Capítulo 9

Transcurridos tres días, puesto que seguía sin saber nada de Lewezow, Gregor Gropius empezó a inquietarse. Cuando marcaba el número de su teléfono móvil, sólo oía una voz femenina que le informaba con una monotonía adormecedora de que el abonado no se encontraba disponible. Se reprochó haberle confiado a Lewezow ese asunto tan peliagudo, e incluso llegó a considerar la idea de acudir a la policía, pero recapacitó sobre su situación y desestimó la idea. En sus circunstancias, la repentina desaparición del detective privado que había contratado sólo haría aumentar las sospechas que se cernían sobre él; en cualquier caso, no contribuiría en absoluto a su exculpación.

Al cuarto día llegó una carta desde Praga. Gropius leyó el remite: «Hotel Corinthia Towers, Kongresová 1, Praha 4.» La carta contenía unas veinte fotografías y una nota con las siguientes palabras:

Dr. Fichte, Dr. Alexej Prasskov, Thomas Bertram. Si está interesado, me encontrará todas las tardes a partir de las siete en el Zlatého Tygra, Tigre de Oro en su idioma, Husova, 17.

Gropius contempló las fotos: Prasskov en la sala de espera del aeropuerto; Prasskov saludando a Fichte en el aeropuerto; Prasskov, Fichte y un desconocido en un entorno difícilmente identificable. ¿Quién era el tercer hombre? ¿Quién era Thomas Bertram?

La fotografía mostraba a un hombre bien alimentado, con la cara redonda y un pelo fuerte y oscuro que rodeaba su coronilla rala. En comparación con Fichte y Prasskov, parecía inseguro, casi temeroso. Bertram, aquel nombre le resultaba familiar. ¿Dónde lo había oído? No, no lo había oído, ¡lo había leído! En una lista, de hecho. Entonces lo recordó: en la lista de espera de los trasplantes que habían sacado del ordenador, la que Rita —¿cómo le iría?— le había conseguido. Exaltado, fue a buscar la lista a su escritorio. En el puesto 56 se leía: «Thomas Bertram».

Gropius masculló varias veces el nombre. ¡Bertram Hochtief, claro, un gigante de la construcción con sucursales en toda Alemania! Thomas Bertram encajaba a la perfección en el perfil de pacientes acaudalados que estaban dispuestos a pagar cualquier precio por un órgano sano.

Gropius intentó localizar a Lewezow una vez más, y de nuevo fracasó en su intento. En ese mismo instante tomó la decisión de viajar a Praga en persona.

El vuelo de Czech Airlines de Munich a Praga duró una hora y cinco minutos. Al llegar, Gropius buscó el hotel Corinthia Towers, desde donde Lewezow le había enviado las fotografías. Cuando preguntó por el detective en recepción, Gropius se llevó una desagradable sorpresa. La recepcionista, una mujer adulta de belleza ruda y vestida como si fuera una empleada de banca, lo condujo, como si lo estuvieran esperando, hasta la sala de sobrio mobiliario de la dirección. Allí le rogó unos instantes de paciencia y luego desapareció.

Poco después apareció un joven resuelto y con la cabeza rapada, vestido con un traje negro con chaleco, que se presentó como el director del hotel. Se llamaba Hollar. Hollar hablaba alemán con acento checo, y su pronunciación tenía algo del Schweyk de Brecht.

—Disculpe, ¿está usted emparentado con el señor Lewezow? —preguntó, con cortesía pero con énfasis.

—No —respondió Gropius—. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Había quedado en verse con él?

—Tampoco. Lewezow no sabe que estoy aquí. Trabaja para mí. De todas formas, no veo motivo para tener que contarle mis asuntos personales. ¿Quiere decirme de una vez qué significa todo este interrogatorio?

Hollar, con los brazos elegantemente dispuestos a la espalda, se acercó a Gropius y, como si quisiera confesarle un secreto, dijo a media voz:

—El señor Lewezow desapareció hace tres días sin dejar rastro. Su equipaje está en la habitación y su coche de alquiler en el garaje. No parece que se trate de un intento de no pagar la cuenta del hotel.

—¿Han avisado a la policía?

—Todavía no, señor Gropius. Comprenda que no es bueno para la reputación de una casa que la policía ande entrando y saliendo.

—Lo comprendo —contestó el profesor—. Aquí tiene mi tarjeta de crédito. Cárgueme la cuenta de Lewezow.

—Pero ¿por qué, si no es usted pariente? —Hollar no parecía satisfecho con esa solución.

Gropius inspiró hondo y luego dijo:

—Escuche, Lewezow es detective privado y estaba en Praga investigando un caso para mí. No es nada fuera de lo común que un detective desaparezca de pronto dos o tres días para resolver un caso.

—¡Ahora lo entiendo! —repuso Hollar con gran alivio—. Entonces no tendré que avisar a la policía.

—¡No! —confirmó Gropius con voz firme.

Esa misma tarde, el profesor no presintió nada bueno mientras se dirigía al barrio antiguo de Praga para buscar el local llamado Tigre de Oro, el que aparecía en la nota que Lewezow le había enviado con las fotos. No conocer el nombre ni el aspecto de quien había escrito esas líneas —¿se trataría quizá de una proposición con segundas?— no lo hacía precisamente más fácil.

Gropius fue en taxi hasta las cercanías del Viejo Ayuntamiento con su famoso reloj astronómico. El último tramo lo recorrió a pie, después de que el taxista le hubo descrito el camino con exactitud. Sobre todo por la noche, las calles del casco antiguo de Praga se asemejaban a unos inimitables bastidores teatrales. Aquí y allá resonaba alguna que otra voz o algún paso por las estrechas callejas. Los coches parecían fuera de lugar en ese escenario, y Gropius no se habría extrañado si, al enfilar la calle Husova, se hubiera encontrado de frente con el Golem o el doctor Caligari de las películas mudas.

Tanto turistas como praguenses coincidían en que en el restaurante Zlatého Tygra, Tigre de Oro, se sirve la mejor pilsner de la ciudad. Por eso no es insólito que no haya ni un solo sitio libre para el visitante extraño. Esa tarde, Gropius tuvo suerte. Encontró una mesa en el gran salón que había frente a la entrada, ideal para supervisar el ir y venir de los clientes. Al camarero de mandil blanco le pidió kachna se zelim a knedlikem —pato con col y albóndigas de pan blanco— y una pilsner grande.

No hacía mucho tiempo que aguardaba allí sentado cuando entró en el establecimiento una dama vestida con elegancia, con un gran abrigo sobre un traje corto y las piernas enfundadas en unas medias negras y metidas en botas de tacón alto. Buscaba una mesa y fue directamente hacia él.

Le preguntó en inglés si había un sitio libre a su mesa y, cuando Gropius la invitó a sentarse con un gesto de la mano, ella siguió hablando en alemán:

—¿Le gusta Praga? —Y, sin esperar respuesta, continuó—: ¿Ha venido solo? ¿Por negocios?

—Eso son tres preguntas de una sola vez. —Gropius sonrió y la ayudó a quitarse el abrigo—. Mi respuesta a su primera pregunta es sí, aunque aún no he tenido mucho tiempo de ver la ciudad después de mi llegada al hotel Corinthia Towers; a su segunda pregunta, respondo que sí; a la tercera, no. ¿Qué más desea saber?

Con cierta timidez, o al menos ésa era la impresión que quería dar, la bella praguense se tapó la boca con la mano y respondió:

—Le pido perdón, pero es que soy terriblemente curiosa, sobre todo cuando se trata de un hombre.

Gropius enarcó las cejas.

—¿Cómo es que habla tan bien alemán?

—Bueno, hablo inglés mejor que alemán. Soy profesora. —Tras una pausa, añadió—: Lo era.

Gregor la miró a los ojos. Aquella joven era demasiado guapa para ser profesora. Llevaba un maquillaje no del todo discreto, y la cuidada melena rubia recogida, seguramente para darle más volumen. Lo que vestía bajo la chaqueta del traje no se veía. Con un desenfadado gesto de la mano que puso en escena sus largas uñas rojas, llamó al camarero y, sin mirar el menú, pidió algo para comer.

—¿Viene a menudo por aquí? —preguntó Gropius a su atractiva compañera de mesa.

Ella se encogió de hombros con coquetería.

—Sí, ¡a veces! —dijo.

—¿Qué quería decir con eso de que era profesora? La mujer sacó una cajetilla de cigarrillos de su pequeño bolso y encendió uno.

—¿Le molesta si fumo?

Aunque Gropius detestaba el humo del tabaco, y aunque el camarero le estaba sirviendo la cena justo en ese momento, negó con la cabeza. Normalmente, el profesor habría reaccionado con indignación y le habría dicho que se fuera a otro sitio a esparcir esa humareda, pero la mujer le interesaba, al menos había despertado su curiosidad.

—Dejé mi profesión —dijo ella, respondiendo a la pregunta. La forma en que sostenía el cigarrillo con la punta del índice y del corazón, mientras con el pulgar golpeaba la boquilla, denotaba cierto nerviosismo—. Por el equivalente a trescientos euros al mes ya no estoy dispuesta a enfrentarme a los mocosos de unos proletarios cualesquiera, que además no tienen ganas de aprender nada. Prefiero buscarme a un hombre generoso un par de veces por semana. Así me divierto, y conozco a gente. —Su risa sonó algo amarga—. Por cierto, me llamo Milena Plečnikowa.

—Gregor Gropius —repuso él, estupefacto.

La rotunda franqueza de la mujer contrastaba con la elegancia de su aspecto.

—En caso de que se aburra usted en Praga… —Sacó una tarjeta de visita negra del bolso y se la pasó a Gropius por encima de la mesa—. De cien euros en adelante —añadió en un tono frío y profesional.

«Podrías haberlo imaginado —se dijo Gropius—. Una mujer tan atractiva no se sienta a tu mesa y entabla una conversación así como así. Una verdadera lástima. Aunque…».

—¿En qué piensa, Gregor? —Milena lo sacó de sus reflexiones—. Está pensando cuánto cuesta pasar una noche entera conmigo, ¿verdad?

—No, no —aseguró Gropius, confundido. De repente, añadió—: ¿Le importaría mucho besarme ahora mismo?

Milena accedió a la petición con una sonrisa irónica. Se inclinó sobre la mesa y rozó con su boca los labios de Gregor.

—¿Le basta con esto? —preguntó tras un pequeño intercambio de tiernas insinuaciones—. ¿He aprobado el examen?

Gropius le sostenía el rostro con ambas manos, pero miraba más allá de ella, hacia la izquierda.

—Si pudiera darme otro beso, por favor…

Divertida por los gustos de aquel alemán loco, Milena se puso manos a la obra, hasta que Gregor dio por terminada la cata con un sobrio «Gracias, con esto me basta».

Milena lo miró con desconcierto.

—Tengo que aclararle algo —empezó a decir Gropius con timidez—. Acaba de hacerme usted un gran favor. En el restaurante acaban de entrar dos hombres que no pueden verme aquí. Me ha parecido la única posibilidad de no ser descubierto.

—¿Ah, sí? ¿De verdad? —Milena puso cara de incredulidad—. Nunca había oído una excusa tan original. ¡Lo felicito!

—No, de ninguna manera. Si se vuelve usted con cuidado, son esos dos hombres de ahí detrás…

Milena miró con cautela hacia la izquierda.

—¿Se refiere al doctor Prasskov y al otro tipo?

—¿Conoce a Prasskov?

—Claro —respondió Milena, y posó las dos manos con los dedos extendidos sobre sus pechos—. Made by Prasskov. —Se echó a reír—. Es uno de los mejores cirujanos plásticos de la República Checa, y uno de los más ricos. Aunque por lo visto se ha labrado su fortuna con negocios turbios. Dicen que tiene tratos con la mafia del tráfico de órganos. De todas formas, sus contactos entre los más altos cargos de la justicia son tan buenos que nunca lo han acusado de nada. Prasskov ejerce en varias clínicas de los alrededores de Praga. Oficialmente constan como «sanatorios» o «institutos de cirugía estética». Lo que se hace en realidad en esos sitios sigue siendo un secreto.

—¿Y el hombre que está junto a Prasskov? —Gropius hizo un breve ademán hacia atrás con la cabeza.

—No lo había visto nunca —repuso ella, con desgana.

Mientras el camarero le servía a Milena švestkové knedliky —es decir, bolitas de ciruela con queso quark y mantequilla—, Gropius sacó el papel que le había enviado Lewezow y lo sostuvo en alto frente a ella.

—¿Escribió usted esta nota? —preguntó cuando el camarero se hubo alejado.

—¿Yo? —repuso Milena, indignada, y Gropius se llevó el dedo índice a los labios para reprenderla.

—Sólo era una pregunta —le dijo con ánimo conciliador—. Esta nota me la envió un detective privado llamado Lewezow que estaba trabajando aquí para mí. No sé muy bien qué tengo que hacer con ella.

—¿No será usted policía? —De pronto, la voz de Milena sonó estrepitosa y amenazadoramente fuerte.

—¡No diga tonterías! —exclamó Gropius, y miró con temor a ambos lados para ver si su conversación había llamado la atención. Sin embargo, por suerte, el ruido del local era tanto que nadie parecía interesarse por lo que decían—. Contraté a ese detective porque mi mujer me es infiel.

—¡Ah, ya comprendo! —Esa respuesta pareció tranquilizar a Milena—. Y su rival es Prasskov. ¡No me extrañaría! Dicen que pasa bastante tiempo en Alemania. Pero, si su mujer lo engaña, ¿por qué no la engaña usted también para desquitarse? ¡Hoy tiene la oportunidad! —Se recompuso su considerable busto bajo la elegante chaqueta del traje—. Del precio ya hablaremos después. —Lo miró de forma incitante, y Gropius asintió con cortesía.

—Quizá más tarde. Ahora mismo no estoy de humor. Mi detective privado desapareció sin dejar rastro hace dos días. ¿Dónde buscaría a Lewezow si estuviera en mi lugar? Para ello, además, debo hacerle una aclaración: Lewezow es, bueno, es homosexual.

—¡Ah, conque es eso! —La voz de Milena sonó de pronto fría y reservada—. ¿Y usted? ¿No será usted uno de esos gays casados que le hace perder el tiempo al sexo contrario?

Con la arrogancia de una prostituta experimentada, Milena sacó un billete de su cartera, lo lanzó sobre la mesa con tanta desenvoltura como si fuera una carta de póquer, cogió el abrigo y se despidió antes aun de que Gropius pudiera objetar nada, diciendo:

—Pues que tenga suerte, ¡marica fanfarrón!

Gropius se quedó tan perplejo por la irreverente labia de la rubia teñida que ni siquiera tuvo tiempo de levantarse de la silla. Además, tenía que evitar llamar la atención.

Después de que Milena hubo salido del restaurante, Gropius se dedicó a observar a Prasskov y a Fichte. Parecían mantener una conversación muy animada. Gregor reflexionaba con aspecto de estar aburrido. Cuando le dio la impresión de que los dos hombres se disponían a salir del Tigre de Oro, pagó la cuenta y se dispuso a seguirlos.

Prasskov y Fichte echaron a andar por las callejas del casco antiguo. Ya no quedaba ni rastro del invierno, que algunos años todavía entumecía la vida en esa época. En las calles se percibía el olor húmedo de los bares. De algunos locales salían retazos de música. Gropius seguía a los hombres a una distancia segura.

Al cabo de unos quince minutos llegaron a la plaza Wenzel y, unos cientos de metros más allá, desaparecieron en el hotel Europa. A través de los cristales de la puerta de entrada, Gregor vio cómo Prasskov y Fichte mantenían una breve conversación con el recepcionista del hotel. Después se subieron al ascensor y la puerta se cerró tras ellos.

Con la mirada fija en la entrada del hotel, Gropius cruzó al otro lado de la plaza y se puso a caminar de aquí para allá. Al cabo de casi media hora, el frío empezó a calarle y prefirió parar un taxi y regresar a su hotel.

A la mañana siguiente, unos fuertes golpes en la puerta despertaron al profesor. Éste se levantó, sobresaltado. Junto a la cama, el reloj marcaba las ocho y diez.

—¡Señor Gropius, abra, por favor! —oyó que decía la voz del director del hotel.

Se vistió a toda prisa y se pasó los dedos por el pelo, luego abrió la puerta. Allí estaba Hollar, acompañado por dos hombres cuya descuidada vestimenta contrastaba con el traje de domingo que llevaba el director.

—Estos señores son de la policía criminal —dijo Hollar con un discreto gesto de la mano.

—Sí, ¿y qué? —preguntó Gropius, desconcertado.

Hollar sostuvo un periódico doblado ante sí.

—¿Conoce usted a este hombre?

«Dios mío, sí». ¡Era el rostro abotargado de Lewezow! Hollar señaló las líneas que había al pie de la foto.

—¡Cadáver de un desconocido rescatado del Moldava! —tradujo, balbuceando.

—¡Sí, claro, es Lewezow! —Y dirigiéndose a los policías, dijo—: ¡He venido a Praga para buscar a Lewezow! ¿Qué ha sucedido?

Uno de ellos, que llevaba una cazadora negra de cuero, unos pantalones de pana deformados y zapatos de gruesas suelas dentadas, se presentó. Se llamaba Mucha.

—¿Es usted el señor Gropius? —preguntó en un buen alemán.

—¡Profesor Gregor Gropius! —corrigió él.

—Bien, profesor Gropius. ¿Puede usted confirmar que este hombre es el señor Dirk Lewezow?

—Desde luego. ¡Estoy completamente seguro!

—¿Qué relación lo unía al señor Lewezow, profesor?

—¿Cómo que qué relación? Ninguna. Lewezow era detective privado y estaba en Praga investigando un caso para mí.

—¿Por eso le ha parecido oportuno pagar la cuenta del hotel del señor Lewezow? ¿No es eso… bueno… no es algo extraño?

—Puede parecerlo, pero, si les expongo los detalles, sin duda comprenderán mi decisión.

Mucha asintió de mala gana, como diciendo que no había nada que comprender, que Gropius era sospechoso. Después dijo:

—Quiero pedirle que nos acompañe. Debe identificar el cadáver. También sería conveniente que cogiera una maleta con lo imprescindible. ¡Sólo por si esto se alarga!

«Quieren arrestarte —pensó Gropius fugazmente—. Quieren endilgarte un asesinato. Quieren acabar contigo». El pánico se apoderó de él; por un instante imaginó que escapaba, que corría por el pasillo, bajaba once pisos de escaleras, atravesaba el vestíbulo y salía a la calle; pero entonces recuperó el sentido y comprendió que eso sólo lo haría más sospechoso todavía, de modo que metió lo imprescindible en su práctica maleta de piloto.

Durante el trayecto hasta el Instituto de Medicina Forense, en un Skoda viejísimo, no intercambiaron una sola palabra. Mucha se había sentado junto a él en el asiento de atrás, y el conductor avanzaba con una lentitud funcionarial que desesperaba a Gropius. Estaba exaltado, nervioso, quería olvidar todo aquello, pero el coche se desplazaba de semáforo en semáforo con una tranquilidad provocadora.

Por fin, después de un trayecto de casi treinta minutos por unos barrios que no conocía, el Skoda se detuvo ante un viejo edificio, inmenso y aterrador. Gropius sólo había visto esa escena en las películas: los parientes cercanos tienen que identificar un cadáver en un sótano de iluminación cegadora. De pronto creyó estar metido de alguna forma en una de esas películas. El patólogo, un cincuentón de aspecto repugnante, sin pelo en la cabeza y sin pestañas, apartó la sábana arrugada de encima del cadáver, que yacía en una de las tres mesas de disección que había en medio de la sala embaldosada. Allí apareció el cadáver de Lewezow y, justo entonces, Gropius se sintió de vuelta a la realidad.

—Sí, es Dirk Lewezow —dijo, sin demostrar ningún sentimiento.

—¡Acompáñeme! —Mucha agarró a Gropius del brazo y lo sacó de la sala.

Del Instituto de Medicina Forense, llevaron a Gropius a la Jefatura Superior de Policía, un edificio con un par de cientos de puertas, kilómetros enteros de pasillos y un olor decimonónico. En una sala pelada del tercer piso, Mucha le ofreció a Gropius una silla y se sentó él también tras un escritorio desgastado por los innumerables interrogatorios que se habían desarrollado allí. Con una expresión que denotaba la desgana con la que acometía su trabajo, Mucha apartó un par de informes con el codo y se sumergió en un documento sin decir palabra. Se le demudó el rostro, repugnado, como si no quisiera saber nada de aquello. Al cabo de un rato levantó la mirada y comentó:

—No tiene ningún sentido, ¿comprende?

Gropius asintió y preguntó:

—¿Hay algún indicio que explique cómo ocurrió? Quiero decir que si Lewezow se ahogó. ¿Tenía alcohol en la sangre?

Mucha se levantó, se quitó la cazadora de cuero y la colgó en el respaldo de la silla. Después volvió a sentarse y le pasó a Gropius el resultado de la autopsia por encima de la mesa sin pensarlo dos veces.

—La muerte se produjo por un solo golpe certero en la nuca, seguramente con alguna arma especial que le partió la médula espinal. No hubo hemorragia, nada. Después lo arrojaron al Moldava. No tenemos ninguna pista sobre el lugar del crimen ni sobre cómo se produjo. Un trabajo limpio, profesional.

Gropius se estremeció ante esas sobrias palabras del comisario. A eso había que añadirle que sentía cierta culpabilidad por la muerte de Lewezow. Al fin y al cabo, había sido él quien lo había enviado a Praga. Entonces se preguntó por qué no se interesaba el agente por la investigación que le había encargado a Lewezow. No le habría sorprendido lo más mínimo que Mucha lo acusara de la muerte del detective. Sin embargo, no sucedió nada de eso.

Más bien al contrario, Mucha preguntó:

—¿De qué es usted profesor, señor Gropius?

—Soy médico y catedrático en el hospital clínico de Munich —respondió él.

Mucha miró por la ventana, como si el interrogado no le estuviera diciendo nada nuevo. Casi por cortesía, repuso:

—Vaya, ¿es usted médico? Y ¿desde cuándo está en Praga, profesor Gropius?

—Desde ayer al mediodía. ¡Aquí tiene mi billete de avión! —Gropius rescató el billete del bolsillo interior de su americana y se lo tendió a Mucha.

—¿Cuánto tiempo tenía previsto quedarse?

—Había reservado la vuelta para mañana, pero si las circunstancias lo exigen, estoy dispuesto a quedarme más tiempo, desde luego.

Mucha asintió con comprensión y guardó silencio.

—Creo que no será necesario, profesor —dijo al cabo de un rato—. Al contrario, debería usted procurar llegar sano y salvo a casa. Le doy las gracias.

—¿Quiere eso decir…?

—Que puede irse, señor Gropius, disculpe, ¡profesor Gropius!

Gropius estaba completamente desconcertado. Ya había contado con lo peor, pero ¡¿eso?! Se levantó al instante, cogió la pequeña maleta que había dejado junto al escritorio, masculló una breve despedida y salió con paso raudo de la jefatura.

Durante el trayecto hasta el Corinthia Towers, a Gropius lo asaltaron multitud de ideas. Hacía veinticuatro horas justas que estaba en Praga y de nuevo le parecía que todo conspiraba en su contra. «Es ridículo —intentó convencerse—, sólo es que tienes los nervios destrozados». Quizá la muerte de Lewezow se había producido por una terrible casualidad. Sin embargo, ni un instante después empezó a dudarlo. Se preguntó por qué no había malgastado Mucha ni una sola palabra en la investigación de Lewezow, por qué parecía tan exageradamente reacio a aclarar el asesinato del detective. ¿No había hablado casi con reconocimiento respecto del proceder del asesino?

De vuelta en el hotel, Gropius encontró en su americana la tarjeta negra que Milena le había dado la noche anterior. Aunque no la había tratado con demasiada amabilidad, Milena era la única persona que quizá pudiera ayudarlo. Conocía a Prasskov y sabía de sus negocios turbios. No tenía muy claro cómo podría reaccionar ella, pero aun así marcó su número.

—¡Soy el marica fanfarrón! —anunció Gropius al teléfono.

Hubo carcajadas divertidas al otro lado de la línea.

—Tienes que disculparme, ayer no estaba de muy buen humor. El negocio va mal. Hay mucha competencia: putas baratas de Rusia. Y cuando una encuentra a un hombre con clase y éste va y la deja plantada, pierde los nervios.

—¡Disculpa aceptada! —repuso Gropius—. Me gustaría volver a verte.

—¡Oh! ¿No serás uno de esos tímidos que tienen que pensarlo todo dos veces? Bueno, da lo mismo, ¿cuándo nos vemos?

—¡Ahora mismo!

—¡Eh! Por mí que no quede. ¿Cuánto tiempo habías pensado pasar conmigo?

—Toda la tarde.

—¡Muy bien! Quinientos. La tarde y toda la noche… ¡fanfarrón!

—Conforme. ¿Tienes coche?

Hubo un largo silencio. Después, Milena respondió:

—Ah, ya veo, ¡quieres hacerlo en el coche! Sí, eso tiene morbo.

—Bueno, pues nos vemos dentro de media hora en el vestíbulo del Corinthia Towers.

—¡Seré puntual! —La curiosa forma que tenía de pronunciar las eses hizo sonreír a Gropius.

Cuando Milena llegó al Corinthia Towers, llevaba puesto un abrigo de pieles de imitación con mucho vuelo y una cinta en el pelo suelto. Nada, absolutamente nada de su aspecto delataba la escabrosa profesión que ejercía. A Gropius le vino a la perfección.

Le costó muchísimo esfuerzo convencerla de que no tenía intención de acostarse con ella. Al principio, a Milena se le oscureció el semblante, y Gropius temió un arrebato de ira igual que el de la noche anterior. Sin embargo, al sacar de la cartera cinco billetes verdes de cien euros, doblarlos dos veces y meterlos discretamente en el bolsillo del abrigo de Milena, una sonrisa de alivio asomó en su bonito rostro.

—Mira, fanfarrón, si crees que vale la pena pagar quinientos del ala sólo por mirarme, por mí, de maravilla.

—De eso ni hablar —repuso Gropius, riendo—. Espera a ver… —Su mirada reposó en el generoso busto de la mujer—. Se trata de Prasskov. Dijiste que habías tenido trato con él y que conocías sus clínicas.

—Conozco al menos dos, una en Mlada Boleslav, en el norte, y otra en Poděbrady, al este de Praga. ¿De verdad que no eres de la poli?

—¡No, no soy de la poli! —le aseguró Gropius—. Sólo me interesa el trabajo del doctor Prasskov.

Milena miró a Gregor largo rato.

—Ah, ahora lo entiendo, no querías que vigilaran a tu mujer —señaló después de un largo silencio—. Tú lo que necesitas es un nuevo… ¿Cómo se dice?

—¿Órgano?

—Sí, corazón, hígado, riñones, todo lo que hay dentro de las personas. No lo sabía. ¡De todas formas, será carísimo! ¿Cómo puedo ayudarte yo?

—Me gustaría ver más de cerca las clínicas del doctor Prasskov.

—Si eso es todo…

—De momento, sí.

—¿Nada de meternos mano?

—De momento, no.

—Bueno, pues ¿a qué clínica quieres ir primero?

—¿Cuál es más bonita?

—La de Poděbrady, claro. Es un balneario. En Mlada Boleslav sólo hay Skoda, casas viejas y mucha peste.

—Pues vayamos a Poděbrady.

El pequeño Toyota deportivo no era precisamente cómodo, pero sí muy veloz, y Milena lo hacía correr por la autopista con visible placer.

—¿No es peligroso? —comentó Gropius con ciertas reservas al ver que la aguja del velocímetro bailaba alrededor de los ciento cincuenta kilómetros por hora—. Lo digo por los límites de velocidad…

—¡Qué va! —Milena negó con la mano—. En este país se soborna a todo el mundo. Cualquier policía cierra los ojos por unos cuantos dólares o unos euros.

Gregor no dijo más. No podía quitarse de la cabeza la muerte de Lewezow. De hecho, encajaba a la perfección con todos los sucesos relacionados hasta ese momento con la mafia del tráfico de órganos. Sin embargo, ¿no era Lewezow demasiado insignificante como para que lo hubiesen liquidado tan de prisa y de una forma tan cruel? Naturalmente, Gropius no sabía lo que había estado haciendo Lewezow esos últimos días. Pensó que tal vez el detective se había acercado tanto a los distinguidos caballeros que había firmado él mismo su propia sentencia de muerte.

Gropius no se sentía muy a gusto en su papel. De pronto vio con toda claridad que estaba siguiendo un camino igual de peligroso.

—¿Cuántos meses de vida te quedan? —preguntó Milena para romper aquel silencio durante el cual habían dejado atrás, como mínimo, otros veinte kilómetros.

La pregunta sacudió a Gropius como un golpe en la cabeza.

—¿Cómo dices? —tartamudeó.

Milena apretó los labios y luego comentó:

—Perdón, seguramente no está bien preguntar eso.

Gropius guardó silencio.

—Lo pregunto —prosiguió Milena en seguida— porque, cuanto más urgente es un órgano, también es más caro.

—¿Cómo lo sabes? —La información lo había sorprendido.

—¡Está bien! —Milena redujo un poco la velocidad y dijo—: Me caes simpático, fanfarrón. Voy a decirte la verdad, pero tienes que jurarme que no le dirás a nadie que te has enterado por mí. Conozco a Prasskov bastante bien y sé lo que pasa en sus clínicas.

Gregor, exaltado, miró a Milena de reojo.

—No se lo diré a nadie. Lo juro.

La mujer tenía la mirada fija en la autopista. Entonces, tartamudeando al principio y luego cada vez con mayor fluidez, explicó:

—Fui amante de Prasskov. No es que estuviera enamorada de él, no era para nada mi tipo, pero quería sexo extravagante y era generoso con el dinero. Al cabo de medio año empezó a ponerme faltas. Que no le gustaba esto o lo otro. Mis labios le parecían muy finos; mis pechos, muy flácidos; el trasero, demasiado gordo. Me decía: «Haré de ti una belleza». Y ya ves el resultado. Lo único extraño es que, cuando estuve lista, cuando tuve labios carnosos, grandes pechos y un delicado culito, Prasskov perdió el interés por mí. De un día para otro. ¿Entiendes ahora por qué lo odio?

Gropius asintió.

—Sí, lo entiendo. Pero ¿qué sabes de Prasskov?

Milena inspiró hondo, como si tuviera que coger impulso para dar una respuesta:

—Prasskov es un buen cirujano plástico, pero eso es sólo una parte del todo. También es un pez gordo de la mafia del tráfico de órganos. Dirige varias clínicas con los equipamientos más modernos y paga a una serie de cirujanos, sobre todo alemanes, para que realicen trasplantes.

—¿Cómo consigue los órganos? —Gropius se removió inquieto en su asiento.

—Ni Polonia ni Rusia quedan muy lejos de Praga. Allí mueren cientos de personas en las calles todos los días, y nadie pregunta si el muerto sigue teniendo el corazón o el hígado en el entierro.

—Eso quiere decir que los participantes no saben nada de…

Milena negó con la cabeza sin decir palabra.

—Los médicos de urgencia y los médicos de las clínicas reciben dinero de Prasskov. Todos hacen causa común.

Mientras Milena salía de la autopista para dirigirse al centro de Poděbrady, Gropius le hizo una pregunta:

—¿Cuánto pide Prasskov por un órgano?

—Depende. Mínimo, cien mil euros. Si es urgente, cuesta mucho más. Por lo que yo sé, incluso se trucan coches y se provocan accidentes para conseguir el órgano que se necesita.

—He oído hablar de ello.

—Es cierto, tanto como que me llamo Milena Plečnikowa. ¡Pero has jurado que no dirías nada! —Se llevó el índice de la mano derecha a los labios con expresión de gravedad.

—¡Palabra de honor!

El cielo se había encapotado y ni un solo rayo de sol atravesaba la bruma lechosa. Milena torció por la calle en la que se encontraba el sanatorio de Prasskov, muy cerca del parque del balneario. La praguense prefirió aparcar a cierta distancia.

—No quiero que me vean —dijo—, por si Prasskov está aquí.

Los terrenos ajardinados que rodeaban la villa estaban muy iluminados, igual que el edificio en sí. Vieron una limusina oscura que se acercaba a la entrada, y Milena arrastró a Gropius detrás de uno de los nudosos árboles del paseo. Por un breve instante, ambos permanecieron abrazados, y Gropius no se sintió precisamente a disgusto; sin embargo, para echarle un vistazo al coche negro, se separó de ella y espió al abrigo del árbol en dirección a la entrada de la clínica. La pesada puerta de hierro se abrió sola tras una breve pausa de la limusina. Gropius llegó a ver a Prasskov y a Fichte en los asientos delanteros; al hombre del asiento trasero lo conocía por los periódicos: era Thomas Bertram, el gigante de la construcción.

De repente, todos los detalles aislados que había descubierto durante las últimas semanas encajaron en una unidad lógica.

—¡El cerdo de Fichte! —murmuró entre dientes.

Mientras la puerta de barrotes se cerraba tras el coche que acababa de entrar, Gropius y Milena salieron de detrás del árbol.

—¡Debería haberlo sabido! —rabió Gropius a media voz.

Por fin tenía la prueba: Fichte había intentado quitarle el puesto porque temía que sus actividades fuera del hospital clínico universitario serían descubiertas tarde o temprano. La terrible maquinación de la muerte de Schlesinger había sido simple y, aun así, de gran refinamiento psicológico. Fichte conocía muy bien a Gropius. Sabía que no se limitaría a aceptar la muerte de un paciente después de un trasplante, que haría todo lo posible por encontrar el motivo. Así pues, la irregularidad tenía que ser descubierta, pero no el autor. Nadie, excepto Fichte, tenía todas las puertas abiertas para contaminar el órgano con la inyección letal, y nadie tenía tantas posibilidades como Fichte de eliminar todas las pruebas, ¡o de no dejarlas siquiera! Al parecer, su plan había dado resultado. Al menos hasta ese día.

—¡Eh, fanfarrón! —Milena cogió a Gropius del brazo y lo llevó en dirección a su coche—. Hay algo en ti que no está claro —comentó con inseguridad mientras caminaban el uno junto al otro—. Cada vez me preocupas más.

—¡Tonterías! —zanjó Gropius, e intentó sonreír—. Es sólo que tengo demasiadas cosas en la cabeza. Tienes que entenderlo.

—¡Muy bien, fanfarrón! Lo intentaré. ¿Vamos ahora a Mlada Boleslav, a la otra clínica de Prasskov? Gropius negó con la cabeza.

—No, quiero volver al hotel. Ya he visto suficiente. —Dirigió una última mirada hacia atrás, al edificio iluminado, y dijo—: ¡Vayámonos!