Capítulo 12

En el avión hacia Tel Aviv, Gropius tenía presente la imagen de Sheba Yadin. Nunca había visto a Sheba, ni siquiera tenía una fotografía suya, pero, en un congreso en Tel Aviv al que había asistido con Veronique algunos años atrás, los ojos oscuros de las israelíes se le habían grabado en la memoria. Sheba, de eso estaba seguro, era una figura clave de toda aquella conjura. Ella sabía cómo había conseguido Schlesinger los diez millones, y seguramente sabría mucho más. Tenía que encontrarla.

El viaje hacia la primavera, que ya hacía tiempo que había llegado al Mediterráneo oriental, no le resultó inoportuno. Tal vez podría olvidar durante un par de días la frustración que se había apoderado de él, y también el miedo, que era su constante compañero desde hacía meses. Desde el desafortunado encuentro con Francesca, Felicia había preferido castigarlo con un silencio gélido, y la italiana, después del ataque en la habitación de su hotel, había partido de forma precipitada.

Tras un vuelo de cuatro horas bajo un cielo de un azul intenso, el avión de El Al aterrizó en el aeropuerto Ben Gurión. Un taxista callado lo llevó en veinte minutos a la calle Hayarkon, donde se encontraban la mayoría de los hoteles de la ciudad. Gropius había reservado una habitación en el Dan Tel Aviv, con una vista espectacular sobre el mar y la playa, donde ya retozaban los primeros bañistas. Mientras dejaba pasear la mirada desde el balcón hasta donde se fundían la claridad y la oscuridad del cielo y del mar, inspiró hondo el tibio aire de la primavera.

A la mañana siguiente se dispuso a buscar a Sheba Yadin. La calle Beit Lechem no se encontraba en un barrio muy distinguido. Llamaban la atención los numerosos timbres y cartelitos con nombres de cada edificio de viviendas, la mayoría de los cuales Gropius no era capaz de leer. Encontró a un joven hasid con barba, vestido de negro y con una kipá en la cabeza, que hablaba inglés y se mostró poco comunicativo al principio, pero después estuvo dispuesto a acompañarlo a la dirección indicada.

En el tercer piso de un gran edificio de apartamentos de alquiler, el hasid tocó al timbre de la puerta de en medio de las tres que había y se despidió con un educado «shalom».

Abrió la puerta una mujer de mediana edad, con una melena larga y oscura que llevaba recogida en un moño en la nuca. Miró al extraño con desconfianza, de arriba abajo. Cuando Gropius le dijo su nombre y le explicó en un inglés tosco que estaba buscando a Sheba Yadin, los rasgos de la mujer se relajaron un poco.

—¿Es usted alemán? —preguntó—. Parece alemán.

Gropius, estupefacto, se dio cuenta de que la mujer le estaba hablando en su idioma.

—Sí —respondió, y añadió otra pregunta—: ¿Habla usted alemán?

—Mi padre era de Alemania —repuso la mujer con crudeza—, pero no hay que hablar de eso. ¿Es amigo de Schlesinger?

Gropius se sobresaltó. ¿Cómo debía reaccionar?

—¿Sabe que Schlesinger está muerto?

—Lo sé —respondió ella—. ¿No quiere pasar?

—¿Es usted…? —empezó a preguntar Gropius mientras entraba en una sala fría, apenas amueblada, con suelos de piedra.

—… la madre de Sheba —terminó de decir la mujer, y asintió—. ¿Qué quiere de Sheba, señor…?

—¡Gropius! No sé si sabrá usted que su hija tenía una, bueno, una relación con Schlesinger.

—¡Siempre estuve en contra de eso! —le aseguró la señora Yadin, exaltada—. Pero la chica no escucha nada de lo que le dice su madre. Desde que murió el padre de Sheba, hace lo que le da la gana. Ahora, la cosa se ha solucionado, supongo.

—¿Sheba sigue viviendo aquí, con usted? —preguntó Gropius.

—Viene muy poco a casa. Desde que ha sabido de la muerte de Schlesinger está por los suelos. Al principio llegó a darle vueltas a la idea de dejar su profesión porque recordaba todos los días a ese Schlesinger.

—¿Su hija es arqueóloga?

—Y por lo visto muy buena. Hasta que conoció a Schlesinger. Desde entonces sólo ha tenido a ese hombre en la cabeza.

Si quiere saber lo que pienso, señor Gropius, no me da especial lástima que Schlesinger haya muerto.

—¿Lo conocía?

—No, nunca lo vi, aunque parece que incluso quería casarse con Sheba.

—¡Pero si Schlesinger estaba casado!

—Eso ya lo sé, pero quería separarse. O eso decía Sheba.

—¿Dónde se encuentra Sheba en estos momentos?

—En algún lugar del desierto, cerca de Beersheva, a más de cien kilómetros al sur de aquí. Un lugar horrible al borde del Néguev, pero una ciudad con mucha historia. Está allí excavando con un arqueólogo francés, Contenau, o algo por el estilo.

—¿Contenau, tal vez? ¿Pierre Contenau?

—Sí, creo que se llama así. ¿Lo conoce?

—He oído hablar de él. Creo que ha descubierto una ciudad israelí de tres mil años de antigüedad.

—Yo no sé para qué sirve todo eso, pero a Sheba le divierte mucho andar cavando en la tierra. Bueno, no tengo nada en contra, siempre que le paguen por ello. ¿A qué se dedica usted, señor Gropius?

Esforzándose por quitarle importancia a su profesión, respondió:

—Me ocupo de que la gente esté sana.

—Ah, ¿es usted médico? ¿Con una consulta y todo?

—Sí —contestó él, apocado.

—¿Por qué busca a Sheba, doctor Gropius? ¿No estará enferma?

—¡Claro que no! —Gregor intentó tranquilizar a aquella mujer tan temperamental—. Es sólo que soy un amigo de la familia, y la muerte de Schlesinger ha dejado un par de preguntas por resolver que sólo puede contestar su hija. No tiene de qué preocuparse.

La señora Yadin lo miró con escepticismo. «Seguramente eres un pésimo actor o un mal mentiroso —pensó Gropius—, o, lo que sería aún peor, las dos cosas a la vez». La situación le resultaba embarazosa.

En el silencio que siguió, la mujer le planteó una repentina pregunta:

—¿Por eso ha volado de Alemania a Israel?

Gropius se encogió de hombros.

La señora Yadin, con curiosidad, comentó:

—¿De qué se trata? ¿A lo mejor yo podría ayudarlo, doctor Gropius?

—¡No, no lo creo! —le aseguró Gregor—. Se trata de un par de problemas profesionales sobre los que quizá Schlesinger habló con Sheba.

—¿Se refiere a las excavaciones de Jerusalén?

—Sí, a eso me refiero.

Entonces, el semblante abierto de la mujer se ensombreció de un momento a otro y dijo:

—Sí, en eso no puedo ayudarlo. Lo siento, y ahora, discúlpeme. —Se levantó con la intención de acompañar a Gropius a la puerta.

—Dicen que lo de Schlesinger no fue un accidente, sino un atentado con bomba —comentó Gropius, mientras se marchaba.

—La gente habla mucho —repuso la señora Yadin—. Ya sabe que los judíos somos grandes narradores de historias. En cualquier caso, yo no sé nada de eso.

Gropius señaló una fotografía que estaba en un marco plateado sobre un aparador de altura media.

—¿Es su hija Sheba?

—Sí —respondió la madre sin dar más detalles.

—Es muy guapa —prosiguió Gregor.

No lo dijo por cortesía. Sheba era una auténtica belleza. Tenía el pelo negro y largo. Sus ojos oscuros y sus altos pómulos le conferían un atractivo exótico que se veía realzado por un lunar en la mejilla izquierda.

Gropius se despidió, meditabundo.

Ya en la calle, caminó un rato hasta la parada de taxis más cercana, ante un hotel, dos calles más allá. El sol le caía en la cara, era agradable, y empezó a reflexionar. Su desconfianza ante la madre de Sheba era por lo menos tanta como el recelo con que la mujer lo había afrontado a él. Estaba claro que ella sabía mucho más sobre la relación entre Sheba y Schlesinger, aunque no hubiese llegado a conocerlo. Sin duda había un motivo por el que la conversación había quedado interrumpida tan repentinamente al mencionar el extraño accidente. Por lo menos, Gropius ya sabía dónde encontrar a Sheba, así que decidió viajar a Beersheva ese mismo día.

En el hotel, Gropius alquiló un Chrysler blanco con aire acondicionado y se dirigió camino al sur por la Al, que unía Tel Aviv con Jerusalén, torció por la A4 en dirección a Gaza y treinta kilómetros después llegó a la carretera nacional 40, que se extendía desde allí por el paisaje estepario, interrumpido de vez en cuando por un verde exuberante. A unos veinte kilómetros de Beersheva, el paisaje pasaba a ser el del desierto kárstico del Néguev, donde el ocre y el marrón dominaban la vista allí donde no había gigantescos dispositivos de riego que transformaran el desierto en un paraíso.

Era jueves, y Beersheva estaba abarrotado de gente, pues ese día siempre había mercadillo beduino y el ilustre acontecimiento atraía a personas de todo Israel. En el casco antiguo, que fue trazado hace un siglo por ingenieros alemanes partiendo de cero y, por ello, era un tablero de ajedrez de calles rectas que se entrecruzaban, Gropius logró encontrar una habitación libre en un hotel con el nombre de Hanegev, no muy lejos del museo de la calle Ha’atzmaut, alojado en una antigua mezquita turca.

El portero era un judío ucraniano llamado Vladimir que le explicaba a todo cliente nuevo en su propio idioma, mezcla de yiddish, ruso e inglés, que en su ciudad natal de Sebastopol había sido director teatral. Ese empleado culto y académico, pues, le dijo a Gropius que Pierre Contenau se encontraba con su equipo al norte de la ciudad, a un par de kilómetros, en Tell Beersheva; en todo caso, allí lo encontraría a partir del día siguiente. Se miró el reloj y, alzando el dedo índice, anunció que el profesor detenía su trabajo al mediodía, a causa del calor.

A la mañana siguiente, Gregor Gropius se levantó temprano. No le costó mucho, puesto que el hotel era muy ruidoso, y la ciudad, por lo visto, se ponía en marcha con los primeros rayos de sol. El desayuno era frugal, según la costumbre del lugar, y consistía sobre todo en pescado, queso quark y queso fresco, pero el pan blanco y esponjoso estaba delicioso.

Con un incesante torrente de palabras y gesticulando con los brazos, el recepcionista de pasado teatral le indicó el camino hacia Tell Beersheva, al este por la carretera general 60, en dirección a Hebrón.

Cuando Gropius llegó a la gran extensión de colinas atravesadas por viejas murallas y canales y aparcó el coche junto a una calle polvorienta y sin asfaltar, el sol aún estaba bajo y las sombras se alargaban sobre las excavaciones. Había un cartel que indicaba hacia un pequeño museo y una cabaña de madera que se alzaba sin motivo aparente en el paisaje kárstico. Un hombre con vestimenta palestina se le acercó dando grandes voces. Cuando estuvo más cerca, Gropius reconoció el rostro oscuro y curtido de un hijo del desierto con plateados cañones de barba. En la mano izquierda sostenía un fusil con un anticuado gatillo, quizá pensado más como decoración que para ser disparado.

Fuera como fuese, el hombre hablaba inglés, y Gropius pudo hacerse entender y decirle que era alemán y que estaba buscando a Sheba Yadin. El hombre se negó en redondo a llevarlo hasta ella. Es más, le exigió que esperara en su coche, que ya vería lo que podía hacer por él, sin dejar de apuntarlo amenazadoramente con el fusil.

A pesar de que aún era temprano, el aire empezaba a centellear sobre los restos de muros que las excavaciones habían hecho salir a la luz. Un dispositivo de riego producía una lluvia artificial. Olía a tierra húmeda. Gropius miraba con impaciencia hacia el este, donde el palestino había desaparecido tras un terraplén.

Cuando el hombre, al cabo de una espera interminable, volvió a salir a pleno sol, le dijo a gritos desde lejos que la señorita Yadin hacía mucho que ya no trabajaba allí y que el señor Contenau no quería que lo molestaran. De reojo, Gropius reparó en que lo estaban observando con unos prismáticos desde la cabaña de madera.

El profesor fingió no darse cuenta de nada. Sin embargo, tampoco quiso darse por satisfecho con el anuncio del palestino, y le pidió al anciano que informara a Contenau de que el profesor Gropius de Munich quería hablar con él. El palestino volvió a alejarse, aunque esta vez en otra dirección.

Al cabo de pocos minutos, desde el lugar donde se ocultaba el vigilante, se le acercó un hombre cuyo aspecto, vestido de lino caqui y con un salacot en la cabeza, dejaba suponer fácilmente que se trataba de Contenau.

—¡Bien venido a Tell Beersheva! —dijo, en francés.

—Gracias, monsieur —contestó Gropius—. ¡Me ha costado una gran labor de persuasión convencer a su perro guardián de que me anunciara!

Contenau se echó a reír.

—Sí, a veces Yussuf exagera un poco. Disculpe la pregunta, pero ¿también es usted arqueólogo?

—No —respondió Gropius—. Soy médico, pero estoy aquí por uno de sus colegas.

—¿Schlesinger?

De pronto aquel nombre pendió como un mal augurio en el paisaje abrasador. Gropius tuvo la impresión de que Contenau lamentaba haber mencionado tan espontáneamente el nombre de Schlesinger.

—Sí, Schlesinger —corroboró—. ¿Lo conocía?

Contenau se enjugó el sudor de la frente con una manga y cerró los ojos un momento.

—Depende de lo que entienda por conocer —comentó al cabo de un instante—. Los dos teníamos la misma especialidad, arqueología bíblica. Éramos más competidores que amigos. Aunque eso no impedía que, cuando nos veíamos, fuéramos a tomar algo juntos, como comprenderá.

—¡Por supuesto! —aseguró Gropius, y guiñó un ojo. Yussuf, mientras tanto, se les había acercado y se había sentado a la sombra del Chrysler de Gropius. Miraba a lo lejos sin tomar parte en la conversación, sosteniendo el arma derecha entre las piernas dobladas. Con voz grave, Gropius prosiguió—: Dicen que el accidente de coche de Schlesinger en realidad no fue un accidente.

Contenau se acercó un paso y preguntó:

—¿Y qué fue?

—Un ataque, un atentado. ¡Una acción muy premeditada!

—¿Quién lo dice?

—Entre otros, usted mismo, monsieur. Al menos eso es lo que afirma el doctor Rauthmann, del Instituto Arqueológico de la Universidad Humboldt de Berlín.

—A los que son como Rauthmann se los llama laveuse… Creo que en su idioma se dice cotilla.

Gropius miró fijamente a Contenau con los ojos entrecerrados por la cegadora luz del sol, pero también porque quería transmitirle a su interlocutor que no creía mucho en sus palabras. Después espetó:

—Así pues, ¿no sabe usted nada de que Schlesinger sufriera un atentado?

Contenau negó a disgusto con la cabeza.

—¿Ha venido usted, monsieur Gropius, para descubrir algo sobre Schlesinger? Schlesinger está muerto. Déjelo en paz.

—¿Cómo se ha enterado de que Schlesinger está muerto? —Gropius miró al francés con expectación.

Éste se enjugó la frente una vez más. Esta vez, sin embargo, no por el calor, sino más bien por apuro.

—Por Sheba Yadin, supongo —respondió, bastante disgustado—. Los dos se conocían desde hace mucho.

—Su madre me ha dicho que encontraría aquí a Sheba. Cree que está trabajando para usted.

—¿Para mí? —Contenau se indignó—. Escuche, monsieur, su interrogatorio está empezando a ponerme nervioso. Me siento como si tuviera que rendirle cuentas a alguien. ¿Qué es todo esto? Yo no tenía nada que ver ni con Schlesinger ni con Sheba Yadin. ¡Ahora, si me disculpa…!

Le dirigió un par de palabras en árabe al palestino, con lo que éste se levantó y corrió en dirección a la caseta de las excavaciones.

—Debería dar este tema por zanjado —comentó Contenau, y aún se volvió brevemente una vez más—. Créame, no se está haciendo ningún favor a sí mismo…

Todo aquello le daba mala espina. Una vez de vuelta en el hotel, Gropius se había tendido en la cama para recuperar las horas de sueño perdidas. Despertó con la garganta reseca y con la convicción de que Contenau debía de tener algún interés en alejar a Sheba de él. La sed lo hizo bajar al restaurante a por una botella de Edén, una insípida agua mineral sin gas que bebió bastante a regañadientes.

Beersheva, una ciudad de cien mil habitantes procedentes de todos los rincones del mundo, no resulta especialmente seductora para el visitante. El casco antiguo, en el sur, se asemeja en algunos lugares a una ciudad de buscadores de oro como las que se recuerdan del Lejano Oeste. Por lo demás, Gropius estaba demasiado ocupado con sus propios problemas como para pensar en visitar la ciudad. Le interesaba muchísimo más la cuestión de dónde encontrar a Sheba. Ni siquiera se planteó la opción de abandonar.

Vladimir, el director teatral de Sebastopol, se había convertido en su aliado. Gropius había emocionado al anciano hasta el punto de hacerlo llorar al recitarle un par de líneas de un monólogo de Fausto en el idioma de Goethe:

Liberados del hielo quedan el río y los arroyos, gracias a la mirada dulce y vigorosa de la primavera. En el valle verdea la dicha de la esperanza. El viejo invierno, ya debilitado, se retira a las rudas montañas.

El único monólogo, por cierto, que recordaba aún de sus años de escuela.

Gropius le pidió ayuda a Vladimir para encontrar a Sheba Yadin, una joven arqueóloga de Tel Aviv, y Vladimir se mostró muy confiado en poder dar con ella, ya que conocía a mucha gente en Beersheva. Sin embargo, las esperanzas de Gropius se vinieron abajo ya al día siguiente, porque Vladimir, tras extensas investigaciones, había descubierto que aquella arqueóloga no había excavado nunca en Tell Beersheva.

Tan confuso como desanimado, Gropius fue a cenar algo a un restaurante del final de la calle donde estaba el hotel. Allí, un hombre se acercó a él. Lo reconoció en seguida, a pesar de que esta vez iba vestido de una forma muy diferente, con ropa actual. Era Yussuf, el vigilante de Tell Beersheva, y le preguntó con educación si podía sentarse a su mesa. Gropius le ofreció una silla.

Se quedaron sentados el uno frente al otro sin decir nada durante largo rato. De vez en cuando, Yussuf miraba a Gropius con afabilidad y, cuando sus miradas se cruzaban, el palestino asentía con la cabeza. Eso se repitió varias veces, hasta que Yussuf empezó a hablar:

—Hace fresco esta noche, ¿no le parece?

—Oh, sí, pero es muy agradable —repuso Gropius.

Volvió a producirse un largo silencio, durante el cual el anciano se sacó del bolsillo unos pistachos y comenzó a descascarillarlos con los dientes.

Gropius no sabía qué pensar, si el encuentro había sido casual o si el palestino tenía algo que contarle. Casi experimentó como salvación la repentina pregunta de Yussuf:

—¿Qué quiere de la señorita Yadin?

—¿La conoce? —preguntó el profesor, exaltado.

Al palestino se le demudó el rostro, pero no respondió.

—Tengo que hablar con ella —empezó a decir Gropius—. Sheba Yadin era amiga de Arno Schlesinger, un arqueólogo alemán que, desgraciadamente, ha muerto. Soy amigo de la familia y quiero saber algunas cosas que sólo la señorita Yadin puede contarme.

—Ah, sí, el señor Schlesinger —comentó Yussuf con un suspiro, y asintió con la cabeza.

Gropius, poco a poco, empezó a tener la impresión de que el encuentro no había sido fruto de la casualidad, sino que el anciano iba tras algo de dinero y quería que le pagaran por la información. Sacó dos billetes de cincuenta shequel, de color lila, del bolsillo interior de su americana y se los pasó bajo la mano por encima de la mesa.

El palestino, con ambas manos sobre un bastón, miró el dinero desde arriba casi con asco y, como si hubiese mordido un pistacho amargo, escupió al suelo con fuerza. Se volvió hacia un lado y le dio la espalda a Gropius.

—Está bien, ¿cuánto quiere? —Gropius apenas era capaz de ocultar su nerviosismo.

Con la mirada puesta en el lado contrario de la calle y la serenidad de un patriarca, el palestino respondió:

—Diez mil.

—¿Diez mil shequel? —Gropius hizo cálculos. Eso eran tres mil euros, una cantidad desorbitada para un hombre como Yussuf—. ¿Qué me dará a cambio de ese dinero? —preguntó.

Entonces, el palestino se inclinó sobre la mesa y espetó entre dientes:

—Todo lo que sé sobre el señor Schlesinger y la señorita Yadin. Esa información vale mucho más que diez mil shequel. Créame.

Gropius soltó una risa forzada.

—Escuche, Yussuf, ya sé que los dos tenían una relación y que Schlesinger estaba casado.

—No me refiero a eso —lo interrumpió el palestino—. Me refiero a las excavaciones de Schlesinger en Jerusalén. Por algo pagaba Schlesinger mucho dinero a toda su gente, para que tuvieran la boca cerrada. Sabía muy bien que sus descubrimientos eran muy valiosos para según qué gente. Además, no es usted el primero que viene preguntando por su trabajo. Unos españoles le ofrecieron a Contenau mucho más dinero del que yo le pido, pero Contenau sólo sabía lo que yo le había contado, y me guardé lo más importante para mí. ¡Ahora también yo quiero un poco del pastel! —Rabioso, golpeó en el suelo con su bastón.

Gropius asintió. De pronto vio con claridad por qué el caso Schlesinger era tan desconcertante: porque en él se entrecruzaban las pistas de dos crímenes diferentes. Aún estaba muy lejos de la resolución del caso, pero Gropius vio reforzada su intención de explorar nuevos caminos.

En cuestión de segundos, la desconfianza del rostro de Gropius desapareció, y dejó paso a una inesperada amabilidad.

—Está bien —dijo—. Le hago una propuesta: la mitad en seguida, la otra mitad si sus declaraciones contienen algo nuevo de verdad.

Yussuf lo pensó brevemente, después le tendió la mano abierta sobre la mesa. Gropius comprendió y se la estrechó.

—Tendré el dinero mañana, a primera hora.

El palestino asintió.

—Confío en usted, señor Gropius.

—¿Cómo ha sabido mi nombre? ¿Cómo me ha encontrado aquí?

Yussuf entrecerró los ojos, que hicieron aparecer cien arrugas en su rostro, y dijo:

—Beersheva no es una ciudad tan grande como para perderle la pista a un extranjero. Aquí sólo hay cuatro hoteles. Primero pensé que un europeo respetable como usted se alojaría en el Desert Inn, pero después vi su Chrysler aparcado frente al Hanegev, y Vladimir sabía dónde encontrarlo.

Por lo demás, el palestino se negó a revelarle ni un ápice más de información. Tampoco insinuó nada más sobre Sheba Yadin. Al contrario, insistió en que al día siguiente se encontraran en Jerusalén y en que llegaran hasta allí por caminos separados.

—A mediodía, alrededor de las doce, en el primer andén de la estación de autobuses. ¡Y no se olvide del dinero, señor Gropius! —Antes de marcharse en dirección al casco antiguo, aún masculló—: Quédese sentado y tranquilo. Como comprenderá, no estaría bien que nos vieran juntos.

Gropius no comprendía nada de nada. Miró con desconcierto su plato vacío, en el que durante la conversación le habían servido un delicioso of sumsum, pollo rebozado con sésamo y frito. Miró con disimulo a los comensales de las otras mesas. Se sentía observado, a pesar de que no tenía motivo para ello. Sin embargo, la segura aparición del palestino lo había inquietado en grado sumo. Aquel hombre no era inculto, ni mucho menos, y, como con todos los orientales, nunca se sabía qué opinión se escondía tras su máscara de amabilidad. ¿Y si Yussuf le había tendido una trampa? ¿Por qué se lo llevaba precisamente a Jerusalén, a una ciudad en la que, desde los tiempos bíblicos, era tan fácil desaparecer?

Ese mismo día, Gregor Gropius fue a Jerusalén, que no estaba más que a dos horas en coche hacia el norte. El King David Hotel se encontraba en la calle del mismo nombre y desprendía ese encanto ligeramente decadente de principios del siglo XX. Gropius ocupó una habitación del quinto piso con vistas al parque de la parte vieja de la ciudad.

Había dormido mal y no sabía qué le esperaba, pero seguía teniendo esperanzas de descubrir algo importante sobre Schlesinger. Por eso sacó la cantidad que haría hablar a Yussuf del banco del propio hotel. Puesto que no estaba familiarizado con el tráfico de aquella excitante ciudad, cogió un taxi una hora antes de la cita acordada y se dirigió a la estación de autobuses. Aunque el taxista, un judío polaco, no tomó la ruta más directa —Gropius creyó ver dos veces un mismo edificio—, llegó a la estación media hora antes.

Mientras buscaba a Yussuf entre las ruidosas personas, los mercaderes, los constructores, los trabajadores de las zonas palestinas y las grandes familias que viajaban con todas sus pertenencias a cuestas, se dio cuenta de lo insensato de la aventura en la que se había embarcado. Apretó con los brazos el dinero, que llevaba escondido en dos sobres en el bolsillo interior de la americana. Ni siquiera sabía el nombre completo de Yussuf, y tal vez habría cambiado de opinión sobre el turbio asunto de no ser porque, un instante después, un coche desvencijado se detuvo junto a él. En el asiento trasero iba sentado Yussuf, que abrió la puerta e invitó a Gropius a subir.

Yussuf fue directo al grano y preguntó sin rodeos:

—¿Tiene el dinero, señor Gropius? —Tendió la mano abierta hacia el profesor.

Éste, vacilante, le dio uno de los sobres al palestino, al que apenas reconocía tan acicalado, y Yussuf le hizo una señal al conductor para que arrancara.

Avanzaron por la calle Yafo y se dirigieron hacia el sur por King George V; después, Gropius perdió todo sentido de la orientación.

—¿Adónde vamos? —preguntó con ciertas dudas mientras el conductor, también palestino, llevaba a cabo valientes maniobras evasivas.

—¡Espere a ver! —contestó Yussuf, y puso los ojos en blanco.

Ante ellos apareció la muralla de la ciudad y, allí donde la muralla cambiaba de dirección y torcía hacia el este en ángulo recto, Yussuf le hizo al conductor una señal para que se detuviera.

—Venga, señor Gropius —dijo y, con su bastón, señaló la colina de Sión, sobre la que se alzaban la torre y la cúpula de una iglesia, así como un monasterio. Un estrecho camino conducía colina arriba. Era mediodía, y el sol de la primavera abrasaba sin piedad desde el cielo.

Gropius se había acostumbrado a no preguntarle nada al obstinado palestino. Dejó que las cosas llegaran por sí solas. No tuvo que esperar mucho. Yussuf no tardó en salir de la senda y cruzar la maleza y el terreno pedregoso a grandes pasos. Gropius lo siguió.

El hombre se detuvo ante un muro de piedra, clavó su bastón en el suelo pedregoso como si quisiera colocar un poste de señalización y dijo:

—Aquí es donde el señor Schlesinger excavó por última vez. Yo era su capataz y conocía cada una de estas piedras, no había ningún saliente de roca ni ninguna formación de tierra que no supiera de memoria. Aquí sucedió.

—¿El accidente de Schlesinger?

Yussuf hizo caso omiso de la pregunta de Gropius y prosiguió:

—Schlesinger tenía permiso de la Autoridad de Antigüedades de Israel para realizar dos campañas de excavaciones. Oficialmente, buscaba los cimientos de la vivienda de la Virgen María, que en las creencias de ustedes desempeña un importante papel; aunque yo creo que, cuando empezó a trabajar, ya tenía algo muy diferente en la cabeza. ¡Schlesinger debió de encontrar algún indicio que lo llevó a excavar precisamente en este punto!

Yussuf describió un círculo con su bastón, y Gropius distinguió entonces un terraplén que describía a su vez un círculo de unos diez metros de diámetro.

—Mi gente excavó durante cuatro días —continuó relatando Yussuf—. Entonces llegamos a dos metros y medio de profundidad y dimos con una tina de creta, con poco más de un metro de largo y sellada con una tapa de piedra. El señor Schlesinger me encargó que levantara la tapa con una palanca. El contenido fue bastante decepcionante, al menos para mí: huesos humanos. Bueno, todos juntos debían de formar el esqueleto de una persona, pero no me pareció muy emocionante. Para el señor Schlesinger fue muy diferente: parecía muy exaltado, y me ordenó que volviera a sellar en seguida la tina de piedra. También me dijo que despidiera a mis hombres de un día para otro. Nos dio a todos una buena compensación. A mí me hizo prometer que guardaría silencio. Al día siguiente, las cosas se pusieron dramáticas.

Gropius miraba con nerviosismo el suelo pedregoso.

—¡Siga hablando! —pidió a media voz.

—No me había dado cuenta de que en la parte delantera del recipiente de piedra había unas letras cinceladas, aunque tampoco habría servido de nada, porque no sabía leerlas. El señor Schlesinger tampoco estaba muy seguro de lo que decían. Consultó con un experto en escritura que le corroboró que se trataba de una inscripción en armenio.

—¿Y? ¿Qué decía la inscripción?

Yussuf se acercó a Gropius y respondió en voz muy baja:

—Jeshua, hijo de Josef, hermano de Jacobus. —Le relucieron los ojos al decirlo.

Gropius miró largo rato al palestino. Le costaba asimilar el significado último de lo que acababa de oír. Muy lentamente, como si de entre la niebla de la historia surgiera un hecho que arrojaba por la borda todos los conocimientos que se tenían hasta entonces, empezó a comprender el significado de aquella inscripción.

—Si lo he entendido bien —intervino Gropius—, Schlesinger creía haber encontrado el esqueleto de Jesús de Nazaret.

—No lo creía —apuntó Yussuf—, estaba convencido de ello. El señor Schlesinger hizo lo indecible por demostrar su teoría. Al principio tenía a todo el mundo en contra: arqueólogos, teólogos y estudiosos de la Biblia. Los arqueólogos consideraron la tina de piedra una tosca falsificación; los teólogos afirmaron que el esqueleto de Jesús de Nazaret no podía encontrarse en esta tierra, puesto que Jesús ascendió a los cielos, y los estudiosos de la Biblia adujeron que el nombre de Jeshua o Jesús era tan común en el inicio de nuestra era que esos huesos podían ser de cualquier hombre muerto hace dos mil años.

Las palabras de Yussuf suscitaron la admiración de Gropius. Para un hombre de su posición, era inusualmente culto y sabía expresarse con elegancia. Sí, Gropius empezó a dudar de que fuese el simple hijo del desierto que fingía ser.

—¿Cómo reaccionó Schlesinger? —preguntó el profesor.

—En cuanto al nombre de Jesús, el señor Schlesinger argumentaba que no debía de haber muchos con un padre llamado Josef y que, de ellos, probablemente sólo uno tendría un hermano llamado Jacobus. Ambos nombres, sin embargo, se mencionan en el Nuevo Testamento con relación a Jesús. A las acusaciones de que era una falsificación, el señor Schlesinger se enfrentó con unas investigaciones científicas que encargó en Europa. Los mayores reparos, desde luego, provenían de la Iglesia católica, pero también de eclesiásticos islámicos, ya que en ambas iglesias se afirma que Jesús ascendió hacia Dios con su cuerpo mortal. ¡Qué embarazoso encontrar de pronto sus restos mortales! —Yussuf sonrió con insidia y guiñó un ojo—. Al día siguiente —añadió—, el señor Schlesinger hizo cubrir otra vez el hoyo con la tina de piedra.

Gropius no sabía si era el calor del mediodía o el relato del palestino lo que hacía que le cayeran gotas de sudor por la nuca. ¿Qué había de cierto en el descubrimiento de Schlesinger? ¿Era una quimera, una teoría novelesca o había que tomarse en serio la historia de Yussuf? Yussuf podía explicar muchas cosas. Tal vez era un cuentacuentos inspirado, sobre todo ante la perspectiva del dinero que le había prometido. Por otra parte, la historia de Yussuf encajaba a la perfección con el conjunto de todo lo que sabía de Schlesinger hasta el momento.

Después de reflexionar un rato, comentó:

—Seguro que Schlesinger se ganó unos cuantos enemigos con su teoría…

—¿Unos cuantos? —El palestino se cubrió la cara con una mano—. El señor Schlesinger sólo tenía enemigos. Incluso a los que no decían nada malo de él, el propio Schlesinger los contaba entre sus adversarios. Después de su descubrimiento se quedó bastante aislado. En el círculo de sus colegas se extendió el rumor de que se había vuelto loco. Los periódicos a los que informó de su descubrimiento no publicaron ni una línea. Eso lo atormentaba. Delante de mí comentó una vez: «¡Se lo haré pagar caro!». Yo no me imaginaba entonces lo que quería decir con eso el señor Schlesinger, pero cuando lo dijo me pareció que de pronto era otra persona. Un lunes por la mañana descubrí algo inesperado que transformó de súbito su carácter abierto y afable en todo lo contrario. Para usted, señor Gropius, puede que una piedra se parezca a todas las demás, pero para mí todas tienen rostro, y en seguida descubro los rostros extraños de este lugar. Informé al señor Schlesinger de mi sospecha y reuní a toda mi gente. No tardamos ni medio día en volver a desenterrar la tina de piedra. Al levantar la tapa, corroboré mi sospecha. Los huesos habían desaparecido.

—¿Sospechaba Schlesinger de alguien?

Yussuf se encogió de hombros y los bajó después lentamente.

—Como ya le he dicho, ese hecho le transformó el carácter —señaló—. El señor Schlesinger apenas hablaba y, cuando decía algo, sus palabras estaban llenas de odio y malicia.

—¡Pero aún no me lo ha dicho todo! —exclamó Gropius—. ¿Cómo se produjo la explosión?

El palestino cerró un momento los ojos, como si intentara recordar una escena en concreto.

—Sucedió de una forma tan inesperada y con tanta violencia que perdí el conocimiento por unos instantes, por eso me falla la memoria de lo que sucedió justo después. Poco a poco, en el transcurso de varias semanas, fui recuperando los recuerdos.

—¡Hable de una vez! —insistió Gropius. Tenía los nervios destrozados—. ¿Qué fue lo que sucedió? —preguntó con impaciencia.

Con ciertas dudas, casi con miedo, Yussuf describió lo sucedido al día siguiente:

—Yo estaba esperando al señor Schlesinger abajo, en la muralla de la ciudad, donde él siempre aparcaba su jeep. Esa mañana quería fotografiar la inscripción de la tina de piedra. A primera hora era cuando la luz era la más apropiada. El sol estaba aún bajo y las muescas de la inscripción arrojaban claras sombras, de manera que se podía leer muy bien. Sin embargo, hasta que el señor Schlesinger colocó la cámara en el terraplén pasó un tiempo muy valioso y el sol ya había alcanzado una altura poco favorable. Por eso el señor Schlesinger me encargó que fuera a buscar una hoja de estaño a su coche, para reflejar la luz. Pero yo no encontraba la hoja, aunque saqué la mitad de las cosas que había en el jeep. El señor Schlesinger empezó a impacientarse. Salió del hoyo y ya estaba arriba cuando una fuerte explosión sacudió la colina de Sión. A pesar de que yo me encontraba a casi cien metros, creí que el estallido me había reventado los pulmones. Ante mí vi levantarse una enorme nube de polvo. No sabía qué había ocurrido. Corrí como en un sueño hacia la colina, gritando «¡Señor Schlesinger!», pero el polvo no me dejaba ver nada. Cuando la nube de polvo se hubo asentado, lo encontré medio sepultado entre tierra y gravilla. No se veía ninguna herida. Los brazos y las piernas le temblaban mucho. No le vi la herida en el vientre hasta que le quité los escombros y la tierra de encima. Se lo llevaron al hospital Saint John. Allí lo operaron. La metralla le había desgarrado el hígado.

Gropius miró el terraplén en el que había tenido lugar el atentado. Nada, absolutamente nada indicaba que en aquel lugar hubiese estallado una bomba y, de no haber visto con sus propios ojos la herida de Schlesinger, Gropius no habría creído lo que le contaba Yussuf.

—Dígame, Yussuf —empezó a decir Gropius, pensativo—, ¿por qué no repararon ni Schlesinger ni usted en que había una bomba bajo la tina?

El palestino puso cara de estar molesto.

—¿No me cree, señor Gropius?

Yussuf se sacó en seguida del bolsillo el fajo de billetes que le había dado Gropius durante el trayecto, se lo tiró a los pies y se dispuso a marcharse de allí.

Gropius lo agarró de la manga y tuvo que hacer uso de una gran fuerza de persuasión y de muchas disculpas para calmar al palestino.

—¿Por qué iba a mentirle? —dijo el hombre, aún ofendido—. ¿Qué sacaría yo de contarle un cuento? O me cree u olvida que nos hemos conocido, señor Gropius.

Reprendido de esta forma, Gropius prefirió no hacer más preguntas, por el momento.

Después de un largo silencio, Yussuf respondió a la pregunta de Gropius:

—La bomba estaba enterrada en la tierra. Seguramente la habían escondido bajo la tina de piedra, porque aquel pesado armatoste se partió en mil pedazos.

—¿Cómo se produjo la explosión? ¿Qué cree usted? ¿Qué descubrió la policía?

Yussuf se guardó otra vez en el bolsillo del pecho los billetes que poco antes había tirado al suelo y respondió:

—Verá, señor Gropius, en esta ciudad hemos aprendido a convivir con las bombas. Son cosa de todos los días. Una bomba que no produce víctimas mortales, ni siquiera daños materiales, no despierta el interés de nadie. No recuerdo que un solo periódico informase del caso.

El anciano hurgaba con su bastón en la tierra pedregosa, como si buscara alguna reliquia.

—Nada —comentó al cabo de un rato—, no quedó nada del descubrimiento, excepto…

—¿Excepto? —Gropius miró a Yussuf, expectante.

El palestino sacó un par de fotografías de un bolsillo interior. No eran de muy buena calidad, eran más bien instantáneas, pero en ellas se distinguía claramente una tina de piedra con una inscripción grabada en el costado y, en otra imagen, un grupo de huesos, entre ellos un cráneo, un fémur y varias vértebras.

—Tuve una especie de presentimiento —dijo Yussuf, y limpió con la manga las huellas de dedos de las imágenes—. El señor Schlesinger no sabía que había hecho las fotos. Puede quedárselas si quiere, señor Gropius.

—¿Cómo? ¿Schlesinger no llegó a ver estas fotografías?

—Nunca. Cuando el señor Schlesinger salió del Saint John después de la operación, todo sucedió muy de prisa. Sólo quería marcharse, volver a Alemania. La señorita Yadin cuidó mucho de él. Voló con él a Alemania. Yo ni siquiera tuve tiempo de despedirme del señor Schlesinger.

Gropius se quedó paralizado. Miraba las fotografías y sus pensamientos giraban en desorden. Sin duda, el relato de Yussuf no era ninguna invención. Encajaba como en un mosaico con todo lo que ya conocía de Schlesinger.

Gropius no sabía cuánto tiempo llevaba reflexionando cuando el palestino lo hizo volver a la realidad.

—Ya sé que suena todo muy novelesco, pero es la verdad, tal como la viví. El conductor nos espera. Si quiere, lo llevaré a su hotel.

En el coche, Gropius le dio al anciano la otra mitad de la cantidad acordada, y Yussuf le tendió las fotografías, siete en total.

—¿Quién ha visto estas fotos hasta ahora? —preguntó Gropius mientras el conductor avanzaba hacia la calle King David.

—Nadie —le aseguró Yussuf—. No tenía ningún motivo para enseñárselas a nadie, y seguramente tampoco nadie me habría creído.

Parecía bastante obvio.

—¿Y usted? —preguntó el profesor con cuidado—. Quiero decir que si usted cree que el esqueleto de la tina de piedra era de verdad el de Jesús de Nazaret. A fin de cuentas, el lugar del descubrimiento se encuentra a bastante distancia del emplazamiento de la iglesia del Santo Sepulcro.

Una astuta sonrisa asomó al semblante de Yussuf.

—El señor Schlesinger habló largo y tendido de eso conmigo. Debo admitir que al principio me mostré bastante escéptico. Es muy fácil de decir: ésos son los huesos de Jesús de Nazaret. Sin embargo, si se comprenden las consecuencias que eso comporta, esa afirmación adquiere un significado escandaloso para cristianos, judíos y musulmanes por igual.

—¡No ha contestado a mi pregunta!

—El señor Schlesinger solía decir que la probabilidad de que Jesús hubiese sido enterrado en la iglesia del Santo Sepulcro es mucho menor que la de que hubiese sido enterrado en cualquier otro lugar, puesto que la primera iglesia del Santo Sepulcro fue erigida trescientos años después de su muerte. Otros trescientos años después, se construyó otra iglesia, y una tercera mil años más tarde. ¡Quién podría afirmar aún que conoce el lugar correcto! A finales del siglo XIX, surgieron las primeras dudas. El general inglés Gordon afirmó, no sin razón, que las tumbas nunca se habían situado dentro de las murallas de las ciudades. La iglesia del Santo Sepulcro, no obstante, se encuentra dentro de la antigua muralla. Un cementerio algo más apartado que descubrió el general es considerado aún hoy por los anglicanos como el auténtico sepulcro de Jesús. Sin embargo, puesto que no tenía ninguna prueba, el señor Schlesinger siguió buscando y al final encontró la tina con la inscripción. El señor Schlesinger creía que tanto la tina de piedra como los huesos eran auténticos y, para responder a su pregunta, señor Gropius, yo también.

Yussuf le dijo al conductor que se detuviera ante la entrada del King David Hotel.

—No estaría bien que nos vieran juntos —comentó guiñando un ojo.

—¡Pero si aquí no me conoce nadie! —exclamó Gropius, indignado.

—Oh, no diga eso, señor Gropius. Este país es bastante pequeño, por mucho que en la actualidad tenga en vilo al mundo entero. Aquí no es tan sencillo que un extranjero pase inadvertido.

Gropius no supo muy bien cómo interpretar las palabras de Yussuf. Sin embargo, antes de bajar del coche, le preguntó:

—¿Dónde puedo encontrar a Sheba Yadin?

El viejo palestino cambió de expresión. Al cabo, y para librarse de él, respondió:

—El señor Contenau me ha prohibido terminantemente decir nada sobre la señorita Yadin, sea quien sea el que pregunte por ella. Compréndalo, señor Gropius.

—¿Contenau? —Gropius alzó la voz—. ¡Ese tal Contenau actúa como si fuese el tutor legal de Sheba!

—¡Tutor legal, no!

—¿Entonces? —Miró a Yussuf a los ojos—. Ah, ahora lo entiendo. Contenau ha ocupado el lugar de Schlesinger. ¿Tengo razón?

El anciano asintió, casi avergonzado.

—¿Los dos viven juntos?

—Sí, señor Gropius.

—¿Qué sentido tiene jugar así al escondite?

Yussuf se encorvó.

—¡Ya le he dicho demasiadas cosas, señor Gropius!

—¡Pues hable claro de una vez! —exclamó Gregor con impaciencia.

—Bueno, después de que el señor Schlesinger se marchó de Israel, diferentes personas intentaron ponerse en contacto con la señorita Yadin. Por lo visto querían cierta información sobre las actividades de Schlesinger. En cuanto se supo de su muerte, empezaron a perseguir a la señorita Yadin y ella empezó a tener miedo. El señor Contenau me pidió entonces que protegiera a la señorita Yadin de esos indeseables. No es precisamente un cometido respetable para alguien que estuvo en unas excavaciones en las que se encontró el esqueleto de Jesús de Nazaret. ¿No le parece, señor Gropius?

—¿Dónde está Sheba? —repitió Gregor.

—Está aquí, en Jerusalén, con Contenau. El señor Contenau tiene un apartamento en Mea Shearim. Por lo que yo sé, mañana la señorita Yadin volará a Europa.

—¿Sabe adónde, Yussuf?

—Creo que a Italia. ¡A Turín!

Gropius abrió de golpe la puerta del coche.

—¡Gracias, Yussuf! —exclamó—. ¡Me ha ayudado mucho!

Y se dirigió con paso apresurado a la entrada del hotel.

Esa misma tarde, Gregor Gropius reservó plaza en un vuelo de Tel Aviv a Roma y luego a Turín. Dejó a Francesca muy exaltada cuando la llamó desde el hotel de Jerusalén y le pidió que fuese a buscarlo al día siguiente al aeropuerto de Caselle, a eso de las dos de la tarde, ya que tenía novedades sobre el caso.

Gropius no era de los que gustan de levantarse temprano, necesitaba algún tiempo para coger ritmo por las mañanas, aunque ese día eran las seis y ya se había levantado, había hecho las maletas y había pedido un pequeño desayuno al servicio de habitaciones. Después se dirigió al aeropuerto Ben Gurión con su Chrysler de alquiler. Llegó allí mucho antes de lo necesario, devolvió el coche y facturó. Luego se dispuso a esperar con impaciencia la llegada de Sheba.

Contaba con la ventaja de que Sheba no lo conocía, mientras que él, al menos, había visto la fotografía de ella en casa de su madre, en Tel Aviv. Turín, el destino de Sheba, suscitó en Gropius las más diversas especulaciones. Tenía que averiguar qué se proponía hacer la muchacha en Turín.

Cobijado en un rincón de la terminal de salidas, Gropius sorbía un café en una taza de plástico sin apartar la mirada del mostrador sobre el que colgaba el cartel del vuelo El Al, Tel Aviv-Roma, 10.30 horas. Era una mañana soleada y primaveral, lo cual prometía un vuelo agradable sobre el Mediterráneo. Eso lo tranquilizó.

¿Lo habría engañado Yussuf? Ese pensamiento cruzó por la cabeza de Gropius cuando, dos horas antes del despegue, Sheba aún no se había presentado. Caminaba nervioso de un lado a otro cuando, literalmente en el último minuto, vio aparecer a Pierre Contenau.

Gropius tuvo que mirar dos veces, ya que la joven que lo acompañaba no se parecía en nada a la Sheba que conocía de la fotografía. Llevaba el pelo corto y rubio, con un flequillo estilo paje. Iba vestida con un elegante traje de chaqueta y pantalón. Desde lejos, Gropius no veía bien si era Sheba o no. ¿A qué estaban jugando?

Una melódica voz femenina anunció por megafonía la primera llamada para el vuelo de El Al a Roma. Contenau se despidió de la joven con cariñosos abrazos, y Gropius tuvo tiempo de ver que el hombre le daba un sobre marrón que ella se escondía bajo la chaqueta. La mujer se dirigió al control de equipaje de mano, y Contenau desapareció en seguida en dirección a la salida.

Gropius se preguntó cómo debía actuar. ¿Había querido despistarlo Yussuf? Al instante decidió sacar del bolsillo la tarjeta de embarque que había guardado poco antes.

—Disculpe —le dijo a la azafata de tierra de ojos oscuros—, ¿podría asignarme un asiento junto a la señorita Yadin? Somos viejos amigos y nos hemos encontrado aquí por casualidad.

Con una amable sonrisa, la azafata cogió la tarjeta de embarque de Gropius e introdujo los datos en el ordenador. Después dijo:

—Lo siento, señor Gropius, el avión está completo, pero tal vez pueda pedir que le cambien la plaza una vez a bordo. La señorita Yadin está sólo a dos filas de usted.

Gregor le dio las gracias. Ya estaba seguro de que Sheba iba en ese avión. De todos modos, no sabía cómo habría reaccionado si hubiese encontrado un asiento libre junto a ella.