Al día siguiente, cuando Gregor Gropius aterrizó en el aeropuerto de Munich, ya lo estaban esperando.
—Vaya, profesor, ¿de vuelta en el país? —saludó Wolf Ingram, el director de la comisión especial Schlesinger, con un matiz malicioso—. ¿Qué tal por Praga? ¿Unas pequeñas vacaciones?
Gropius miró al hombre de pelo corto y oscuro con perplejidad.
—¿Cómo lo ha sabido?
—¡Dios mío! —Ingram se arrancó una sonrisa cansada—. Es usted un listillo, profesor. No debería creer que la policía es más tonta de lo que realmente es.
—Disculpe, señor Ingram, no era ésa mi intención. Mi viaje a Praga sólo tenía como objeto contribuir a mi rehabilitación como cirujano, y creo que he conseguido algo.
—Interesante —comentó Ingram, esta vez con menos malicia y con cierta arrogancia—. Eso tendrá que explicármelo mejor. ¿Quiere acompañarme a la jefatura?
—¿Quiere eso decir que estoy detenido? —preguntó Gropius, furioso.
—De ningún modo —repuso Ingram con parquedad—. Como ha dicho usted mismo, tiene una explicación plausible para su estancia en Praga.
Gropius asintió, y juntos fueron a buscar el coche de Ingram, que estaba aparcado en la zona de estacionamiento de tiempo limitado.
Era casi mediodía, de modo que en seguida llegaron sin atascos a su destino.
—¿De verdad creía que dejaríamos de vigilarlo mientras investigábamos? —comentó Ingram cuando al fin llegaron a su despacho y estuvieron sentados el uno frente al otro.
Los pensamientos de Gropius giraban en torno a la muerte de Lewezow. ¿Estaría Ingram al corriente? En ese caso, ¿conocería todos los detalles? ¿Habría incurrido Gropius en algún delito por no haber informado a la policía y haber dejado, así, que se cometiera otro asesinato? Decidió abordar la cuestión con mucha cautela.
—No lo interprete mal. Para aclarar la muerte de Schlesinger, contraté a un detective privado, y el hombre se acercó bastante a la resolución del caso.
—Por desgracia, ahora está muerto.
—¿También sabe eso?
—Como ya le he dicho, es un error creer que la policía es tonta y lenta. Cierto, a veces los mecanismos tardan en coger velocidad, pero luego nada puede frenarlos.
—Nada más lejos de mi intención que criticar su trabajo.
Ingram lo miró con recelo y comenzó a tamborilear con los dedos sobre el escritorio. Después dijo:
—De modo que envió a un detective privado a Praga para hacer unas investigaciones. ¿Podría explicarme por qué, tres días después, también usted fue allí?
—No tenía noticias de él y empecé a preocuparme. ¿Tanto cuesta de entender?
Ingram asintió en silencio.
—Y, cuando llegó al hotel, saldó la cuenta de Lewezow, como si supiera que el detective privado ya no podría pagarla.
—¡Eso es una tontería! —Gropius se encolerizó—. Lewezow estaba investigando un caso para mí. Tarde o temprano, habría tenido que pagar la cuenta del hotel. Además, el hombre había hecho un buen trabajo. —Gropius sacó las fotografías de su maleta de piloto y las dejó sobre la mesa, delante de Ingram—. Por si no conoce a estos señores: éste es mi médico jefe, el doctor Fichte, a la llegada al aeropuerto de Praga. El hombre que lo acompaña se llama Thomas Bertram. Alexej Prasskov fue a buscarlos a los dos. El destino de los tres hombres era una clínica privada de un balneario que se encuentra en los alrededores de Praga.
Ingram fue cogiendo las fotografías, una a una, y asintió con aprobación.
—Buen trabajo. De verdad. ¿Qué quiere demostrar con estas fotos, profesor?
Gropius no podía ocultar su excitación. Sacó de su maleta una hoja doblada y se la puso a Ingram ante las narices.
—Esto es una lista de Eurotransplant. Contiene los nombres de los pacientes que necesitan urgentemente un órgano nuevo. ¡Dirija su atención al número cincuenta y seis!
Ingram leyó:
—Thomas Bertram.
—¡El mismo Bertram que voló a Praga con Fichte! —Gropius alzó la fotografía como si fuera un trofeo—. ¿Casualidad? ¡No! He visto con mis propios ojos cómo Fichte, Prasskov y Bertram entraban juntos en una clínica privada de Poděbrady.
—¿Cuándo fue eso?
—¡Ayer!
—¿Está completamente seguro de que ese hombre era Thomas Bertram?
—Completamente… No lo conozco en persona, pero su fotografía hace años que llena las columnas de sociedad. ¿Por qué me lo pregunta, comisario?
—Bertram está muerto. Murió ayer, cerca de Praga, de un ataque al corazón.
—¿Cómo se ha enterado de eso?
Una gran sonrisa cubrió el rostro de Ingram.
—Por la Interpol de Wiesbaden. Lo que me cuenta usted ahora a raíz de estas fotos no me viene de nuevas, profesor. Puede que le sorprenda, pero hace un tiempo que tenemos a Prasskov y a Fichte bajo vigilancia, incluso más allá de nuestras fronteras. Prasskov es uno de los principales jefes de la mafia del tráfico de órganos, y su médico jefe, el doctor Fichte, trabaja para él a cambio de unos honorarios que son un dineral, dicho sea de paso. ¿O creía usted que no nos habría llamado la atención que Fichte poseyera un apartamento en Montecarlo y un avión privado y que, además, llevara el tren de vida de un playboy? Profesor, me parece que debería revisar sus opiniones sobre la policía.
Ingram se levantó de un salto y comenzó a caminar de un lado para otro.
—Eso es lo desagradable de nuestro trabajo —dijo sin mirar a Gropius—, que la mayoría nos considera unos atontados de pocas luces si tres días después de un asesinato aún no hemos atrapado al culpable. Ahora usted ha experimentado de primera mano lo complicado que es, la minuciosidad que se requiere para resolver un caso. De todas formas, en su caso seguimos tan lejos de la resolución como al principio.
—¿Cómo dice? —Gropius le dirigió a Ingram una mirada iracunda—. ¿Qué quiere decir con eso, comisario? Para mí está claro que Fichte es el responsable de la muerte de Schlesinger. Quería quitarme de en medio para conseguir mi puesto. Para poder seguir con sus negocios turbios con menos riesgo. Y, por lo que se ve, lo ha conseguido. Con lo que no contaba era con que yo no me rendiría sin luchar.
—Ésa es su hipótesis, profesor, pero no tiene ninguna prueba de esa teoría que, si me lo permite, es un poco enrevesada. Si su médico jefe de verdad hubiese querido quitarlo a usted de en medio para siempre, sin duda habría sido más fácil dejar morir al paciente de una forma que realmente pareciese un error médico. ¿Por qué molestarse en contaminar un órgano? Eso hace apuntar las sospechas hacia organizaciones criminales, y usted mismo acaba de decir que Fichte quería trabajar sin estorbos.
—Lo admito. No obstante, si ustedes no consiguen pruebas, si no avanzan con sus investigaciones, yo mismo tendré que seguir averiguando para poder volver a llevar una vida normal.
—Es libre de hacerlo, profesor, siempre que se mueva dentro de los límites de la legalidad. Pero, si quiere saber mi opinión, déjenos hacer a nosotros. Ya ha visto que esta gente no se anda con bromas. No cabe duda de que el doctor Fichte está en la nómina de la mafia del tráfico de órganos, pero no tenemos ninguna prueba de que sea responsable de la muerte de Schlesinger.
Gropius permaneció pensativo.
—¿Ha dicho que Thomas Bertram ha muerto de un ataque al corazón?
—Ésa es la causa oficial de la muerte. Al menos, según nuestros colegas de la Interpol.
—Yo creo que algo salió mal en el trasplante. Bertram murió durante la operación, o poco después. Habría que hacerle la autopsia al cadáver.
—¡Para eso necesitamos el consentimiento de la familia!
—Jamás lo permitirán, seguro que sabían que la operación era ilegal.
—Entonces tendrá que recurrir a la fiscalía. Por lo que sé del fiscal Renner, seguro que decretará que se haga la autopsia. No suele dejar escapar una oportunidad de ponerse medallas.
Durante los días siguientes, los pensamientos de Gropius avanzaron en círculos. El supuesto triunfo que creía haber cosechado desenmascarando a Fichte arrojaba algo de luz en la oscuridad del caso, pero no había traído consigo la solución. Seguían quedando demasiadas incongruencias.
Llevado por su odio hacia Fichte, Gropius había dejado completamente descuidada la pista que había seguido en Turín, su propio secuestro e incluso la misteriosa muerte del profesor De Luca.
En cuanto a Felicia, el descubrimiento de aquella carta de amor había hecho que odiara aún más a su difunto marido. Con una mezcla de vanidad enfermiza y rabia por su propia necedad, lo insultaba en cuanto tenía ocasión, decía que era un putero y cosas aún peores, y afirmaba que ya no le interesaba que se clarificaran las circunstancias de su muerte.
Gropius casi discutió con ella por eso, porque él se negaba a poner fin a sus investigaciones. Le enfadaba que Felicia fuese tan poco comprensiva ante su situación. Después de todo, la clarificación del crimen podía restablecer su buena reputación. Sin embargo, tal como vio durante los días siguientes, aún quedaba mucho para eso…
Sin previo aviso y bastante agitado, el reportero Daniel Breddin se presentó a la mañana siguiente en casa de Gropius. Le dirigió un breve saludo y fue directo al grano.
—¿Qué tiene que decir a las últimas novedades del caso? —Lo miró con ojos esperanzados.
Gropius, que aún iba en albornoz y estaba sin afeitar, gruñó algo sobre un molesto asalto a primera hora de la mañana, pero después imperaron su curiosidad y la comprensión de que no era muy inteligente pelearse con un periodista de una gran publicación, e invitó a Breddin a pasar.
—Fichte —empezó a decir Breddin, y luego espetó—: Fichte ha escapado. Se ha largado en su avión. Lo están buscando por toda Europa. El fiscal Renner ha dictado orden de captura. ¿Qué me dice a eso, profesor?
Gropius tardó un par de segundos en asimilar la noticia. En su mente se mezclaban la sospecha, la duda y la certidumbre.
—No me sorprende del todo —repuso entonces—. A fin de cuentas, yo mismo he contribuido a descubrir a Fichte.
—¿Sabía usted desde hace mucho que Fichte estaba involucrado en las maquinaciones de la mafia del tráfico de órganos?
—Hacía tiempo que tenía sospechas, sí. Sólo me faltaban las pruebas.
—¿Estaba el doctor Fichte en situación profesional de realizar trasplantes de órganos?
—Por completo. Me ha ayudado a mí mismo en varias ocasiones, y también ha llevado a cabo varias operaciones solo. Fichte no es un mal cirujano de trasplantes. Supongo que ése fue el motivo por el que Prasskov y la mafia del tráfico de órganos se dirigieron a él.
—¿Cuándo sospechó por primera vez que había algo extraño en Fichte?
Gropius miró al suelo, consternado.
—Por desgracia, demasiado tarde. Yo confiaba en él, al menos hasta la misteriosa muerte de Schlesinger.
—¿Quiere decir con eso que sigue creyendo que el doctor Fichte fue el asesino de Schlesinger?
—¿Acaso usted no? —Gropius puso cara de perplejidad—. ¿De qué estamos hablando, si no?
Incomodado, Breddin se tocó la punta de la nariz.
—El asesinato de Schlesinger y la relación de Fichte con la mafia del tráfico de órganos son dos cosas totalmente diferentes.
—¿Cómo? —Gropius estaba a todas luces confuso—. Fichte tenía un motivo muy claro para cometer su crimen. A él no le importaba tanto Schlesinger como yo. ¡Era yo el que entorpecía sus turbios negocios!
—Profesor, eso suena muy revelador, pero las últimas novedades del caso, por desgracia, lo contradicen.
—No entiendo a qué se refiere. ¡A lo mejor podría ser usted más claro, Breddin!
—El fiscal Renner ha hecho pública esta mañana la autopsia de Thomas Bertram —contestó Breddin con serenidad—. Bertram murió después de un trasplante de hígado, y la causa de la muerte fue la misma que en el caso de Schlesinger. El órgano había sido contaminado con una inyección del insecticida Clorfenvinfos.
Gropius se levantó de un salto del sillón. Le faltaba el aire.
—Eso querría decir que… —apuntó a media voz, casi sin que se lo oyera.
—En cualquier caso sería más que improbable y no tendría ningún sentido que Fichte hubiese asesinado primero al paciente de usted y después al suyo, y las dos veces de la misma manera y con el mismo veneno. ¿Qué me dice ahora, profesor?
Gropius sacudió la cabeza, como si no quisiera creer lo que acababa de oír, después se cubrió la cara con las manos. Una vez más, poco antes del final, las cosas daban un nuevo giro, y otra vez se encontraba en un callejón sin salida.
Un nuevo correo electrónico con la desconocida abreviatura «IND» puso en marcha la vieja maquinaria del Servicio Federal de Información de Pullach. Igual que la mayoría de incógnitas que, por diferentes motivos, despiertan el interés de los curiosos, la investigación del misterioso código «IND» había acabado yéndose a pique. Con todo, esa mañana, Heinrich Meyer, director del SIGINT, Departamento 2, apareció en la reunión de análisis de la situación acompañado por Wolf Ingram y con una hoja impresa en la mano. Gesticuló a disgusto, dejó la hoja dando un golpe sobre la mesa de reuniones que ocupaba el centro de la sala y exclamó:
—Había esperado que el asunto acabara solucionándose por sí solo en algún momento y que cayera en el olvido, pero ahora volvemos a empezar con la misma broma. «Misión cumplida. IND». Que nadie me diga que este mensaje no tiene un trasfondo criminal. ¡Peters, ahora le toca a usted!
Ulf Peters, director del Departamento 5, Reconocimiento Operativo, con su habitual cazadora negra de cuero, torció el gesto, como siempre que se sentía a disgusto. Y aquella mañana se sentía especialmente molesto. Detestaba que Meyer lo reprendiera delante de todo el equipo reunido, aunque tuviera veinte años más que él y casi siempre reaccionara a base de arrebatos de cólera. Esa mañana, no obstante, permaneció bastante calmado.
—No creo que haga falta que les recuerde que la problemática de este caso es especialmente complicada, una ecuación de tres incógnitas —contestó—. Está ese maldito código «IND», del que no tenemos ninguna pista, aunque admito que tiene pinta de pertenecer a alguna agrupación terrorista, y también están el remitente y el destinatario desconocidos. He tenido casos más sencillos, la verdad.
Meyer avinagró el gesto.
—O sea, resultado negativo.
—Negativo —masculló Peters—. Al menos, en el Departamento de Reconocimiento Operativo.
—¡Pues entonces preste atención a lo que tiene que decir Wolf Ingram, el director de la comisión especial Schlesinger! —Meyer le dirigió un afable ademán a Ingram. Éste se aclaró la garganta y empezó a hablar:
—¡Señores! Como saben, el primer e-mail con la enigmática abreviatura «IND» fue enviado desde una conexión móvil a una cuenta interna del hospital clínico, lo cual hacía sospechar que el asesinato descubierto en la clínica por esas mismas fechas podía estar relacionado con él. Un segundo e-mail salió de una cuenta interna del hospital clínico hacia una conexión móvil desconocida, probablemente en alta mar, esta vez justo después de un ataque con bomba a la esposa de Schlesinger o, mejor dicho, al profesor Gropius. Ya conocen los detalles. Nuestras averiguaciones nos han hecho saber que un médico jefe del hospital clínico, Fichte, está relacionado con la mafia internacional del tráfico de órganos, y que posee varias clínicas en los alrededores de Praga. Fichte ha escapado a Montecarlo tras otro asesinato relacionado con la mafia del tráfico de órganos, que, por cierto, lleva la misma marca que el asesinato de Schlesinger. Este nuevo e-mail podría relacionarse con la muerte de Bertram, como si fuera una comunicación de ejecución. Sin embargo, hay algo que no acaba de encajar. ¡Fichte no mataría a su propio paciente! De ello se deduce…
—¡… que Schlesinger y Bertram no fueron víctimas del mismo asesino! —Meyer enarcó las cejas.
—Y eso, a su vez, implica que nos enfrentamos a dos casos diferentes —prosiguió Ingram.
Meyer asintió con reconocimiento a la concurrencia. Acto seguido, se dirigió a Ingram:
—¿Y el detective privado? ¿Cómo se llamaba?
—¡Lewezow!
—Ese tal Lewezow encontró la muerte siguiendo a los mafiosos. ¿Dónde catalogaría ese caso?
Ingram esbozó una sonrisa de superioridad.
—Al principio, claro está, partimos de la base de que Lewezow había sido interceptado y asesinado por los mañosos. Era lo más lógico. Sin embargo, como saben, señores, en nuestras investigaciones la lógica es a veces un impedimento. Los asesinos no suelen actuar de forma lógica, casi siempre asesinan por motivos emocionales. También éste es el caso. Tres días después de la muerte, la policía criminal de Praga atrapó a un recepcionista homosexual que tenía en su posesión la cámara y las tarjetas de crédito de Lewezow, así como una gran cantidad de dinero. Ya ha confesado. Se trató de un clásico asesinato de los círculos homosexuales.
—Buen trabajo —masculló Peters—. Buen trabajo, de verdad. —Tenía que reconocer que aquél no era su día. Estaba claro que le molestaba que llegara uno de la comisión especial y les robara el protagonismo a él y a todo su departamento. Por eso, intentó relativizar la situación—. En cuanto al nuevo e-mail, querido colega, sus conclusiones siguen sin llevarnos a ninguna parte.
—¡Eso tampoco es labor de Ingram! —terció Meyer—. Si no me equivoco, es trabajo del Servicio Federal de Información, o sea, nuestro.
Los hombres sentados a la mesa de conferencias reaccionaron con murmullos de indignación ante la clara crítica del director del departamento. Peters se ocupó de dar una réplica:
—Lo siento, pero no puedo hacer aparecer como por arte de magia la resolución del código. Esa organización, en caso de que se trate de una organización, no había aparecido antes.
Entonces fue Meyer quien estalló:
—¡Madre de Dios! —exclamó—. Si la abreviatura fuese tan conocida, no habría que recurrir a un servicio secreto, bastaría con el archivo de la Biblioteca Nacional y, en lugar de un ejército de agentes altamente cualificados, nos bastaría con un par de funcionarios de archivos con manguitos y derecho a jubilación. Y ahora, discúlpenme, señores, ¡en mi escritorio me espera una pila de trabajo!
Meyer le hizo una seña a Ingram, y ambos salieron juntos de la sala de reuniones.
Al viejo veterano le encantaban aquellas salidas. Curtido por más de veinte años de trabajo en el Servicio Federal de Información, se había convertido en un cínico.
—¡Sabelotodo! —gruñó Peters tras él.
«A pesar de todo, es una mujer maravillosa», pensó Gropius cuando, a la mañana siguiente, regresaba del lago Tegern a Munich en su viejo todoterreno. Un cielo azul intenso se extendía sobre los Alpes, y los últimos restos de nieve se resistían con terquedad al aire tibio de la primavera inminente en los rincones umbríos.
Las noches con Felicia tenían una intensidad especial, mejor que todo lo que Gropius había vivido con Veronique. Habían cenado como reyes en un restaurante de la orilla sur del lago que en su día había sido la residencia del cantante y actor Leo Slezak. Habían bebido vino tinto y, durante un rato, habían olvidado sus diferencias. Naturalmente, también habían dormido juntos. Bueno, dormir… Felicia conocía los deseos más secretos de un hombre, y una breve mirada, un breve roce bastaban para que hiciera realidad los sueños de él.
Lo que Gropius no pensaba nunca, aunque sí se le pasó por la cabeza durante el trayecto de regreso, era que su relación nunca habría llegado a producirse sin el asesinato de Schlesinger. Curiosamente, ese pensamiento le transmitió una extraña euforia y, no por primera vez, Gropius se preguntó qué habría sucedido si Schlesinger hubiese sido una persona honrada, o comoquiera que quisiera calificarse, y no hubiese llevado una doble vida. En esos momentos le pareció —a él, que se creía un realista con control sobre su vida— que todo era un sueño… o una pesadilla, incluso un cuento moderno.
En Grünwald, una furgoneta gris aguardaba frente a su casa. Gropius había vivido demasiado durante las últimas semanas para creer en coincidencias. Aun a cierta distancia, vio que el vehículo tenía matrícula italiana. Aceleró. Pasó a toda velocidad por delante de la furgoneta aparcada, torció dos veces a la izquierda y, asegurándose por el espejo retrovisor de que no lo seguían, cogió la avenida de entrada a Munich.
No se había equivocado: al cabo de unos cientos de metros vio por el retrovisor la furgoneta italiana, que se le acercaba a gran velocidad con los faros encendidos. Se le aceleró el corazón. Se pasó un semáforo en rojo, pero, aun así, no consiguió quitarse de encima a sus perseguidores. Al contrario, el vehículo cada vez estaba más cerca.
¿Qué podía hacer? Gropius vio entonces la caravana de coches que tenía por delante. Pisó el freno en el último momento. La furgoneta ya lo había alcanzado. Gregor se rindió. Mil ideas le cruzaron por la mente. Imaginó que, un instante después, varios hombres armados saldrían del vehículo perseguidor y lo sacarían a la fuerza de su coche. Agotado, apoyó la cabeza en el volante y siguió esperando, aterrorizado.
Unos golpes en el cristal lo despertaron de su estado de estupefacción. No sonaba como si alguien fuese a sacarlo del coche a la fuerza. Gropius alzó la mirada.
Ante sí vio el rostro de Francesca. Se había recogido la melena oscura bajo una gorra gris de punto, y en sus ojos, tras los cristales de las gafas de montura al aire, relucía el reproche. Gropius se volvió para ver si en la furgoneta esperaban más gángsters, pero el vehículo estaba vacío. Aliviado, respiró hondo. Aún con desconfianza, bajó el cristal de la ventanilla.
—¿Qué se proponía? —increpó a Francesca.
—Disculpe —repuso ella, sin aliento—, pero ha sido usted el que me ha obligado a lanzarme en su persecución como en una película de gángsters, ¡y ahora me pregunta que qué me propongo! ¡Quisiera hablar con usted, Gropius, por favor!
—No sé qué puede quedarnos aún por decir. Las experiencias de Turín no se cuentan entre las más agradables de mi vida. En cualquier caso, me daría de tortas por haber caído en su trampa. Debería haberlo imaginado.
—¿Qué debería haber imaginado?
—Que me estaba haciendo la cama. ¡Y ahora desaparezca! ¡No quiero volver a verla!
Entretanto, el atasco se había disuelto, y la fila de vehículos se puso en movimiento. Tras ellos estalló un estrepitoso concierto de bocinas. Gropius arrancó, pero Francesca no dejó que se librara de ella.
—¿De qué está hablando? ¿Cómo que le estaba haciendo la cama? —exclamó Francesca, aferrándose a la puerta del coche de Gropius y corriendo a su paso—. ¿Quiere decirme de una vez por todas qué es lo que pasa?
—¡Ja! —espetó Gropius sin reducir la velocidad—. Otra de sus artimañas. No, no caeré por segunda vez. ¡Déjeme en paz!
Gropius aceleró el todoterreno, pero Francesca seguía pegada al vehículo. En cualquier momento podía salir despedida al centro de la calle. Entonces, Gropius frenó el coche.
—¡Madre de Dios! ¡Pero primero escúcheme un momento! —jadeó Francesca, sin aliento—. Luego puede mandarme a paseo si quiere.
Gropius miró a la italiana con recelo. No confiaba en ella. Tenía grabada demasiado dentro la conmoción que se había llevado en Turín. Ni en toda su vida lograría deshacerse de aquella sensación que lo había invadido, amarrado a la silla, al ver el frasco de Clorfenvinfos y la jeringuilla ante sí. Se estremecía con sólo pensarlo.
—¡Es muy importante, de verdad! —insistió Francesca—. ¡Por favor!
Era difícil rehuir la mirada de sus hermosos ojos. Gropius suspiró y guardó silencio un rato sin hacer caso de las bocinas de los conductores que no podían avanzar por culpa de la furgoneta de Francesca. Al final, cedió.
—Está bien, ¿ve esa pizzería de allí, al otro lado de la calle? Vaya a por su coche, la esperaré allí.
Francesca corrió a su furgoneta, y Gropius aparcó el todoterreno frente al restaurante.
Como las pizzerías de todo el mundo por las mañanas, aquélla recordaba a la sala de espera de una estación. La mitad de las sillas seguían puestas del revés sobre las mesas para que la mamma vestida de negro pudiera ir más de prisa con la limpieza del suelo de baldosas. Olía a agua jabonosa y café recién molido.
Un camarero a medio vestir interrumpió de mala gana su desayuno y masculló que el restaurante todavía estaba cerrado, pero que, si quería, podía servirle un café.
Gropius pidió dos y, en ese mismo instante, Francesca entró por la puerta. Sin decir palabra, se sentó frente a él. Estuvieron un rato callados, Francesca con la mirada gacha, Gropius revolviendo el café con nerviosismo. Fue ella la que empezó a hablar, con vacilación:
—Desapareció muy de prisa de Turín. No tuve ocasión de disculparme con usted. Siento que todo saliera tan mal.
—Vaya… ¿Lo siente? ¿Ha venido para decirme que lo siente? Escuche, no sé qué habrá pasado entretanto, pero me entregó en bandeja a esos criminales, y es un milagro que aún siga vivo.
Gregor hablaba tan alto que el camarero ya se había puesto a escucharlos. Francesca bajó la voz, implorante, al responder en un susurro:
—Gregor, ¿qué sucedió? ¿Cómo puede relacionarme con unos criminales? ¡Precisamente a mí!
Gropius, iracundo, agarró a Francesca por la muñeca y la acercó hacia sí.
—Escúchame bien, señorita —dijo con rabia, sin darse cuenta de que, de pronto, estaba tuteando a la mujer—. Tú me desvelaste la dirección de De Luca, qué digo desvelar, me empujaste hacia De Luca, y delante de su instituto me asaltaron y me llevaron a una fábrica abandonada donde quisieron mandarme al otro barrio con una inyección letal. ¿O es que vas a decirme que no sabías nada de todo eso? —Gropius le soltó la muñeca con brusquedad y se reclinó, disgustado, en el respaldo de la silla.
—Yo… de verdad que no sabía nada de eso —tartamudeó Francesca—. ¡Tienes que creerme!
Gregor sonrió con ira.
—¿Qué son esas palabras? Sólo una persona sabía que iría a ver al professore De Luca, ¡y eras tú!
—De Luca ha sido asesinado de una forma misteriosa.
—Ya lo sé. Publicaron en todos los periódicos que fue víctima de la mafia.
—Pero yo no tengo nada que ver con eso; al contrarío. Yo misma he sido víctima de esa gente.
Esa insinuación captó la atención de Gropius. Le dirigió a Francesca una mirada tanteadora y vio refulgir sus ojos oscuros. Aún recordaba muy bien aquellos bellos ojos, un recuerdo que le resultaba desagradable. «Tienes que olvidar a esta mujer», pensó de pronto.
Sin embargo, Francesca comenzó a hablar:
—Constantino ha muerto.
—¿Tu marido?
—Lo asesinaron un día después de que sacaron del río al professore De Luca.
Francesca miró por la ventana. No quería que Gropius la mirase a la cara.
—No lo entiendo —balbuceó él—. Tu marido estaba en coma, no podía hacerle daño a una mosca.
Francesca se encogió de hombros.
—¿Quieres escuchar la historia? —preguntó, y lo miró con los ojos muy abiertos.
—Sí, por supuesto.
—No sólo tú estabas constantemente vigilado. Por lo visto, esa gente también me seguía a mí. ¿Por qué? No lo sé. En todo caso, sabían muy bien que ese día yo no estaba y que mi madre pasaría casi una hora fuera de casa. Esos escasos sesenta minutos les bastaron para irrumpir en el piso y ponerlo todo patas arriba. Está visto que Constantino los molestaba. Lo asfixiaron con una almohada.
Gropius miró al suelo, consternado.
—Lo siento mucho.
Francesca asintió y, sin ninguna emoción, dijo:
—Quién sabe, a lo mejor para Constantino ha sido incluso una liberación.
—¡Pero ha sido un asesinato!
—Sin ninguna duda.
—¿Y la policía?
—Como siempre ocurre en Italia, mucho revuelo para investigar por todo lo alto, pero ningún resultado.
—¿Ni una pista? ¿Ningún indicio sobre los culpables?
—Nada. Seguramente el caso acabará archivado como robo con homicidio.
—¿Qué robaron?
—¡Nada! Los que entraron revolvieron todo el mobiliario, volcaron los armarios, abrieron cajones y rajaron los colchones, pero no se llevaron nada. Dejaron incluso una caja de caudales de mi madre con quinientos euros.
—¿No tienes la menor idea de qué buscaban esos tipos?
Francesca negó con la cabeza y guardó silencio.
—¿La policía tampoco ha encontrado relación entre el asesinato de Constantino y el de De Luca?
—¿Tú crees que la hay? —preguntó Francesca, expectante. De súbito, espetó—: ¡Maldita sea, quiero saber con qué estamos jugando! ¿Dónde me he metido? Gregor, ¿qué clase de horrible juego es éste?
Las palabras de la mujer sonaron desesperadas y, por tanto, creíbles. Gropius vio llegado el momento de explicarle su actitud de rechazo.
—Estaba convencido de que esa gente te había utilizado como señuelo —empezó a decir—. Está visto que me equivocaba. Sin embargo, desde hace un tiempo mi vida consiste sólo en equivocaciones. ¡Disculpa! Quizá habría sido mejor que no nos hubiésemos conocido nunca.
—Sí… quizá. —La expresión de Francesca era impenetrable.
—Tu marido, Constantino, a lo mejor seguiría con vida.
A Francesca se le demudó el rostro.
—Lo que tú llamas vida sólo era un espantoso estado vegetativo, nada más. Por lo que decían los médicos, la probabilidad de que Constantino recuperara la conciencia era de una entre un millón, y yo no soy precisamente de esa gente a la que persigue la suerte, como bien se pudo ver en nuestro encuentro en Turín.
—¿Qué quieres decir con eso, Francesca?
Ella esbozó una sonrisa enigmática.
—¿Acaso crees que yo no tenía tantas ganas de estar contigo como tú conmigo? Me pasé toda la cena pensando en cómo explicarte que en casa tenía a un marido medio muerto, pero me faltó el valor para decírtelo sin rodeos. Tú tampoco me diste ocasión.
—¿Qué debería haber hecho?
—Esa pregunta ya no sirve de nada. Está pasado. Olvidado. —Francesca puso los codos en la mesa y apoyó la barbilla sobre las manos entrelazadas—. Nos estamos desviando del tema. Por lo que parece, tenemos enemigos comunes, y quiero saber qué hay detrás de todo esto.
El camarero les sirvió el tercer caffè latte, y Gropius retomó la historia desde el principio, relató la muerte de Schlesinger, habló de la misteriosa caja de seguridad, del descubrimiento de que su propio médico jefe trabajaba con la mafia del tráfico de órganos y de la enigmática relación de todo ello con un informe cuyo contenido desconocía y que valía varios millones para aquella gente.
—Pero ¿qué papel juego yo en esta historia? —exclamó Francesca en aquella sala vacía y poco acogedora.
Gropius le lanzó una mirada tanteadora.
—La verdad es que no lo sé, pero a lo mejor tiene que ver con tu relación con De Luca y conmigo.
Francesca inspiró entonces con fuerza por la nariz y, en un tono cargado de reproche, dijo:
—Con De Luca no tenía ninguna relación. Realicé un encargo para él, nada más. Al professore sólo lo había visto dos veces en toda mi vida: la primera vez, cuando fui a recoger el estuche, y la segunda, cuando se lo devolví. Entre una y otra, hablamos en una ocasión por teléfono. Le dije que no se había presentado Schlesinger, sino otro hombre. Entonces me dijo que regresara a Turín. Eso fue todo.
—¿No tienes ni la menor idea de qué era lo que transportabas en el estuche de acero?
—Ni idea.
—¿Y si hubiese sido material radiactivo?
—¡No me asustes! Nunca había pensado en eso.
—¿Qué clase de persona era ese professore De Luca?
Francesca lo pensó un momento y luego respondió:
—Era tal y como se imagina uno a un investigador que va tras la pista de los últimos secretos de la física. Bajito, rollizo, con un cráneo esférico y una corona de cabello ralo, impecablemente vestido, despistado y como en otro mundo. Su aspecto era el de una persona simpática, casi encantadora.
—¿En qué trabajaba ese encantador professore?
—Su nombre aparecía de vez en cuando en los periódicos. Creo que tenía buena reputación como investigador genético. Nunca me interesé más por su profesión.
Gropius reflexionó. Aquello no parecía tener ningún sentido. Sin embargo, entre todo lo que había sucedido en el transcurso de las últimas semanas, ¿qué era lo que tenía sentido? En su cabeza reinaba el caos. Aunque no sólo en su cabeza, también sus sentimientos se habían vuelto locos. Había pasado la noche con Felicia y se sentía atraído por ella, pero un breve encuentro con Francesca a primera hora de la mañana en una apestosa pizzería de la periferia había bastado para hacer tambalear sus sentimientos. Francesca lo atraía como un imán, con una fuerza invisible que no había forma de dominar. Incluso de luto estaba más sexy que todas las mujeres que Gropius conocía. «Tienes que quitarte a esta mujer de la cabeza —se dijo—. En realidad, sólo quieres acostarte con ella, y tu vida ya es bastante complicada tal y como está. Además —pensó con un asomo de sentido del humor—, a lo mejor es un muermo. ¡Déjalo ya!».
—¿Por qué has venido? ¿Tienes otro encargo de Vigilanza? —quiso saber.
—No —contestó Francesca, sucinta. Su respuesta sonó ofendida—. He venido para informarte de mis circunstancias personales. Tenías que saber que Constantino ha muerto. Quiero decir que eso lo cambia todo.
Gropius parecía molesto. Comprendía lo que quería decirle, pero en ese instante se sentía sobrepasado.
—Creo que deberías volver a Turín —dijo con cuidado, y con la esperanza de no herirla.
Francesca llevaba escrita la decepción en la cara.
—Si eso es lo que crees —repuso, a media voz.
—Entiéndeme… —empezó a decir él.
Francesca lo interrumpió:
—¡Ya te he entendido!
Se bebió el café y se levantó.
—De todas formas, te deseo lo mejor. Buena suerte. Gropius vio que a la mujer se le humedecían los ojos al darle un fugaz beso en la mejilla. Después salió del restaurante.
El entierro del gigante de la construcción Thomas Bertram fue un gran acontecimiento. Todos los periódicos habían informado del escándalo del trasplante, y Breddin había apuntado a la sospecha de que el caso Bertram sólo fuera la punta del iceberg y que a lo mejor más pacientes habían perdido la vida a causa de trasplantes de órganos ilegales.
En vida, por lo visto, Bertram se había regodeado en su riqueza y, puesto que el dinero —como todo el mundo sabía— ejercía una fuerza mágica de atracción, y puesto que, además, él era generoso, no había podido quejarse de que le faltara compañía. Las invitaciones de sus fiestas de Acción de Gracias en su casa de campo de Kitzbühel eran codiciadas como entradas a la ceremonia de los Oscar, y siempre daban carnaza a los periodistas de sociedad.
Su mujer, Kira, una sudafricana de modales impecables de la que nadie sabía cómo había acabado casada con él, era al menos veinte años más joven que Bertram y, la verdad, tenía mucha mejor presencia que él. También bebía mucha menos ginebra que su marido, para lo que no hacía falta mucho, ya que Bertram siempre iba pegado a una botella.
Por ése y por otros motivos que la decencia impedía contar acerca de un muerto (sólo decir que Bertram, para regocijo de la prensa sensacionalista, llevaba un matrimonio muy abierto) no habían tenido hijos. Y así fue que, en esa mañana de principios de primavera, soleada pero fría, ante la tumba abierta había cuatro viudas imponentes dando rienda suelta a las lágrimas, cubiertas de velos y con vestidos negros de conocidos diseñadores. Todo ello dejó bastante desconcertado al cura que leyó las palabras que le habían apuntado en una hoja que no dejaba de toquetear. El hombre no sabía a cuál de las cuatro posibles viudas tenía que mirar al velado semblante para transmitirle su consuelo.
Un par de equipos de televisión y un puñado de reporteros de prensa se peleaban por la mejor vista. El sacerdote habló del reino de los cielos, momento en el cual su voz se pareció espantosamente a la del político Erich Honecker. En los árboles nudosos y pelados, que le quitaban al cementerio de Perlacher Forst parte de la tristeza que envolvía a los cementerios corrientes, se posaban unas cornejas que interrumpían a intervalos irregulares el discurso del cura.
Debieron de ser unos doscientos asistentes, la mayoría curiosos y plañideros profesionales, los que se congregaron alrededor de la tumba abierta estirando los cuellos. A cierta distancia, Wolf Ingram, el director de la comisión especial Schlesinger, aguardaba tras un árbol.
A Ingram no le disgustaba asistir a entierros a causa de su profesión. No es que, como en las malas películas, hubiese esperado encontrar al asesino junto a la tumba de la víctima, pero solía decir que, de algún modo, se lo olía. En cuanto a su olfato, en esa ocasión, Ingram quedó decepcionado: a pesar de que contempló a cada uno de los asistentes todo lo que pudo desde la distancia, no vio ningún rostro que contribuyera a la aclaración del caso.
Al cabo de una media hora y de las oraciones habituales, que —sabrá Dios por qué— terminaban siempre con las estereotipadas palabras de «por los siglos de los siglos», la triste concurrencia, el cura y los periodistas se dispersaron; estos últimos a paso ligero, los demás con lento andar. Se hizo el silencio. Sobre los altos muros de una penitenciaría cercana se oían de vez en cuando órdenes incomprensibles.
Ingram miró con interés los ramos y las coronas que bordeaban la tumba, y también las cintas estampadas en dorado, en las que asociados y colaboradores, familiares y amigos, así como diversas damas, le enviaban un último adiós al difunto. Con intención de anotar los nombres, sacó un bloc de notas de la cartera y entonces oyó una voz tras de sí:
—Vaya, ¿siempre de servicio? ¡Qué eficiente!
Ingram se volvió.
—Es usted la última persona a la que esperaba encontrar aquí, señor fiscal. ¿El buen tiempo lo ha sacado de su triste escritorio?
Markus Renner lo miró con reservas, para lo cual, puesto que el arte de la actuación no se contaba entre sus virtudes, se ayudó del brillo de los cristales de sus gafas.
—¿Y a usted? —repuso—. ¿Qué lo ha traído hasta aquí?
Ingram se encogió de hombros.
—En Baviera solemos decir que es buen cadáver el que recibe a una gran concurrencia en su entierro.
Aludía con eso al hecho de que el fiscal procedía del norte de Alemania, donde las expresiones bávaras solían recibirse con una gran incomprensión.
—Sí, ¿y qué? ¿Ha visto usted algo que pueda ayudarnos a avanzar? —insistió Markus Renner.
—Sinceramente, no, señor fiscal. Ahora iba a anotar los nombres de las coronas. Nunca se sabe…
En ese momento, Renner agarró al comisario de la manga y lo arrastró hacia la derecha de la tumba, donde había un montón de coronas apiladas. Se inclinó y alisó con la mano una cinta de color lila que estaba atada a una corona de flores tropicales. Unas letras doradas formaban las siguientes palabras: «REQUIESCAT IN PACE - IND».
—¿Qué me dice ahora? —preguntó Renner con aquella arrogancia que lo hacía tan antipático. Y en ese mismo tono añadió—: ¡Descubrir esto tendría que haber sido trabajo suyo!
«Ya lo sé —habría querido contestar Ingram—. Por eso estoy aquí y me disponía a anotar todas las inscripciones de las cintas». Sin embargo, no vio por qué tenía que justificarse ante aquel joven tarugo tan exageradamente solícito. Pasó por alto el comentario y repuso:
—Hay que joderse…
Renner no aflojó.
—¿Sabe qué significa? Sabrá usted latín.
—Si supiera latín —espetó Ingram—, no tendría que merodear en entierros de desconocidos. Estaría calentando varias sillas con mis posaderas arrugadas en algún ministerio.
—Quiere decir «descanse en paz» —contestó Renner sin hacer caso del comentario—. ¡Qué cinismo, querido Ingram!
Ingram arrugó la frente.
—En primer lugar, no soy su querido Ingram, señor fiscal, y en segundo lugar, todos los asesinatos son cínicos.
Por lo menos en eso, Renner le dio la razón, asintiendo con la cabeza. Mientras Ingram se ocupaba de despegar la cinta con la «cínica» inscripción, Renner comentó:
—Tiene que descubrir cuanto antes dónde fue encargada la corona con esa cinta.
Ingram se guardó la cinta y se enderezó.
—¿Por qué cree usted que he desmontado esta cosa? ¡Muchas gracias por el consejo!
No se soportaban, y puesto que era de temer que cualquier enfrentamiento acabara llegando a las manos, Renner prefirió despedirse sucintamente:
—Que tenga un buen día.
En ese mismo instante sonó el teléfono móvil de Ingram.
—¿Sí? —El director de la comisión especial escuchó lo que su compañero tenía que contarle—. ¡No puede ser! —repuso después, a media voz, y guardó el teléfono en su bolsa.
—¡Señor fiscal! —exclamó Ingram varias veces a un volumen tal que su voz resonó por todo el cementerio.
Renner se volvió e Ingram le hizo una señal para comunicarle que tenía algo importante que decirle.
—A lo mejor le interesa —dijo cuando alcanzó a Renner—. Acaban de informarme por teléfono de que en el centro de trasplantes de la Universidad de Kiel ha muerto un paciente después de un trasplante de corazón. Según el resultado de la autopsia, la muerte se produjo por contaminación del órgano del donante con Clorfenvinfos.