Capítulo 8

Las mujeres reaccionan de formas muy diferentes tras la primera noche de amor con un hombre. Felicia Schlesinger aprovechó los inesperados sucesos de Viena para deshacerse del legado de su esposo. Arno seguía estando presente en la casa que había compartido con él —al menos de vez en cuando, cuando no estaba en el extranjero— durante cuatro años. No podía abrir ningún armario sin encontrarse con los trajes o la ropa interior de él. Los efectos personales, las fotos, los pequeños regalos de sus viajes y los libros que a ella le eran extraños estaban por todas partes, y mantenían vivo su recuerdo. A veces se sentía observada por todas esas pequeñas cosas, y esa sensación le transmitía un malestar creciente. La Navidad y el Año Nuevo habían quedado atrás. Felicia había pasado las fiestas con Gropius. Lo único que quería era romper todos los puentes con el pasado, o al menos los que le suponían obstáculos para un nuevo comienzo.

No era una tarea sencilla. En la incertidumbre de si debía lamentar el destino de Schlesinger o dar rienda suelta a su rabia contenida por la vida secreta que había llevado, un sobre llegó para ayudar a Felicia. Lo descubrió mientras guardaba la ropa de su marido en seis grandes cajas de cartón, precisamente en el traje blanco que él había llevado para su boda en Las Vegas. La carta llevaba sello israelí y un matasellos que Felicia no fue capaz de descifrar. La remitente era Sheba Yadin. Ninguna población, ninguna calle.

¿Sheba Yadin? Felicia nunca había oído ese nombre.

Dudó un instante si debía sacar la carta del sobre o destruirla sin leerla. Seguro que no serían noticias agradables para ella. Por algo la había escondido Arno en el bolsillo del traje. No obstante, la curiosidad se impuso en seguida. Felicia quería claridad, quería saber qué se escondía tras todas las incoherencias con las que se había encontrado tras la muerte de Schlesinger. Porque Arno había llevado una segunda vida, una vida diferente, de eso Felicia ya estaba segura del todo.

Sacó precipitadamente la carta del sobre y ante ella apareció una letra de niña escrita con tinta verde. Al final de la carta había una marca de labios rojos. Felicia devoró con los ojos las torpes líneas escritas en alemán.

Tel Aviv, 3 de marzo.

¡Topo mío querido más que nada en el mundo! Sólo han pasado siete días, siete días en los que ya no te he sentido en mí, y no sé cuánto más podré soportar. No pasa un solo minuto en que no piense en ti y en las horas que pasamos juntos en Jerusalén. ¿Por qué me haces sufrir así? ¿Acaso no sientes tú también la necesidad de amarme? ¿O es que ya has cambiado de idea? ¿Es tu mujer mejor que yo? Si es así, dímelo. Yo lo hago todo por ti. Con esos millones podríamos empezar una nueva vida en algún lugar de Europa o de América. No te quepa duda de que puedo estar callada como una tumba. Si, aun así, no cumplieras tu promesa y regresaras con tu mujer, me vería obligada a volver a pensar qué hacer. Ya sabes lo valiosa que es esta información. Sin embargo, no quiero ni pensar en eso. Te quiero y quiero estar contigo. ¡Contigo, contigo, contigo! Te quiero, shalom.

SHEBA

Las líneas verdes empezaron a temblar ante los ojos de Felicia.

—¡Topo mío querido más que nada en el mundo! —murmuró y, tras una pausa y con un odio patente en la voz, añadió—: ¡Miserable putita israelí!

Iracunda, arrugó la carta hasta convertirla en un rebujo, pero unos instantes después volvió a alisarla y a doblarla bien, como si fuera un tesoro. La leyó una segunda vez.

«Eres una estúpida —se recriminó cuando hubo acabado—. ¿Por qué confiaste en Schlesinger? ¡Ningún hombre que pase la mitad de su vida fuera de casa merece tanta confianza!». El contenido de aquella carta era doloroso. No le dolía porque fuese la prueba escrita de que Arno la había engañado, no; eran su credulidad y su ingenuidad las que le provocaban un tormento físico. Si la idea de que Arno hubiese encontrado la muerte bajo las manos de Gropius todavía le resultaba problemática, aquella carta había acabado con todos sus reparos. Al contrario, Felicia vio entonces a Gropius como un vengador.

Sus turbios pensamientos quedaron desgarrados por el timbre del teléfono. Era la voz juvenil de un tal doctor Rauthmann, del Instituto Arqueológico de la Universidad Humboldt de Berlín. Antes que nada, se disculpó educadamente por molestarla, luego le habló a Felicia con palabras prolijas sobre cuánto lamentaba la muerte de Schlesinger, al cual él y todos sus colegas habían apreciado mucho.

—¿Cuál es el motivo de su llamada? —preguntó ella, interrumpiendo el rebuscado pésame del hombre.

El doctor Rauthmann, al otro lado de la línea, hizo una larga pausa y después se decidió a dar una respuesta:

—Seguramente no hará falta que le diga que su marido se contaba entre los investigadores de mayor renombre en su campo. Se lo consideraba un hombre extraño, de los que escasean en la ciencia actual. Sin embargo, esos hombres extraños que persiguen su objetivo sin tener en cuenta los convencionalismos son los auténticos héroes de la ciencia. Su marido, como ya sabrá, también tenía algunos enemigos, sobre todo a causa de sus recursos económicos, que le permitían emprender proyectos a los que en las instituciones públicas siempre se les dan largas. Por eso todos lo envidiamos siempre. Mientras que la mayoría realizamos nuestro trabajo sentados frente a un escritorio, su marido se dedicaba a la arqueología in situ. Conocía Oriente Próximo y Oriente Medio como la palma de su mano, y visitaba lugares que la mayoría de nosotros sólo nos encontramos en los textos que leemos. ¡Envidiable, más que envidiable! Podía escoger los encargos de investigación y las instituciones con las que colaboraba. Pero todo esto que le digo usted ya lo sabrá de sobra.

Felicia no salía de su asombro con aquel canto de alabanza a Schlesinger, puesto que Arno, las pocas ocasiones en que le había hablado de su trabajo, le había transmitido más bien todo lo contrario. Más de una vez se había despachado a gusto sobre los administradores de las organizaciones y los institutos estatales, incluso se había burlado de su estrechez de miras y de sus recursos limitados.

—¿En qué puedo ayudarlo, doctor Rauthmann? —preguntó Felicia con impaciencia.

Rauthmann carraspeó con timidez e intentó dar una contestación diplomática:

—Como ya sabe, su marido trabajaba últimamente en un proyecto de investigación para la Universidad de Jerusalén. Hasta el momento no ha habido ninguna publicación al respecto. Nosotros, es decir, en nuestro instituto, estaríamos muy interesados en el material de esa investigación. Estoy seguro de que su marido ha dejado gran cantidad de trabajo. ¿Qué pretendía hacer con todo ello?

—Todavía no lo había pensado —respondió Felicia.

—Comprendo. Por favor, disculpe mi falta de delicadeza. Tan sólo queríamos exponer nuestra petición antes que otros institutos que sin duda se dirigirán también a usted. Estoy convencido de ello. ¿Sería posible, entonces, echarle un vistazo al legado científico de su marido?

El desconocido alimentó la desconfianza de Felicia, pero al mismo tiempo suscitó también su curiosidad. Parecía que ese tal Rauthmann supiese más sobre el trabajo de Schlesinger de lo que ella creía.

—Sí, por supuesto —respondió—. Dígame cuándo quedamos.

—¿Qué tal le iría mañana, a las dos?

—¿Mañana? —replicó Felicia, desconcertada.

—Da la casualidad de que mañana tengo algo que hacer en Munich. Sería una ocasión propicia. Tampoco quiero entretenerla mucho, sólo quisiera llevarme una primera impresión general. Puedo imaginar que su marido habrá dejado una cantidad nada irrelevante de documentación. Hasta mañana, entonces. ¡Y muchas gracias por su amabilidad!

En cuanto colgó, Felicia empezó a dudar si debía confiar en ese tal doctor Rauthmann. Pidió en información el número de teléfono del Instituto Arqueológico de Berlín. Marcó y preguntó por el doctor Rauthmann. Cuando se puso al aparato, Felicia colgó. Después llamó a Gropius.

—¿Qué tal estás? ¿Alguna novedad? —preguntó él al oír su voz.

—¡Muchísimas! —contestó ella—. Schlesinger era un cerdo.

—Por el amor de Dios, ¿qué ha sucedido? —Por el teléfono, Gropius notó que Felicia luchaba por contener las lágrimas.

—¡Estaba liado con una puta israelí!

—¿Cómo lo sabes?

—Estaba guardando su ropa en cajas y, precisamente en el traje que se puso para nuestra boda en Las Vegas, he encontrado una carta de amor de una tal Sheba Yadin: «¡Topo mío querido más que nada en el mundo!». ¡Qué tonta!

—Lo siento mucho —repuso Gropius.

—¡No lo sientas! —espetó Felicia—. Si aún quedaba algún motivo para confiar en Arno, acaba de esfumarse. Me engañó a conciencia, y yo, estúpida de mí, confié en ese hombre. ¡Cómo pude ser tan ingenua!

—¿Qué puedo hacer para consolarte? —preguntó Gropius con cariño.

—Ven a verme y quédate esta noche. Me gustaría mucho que mañana pudieras estar aquí. Un investigador de Berlín va a venir a verme. Está interesado en el legado científico de Arno. Se llama doctor Rauthmann. Me he informado: es su verdadero nombre. Aun así, estoy un poco recelosa, y eso que sabe mucho sobre el trabajo de Arno.

—Ahora mismo voy —contestó Gropius.

Cuando Gropius, a la mañana siguiente, se despertó en la cama de Felicia, tardó algunos segundos en recordar dónde estaba. Entonces sonrió. Hacía mucho tiempo desde la última vez que se había despertado en la cama de otra mujer. Desde la cocina, a lo lejos, llegaba el tenue silbido de la cafetera y un agradable aroma a pan tostado. Gregor se sintió tan a gusto como no se sentía hacía siglos. El destino lo había unido a Felicia en unas circunstancias aciagas, pero de súbito parecía que ambos podían sacar algo positivo de la situación.

La vista de la orilla contraria del lago Tegern sobre la terraza era fantástica. El sol de la mañana estaba aún bajo y arrojaba sus rayos por entre los árboles sin hojas de las laderas de las montañas. Hacía frío, pero ese año apenas había nevado; no obstante, eso no molestaba ni a Gregor ni a Felicia. No tenían ninguna necesidad de más deportes de invierno.

Con una bandeja tan grande que apenas tenía brazos para abarcarla, Felicia apareció en el dormitorio de muy buen humor, vestida con una camiseta blanca.

—¡Buenos días, la dirección del hotel se ha permitido el atrevimiento de servirle el desayuno junto con una camarera!

Gropius no pudo evitar reír. Justo entonces se dio cuenta de que Felicia no llevaba nada puesto por debajo de la bandeja.

—Tendré que agradecérselo personalmente a la dirección —contestó Gropius, en broma, y miró a Felicia, que dejaba la bandeja sobre una mesa auxiliar.

Encandilado, tendió una mano hacia ella, pero Felicia lo rehusó.

—El personal del hotel tiene estrictamente prohibido el contacto personal con los clientes —bromeó.

Gropius y Felicia desayunaron en la cama. En realidad, Gropius detestaba desayunar en la cama, por las migas. Sin embargo, con Felicia todo era diferente. Le daba la impresión de tener una nueva vida. En esos momentos intentaba olvidar el pasado, pero sólo lo conseguía durante unos minutos. Después regresaban esas espantosas preguntas que lo acechaban desde hacía semanas y para las que no tenía respuesta, y se quedaba mirando fijamente hacia adelante, como en ese momento, intentando poner en orden sus ideas.

—¿En qué piensas? —preguntó Felicia, que lo observaba en silencio desde hacía un rato.

Gregor se estremeció de forma imperceptible. Se sintió sorprendido. Allí estaba, sentado en la cama junto a una maravillosa mujer semidesnuda, disfrutando de un desayuno opulento, con la fabulosa vista del lago Tegern ante sí, pero su pensamiento estaba muy lejos de allí… en Turín.

—No consigo quitarme de la cabeza la muerte de De Luca —respondió Gregor sin mirarla—. Podría haber jurado que ese hombre pertenecía a la distinguida organización de la mafia, al menos todos los indicios apuntaban en esa dirección, y ahora él mismo ha encontrado una muerte miserable. ¿Qué sucede ahí? ¡No logro entenderlo!

—A lo mejor esos distinguidos caballeros tuvieron algunas diferencias, discutieron o simplemente eran de opiniones distintas. Ya se sabe que esa gente no se anda con contemplaciones.

—Puede ser, pero en esos casos se intenta hacer desaparecer a la gente sin armar mucho revuelo ni dejar pistas. Nunca se vuelve a oír hablar de ellos. La muerte de De Luca fue espectacular. Por algo informaron todos los periódicos del asesinato. Estoy convencido de que la muerte de De Luca tenía que transmitir un mensaje.

—¿A quién?

Gropius miró a Felicia a los ojos.

—Quizá a mí. No sería la primera advertencia.

Con miedo, como si quisiera protegerlo, Felicia rodeó la mano derecha de Gropius con las suyas.

—¿Cuánto tiempo más piensas seguir adelante con esto? A veces tengo la impresión de que estás obsesionado y de que te destruirás a ti mismo. ¿Por qué no abandonas y le dejas este asunto a la policía?

—¿La policía? —Gropius soltó una carcajada amarga—. Tú misma has visto lo lejos que ha llegado la policía. Para ellos sigo siendo el principal sospechoso. Hace tiempo que estaría entre rejas si hubiesen conseguido una mínima prueba. Tengo la impresión de que en la policía están jugando con el tiempo. Esperan que se presente el comisario Azar, que les resuelve la mitad de los casos. Sin embargo, tal como están las cosas, mi carrera está acabada, y yo ya puedo dedicarme, como esos médicos que han visto días mejores, a ser representante de laboratorios farmacéuticos y convencer a médicos rurales de las virtudes de un nuevo laxante de Bayer o Schering.

—En cuanto saquen tu cadáver de un río, como De Luca, ni siquiera podrás hacer eso —objetó Felicia—. ¡Entra en razón, por favor!

—Pero, Felicia, esa gente ya podría haberme matado en dos ocasiones, y no lo han hecho. ¿Por qué? Porque me necesitan. ¡Por alguna razón les soy de más utilidad vivo que muerto!

—¡Eso suena muy alentador!

Gropius se encogió de hombros y miró hacia el lago por la ventana.

—Ya podrían haberme matado en diez ocasiones —repitió él, absorto en sus pensamientos.

El doctor Rauthmann llegó puntualmente a las dos, como habían acordado. Sus modales eran tan correctos como su vestimenta: traje gris, camisa blanca y —qué petulancia— una corbata de rayas rojas y negras. Su pelo oscuro y rizado, así como un poblado bigote, lo hacían parecer mayor de lo que debía de ser. Felicia le echó unos cuarenta y tantos.

Le ofreció su tarjeta de visita con una reverencia insinuada, y Felicia presentó a Gropius como a un amigo de la familia que la estaba ayudando con la realización de todas las tareas que se le habían venido encima tras la muerte de su marido.

Rauthmann reiteró las disculpas que ya había expresado por teléfono en cuanto a haberse dirigido a ella tan poco después de la defunción de Arno Schlesinger.

—Pero es que el material científico que le ha dejado su esposo es demasiado valioso para nuestra investigación como para permitir que acabe en manos de otros —comentó con semblante serio—. Además, nuestro instituto está dispuesto y autorizado a emitir un recibo por la donación, en caso de que nos lo entregue o nos lo ceda.

Gregor y Felicia se miraron con asombro.

—Un momento —objetó Gropius—. ¡Usted no sabe qué es lo que ha dejado Arno Schlesinger!

—¡Por favor! —Rauthmann alzó ambas manos—. Sabemos en lo que estaba trabajando. ¡Sus publicaciones ocasionales eran de un interés extraordinario!

—¿En qué estaba trabajando últimamente? —quiso saber Gropius.

Rauthmann adoptó una actitud reservada, y con una sonrisa de satisfacción que ni Gropius ni Felicia supieron interpretar, respondió:

—Bueno, Schlesinger estaba dedicado a la protohistoria de Oriente Próximo, pero se labró un nombre como arqueólogo bíblico. ¿No es así, señora Schlesinger?

Felicia asintió con presencia de ánimo. Que Arno se hubiera dedicado, sobre todo, a la arqueología bíblica era algo nuevo para ella; en todo caso, Schlesinger nunca le había hablado de ello.

—Debe saber —prosiguió Rauthmann, dirigiéndose a Gropius— que en Palestina y en los escenarios del Nuevo Testamento no se realizaron excavaciones arqueológicas hasta finales del siglo XIX. En la actualidad, la situación ha llegado a ser la contraria. Hoy, Israel y Palestina se cuentan entre los países con más excavaciones arqueológicas del mundo, y la contribución de Arno Schlesinger no fue nada desdeñable. Sin embargo, también pagó un alto precio por ello.

—¿Un alto precio? —Gropius miró a Rauthmann con aire inquisitivo—. ¿Qué quiere decir con eso de que pagó un alto precio?

Rauthmann lanzó una mirada a Felicia en busca de ayuda, como si le diera reparo contestar a la pregunta de Gropius.

—Bueno —empezó a decir con inseguridad—, eso del accidente. Al principio dijeron que Schlesinger había pasado sobre una mina terrestre con el jeep, pero se lo podrá explicar mejor la señora Schlesinger.

—¡De ninguna manera! —protestó Felicia—. Debe usted saber que mi marido nunca me habló de lo sucedido en ese accidente. Decía que no quería inquietarme a posteriori. ¿De modo que no fue un accidente?

Rauthmann se toqueteó nervioso la corbata y luego, en voz baja, dijo:

—Fue una bomba. Yo lo supe por Pierre Contenau, un colega francés que dirige las excavaciones de Beersheva. Estaba allí cerca cuando sucedió.

—¿Una bomba? —A Gropius se le demudó el rostro—. En ese rincón del mundo estallan bombas todos los días, claro. ¡No tiene por qué haber estado necesariamente relacionado con Schlesinger!

—Créame… es tal y como le digo. Allí donde excavaba Schlesinger nunca había explotado ninguna bomba —dijo Rauthmann con énfasis.

Gropius se quedó pensativo.

—¡Pero eso querría decir que fue un ataque certero contra Arno!

—O contra su trabajo.

—¡O contra ambos!

Gropius calló un momento. ¡Todo aquello no tenía sentido! ¿Quién narices estaría interesado en hacer saltar por los aires a un arqueólogo alemán en sus excavaciones de Israel? Eso sería…

—¿Puedo hacerle una pregunta seria? —prosiguió Gropius con ceremonia—. ¿En su campo hay muchas envidias profesionales? Sé de lo que hablo, soy médico, y creo que no hay ninguna rama profesional en la que las envidias estén tan extendidas como en el cuerpo médico.

—¡Claro que las hay! El oficio del investigador es duro, la mayoría de los puestos de plantilla están copados, sería estúpido negarlo.

Gropius asintió y miró a un lado; después le preguntó a Rauthmann:

—¿Era querido Arno Schlesinger en los círculos arqueológicos?

Rauthmann le lanzó una mirada furtiva a Felicia, quien se la correspondió y dijo:

—No se sienta coaccionado, doctor Rauthmann, ¡no tiene usted que protegerme!

Rauthmann tragó saliva.

—En honor a la verdad: en los círculos de la profesión, Arno Schlesinger era tan odiado como respetado. Respetado por su sabiduría y su perspicaz intelecto. Odiado porque (disculpe si soy demasiado claro) movilizaba mucho dinero para conseguir licencias de excavación por las que otros arqueólogos esperan media vida en vano.

—Entonces, ¿cree que es posible que…?

—¡No! —lo interrumpió Rauthmann—. Por mucha rivalidad que haya, no creo que ninguno de los investigadores que yo conozco sea capaz de cometer un asesinato. ¡Ninguno! —Y, dirigiéndose a Felicia—: Si me permite que le recuerde ahora el motivo de mi visita…

—Desde luego.

Felicia se levantó e invitó al doctor Rauthmann a seguirla. A poca distancia, la justa para que el visitante no tuviera la sensación de que lo vigilaban constantemente, también Gropius fue tras ellos.

A Rauthmann le brillaron los ojos al ver los informes que se apilaban a cientos en las estanterías de la sala de trabajo. La mayoría estaban marcados con páginas amarillentas que daban indicaciones sobre su contenido. Junto a datos geográficos como «Salamis», «Tiro» o «Tell el Farah», podían leerse indicaciones sobre determinadas épocas, como «Micénicos III A», «Cultura de Villanova» o «Cultura badariense».

—Algunas cosas se han desordenado —comentó Felicia al reparar en la mirada de asombro de Rauthmann—. La policía se incautó temporalmente de algunos informes, pero los devolvió en seguida. No creo que los conceptos arqueológicos les dijeran mucho.

Rauthmann sacaba algún que otro informe, hojeaba los documentos y asentía satisfecho con la cabeza antes de volver a dejarlos en su sitio. Gropius reparó en que el profesor no había hecho ninguna pregunta sobre el comentario de Felicia de que la policía se había incautado de informes. No dejaba que nada perturbara su serenidad y, al parecer, se interesaba indiscriminadamente por unas cosas y otras, haciendo uso de unas gafas de lectura cuyos cristales le agrandaban los ojos como los de una lechuza.

—Se tomará un café con nosotros, ¿verdad? —preguntó Felicia y, sin esperar una respuesta, salió de la habitación.

—Es una tragedia que Schlesinger haya acabado así —comentó Rauthmann cuando estuvieron solos.

Gropius especuló sobre si el visitante sabría cuál era la relación que lo había unido a él con Schlesinger. Dejó la frase pendiendo en el aire sin dar ninguna opinión. En lugar de eso, en seguida dijo:

—¿Puedo preguntarle si está buscando algo en concreto?

—Sí, claro —respondió Rauthmann, sin abandonar su trabajo—. Lo que le interesa a nuestro instituto es el trabajo de toda una vida de un importante investigador. —Y, tras pensar un momento, añadió—: ¿No podría usted interceder por nosotros? Si la señora Schlesinger estuviera dispuesta a realizar una donación del legado científico de su marido, obtendría unas ventajas fiscales nada desdeñables.

—Comprendo —contestó Gropius, sin entender verdaderamente a qué se refería Rauthmann—. Veré qué puedo hacer por usted. Pero permítame que le haga yo una pregunta, ¿ese arqueólogo francés…?

—Contenau. ¡Pierre Contenau!

—… ese tal Contenau… ¿Cree posible que conozca más detalles sobre las circunstancias del supuesto atentado?

—Creo que sí —repuso Rauthmann sin dudarlo—. Aunque me dio la impresión de que no estaba dispuesto a revelar nada. Contenau sólo se explayó en insinuaciones que, para ser sincero, a mí no me interesaban. Un hombre algo peculiar, ese Contenau, como todos los arqueólogos.

—¿Dónde vive?

—Por lo que yo sé, la mitad del año en Jerusalén, y el verano lo pasa siempre con su mujer y su hija en París… Envidiable.

—¿Y usted? Disculpe mi curiosidad.

—Yo estoy casado con la ciencia… si es que se refiere a eso. Me tiene totalmente acaparado. Por desgracia, nuestro instituto carece de medios para realizar campañas de excavación en el extranjero, así que mis investigaciones en el terreno se limitan a unos dos metros cuadrados: ¡mi escritorio! —Soltó una risa algo melancólica.

Felicia llegó con el café, y Rauthmann dejó de hacer lo que estaba haciendo. Dirigiéndose a ella, comentó:

—Su marido ha dejado unas investigaciones nada intrascendentes. Si usted lo permite, nuestro instituto le presentará por escrito en los próximos días una oferta sobre cómo y en qué circunstancias se podría transmitir este legado en forma de donación. Esa forma tendría para usted la ventaja de que el nombre de Arno Schlesinger sería debidamente reconocido, y además podrá beneficiarse de ventajas fiscales durante años. No tiene por qué decidirse en seguida.

—¿Qué te ha parecido? —le preguntó Felicia a Gregor cuando el profesor de Berlín se hubo marchado.

—Es difícil de decir —respondió él—. Al principio me ha parecido bastante sospechoso, como si no supiera muy bien lo que quería realmente.

—¿Y ahora?

Gropius se encogió de hombros.

—Su conversación ha resultado por completo convincente. Rauthmann tiene razón, esos informes contienen el trabajo de media vida, y por lo visto, Schlesinger sí era un científico muy reconocido.

—¡Era un cerdo!

—Una cosa no quita la otra. También Schliemann era un personaje miserable, pero un arqueólogo genial. Napoleón fue un cerdo como persona y, no obstante, un gran general. O Klaus Kinski, ¿no era un asqueroso y, sin embargo, un actor excepcional?

Con los brazos cruzados, Felicia miraba por la ventana. A media voz, dijo:

—¿Qué motivos tenía Arno para ocultar que había sido una bomba dirigida a él y no un accidente?

Gropius se le acercó y le pasó el brazo por los hombros.

—Si lo supiéramos, habríamos avanzado un gran paso.

Poco antes de las diez de la noche, Gropius regresó del lago Tegern a Munich. Una sensación incierta le había impedido pasar otra noche con Felicia. Ya desde lejos vio el coche aparcado con las luces de cruce junto a la entrada de su garaje, y dudó un instante sobre si no debería seguir conduciendo y pasar de largo. Sin embargo, Gropius reconoció a Dirk Lewezow en el interior del vehículo aparcado. Hacía días que no sabía nada de él.

Cuando el detective vio a Gropius, bajó del coche y se le acercó.

—¡Llevo todo el día intentando dar con usted, profesor! ¡Es urgente!

—Pase adentro —repuso Gropius. Había llegado a conocer de sobra al detective privado y sabía que le gustaba demasiado dramatizar las cosas. Seguramente también en esa ocasión se trataría de dinero y de nada más—. ¿Qué es eso tan urgente?

—¡Necesito dinero! —respondió el detective con exigencia.

—Conque necesita dinero… —replicó Gropius en tono burlón—. Y yo que pensaba que había realizado alguna importante vigilancia que podría ayudarme a avanzar.

Lewezow esbozó una sonrisa de superioridad y se sentó en el sofá. Después, enfatizando la importancia de su declaración con imperiosos gestos de los brazos, dijo:

—Su colega, el doctor Fichte, ha anunciado un plan de vuelo hacia Praga para pasado mañana. Lo sé por mi amigo Geller. Fichte despegará con su Piper Séneca II hacia las diez de la mañana.

—Qué interesante. —Gropius adoptó una expresión pensativa.

—Quería proponerle volar mañana a Praga para pegarme a los talones de Fichte en cuanto llegue allí.

—No es mala idea, Lewezow, incluso es brillante. ¿Cuánto necesita?

—¿Cinco mil? —respondió el detective, preguntando con cautela—. Al fin y al cabo, no sé lo que me espera en la República Checa, ¡y los hoteles de Praga no son precisamente baratos!

Gropius preparó un cheque y se lo tendió.

—Quiero estar informado de todos los pasos de Fichte en Praga. Cualquier detalle insignificante podría resultar de importancia. Confío en usted. Por favor, manténgame al corriente. ¡Y sobre todo quiero saber cuándo regresa mi querido colega!

—Puede confiar plenamente en mí, profesor. Será un placer ser testigo de cómo se va cerrando cada vez más la soga alrededor del cuello de Fichte.

A la mañana siguiente, Lewezow voló a Praga vía Viena. El aeropuerto de Ruzyně, a catorce kilómetros al oeste de la ciudad, situado en la carretera hacia Kladno, es una fea construcción, igual que la mayoría de los aeropuertos de la época comunista. Como contrapartida, es relativamente fácil orientarse en su interior, y no resulta fácil perderse en él, como en el aeropuerto de Frankfurt o en el Charles de Gaulle de París. Por eso, en seguida Lewezow logró dar con la puerta que utilizan los pilotos y los pasajeros de los aviones privados. Alquiló un coche en PRAGOCAR, un Skoda de un color beige nada llamativo. Condujo hacia el centro pasando por Brevnov y siguió en dirección al sur, hacia el palacio de la Cultura de Vyšehrad, desde donde se veía el hotel Corinthia Towers, un complejo de dos torres de cristal adosadas, con quinientas habitaciones y acceso directo al metro, ideal en todos los sentidos para un detective privado.

Gracias a anteriores visitas, Praga no le era desconocida, de modo que Lewezow pasó la tarde en las famosas cafeterías del centro, el Kajetánka de la plaza de Hradschin, el Slavia, desde el que se veía el teatro Nacional, en Hradschin, y, pasando el puente de Carlos, el Alfa, en la plaza Wenzel. En el U Fleku, una cervecería de quinientos años de antigüedad en la Křemencova con sus barras y su atmósfera inconfundible, comió algo y se tomó una jarra de cerveza oscura. Después se retiró a la habitación de su hotel, no sin antes pedirle al recepcionista que lo despertaran puntualmente a las siete.

Hizo bien, ya que la intensa cerveza checa hizo mella en él. Fuera como fuese, la señorita del teléfono tuvo que realizar una segunda llamada para despertar al dormido cliente.

Lewezow llegó al aeropuerto Ruzyně en taxi a eso de las diez y media. La actividad no era muy intensa, lo cual le fue muy bien al detective. Lewezow sondeó de nuevo el terreno, recorrió todos los caminos que podía seguir el visitante de Alemania tras su llegada y se cercioró de que no hubiera ascensores ni puertas que pudieran impedir un seguimiento directo.

A las doce menos diez vio llegar a un hombre que vestía un abrigo negro de delicado paño, de gran estatura y mirada tenebrosa. Parecía tener los ojos puestos en la misma puerta de salida que Lewezow, mientras andaba de un lado para otro con paso aburrido. Lewezow no conocía a aquel hombre y, en consecuencia, tampoco sabía si su presencia era casual o estaba relacionada con su caso. A una distancia segura, el detective sacó su cámara con teleobjetivo de debajo del abrigo y le hizo algunas fotografías al desconocido.

A punto estaba de guardar la cámara cuando de la puerta que llevaba vigilando desde hacía un rato salió el doctor Fichte, acompañado de otro hombre. Ambos se dirigieron directamente hacia el hombre de abrigo oscuro que los esperaba. Con gran aplomo, el detective apretó el disparador de repetición de la cámara. Después la ocultó de nuevo bajo el abrigo.

Los tres hombres se dirigieron a la salida conversando con vehemencia, y desde allí, a un aparcamiento cercano. Lewezow paró un taxi y, con la ayuda de un billete de veinte euros, le dio a entender al conductor que no quería perder de vista a aquellos tres caballeros. Éstos no tardaron mucho en subirse a un Mercedes oscuro.

—¡Siga a ese coche! —le indicó Lewezow al taxista.

El taxista de pelo alborotado y rostro arrugado se lanzó a la persecución; lo estaba pasando en grande. Entusiasmado con el encargo que había recibido, cambió de carril incontables veces, hizo caso omiso a un par de semáforos rojos y llegó a la plaza Wenzel justo detrás del Mercedes negro. Allí, el coche se detuvo frente al hotel Europa, una construcción ostentosa con una exuberante fachada modernista.

A una distancia segura, Lewezow pudo ver cómo el mozo se llevaba al hotel las maletas de los recién llegados. Después entró en el vestíbulo y se sentó en uno de los sillones de piel, desde donde veía el mostrador de recepción. Mientras que Fichte y su acompañante rellenaban el formulario de entrada, el tercer hombre no lo hizo. O llevaba más días alojado en el hotel o su único cometido era el de acompañar a los otros dos hasta allí.

El detective actuaba con la total certeza de que Fichte no lo conocía; tampoco a los otros dos los había visto antes. Por eso se levantó y se paseó por el vestíbulo con los brazos cruzados a la espalda, como si esperase a un cliente del hotel. En realidad, el detective intentaba captar alguna que otra frase de lo que decían los tres hombres.

Sin embargo, debió de dar una impresión algo torpe, porque de pronto un recepcionista se dirigió a él en alemán.

—Señor, ¿puedo ayudarlo?

Lewezow se sobresaltó, se sintió descubierto, pero tras unos segundos de espanto volvió a controlar la situación y respondió:

—No, gracias, espero a una persona.

En ese mismo instante, los tres hombres se despidieron para retirarse a sus respectivas habitaciones. Parecían nerviosos. Lewezow aun llegó a enterarse de que habían quedado a las tres para ir en coche a Pode… No entendió el nombre exacto. Después desaparecieron en el ascensor.

¿Cuál era la mejor forma de actuar en aquella situación? Lewezow estuvo reflexionando sobre el asunto. Al final se acercó al recepcionista que poco antes le había hablado. Sólo hacía un par de años que trabajaba en eso, pero Lewezow sabía muy bien cómo conseguir la mejor información: nunca con una pregunta directa, siempre empezando con una afirmación. Por eso le dijo al recepcionista:

—Acaba de llegar a su hotel un tal doctor Fichte, de Munich. ¿Quiénes eran los dos hombres que lo acompañaban?

—¡Cierto, señor! —repuso el recepcionista después de dirigir una mirada a la pantalla de su ordenador—. ¿Quiere que lo ponga con su habitación?

—¡No, muchas gracias! —respondió Lewezow—. Sólo me interesan los nombres de los otros dos caballeros que iban con él hace un momento.

—No estoy autorizado a dar datos de nuestros…

—Lo sé —interrumpió Lewezow al cumplidor recepcionista, sacó un billete de la cartera y lo deslizó discretamente sobre el mostrador.

Cincuenta euros era una buena cantidad para un recepcionista de hotel de Praga; en todo caso, bastó para que aquél olvidara las instrucciones y la discreción.

—Por favor, tome asiento un instante —susurró el recepcionista con la boca pequeña, e hizo un gesto con la cabeza en dirección a los sillones del fondo del vestíbulo.

Lewezow obedeció, y no pasó mucho tiempo antes de que el recepcionista apareciese con una nota que le tendió sin mediar palabra.

—¡Por cierto! —Lewezow agarró al recepcionista de la manga—. ¿Conoce un lugar llamado Pode… o algo por el estilo?

—¡Se refiere usted a Poděbrady!

—Sí, Poděbrady.

—Todos los niños conocen Poděbrady, uno de nuestros enclaves vacacionales más famosos, a unos cuarenta kilómetros al este, en el Elba. ¡No puede usted perderse esa ciudad, señor!

Lewezow asintió con afabilidad, y el recepcionista desapareció. El detective echó entonces un vistazo a la nota. Había tres nombres escritos con letra torpe: «Dr. Fichte, Dr. Alexej Prasskov, Thomas Bertram». Y debajo: «Si está interesado, me encontrará todas las tardes a partir de las siete en el Zlatého Tygra, Tigre de Oro en su idioma, Husova, 17».

Lewezow cogió el metro y bajó tres paradas después en Vyšehrad, su hotel. Le dijo al aparcacoches que le sacara su vehículo del garaje subterráneo y condujo por la calle Legerova de vuelta al centro de la ciudad, a la plaza Wenzel, donde encontró un sitio para estacionar a pocos metros del hotel Europa. Por encima del volante tenía una buena visión de la entrada del hotel, donde aún seguía aparcado el Mercedes negro.

Tal como habían convenido, los tres hombres salieron del hotel poco después de las tres de la tarde: Fichte, al que Lewezow ya conocía de su seguimiento en Munich; Prasskov, al que hacía justicia la descripción de Gropius, y Bertram, cuyo nombre aparecía en la lista de trasplantes. Prasskov condujo el coche por la amplia autopista urbana de Wilsonova en dirección al norte y torció poco después de la estación de autobuses de Forenc por la calle Sokolovska, una extensa carretera de salida en dirección al este. No era la primera vez que Lewezow realizaba ese recorrido, pero le costó bastante seguir al resuelto vehículo.

Tras apenas media hora de trayecto por la autopista, durante el que Lewezow había intentado en vano contactar con Gropius por el móvil, el Mercedes al que seguía tomó la salida hacia el centro de la ciudad de Poděbrady.

En invierno, aquel balneario de ensueño con sus viejas casas románticas y el abandonado parque del balneario daba la sensación de estar dormido. Sólo en las cafeterías que se sucedían alrededor del balneario como perlas en un collar reinaba una intensa actividad. Lewezow siguió al coche negro a una distancia segura.

El Mercedes se detuvo ante un emblemático edificio que quedaba a una calle del parque del balneario. La pesada puerta de hierro se abrió con un leve zumbido, y el vehículo desapareció por el camino de entrada.

Lewezow estacionó su Skoda, cogió la cámara y se acercó a pie a unos cincuenta metros de la villa en la que había entrado el coche. Desde la acera contraria vio una inscripción que decía «Sanatorio Doctor Prasskov».

—¡Mira tú por dónde! —exclamó Lewezow para sí, y miró a través del visor de su cámara.

El edificio de principios del siglo pasado daba la impresión de estar muy bien cuidado. A ambos lados de la entrada, flanqueada por cuatro columnas macizas con un arquitrabe por encima, se extendía un ala con ventanas de tres hojas, de las cuales sólo una de ellas estaba iluminada. El sanatorio se veía desierto, no parecía en modo alguno que allí dentro hubiera pacientes.

Puesto que ya caía el crepúsculo, Lewezow decidió emprender el viaje de regreso a Praga después de sondear la zona y tomar numerosas fotografías. Ya había almacenado en su memoria los nombres de los tres hombres, de modo que no le suponían ninguna clase de dificultad en sus reflexiones. Lo que sí suscitaba en él cierta agitación, incluso cierta inquietud, era el apéndice que había añadido el recepcionista en su nota: «Si está interesado, me encontrará todas las tardes…».

De vuelta en Praga, Lewezow buscó una tienda de fotografías para revelar el carrete. Menos de una hora después, que pasó dando vueltas por el centro de la ciudad, regresó al hotel con las fotos ya listas, pidió un sobre en recepción, metió en él las fotografías junto con la nota que le había dado el recepcionista del Europa, anotó la dirección de Gropius y, a cambio de una propina respetable, le pidió al portero que enviase la carta a la mañana siguiente, temprano.

Dirk Lewezow no volvió a dar señales de vida.