Capítulo 11

Francesca Colella, abatida, regresó a su hotel, cerca de la estación central. Se llamaba Richard Wagner, y el compositor se habría revuelto en su tumba si sus oídos hubiesen escuchado que aquella casa llevaba su nombre: era un típico hotel de representantes en mitad de la ciudad, con habitaciones pequeñas y ajustadas al precio y un aparcamiento adyacente. Francesca ya había pasado dos días allí esperando a Gropius, y ahora eso…

Estaba muy decepcionada. Había esperado que la noticia de que ya no estaba ligada a nadie despertase en Gropius la pasión que le había demostrado en Turín antes de que ella lo enfrentara a la cruda realidad. Desde aquel día no había dejado de pensar en él, y su afecto había crecido por momentos. Ya no recordaba cuándo se había acostado con su marido por última vez, sólo sabía que hacía mucho, demasiado, y que quería ponerle fin cuanto antes a aquel ascetismo que le había impuesto el destino. Gropius le había gustado desde el principio: era un hombre atractivo cuya sinceridad le había resultado muy atrayente. Le había costado mucho contener sus sentimientos. Sin embargo, después de la tensión de las últimas horas, que habían terminado en una acerba decepción, ya no lograba dominarse. Confrontada a la desolación de la habitación de aquel hotel de tercera, se tiró a la cama, la emprendió a puñetazos con la almohada y lloró desconsoladamente.

Las lágrimas siempre tienen algo liberador y, tras una orgía de llanto que sin duda debió de durar una buena media hora, Francesca se levantó, se arrastró hasta el cuarto de baño y se humedeció la cara con agua helada. Le sentó bien. Después se acomodó las gafas y fue frente al espejo del armario para mirarse de la cabeza a los pies.

«¿De verdad eres tan poco atractiva que ya no consigues ligarte a un hombre?», se dijo. ¿Acaso la actitud de rechazo que había mantenido desde el accidente de Constantino había cambiado tanto su aspecto que la consideraban una sabelotodo? Por Dios, se había sentido comprometida con Constantino y había aceptado su carga, pero ahora que estaba muerto lo único que quería era olvidar. Tenía derecho a una nueva vida, al sexo, al amor.

Mientras se desnudaba ante el espejo, pensó que Gropius era precisamente el hombre al que se habría entregado con cariño, por lo que su rechazo la había ofendido muchísimo. Se contempló con mirada crítica.

—Para tu edad —empezó a hablarle a la imagen del espejo—, te conservas bastante bien. Al menos no tienes nada que temer de competidoras más jóvenes. Tienes un pelo fuerte, los pechos turgentes y no tan enclenques como la mayoría de las jovencitas, la cintura te mide sesenta. Maldita sea, pero ¿qué más quiere ese hombre?

Francesca se preparó un baño y, mientras escuchaba los susurros del agua y estiraba las extremidades con placer en la tibieza de la bañera, tomó una decisión: quería saberlo, quería saber si era capaz de ligarse a un hombre, o como quisiera que se dijera cuando era sólo cuestión de una noche, y luego ya vería. Así se vengaría de Gropius. Esta vez sería ella la que pondría las condiciones. Esa idea la excitó.

Debió de quedarse dormida en la bañera, pues, al volver en sí tras divagar un rato, el agua estaba fría y ella estaba temblando. Se frotó el cuerpo con una toalla que llevaba bordado un retrato de Wagner hasta que su piel adoptó un tono rojizo, se secó el pelo con el secador y se maquilló —sombra de ojos y pintalabios— un poco más de lo que acostumbraba. Ante el espejo del armario se puso unas medias negras sin liguero y se enfundó una estrecha falda negra, después, sin nada más debajo, sé puso la misma cazadora verde de piel que, como bien recordaba, había dejado a Gropius sin aliento en Turín. Sus zapatos de tacón alto parecían diseñados especialmente para aquel conjunto.

Por la noche le preguntó al recepcionista, que, al igual que el hotel, ya había dejado atrás su mejor época, dónde podía ir una mujer sola. El hombre la informó —correctamente, como ella misma comprobaría más tarde— de que en el bar del hotel Bayerischen Hof no tendría nada que temer.

Dicho y hecho: poco después de las nueve, Francesca llegó al establecimiento de la planta baja del hotel con pequeñas mesas para cuatro y una pista de baile. La música no estaba mal. Francesca se sentó en un taburete de la barra, pidió un martini agitado, no revuelto, como había oído en las películas de James Bond, y buscó con mirada aburrida a una posible víctima.

En el local aún no había mucha actividad. Una sola pareja bailaba con abnegación, muy pegados, sin prestar atención a la música. Había más de cinco mesas desocupadas, y el barman se alegró de tener al menos una cliente con la que poder conversar. Media hora después, cuando todos los temas de conversación que surgen en una barra de bar —el tiempo, el trabajo, el fútbol y los coches— se hubieron agotado sin que apareciera ningún otro cliente que se uniera a la conversación, Francesca pagó la cuenta y se dispuso a marcharse. Justo entonces se le acercó un hombre de mediana edad que había estado sentado en un rincón con aire meditabundo. Era bajo, con el pelo oscuro y algo largo. Tenía la tez clara, y su traje negro la realzaba aún más.

—¿Ya se va? —preguntó el hombre con una voz sorprendentemente oscura y en inglés, aunque con un fuerte acento que delataba que no era británico.

—Aquí no hay mucho que hacer —repuso Francesca—. A lo mejor me paso otra vez más tarde.

El hombre del traje oscuro desplegó su afabilidad. Con un ademán persuasivo, comentó:

—De haber aprendido a bailar, ahora sería para nosotros un placer extraordinario pedirle un baile. Sólo podemos expresarle nuestro pesar. Me llamo Ramón.

Francesca no pudo evitar reír. Su forma de hablar resultaba ceremoniosa y torpe.

—¿Es español? —preguntó.

—No, catalán. ¡Que es diferente! —respondió Ramón—. ¿Y usted?

—Italiana.

—¿De Milán?

—¿Qué le ha hecho pensar eso?

—Las italianas más hermosas están en Milán. Aúnan el encanto del sur con la elegancia del norte. ¡Como usted, senyoreta! —Lo dijo sin dejar de mirarle los pechos.

—Soy de Turín —repuso Francesca con una sonrisa—. Allí no tenemos ni encanto ni elegancia. Por desgracia, no hablo español. Casi ningún italiano habla su idioma.

—Lo sabemos, tampoco hay muchos españoles con conocimientos de italiano.

Sin darse cuenta, Francesca y el español pasaron a conversar de pronto en alemán.

—¿Podría invitarla a una copa de champán? —preguntó Ramón con cortesía.

El español no era precisamente la clase de hombre del que una mujer esperara ser cortejada con pasión, pero resultaba simpático y solícito, y Francesca no vio motivo para rechazar la invitación.

—Me llamo Francesca —dijo mientras brindaban.

—Lo sabemos —repuso Ramón, forzando un guiño.

Francesca no supo cómo interpretar aquella contestación ni tampoco el guiño, pero prefirió pasarlo por alto.

El bar se fue llenando poco a poco, pero, si seguía buscando con la mirada al lobo solitario al que estaba dispuesta a entregarse, se vio decepcionada. Sólo había parejitas o mujeres solas que esperaban, igual que ella, al príncipe azul.

Entre las cualidades poco habituales de Francesca se contaba la de poder asimilar grandes cantidades de alcohol sin emborracharse. Ramón, no obstante, tras haber tomado varias copas en el transcurso de su conversación trivial, empezó a colmarla de cumplidos indecentes. Le susurró, con una mirada extasiada como la de un anacoreta, que era pecaminosa como María Magdalena y bella como la Virgen de Rafael, y que por ella cometería el pecado que hiciese falta.

Francesca detestaba las vulgaridades, por eso detestó a Ramón, que la devoraba con los ojos sin acercarse ni siquiera un centímetro a ella. Francesca se enfadó y, enfurecida con el lujurioso español que se le había pegado, espetó:

—¡Ramón, habla usted como si fuese cura!

Como un niño al que han sorprendido comiendo golosinas, Ramón bajó la mirada y, con la cabeza hacia un lado y pronunciando con dificultad, repuso:

—Y con razón: lo soy.

—¿Es usted…? —Francesca, insegura, miró a ambos lados.

Después miró a Ramón con ojo crítico.

La piel pálida, el traje negro y la voz llena de unción: sin duda, debería haberse percatado desde el principio.

—A todos nos llega la tentación. Incluso a un ungido.

Entrelazó las manos al hablar, y Francesca empezó a temer que se pusiera a dedicarle al cielo en voz alta una oración indecente para que el Todopoderoso lo librara de las garras de aquella mujer pecaminosa, pero ocurrió algo muy distinto.

—Niña —susurró, respirando con dificultad—, ¿qué pretendes conseguir con ese tal Gropius? No es hombre para ti. Dinos, ¿qué quiere él de ti?

—¿Gropius? —Francesca estaba perpleja—. ¿Ha dicho Gropius?

Ramón se tapó la boca con la mano, como si quisiera impedir revelarle nada más. Sin embargo, el efecto del alcohol fue más fuerte.

—Hace ya tiempo que vamos tras él —dijo, esforzándose a todas luces por parecer sobrio.

—Pero ¿qué quiere usted de Gropius? ¿Qué le ha hecho?

—Eso ya lo sabrás, hermosa niña. Verás, Gropius tiene en su poder algo que no le pertenece. ¡Ese profesor Gropius está jugando con fuego! En cuanto a ti, niña: ¿dónde está la mercancía?

En cuestión de segundos, miles de ideas cruzaron por la mente de Francesca. ¿Qué mercancía? ¿Hablaba de drogas? Estaba claro que aquel tipo borracho y pegajoso que estaba sentado ante ella y le miraba fijamente los pechos con los ojos entornados estaba al corriente de los misteriosos sucesos tras cuya pista iba Gropius. ¿Tendría algo que ver incluso con la muerte de Constantino? Con una mezcla de espanto y repugnancia, Francesca miró al borracho que tenía delante excitándose con sus pechos.

«Tienes que mantener la cabeza fría», se dijo mientras le sonreía a Ramón. Aquélla era la oportunidad de ganarse a Gropius. Tenía que sacarle toda la información que pudiera a aquel enigmático pastor, si es que de verdad lo era. Haciendo uso de todas sus armas de mujer, tenía que enterarse de para quién trabajaba Ramón y qué era lo que buscaba. La oportunidad era muy favorable, y a lo mejor no volvería a presentarse.

Mientras Ramón se echaba al cuerpo otra copa de champán, Francesca se inclinó hacia él con la intención de ofrecerle al ansioso cura una visión más profunda de su escote. Entonces dijo sin rodeos:

—¿Se hospeda en el hotel?

—¿Por qué lo preguntas? —repuso Ramón, como si no hubiese entendido la insinuación de Francesca.

—Por nada. Podríamos ponernos más cómodos. Quiero decir… No quiero que me malinterprete, aquí hay mucho humo y la música podría ser mejor.

—Doscientos treinta y uno —le susurró él—. ¡Habitación doscientos treinta y uno!

Ramón asió el pie de su copa vacía con la mano derecha. Su rostro, que había adoptado un tono más oscuro, parecía a punto de estallar. Podía verse lo que le sucedía por dentro, seguramente estaba luchando contra la tentación del diablo. Al cabo de un momento, con teatralidad y con una expresión radiante, añadió:

—¡Cuando soy débil, soy fuerte!

Francesca lo miró sin comprender nada.

—¿Cómo dice?

—¡Lo escribió san Pablo apóstol en la segunda carta a los corintios!

—Un hombre listo. ¿A qué estamos esperando? Ramón dejó una tarjeta de crédito sobre la barra.

—¡La cuenta! —le vociferó al barman.

Francesca dirigió una mirada disimulada al nombre grabado en la tarjeta: Ramón Rodríguez. Gropius había mencionado una vez el apellido Rodríguez. Estaba sobre la pista correcta.

—¿Dónde está la mercancía? —volvió a preguntar Ramón Rodríguez mientras subían el uno apoyado en el otro la amplia escalera de mármol que llevaba al vestíbulo del hotel.

—Ya hablaremos de eso más tarde —replicó Francesca con aplomo.

Por el momento, Ramón se dio por satisfecho. No sin esfuerzo, Francesca consiguió hacer subir al borracho hasta la puerta del hotel. Sin embargo, lo que sucedió después fue tan rápido y tan inesperado que más adelante sólo lo recordaría con vaguedad.

Cuando llegaron al vestíbulo, dos hombres vestidos de oscuro saltaron sobre ellos desde ambos lados, agarraron a Rodríguez de los brazos y lo sacaron a la calle por la puerta giratoria. El ataque se produjo sin alboroto y sin que nadie viera nada. Ramón tampoco ofreció ningún tipo de resistencia.

Al cabo de unos instantes en los que se quedó paralizada, Francesca comprendió lo que acababa de suceder y empezó a sentir miedo. Con cautela, mirando en todas direcciones, salió por la puerta giratoria y corrió hacia uno de los taxis que aguardaban a la entrada del hotel.

El trayecto desde el Bayerischen Hof al hotel Richard Wagner duró cinco temerosos minutos en los que Francesca, que se había sentado atrás, miró intranquila por el retrovisor para ver si la seguía algún coche. Al llegar, le puso un billete en la mano al taxista y le pidió que la acompañase hasta la entrada del hotel. El hombre, un tipo robusto de ascendencia mediterránea, habría realizado ese encargo por mucho menos dinero, de manera que estuvo más que contento de satisfacer a la hermosa dama.

Al contrario que en el distinguido hotel de lujo, el vestíbulo del Richard Wagner —o, mejor dicho, la zona de entrada— estaba desierto. Francesca tuvo que tocar una campanilla que había sobre el mostrador para que un anciano con barba saliera de una sala que había tras el tablón donde colgaban las llaves y le diera la suya.

Tuvo un mal presentimiento que intentó reprimir mientras subía en ascensor al tercer piso y recorría el frío pasillo del hotel. Francesca se había puesto en peligro conversando con Ramón Rodríguez. No le cabía duda de que su encuentro con el cura lujurioso había sido vigilado, y que lo habían interrumpido con la intención de cerrarle la boca al locuaz Rodríguez. La situación le parecía peligrosa porque los compañeros de Ramón debían de creer que la ebriedad lo habría hecho hablar más de la cuenta.

Al entrar en su habitación, lo primero que le llamó la atención fueron las puertas abiertas del armario. Las prendas estaban esparcidas por el suelo. Lo había sospechado. Sin entretenerse más, cerró la puerta y bajó corriendo la escalera, donde se tropezó con el recepcionista de noche.

—¿Ha preguntado alguien por mí? —increpó al anciano.

El hombre tardó un rato en recordar. Después respondió:

—No, señora, pero sí que ha habido una llamada. Un hombre ha preguntado si estaba usted en el hotel en ese momento, y cuando le he dicho que no, ha preguntado por el número de la habitación. Eso ha sido todo. ¿Ha sucedido algo?

Sin contestar, Francesca salió corriendo, cruzó la calle y se apresuró hacia una parada de taxis que había junto a la estación.

—¡A Grünwald! —jadeó sin aliento.

Poco después de la medianoche, el taxi se detuvo frente a la villa de Gropius. No se veía ninguna luz. ¿Qué haría si Gropius no estaba en casa? Con precaución, le pidió al taxista que esperara un poco, hasta que entrara en la casa.

Nada se movió tras llamar al timbre. Pasó un rato, Francesca no supo calcular cuánto. Desconcertada y sin darse cuenta de que el taxi seguía esperando, se sentó en los fríos escalones de la entrada y apoyó la frente en los antebrazos, que había reposado sobre las rodillas. Ya creía que no iba a suceder cuando de pronto se encendió una luz. Francesca alzó la cabeza y, en ese mismo instante, oyó la voz de Gropius en el interior de la casa. Parecía disgustado, lo cual no era de extrañar.

—¿Quién es?

Le hizo una seña al taxista para que se marchara y luego contestó:

—Soy yo, Francesca.

Se produjeron unos instantes de silencio, después Francesca oyó la llave en la cerradura. Apercibió ese ruido con alivio. Poco después se abrió la puerta, y Gropius apareció en el umbral.

—¿Te has vuelto loca? —increpó—. ¿Es que no sabes qué hora es? ¿Qué es todo esto? —Parecía que iba a cerrar otra vez, pero entonces vio que Francesca estaba temblando y la invitó a pasar con un gesto—. ¡Venga, pasa! —dijo con magnanimidad.

Lamentaría su arrogancia esa misma noche.

Francesca se sintió agradecida de poder entrar en la casa.

—Una vez mencionaste que un tal Rodríguez te había seguido en Berlín, después de nuestro primer encuentro —empezó a decir sin rodeos.

—Sí. ¿Qué pasa con Rodríguez?

—Que está aquí.

—¿Cómo sabes tú eso? ¡Si ni siquiera lo conoces!

—He estado tomando champán con él en un bar, me ha dicho que se llamaba Ramón y en su tarjeta de crédito ponía «Ramón Rodríguez».

—¿Ese tipo te ha estado rondando?

—¡El encuentro no ha sido precisamente casual! Rodríguez sabía quién era yo, y me ha dicho que no eras hombre para mí.

Gropius, que momentos antes estaba durmiendo, todavía no se había despertado del todo. Intentaba seguir la explicación de Francesca con mucho esfuerzo. La escrutó con la mirada. Llevaba puesto lo mismo que aquel día de Turín y estaba muy sexy. Sin embargo, borró de su memoria ese recuerdo repentino. Francesca parecía exhausta.

—Vamos por partes —dijo Gropius con fingida serenidad, y sentó a Francesca en un sillón de la sala—. Ese Rodríguez te ha asaltado en plena calle y te ha invitado a champán…

—En plena calle no —lo interrumpió Francesca—. Quería pasar una noche divertida y me he ido a un bar, el Bayerischen Hof. Allí me lo he encontrado de pronto ante mí. Debe de haberme seguido. Por suerte, no soporta mucho el alcohol y al cabo de poco ha empezado a decir cosas que seguro que se guarda para sí cuando está sobrio. Su profesión, por ejemplo…

—Eso no interesa.

—Es sacerdote.

—¿Qué? —Gropius miró a Francesca con incredulidad.

—No sólo tiene pinta de cura, sino que incluso cita la carta de san Pablo a los corintios cuando está borracho.

—¿Qué quería Rodríguez de ti? —La mirada de Gropius se detuvo un instante en el generoso escote de Francesca—. Me lo puedo imaginar.

—Sí, eso también. —Francesca sonrió con rubor—. Pero debe de haberme tomado por una traficante de drogas. Quería mercancía, y toda su pose da a entender que es adicto a la aguja.

—¿Cómo ha acabado la noche? —Gropius sonreía con desvergüenza.

Francesca captó su actitud despectiva, pero no hizo caso y prosiguió:

—De pronto dos hombres se han abalanzado sobre Rodríguez y se lo han llevado. No he visto dónde. Cuando he llegado a mi habitación, ésta estaba patas arriba. Gregor, tengo miedo. ¿Puedo dormir aquí?

—Por supuesto —murmuró Gropius, ausente.

Estaba reflexionando: ¿un sacerdote drogadicto que lo seguía desde hacía un tiempo, y no sólo a él, sino por lo visto también a Francesca, y que estaba interesado en que abandonara las investigaciones sobre la muerte de Schlesinger? Aquello no tenía sentido. Ya le parecía casi imposible que los asesinatos de Schlesinger, De Luca, Bertram, Constantino y el nuevo caso de Kiel los hubiese cometido la misma persona, ya que para cada asesinato había un motivo diferente. También seguía dándole vueltas a aquel maldito informe del que no sabía nada, ni qué contenía ni dónde lo había escondido Schlesinger.

Gropius sacudió la cabeza.

Se acercó a Francesca, la cogió de los brazos y, con voz insistente, le dijo:

—¿Qué más sabes de ese tal Rodríguez? Piensa. ¡El detalle más pequeño puede ser importante!

Francesca no lograba recordar el transcurso exacto de las últimas tres horas. El champán también le había hecho algún efecto. Tras pensar un rato, contestó:

—Tenía una forma curiosa de expresarse y siempre hablaba de sí mismo en plural, como si le diera miedo utilizar la primera persona.

—Muy curioso. ¡Sigue!

—Cuando nos íbamos, me ha dicho el número de su habitación: doscientos treinta y uno. Ha pagado con una VISA Oro. Por lo demás, no hacía más que atosigarme con tanto preguntar por la mercancía.

Gropius soltó a Francesca y volvió a sentarse.

—¿Y tú? —empezó a preguntar—. ¿Le has insinuado algo a Rodríguez?

—¿Qué te has creído? —exclamó Francesca, indignada—. No quiero decir que haya sido del todo tímida, pero era totalmente consciente de la situación en la que me encontraba. ¡No, no le he dicho a Rodríguez ni una sola palabra! Créeme.

Presa de la inquietud, Gropius se levantó y salió de la habitación. La cocina de la casa estaba junto a la entrada. Gropius no encendió la luz. Espió el exterior por la ventana de barrotes. Todos los coches que había aparcados en la calle eran conocidos, no vio nada sospechoso. Miró la hora: la una y pocos minutos. Regresó al salón, indeciso.

Francesca se había acomodado en el sofá.

—Disculpa —susurró a media voz—. Estoy agotada.

—Está bien —repuso Gropius, y desapareció.

Al regresar, llevaba una manta y un pijama bajo el brazo, pero Francesca ya se había quedado dormida.

—¡Eh, despierta! —exclamó Gropius con voz comedida—. ¡No puedes dormir en este armatoste! —Le quitó las gafas con cuidado.

Francesca abrió los ojos sólo un momento y se volvió hacia un lado con un gemido involuntario.

—Eh —repitió Gropius, y le acarició la mejilla—. Te he traído un pijama. ¡Póntelo! ¡Venga!

Cansada y con los ojos sólo medio abiertos, Francesca se enderezó y empezó a desnudarse sentada. Antes de que Gropius pudiera impedírselo, la vio desnuda y con los muslos abiertos ante sí, la cabeza inclinada hacia un lado, como dormida. Tenía un cuerpo impecable, bueno… Su cuerpo, los pechos turgentes, la delgada cintura y los muslos tersos… Todo un desafío.

Gropius sintió una erección y pensó por un momento si quería ceder a su deseo de entregarse a ella, pero luego dudó. Tal vez el cansancio de Francesca sólo era fingido. ¿Estaría aprovechando la situación para seducirlo?

«A lo mejor después lo lamentas», le dijo una voz interior; pero una segunda voz añadió: «O tal vez no». En cualquier caso, Gropius cogió la parte de arriba del pijama, le pasó a Francesca las mangas por los brazos inertes y la abotonó. Después le puso los pantalones, la arropó y apagó la luz.

Estaba bastante trastornado cuando subió la escalera que llevaba a su dormitorio, en el piso de arriba.

A la mañana siguiente, Gropius no oyó que Francesca llevaba rato despierta. Él había dado vueltas en la cama sin poder dormir hasta muy entrada la madrugada mientras en su cabeza se debatían las imágenes de dos mujeres. Allí estaba Felicia, una mujer de belleza espectacular, segura de sí misma y, aun así, tierna. Por otro lado, Francesca, con un exterior frío, casi inaccesible, pero blanda como la cera con él. Cada centímetro de su piel era una invitación, incluso sus finos dedos y su estrecha nariz tenían algo excitante. Con ese pensamiento, por fin, se durmió cuando ya rayaba el alba.

Después de la ducha, Francesca se puso su ropa. Incluso sin maquillar era una mujer muy atractiva. Le costó un poco orientarse en la cocina de Gropius, pero consiguió poner en marcha la reluciente cafetera de cromo y la tostadora.

El olor del desayuno se extendía por toda la casa cuando el gong del timbre anunció una visita inesperada. Francesca abrió como si fuera lo más natural del mundo.

—¿Sí?

La mujer vestida con elegancia que aguardaba frente a la puerta pareció sorprenderse; más aún, daba la impresión de estar bastante desconcertada cuando dijo:

—¿Quién es usted, si no le importa que se lo pregunte?

Entonces Francesca comprendió en qué situación había puesto a Gropius, y en cuestión de segundos su naturalidad inicial se transformó en nerviosismo.

—Francesca Colella —dijo, y se abotonó el último botón de la cazadora—. ¿Y usted?

—Felicia Schlesinger —repuso la mujer, molesta—. De haber sabido que estaba usted aquí, no habría venido, naturalmente. ¿Dónde está Gregor?

—Me parece que sigue durmiendo —respondió Francesca, y en ese mismo instante cayó en la cuenta de que aquella contestación empeoraba aún más las cosas—. Quiero decir que… No es lo que está pensando. Gregor se lo explicará todo. ¿No quiere pasar?

—No, no es necesario. ¡Quizá en otra ocasión!

Felicia ya se iba cuando Gropius apareció en bata detrás de Francesca. La italiana lo miró en busca de ayuda, como disculpándose con la mirada.

—¿Felicia? —dijo Gropius, ya que no se le ocurrió nada mejor.

Pensó por un instante qué consecuencias tendría aquel encuentro inesperado.

—¡Ya veo que no me esperabas! —comentó Felicia con una sonrisa de superioridad.

—No —repuso Gropius, y se aclaró la garganta—. ¡Pero entra! Tenemos novedades.

Felicia aceptó la invitación con ciertas dudas y, puesto que creía haber sorprendido a Gropius, señaló:

—No me debes ninguna explicación, Gregor. —Aunque sus palabras sonaron como si quisiera decir todo lo contrario.

Mientras Gropius acompañaba a Felicia al interior, oyó a Francesca decir desde la puerta:

—Creo que será mejor que me vaya. ¡Me encontrarás en el hotel!

Gropius quiso detenerla, pero cuando llegó a la puerta ya se había marchado.

—Bueno, ¿qué novedades tenemos? —preguntó Felicia con mordacidad.

Gropius le explicó entonces lo de Rodríguez y el extraño encuentro con Francesca, y que cada vez estaba más convencido de que, tras las incongruencias que rodeaban la muerte de Schlesinger, se escondía algo más que el despreciable negocio de la mafia del tráfico de órganos; que a lo mejor Schlesinger no había sido asesinado por intervención de Fichte; que su muerte podía tener un trasfondo muy distinto.

—¿Quién era ésa? —preguntó Felicia, después de haberlo escuchado sin inmutarse.

Parecía interesarle más el encuentro con Francesca que el asesinato de su marido. Desde que sabía de la doble vida de Schlesinger y de su relación con la joven israelí, se esforzaba por borrarlo de su memoria.

—¡No ha pasado nada! —le aseguró Gropius—. Francesca se ha encontrado con que le habían registrado la habitación del hotel. Tenía miedo.

—¡Y muerta de miedo ha venido a verte y te ha preguntado si podía dormir contigo!

—En mi casa, Felicia, en mi casa. ¡Hay una gran diferencia!

—¡Puf!… —Felicia soltó aire como diciendo: «¡Eso no hay quien se lo crea!». Al cabo de un instante, con evidente desprecio, dijo—: Si no me hubiese presentado por casualidad, nunca me habría enterado. ¡Joder, los hombres sois todos iguales! —Se levantó y, mientras se iba, añadió—: Pensaba que tú eras diferente, pero ya veo que estaba equivocada. Qué pena. Gracias, ya sé salir yo sola.

Gropius sintió el portazo como una bofetada. Se frotó la mejilla, confuso. Felicia era una mujer orgullosa, una característica que él apreciaba mucho en las mujeres; sin embargo, el orgullo es un don peligroso. La mayoría de las relaciones se rompen a causa del orgullo herido.

Por su cabeza pasaron retazos de lo sucedido en las bonitas horas que habían pasado juntos. No obstante, ya aparecían sentimientos contradictorios. ¿Era Felicia sólo una mujer de paso? ¿O sería esa discusión sólo una crisis como las que se dan en todas las relaciones? Fuera como fuese, sentía que lo había tratado injustamente y, si había algo que no podía soportar, eso era la injusticia. En un arrebato de cinismo, Gropius rió para sus adentros porque no pudo evitar pensar en el viejo dicho: afortunado en el juego, desgraciado en amores. No, en cuestiones de amor no había tenido mucha suerte en la vida, así que pensó que ya iba siendo hora de buscar fortuna en el juego.

A su acritud se añadieron extrañas ideas sobre aquel Rodríguez del que le había hablado Francesca. Gropius no sabía si era muy inteligente lo que pensaba hacer, pero tomó la decisión de conseguir hablar con aquel cura cachondo.

Conocía al gerente del Bayerischen Hof de la pista de golf, un tal Bob Kusch. No es que fuesen amigos, pero se veían de vez en cuando y se llamaban por el nombre de pila, como suele hacerse en el green.

A regañadientes, Bob accedió a darle a Gropius la dirección con la que Rodríguez se había inscrito en el hotel, con el comentario añadido de que perdería su trabajo si alguien se enteraba. Gropius le juró silencio por todo lo sagrado. Ya en su despacho, Kusch realizó una búsqueda en el ordenador portátil que tenía sobre el escritorio. Sin decir palabra, dirigió la pantalla hacia Gregor, y Gropius anotó en un papel: «Ramón Rodríguez, calle Torns, 57, Barcelona».

Gropius enarcó las cejas, desconcertado.

—La habitación fue pagada con una tarjeta de crédito de empresa, por cierto —comentó Kusch.

—¿Cómo? ¿Es que Rodríguez ya no está aquí?

Kusch volvió a teclear en su portátil y, tras echar un vistazo a la pantalla, respondió:

—El señor Rodríguez dejó el hotel esta pasada noche, a las dos y diez. Su cuenta se pagó con una tarjeta de crédito válida. No hay nada más que sea interesante.

—Bob —empezó a decir Gropius, exaltado—, ¿no le parece extraño que un cliente se marche del hotel en plena noche?

Kusch puso cara de póquer.

—Verá, Gregor, un gran hotel alberga a mucha gente extraña. Un hecho como éste es algo habitual. En cambio, me parece más extraño que este cliente, Rodríguez, tuviese reservada la habitación doscientos treinta y uno. Esa habitación no es precisamente de las mejores del hotel. A decir verdad, es más bien la peor. Está entre las dependencias del servicio y el montacargas, con vistas al patio interior. La asignamos muy pocas veces, o cuando hay sobreocupación.

Se veía que Gropius intentaba encontrarle el sentido a lo que acababa de oír.

—¿Qué explicación tiene para eso? —preguntó al cabo de un momento.

Bob Kusch se encogió de hombros y sonrió.

—Hay muchos motivos por los que los clientes se empeñan en una habitación en concreto. Algunos son supersticiosos e insisten en una serie numérica especial, o en que la suma de todos los números siempre dé un resultado especial que evoca recuerdos. Otros simplemente quieren pasar la noche siempre en la misma habitación del mismo hotel. Pero no sé si eso le interesa, Gregor.

—Por supuesto que sí —apuntó Gropius—. ¿Podría comprobar en el ordenador si ese tal Rodríguez de Barcelona ya había pasado más noches en esa misma habitación?

—¡Por supuesto, nada más fácil! —Kusch, con un gran dominio de su ordenador, lo cual dejaba a Gropius pasmado, hizo aparecer en la pantalla con un par de clics mágicos una lista de todos los clientes del hotel que habían ocupado la habitación doscientos treinta y uno en el último medio año—. ¡Pero que quede entre nosotros! —dijo una vez más, reiterando sus reservas iniciales.

Gropius alzó la mano derecha.

—Palabra de honor, Bob, ¡puede confiar en mí! —Gropius, nervioso, siguió línea a línea los resultados que aparecían en la pantalla.

—¡Pare! —Gropius no daba crédito a lo que veía. En la pantalla había aparecido un nombre: Sheba Yadin, calle Beit Lechem, Tel Aviv, Israel. Duración de la estancia: siete días.

—¿Qué sucede, Gregor? —A Kusch no le había pasado por alto que el rostro de Gropius había adoptado un mortecino tono grisáceo—. ¿No se encuentra bien, Gregor? ¡Diga algo!

—Estoy bien —tartamudeó Gropius, pero su entonación delataba muy claramente que el nombre de la pantalla lo había conmocionado.

—¿Acaso conoce ese nombre? —preguntó Kusch con cautela.

—No, bueno, sí. Aunque en realidad, no —balbuceó Gropius como un ladrón sorprendido en el acto.

Los enigmas que rodeaban a Rodríguez y a los hombres que había tras él acababan de alcanzar un nuevo punto culminante. No podía ser casualidad que el nombre de la amante de Schlesinger apareciera allí.

Kusch sacó una botella del armario empotrado, sirvió coñac en una copa abombada y se la tendió a Gropius.

—A mí no me va ni me viene —comentó mientras Gregor vaciaba la copa de un solo trago—, pero no tiene usted buen aspecto. ¿No quiere decirme qué sucede con esa señora? —Y dio unos golpecitos en la pantalla.

Gropius se sacó del bolsillo el papel en el que poco antes había anotado la dirección de Rodríguez. Con los ojos entornados, apuntó las señas de Sheba Yadin en la misma nota.

—Por favor, no se lo tome a mal —comentó sin levantar la mirada—, pero sería una historia demasiado larga y seguramente creería que estoy loco.

—¿Otra? —Kusch sostuvo la botella en alto ante Gropius, y éste asintió; después miró sin decir nada al frente, a un punto imaginario de la pared contraria.

A Kusch le habría gustado seguir preguntando, pero no quería parecer curioso. Desde el escándalo del hospital clínico, Gropius ya tenía bastante que soportar, y apenas se dejaba ver por el campo de golf.

Así pasaron unos minutos, hasta que Kusch se puso a tamborilear sin darse cuenta con los dedos sobre el escritorio.

—Disculpe, Bob —dijo Gropius, que tomó ese gesto como una señal—. Disculpe, pero ¿podría ver tal vez la habitación doscientos treinta y uno?

Kusch miró brevemente el reloj.

—No creo que la hayan arreglado aún.

—¡No importa! —repuso Gropius—. Al contrario.

—Muy bien, venga conmigo, Gregor.

El emplazamiento de la habitación 231 no era precisamente el mejor de todos, y, cuando llegaron, reinaba un gran revuelo. La camarera, una portuguesa de pelo oscuro, estaba haciendo la cama justo en aquellos momentos. Carlo, el electricista, estaba ocupado en el teléfono.

Kusch dirigió una mirada interrogante al pícaro electricista, y éste le explicó que el director de planta lo había llamado porque el teléfono estaba estropeado.

—¡Pues cámbielo! —gruñó Kusch a desgana.

Sin embargo, Carlo hizo un gesto negativo con la mano.

—No hará falta, jefe. Los daños ya están reparados. Un cablecito roto en el auricular. Si quiere saber mi opinión…

—¡Nadie se la ha pedido! —lo interrumpió el gerente del hotel.

Gropius agarró a Kusch del brazo como si quisiera detenerlo, y dirigiéndose al electricista, preguntó:

—¿Qué iba a decir?

Carlo miró a Gropius con recelo y después miró a Kusch como preguntándole si le daba permiso. Al no percibir una negativa, respondió:

—Si quieren saber mi opinión, alguien había instalado un micrófono oculto en el auricular. Yo sé cómo se hace. Al quitar el micrófono, el operario ha cortado el cable. No logro explicarme la avería de ninguna otra forma. Ahora ya está todo limpio, jefe.

Bob Kusch intentó quitarle importancia al hecho y le dijo a Carlo:

—¡Pero eso no es más que una suposición! Quiero pedirle, por favor, que sea algo más cuidadoso con esas sospechas. Esto es un hotel de lujo, aquí no pasan esas cosas. Gracias, ya puede marcharse.

El electricista del hotel masculló algo incomprensible que sonó a algo parecido a: «¡Pues por eso mismo!». Cogió la caja de herramientas y desapareció.

Gregor se apoyó en la puerta de la habitación, turbado por ideas desordenadas. Le costaba muchísimo concentrarse. Con una lentitud eterna, su cerebro barajaba como un ordenador todas las posibilidades que ofrecía aquel nuevo descubrimiento. Podía ser que Schlesinger hubiera pasado una semana en Munich con Sheba, y que ambos hubiesen estado vigilados. Sus conversaciones debían de ser muy importantes para que alguien hubiera instalado un micrófono en la habitación de Sheba. Sin lugar a dudas, Rodríguez pertenecía a esa gente. ¿Por qué había quedado el micrófono instalado durante meses en la habitación, por qué había sido desmontado justo entonces por Rodríguez?… Gropius no tenía ninguna explicación.

—¡No tiene que tomarse muy en serio eso del micrófono! —dijo Kusch, devolviéndolo a la realidad—. Carlo es un manitas y no piensa más que en chismes electrónicos desde que se levanta hasta que se acuesta. En confianza: su sospecha de ese dispositivo de escucha es más bien inofensiva. Desde que, hace dos años, celebramos aquí una cumbre económica mundial y los agentes estadounidenses de la CIA y de la NSA lo pusieron todo patas arriba, Carlo ve espoletas retardadas en todos los jarrones y escuchas en todos los teléfonos. Gracias a Dios, hasta ahora todo ha resultado ser una equivocación. Espero haber podido ayudarlo, Gregor.

Con una presión suave pero persistente, sacó a Gropius de la habitación.

—Quería preguntarle otra cosa —dijo el profesor mientras bajaban en el ascensor—. ¿Su ordenador archiva todos los números de teléfono que se marcan desde las extensiones?

La respuesta de Kusch resultó titubeante, puesto que sospechaba que Gropius querría una lista de los números marcados desde la habitación 231 en determinados días.

—Escuche, Gregor —le dijo, regresando ya a su despacho—, me está poniendo usted en una situación muy comprometida. Si alguien llegara a saberlo…

—Soy consciente de ello —dijo Gropius cuando Kusch cerró la puerta del despacho—. Podría usted preparar el ordenador y salir un minuto de la sala. De todo lo que suceda entonces no tendrá usted ninguna responsabilidad.

—No está mal —contestó Kusch con aprobación, y dispuso el portátil con un par de tecleos rápidos—. Por desgracia, su sofisticada sugerencia no puede llevarse a cabo —comentó entonces—, las conferencias telefónicas quedan grabadas sólo durante dos meses; después, el ordenador las elimina automáticamente. ¡Mire, Gregor!

Gropius echó un vistazo a la pantalla, donde relucían el número 231 y el nombre de Sheba Yadin. Debajo resplandecía la siguiente línea: «Datos eliminados».

—Tengo una última pregunta —señaló Gropius, defraudado—, la última de todas, de verdad. Ha dicho usted que la cuenta de Rodríguez ha sido pagada esta noche, y no por él en persona. ¿Quién la ha pagado?

Tras mirar la pantalla, Kusch respondió:

—Una tarjeta de crédito de una empresa llamada IND, S. A.

—¿IND? —repitió Gropius—. No lo había oído nunca.