Capítulo 6

El vuelo LH 2760 despegó de Munich a las 10.35 horas, un Air Jet canadiense de cuarenta y ocho plazas con un solo lavabo al fondo. Gropius detestaba esos aparatos de reacción de poca envergadura para distancias cortas, porque se agitan mucho en el aire, reaccionan descendiendo bruscamente a la menor turbulencia y le hacen recuperar a uno lo ingerido el día anterior. No faltó mucho para que Gropius tuviera que hacer uso de la bolsita gris que había en la redecilla del asiento. Hora y media más tarde, el aparato aterrizó antes de tiempo en el aeropuerto Caselle de Turín, y el profesor cogió un taxi en dirección a Lingotto, a unos diez minutos al sur del centro de la ciudad.

Como la mayoría de las ciudades del norte de Italia, Turín recibe al visitante con inmensos complejos industriales, gigantescos bloques de pisos y las altas construcciones del extrarradio. El taxista, un turinés autóctono a pesar de su aspecto germano, su pelo rubio y sus ojos azules, como proclamó él mismo con imperiosos gestos, le dijo a su pasajero que debía contar con una buena hora de trayecto, aunque tomarían algunos atajos que sólo él conocía. Al decir eso, le guiñó un ojo a Gropius, que se había sentado en el asiento del acompañante. Habría que darle la razón.

Ya llevaban una hora de camino cuando el conductor torció por la Via Nizza desde el Corso Vittorio Emanuele. El exterior del hotel Le Meridien Lingotto, el mayor de la ciudad, no daba precisamente la impresión de ser un hospedaje lujoso, lo cual podía deberse a que lo habían instalado en el complejo de edificios de la antigua fábrica de automóviles FIAT. La planta superior del bloque rectangular había servido en su día como recorrido de pruebas para coches; ahora, los clientes del hotel podían hacer ejercicio allí.

Gropius tenía una reserva de dos días en una habitación soleada y cómodamente amueblada, con vistas al patio. Creía que en ese tiempo conseguiría localizar a De Luca y enterarse de qué ocultaba aquel estuche de veinte mil euros. No tener un número de teléfono ni una dirección del profesor, del que ni siquiera conocía el nombre de pila, no lo hacía más fácil. Tampoco consiguió nada pidiéndole al recepcionista que buscara en la guía su número de teléfono.

No obstante, aún quedaba Francesca Colella y la empresa de seguridad Vigilanza. Gropius encontró tres entradas en la guía telefónica bajo el nombre de Colella. Uno de los números ya no existía; al marcar el segundo, no contestó nadie, y el tercero resultó ser un número equivocado, pues el dueño de la gasolinera al que pertenecía aquel teléfono le aseguró por la Virgen y por todos los santos italianos que no tenía ni una esposa ni una hija llamada Francesca, ni siquiera una suegra con ese nombre, que la suya se llamaba Clara desde hacía sesenta y cuatro años. Sólo le quedaba Vigilanza.

Gropius tenía en mente la imagen de Francesca Colella mientras marcaba las seis cifras del número de Vigilanza: la aparición de la fría morena en Berlín lo había fascinado de una forma inquietante. Su mirada segura desde detrás de aquellas gafas le había recordado a su profesora de biología, de la que se había enamorado locamente —tendría por aquel entonces trece o catorce años— cuando le había explicado la reproducción mediante polinización con el ejemplo del tulipán silvestre, que ella llamaba Tulipa silvestris. En aquella ocasión, su interés se había dirigido sobre todo a los ligueros de su profesora, que asomaban con claridad por debajo de una falda negra y estrecha. Por desgracia, la señora Lankwitz, que así se llamaba la portadora de los pecaminosos mecanismos de sostén, se había percatado de su traviesa turbación. En realidad, no le dijo una palabra, pero la mirada que le lanzó a través de los cristales resplandecientes de sus gafas y que le dio a entender que se había dado perfecta cuenta de su impertinencia le hizo sentir un agradable escalofrío por todo el cuerpo. Como consecuencia de ese suceso, del que sus compañeros de clase nunca supieron nada, la señora Lankwitz no volvió a ponerse ligueros… al menos no en el colegio. Sin embargo, desde entonces Gropius tenía debilidad por las mujeres que le resultaban inaccesibles, como Francesca Colella.

Pronto! —contestó Francesca al teléfono con voz imperiosa.

Cuando Gropius le dijo quién era, se produjo una larga pausa.

—Creo que aún me debe una explicación —prosiguió el profesor al cabo de unos instantes—. Habíamos quedado, pero no se presentó.

—Le envié un fax —repuso Francesca con concisión—. Interpretó muy mal su papel. No me tragué que fuera usted el cognato de Schlesinger. Ni siquiera se sabía el código numérico del estuche, y eso que era la contraseña acordada. No, señor Gropius, o comoquiera que se llame, nuestro cliente considera que actué correctamente. ¿Qué es lo que quiere ahora de mí?

—¡La dirección de De Luca!

La señora Colella se echó a reír.

—Si de verdad lo envía el signor Schlesinger, ya debe de saber la dirección de De Luca. Así que, ¿qué quiere?

No, Gropius pensó que a esa mujer difícilmente se la podía engañar con un simple embuste, de modo que intentó otra estrategia.

—Signora —empezó a decir en tono persuasivo—, me gustaría mucho llevarla a cenar esta noche. Por favor, no rechace mi invitación.

Francesca soltó otra carcajada. Sonó como si utilizara su risa a modo de escudo. En todo caso, resultó cualquier cosa menos creíble.

—¡No, gracias! —contestó con sequedad.

—¿Por qué no? —preguntó Gropius.

—Tenemos prohibido todo contacto personal con los clientes, por motivos de seguridad. Vigilanza es una empresa de renombre, y yo no puedo permitirme arriesgar mi puesto de trabajo por una cena agradable. Y, ahora, discúlpeme. —Y colgó.

¡Maldita sea! Gregor Gropius apretó el auricular en el puño, como si quisiera aplastarlo. La señora Colella era la única persona de aquella ciudad extraña que podía ayudarlo a seguir adelante. Tenía que conseguir que hablase con él, y sabía muy bien cómo hacerlo. En la guía de teléfonos había visto la dirección de Vigilanza, Art Logistics, Via Foligno, en el noroeste de la ciudad.

La empresa, con sede en un edificio de los años sesenta nada llamativo y cuyo portal estaba muy vigilado mediante visibles cámaras de vídeo, parecía desde fuera tan seria y aburrida como una rectoría. Sólo la blanca iluminación fluorescente de detrás de las amplias ventanas dejaba entrever cierta actividad. Cuando Gropius se acercó a la entrada, las puertas de cristal opaco se retiraron hacia los lados como por arte de magia. En el interior, un espacioso vestíbulo; el suelo, un ajedrez marmóreo; a la derecha, un mostrador de recepción con entre seis y ocho pantallas. Una recepcionista vestida con total corrección y un pañuelo negro de seda en el escote de la americana roja le preguntó qué podía hacer por él.

El profesor dio su nombre y preguntó por la señora Colella. La chica le señaló un lugar en el sofá de piel que había frente al mostrador.

Apenas habían pasado dos minutos cuando Francesca Colella apareció en la escalera de mármol blanco. Con una mirada severa y bajando algo la voz, se dirigió a él:

—Le pido encarecidamente que no vuelva a molestarme aquí. ¡Me va a poner usted en un aprieto horrible!

Mientras hablaba le tendió una nota con un nombre y una dirección. Al principio, Gropius creyó que serían las señas de De Luca. No fue hasta que Francesca dio media vuelta y, mientras ya se iba, susurraba: «¡A las siete!», cuando Gropius vio que se trataba del nombre de un restaurante: Osteria Tre Fontane, Corso Lombardia. Siguió a la mujer con una mirada de desconcierto, pero ella desaparecía ya en lo alto de la escalera.

La calle que llevaba el rimbombante nombre de Corso Lombardia no parecía muy tentadora en la oscuridad, y el restaurante, en el sótano de una casa que hacía esquina, tampoco daba muy buena impresión antes de entrar. Así pues, tanto más sorprendido quedó Gropius al entrar y encontrarse con un sólido equipamiento, paredes con revestimientos de madera y un mobiliario de estilo rústico pero no carente de buen gusto.

Gropius había acudido a la osteria con sentimientos encontrados, pues aún tenía fresca en la memoria la cita frustrada en la Friedrichstrasse de Berlín. Sin embargo, esta vez Francesca lo dejó atónito: ya estaba allí y se la veía del todo cambiada, relajada, casi alegre.

—Si he de serle sincero —dijo Gropius, iniciando la conversación—, no estaba seguro de que fuera a encontrarla aquí. Después de lo que sucedió en Berlín…

Francesca miró a un lado, como si el comentario le resultara embarazoso, y luego, en un murmullo enigmático, dijo:

—En Berlín no acepté por motivos estrictamente profesionales, hoy he venido a título personal. Eso quiero dejarlo claro desde el principio. Además, su visita a la empresa equivalía a un chantaje.

—Siento mucho que le haya dado esa impresión. De todas formas, ¡ha dado resultado!

—Si considera que cenar unos mejillones conmigo es un buen resultado… Por cierto, tiene que probar los mejillones, seguramente quedará usted muy satisfecho. De todas formas, aunque estoy convencida de que ha venido usted con segundas intenciones, voy a tener que decepcionarlo de buenas a primeras: no voy a darle la dirección de De Luca.

—Entonces será sólo una agradable velada —repuso Gropius con encanto, a pesar de que no tenía ninguna intención de desistir y pensaba sacarle a la mujer la información que deseaba.

Francesca se mostró asombrada. Un camarero con la cabeza afeitada les tomó nota. Bebieron un Soave blanco.

—Tiene que comprenderlo —dijo Francesca, retomando el hilo—, necesito mi trabajo y estoy contenta de tenerlo. Tuve que luchar mucho para conseguirlo. Antes hacía algo muy diferente.

Gropius no se atrevió a preguntar. Miró a su interlocutora con placer. Francesca llevaba una chaqueta de una suave piel verde, sin nada debajo, y eso convertía en superflua la pregunta que Gropius se había hecho en su primer encuentro, en Berlín, de si esa turgencia estaba causada por el bulto de una funda sobaquera, de una pistola o de ambas cosas.

—Era empleada de banca —añadió la mujer, como si Gropius le hubiese preguntado por su vida anterior.

—¡Y se aburría mucho!

—De ningún modo. —Francesca se detuvo, luego prosiguió—: Me despidieron de un día para otro, sin previo aviso. Fue culpa mía. Le di a un periodista información sobre las deudas de un cliente prominente. El asunto se destapó, y me echaron. A lo mejor ahora entenderá por qué no va a conseguir sacarme nada. No puedo permitirme volver a quedarme en la calle. Tengo que ocuparme de mí misma y de otras dos personas.

—¿Está casada?

—No, bueno, sí. Ay, no quiero hablar de eso, ¿lo comprende?

—Lo comprendo.

—¡No comprende nada! —Por primera vez, Francesca pareció avergonzada—. Discúlpeme, signore, pero es un tema del que no me gusta hablar.

Gropius asintió.

—Quería decir que lo comprendo, que a mí me pasa lo mismo.

—¿Está casado, signore?

—No, bueno, sí. —Se encogió de hombros.

Ambos rieron. Sin embargo, la risa de Francesca sonó algo nostálgica.

El camarero de la cabeza rapada les sirvió los mejillones, y Francesca se maravilló ante la destreza con que Gropius manejaba los moluscos.

—¿Y usted? —preguntó como de pasada—. ¿A qué se dedica? ¿O es un secreto?

—Soy cirujano del hospital clínico de Munich. Trasplanto órganos, corazones, riñones, hígados. Aunque a lo mejor ése no es el tema de conversación más oportuno en una cena como ésta.

—¡Qué va! Me parece interesantísimo —repuso Francesca—. ¡Tiene que contarme cosas de su trabajo, professore!

En realidad, Gropius no había previsto hablar de sí mismo, pero la atmósfera de aquella osteria lo invitaba a abrir su corazón. Tanto como la bella mujer, que lo escuchaba atentamente. Así que Gropius le habló de su trabajo, de la misteriosa muerte de Schlesinger y de sus esfuerzos infructíferos por llegar a aclarar el caso, y así consiguió dejar atónita a Francesca.

—Admito —comentó Gropius cuando hubo terminado su relato— que suena bastante increíble, pero es la verdad. Sin quererlo, me he metido en un asunto del que no sé cómo lograré salir, a no ser que encuentre una explicación para todo. Aunque soy cirujano, y no agente secreto. —Sacudió la cabeza, parecía desamparado.

Mientras la osteria se iba llenando —por lo visto el local gozaba de buena fama—, Francesca miraba al profesor como si aún dudara de su historia. Gropius reparó en esa mirada crítica y repitió su aseveración:

—Es la verdad.

La señora Colella comía mejillones con aire pensativo. Gregor contemplaba fascinado cómo se metía en la boca aquellos moluscos de un pardo amarillento. Jamás habría creído que una mujer comiendo mejillones pudiera resultar tan erótica.

—¿Cree que el estuche que llevé a Berlín por encargo de De Luca tiene alguna relación con su caso? —preguntó entonces, y se llevó la copa a los labios.

Gropius se sorprendió al pensar que la mujer que estaba sentada frente a él le parecía de pronto más importante que la razón que los había unido. Se dio cuenta de que su imaginación obraba por cuenta propia. Sin embargo, la perspectiva de derretir esa fría belleza era tan poco prometedora como el intento de fundir el Ártico con un fuego de chimenea. Por eso, respondió a su pregunta con cortesía:

—Lo único que me queda es creer que sí. Tengo que seguir todas las pistas.

—Pero, professore, ¿eso no es trabajo de la policía?

—Naturalmente, pero es que, si le dejo hacer a la policía, me llegará la jubilación antes de que el caso esté resuelto. En mi país pasa lo mismo que en Italia. La policía ha dispuesto una comisión especial que sólo estudia informes, y el fiscal responsable está muy ocupado sumando los días que le quedan hasta la jubilación anticipada. Tiene unos treinta años. Me da miedo perder mi trabajo y también mi cátedra si no logro obtener pruebas de que el responsable de la muerte de Schlesinger ha sido el crimen organizado.

Francesca se inclinó sobre la mesa y se acercó a pocos centímetros de Gropius.

—Está bien que no haya pronunciado esa palabra, professore. Aquí nadie se atreve a mencionarla siquiera… a menos que pertenezca a ella.

Gropius comprendió lo que quería decir y asintió.

Ella sonrió. Después bajó la voz:

—Luciano de Luca dirige un instituto de investigación al otro lado del río. Es un caballero afable y gordezuelo, con poco pelo. Lleva gafas negras con unos cristales muy gruesos que le empequeñecen los ojos, como los de un gorrinillo. Un caballero simpático, sociable y de cierta edad. El instituto está en una bocacalle que da al Corso Chieri. Éste es su número de teléfono. Si me delata usted, pasado mañana ya no tendré trabajo.

Y le dejó a Gropius una tarjeta de visita sobre la mesa.

Desconcertado, el profesor cogió la mano de Francesca y la besó. Aquella mujer era un gran enigma, y su conducta le suscitaba asombro. Gropius cogió la tarjeta y se la guardó en la americana.

—Pero no me pregunte qué contiene el estuche, por favor —le advirtió Francesca, después de un rato de silencio—. No lo sé, de verdad. —Y, al reparar en la sonrisilla incrédula de Gropius, añadió—: El año pasado me encargaron llevar un estuche similar de Milán a Londres. No sabía lo que contenía, sólo el valor asegurado: medio millón. El destinatario era la casa de subastas Sotheby’s. Un mes después vi en el periódico lo que había transportado: un sobre antiguo con un Mauricio Azul. Fue subastado por un millón, ¡un millón de libras! Aún hoy me da vértigo.

Gregor deslizó una pierna por entre las de ella bajo la mesa. «Da lo mismo si ahora te suelta una bofetada», pensó, y la miró con desafío.

Francesca se dio buena cuenta de su atrevimiento, pero no dejó que nada la perturbara. Al contrario, con una expresión que era difícil de interpretar, dijo:

Signor Gropius, ¿quiere acompañarme a casa?

Sonó como si quisiera decir: «Ya está bien, ¡vayámonos de aquí!». Aunque también podía ser un: «¡Venga, vayamos a mi casa!». La respuesta de él también quedó abierta a posibles interpretaciones:

—Soy incapaz de imaginar nada mejor, signora.

Dicho eso, le hizo una señal al camarero y pagó la cuenta. Mientras se acercaban a la salida, que subía hacia arriba, Francesca comentó:

—Que no le incomode la atmósfera de mi casa. Seguro que está acostumbrado a algo mejor. La vivienda en Turín es cara y, como ya le he dicho, tengo a más personas a mi cargo. Aunque a estas horas mi madre ya duerme. Además, no está lejos de aquí, sólo a dos calles.

A esas horas, poco antes de las diez, en el Corso Lombardia reinaba un tráfico intenso. Naturalmente, Francesca se cogió del brazo de Gropius. Había refrescado, y sintieron frío. En la desembocadura de una callejuela, Francesca guió a Gropius hacia la derecha y, con el índice señalando a un viejo edificio de siete pisos, dijo:

—Ya estamos. ¡Venga!

La escalera estaba revestida de azulejos azul cobalto, como una iglesia. En medio del vestíbulo había un ascensor, una jaula de hierro recubierta de tela metálica. La puerta, una reja extensible de hierro, hizo un ruido al abrirse que resonó en toda la escalera. Francesca apretó el botón del quinto piso y le sonrió a Gropius. Él recibió su gesto como una invitación y se acercó tanto a ella que pudo sentir su cuerpo cálido. Francesca volvió la cabeza hacia un lado, pero le dejó a Gregor plena libertad.

—Me vuelve loco, Francesca —murmuró él.

Francesca no se movió, sólo dijo:

—Adelante, por favor.

Con un fuerte tirón, hizo a un lado la reja del ascensor. Un pasillo largo y apenas iluminado conducía a una puerta pintada de blanco y, con una seña muda, Francesca invitó a Gropius a entrar.

—¿Mamá? —preguntó a media voz y, dirigiéndose a Gropius, dijo—: A estas horas, rara vez está despierta. ¡Siéntese!

La sala de estar sólo tenía una ventana, pero había cuatro puertas, dos a cada lado, y por eso quedaba poco espacio para muebles. En el centro de la sala había dos sofás modernos, uno frente a otro; entre ellos, una mesa baja con una placa de vidrio.

—Dijo que aquí vivían tres personas —comentó Gropius en el silencio que reinaba en la habitación.

—Sí —repuso Francesca—. Mi madre, mi marido y yo.

Gropius se estremeció de forma imperceptible; entonces, a modo de disculpa, añadió:

—Pensaba que…

—¿Qué pensaba, professore?

Se acercó a Gropius y él se dejó conducir hacia una de las puertas de la derecha. Francesca la abrió. En la pequeña habitación había una luz encendida. Gropius se espantó.

Contra la pared opuesta había una cama en la que yacía, medio incorporado, un hombre de cabello oscuro y tez pálida. No reaccionó. Tenía los ojos muy abiertos, igual que la boca, sus brazos estaban muy estirados sobre la manta blanca.

—Mi marido, Constantino —dijo Francesca, sin ninguna entonación especial, y prosiguió sin mirar a Gropius—: Hace medio año sufrió un accidente de coche, desde entonces está en estado de coma despierto. No necesito explicarle lo que significa eso. —Lo dijo sin ninguna acritud.

Gropius cogió aire. Aquella mujer lo hacía perder todo dominio de sí mismo. Apenas un instante antes la había deseado. La había seguido sin dudarlo a su casa con la intención de acostarse con ella. Francesca, había creído él, no había puesto inconveniente a que tuvieran una aventura. Así pues, ¿qué era todo aquello?

Gregor Gropius se sintió miserable. Vio con toda claridad que Francesca había preparado con esmero aquella embarazosa situación para alejarlo de sí de una vez por todas. El pudor cubrió su lascivia.

—Disculpe mi conducta —balbuceó a media voz, casi sin que se le entendiera.

—Puede hablar en voz alta con tranquilidad —repuso Francesca—, no puede oírnos… O eso dicen los médicos.

Gropius se apartó, hundió las manos en los bolsillos y, con la mirada fija en la oscura ventana, dijo:

—No sé qué pensará de mí, pero yo no podía imaginar…

—Claro que no —interrumpió Francesca—. No le estaba haciendo ningún reproche. En la vida hay situaciones que borran toda sensación de realidad.

Fue a cerrar la puerta, pero, antes de empujar el picaporte, asomó la cabeza por la rendija, como si quisiera volver a comprobar que todo estaba en orden.

Sin saber muy bien cómo debía comportarse, Gropius se quedó allí de pie, incapaz de tomar una decisión. Francesca le había parado los pies con mucha claridad. Le había soltado un bofetón sin infligírselo físicamente. Sin embargo, ella era consciente de que los bofetones que no duelen provocan un sufrimiento mucho mayor en el interior, un tormento que a menudo se arrastra durante años. Gropius sentía la necesidad de hablar, de explicarle a Francesca lo mucho que lo había impresionado, y que no había sido su intención, y que si esto y que si aquello. No obstante, toda explicación le parecía inoportuna. Ante ese desconcierto, ante esa sensación de no estar a la altura de la situación, Gropius reaccionó con tosquedad, torpe como un estudiante.

—Sí, entonces seguramente será mejor que me vaya —balbuceó.

Francesca se lo quedó mirando sin decir nada.

Gropius, aturdido, bajó en el chirriante ascensor y recorrió a paso ligero el breve tramo hasta el Corso Lombardia. Tenía la sensación de estar huyendo de sí mismo. En la esquina paró un taxi y se fue a su hotel.

La mañana siguiente. Por un momento, mientras iba dejando atrás el sueño y entraba en la vigilia, a Gropius le sobrevino un agradable recuerdo de Francesca, pero luego hizo memoria y la noche anterior le cayó encima como un peso pesado. Estaba enfadado consigo mismo, una sensación que normalmente le era ajena.

Tomó el desayuno, modesto como suele serlo en Italia, en la habitación. No quería ver a nadie. Mientras ponía mermelada de melocotón con su cuchara en la tostada de pan blanco, miró la tarjeta de visita de Francesca. Mejor dicho, contempló el reverso, donde le había apuntado el nombre, la dirección y el teléfono de De Luca.

Gropius se preguntó si debería llamar a Luciano de Luca y anunciarle su visita, pero luego decidió enfrentar al profesor a los hechos consumados. A fin de cuentas, no sabía cómo iba a entenderse con él, ni cómo reaccionaría ante la noticia de la muerte de Schlesinger.

El taxista que lo llevó al instituto de De Luca, al otro lado del río, era una buena pieza. Conducía un viejo FIAT de los años ochenta, lo cual, no obstante, no le impedía pensar que poseía un coche de carreras. Fuera como fuese, arrancaba en todos los semáforos haciendo rechinar los neumáticos a la vez que exclamaba, extático: Oh là là, Ferrari!.

Después de cruzar el Po, avanzó río abajo por el Corso Cásale, torció a mano derecha por el Corso Chieri y detuvo el vehículo frente a la dirección que le había dado Gropius. El instituto era una villa de dos pisos que se ocultaba tras un muro no demasiado alto y mucha maleza. «Instituto Prof. Luciano de Luca», decía la corroída placa de latón, que no daba ninguna información más sobre la actividad que desempeñaba De Luca tras aquellos muros.

Cuando Gropius se acercó a la entrada, cerrada por un portón de madera, un perro se abalanzó hacia él desde el interior. Eso debió de ser lo último que Gregor fue capaz de asimilar con claridad durante un buen rato, pues, aun antes de que pudiera llamar al timbre del intercomunicador, lo abatieron con un fuerte golpe en la nuca. Perdió el equilibrio y el conocimiento. Oyó imperiosas órdenes como a lo lejos y le dio la impresión de que le metían la cabeza en un saco y lo hacían subir a un coche.

Tampoco más adelante sabría decir Gropius cuánto tiempo pasó en ese estado de inconsciencia; sólo le pareció, al volver en sí unos segundos, maniatado como un fardo en el asiento de atrás del coche, que Francesca iba sentada junto a él. Cómo llegó a esa conclusión, nunca lo supo, ya que no alcanzó a verla. Fue sólo una sensación. Desde la lejanía percibió un pitido extraño y penetrante. Después volvió a sumirse en una profunda oscuridad.

Al cabo de un tiempo indeterminado, Gropius volvió en sí. Se encontró tiritando de frío en una sala cuadrada de techos altos y sin mobiliario, a través de cuya ventana empañada penetraba la apagada luz del día. Lo único característico de aquella sala era la pintura de las paredes, de un verde azulado, que estaba desconchada en muchos lugares.

Fracasó en el intento de moverse sobre su asiento. Gropius estaba atado a una tosca silla de madera. Unas gruesas correas de cuero recio le aprisionaban los tobillos a las patas de la silla. Tenía el torso sujeto al respaldo vertical por un cinto. Le dolían los hombros, ya que tenía las muñecas atadas tras el respaldo. Gropius apenas lograba respirar. Aguzó el oído y escuchó el silencio.

Mientras recuperaba poco a poco la capacidad de pensar, mientras se preguntaba cómo y por qué podían haberlo llevado a aquel lugar totalmente desconocido, su mirada recayó en un viejo taburete mohoso que, puesto que estaba a un lado y él casi no podía moverse, no había visto hasta ese momento. Sobre el taburete había un delgado frasco de plástico blanco. Junto a él había una jeringuilla sin usar. Al mirar con más atención, Gropius reconoció la inscripción roja del frasco: Clorfenvinfos.

«¡No!». Se negó a aceptar lo que estaba viendo, se rebeló contra aquel espantoso descubrimiento, y su voz interior gritó con un chillido penetrante: «¡No, no, no!». Arno Schlesinger había sido asesinado con Clorfenvinfos. En cuestión de segundos, Gropius empezó a sentir un sudor frío por todo su cuerpo amarrado. En contra del sentido común y con gran dolor, intentó liberarse de las correas, pero pronto desistió.

«Se acabó», pensó Gropius, mirando al frente con indiferencia, y —con la muerte a las puertas, el hombre presenta las reacciones más absurdas— empezó a formular la noticia que imaginaba unos días después en la sección de miscelánea de los periódicos alemanes: «Unos excursionistas encontraron el cadáver de un hombre en los alrededores de Turín. El difunto en cuestión es el cirujano Gregor Gropius, de cuarenta y dos años de edad, cuyo nombre ha sido relacionado con la mafia del tráfico de órganos. La autopsia del cuerpo ha revelado que Gropius fue asesinado con un insecticida». ¡Qué final más lamentable!

Gropius apenas lograba respirar. Un penetrante olor a retama llenaba la sala. Su organismo, por lo visto, había desistido ya de la vida. Sus pulmones rehusaban realizar su cometido. Más de una vez había tenido que reflexionar sobre su propia muerte y había imaginado cómo sería el momento del último aliento. Estaba convencido de que no se daría cuenta de que había llegado tan lejos. Había creído que morir sería un paso inocuo, una forma de quedarse dormido y dejar de existir y, luego, la nada eterna. Al contrario que la mayoría de sus colegas, no había elegido su profesión por miedo a la muerte, sino por curiosidad. Sin embargo, en ese momento, igual que todos, sólo sentía miedo, un miedo miserable y repugnante.

Imaginó que, en algún momento de los minutos siguientes, un hombre entraría en aquella sala desnuda con una media o una capucha en la cabeza. Así sucedía en las películas. Cogería la inyección, le colocaría la aguja en el brazo… ¡Fin! Pero no sucedió así. En el edificio vacío se oyeron de repente unas voces que Gropius, confuso, no comprendió. Además, le daba lo mismo cuáles habrían de ser las últimas palabras que se llevaría consigo al nirvana eterno, a ese estado de liberación de todo sufrimiento terrenal.

Tras él, la puerta dio un golpe. Dos hombres se le acercaron, uno por la derecha y otro por la izquierda, pero ninguno de ellos llevaba el esperado disfraz en la cabeza. Su aparición se asemejó más bien a una inesperada representación teatral. El de la derecha era bajo y corpulento, y llevaba la delicada vestimenta bien planchada de un monseñor con fajín lila. Su rostro enrojecido delataba una hipertensión permanente. De 110 a 190. Esbozaba una sonrisa insidiosa. El otro resultaba menos clerical, si bien su blanco alzacuello destacaba claramente en su vestimenta negra. Era joven y robusto, y tenía el pelo negro y algo largo, como si se hubiese quedado en los años setenta.

Por un momento, Gropius albergó esperanzas, aunque el disfraz de ambos hombres lo desconcertó un tanto. Con los brazos cruzados sobre el pecho, los dos se quedaron plantados ante el profesor y lo contemplaron, indefenso como estaba. Gropius oyó latir su propio pulso en los oídos. ¿Esperaban aquellos hombres que se justificara? ¿Qué querían de él? Prefirió guardar silencio. El orgullo… lo único que le quedaba.

Dos, tal vez tres minutos interminables permanecieron los hombres frente a él completamente inmóviles, hasta que el más joven desapareció de súbito de su campo de visión, como obedeciendo a una orden secreta. Apenas sucedió eso, el monseñor se dirigió hacia la jeringuilla del taburete. Con los ojos muy abiertos, incapaz de gritar ni de implorar que no le quitaran la vida, Gropius observó a aquel hombre obeso que abría el frasco de plástico y cogía la jeringuilla. El modo en que manejaba el instrumento desvelaba que no era la primera vez que hacía algo así. Después de extraer cinco milímetros cúbicos del frasco, puso la aguja en posición vertical y expulsó unas gotas. Entonces se acercó a Gropius.

«Dios mío —pensó él—. Cinco milímetros, con eso se puede matar un elefante». A Gropius le temblaba todo el cuerpo, todo él vibraba. Cerró los ojos, esperó el pinchazo definitivo que pondría fin a todo y aún tuvo tiempo de pensar cuánto tardaría en perder la conciencia.

La espera se dilató interminablemente. Estuvo a punto de devolver. Las tripas empezaron a retorcérsele como si se hubiera tragado una serpiente gigante. Entonces oyó una voz. Sonó desagradablemente aguda, como la de un castrato, y, al abrir los ojos, Gropius vio justo delante de sí la cara roja del monseñor, que le preguntó, en alemán, aunque con acento extranjero:

—¿Dónde está el informe?

¿El informe? ¡El informe! Por la cabeza de Gropius cruzaron pensamientos inconexos e incoherentes. ¡El informe! Dios santo, ¿de qué informe hablaba aquel obeso repugnante? De repente ya no tenía nada claro si el principal protagonista de aquel embrollo era él o Schlesinger. Sin embargo, de pronto se le ocurrió una estrategia que a lo mejor le salvaría la vida.

—¿El informe? —respondió, incapaz de reprimir el temblor de su voz—. No esperarán que lleve el informe conmigo…

—¡Por supuesto que no! —replicó el monseñor. La resuelta reacción del profesor le causó una honda impresión. Para enfatizar la seriedad de su pregunta, el monseñor gesticuló con la aguja de la jeringuilla delante del rostro de Gropius—. Quiero saber dónde está escondido el informe. ¡Díganoslo y será un hombre libre! Si no… —Esbozó una sonrisa maliciosa.

En ese momento, Gropius tuvo la certeza de que sólo aquel informe que creían en su posesión, fuera lo que fuese lo que contenía, lo libraría de la muerte. No lo matarían, no podían matarlo hasta que no hubieran encontrado aquellos papeles. De pronto recuperó las ganas de vivir que unos instantes antes había perdido. Intentó incluso forzar una sonrisa de superioridad mientras decía:

—Señor, quienquiera que sea, y cualquiera que sea el motivo de su pequeña fiesta de disfraces, ¿no creerá realmente que voy a desvelarles dónde está oculto el informe? ¡Mi vida valdría entonces menos que nada!

El monseñor pareció desconcertado ante la astuta conducta del profesor.

—Pues dígame cuánto quiere por él —graznó a disgusto—. ¿Otros diez millones?

Gropius no sabía qué le daba más miedo, si la oferta de esos millones o la conclusión que se sacaba de ella: esos hombres debían de haber asesinado a Schlesinger. No obstante, todo aquello suscitaba otra pregunta: ¿por qué habían colmado a Schlesinger de dinero? ¿Era Schlesinger uno de ellos, pero había querido distanciarse de sus filas?

—No quiero dinero —repuso Gropius con fingida calma. Con la aguja de la jeringuilla ante los ojos, veía el transcurso de los acontecimientos de cualquier forma menos con serenidad—. Lo único que quiero es mi rehabilitación como cirujano. Entonces tendrán el informe. El dinero no me importa.

—Eso no va a ser posible —adujo el monseñor con estridencia.

—Entonces, también será imposible que les desvele dónde está. No queda más opción que la de matarme. ¿A qué esperan? Además… para que no haya ningún malentendido, la señora Schlesinger no tiene ni idea de nada de esto. No conoce el significado del informe ni tampoco sabe dónde está escondido.

El monseñor lanzó la jeringuilla contra la pared en un gesto de rabia y desapareció de la sala vacía. A Gropius le llegaron voces furiosas desde la estancia de al lado. Debían de ser dos o tres personas. Así transcurrieron unos momentos de incertidumbre. Gropius se preguntó si había apostado demasiado fuerte; a fin de cuentas, no estaba tratando con aficionados. Apenas se atrevía a respirar, y esperaba comprender algún retazo de la conversación… en vano. Los hombres hablaban entre sí en un idioma que no conocía, no era alemán, inglés ni italiano.

Por la vehemencia con que se abrieron de pronto las puertas, Gropius no esperó nada bueno. No veía lo que sucedía detrás de él, y sólo podía contar con lo peor. De pronto le pusieron en la cabeza el saco con el que ya se las había visto antes; después le quitaron las correas. Un tipo muy violento lo agarró de los brazos y lo levantó en alto. Un golpe con un garrote o un bate de béisbol le dio exactamente en la primera vértebra, lo derribó, y Gropius perdió otra vez el conocimiento.

Una bocina estridente como el chillido de un bebé lo devolvió a la vida. Gropius apenas se atrevía a mover la cabeza, y la bocina impaciente casi le hacía estallar la cabeza. Tumbado de espaldas y apoyado en el codo, intentó orientarse: estaba tirado en mitad de un estrecho camino vecinal como los que unen las fincas aisladas del norte de Italia. Delante de él atronaba un vehículo de tres ruedas, de esos que les sirven a los campesinos para transportar las hortalizas. El conductor intentaba despertar con su bocina al que creía que era un borracho que estaba durmiendo la mona en el camino.

A Gropius le costó horrores incorporarse. Se tambaleó hacia el conductor de la pequeña camioneta e intentó hacerle entender que no estaba borracho, sino que lo habían asaltado. El intento se topó con dificultades lingüísticas, puesto que el italiano del profesor era más que deficiente, y el dialecto del campesino era incomprensible para un extranjero. Con todo, un billete logró que al campesino se le alegrara la cara visiblemente y, cuando Gropius sacó un segundo billete, el hombre se prestó incluso a conducir al curioso extranjero hasta la periferia de Turín, que, según dijo, quedaba a unos veinte kilómetros de allí. Les llevaría una buena media hora.

Durante el trayecto por aquel terreno de colinas silvestres, Gropius supo que los secuestradores lo habían llevado hacia el sur, en dirección a Asti, donde las fincas vacías se extendían en el paisaje durante kilómetros. El trayecto hasta la periferia sur de la ciudad duró casi una hora. Allí, Gropius subió a un taxi y llegó a su hotel hacia las seis de la tarde.

Completamente agotado, pidió que le llevaran algo de comer a la habitación. Después tomó un baño caliente. El agua le sentó bien a su cuerpo maltratado. Se quedó medio dormido en aquella agradable calidez. Poco a poco, muy despacio, fue acudiendo a su memoria todo lo que había ocurrido. «No —se dijo—, no has soñado nada de esto, no ha sido ninguna película, ha sucedido de verdad. Querían matarte y en el último segundo has conseguido salvar el pescuezo».

El papel que desempeñaba Francesca en todo aquello le parecía turbio. La fría mujer había despertado su pasión; sin embargo, en aquellos momentos prevalecía el recelo. ¿Por qué había dudado Francesca tanto en un principio, pero luego le había dado la dirección de De Luca sin más? ¿De veras había sido una coincidencia que los secuestradores lo hubiesen estado acechando frente al instituto de De Luca? También aquella otra vez, en Berlín, un miembro de la distinguida organización se había acercado a él después de la cita frustrada con Francesca. En esta vida siempre ocurre lo mismo: las piernas más bonitas suelen acabar, no en pie, sino en pezuña.

Gropius estaba a punto de quedarse dormido en la bañera cuando oyó un ruido en la puerta de la habitación. De nuevo el miedo a lo desconocido, esa sensación que no había conocido apenas unas semanas antes. Se enderezó con muchísima cautela para no hacer ruido. En silencio, se cubrió con el albornoz y espió la habitación por la rendija de la puerta. Ya no tenía los nervios de acero. ¡Y menos ese día! Había olvidado pasar la cadena de seguridad de la puerta de la habitación. Entonces se lo reprochó. No le apetecía recibir más golpes en la nuca. Con cuidado, abrió un poco la puerta del baño y miró hacia la entrada. En el suelo había una nota, un mensaje del hotel pasado por debajo de la puerta.

Gropius lo cogió: «Mensaje, 17.30 horas: llamada de la signora Colella. Espera contestación».

La información era de hacía dos horas. Gropius ya sabía cómo funcionaba la mensajería por otros hoteles. ¿Qué narices significaba? ¿Qué quería Francesca, humillarlo? ¿O acaso tenía que hacer de señuelo una segunda vez?

Perturbado y exhausto, Gropius se tumbó en la cama. Sonó el teléfono. Lo tapó con una almohada. No quería tener nada más que ver con Francesca. Sólo quería regresar a casa. El primer vuelo, LH 5613, salía a las 9.10 horas de la mañana siguiente.