Capítulo 5

Desde el aeropuerto de Munich, Gropius cogió su coche y se dirigió directamente a casa de Felicia, al lago Tegern. Hacía ya veintisiete días que vivía en ese estado de tensión constante. Ya no lograba recordar cómo era vivir sin ese miedo y esa intranquilidad que lo acompañaban continuamente. En ocasiones le parecía que una barrena de acero le perforaba el cráneo y hurgaba allí dentro, de modo que sus recuerdos, sus experiencias y sus especulaciones quedaban confundidos en una papilla viscosa.

Cuando Gregor llegó, Felicia ya había eliminado las señales más evidentes del registro de la casa. Después de que él le informó del fracaso de su viaje, Felicia le habló de un descubrimiento interesante. En la cartera de su marido, la que le había devuelto la clínica, había encontrado una nota con un número de teléfono. Puesto que no tenía ningún nombre, al principio no le había prestado mayor atención, pero después había sentido curiosidad al ver el prefijo de Montecarlo y había llamado sin más. Hizo una pausa muy expresiva.

—¿Y? —preguntó Gropius con impaciencia. Después de dos días bastante frustrantes en Berlín, días en los que había caído en una confusión aún mayor, en lugar de lograr aclarar la situación, al profesor ya no le quedaban fuerzas para aguantar en vilo—. ¿Quién contestó?

—La sirvienta de un tal doctor Fichte.

—¿Fichte? ¿Nuestro Fichte? No puede ser.

—La chica me dijo que el doctor se encontraba en Munich en aquellos momentos. Que si quería hablar con la señora. Le dije que sí. Entonces se puso una mujer. Volví a preguntar por el doctor Fichte y la mujer me respondió, en un francés tosco (debía de ser extranjera) que al doctor Fichte había que llamarlo a Munich, y me dio su número de teléfono. Entonces colgué. Marqué el número y, ¿adivina quién contestó?

—¡Ni idea!

—¡La señora Fichte! En todo caso, ella afirmaba serlo. Éste es el número.

Gropius se pasó la palma de la mano por la cara y gimió. ¡Aquello era sencillamente demasiado!

Tras reflexionar unos instantes, sacudió la cabeza y dijo:

—¿El médico jefe Fichte? ¿Ese niño modélico, ese burgués por excelencia, esa rata cuadriculada? No, no me lo puedo creer.

Felicia se encogió de hombros.

—¡Todo burgués esconde en su interior a un pequeño calavera!

—¡Pero no Fichte! Fichte en Montecarlo, eso es como un esquimal en Copacabana o como un cardenal en un burdel. Aunque…

—¿Aunque?…

—Bueno, pensando en que vi juntos a Prasskov y a Fichte, y que por lo visto existe una conexión entre Prasskov y la mafia del tráfico de órganos, mi opinión se tambalea un poco. ¿Tanto me habré equivocado con Fichte?

A Gropius le costaba muchísimo hacerse a la idea de que el médico jefe pudiera desempeñar un papel tan completamente distinto del que hasta entonces le había supuesto. En cualquier caso, llevaba una doble vida, y eso que hasta a un artista le costaría obrar la transformación en demonio de su fisonomía de burgués. Así pues, ¿Fichte era cómplice de la mafia del tráfico de órganos?

Felicia iba siguiendo el razonamiento de Gropius como si pudiera leerlo en las arrugas de su frente. Tras unos instantes de silencio, planteó una pregunta:

—Pero ¿a mi marido no le trasplantaron un órgano donado legalmente? ¡Dígame la verdad, profesor!

—¡Sí, por supuesto! ¿Qué se ha creído? —replicó Gropius de mal humor—. Con mi puesto no tengo ninguna necesidad de mezclarme en negocios sucios. No, descartado. ¡Eso es del todo absurdo!

—Sólo era una idea —adujo Felicia, a modo de disculpa—. Tal como sabemos ahora, Arno tenía suficiente dinero. Podría haber comprado un hígado en el mercado negro, aunque le hubiese costado un millón. Yo no me lo habría tomado a mal, vista la escasez de órganos. Él quería vivir.

Gropius reaccionó con disgusto.

—Algo así es impensable en una clínica alemana. Amo Schlesinger fue seleccionado por el sistema de asignación ELAS, había compatibilidad entre el donante y el receptor, y se encontraba en el grado de urgencia adecuado.

Felicia se sintió reprendida y guardó silencio.

Ahí estaba de nuevo: aquella desconfianza que se colaba entre ambos en cuanto surgían dificultades. En realidad tendrían que ser dos aliados unidos por un problema común. No obstante, la incertidumbre sobre hasta qué punto podían confiar el uno en el otro no hacía más que distanciarlos. Cada cual se abandonó a sus reflexiones. Felicia no comprendía que Gropius hubiera regresado de Berlín sin ningún resultado; recelaba que le estaba ocultando algo. A Gropius le costaba hacerse a la idea de su fracaso. Le reconcomía que Felicia hubiese conseguido tal vez más con el descubrimiento de un solo número de teléfono que él con sus costosas pesquisas.

Sin embargo, en mitad de su autocompasión, una característica que hasta entonces le había sido totalmente desconocida y que siempre había despreciado en los demás, Gropius tuvo una idea. Fascinado por su ocurrencia, se levantó, masculló una rápida disculpa y se marchó a casa.

En el Servicio Federal de Información de Pullach reinaba una gran tensión. Ya entrada la tarde, el SIGINT había interceptado otro correo electrónico cuyo texto, en circunstancias normales, no habría tenido ningún interés para el Departamento 2. No obstante, el código «IND» con el que iba firmada esa comunicación electrónica y que Heinrich Meyer, el director de Signal Intelligence, ya había insertado en el sistema de búsqueda, había hecho saltar la alarma.

Meyer, de traje gris, como siempre, no pudo reprimir una sonrisa de suficiencia cuando, poco después de las cinco de la tarde, envió el correo interceptado de su pantalla al monitor de Ulf Peters, director del Departamento 5, Reconocimiento Operativo. Peters, responsable oficial del caso, se había dejado la piel intentando descifrar el código «IND». Había seguido todas las pistas posibles, que iban desde el espionaje industrial hasta el terrorismo internacional, pasando por el tráfico de drogas. Peters era un sabueso tenaz que no se daba por vencido fácilmente… pero en ese caso se había desanimado, por no decir que estaba desesperado y que casi había tirado la toalla. Ya no le quedaban ganas de seguir ocupándose de un problema tras el que a lo mejor sólo se ocultaba una historia de lo más inocente. En secreto esperaba que el asunto se fuera a pique, igual que sucedía con dos tercios de todas las informaciones interceptadas.

Sin embargo, sus esperanzas no se vieron cumplidas. Apoyado en los codos de mala gana, leyó el texto que había aparecido en su pantalla:

E-mail, 16.00 horas, IND, clínica de Munich.

Seguimos esperando la comunicación de la realización. Nos da la sensación de que hay demasiados fisgones en el mundo. Podría ser oportuno deshacerse de éste con delicada fuerza. El fin justifica los medios. IND.

Peters tamborileó con las uñas sobre la mesa. «IND, IND», repetía en susurros sin dejar de mirar la pantalla.

Poco después, Meyer asomó su cabeza entrecana por el umbral.

—¿Y bien? —preguntó, desafiante, después de cerrar la puerta tras de sí.

—Y bien, ¿qué? —repuso Peters, harto.

—Que si tiene alguna pista, algún indicio.

Peters volvió a leer una vez más el texto de la pantalla, despacio, palabra a palabra, como si fuese una oración, como si quisiera memorizarlo. Al cabo, señaló con el índice las palabras «delicada fuerza».

Meyer asintió.

—En realidad no es asunto mío, pero tampoco me lo prohíbe nadie… seguir el caso, quiero decir. La combinación de palabras «delicada fuerza»…

—Ya lo sé —lo interrumpió Peters—. La formulación apunta, de hecho, a la distinguida organización.

—O sea, la mafia.

—Antes, esos caballeros hablaban de «matar», hoy son mucho más distinguidos, hablan de «delicada fuerza», pero se refieren a lo mismo. ¡Creo que tenemos que prepararnos para algo!

—¿Y el código «IND»?

—No es ningún código, o al menos no en el sentido que tendría en una organización secreta. Mediante análisis informáticos hemos listado todas las combinaciones lógicas de palabras en alemán e inglés. El resultado ha sido muy gracioso: de entre más de mil combinaciones posibles, el sistema ha seleccionado unas cien combinaciones que tienen significado. Sin embargo, desglosadas en las ramas del terrorismo, las drogas, el tráfico ilegal y los negocios, no queda ni una sola abreviatura con sentido. Lo siento, resultado negativo.

Meyer miraba la pantalla casi con asco. Entornó los ojos y arrugó la nariz.

—Y, como en el primer e-mail, ese código está insertado en un discurso que es absolutamente inusual en estos círculos. Más bien parece el telegrama de una suegra enfadada.

—¡Aunque seguro que no lo es!

—Claro que no. Tiene que tratarse de una organización que cree que actúa con impunidad. El remitente es, como la primera vez, un teléfono vía satélite o una conexión móvil del Mediterráneo occidental; el destinatario, una extensión del hospital clínico.

Peters soltó una risa amarga.

—Como ya he dicho, son profesionales calculadores. Cultivan un novísimo estilo de crimen.

—¿Habla en plural, Peters?

—Bueno, en el primer e-mail no aparecía ningún pronombre que dejara entrever uno o más remitentes, y se tuteaba al destinatario. Mire aquí, en cambio. —Peters señaló la pantalla—. En este caso es justo lo contrario. En ningún momento se dirigen al destinatario. Y los remitentes se desvelan, «seguimos esperando», «nos da la sensación de que», en plural. Dicho de otro modo, quizá se trate de un infiltrado en el hospital clínico que posiblemente recibe órdenes de una organización con sede en España.

—Por lo menos hay algo nuevo —observó Meyer en un arrebato de sarcasmo—. ¿Cómo había pensado proceder?

—En primer lugar, tenemos pensado analizar la selección de palabras del nuevo e-mail y compararla con la primera. Después rezaremos todos juntos una plegaria para que los distinguidos caballeros envíen más correos electrónicos que nos pongan sobre su pista.

—Pues hágame saber el día.

—¿Qué día?

—¡El día de la oración, Peters! Me gustaría mucho participar.

Rita acudía siempre que la necesitaba, sin más, y Gropius a veces se avergonzaba de lo egoísta que era con ella. Cierto, él siempre había sido franco y no le había dado esperanzas de que lo suyo fuera a convertirse en una relación seria. La pelirroja de la unidad de rayos X parecía contenta con lo que tenían y, cuando él la llamaba «la chica más sexy del mundo», era feliz. A lo mejor también esperaba que Gropius, con el tiempo, se dejara persuadir. Hay mujeres que ningún hombre del mundo merece.

Cuando Rita se presentó en su casa tras la llamada, en realidad esperaba pasar la noche con él, por eso no pudo ocultar su decepción cuando Gropius la puso al corriente de su plan. Necesitaba una copia de la lista de espera de ELAS, el sistema de asignación de hígados de Eurotransplant, y en concreto un listado de los grados de urgencia T2 hasta T4 del sector regional del sur de Alemania. Eso que sonaba tan complicado podía solicitarse con poco esfuerzo desde cualquier ordenador del hospital clínico mediante la inserción del código «PUGH». Sin embargo, Gropius le pidió a Rita que realizara el encargo con la mayor discreción posible.

Algunos días después, la muchacha se presentó en casa del profesor con un suéter verde muy ajustado, diseñado para hacer perder el juicio al común de los mortales de sexo masculino. Sin embargo, desde hacía un tiempo, Gropius se sentía cualquier cosa menos común, y por eso sólo tuvo ojos —como Rita no pudo evitar notar— para el listado del ordenador, que consistía en unos trescientos nombres, direcciones, números de teléfono, grados de urgencia y puntuaciones. Trescientos destinos, muchos de los cuales tendrían un final espantoso porque los órganos para trasplantes eran muy escasos.

Sólo había dos posibilidades de ser tachado de esa lista, dos posibilidades tan dispares como pueda imaginarse. Posibilidad número uno: mediante un trasplante realizado con éxito. Posibilidad número dos: mediante la muerte a causa de la falta de un órgano que trasplantar.

Gropius sabía que no tenía muchas probabilidades de encontrar nada, pero la idea tampoco parecía desesperanzada. Repasó la lista alfabética hasta que, de pronto, su mirada se detuvo en el número 27: Werner Beck, nacido en 1960, residente en Starnberg, Wiesensteig 2, grado de urgencia T2. ¿Werner Beck? Gropius se quedó perplejo. ¡¿El de la conservera de choucroute, el amante de Veronique?! En realidad no sabía su edad, pero sí sabía que Beck vivía en una villa junto al lago Starnberg. No sólo le asombró el hecho de que el nombre de Beck estuviera en la lista de espera, lo que más lo desconcertó fue el grado de urgencia T2. T2, eso significaba una descompensación aguda, es decir, un fallo hepático. Un hombre con T2 sólo era medio hombre, o ni siquiera eso. ¿Veronique tenía una relación con alguien así?

Gropius ya había desarrollado un olfato especial para las incongruencias, y ésa era una situación que suscitaba toda clase de preguntas. Así pues, se subió al viejo todoterreno japonés que le había dejado Veronique y cogió la autopista en dirección al sur. El final del otoño había cambiado de opinión una vez más e iluminaba la cordillera de los Alpes. Al cabo de diez minutos de trayecto, Gropius dejó la autopista, se abrió camino por el atasco de aquella población tan transitada en la que tenían su residencia más millonarios que en cualquier otra ciudad alemana y, tras una breve búsqueda, encontró Wiesensteig, una calle respetable con ostentosas casas de campo y, justo al principio, el número 2.

La alta verja de hierro forjado de la entrada estaba abierta, y en el césped salpicado de setos y arbustos bajos que rodeaba la casa de una sola planta había un mayordomo de edad avanzada y muy bien vestido, ocupado en recoger los muebles blancos del jardín y apilarlos a la entrada del sótano. En el camino de entrada había aparcado un Bentley Azure verde botella, un vehículo que atraía miradas de asombro incluso en un lugar como aquél.

También Gropius miró el coche con agrado, y por eso no reparó en que el propietario se le acercaba por detrás.

—¡Con permiso!

El profesor se sobresaltó al ver el aspecto del hombre, que sin duda debía de tratarse de Beck en persona. Se sobresaltó porque se había imaginado a un joven deportista unos años más joven que él. Sin embargo, ante sí tenía a un hombre prematuramente avejentado, abatido, con poco pelo en la coronilla, un rostro ajado y un tórax hundido; un hombre marcado por una grave insuficiencia hepática. El propietario del Bentley no le prestó ninguna atención y cargó su bolsa de golf en el asiento trasero.

—¿Señor Beck?… Soy Gregor Gropius.

Beck dejó lo que estaba haciendo, y tardó un poco en asomarse por la puerta abierta de su coche y preguntar a disgusto:

—Sí, ¿y qué?

Fue entonces cuando Gropius se dio cuenta de que no se había preparado para la conversación con el amante de su mujer, así que también él repuso tan inconveniente como desamparadamente:

—He tenido el placer de concederle a mi esposa.

—Ah —espetó Beck, y contempló a Gropius de la coronilla a la suela de los zapatos—. ¡Tendría que haber sabido conservarla usted mejor, la verdad! —Y, nada impresionado, cerró la puerta del acompañante antes de dirigirse al otro lado del coche.

Gropius, aturdido, repuso:

—No lo entiendo.

—¿Qué hay que entender? —preguntó Beck con crudeza—. Eso ya se acabó. ¡Y no precisamente ayer! —Un instante después, estalló de nuevo—: Mientras estaba mal, cuando los médicos no me daban más que medio año de vida, Veronique fingía amarme. Por desgracia, comprendí demasiado tarde que sólo quería mi herencia. Tal vez debería haberme mirado más al espejo, así habría visto claramente que no podía quererme a mí, sino sólo mi dinero. Después, cuando empezó mi nueva vida, en seguida le puso fin a su amor…

—¿Qué quiere decir con que empezó su nueva vida?

Beck se estremeció y repuso con insolencia:

—No sé qué puede importarle eso a usted. No tenemos nada en común. ¡No me entretenga, tengo que irme al golf!

Gropius podía imaginar muy bien lo embarazoso que debía de resultarle a Beck el inesperado encuentro. No se tomó a mal que el hombre se subiera a su Bentley sin despedirse y se alejara de allí haciendo rugir el motor. Los coches siempre tienen que pagar las penas de sus frustrados conductores.

El mayordomo seguía trabajando en el jardín de la casa. Había presenciado el encuentro desde lejos, sin oír de qué se trataba. Con la esperanza de sacarle más información sobre su patrón, Gropius se acercó al anciano y entabló una conversación insustancial. El mayordomo respondió con formal cortesía, hasta que al fin preguntó:

—¿Es usted conocido del señor Beck?

—Sí, tenemos una amiga en común. Por lo que me ha contado, vuelve a irle bastante bien, ¡con su salud, quiero decir!

—¡Gracias a Dios! Era una lástima tener que ver cómo el señor Beck se iba consumiendo un día tras otro.

—El hígado, ¿verdad?

El mayordomo asintió, apesadumbrado, y, con la mirada fija en el suelo, dijo:

—Una operación complicada, pero todo fue bien, el señor Beck aún es joven.

—¡Y cara!

—¿Qué quiere decir?

—Bueno, que no sólo es una operación complicada, que también es cara.

Entonces el mayordomo se echó a reír, se llevó la palma de la mano al estómago y dijo:

—El señor Beck siempre suele decir con la palma de la mano en el estómago: Carl (yo me llamo Carl), aquí dentro llevo de paseo media casa.

—¿Tan cara fue? —Gropius estaba atónito.

El mayordomo Carl negó con la mano.

—No es que estemos hablando de un hombre pobre. El señor Beck podía permitirse un hígado nuevo. Así es la vida. —Carl dio muestras de querer retomar su trabajo—. ¡Discúlpeme!

—¿Sabe usted dónde operaron al señor Beck? —preguntó Gropius.

El mayordomo se detuvo un momento, se volvió y lo miró con desconfianza.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Es que me interesa, nada más.

El hombre, que tan amable había sido hasta ese momento, echó la cabeza hacia atrás, entrecerró los párpados y contestó con reservas:

—Muy señor mío, no estoy autorizado a dar información sobre los asuntos privados del señor Beck. Ya he hablado demasiado. Ahora le ruego que salga en seguida de la propiedad.

—Está bien —repuso Gropius en tono conciliador—, tampoco era tan importante.

Dio media vuelta y se marchó. Ya había oído suficiente; incluso más que suficiente. Veronique era una mujerzuela codiciosa.

Había mucho nerviosismo en la comisión especial de la Bayerstrasse. El despacho de Ingram se asemejaba al polvoriento archivo de un erudito. Un ficus en el rincón, varios cactus frente a la ventana. Los informes, dibujos, planos y papeles que se habían llevado del estudio de Schlesinger, 74 artículos en total, ocupaban en desorden las mesas y el suelo, o estaban colgados con chinchetas de las paredes y las estanterías. Entre todo aquello, un recorte de diario con el siguiente titular: «Misterioso fallecimiento en una clínica universitaria». Media docena de hombres adultos, leyendo a media voz textos incomprensibles, intentaban sacar algo en claro de aquel caos de papeles, algo que les diera la respuesta a la pregunta de por qué Arno Schlesinger había sido asesinado de una forma tan inusual.

Wolf Ingram, director de la comisión especial Schlesinger, casi había desaparecido tras las montañas de papeles que se apilaban en su escritorio. Estaba de especial mal humor y, además, había llegado a la conclusión de que aquellos documentos no los harían avanzar ni un solo paso. Por lo demás, el examen de los informes confiscados habría requerido de un experto que hubiese identificado como inofensivos yacimientos arqueológicos presuntas abreviaturas o posibles códigos como Jabur o Karatepe, y así se habrían ahorrado muchas conjeturas. El hecho de que Schlesinger estuviese contratado por diferentes institutos de análisis de hallazgos científicos tampoco hacía sospechar especialmente del estudioso de la antigüedad. Por tanto, Ingram se limitó a extraer de aquel caos de informes el perfil geográfico por el que se había movido Schlesinger.

Así las cosas, el momento en que el fiscal Markus Renner, con un oscuro abrigo cruzado y un maletín negro en la mano, se presentó en la comisión especial para informarse del estado de las investigaciones, fue el más inoportuno que se pueda imaginar.

—¡El ministro del Interior me ha pedido un informe parcial! —dijo con cierto orgullo, y los cristales de sus gafas refulgieron amenazadoramente.

—¿Conque sí? —gruñó Ingram, de mala gana—. ¡Pues dígale al señor ministro que hemos encontrado cuatro fragmentos de cráneo humano!

El joven abogado puso cara de interés.

—¡Fragmentos de cráneo, eso sí que es inaudito!

—¡Tenga, mire! —Indignado, Ingram agitó un pliego de papeles delante de las narices de Renner—. El hombre al que pertenecen los fragmentos de cráneo vivió en Galilea y fue un paleántropo, aunque ya presentaba características de los neántropos. Schlesinger trabajaba sobre la cuestión de si el poseedor original del cráneo era Neanderthal u Homo sapiens. Si el señor ministro desea ver el cráneo, ¡que vaya al museo Arqueológico de Jerusalén!

Los hombres de la comisión especial estallaron en carcajadas, y Renner se puso rojo hasta las orejas.

—Señores, creo que sería oportuno que se tomaran el asunto con más seriedad —señaló en tono de crítica—. No se trata sólo de un asesinato. En caso de que se demostrara que Schlesinger estaba involucrado en una red terrorista, y nosotros hubiéramos seguido sólo una línea de investigación, tanto ustedes como yo perderíamos el trabajo.

Entonces Ingram se plantó con sus cien kilos de peso ante Renner y, con los brazos cruzados sobre el pecho, dijo:

—¡Señor fiscal! En los últimos días me las he visto más con huesos viejos que con personas vivas. Es usted el primer ser vivo al que me enfrento desde hace días. Pronto podré irme a hacer de arqueólogo a Oriente Próximo. Tendrá que conformarse con que la confiscación de los informes haya resultado ser un fracaso total.

—Había que intentarlo.

—¡Intentarlo! —repitió Ingram con amargura—. ¡Ese intento me ha costado media semana de trabajo! El caso Schlesinger ha presentado desde el principio unas características tan poco comunes que también su resolución llegará mediante métodos poco comunes.

—Entonces, ¿qué propone? —preguntó Renner con arrogancia.

Ingram asintió, como diciendo: «Eso quisiera saber yo». Sin embargo, no respondió nada.

—¿Lo ve? —prosiguió Renner, insolente, y se quitó las gafas para limpiar los cristales con un pañuelo blanco—. ¿Lo ve? —repitió con aire triunfal.

Ingram volvió a sentarse tras su escritorio y miró fijamente la pantalla de su ordenador, un modelo que ya pertenecía al pasado. De pronto se sobresaltó, como si le hubiera alcanzado un rayo, se encorvó y leyó el correo electrónico entrante de la pantalla:

BND - SIGINT, Dep. 5, a la comisión especial Schlesinger, Wolf Ingram.

Esta mañana, a las 6.50 horas, se ha interceptado el siguiente e-mail con el código «IND», remitido por una cuenta interna del hospital clínico de Munich. Dirigido a España, no se han podido precisar más detalles. Texto: «Por desgracia, nuestros planes se han truncado. Informes y documentos en malas manos. Ahora sólo hay que esperar lo peor. Solicito nuevas órdenes. IND».

Ingram le dirigió a Renner una mirada incalificable, después giró la pantalla hacia él.

Tras leer la información, el fiscal arrugó la frente, y con su habitual tono insolente, observó:

—Ingram, ahora esto es cosa de usted y de su gente. Así pues, ¡buena suerte!

Ingram, un hombre siempre contenido y amable, aunque nadie presumiera en él esas características, palideció. Murau, que lo conocía mejor que ninguno de sus compañeros, esperó con temor su reacción. Sabía qué significaba que Ingram se quedara lívido, y eso era lo que estaba sucediendo en aquellos momentos.

—Joven —empezó a decir Ingram, aludiendo a la lozanía de su interlocutor, y prosiguió después con tanta más severidad—: Desde la formación de la comisión especial, hace diez días, aquí estamos perdiendo el culo por avanzar hacia la resolución del caso. Hemos puesto patas arriba medio centro médico, hemos rebuscado en viejos colchones, hemos vaciado armarios y hemos registrado papeleras. Ninguno de los que estamos aquí podría oler más a fenol. Hemos… —sacó del escritorio cinco carpetas con gruesos informes y los lanzó sobre la mesa, ante Renner—… hemos investigado a casi doscientos empleados de la clínica que tal vez podían ofrecernos pistas sobre el crimen. Hemos reconstruido con minuciosidad el recorrido del órgano del donante desde la entrega en Frankfurt hasta el momento en que Schlesinger fue operado, hemos hablado con todo el que pudo estar en contacto con el contenedor del órgano… Y usted se presenta recién afeitado y con su abriguito de jefe para decirme: «¡Ahora esto es cosa de usted y de su gente!». ¿Qué cree que hemos estado haciendo los últimos diez días, mientras usted alineaba y reordenaba informes en su escritorio? Este caso es uno de los más insólitos que ha habido nunca, no es comparable a ningún otro. Para serle sincero, por el momento no tenemos la menor idea, nada, aparte de que un hombre fue asesinado de una forma muy extraña, un hombre al que podrían haber eliminado sin gran esfuerzo y sin ningún riesgo. ¡Y ahora déjenos en paz, tenemos mucho que hacer!

Mientras los colaboradores de Ingram formaban un semicírculo alrededor del fiscal sin perderse un solo detalle de la reprimenda, éste seguía allí plantado como un idiota. Sin embargo, en cuanto Ingram hubo terminado, cogió su maletín, dio media vuelta y echó a andar hacia la puerta a grandes pasos. Antes de que la cerrara de golpe al salir, hizo un último comentario en un tono ahogado que delataba su agitación interior:

—¡Esto no quedará así! ¡Soy el fiscal, no un niñato atontado!

Al edificio de la Hohenzollernstrasse le habría venido bien una mano de pintura; ya sólo se intuía el tono amarillo con que lo habían pintado hacía décadas. Alrededor de las ventanas, enmarcadas por anchas cenefas, el revoque se caía a trozos. En suma, ese jueves, Gropius no se dirigió a un lugar refinado; sin embargo, allí vivía Lewezow.

El profesor encontró el cartelito con su nombre, recortado de una tarjeta de visita y pegado junto al timbre, bastante arriba, entre los casi treinta botones del portero automático. No había intercomunicador, de modo que empezó a subir por una escalera de ocho pisos cuyas paredes estaban pintadas de marrón. La barandilla tenía afiladas tachuelas de latón clavadas para que a nadie se le ocurriera utilizarla a modo de tobogán.

Cuando Gropius llegó al cuarto piso y tocó el timbre, tras la puerta de la vivienda, que había sobrevivido a la primera guerra mundial y tenía una estrecha mirilla de vidrio opalino a la altura de la cabeza, resonó la melodía de Para Elisa: todo un fenómeno, dicho sea de paso, porque dos tercios de los timbres de Alemania anuncian a las visitas con esa tonada, cuyo título casi nadie conoce.

Lewezow estaba esperando a Gropius. La pequeña vivienda constaba de dos habitaciones comunicadas entre sí, tenía las paredes torcidas y dos ventanas abuhardilladas que daban al patio trasero. Estaba repleta de muebles originales, como los que se encuentran en los mercadillos del este de Munich. Gropius tomó asiento en un sillón orejero cuya altura sobrepasaba la de un hombre adulto con sombrero y empezó a hablar sin rodeos.

—Como ya le he dicho por teléfono, vengo por su oferta de trabajar para mí.

—¡Eso me alegra, profesor! —Lewezow, que pese a la avanzada hora del día llevaba puesto un batín de un brillante rojo sedoso y un chal de topos azules a juego, hizo una pequeña reverencia—. Si puedo serle de ayuda… Aquí tiene mi lista de tarifas.

Gropius no prestó atención a la lista de precios, dobló la hoja por la mitad y la hizo desaparecer en el bolsillo de su americana. Del bolsillo interior sacó otro papel y se lo pasó al detective por encima de la mesa de altas patas.

—Esto es una lista de espera de unas trescientas personas que aguardan un trasplante de hígado. Le pido que trate esta información con la mayor confidencialidad. Soy consciente de que estamos haciendo algo que queda fuera de la legalidad, pero tal vez sea la única posibilidad de poner fin a las actividades de quienes se esconden tras el escándalo del trasplante.

Lewezow alzó ambas manos a la defensiva, al estilo de un mal actor.

—Puede confiar en mi discreción, profesor. Quedará satisfecho. ¿Qué debo hacer?

—Admito que no será fácil. Se trata, en primer lugar, de identificar a las personas de esta lista que económicamente estarían en situación de poner sobre la mesa medio millón a cambio de un hígado nuevo. Presumo que no serán demasiadas. Sin embargo, su verdadero cometido será el de averiguar si alguna de esas personas se ha sometido ya a un trasplante y, en ese caso, dónde.

Lewezow se cubrió el rostro con ambas manos, como si quisiera ocultarse del profesor. Cuando volvió a descubrirse, comentó con aire reflexivo:

—Verdaderamente no es una tarea sencilla. ¿Cuánto tiempo me da?

Gropius se encogió de hombros.

—En primer lugar, me interesa comprobar si los brazos de la mafia del tráfico de órganos llegan hasta nuestro hospital clínico. Para eso me basta con un solo paciente que confiese: sí, yo compré un órgano que me fue trasplantado aquí o allá.

—Comprendo. Aunque… —Lewezow frotó el pulgar y el índice de su mano derecha y abrió mucho los ojos.

Era de ese tipo de personas que pierden toda dignidad en cuestiones de dinero.

—¡Sí, por supuesto! —Gropius sacó un sobre y se lo tendió al detective con cierto desprecio en la mirada.

—Muy amable —murmuró éste con humildad—. ¡Muy amable!

Lewezow no había pasado por alto el tono de desprecio de Gropius, pero la vida no era un camino de rosas y le había enseñado a hacer caso omiso de esos golpes bajos.

—Lo conseguirá —apuntó Gropius, aunque fue más bien su deseo lo que inspiró ese comentario. Casi sonó a conjuro. Cuando ya se iba, añadió—: Por cierto, ya puede tachar de la lista el nombre de Werner Beck. Ese caso ya se ha resuelto. —Y corrigió—: Ya lo he resuelto.

Cuando salió del portal del edificio de apartamentos, brillaba el sol. Había aparcado su todoterreno en el lado contrario de la calle, frente a una floristería. Un tranvía pasó tronando en dirección a la Kurfürstenplatz y levantó una fría nube de polvo tras de sí. El pavimento vibró bajo las ruedas de hierro. «Hay calles más agradables que ésta —pensó Gropius—. No es que esté precisamente a la altura de la dinastía de los Hohenzollern que le da nombre». Casi había cruzado la calle y rebuscaba ya la llave del coche en el bolsillo de su vieja gabardina cuando vio de soslayo que una limusina oscura se abalanzaba de frente hacia él. Saltó instintivamente a un lado para esquivar el raudo vehículo, pero lo consiguió sólo a medias. El guardabarros delantero lo golpeó en el muslo, lo lanzó haci a atrás e hizo que se estampara con su coche aparcado. Por un instante perdió el conocimiento.

Todo había sucedido tan de prisa que Gropius apenas logró asimilar nada más que lo descrito. Le temblaban las piernas y se aferró al retrovisor de su todoterreno mientras iba moviendo todas las partes del cuerpo con timidez, para ver si seguían enteras. Cuando volvió totalmente en sí, buscó con la vista el oscuro vehículo: había desaparecido, claro está. En aquella calle de nombre altisonante, el tráfico rugía como si no hubiese ocurrido nada.

Exhausto, el profesor se subió al coche y apoyó la cabeza en el volante. Le costaba respirar, tenía la sensación de no inspirar suficiente aire. Diferentes ideas se arremolinaban en su mente sin que pudiera acabar de formular ninguna. Sin embargo, algo sí sabía a ciencia cierta: aquel accidente no había sido casual.

Gropius giró la llave del contacto con mano temblorosa y se puso en marcha. No prestó atención al tráfico intenso. Le dolía la espalda y apenas podía mover la pierna izquierda. Con movimientos mecánicos, como en un sueño, atravesó el centro de la ciudad en dirección al sur, hacia su casa.

En vano buscó una explicación de lo sucedido. No hacía más que darle vueltas una y otra vez a los nombres de todos aquellos que podían haber estado interesados en quitarlo de en medio. Sin embargo, todas sus sospechas carecían de pruebas. Ya hacía demasiado tiempo que se movía en un círculo de recelos, suposiciones y confusión: una situación que poco a poco lo iba enfermando, lo estaba volviendo inseguro, temeroso, histérico incluso.

Al llegar a su casa, en Grünwald, Gropius ya no sabía qué pensar. Sólo recordaba que se había llevado a la boca una botella de whisky. Después cayó inconsciente.

Al volver en sí, Gropius había perdido la noción del tiempo. Le parecía haber oído el teléfono o el timbre en algún momento, pero pensó que tal vez sólo lo había soñado. Le dolía todo el cuerpo y sentía una presión férrea alrededor del cráneo. Con la mirada borrosa, vio la botella de whisky tirada en el suelo delante de la cama, una imagen que lo hizo reflexionar. Entonces oyó el timbre, que resonó a un volumen despiadado en sus oídos. Se enderezó con dificultad, el punzante dolor que sentía en la cabeza lo hizo gemir a media voz. El ruido era cada vez más fuerte, por lo que decidió levantarse. No iba a ser tan sencillo. Entonces vio que había dormido completamente vestido. El timbre sonaba cada vez con más severidad.

—Ya voy —gruñó mientras se arrastraba escaleras abajo.

Al abrir, vio a Felicia ante la puerta; estaba fuera de sí.

—¿Dónde se había metido todo este tiempo? —exclamó la mujer, exaltada—. ¡Intento localizarlo desde ayer!

Justo entonces reparó en el lamentable aspecto del profesor.

Gropius la invitó a entrar con un gesto de la mano que, sin embargo, resultó bastante torpe, como si un vagabundo intentara mostrar buenos modales.

—Whisky —masculló a modo de disculpa al sentir la mirada de Felicia—. Seguramente me pasé de la raya, ¡pero no sin motivo!

Felicia no había visto nunca al profesor en ese estado, ni siquiera después de haberse salvado por poco de la bomba.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó con cautela—. Tiene usted muy mal aspecto. —Lo miró con preocupación.

Gropius volvió a sacudir la cabeza. Ni siquiera él comprendía lo que había ocurrido el día anterior. Entonces se puso a caminar de un lado a otro del salón como una fiera enjaulada y explicó: que le había encargado a Lewezow una investigación sobre la mafia del tráfico de órganos, que había cruzado la calle para ir hasta su coche y que un vehículo se había abalanzado sobre él a gran velocidad, que lo había catapultado contra su todoterreno y que había perdido el conocimiento unos instantes.

Felicia escuchó su relato con consternación. La inquietud de Gregor la asustaba, pero aun así pensó en cómo podía tranquilizarlo.

—En realidad he venido a disculparme —dijo, para hacerle pensar en otra cosa.

—¿Disculparse? ¿Por qué? —Gropius se quedó inmóvil en el centro de la sala y le dirigió a Felicia una mirada que inspiraba compasión.

—¡Anteayer, su partida precipitada! Puedo entender que le molestara mi desconfianza. Debió de enfadarse cuando le pregunté si la operación de mi marido se había realizado siguiendo los procedimientos correctos. ¡Perdóneme!

Felicia se acercó a Gropius, le cogió las manos y lo miró con gravedad. Igual que aquella otra vez, en el hotel, cuando se habían abrazado inesperadamente, Gropius sintió de repente que esa mujer irradiaba una fuerza de atracción electrizante. Sin embargo, al contrario que entonces, no se atrevió a abrazarla. Todavía no se había mirado al espejo, pero podía imaginar su aspecto. Avergonzado, apartó la mirada.

—No pasa nada —masculló—. No estaba enfadado con usted, de verdad que no. Ahora discúlpeme, ¡necesito una ducha con urgencia!

Mientras Gropius intentaba quitarse de encima la resaca con agua fría y caliente, Felicia rebuscó en la cocina para improvisar algo parecido a un desayuno. La cocina y las provisiones eran las propias de un marido abandonado: un par de conservas, lo básico, pero con grandes carencias. En esas circunstancias, que Felicia consiguiera servir un desayuno en la mesa del comedor en tan poco tiempo fue casi como por arte de magia.

El café y las tostadas desprendían su aroma junto a los dos huevos duros, el tarro de miel y la carne en conserva que estaban esperando a Gropius cuando salió del baño recién duchado y con ánimos renovados. Gregor no pudo ocultar su entusiasmo y le dio un beso en la mejilla a Felicia. Hacía mucho que no desayunaba sentado a una mesa dispuesta con tanto esmero.

Permanecieron un rato sentados en silencio, el uno frente al otro. Entonces Felicia empezó a decir, con cautela:

—¿Cree que querían matarlo?

La pregunta, soltada así en la mesa del desayuno, sonó brutal por su sencillez, y Felicia en seguida reparó en su salida de tono; por eso, se apresuró a añadir:

—Quiero decir que ¿no podría ser ese ataque una advertencia para que abandone las investigaciones?

—¡Estoy convencido! —contestó Gropius—. Esa gente no quería matarme, sólo quería darme una lección, un aviso, por así decirlo, para que me tome en serio sus exigencias. Si hubieran tenido previsto matarme, ya lo habrían hecho. No, poco a poco empiezo a sospechar que esa gente me necesita.

Felicia rió, atormentada.

—Qué idea más absurda.

—Sí que lo es. ¡Pero dígame qué otro motivo hay para ese extraño comportamiento! A cada nuevo paso de mis investigaciones se produce un movimiento inesperado para demostrarme que la probabilidad de desenmascarar a esa gente es sumamente remota. Al volver la vista atrás, creo que el ataque de ayer pudo tener como objetivo romperme todos los huesos para coartar mi movilidad.

—¡Con qué serenidad lo dice! —Felicia se quedó mirando a Gropius, que ya tenía mejor aspecto. Después añadió—: El fiscal ya ha acabado con el cuerpo de mi marido. He dispuesto una incineración sin grandes fastos.

Gropius asintió, incómodo. Mientras no lograra demostrar su inocencia, seguía sintiéndose culpable.

—También me han devuelto los informes de los que se incautaron. Por lo visto, la policía no ha encontrado nada que los lleve a ninguna parte.

Gropius mordisqueó una tostada mientras reflexionaba. Se veía que estaba perdido en sus pensamientos.

—¿Se ha puesto en contacto con usted el profesor De Luca? —preguntó de pronto.

Felicia alzó la mirada con sorpresa.

—No, no había vuelto a pensar en él.

Gropius apretó los labios; después dijo:

—Qué curioso, ¿no le parece? A fin de cuentas, se trataba de veinte mil euros. ¿Ni una carta, un fax, una llamada?

—Lo siento. —Felicia se frotó el entrecejo. Solía hacerlo cuando reflexionaba, y a Gropius le parecía divertido—. Me gustaría muchísimo saber qué tesoro escondía aquel estuche —prosiguió, al cabo—. ¿Tal vez diamantes? Mi marido no entendía lo más mínimo de piedras preciosas. Este anillo —extendió sobre la mesa los dedos de la mano derecha, en la que refulgía un anillo de brillantes—, este anillo me lo compré yo. Arno seguramente me habría regalado una baratija de cristal. Aunque…

Gregor le dirigió una mirada interrogante.

—¿Aunque?…

—Si pienso en lo que hemos descubierto sobre su doble vida, tampoco puedo descartar que traficara con diamantes y que sólo hubiera fingido su desconocimiento.

—¿Por qué habría hecho algo así?

Felicia sacó el labio inferior.

—¿Con qué ganó diez millones sin decir una sola palabra al respecto?

—En eso lleva razón. Visto así, los veinte mil euros de Berlín son una menudencia, claro. De todas formas, que la señora Colella desapareciera sin más y que De Luca no haya dado señales de vida sigue siendo un misterio.

—¡Espera una llamada de Schlesinger!

—Quizá.

Mientras Gropius miraba por la ventana, Felicia lo observó con atención.

—Creo saber qué está pensando —dijo, con una expresión que denotaba claramente su desaprobación.

—¿Ah, sí? ¿Eso cree? —Gropius se arrancó una sonrisa amarga.

—¿Cuánto tiempo piensa seguir actuando por su cuenta? —repuso ella—. Sería mejor que se lo dejáramos a la policía. ¿No le parece?

El profesor inspiró hondo. Ya no estaba tan en desacuerdo con esa opinión. Sin duda, había otras ocupaciones que valían mucho más la pena que luchar contra un adversario desconocido que perseguía un objetivo ignoto. No obstante, ya había llevado tan lejos sus pesquisas que casi no había posibilidad de abandonar sin atraer sospechas hacia sí. De pronto, espetó:

—Mañana volaré a Turín.

Felicia miró a Gropius como si le hubiera hecho una confidencia inesperada, aunque ya había sospechado que su conversación tomaría esos derroteros.

—No se rinde usted nunca —comentó con resignación.

—¡No, nunca! —repuso Gropius—. Y, en este caso, menos aún.

Felicia pensó un momento y luego dijo con decisión:

—Muy bien, si no puedo disuadirlo, lo acompañaré. ¡Al fin y al cabo, soy la primera interesada en este asunto!

—Yo no estaría tan seguro de eso. Creo que esta historia nos concierne a los dos. Además, no me parece buena idea que viajemos juntos a Turín. Tarde o temprano se acabará sabiendo y dará una impresión equivocada.

Felicia no pudo decir nada a eso.

—Pero manténgame al corriente —le advirtió al profesor antes de marcharse.