Capítulo 7

De vuelta en Munich, Gropius estaba al borde de la desesperación. Ni siquiera haciendo acopio de todas sus fuerzas lograba concentrarse en la tarea que él mismo se había encomendado. ¿Cómo iba a encontrar un denominador común entre la muerte de Schlesinger, las maquinaciones de Prasskov, el aparente doble juego de Fichte, el papel sin aclarar de De Luca, los desagradables intentos de extorsión de Veronique y, no en último lugar, la búsqueda de un misterioso informe que casi le había costado la vida?

La vida de cada persona es el resultado de casualidades, el entrecruzamiento de biografías y acontecimientos. Si había una prueba viviente de esa sentencia, era él. Hacía mucho que Gropius se había dado cuenta de que el verdadero arte residía en desenmarañar cada uno de los hilos de la trama hasta llegar a su punto de partida; una tarea por completo inabarcable para una persona sola. Por primera vez desde el comienzo de sus investigaciones, Gropius sopesó seriamente la idea de abandonar.

Si había asimilado el atentado de la bomba con cierta indiferencia porque creía que no iba dirigido a él, el asalto frente a la casa de Lewezow y el secuestro de Turín —sobre todo esto último— le habían hecho reconsiderar esa opinión. El miedo se había convertido en un compañero demasiado asiduo.

No obstante, aunque abandonara, aunque desde esa mañana pusiera fin a todas sus pesquisas, no tenía ninguna garantía de conseguir paz interior. Seguiría viviendo con ese malestar… y con el miedo. De estudiante había devorado a Sartre, puesto que se consideraba elegante, y éste afirmaba que el miedo era el miedo a uno mismo, a la conducta impredecible de uno mismo. Hasta entonces no supo lo ciertas que eran esas palabras. No, ¡no abandonaría nunca!

El profesor reafirmó sus intenciones gracias a una llamada de Lewezow, que afirmaba estar sobre la pista de algo muy grande, y le dijo a Gropius que estaba metido en algo que sobrepasaba su imaginación.

El profesor le dijo al detective que fuese a su casa. No habían pasado aún veinte minutos, y Lewezow ya estaba en la puerta.

—No ha sido nada fácil —empezó a decir Lewezow antes aun de que Gropius le hubiese ofrecido asiento—. Allí adonde me dirigía, siempre me topaba con un muro de silencio y negativas. ¡Pero el que es buen detective no abandona nunca!

—¡Por orden, señor Lewezow! ¿Cómo ha procedido?

—En seguida me puse a trabajar según su recomendación y busqué en la lista de espera una docena de receptores potenciales de órganos que no se contaban precisamente entre los más pobres: un contratista de obras de Stuttgart, el propietario de una fábrica de tejas y ladrillos de la Baja Baviera, un especulador en Bolsa, el propietario de un hotel y demás, todo gente de dinero.

Gropius asintió con impaciencia.

—Puedo imaginarme que ninguno de ellos se alegraría precisamente cuando les preguntó usted por el estado de sus órganos internos.

Lewezow hizo un gesto distraído con la mano.

—El primero al que quise preguntar, un contratista de obras, me echó de mala manera y me soltó a los perros. Así me di cuenta de que debía informarme en el entorno del afectado. Sin embargo, tampoco eso me llevó muy lejos, y ya estaba preparándome para una labor mucho más extensa cuando por casualidad conseguí conversar con la sirvienta del propietario de una cervecería que también estaba en la lista. Era una chica de campo bien robusta, con una gruesa trenza dispuesta como una corona, y resultó estar más que contenta de poder dar información. Me comentó que sí, que a Gruber (así se llama el maestro cervecero) le habían puesto un hígado nuevo hacía poco. El viejo, me dijo, ya no tenía arreglo. Pero que todo había sido carísimo y un poco fuera de la legalidad. Al decirlo torció los ojos.

Gropius se inquietó.

—¿No se enteró de más detalles? ¡Hable de una vez!

Lewezow disfrutaba de aquellos momentos; momentos que al fisgón insignificante que vivía de las indiscreciones le otorgaban cierta importancia y le daban la sensación de que lo necesitaban. Por eso siguió hablando marcadamente despacio:

—Le di a entender que yo también esperaba un trasplante de hígado, maldije el alcohol y le dije que, siendo el número ochenta y cinco de la lista, estaba condenado a morir. Entonces le pregunté cómo había conseguido su órgano el maestro cervecero. La muchacha miró a derecha y a izquierda, estábamos conversando medio a escondidas, y me contestó en susurros que había un profesor en Munich que podía conseguir todos los órganos que quisiera y trasplantarlos, aunque por una cantidad demencial, y que los pacientes tenían que firmar que guardarían silencio en cuanto al procedimiento. Las señas de la clínica no las sabía, pero aún recordaba el nombre del profesor: Fichte.

Gropius se sobresaltó. Lo había sospechado. ¡Aquella rata miserable de Fichte, al que llamaban cariñosamente «Arbolillo», colaboraba con la mafia del tráfico de órganos! El profesor no dejaba de caminar de un lado a otro del salón con los brazos cruzados sobre el pecho. Estaba furioso, furioso consigo mismo porque nunca había sospechado de aquel tipo insidioso y no había hecho caso de las incongruencias relacionadas con su persona. Entonces vio desde una perspectiva muy diferente las horas extras que Fichte cumplía de buena gana y los días libres que se cogía regularmente a cuenta de éstas. Fichte llevaba una doble vida como médico. Conservador médico jefe de categoría C3; cirujano de trasplantes secretos que se embolsaba un dineral por su trabajo. «Le envidio ese aplomo», pensó Gropius, puesto que el sistema sólo podía funcionar mientras no se produjera ninguna complicación. Una sola operación que saliera mal habría significado el final de Fichte.

Así, también la muerte de Schlesinger tenía sentido. Era probable que Fichte hubiera empezado a ver peligrar su situación. Era posible que Gropius, sin saberlo, hubiese hecho algún comentario que inquietara al médico jefe, de modo que éste había tramado aquella diabólica solución para lograr salir del atolladero. ¡Para Fichte era sencillo contaminar con una inyección el hígado destinado al trasplante, desde luego! Que precisamente Schlesinger, un hombre que por lo visto también estaba metido en negocios turbios, hubiera creído en él podía no ser más que una mera coincidencia, o quizá una prueba de que todos tenemos algo que esconder.

—No dice usted nada —comentó Lewezow con cautela—. ¡Pero si era justo lo que quería saber!

—Sí, sí —repuso Gropius, distraído—. Lo ha hecho muy bien, Lewezow, buen trabajo. Pero ¿no ha podido averiguar dónde realiza Fichte los trasplantes?

—Lo siento. Me dio la impresión de que la sirvienta no lo sabía, de verdad. Si lo desea, investigaré más de cerca algún otro nombre de la lista.

El profesor lo pensó un momento y luego contestó:

—Creo que será mejor que siga a Fichte. Pero sea todo lo discreto que pueda. Fichte no sospecha que sé nada de esto. Debe moverse con libertad, sobre todo porque sus planes le han salido bien hasta el momento. ¡Y manténgame al corriente de cada nuevo descubrimiento!

En cuanto Lewezow se hubo marchado, Gropius empezó a dudar de que aquélla pudiera ser la explicación de todo lo que había sucedido. Cierto, el juego sucio de Fichte ya era bastante alarmante, pero, siendo realistas, el descubrimiento de que Fichte trabajaba para la mafia del tráfico de órganos no explicaba ni siquiera la mitad de lo ocurrido. El estuche de De Luca y su propio secuestro no encajaban lo más mínimo en ese contexto. Además, aún quedaba aquello del maldito informe que valía diez millones para aquella gente.

¿Le estaría tomando el pelo Lewezow? ¡Ese tipo iba detrás del dinero como el diablo tras las almas débiles! A lo mejor se había sacado la historia de la manga para seguirle la corriente y sacarle un par de cheques más. De algún modo, el trabajo de Lewezow era demasiado perfecto. Recibía un encargo y pocos días después entregaba el resultado deseado. No se las estaban viendo con una agrupación de encorbatados, sino con mafiosos curtidos. Esa historia no dejó tranquilo a Gropius. Necesitaba claridad y tenía que poner a prueba a Lewezow.

Al día siguiente se le presentó la oportunidad. No obstante, fue el propio Lewezow quien tomó la iniciativa.

El detective llamó por teléfono.

—¡Tenía que mantenerlo al corriente si había novedades, profesor! No sé si esto será importante, pero ¿sabía que Fichte tiene un avión privado?

Gropius tragó saliva.

—Después de todo lo que ha descubierto sobre Fichte, ya no me sorprende nada. ¿De dónde ha sacado la información?

—Eso se lo contaré después. La Piper de dos motores de Fichte se encuentra en el aeródromo de Jesenwang, a cuarenta kilómetros al oeste de Munich. Ha anunciado un vuelo a Niza para hoy a las dos de la tarde. ¡Puede sacar usted sus propias conclusiones, profesor! Yo ya he informado.

Gropius le dio las gracias y colgó. La noticia de que Fichte tenía un avión ya no podía quebrantar su serenidad. Sin embargo, cogió su todoterreno y arrancó camino al oeste. Si alguien le hubiese preguntado por qué lo hacía, Gropius habría respondido que no lo sabía.

Poco antes de la una de la tarde, Gropius se incorporó a la A96. El frío viento de diciembre traía consigo los primeros copos de nieve. Treinta kilómetros más adelante salió de la autopista y cogió una transitada carretera general hacia el norte.

Jesenwang, un pueblo de la Alta Baviera como tantos otros, apenas sería digno de mención de no contar con un aeródromo que pilotos aficionados y hombres de negocios utilizaban como base para sus aviones privados. Gropius aparcó el coche a cierta distancia del hangar, desde donde podía ver toda la pista de rodaje. Una Cessna de un solo motor, un Beechcraft antiguo y una Piper de dos motores, que en esos momentos estaba repostando, esperaban frente al edificio de oficinas. Otra veintena de pequeños aparatos aguardaban aparcados a cierta distancia, en la pista de hierba. No había trajín de ningún tipo, como suele haberlo en los aeropuertos.

Gropius debía de haber esperado unos veinte minutos… El llenado del depósito de la Piper Séneca II acababa de terminar y, justo entonces, Fichte salió del edificio del aeródromo seguido de una mujer. Ambos se apresuraron a paso ligero hacia la Piper que los estaba esperando. Fichte llevaba una cazadora de cuero oscura y una gorra con visera en la cabeza; en la mano, una elegante maleta de piloto. La mujer sostenía un pañuelo sobre la cabeza para protegerse del aguanieve. Llevaba una gabardina clara.

Mientras Fichte abría la puerta de encima del plano de sustentación derecho y ayudaba a subir a la mujer, una helada ráfaga de viento le apartó el pañuelo de la cabeza. Gropius se quedó de piedra. No daba crédito a sus ojos. Su discernimiento se negaba a creer lo que veía: la mujer que estaba con Fichte era Veronique.

Sin aliento, viéndolo todo borroso, Gropius observó cómo se ponían en marcha los motores. La avioneta recorrió el corto tramo que había hasta la pista de despegue. Oyó el retumbar de los motores y vio cómo el avión alzaba el vuelo tras una pequeña carrera; después regresó el silencio, la aparición había pasado.

Nada. Gropius no sintió nada, ni ira, ni rabia, ni siquiera autocompasión… Sólo un gran vacío. Había perdido el hilo, lo había perdido por completo. Observó sin ninguna emoción el agitado aterrizaje de una pequeña avioneta que volvió a alzarse en el aire dos veces antes de tomar tierra definitivamente. Entonces, un viejo Volkswagen se detuvo a su lado: Lewezow.

El detective se apeó, y Gropius bajó el cristal.

—No esperaba encontrarlo aquí —dijo el detective—. ¿Ha visto quién ha subido con Fichte al avión?

Gropius asintió en silencio. ¿Qué podía decir?

—Aquí hace mucha humedad —comentó Lewezow, y alzó una mano para protegerse los ojos—. Vamos, allí hay un bar de pilotos. Nos sentará bien tomar algo caliente.

En el restaurante, el Fly In, casi todas las mesas estaban ocupadas. Sólo tras la ventana del fondo, que estaba cubierta de vaho y no dejaba ver el exterior, había dos sitios libres. Pidieron té caliente con ron. «Ron con un poco de té», como corrigió Gropius.

—Uno de los ingenieros que trabajan aquí es amigo mío —empezó a explicar Lewezow—, y tuvimos una conversación bastante casual sobre los aviones y sus ilustres propietarios. El nombre del doctor Fichte salió a colación. Naturalmente, yo en seguida agucé el oído e intenté enterarme de más detalles acerca de Fichte. Por desgracia, no obtuve resultados. Peter Geller, que así se llama mi amigo, sólo sabía que su avión cuesta un millón, o más, y que está a nombre del propio Fichte. Si quiere, puede hablar usted personalmente con Geller. ¡Vamos, profesor!

El despacho de Geller estaba en el piso superior de la torre y se caracterizaba por su gran estrechez. Después de que Lewezow y Gropius hubieron entrado en la exigua sala, ya no cabía nadie más. Geller, un hombre que resultaba juvenil, de unos cuarenta y tantos y vestido con desenfado, estaba sentado tras una pantalla y tres teléfonos. Apenas levantó la mirada.

—¡Ah, tú otra vez! —comentó con una sonrisa de satisfacción y, dirigiéndose al profesor, explicó—: Debe saber que no funcionamos si no es con pullas. ¿En qué puedo ayudarlo?

Lewezow presentó al profesor, y Gropius informó a Geller de que quería hablar sobre Fichte y que, sin duda, ya sabría por Lewezow de qué se trataba.

—¿Fichte? —Geller se hizo el sorprendido—. ¡Acaba de salir! —Y acompañó sus palabras con un movimiento del brazo en dirección al cielo.

—Ya lo sé —repuso Gropius—. Con mi mujer… Ex mujer —se corrigió.

—Vaya. ¡Lo siento por usted, profesor!

Si había algo que Gropius no soportaba, eso era la compasión. Por eso se apresuró a decir:

—No hay nada que sentir, se lo aseguro.

Geller asintió.

—Comprendo.

—Dígame —empezó a decir Gropius con cautela—, ¿todas las salidas y las llegadas quedan registradas en su ordenador?

—Sí.

—Y ¿todos los pilotos están obligados a comunicar su aeropuerto de destino?

—Sí, por motivos de seguridad, claro.

—Entonces, ¿podría decirme adónde ha volado Fichte en los últimos, digamos, tres meses?

Geller miró a Lewezow con aire interrogativo; el detective asintió en silencio.

Con cierta renuencia, Geller masculló:

—Está bien, si con eso le hago un favor. ¡Pero no ha conseguido la información de mí!

El ingeniero del aeródromo tecleó con desenvoltura en el ordenador y, al cabo de pocos instantes, la impresora escupió una hoja con filas de números y nombres. Uno de los teléfonos emitió un timbre suave, justo después empezó a sonar otro.

Lewezow le quitó a Geller la hoja de las manos. Gropius le dio las gracias, y luego ambos desaparecieron escaleras abajo.

La mesa del bar de pilotos había quedado ocupada, pero vieron que había libre otro lugar junto a una ventana. Lewezow y Gropius se concentraron en la hoja. Las entradas se remontaban hasta el mes de setiembre y comprendían un total de veintiséis vuelos: doce a Niza y catorce a Praga.

Lewezow levantó la mirada y contempló a Gropius.

—¿Usted lo entiende, profesor? Quiero decir que lo de Niza está claro. Niza es el aeropuerto de Montecarlo. Si yo tuviera un apartamento en Montecarlo, también pasaría allí todo minuto libre que tuviera. Pero ¿Praga? ¿Por qué ha ido Fichte catorce veces a Praga en sólo tres meses?

—Eso me gustaría saber a mí también —dijo Gropius, pensativo—. Ya habríamos avanzado un gran paso.

Mil ideas le bullían en la cabeza. Incertidumbres, recelos, sospechas y los peores temores se sucedían sin orden ni concierto. Que Fichte tuviera una relación precisamente con su ex mujer —después de todo, sobre el papel aún seguía casado con ella—, eso ya era lo que faltaba.

En la pista de aterrizaje cada vez había más actividad. Dos aeronaves de un solo motor aterrizaron con poco tiempo de diferencia, una tercera salió de un hangar para llenar el depósito.

Gropius limpió un poco de vaho de la ventana con la manga de su chaqueta.

—A veces, en momentos como éste —dijo, mientras miraba fuera—, quisiera montar en un trasto de ésos y alejarme de todo, irme lejos y dejar atrás el pasado.

Hacía dos horas que Gropius intentaba hablar con Rita y seguía sin conseguirlo. Tenía el ánimo por los suelos y no podía pensar en nada más que en el sensual cuerpo de la chica. Tenía que poseerla ese mismo día. Por fin, tras la cuarta o la quinta llamada, Rita contestó. Ya eran las diez de la noche.

—Ahora voy —dijo Rita, como siempre que la llamaba, simplemente—. Ahora voy.

Media hora después, con el pelo alborotado y una sonrisa seductora, Rita se presentó en la puerta de su casa. Gropius la besó con cierto distanciamiento, como hacía siempre, y preguntó con su acostumbrado aire rutinario:

—¿Qué quieres beber?

Rita negó con la cabeza, y el profesor la miró en actitud interrogante.

—Quiero acostarme contigo —dijo Gropius, sin rodeos.

Parecía molesto porque Rita no se había quitado el abrigo y se sostenía el cuello cerrado con ambas manos. También su mirada, que solía ser provocativa, era ahora ausente. Rita estaba distinta, por primera vez desde que se conocían.

—Ya sé que últimamente no me he comportado demasiado bien —empezó a justificarse Gropius—, pero ya conoces los motivos. No ha tenido nada que ver contigo.

Aún con el abrigo puesto, Rita tomó asiento en el salón. Cruzó las piernas con un movimiento brusco y después dijo con calma:

—Gregor, tengo que decirte algo.

Gropius se sentó frente a ella y repuso, a media voz:

—Te escucho.

Rita se aclaró la garganta. Después, con voz firme, anunció:

—Voy a casarme.

Sus palabras quedaron pendiendo en la sala como un presagio de grandes desgracias, o eso le pareció a Gropius. No sabía cómo reaccionar, al fin y al cabo, uno no vive esa clase de situaciones todos los días: la mujer con la que quería acostarse lo había sorprendido con la noticia de que se iba a casar.

—¡Te felicito! —dijo, intentando guardar las formas—. ¡Me alegro por ti! —Aunque el tono de su voz delataba que la noticia lo había herido—. ¿Por qué no me he enterado hasta ahora?

—Porque no me decidí hasta la semana pasada.

—Vaya… —Gropius se encogió de hombros y miró indignado a un lado.

No, definitivamente, aquél no era su día. Primero el bofetón que le había dado Veronique, ¡y después aquello!

—¿Quién es el afortunado? —preguntó, por pura cortesía.

—Es agrimensor en una empresa de obras públicas. Le hice una radiografía del tórax, y así comenzó todo.

—¿Desde cuándo se enamora uno de las interioridades de una persona? —gruñó Gropius, disgustado.

Rita rió.

—Al principio fue su exterior, su trato afectuoso. Sólo después me entregó su interior. Comprendo tu desilusión, Gregor, sobre todo en tu complicada situación, ambos sabemos que nuestra relación no era más que un lío de cama.

—Pero un lío de cama muy bueno, joder. ¿O es que ya has cambiado de opinión?

—De ninguna manera. Ni siquiera soy capaz de descartar que en algún momento no desee recuperar nuestras noches juntos. Aun así, no puedo pasarme el resto de mi vida siendo una amante solícita que siempre está a tu disposición cuando lo deseas.

Por supuesto, Gropius sabía que Rita tenía razón y, en el fondo, no podía echarle en cara la decisión que había tomado. Sin embargo, ¿tenía que ser justo entonces? ¿En un momento en que su vida estaba totalmente descarrilada, en que miraba con desconfianza a todas las mujeres? Mientras contemplaba a Rita, ante él pasaron como en una película sus escenas de pasión, experiencias que con Veronique habrían sido inimaginables hasta en los mejores tiempos. Como aquel vuelo a Hamburgo durante el que se habían liado en la última fila de asientos; o aquel hotel de París en el que no habían salido de la cama en todo el día, y tanto les había costado explicarle sus propósitos a la camarera marroquí; o en la autopista entre Florencia y Verona, cuando casi había empotrado el Jaguar contra la valla protectora porque Rita había querido hacerlo mientras conducía.

—A lo mejor podemos ser amigos —dijo ella, devolviéndolo a la realidad.

—Sí, a lo mejor —apuntó Gropius en voz baja.

Odiaba esa frase tópica que sale en todas las películas malas, y en aquel momento, su desilusión era demasiado grande como para poder pronunciarla en serio.

Al despedirse derramaron incluso un par de lágrimas y se dieron un cálido abrazo. Así terminó la aventura con Rita.

Tras un vuelo de dos horas, Felicia Schlesinger aterrizó de buen humor en el aeropuerto de Munich. Había estado en Amsterdam, donde había negociado con éxito la venta de dos flamencos del siglo XVII de la colección de un comerciante de diamantes a un empresario de Colonia, una transacción que le reportaría una envidiable reputación en el mercado del arte, además de una comisión que ascendía a ciento cincuenta mil euros.

Felicia invitó a Gropius a tomar el té en el lago Tegern para que la pusiera al corriente de lo que había descubierto en Turín sobre el profesor De Luca.

—De Luca estaba de viaje. No conseguí hablar con él —explicó Gropius, adelantándose a su pregunta, cuando se hubieron sentado en la sala.

Se había propuesto ocultarle a Felicia el secuestro para no intranquilizarla aún más.

—¡O sea que ha ido hasta Turín para nada! —Felicia endureció su expresión.

—Yo no diría eso —repuso Gropius—. Al menos ahora sé que De Luca es un personaje altamente sospechoso, y que la señora Colella, a la que ya conocía de Berlín, hace causa común con él.

—Entonces, ¿los diez millones los pagó De Luca?

—Eso no puedo afirmarlo, todavía no. Por el momento, la situación sigue siendo demasiado confusa. Además, ha surgido un nuevo conjunto de circunstancias que hasta ahora, no obstante, no parecen estar relacionadas con De Luca. ¡A lo mejor sé quién asesinó a su marido!

Felicia se quedó de piedra. Miraba a Gropius en silencio.

—Bueno —prosiguió el profesor, avergonzado porque se dio cuenta de que había ido demasiado lejos con su declaración—, digo que a lo mejor. Por lo menos hay ciertos indicios, aunque ninguna prueba.

—¡Hable de una vez, profesor!

—¡Fichte! Mi propio médico jefe. Por lo visto realiza trasplantes por su cuenta. Eso sí puedo demostrarlo, al menos en dos casos.

—Pero para un trasplante se requiere un gran despliegue. ¡Quiero decir que algo así no puede hacerse en una consulta médica cualquiera! Y Arno, no lo olvide, murió tras una operación en su clínica. No veo la relación.

Gropius miró a Felicia mientras servía el té. Al cabo, contestó:

—Hay una explicación muy esclarecedora para ello: el ataque de Fichte a su marido iba dirigido a mí. En otras palabras, Fichte utilizó la muerte de Schlesinger para echarme de mi puesto.

—¿Cree que Fichte sería capaz de eso?

—¡Y no sólo de eso! —Gropius bajó la mirada. Reflexionó brevemente si debía ocultar lo que había visto en el aeródromo, pero entonces se dio cuenta de que Felicia se enteraría tarde o temprano, así que añadió—: Por lo visto, también le aumenta la autoestima tener una aventura con mi mujer, mi ex mujer.

Felicia le lanzó una mirada de incredulidad.

—¿Cómo se ha enterado de eso?

—¿Cómo? —Gropius rió con expresión amarga—. He visto con mis propios ojos cómo mi mujer subía al avión privado de Fichte, que, por cierto, tenía como destino Niza, a media hora de Montecarlo. Aquella madame de Montecarlo con la que habló por teléfono y que hablaba un francés tan incomprensible seguramente era Veronique. Ahora también veo con claridad por qué de repente ya no quería llamarse Veronika, sino Veronique.

Felicia guardó silencio durante un rato. Intentaba con todas sus fuerzas encontrar otra relación plausible entre Fichte y su marido, pero, cuanto más lo pensaba, más improbable le resultaba esa relación y más probable le parecía la teoría de Gropius.

—¿Intentó quizá Arno Schlesinger alguna vez conseguir un hígado en el mercado negro? —preguntó Gropius—. Después de todo, llevaba en su cartera el número de teléfono de Fichte en Montecarlo. Me refiero a que ¿para qué querría el teléfono de Fichte?

Felicia alzó las manos en un gesto de desamparo.

—Arno rara vez hablaba de su salud. Tampoco hacía ningún comentario sobre lo mal que estaba. Yo no supe nada del inminente trasplante de hígado hasta pocos días antes de la operación.

—Pero ¿por qué tanto secretismo?

—Ése era su carácter. Arno no era de los que admiten que algo les va mal. No le gustaba que nadie intentara conocer sus intenciones, y le encantaba rodearse de secretos. Ahora creo que ésa era su forma de ejercer el poder. Le proporcionaba un placer tremendo saber más que los demás. Seguramente por eso se hizo arqueólogo, porque quería descubrir cosas de las que nadie había sabido nada antes que él.

Gropius asintió y luego preguntó con bastante informalidad:

—¿Mencionó alguna vez Arno Schlesinger un informe, un informe de especial relevancia o valor?

—No lo recuerdo —respondió Felicia con inseguridad—. Sí, a veces llevaba consigo algunos informes en los que plasmaba los resultados de sus investigaciones, dibujos, fotografías y expedientes, pero eso no es nada extraño en un estudioso de la antigüedad. —Señaló hacia la sala contigua con un ademán de la cabeza—. Ya ha visto sus archivos. Arno afirmaba que ahí había todo un sistema de orden. Yo más bien lo habría denominado caos. ¿Por qué lo pregunta?

—¿Por qué? —Gropius se sintió atrapado. Ocultó el rostro, como si quisiera escabullirse de la pregunta. Después respondió—: En Turín me preguntaron por un informe muy importante que por lo visto estaba en manos de Schlesinger. Desgraciadamente, no pude averiguar de qué se trataba. Su contenido debe de ser de lo más escandaloso.

Felicia ladeó la cabeza y enarcó las cejas.

—¿Qué escándalo podría dar un arqueólogo?

—En todo caso, me ofrecieron diez millones de euros si conseguía ese informe.

—¿Diez millones? ¿Quién se los ofreció?

—De Luca y los suyos.

—¿No había dicho que no había encontrado a De Luca?

—A De Luca no, pero sí a su delegada, la señora Colella. ¡Una mujer insidiosa!

—Ya —repuso Felicia con ánimo provocador. Simplemente «ya», pero ese «ya» sonó tan mordaz, casi socarrón, que Gropius creyó distinguir en él cierta desconfianza, y no por primera vez lo asaltó la convicción de que no sabía mentir.

Mientras él aún le daba vueltas a eso, Felicia desapareció en el estudio de Schlesinger sin decir palabra y regresó con una carta.

—Ha llegado estos días con el correo. Al principio no le di ninguna importancia, pero ahora empiezo a dudar. —Sacó la carta del sobre y se la tendió a Gropius.

El remite decía «Bank Austria, Central, Viena». El instituto financiero escribía para recordar el pago pendiente del alquiler anual de la caja de seguridad número 1.157. De lo contrario, tras un plazo de tres meses, la caja sería abierta a la fuerza y su contenido sería vendido.

—¿Sabía usted de la existencia de esa caja de seguridad? —preguntó Gropius con cautela.

—No —respondió Felicia—. Tenía tan poca idea de eso como de la cuenta millonaria de Zurich.

—Entonces deberíamos preguntarnos sobre el posible contenido, así como por qué Schlesinger tenía una caja de seguridad justamente en Viena.

Felicia asintió sin decir nada. Pasados unos instantes, señaló:

—Cuando me ha hablado de ese informe…

—Creo —la interrumpió Gropius— que ambos tenemos la misma sospecha.

—¿Tenemos entonces también el mismo plan? —Felicia le dirigió a Gropius una mirada desafiante—. Quiero decir que podríamos viajar juntos a Viena para sacar algo en claro.

Gropius reaccionó con reservas:

—Disculpe, Felicia, pero no me parece buena idea.

—¿Por qué no?

—Bueno, creo que a los dos nos vigilan día y noche.

—¿Se refiere a la policía? Hace tiempo que han suspendido la vigilancia.

—No, no me refiero a ellos.

—Entonces, ¿a quién?

Gropius tragó saliva.

—Cuando estuve en Berlín constaté que me seguían. En Turín, unos cuantos personajes sospechosos fueron tras de mí. ¿Cree que en Viena no nos descubrirán?

—¡Hay que tomar ciertas precauciones!

—Sí, sí —repuso Gropius, distraído. La advertencia de Felicia sonó a sus oídos infantil y sofisticada a partes iguales. Infantil porque no se las estaban viendo con unos criminales ocasionales cualesquiera, sino con gángsters de alto nivel. Sofisticada porque tenía que admitir que hasta entonces él no había hecho nada para dar esquinazo a la distinguida organización. Cuanto más lo pensaba, más claro veía que no podía dejar sola a Felicia en aquella situación—. ¿Por qué no? —concluyó con una sonrisa apenas esbozada que quería transmitir cierta superioridad.

Con todo, ni él mismo tenía idea de cómo debían actuar en caso de que el misterioso informe apareciera realmente en la caja de seguridad del banco.

Pasaron las siguientes dos horas y media planeando un viaje del que no podía haber testigos, y Felicia desplegó una imaginación y una sofisticación psicológica insospechadas.

La mujer argumentó que los viajes suelen emprenderse por la mañana, de modo que ellos debían partir por la tarde y dar la impresión de que iban juntos a algún acto vespertino. En la Ópera de Munich representaban La flauta mágica, de Mozart. Comienzo: 19.00 horas.

Al día siguiente, por la tarde, a eso de las seis y media, Felicia Schlesinger y Gregor Gropius cruzaron la barrera del aparcamiento subterráneo de la Ópera con el todoterreno. Gropius aparcó su vehículo junto a un Volkswagen gris con matrícula de Hamburgo. Iban vestidos de oscuro, para que nadie pudiera dudar de sus intenciones de ir a ver el espectáculo. Sólo diez minutos después, el aparcamiento subterráneo se llenó de gente. Gropius y Felicia aprovecharon ese alboroto para regresar al coche, sacar dos pequeñas maletas del todoterreno, cargarlas en el Volkswagen gris, alquilado en Avis, y salir del aparcamiento con ese coche por el mismo camino por el que habían entrado media hora antes. Una hora después ya estaban en la autopista de camino a Viena.

A Gropius le encantaba Viena, las plazas y las callejas en las que el tiempo parecía haberse detenido cien años atrás; la Wienzeile, donde el esplendor y la decadencia se daban la mano; la elegancia de la Kärntnerstrasse y la miseria de la periferia y, claro está, esas cafeterías en las que a uno le servían dos y hasta tres vasos de agua con el café, además del último periódico, y donde nadie ponía reparos si uno quería pasarse allí toda la tarde.

Felicia, desde una cabina telefónica, había reservado dos habitaciones individuales en el Interconti. Poco antes de la medianoche llegaron al hotel, que estaba entre el parque de la Ciudad y una pista de hielo, y se dejaron caer en la cama, exhaustos.

A la mañana siguiente, en el desayuno, Gropius se sorprendió mirando a todos los clientes —que no eran muchos, ya que en esa época, a principios de diciembre, ni la mitad de las plazas del hotel estaban ocupadas—, contemplaba a cada uno y lo sometía a un examen exhaustivo. Sin embargo, todos estaban ocupados en sí mismos o leyendo los extensos periódicos de la mañana, de modo que Gropius esperó un día tranquilo.

A eso de las diez, entraron en el ostentoso edificio del banco, en la Opernplatz. Antes de que Felicia se acercara a una de las ventanillas, cuya solidez estructural transmitía incluso a un acaudalado titular de cuenta la sensación de llegar allí como peticionario, Gropius comentó con voz seria:

—Una vez más, contenga lo que contenga ese informe, volvemos a dejarlo en la caja de seguridad, ¡y sin llamar la atención con discusiones! Todas las salas están vigiladas por cámaras y micrófonos.

—Sí. Como hemos acordado —repuso ella con idéntica seriedad.

Mientras Felicia se identificaba, presentaba el certificado de defunción de Schlesinger y el documento que la avalaba como heredera, Gropius contemplaba la escena con aparente desinterés a una distancia segura. La tramitación del asunto ocupó quince minutos, después Felicia le indicó a Gropius que se acercara y, con un movimiento de la mano hacia una empleada del banco de melena negra, gafas rojas y vestida con rigurosidad, le dijo:

—Esta joven nos acompañará hasta las cajas de seguridad.

Bajando la escalera de mármol, que despedía un olor a desinfectante tan intenso que parecía conducir a un quirófano, llegaron a la puerta de barrotes del sótano del banco. Las cámaras de vigilancia que había en todos los rincones daban la sensación de que cada paso, cada movimiento, era observado y grabado.

Gropius estaba nervioso, estaba tan exaltado que no era capaz de reparar en la agitación de Felicia. Se había devanado los sesos intentando imaginar el posible contenido del escandaloso informe y qué papel podía desempeñar la elección de Viena como lugar de custodia, pero todas esas consideraciones no lo habían llevado a ninguna parte. Después de dejar atrás los barrotes, la empleada del banco torció a la izquierda, donde, tras un estrecho pasillo, aguardaba una cámara acorazada de unos seis metros por ocho, con una luz cegadora y cientos de cajas de seguridad. Gropius sintió que lo invadía una sensación de angustia.

El compartimento 1.157 se encontraba al fondo, a la altura del hombro, y la empleada de melena negra, tras abrirlo, se retiró discretamente a la antesala. Gropius observó con impaciencia cómo Felicia extraía un estuche de aluminio y lo dejaba sobre un anaquel. Aquel estuche tenía unas dimensiones que muy bien podían dar cabida a un informe.

Felicia parecía serena, o como mínimo mucho menos nerviosa que Gropius. Abrió la tapa, que estaba sujeta por una bisagra en la parte posterior, y miró al interior del estuche. Ante ellos apareció un objeto envuelto en un paño blanco y enguatado que, al contemplarlo con mayor atención, parecía una herradura de marfil del tamaño de la palma de la mano. Era de un ocre amarillento y estaba medio desmenuzado en algunas partes.

—¿Qué es? —preguntó Felicia, confusa, sin esperar respuesta de Gropius.

—Puede que un hallazgo arqueológico. Los estudiosos de la antigüedad escriben libros enteros sobre objetos así.

—Pero ¿por qué conservó esta pieza en la cámara? ¿Por qué precisamente aquí?

—Lo que a nosotros nos parece insignificante puede ser de mucho valor para un estudioso como Schlesinger. ¡Una herradura! —Sacudió la cabeza—. Una herradura. —Gropius miró a un lado con decepción. Desde lejos creyó oír una carcajada maliciosa, como si Schlesinger los estuviera espiando y les hubiera preparado una jugarreta. Sintió cómo le afluía la sangre a la cabeza—. ¿No hay nada más? —murmuró con rabia—. ¿De verdad no hay nada más?

—Eso parece. —Mientras Felicia revolvía en el envoltorio de la herradura, comentó de malhumor—: También usted había esperado algo más, ¿verdad, profesor? O ¿acaso sabe usted qué se puede hacer con esto?

Gropius enarcó las cejas.

—No —respondió—, por mucho que lo intente. ¡Vayámonos de aquí!

Felicia cerró el estuche de prisa y volvió a meterlo en el compartimento.

Para escapar de la húmeda niebla de diciembre que cubría la pintoresca Opernplatz de un gris turbio y por entre la que relucía alguna que otra solemne iluminación navideña, se dirigieron al café Sacher, cuyas puertas se escondían a la izquierda de la entrada del hotel. Un maître increíblemente distinguido que, desde detrás de la puerta de cristal, vigilaba que al famoso establecimiento sólo entrara la clientela apropiada los acompañó con cortesía a una de las populares mesas de ventana. Otro les tomó nota: dos Melange, con lo que, según la antigua tradición de las cafeterías vienesas, les prepararon un café fuerte con una corona de espuma de leche.

Felicia estaba triste. Tardó varios minutos en deshacerse de la máscara de rigidez de su rostro y dar cabida a una sonrisa ensimismada que Gropius, en esa situación, no supo cómo interpretar. Sin embargo, antes aun de que se presentara la oportunidad de plantear una pregunta referente a su repentino cambio de humor, Felicia comentó, sacudiendo la cabeza:

—No sé, pero esto es bastante absurdo. Hemos preparado la operación como si fuéramos James Bond para deshacernos de unos posibles perseguidores, y ¿con qué nos encontramos? ¡Con una vieja herradura de marfil desmenuzado!

Gropius revolvía su café con aire meditabundo. Sin mirar a Felicia, repuso:

—Seguramente es más valioso de lo que parece, pero ¿quién puede juzgar eso? En cuanto a Viena, a lo mejor Schlesinger siguió el mismo razonamiento que nosotros y no quiso dejar pistas.

Gropius miró al frente, pensativo. En la mesa de al lado, un señor de edad avanzada y aspecto elegante se peleaba con los periódicos de la mañana. Al hacerlo, dedicaba más tiempo a pasar cada una de las páginas con gran escándalo y doblarlas sobre sí mismas que a leer las noticias del día. Entretanto, iba comentando los titulares, según estuviera de acuerdo o en contra, con gruñidos o siseos que nadie podía dejar de oír. Estaba sentado con la espalda hacia las ventanas, de lo cual se deducía que conocía la vista hasta la saciedad. Sin que el apasionado lector se lo requiriera, el camarero le sirvió la tercera taza al tiempo que le dirigía un solícito «Aquí tiene, profesor», un tratamiento que en las cafeterías de Viena se gana uno sólo con llevar gafas.

Concluido el raudo vistazo a las noticias, el «profesor» dejó los periódicos en una silla. La mirada de Gropius recayó entonces sobre un titular del Kronenzeitung al que no había prestado atención en un principio pero que, después, al comprender su significado, golpeó su cerebro como un rayo.

—¡Permítame!

Sin esperar la aprobación de su vecino de mesa, Gropius cogió el periódico y leyó:

Misterioso asesinato de la mafia en Turín. En la confluencia de los ríos Stura y Po, al norte de Turín, el viernes se sacó del agua un coche con el cadáver del bioquímico Luciano de Luca. El vehículo atravesó la barrera de la carretera de la orilla y se precipitó a la desembocadura del río. En un principio, las hipótesis de la policía apuntan a que el profesor De Luca, que dirigía un laboratorio de genética en Turín, fue sorprendido por un infarto al volante. Tras los resultados obtenidos ayer en la autopsia, no obstante, se sabe que De Luca fue asesinado mediante una inyección del insecticida Clorfenvinfos. El accidente fingido lleva la firma de la mafia italiana. La investigación técnica criminal del coche siniestrado aclarará cómo se produjo el accidente.

Gropius, blanco como la cal, le tendió el periódico a Felicia sin mediar palabra.

—¡Dios mío! —exclamó ella a media voz después de leer la noticia—. ¿No es ése el mismo De Luca con quien tenía que reunirse Arno en Berlín?

—¡El mismo De Luca al que no encontré en Turín! Pero no sólo eso: De Luca fue asesinado con la misma inyección que Schlesinger: ¡Clorfenvinfos!

—¿Qué significa eso? —Felicia contempló a Gropius largamente y con insistencia. Se aferraba a él con la mirada, como si estuviera a punto de hundirse—. ¿Qué significa eso? —repitió en voz baja.

—No lo sé —respondió Gropius en tono apagado—. Sólo sé que no me falta mucho para llegar a ese estado en el que se lo considera a uno loco. Hasta hace unos minutos estaba convencido de que De Luca era el maquinador de esta intriga, y ahora él mismo se ha convertido en una víctima. Felicia, no entiendo nada. Hasta ahora creía que podía fiarme de la razón y de las leyes de la lógica, pero eso, por lo que se ve, es un error. ¿Quiénes son esa gente y cuál es su objetivo?

Felicia tendió la mano sobre la mesa y cogió la de Gropius, aunque él estaba tan sumido en sus pensamientos que ni siquiera reparó en ese conmovedor gesto.

—A los dos nos sentará muy bien un poco de distracción —comentó Felicia con inseguridad—. En la Staatsoper representan Nabucco. ¿Le gusta Verdi?

Gropius seguía mirando el periódico que tenía ante sí sobre la mesa.

—¿Que si me gusta Verdi? —preguntó con irritación—. Por supuesto.

—Bien, entonces me encargaré de conseguir entradas. Nos veremos en el hotel.

Más adelante, Gropius sólo recordaría vagamente aquella velada en la Staatsoper vienesa, y para ello había un motivo comprensible. Mientras sus ojos y sus oídos seguían con desgana todo lo que sucedía en el escenario, en el que se representaba la servidumbre de los israelitas en Babilonia y la rivalidad entre dos mujeres por el rey Ismael, Gropius no dejaba de dar vueltas en su memoria a todo lo transcurrido en las últimas semanas. Repasaba los acontecimientos a cámara rápida con la esperanza de llegar a alguna conclusión, aunque se vio decepcionado. Nabucco, rey de Babilonia, y sus hijas Fenena y Abigail no consiguieron apartarlo de sus elucubraciones sobre Luciano de Luca y la sospechosa Francesca Colella.

—Quizá ir a la ópera no ha sido tan buena idea —observó Felicia, apocada, ya de vuelta en el Interconti, mientras tomaban una última copa en el bar de la planta baja antes de retirarse.

—No, no —la interrumpió Gropius—. Debo disculparme, me ha resultado terriblemente difícil concentrarme en la representación. El asesinato de De Luca me ha afectado demasiado.

Por primera vez en esa noche, miró a Felicia con atención. Llevaba un sencillo vestido negro con un amplio cuello de seda y un estrecho escote de pico que dejaba ver una profunda V entre sus firmes pechos. El miedo y la incertidumbre habían impedido a Gropius fijarse en que Felicia era una mujer, una mujer de un atractivo impresionante. Durante varios minutos reinó entre ambos un silencio abatido.

La deplorable experiencia con Francesca en Turín —aquella ocasión en que Gropius hubiese querido que se lo tragara la tierra— y la inesperada marcha de Rita no lo animaban precisamente a sentirse seguro frente a una mujer. Por eso la velada de Viena habría tenido un final apenas digno de mención, de no ser porque Felicia tomó la iniciativa de una forma del todo inesperada.

Poco después de la medianoche, Gropius ya se había acostado pero no lograba dormir. Entonces oyó que llamaban a la puerta que comunicaba la habitación de Felicia con la suya. Como no reaccionó, llamaron con más fuerza. Gropius saltó de la cama, se puso el albornoz y descorrió el pestillo. Abrió. Ante él estaba Felicia, con una fina camiseta blanca que le llegaba justo hasta cubrir el pubis, y nada más.

—Tengo miedo —dijo en voz baja, y entró en la habitación de Gropius.

—¿Miedo de qué? —preguntó él, demasiado perplejo para comprender en aquel momento que Felicia sólo buscaba un pretexto.

—Hay alguien en mi puerta. ¡Lo he oído con toda claridad!

Gropius se dirigió con valentía a la habitación contigua, abrió la puerta de un fuerte tirón y salió al pasillo. Nada.

—Seguro que se ha confundido —dijo cuando volvió a entrar.

Sólo entonces, al encontrarse a Felicia en su cama, comprendió lo que estaba sucediendo.

Ella debió de reparar en la sonrisa de satisfacción que se le escapó por la comisura de los labios, aunque él se esforzó cuanto pudo por encubrirla. Felicia, incitante, levantó la manta para que se acostara junto a ella.

—¿Es que no me encuentra ni un poco atractiva, profesor Gropius? —dijo.

«Claro que sí», habría querido decir él, o también: «Por supuesto»; pero ambas cosas resultaban bastante bobas en aquella situación, y prefirió meterse bajo la manta con Felicia sin decir nada.

Ella, apoyando la cabeza en el antebrazo izquierdo, miró a Gropius con los ojos muy abiertos. Él acopló su postura a la de ella y, mientras bajo la manta le acariciaba los pechos, que lo tenían fascinado desde su primer encuentro, correspondió a su incitante mirada.

Felicia disfrutó de esas caricias suaves y cariñosas. Su cuerpo se movía, ondulante, desde los hombros hasta los dedos de los pies. De pronto, Gropius sintió que la mano de ella le recorría el vientre hacia abajo y —casi podría haber gritado— lo asía con decisión. Se sintió complacido y apresado a partes iguales.

—¡Y yo que pensaba que eras gay! —dijo Felicia, sonriendo.

—Y lo soy —repuso Gropius, bromeando—. ¿Tú no serás virgen?

—¿Yo? ¿Qué te hace pensar eso? —exclamó ella, encandilada.

Se quitó la camiseta y se sentó a horcajadas sobre Gregor, que fingió quedar totalmente sorprendido, como si jamás hubiese esperado algo así.

El cuerpo de Gregor empezó a vibrar al sentir la calidez del sexo de ella, que parecía absorber su miembro. La vio cerrar los ojos con deseo. Felicia cruzó los brazos tras la cabeza y meció su cuerpo hacia uno y otro lado. Cómo se balanceaban sus pechos al hacerlo, cual girasoles en otoño; a Gropius casi le hicieron perder el sentido. Se embebió con ansia de la imagen de sus grandes pezones oscuros.

—¿Te gusta? —susurró Felicia, y de pronto se detuvo—. ¡Di que te gusta!

—Sí, me gusta —contestó él en seguida.

Estaba dispuesto a dar cualquier contestación deseada con tal de que ella siguiera con aquella apasionada danza sobre su cuerpo.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Felicia retomó el frívolo juego y se movió con el ritmo suave de una encantadora de serpientes. Apenas hacía ruido. Sólo su respiración delataba el placer que también ella sentía. Gregor, extático, cerró los ojos. Lejos, olvidados quedaron de pronto los sucesos de las últimas semanas, el final repentino de su carrera y el miedo constante; los mismos acontecimientos que los habían unido.

Puede que el placer que sintió con Felicia durase media hora, o puede que sólo quince minutos. En cualquier caso, fue tan intenso y tan abrumador que Gropius no pensó en nada más, y menos aún en el factor tiempo. Cuando al fin se corrió y sintió esa explosión interior, soltó un breve grito, como si le hubieran clavado una flecha, se enarcó y luego se derrumbó, inerte.

Todo el cuerpo de Felicia temblaba de excitación. Apoyada en el antebrazo de él, se inclinó sobre su rostro, le lamió los labios con la lengua y movió la pelvis con cuidado hacia adelante y hacia atrás, hasta que su boca exhaló un gemido sofocado, y cayó sobre Gropius, feliz.

Cuando Gregor despertó, tardó unos instantes en comprender que no había soñado todo aquello. Junto a él, Felicia yacía tumbada de espaldas, con la manta entre las piernas, el pecho desnudo, los brazos doblados y el pelo revuelto. Gregor alzó la cabeza con cautela y contempló su cuerpo bien moldeado en la tenue luz matutina que entraba por la amplia ventana. Hasta entonces no había tenido ocasión de contemplar su cuerpo con detenimiento, tan sólo lo había sentido y se había entregado a sus sensaciones. En ese momento, sin embargo, engulló su imagen como un voyeur que sabe que nadie lo ve, con la certeza de que el objeto de su avidez no puede eludir sus miradas.

Felicia era una mujer hermosa. Había dejado atrás la grácil juventud, y estaba en la flor de la vida. Sus muslos tenían curvas, sus caderas eran pronunciadas y sus pechos estaban llenos de dulces promesas. Su piel resplandecía, oscura y sedosa, e invitaba a cálidos roces.

—¿Te ponen las mujeres desnudas e indefensas? —preguntó Felicia de pronto, sin abrir los ojos.

Gropius se sintió descubierto y tardó un par de segundos en encontrar una respuesta.

—¡Sólo cuando son tan excitantes como tú!

Felicia abrió entonces los ojos, y Gregor la besó en la boca. Ambos se miraron largamente.

—Cómo me gustaría que nos hubiésemos conocido en otras circunstancias —dijo él.