el campo de la biotecnología y el análisis, al menos hasta hacía dos años, cuando el profesor empezó a sentir una especie de miedo existencial y a dedicarse a negocios que se movían en los límites de la legalidad, pero que les proporcionaban mucho dinero. Desde entonces, el instituto de la orilla derecha del Po era particularmente conocido en determinados círculos.

La señora Selvini se sobresaltó al ver a los dos carabinieri que montaban guardia a la entrada del instituto.

—¿Podrían explicarme qué sucede aquí? —preguntó con brusquedad.

Uno de los agentes le cortó el paso y, sin contestar a su pregunta, le espetó:

—¿Quién es usted?

—La signora Selvini. Vivo aquí, si no tiene usted nada en contra. ¿Qué ha ocurrido?

El carabiniere se negó a responder, y, en lugar de eso, dijo con rotundidad:

—¡Sígame, signora!

Sin salir de su asombro, la mujer vio que el agente la llevaba hacia la entrada trasera, que nunca utilizaba nadie, y al ver la puerta abierta creyó que se había cometido un robo de los que no eran poco habituales en el vecindario.

El carabiniere la llevó ante un comisario, con el rostro lleno de arrugas y el pelo rizado, que estaba en mitad del salón habiéndole a un dictáfono.

—Primero quisiera saber cómo han entrado ustedes aquí —dijo la señora Selvini, con gran insistencia en la voz.

—La puerta estaba abierta —repuso el comisario, y se guardó el dictáfono en el bolsillo—. Soy el commissario Artoli. ¿Puede identificarse?

—Yo me llamo Selvini —contestó la mujer, y empezó a rebuscar en su bolso, disgustada.

Al hacerlo, enseñó sin darse cuenta un fajo de billetes. Tras una fugaz mirada al documento de identidad, que de pronto ya no parecía interesarle tanto, el comisario comentó con un deje de ironía:

—¿Siempre lleva tanto dinero encima, signora?

—¡Eso es asunto mío, commissario! —replicó ella, molesta.

—Sin ninguna duda, siempre que no se trate de un dinero ganado ilegalmente que no se declara al fisco. Pero seguro que puede usted explicarme la procedencia de esos billetes.

Acorralada, la señora Selvini pasó al ataque:

—¡O me dice ahora mismo qué es lo que está ocurriendo aquí o desaparecen, y me quejaré a su superior!

Artoli, la tranquilidad personificada, compuso una sonrisa insidiosa, tendió la mano y dijo:

—¿Tendría la bondad de dejarme el bolso con el dinero?

¿Cómo debía reaccionar? La sospecha más obvia era que esa Sheba Yadin, de la que había desconfiado desde un primer momento, le había tendido una trampa. La señora Selvini sabía que no se le daban nada bien los negocios turbios en los que había estado metido De Luca.

—¿Estoy obligada a ello? —repuso a la petición del comisario.

—En este caso, sí, signora.

—¿En qué caso, commissario?

El comisario seguía sonriendo.

—Seguro que no sabe cómo ha llegado a su laboratorio el cadáver de una mujer.

—¿Qué cadáver?

—Una tal Sheba Yadin.

—¿Sheba Yadin? ¡No puede ser!

—¿La conoce?

—Sí, bueno, no. El dinero que llevo en el bolso es de ella.

Apenas hubo pronunciado la frase, supo que había cometido un error, pero se le había escapado sin más. Desconcertada, puso el bolso en manos del comisario y subió corriendo la escalera.

En la puerta del laboratorio, soltó un grito: sobre la mesa, velada por vasos, recipientes, cánulas e instrumentos electrónicos de medición, había una joven con el pelo corto y rubio, vestida con un elegante traje beige. Tenía un pie enfundado en un zapato oscuro de tacón alto, el otro zapato estaba tirado en el suelo. El brazo izquierdo yacía junto al cuerpo, el derecho colgaba medio doblado por el borde de la mesa. No tenía los ojos del todo cerrados y aún se podía entrever el brillo de los globos oculares.

—¿De verdad está muerta? —preguntó la señora Selvini con inseguridad.

El comisario, que la había seguido, asintió con la cabeza.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Quién es?

—Eso quería preguntarle yo a usted —respondió el comisario, y se acercó mucho a ella—. Se llama Sheba Yadin. Debería usted conocerla. Acaba de decir que…

—¡Qué va! —lo interrumpió la mujer, y se frotó los ojos con una mano—. Ésa no es Sheba Yadin. ¡Hoy mismo he hablado con Sheba Yadin y me ha dado el dinero!

—¿Conocía desde hace mucho a la signora Yadin?

—No. Sólo conocía su nombre. Era la mujer, o la amiga, de un arqueólogo que nos había encargado unos análisis. Me ha pagado ese dinero por unas pruebas que se llevaron a cabo en nuestro instituto. Nadie podía saber nada de ese encargo, y nadie más me habría pagado tanto dinero por ese análisis. No tenía ningún valor para nadie más.

—De manera que, ¿insiste en que esta mujer no es Sheba Yadin?

—¡Se lo juro por san Lorenzo y por todos los santos!

El comisario le puso un pasaporte ante los ojos. La fotografía del documento mostraba a una joven con una melena larga y oscura; pero, aunque la mujer inerte de la mesa del laboratorio llevaba el pelo corto y rubio, no era difícil ver que se trataba de la misma persona. El nombre del pasaporte estaba escrito en alfabeto hebreo y latino: Sheba Yadin.

—¡Dios mío! —balbuceó la señora Selvini, y se quedó mirando al comisario con desconcierto. Estaba completamente aturdida—. ¡Dios mío! —repitió—. No entiendo nada.

Signora, debe de tener alguna explicación de por qué hay una mujer muerta en la mesa de su laboratorio y por qué lleva en el bolso la misma cantidad de dinero que llevaba ella: veinte mil euros.

—¿Que llevaba…?

—¡… veinte mil euros en el bolso! Si me permite el comentario, signora, prescindiendo de la cantidad, se trata de algo de lo más insólito y, sin duda, no es ninguna casualidad. Empiezo a sospechar que ha cerrado usted un trato con Sheba Yadin y que las dos se han repartido la cantidad a partes iguales. A lo mejor entonces ha surgido una disputa y la signora Yadin ha acabado de mala manera. ¿Ha sido así?

La señora Selvini gritó:

—¡No, no, no! No he tenido nada que ver con el asesinato. ¡Ni siquiera conozco a esta mujer!

—¿No ha dicho que el dinero que llevaba en el bolso era de Sheba Yadin? Bueno, ¿qué es lo que debo creer, signora Selvini? ¡Diga la verdad de una vez!

—¡La verdad, la verdad! Ya le he dicho la verdad. Me he encontrado con Sheba Yadin en un café del Corso Belgio, le he entregado los dos análisis de ADN y ella me ha pagado veinte mil euros.

—¿Testigos?

—¡La signora Yadin!

—¡Pero si yace muerta ante nosotros! —El comisario alzó la voz amenazadoramente.

—Pues Sheba Yadin tenía una doble…

—… que le ha entregado a usted veinte mil euros como si tal cosa, sin recibo, sin nada de nada.

—Sí. Así ha sido. —La señora Selvini hablaba con auténtica desesperación.

Se le humedecieron los ojos, pero no de dolor, sino de rabia, de rabia por haberse metido en aquella situación sin salida.

Un agente de criminalística, vestido con un mono de papel blanco y guantes blancos de látex, los hizo a un lado. Con un pincel y un aerosol iba aplicando en determinados lugares del laboratorio nubes de polvo de grafito para extraer huellas dactilares con la ayuda de láminas adhesivas transparentes. De vez en cuando, el hombre producía sonidos de los que podía deducirse que su trabajo se desarrollaba de una forma prometedora.

Commissario! —El hombre del mono blanco de pronto sostuvo en alto un pequeño objeto, un frasco de plástico que llevaba escrito «Clorfenvinfos».

—¿Qué es eso? —preguntó el policía sin tocar el frasco.

—¡Un insecticida letal! Por lo que sé, ya se han producido algunos asesinatos con este veneno.

—¿Es de su laboratorio, ese frasco? —preguntó el comisario a la señora Selvini.

—¡Somos un laboratorio de biotecnología, no un taller de alquimia! —espetó la mujer a disgusto, y prosiguió—: Cada vez me da más la impresión de que quiere acusarme de esta muerte.

—¡En absoluto! Pero a lo mejor debería advertirle de que, en vista de las primeras investigaciones, será difícil no relacionarla con el asesinato. Lo que me ha dicho hasta el momento, en todo caso, habla más en su contra que a su favor: un cadáver en su casa; una muerta cuyo nombre usted conocía y cuya identidad, no obstante, niega; una respetable cantidad de dinero en su bolso, igual que en el de la muerta, y ¿ahora quiere decirme que usted no ha tenido nada que ver, signora?

La mujer comenzó a chillarle que era un comunista, o un mañoso, y todo lo que se le ocurrió en su arrebato de exaltación, y que sobre todo, gritó con ojos fulgurantes, desde aquel momento no le diría una sola palabra más, e insistía en hablar con un abogado.

Contempló unos instantes cómo el agente de criminalística hacía su trabajo, después olvidó todas sus amenazas y le preguntó al comisario:

—¿Cómo ha averiguado que habían asesinado a esta mujer y que su cadáver estaba aquí?

—Una llamada anónima a jefatura. Una voz de hombre con acento extranjero ha dicho que en el instituto del professore De Luca había una mujer muerta. Esas llamadas son bastante frecuentes y al principio siempre creemos que son bromas pesadas. Por eso sólo hemos enviado un coche patrulla con dos carabinieri. Se han encontrado con todas las puertas abiertas y, después de registrar la planta baja, han descubierto el cadáver aquí arriba.

El forense, un hombre larguirucho y de aspecto juvenil, con el pelo oscuro peinado hacia adelante, lo cual le hacía parecer un cesar romano, había estado trabajando hasta ese momento sin llamar la atención. Fue a buscar en aquel instante la bolsa que había dejado a la entrada del laboratorio y se dispuso a desaparecer de nuevo, también sin llamar la atención.

—¡Un momento, dottore! —lo detuvo el comisario—. ¿Hora de la muerte?

—Hace entre dos y tres horas.

—¿Causa de la muerte?

—Es difícil decirlo. Mañana antes de las cinco de la tarde tendrá mi informe. En todo caso, el pliegue del codo derecho presenta un pinchazo. Hasta mañana no podré confirmarle con seguridad si eso guarda una relación causal con la muerte de la mujer.

Ya había oscurecido, y el agente de criminalística le dio a entender al comisario que podía llevarse el cuerpo y entregárselo al forense. Dos hombres, uno bajo y fuerte, el otro alto y delgado, llegaron con un cajón de plástico en forma de bañera y realizaron su trabajo con expresión de indiferencia.

En la mesa del laboratorio donde había yacido la fallecida, el hombre del mono blanco empezó a buscar más pruebas. Encontró dos pelos que, con ayuda de unas pinzas, metió en una bolsita de plástico transparente. Cuando estuvo seguro de que no encontraría más restos orgánicos, se puso a buscar huellas dactilares y empolvó toda la superficie de la mesa. Entonces realizó un extraño descubrimiento.

Entre diferentes huellas dactilares e irrelevantes marcas de arrastre, gracias al polvo de grafito, apareció también una señal fácilmente reconocible: tres grandes letras latinas, torcidas y desplazadas como si hubiesen sido garabateadas a ciegas y con los dedos desnudos sobre la mesa del laboratorio.

—¡Commissario, venga a ver esto! ¿Qué significa?

El policía se acercó y leyó «IND». Se encogió de hombros y sacudió la cabeza.