La bomba del coche de Gropius, que en realidad iba dirigida a Felicia Schlesinger, puso en alerta máxima a todos los departamentos involucrados en la resolución del caso. Los expertos en explosivos de la Oficina Bávara de Investigación Criminal analizaron los restos del explosivo plástico C4 del desguace del Jaguar de Gropius, y con ello, el caso adquirió una nueva dimensión.
La última vez que se había utilizado ese peligroso explosivo en Alemania había sido al menos diez años atrás. Su resurgimiento inesperado en manos del crimen organizado, por tanto, hizo saltar todas las alarmas. En el Servicio Federal de Información de Pullach, un equipo de cuatro personas se ocupaba de descifrar el código «IND», tras el que presumían que se ocultaba el remitente del correo electrónico interceptado. Los descifradores se servían de programas informáticos de factura propia, gracias a los cuales los sistemas alfabéticos se traducían a sistemas numéricos en cuestión de segundos, y mediante desplazamientos de las progresiones numéricas y los correspondientes cambios alfabéticos, se podían elaborar nuevas combinaciones de letras.
IND con el factor +2, por ejemplo, se transformaba en la abreviatura KPF, o en FKA con el factor -3. A pesar de que los expertos ajustaron su sistema tanto al alfabeto ruso como al estadounidense, sus ordenadores no dieron con ninguna nueva combinación de letras que tuviera sentido ni que les proporcionara un nombre para el remitente.
Suponiendo que tras los ataques contra Arno Schlesinger y el profesor Gropius se escondiera el mismo autor, en la Oficina Bávara de Investigación Criminal de la Maillingerstrasse se elaboró lo que recibía el nombre de profiler, un análisis operativo del caso, un AOC.
Mewes, analista de casos, era un consejero superior de investigación criminal con al menos tres vidas de experiencia. Sus compañeros decían de él que tenía dotes de clarividente desde que, dos años antes, había descrito con tanta precisión el desarrollo de los hechos de un brutal asesinato infantil del que aún no se tenía ni una sola pista transcurridos tres meses que a los pocos días habían podido detener al culpable. Para ello, Mewes podría haber recurrido a la base de datos VICLAS, donde se guardaba un registro de criminales peligrosos y asesinos en serie. En ese caso en cuestión, no obstante, la base de datos no había proporcionado ningún resultado. Hasta entonces no se había producido ningún caso comparable.
También la comisión especial de Wolf Ingram, en la Bayerstrasse, seguía dando palos de ciego. La proverbial búsqueda de la aguja en el pajar era una comparación facilona en las pesquisas sobre la ominosa entrega del paquete y su mensajero, del que sólo se conocía su gran estatura y su delgadez, así como que vestía un mono gris o azul: pistas prácticamente inservibles para cualquier agente de investigación criminal. Por tanto, la única posibilidad que veía Ingram de avanzar era investigar el entorno personal de Felicia Schlesinger y del profesor Gropius.
Tras el primer interrogatorio, el director de la comisión especial se había llevado la impresión de que Gropius estaba más que interesado en la aclaración del caso, mientras que la conducta de Felicia Schlesinger denotaba ciertas reservas, como si no quisiera saber de ninguna de las maneras quién había asesinado a su marido. Visto así, las sospechas no se concentraban tanto en el profesor cooperativo como en la viuda hermética. Ingram dio orden de vigilar las veinticuatro horas la casa del lago Tegern.
En cuanto a Gropius, el atentado contra su vida no se fijó en su memoria hasta mucho después. La mayor impresión que le dejó ese día lleno de acontecimientos fue la inesperada pasión de Felicia, de la que él ni siquiera sabría decir si respondía a un deseo real o simplemente al desahogo de haber escapado por poco a la muerte. Tenía la cabeza llena de funestos pensamientos, tanto que ya no le quedaba sitio para sentimientos verdaderos. Desde su primer encuentro, siempre se había dirigido a Felicia con el comedimiento de un párroco y había visto en ella una compañera de destino; pese a que su belleza no le había pasado desapercibida, había evitado encontrarla atractiva o incluso deseable.
A pesar de todo, puesto que entre ellos podía acabar produciéndose un arrebato emocional, durante los días siguientes Gropius estuvo pensando más en eso que en la razón que los había unido y las circunstancias que habían desencadenado esa breve e intensa intimidad. Se tambaleaba entre el arrepentimiento por haberse dejado llevar de esa manera y la tímida admisión de que sentía deseos de tocarla y acariciarla.
Naturalmente, era un contratiempo imprevisible —si puede llamárselo así— y nada favorable en su situación, pues Gropius sabía desde su interrogatorio que estaba bajo vigilancia. Sin duda, los espías de Ingram los habían visto tomando champán en el vestíbulo del hotel y sólo pensaban en qué conclusiones podían sacar de todo aquello. En momentos como aquél, Gropius era capaz de sacar también algo positivo de la situación desesperada en la que se encontraba. De vez en cuando imaginaba incluso que jugaban al ratón y al gato con sus vigilantes, y tramaba planes para lograr quitarse de encima a aquellos discretos caballeros. Sin embargo, la realidad lo hacía tener de nuevo los pies en el suelo y, con ello, volvía también la inquietud de que la aclaración del escándalo del trasplante pudiera alargarse interminablemente y que su regreso a la clínica se viera entorpecido o que, incluso, tras cierto tiempo, fuera del todo imposible.
Gropius no era de los que esperan a ver cómo se presentan las cosas, y mucho menos cuando se trataba de su propia vida. ¡Justo eso era lo que estaba en juego! No sabía que, entretanto, cuatro organismos diferentes lo estaban investigando. Tampoco veía ninguna relación entre el trasplante y la bomba, a pesar de que tenía muy claro que esa coincidencia no podía ser del todo azarosa.
Gropius ya se había enterado de que Felicia no les había contado a los agentes de investigación criminal todo lo que podía resultar importante para la resolución del caso, ni mucho menos. Que ocultara los diez millones de la cuenta suiza le parecía comprensible, en vista de los impuestos y los recargos que eso podría suponerle. Sin embargo, lo que ya no entendía tanto era que escondiera la evidente doble vida de su esposo; al contrario, en ello veía una posible clave para la resolución del caso.
El profesor intentó sin mucho éxito encontrar una relación entre la información personal que le había confiado Felicia y los sucesos criminales. No obstante, no encontró ningún hilo conductor que llevara a posibles conclusiones. Después de todo un día de reflexiones profundas, tuvo que reconocer que se movía en círculos y que no había avanzado un solo paso.
Había caído la noche cuando, agotado, dejó a un lado las hojas en las que había anotado y esbozado todas las posibilidades y llamó a Rita. Rita siempre acudía cuando la necesitaba, y aquélla era una de esas noches.
Llegó con un conjunto oscuro de falda desvergonzadamente corta y medias negras, y comentó que Mercurio y Venus se encontraban en una conjunción tal que eso influiría para bien en las relaciones sexuales. Para celebrarlo, bebieron un Barolo de buena cosecha.
Como era inevitable, la conversación giró en torno a la atmósfera que se respiraba en la clínica, y Rita estuvo parloteando con tranquilidad sobre todo ello. El médico jefe Fichte, según decían los rumores, codiciaba el puesto de Gropius, a pesar de que en aquellos momentos no estaba ni mucho menos vacante.
¿Fichte? ¿Fichte justamente? Gropius consideraba a Fichte un colaborador leal. El médico jefe conocía las circunstancias que habían provocado su excedencia mejor que ningún otro. Sabía mejor que nadie que la muerte de Schlesinger tenía causas criminales y que, por tanto, quedaba fuera de su responsabilidad.
—Oh, vamos, Gregor, no son más que rumores. A lo mejor no hay nada de eso —comentó Rita al ver cómo se oscurecía el semblante de Gropius.
Rita lamentó haberle contado a Gregor lo que se murmuraba en la clínica. Debería haber sabido que así no iba a alegrarlo. En adelante, haría mucho mejor mordiéndose la lengua. De todas formas, la velada que había comenzado de una forma tan agradable había llegado ya a su fin.
Gropius asentía, distraído, se mordía los labios y reflexionaba. Tenía que conseguir hablar con Fichte. Pensaba llamarlo más tarde, pero luego cambió de idea, puesto que su teléfono estaría pinchado, y decidió ir a buscar al médico jefe esa misma noche.
Tras despedirse de Rita a toda prisa, Gropius dio un par de pasos hasta la parada de taxis de la calle principal. Fichte vivía en una casa adosada al otro lado del Isar, no muy lejos de la clínica. Una o dos veces se habían encontrado allí, aunque la maliciosa rivalidad de sus respectivas esposas había impedido un trato más frecuente, o quizá incluso su amistad.
Desde la calle, todas las casas se parecían entre sí y, seguramente —eso pensó Gropius con un asomo de sentido del humor—, todas tendrían los interruptores en el mismo lugar. Como no sabía exactamente en cuál de ellas vivía Fichte, le dijo al taxista que se detuviera, y fue entonces cuando vio que, a menos de veinte metros, dos hombres salían de una casa. A Fichte lo reconoció en seguida por su baja estatura, ¡pero el otro hombre tampoco le resultaba desconocido!
Gropius le pidió al taxista que apagara las luces y observó cómo los dos hombres cruzaban la calle hasta un coche que estaba estacionado bajo una farola. Allí se despidieron con un apretón de manos y, en ese momento, la luz cayó sobre el rostro del otro, que le sacaba una cabeza a Fichte. «¡Prasskov!», murmuró Gropius, y dio muestras de querer bajar del taxi, aunque su buen juicio se lo impidió.
¿Prasskov y Fichte? ¿Qué tenían en común esos dos? Gropius habría jurado que ni siquiera se conocían. Enfrentado a esa nueva situación, miles de pensamientos cruzaron su mente, pensamientos que apenas unos segundos antes habría rechazado por absurdos, irreales y fantasiosos. ¡Prasskov, que estaba buscado por la policía, visitaba a su antojo la casa de Fichte!
Sin saber muy bien cómo debía comportarse, Gropius vio a Fichte regresar a la casa mientras Prasskov ponía en marcha su coche, un Mercedes viejo y pesado. Abstraído en sus pensamientos, Gropius no era capaz de tomar una decisión. Y, paralizado, vio cómo el coche se alejaba en dirección a la ciudad.
El taxista lo devolvió entonces a la realidad:
—¿Quiere bajar ya de una vez, o lo ha pensado mejor? —preguntó con el encanto natural de los chóferes muniqueses.
—Sí —respondió Gropius, distraído.
—Sí, ¿qué? —porfió el hombre al volante.
Gropius vio que las luces traseras del viejo Mercedes se hacían cada vez más pequeñas allí delante.
—¡Siga a ese coche! —exclamó de repente.
El taxista contestó con cinismo:
—Como usted desee. —No había terminado de decirlo cuando el vehículo de delante torció a la derecha en el siguiente cruce.
Cuando el taxista llegó hasta allí y buscó el Mercedes con la mirada, el coche parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Gropius se despertó en plena noche. Había dormido con nerviosismo, acosado por sueños en los que se veía perseguido y con un contenedor de aluminio en las manos lleno de órganos humanos: corazones nudosos, hígados nacidos y riñones pringosos. No lograba reconocer los rostros de sus perseguidores, pero sólo sus sombras le resultaban ya amenazadoras. Tampoco sabía adónde tenía que llegar con el inquietante contenedor, de manera que se alegró de haberse deshecho por fin de aquellos oscuros personajes, bañado en sudor.
No hacía más que pensar en Prasskov. ¿Se habría equivocado con el simpático cirujano plástico? A lo mejor Prasskov sólo había pretendido su amistad para conseguir sus propios fines en un determinado momento. Sin embargo, ¿qué clase de fines podían ser ésos? En cualquier caso, el hecho de que Prasskov hiciera a todas luces causa común con Fichte lo estremeció hasta la médula. Ya no sabía qué pensar, pero la idea de que tanto Schlesinger como él mismo podrían haber acabado enredados en los engranajes de la mafia del tráfico de órganos ya no le parecía tan descabellada.
Cegado y poseído únicamente por ese pensamiento, Gropius se arrastró hasta la cocina de la planta baja, sacó una botella de cerveza de la nevera y la vació, menos por sed que por desesperación. Después volvió a tumbarse en la cama y, con las manos entrelazadas en la nuca, se quedó mirando el reflejo de la luz que entraba desde la calle y que dibujaba motivos geométricos en el techo. Contrariamente a lo esperado, se quedó dormido.
La deslumbrante luz del amanecer despertó a Gropius, que se asombró al ver que finalmente sí había dormido. Tras una pequeña parada en el baño, se preparó el desayuno (si es que puede llamarse así a una taza de café instantáneo y dos tostadas chamuscadas). Mientras tanto, iba debatiéndose con la idea de si debía informar a la policía sobre lo que había atestiguado la noche anterior. Al fin y al cabo, estaban buscando a Prasskov. Sin embargo, el encuentro secreto del que había sido testigo involuntario entre Prasskov y su leal compañero de trabajo lo había trastornado tanto que no se veía con valor para denunciar a Fichte. Además, tampoco tenía ninguna prueba de lo que había visto. Cuanto más reflexionaba sobre su inesperado descubrimiento, más claro veía que éste planteaba más preguntas de las que resolvía.
Debían de ser alrededor de las diez cuando el timbre de la puerta interrumpió sus reflexiones. Gropius se sobresaltó. Hacía un par de días que todo lo inesperado lo asustaba. Ante la puerta había un hombre delgado y con la cabeza rasurada, bien vestido y de un aspecto agradable, así que Gropius no tuvo reparo en abrirle.
—Me llamo Lewezow. Le ruego disculpe que me haya presentado sin avisar —dijo el desconocido con una reverencia cortés y, antes de que el profesor pudiera preguntarle qué quería, éste prosiguió—: Quisiera hablar con usted. Es sobre su ex mujer y sobre la bomba. Lo he leído en el periódico.
—¿Lo envía Veronique? —quiso saber Gropius, con recelo.
—¡Oh, no, todo lo contrario! —desmintió el extraño—. Su mujer me maldecirá cuando se entere. No, he venido por voluntad propia y porque lo creo necesario.
Gropius contempló al hombre de arriba abajo y, al cabo, habló:
—Está bien, pase. Sólo espero que no quiera hacerme perder el tiempo.
Cuando hubieron tomado asiento en el salón, Lewezow empezó a explicarse, mejor dicho, fue directo al grano:
—Las fotografías en las que aparece usted con la señora Schlesinger las hice yo, pero, antes de que se abalance sobre mí, le pido, por favor, que me preste un poco más de atención. Soy detective privado, vivo de espiar a otras personas, me pagan para conseguir información sobre gente, información que a veces vale mucho dinero. Hay profesiones más respetables, ya lo sé, pero ¿qué le dijo el emperador Vespasiano a su hijo Tito, que criticaba el impuesto sobre las letrinas de su padre? Ah, sí, que el dinero nunca huele mal. En todo caso, su ex mujer me llamó hace poco y me encargó que lo siguiera. Tenía que conseguirle material para que ella pudiera extorsionarlo. Está convencida de que usted provocó la muerte de Schlesinger porque tenía una aventura con su mujer.
—Y ¿qué lo ha convencido de lo contrario, señor…?
—Lewezow. Nada. Pero, cuando me he enterado de lo de la bomba, he empezado a sospechar que su mujer podría estar detrás de ello.
—¿Cree que Veronique sería capaz de hacer algo así?
Lewezow se frotó las manos, abochornado.
—Es una mujer muy fría y calculadora… Al menos así es como la he conocido yo. Si me permite el comentario, su odio por usted no tiene límites.
Gropius se recorría el puente de la nariz con el pulgar y el índice, de arriba abajo, un signo de gran tensión. «Un trago demasiado malo para una mañana soleada —pensó, aún sin contestar nada—. Pero ¿por qué me cuenta esto?».
Como si pudiera leer el pensamiento, Lewezow continuó:
—Es evidente que se preguntará por qué me descubro ante usted. Verá, todavía no estoy lo bastante endurecido por mi profesión de fisgón. La idea de verme involucrado en un delito capital me provoca malestar, es más, tengo miedo. El que calla un delito se convierte en cómplice. Ya no trabajo para su esposa.
Gropius desconfiaba. Las palabras de Lewezow sonaban demasiado magnánimas a sus oídos. ¿Por qué tenía que creerlo? Los detectives viven de la maldad de las personas, y la maldad es contagiosa como la peste. Guardó silencio.
Lewezow parecía atormentado.
—Quisiera informarle de algo relacionado con todo esto. Debe usted saber que coloqué un emisor de señales bajo el parachoques de su Jaguar.
Gropius miró atónito a Lewezow.
—¿Usted?
—Hacía días que sabía dónde se encontraba usted en todo momento. Así que también lo sabía el día en que fue a visitar a la señora Schlesinger al lago Tegern. Me encontraba esperando cerca de la casa y vi al mensajero que entregó el paquete. Para ser exactos, fueron dos: uno se quedó dentro de la furgoneta mientras el otro hacía la entrega. Eso me dio que pensar. Nunca había visto un servicio de mensajería con dos empleados. Sin embargo, lo que no podía sospechar es que se tratara de una bomba.
Gropius se quedó de piedra.
—¿Podría describir al hombre o el coche de los delincuentes?
—Sí, desde luego, me dedico a observar esa clase de cosas. El hombre era alto, llevaba un mono negro y una gorra de visera. En cuanto al vehículo, se trataba de una Ford Transit con el logotipo de «GT-German Transport». Al leer en el periódico lo del paquete bomba, intenté descubrir algo sobre esa empresa.
—¿Y bien? ¡Dígalo ya!
Lewezow asintió con la cabeza y sonrió con fanfarronería.
—No existe ninguna empresa con ese nombre, ni ha existido jamás. Si quiere saber mi opinión, eran profesionales.
Gropius se quedó pensativo durante unos instantes.
—¿Ha comunicado sus observaciones a la policía? —preguntó finalmente.
—No, ¿por qué iba a hacerlo?
El profesor se puso en pie y se acercó a la ventana.
—¿Hago bien en interpretar que quiere usted unos honorarios a cambio de sus descubrimientos? —dijo sin mirar a Lewezow.
—Digámoslo así: quizá yo pueda echarle una mano en esta desagradable situación en la que se encuentra.
La propuesta de Lewezow llegaba inesperadamente, y Gropius reflexionó por un momento si era conveniente confiar en ese hombre tan hermético. Por otro lado, Lewezow estaba más familiarizado con su situación que cualquier otro, y su ayuda le resultaba muy oportuna.
Gregor Gropius y Felicia Schlesinger habían quedado para comer en un restaurante situado frente a la Ópera. Desde su intenso arrebato emocional en el vestíbulo del hotel, entre ellos había una extraña tensión, en modo alguno desagradable, pero la naturalidad —en la medida en que pudiera hablarse de naturalidad en su caso— había dejado paso a cierta inseguridad ante el otro.
Tal vez habría sido mejor que no se hubiesen visto durante un par de días, pero su situación era demasiado particular para eso. Felicia ya había pasado por otro interrogatorio, en el que la policía no había logrado que les desvelara nada nuevo y tampoco había visto cumplidas sus esperanzas de que se contradijera respecto a la primera declaración. Lo que Felicia sí le ofreció a Gropius fue la sorprendente afirmación de que, cuanto más le preguntaban sobre Schlesinger y su misteriosa vida, más aumentaba su ira hacia Arno. Eso la asustaba, pero Gropius, a quien le estaba confesando emociones que la desbordaban, la tranquilizó asegurándole que la conmoción por la muerte de una persona muy cercana podía provocar la reversión total de los sentimientos que se tenían hacia el difunto. Le dijo que no era nada insólito que el cónyuge empezara a sentir de pronto odio por su pareja fallecida.
Cuando el camarero hubo retirado los platos, Felicia sacó una agenda del bolso y la dejó sobre la mesa.
—La agenda de Arno —comentó de pasada—. Me la ha devuelto la clínica, junto con su cartera, el reloj y algo de ropa.
Gropius miró a Felicia con actitud interrogante.
—No me malinterprete —prosiguió ella—, es sólo que no quiero saber lo que hay ahí dentro. A lo mejor usted encuentra alguna pista sobre algo que pueda ayudarnos a avanzar.
El profesor sintió cierto reparo al aceptar la libreta negra y comenzar a hojear la vida de Schlesinger. Sin embargo, después se convenció pensando que la muerte de Schlesinger y su propia supervivencia estaban íntimamente relacionadas, y empezó a reseguir con el dedo cada uno de los días y las semanas. Mientras Felicia se empeñaba en mirar hacia la ventana, donde la fachada de la Ópera relucía al sol, Gropius intentó descifrar alguna que otra anotación. No era sencillo, puesto que las notas de Schlesinger eran casi ilegibles y algunas estaban escritas incluso con caracteres griegos o hebreos.
—Su marido era muy culto. ¿Hablaba muchos idiomas? —se interesó en saber Gropius.
Felicia asintió.
—Más de media docena, siete u ocho. De vez en cuando se divertía dejándome notas con alguna escritura extraña o escribía los números en grafía arábiga. A mí me sacaba de mis casillas y él se lo pasaba en grande.
El día que Schlesinger había acudido a la clínica estaba indicado con exactitud y se leía perfectamente, incluso había una X que marcaba la hora del trasplante. Ahí acababan todas las anotaciones. Gropius se detuvo.
—Aquí hay otra nota: 23 de noviembre, 16.00 horas, hotel Adlon, prof. De Luca. ¿Le dice algo ese nombre?
Felicia lo pensó un breve instante y luego negó con la cabeza.
—No lo había oído nunca. Como ya le he dicho, me preocupaba muy poco por las citas de Arno. Para serle sincera, tampoco me interesaban.
Gropius pasó páginas hacia atrás.
—El nombre del profesor De Luca, en realidad, aparece repetidas veces.
Permanecieron en silencio durante un rato, cada cual absorto en sus propios pensamientos. ¿Quién era ese tal profesor De Luca? ¿Sabría él más acerca de la doble vida de Arno Schlesinger?
—Habría que ir y preguntarle —sugirió Gropius de pronto, sin un razonamiento aparente.
Felicia lo miró.
—Quiero decir —explicó Gropius— que a lo mejor es la única posibilidad que tenemos. Hoy es 21 de noviembre. Si está usted de acuerdo, pasado mañana volaré a Berlín para encontrarme con De Luca.
—¿Haría usted eso? Yo correría con todos los gastos, ¡desde luego!
—¡No diga tonterías! —repuso Gropius con enfado—. No olvide que yo estoy tan interesado como usted en aclarar todo este desagradable asunto.
Gropius se alegró de poder escapar durante dos días de su entorno habitual. Había reservado una habitación en el Adlon y se había propuesto ir a la ópera por la noche. Lo que más necesitaba era distraerse un poco.
El avión que volaba a mediodía de Munich a Berlín-Tegel llevaba sólo la mitad del pasaje, y el vuelo soleado sobre el mar de niebla que cubría el norte de Alemania desde hacía días fue muy placentero. En el trayecto desde el aeropuerto hasta el centro de Berlín, el taxista, un típico berlinés bonachón, le explicó a Gropius que lo que exasperaba a un hombre de su condición era que los alquileres estuvieran tan caros, a pesar de que hubiera miles de viviendas vacías, los desvíos de tránsito continuos y que la ciudad estuviera en la ruina.
En el Adlon, el mejor alojamiento de la ciudad, le dieron a Gropius una habitación en el quinto piso con vistas a la Puerta de Brandeburgo, que, tras años de restauración, al fin resplandecía con una luz ocre. Pidió un sándwich de pollo y un café al servicio de habitaciones, y aún tuvo tiempo de echar una cabezada de media hora en un cómodo sillón orejero y repasar mentalmente una vez más el plan que había tramado para el encuentro con el profesor De Luca. Después bajó al vestíbulo del hotel, un moderno espacio que aún olía a nuevo, con una entreplanta y una cúpula de cristal que recordaba el modernismo alemán. Gropius tomó asiento en un sillón frente a una pequeña mesa, a mano izquierda de la recepción, desde donde disfrutaba de una vista directa de la entrada, y esperó a ver qué sucedía.
Durante un cuarto de hora, ya pasadas las cuatro, no ocurrió nada. Gropius contempló el ir y venir de rostros conocidos y extraños, actores, gente de la televisión, y también perfectos desconocidos con pesados maletines. Una botones, con su librea roja y su sombrerito sobre la melena rubia y lisa, se abría camino por el vestíbulo con afables sonrisas. La muchacha llevaba guantes y una pizarra con un marco de latón. Gropius se levantó de un salto: en la pizarra, escritas en tiza, se leían las palabras «Señor Schlesinger, por favor».
Así pues, De Luca no sabía nada de la muerte de Schlesinger, y Gropius tendría que informarle al respecto. Se presentó en recepción:
—¿Buscan al señor Schlesinger?
Con un atento ademán, el conserje le indicó que se dirigiera a una dama de cabello oscuro que llevaba gafas de montura al aire y estaba junto a él en el mostrador de recepción. Gropius no logró ocultar su desconcierto; pero, aun antes de poder decir nada, la mujer se le acercó pronunciando ya una presentación:
—¿Señor Schlesinger? Me llamo Francesca Colella. Vengo de parte del professore De Luca. El professore ha considerado mejor no venir en persona. Me ha pedido que lo disculpe y le envía un cordial saludo.
Gropius dudó un breve instante sobre si debía hacerse pasar por Schlesinger, pero en seguida cambió de opinión, ya que no veía ningún motivo sensato para semejante jueguecito, y respondió:
—Disculpe, pero me llamo Gropius. Vengo de parte de Schlesinger.
La expresión de la italiana se volvió adusta. No le gustaba nada aquella situación. Finalmente replicó, en un excelente alemán, aunque con un evidente acento italiano y cierta severidad:
—Espero que tenga usted plenos poderes.
Esas palabras desconcertaron a Gropius, aunque, cuando tomaron asiento, empezó a preocuparse de verdad; no tanto por las piernas impecables de la mujer como por el hecho de que en la mano izquierda llevara un maletín negro encadenado a la muñeca.
—No necesito plenos poderes —adujo con una indiferencia fingida y, puesto que se le ocurrió en ese momento, añadió—: Soy el cuñado de Schlesinger y su mejor amigo.
La mujer asintió, después dejó pasar un momento y preguntó:
—¿Qué significa «cuñado»?
—Soy el hermano de la mujer de Schlesinger.
—¡Ah, cognato!
Todo el italiano que sabía Gropius provenía de tres días que había pasado en Florencia y de otros cinco en Roma, y la palabra cognato no había surgido en ninguna de esas ocasiones. Sin embargo, para terminar con esa situación embarazosa, convino con ella:
—Sí, sí, cognato. ¿Arno Schlesinger nunca les ha hablado de mí?
Francesca Colella posó los cuidadosos dedos de su mano derecha sobre el pecho y, con gestos exagerados como sólo puede tenerlos una italiana, dijo:
—Yo no conozco al señor Schlesinger. El professore De Luca me ha contratado para este trabajo. Soy empleada de Vigilanza, una empresa de seguridad de Turín que se dedica al transporte de artículos de arte y antigüedades.
La mirada de Gropius vagaba involuntariamente de la mano izquierda de la mujer a su impresionante busto, que estaba contenido con prudencia por la americana negra, y se preguntó qué podía haber bajo la ropa, si la generosidad de la naturaleza o una pistola de gran calibre.
—Conque es eso… —repuso Gropius, y le costó ocultar su decepción.
Conque antigüedades y artículos de arte… Era de esperar, claro, que Schlesinger hubiera amasado su fortuna secreta con el contrabando de valiosos hallazgos. Probablemente, el caso Schlesinger no tenía nada que ver con él.
—Seguro que antes querrá ver la mercancía —dijo Francesca Colella, como si fuera lo más natural del mundo.
Gropius, desconcertado, respondió:
—Sí, por supuesto.
—¿Hay algún sitio donde nadie nos moleste? ¿Se hospeda usted en el hotel?
—Sí —contestó Gropius con perplejidad.
—Bueno, ¿a qué esperamos? —La mujer se levantó.
Gropius no estaba cómodo, se sentía oprimido por la alevosía y el engaño, y aquella italiana tan resuelta no le parecía sospechosa. Había esperado descubrir algo sobre Schlesinger y, por lo visto, iba a acabar involucrado en un pequeño y miserable negocio de contrabando de antigüedades. Sin embargo, él había empezado ese juego, y él tenía que ponerle fin.
Cruzaron el vestíbulo en silencio hacia los ascensores de la derecha y subieron a la quinta planta. Llegados a la habitación de Gropius, Francesca desencadenó el maletín con una llave y lo dejó sobre el escritorio, frente a la ventana.
—¿Tiene el dinero? —preguntó.
—¿Cuánto? —replicó Gropius con parquedad.
—Lo acordado: veinte mil.
Gropius se estremeció imperceptiblemente, pero un breve instante le bastó para formular una desvergonzada respuesta con cara de póquer:
—Digamos diez mil.
—¡Eso va en contra de lo pactado! —repuso Francesca con firmeza, y sus ojos oscuros refulgieron amenazantes tras las gafas de montura al aire—. Tengo órdenes de entregar la mercancía sólo a cambio de veinte mil. Pensaba que eso estaba claro.
A Gropius, la situación le parecía bastante grotesca. Estaba jugándosela por un objeto que jamás había visto y cuyo valor desconocía por completo. Todo por una simple anotación en la agenda de Schlesinger.
El profesor apenas lograba contener la curiosidad por lo que llevaba la italiana en aquel maletín de seguridad, y le dirigió una pregunta en su misma jerga:
—¿Puedo ver antes la mercancía?
Gropius, que no tenía experiencia en negocios turbios, había esperado que la fría mujer se hiciera de rogar: primero el dinero, luego la mercancía… o algo por el estilo. Por eso no salió de su asombro al oír la respuesta de Francesca:
—Desde luego, al fin y al cabo, ¡no va a comprar a ciegas!
Con una segunda llave, Francesca Colella abrió el maletín. Al contrario que Gropius, no dio la menor muestra de agitación. Dentro del maletín apareció entonces un estuche de un metal mate, de unos veinte por treinta centímetros, no muy distinto de una pequeña caja fuerte como las que se utilizan en los bancos. El estuche tenía una cerradura de combinación de seis dígitos adherida en la parte delantera. Gropius miró a la mujer en actitud interrogante.
—El código elegido ha sido la fecha de nacimiento del señor Schlesinger, por razones de seguridad, por así decirlo. De esa forma, ni siquiera yo tengo acceso al valioso contenido. Conocerá usted la fecha de nacimiento de su cognato, ¿verdad? —La mujer sonrió con picardía.
—Sí, bueno… no. No con exactitud —tartamudeó Gropius, que se sentía abrumado y profundamente inseguro.
Sí, por primera vez empezó a dudar de si estaba a la altura, de si lograría solucionar el caso Schlesinger solo y sin la ayuda de nadie. Sin saber por qué, aquella situación lo hizo pensar en los sucesos que había vivido en Munich, en toda aquella sucesión de extrañezas. Una voz interior le sugirió entonces si no sería ésa precisamente la prueba de que todos los acontecimientos estaban relacionados.
Uno frente a otro, Gropius y la italiana aguardaban sin saber cómo reaccionar. Entre los dos se había corrido de pronto el velo invisible de la desconfianza. La señora Colella tomó al fin la iniciativa, cogió el teléfono y le tendió el auricular a Gropius.
—¡Pues llame a su cognato!
El profesor asintió. Tenía que ganar tiempo. Pese a su apuro, se le ocurrió una idea: marcó su propio número de teléfono y esperó con paciencia fingida. Al cabo de un rato, dijo:
—Lo siento, no contesta nadie. —Entretanto, ya había tramado un plan. Añadió—: Le propongo que pospongamos nuestro acuerdo hasta mañana. Entonces tendré el código para abrir la cerradura y también volveré a contactar con el professore De Luca para discutir el precio.
Frunciendo los labios y mirando al techo, como si lo que acababa de oír fuese a traerle quebraderos de cabeza, Francesca Colella respondió:
—Eso, sin duda, va en contra de lo pactado. Por otra parte, de momento no veo otra posibilidad.
—¿Se hospeda usted en otro hotel? —preguntó Gropius con cautela.
La italiana asintió con la cabeza y sonrió.
—¡Un hotel como éste aumenta muchísimo el presupuesto para dietas! Comprenda, por favor, que no le diga dónde me alojo. Por motivos de seguridad, como comprenderá.
«Muy profesional», pensó Gropius, y contempló a la mujer, que cerraba el maletín con el estuche y se lo encadenaba de nuevo a la muñeca.
—Entonces seguramente tampoco podré invitarla esta noche… ¿por motivos de seguridad? Para mí sería un placer…
—¡Claro que no! —se indignó Francesca Colella—. Lo tenemos estrictamente prohibido.
Lo dijo como si le hubiese hecho una proposición deshonesta, aunque él sólo había pensado en una cena agradable. Cierto, la italiana tenía ese atractivo misterioso y crudo que despierta los más bajos instintos de un hombre, pero Gropius era lo bastante listo como para saber que esas mujeres no suelen representar su papel, sino que lo viven de veras. En cuanto a la estricta señora Colella, seguro que dormiría con el maletín encadenado a la muñeca.
—Entonces sólo me queda desearle que pase una buena tarde —dijo Gropius.
Se emplazaron para el día siguiente, por motivos de seguridad, en un pequeño restaurante cuya dirección Francesca garabateó en un papel.
Gregor Gropius ya no tenía ganas de ir a la ópera. Ni siquiera el café-teatro del Europacenter, al que nunca dejaba de asistir cuando estaba en Berlín, logró hacerlo salir de su habitación. En lugar de eso, llamó a Felicia Schlesinger para informarle del transcurso de los acontecimientos.
Para entonces, Felicia ya había dejado el hotel, así que la encontró de nuevo en su casa del lago Tegern. Estaba furiosa y al borde de las lágrimas. Wolf Ingram, el director de la comisión especial, había puesto la casa patas arriba con su equipo de ocho personas, que habían registrado todos los rincones, incluso el cuarto de baño y el cuarto de las calderas. El estudio de Arno parecía un campo de batalla: libros, informes, hojas sueltas y cajas revueltas. Felicia jamás habría creído posible que nueve hombres adultos pudieran organizar semejante desbarajuste, si bien ella misma había dado permiso expreso para el registro después de que Ingram la convenciera de que quien había enviado la bomba no había querido atentar contra su vida ni contra la de Gropius, sino que su objetivo debía de haber sido más bien volar la casa por los aires, puesto que sospechaba que allí se escondía una pista o una prueba de algún otro delito. Ni una idea ni otra la habían tranquilizado lo más mínimo. Nueve horas después, el equipo había salido de allí con cinco cajas —casi todo informes y material de archivo del estudio de Arno— y le había dejado un albarán por 74 artículos. Sin embargo, Felicia no era capaz de imaginar que entre esos papeles pudiera encontrarse alguna pista sobre el asesinato de Schlesinger. Gropius, que quería comunicarle sus progresos, interrumpió su torrente de palabras.
Felicia creyó que Gropius le estaba tomando el pelo cuando le dijo que lo único que había impedido su éxito había sido que no conocía la fecha de nacimiento de Schlesinger. El profesor le contó entonces lo que había sucedido ese día, le habló de la misteriosa mensajera y del estuche metálico cuya cerradura de combinación numérica sólo se abría con la fecha de nacimiento de Arno. En realidad, no tenía ninguna pista nueva, pero sí abrigaba una sospecha: que Schlesinger había estado involucrado en el contrabando internacional de antigüedades a gran escala y que había manejado enormes cantidades de dinero.
Mientras Felicia escuchaba esa voz familiar, intentaba relacionar los descubrimientos de Gropius con conversaciones, comentarios e incongruencias del pasado. Esa suposición no era tan descabellada. Bien sabía ella qué sumas se manejaban en el mercado del arte, era consciente de que existía un mercado gris para el patrimonio cultural expropiado por los nazis y un mercado negro para artículos de contrabando procedentes de robos. A ella misma le habían ofrecido una vez un cuadro de Rafael que veinte años antes había estado expuesto en un museo de Dresde y que desde entonces se consideraba desaparecido. En todas las profesiones hay ovejas negras. ¿Por qué no también en el mundo de las excavaciones y los coleccionistas de antigüedades?
A esas alturas, Gropius se había dejado llevar por un auténtico frenesí investigador. Como un perro rastreador que ha olfateado algo, ya no había quien lo detuviera. Después de haber mencionado los veinte mil euros que pedían a cambio del misterioso estuche, Felicia le advirtió que dejara el asunto como estaba o que informase a la policía. Sin embargo, Gropius se negó, indignado. Ya habían visto lo que lograba la policía con sus investigaciones: ¡nada! Él, Gregor Gropius, conseguiría la prueba de que la muerte de Schlesinger había sido obra del crimen organizado y de que, por tanto, nadie podía responsabilizarlo a él. Para conseguir eso, el dispendio de veinte mil euros no resultaba demasiado elevado.
Así fue que la conversación terminó con una pequeña trifulca. Pese a todo, Gropius colgó el teléfono con satisfacción. Ya tenía el código que abriría el misterioso estuche: 12.10.57.
Al día siguiente, Gropius se presentó antes de lo acordado en el establecimiento cuya dirección le había anotado Francesca Colella. Se encontraba bajo la elevada estación de tranvía de Bögen, en la Friedrichstrasse, rodeado de numerosas tiendas de antigüedades de calidades diversas. Allí se pueden adquirir libros antiguos, revistas y viejos herrajes de muebles, pero también caras lámparas modernistas, cuadros antiguos, maletas históricas e incluso artículos de golf.
En circunstancias normales, Gropius habría pasado allí la mitad del día, ya que le encantaban las antigüedades de todo tipo, pero esa vez prefirió abrirse camino a preguntas hasta que dio con el restaurante. El local, un afamado punto de encuentro de la vida nocturna, era de una originalidad especial. De las paredes, e incluso del techo, colgaban numerosos carteles de anuncios que recordaban a Nivea, Dixan, Maggi y la colonia 4711. Unas lámparas de esferas blancas de principios del siglo pasado derramaban su luz tenue sobre mesas y sillas anticuadas. Unos hombres por los que el tiempo no había pasado en vano, con barba y vestidos con peculiaridad, conversaban a gritos como si tuvieran algo importante que comunicar sobre alguna nueva adquisición o ventajosos negocios con las chicas de llamativa belleza que trabajaban de camareras. Olía a ahumados y al ajo que le daba su justo condimento a las albóndigas por las que era conocido el local.
Gropius se sentó frente a una mesa alargada y vacía del fondo. Pidió una cerveza: Berliner Weisse, con unas gotas del típico licor verde, por supuesto. Se preguntó por qué la italiana habría escogido precisamente aquel establecimiento que, cada pocos minutos, cada vez que los atronadores tranvías recorrían la curva de la vía, se sacudía con un seísmo de fuerza entre 4 y 5; aunque lo cierto era que eso no parecía molestar en absoluto a quienes pasaban allí sus días. Francesca Colella era un enigma para él. Su comportamiento le había inspirado cierto respeto, pues, mientras que él se había sentido muy incómodo en su papel y había tenido que poner freno a su recelo ante aquella completa desconocida que había entrado en su vida, la italiana parecía una experta en ese tipo de situaciones. Destilaba la serenidad del mensajero al que no le interesa lo más mínimo el contenido del paquete que transporta, y eso que posiblemente sabía muy bien qué iba paseando por ahí en aquel maletín, y seguro que no era su primer encargo. Gropius se preguntó incluso si esa mujer trabajaría de verdad para aquella empresa de transporte de artículos de valor y si no tendría una relación más íntima con el profesor De Luca.
El único indicio que tenía era el nombre del profesor en la agenda de Schlesinger. Por lo visto, existía un acuerdo entre De Luca y Schlesinger. Sin embargo, ¿por qué no había acudido el profesor en persona, sino que había enviado a una atractiva mujer de mundo?
Cuanto más pensaba en lo sucedido el día anterior, más consciente era de que no se había comportado con demasiada destreza. ¿Dónde había quedado su seguridad, su desenvoltura en el trato con la gente? La fría mujer lo había intimidado de mala manera. En ese momento se sintió fastidiado por haber reaccionado con inseguridad, desconcierto y vacilación.
Debía de haber pasado una media hora, un período de inquieta espera durante el cual Gropius había mirado a todas las mujeres que habían entrado en el local, cuando se sobresaltó al oír a su izquierda el teléfono de detrás de la barra. El acre aroma que se percibía desde hacía un rato le abrió el apetito, así que pidió dos albóndigas con ensalada de patatas. La chica que le tomó nota tenía una larga melena rubia que le llegaba hasta las caderas y llevaba un mandil largo hasta los tobillos. Gropius siguió a la rubia con la mirada y se preguntó si tendría unas piernas bonitas. Jugueteó nervioso con el papel en el que llevaba anotado el código numérico que abriría el misterioso estuche. Entonces, la rubia volvió a su mesa y preguntó:
—¿Es usted el señor Gropius?
El profesor alzó la mirada, desconcertado.
—Sí, ¿por qué?
La rubia de largo mandil le dejó un papel sobre la mesa.
—Un telefax para usted.
—¿Para mí?
Perplejo, Gropius cogió el escrito y leyó:
Signore, no creo que sea usted quien dice ser. Si el sig. Schlesinger sigue interesado en el trato, tendrá que ponerse personalmente en contacto con el professore De Luca.
FRANCESCA COLELLA
En la avenida de Unter den Linden silbaba un viento frío, las hojas de los arces que el otoño había amontonado se arremolinaban en el centro del gran paseo. Gropius prefirió volver a pie hasta el Adlon. El viento le sentaría bien para hacer limpieza mental; sus reflexiones habían llegado de nuevo a un punto muerto. Poco a poco, iba comprendiendo que en todo aquello se escondía un poder al que le costaba mucho acercarse. De repente, sintió un malestar, el miedo a poder verse implicado en oscuras intrigas.
Con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, Gropius iba caminando por la gravilla de la franja central del paseo cuando el viento le arrojó a la cara una nube de polvo. Con el dorso de la mano intentó dominar las lágrimas que le había arrancado el remolino. Las cafeterías y las tiendas distinguidas de ambos lados de la avenida señorial se le desvanecían como reflejos en un charco de agua. Por eso sólo vio la silueta borrosa del hombre vestido de oscuro que caminaba junto a él y que desde hacía un rato compartía su mismo trayecto. Tampoco lo molestó que se mantuviera siempre a su misma altura… hasta que de pronto el hombre comenzó a hablarle:
—¿Profesor Gropius? Hoy hace bastante fresco, ¿no le parece?
Aunque la inesperada conversación lo había desconcertado, Gropius prosiguió su camino. No sabía lo que estaba sucediendo, tampoco cómo debía reaccionar. En su mente se acumulaban las preguntas. ¿Cómo sabía su nombre aquel extraño? Si lo conocía, ¿por qué había elegido aquella insólita forma de ponerse en contacto con él? ¿Cómo podía saber aquel hombre que él, Gregor Gropius, paseaba en esos momentos por la avenida de Unter den Linden? ¿Lo vigilaban día y noche? ¿Quién, y con qué intenciones? ¿No le habría sobrevenido ya aquello que tanto temía?
Sin detenerse, Gropius miró de soslayo al desconocido: un hombre bajo y robusto, de pelo oscuro, fino pero algo largo, que llevaba peinado hacia un lado. Su rostro era de una palidez llamativa y contrastaba duramente con su negra vestimenta. El abrigo cruzado que llevaba era demasiado largo para un hombre de su talla, lo cual confería a su paso una solemnidad casi cómica. No es que resultase antipático, pero sin duda no era un hombre al que Gropius se hubiese dirigido en plena calle y en circunstancias normales para preguntar por una dirección.
—¿Qué quiere? —preguntó al final, después de haber asimilado el aspecto del desconocido, y para no dar la impresión de que lo había asustado.
—Oh, nada en especial —contestó el desconocido—. Por cierto, me llamo Rodríguez.
—Supongo que no esperará que le conteste con un «¡Encantado!» —masculló Gropius, molesto, y aceleró el paso como si quisiera quitarse a Rodríguez de encima.
Sin embargo, el hombrecillo de negro lo siguió con vivacidad y, contra el viento que soplaba desde la Puerta de Brandeburgo, insistió:
—Quiero advertirle, profesor Gropius. Debería dejar las investigaciones de este asunto de Schlesinger. Su muerte no ha tenido nada que ver con usted, y las probabilidades de que esclarezca las causas son prácticamente nulas.
Al principio, Gropius no había notado nada, pero entonces lo supo a ciencia cierta: la oscura voz y aquella lenta forma de hablar… eran idénticas a la inquietante voz del teléfono, la que lo había avisado justo después de la muerte de Schlesinger. Le habría gustado agarrar por el pescuezo a aquel hombrecillo y sacarle para quién trabajaba y por qué había tenido que morir Schlesinger, pero se contuvo al realizar una observación de segundo orden: hasta entonces había creído que era casualidad, pero de pronto desechó esa idea. Desde hacía un rato, desde que ese tal Rodríguez le seguía el paso, por el carril de la derecha de la avenida avanzaba a su misma velocidad una limusina oscura con las lunas tintadas. Gropius fingió no ver el coche y prosiguió su camino con empeño; no obstante, tuvo un mal presentimiento.
—Esta historia nunca será aclarada —comentó el extraño, mirando al frente con bastante indiferencia.
Gropius apenas lograba ocultar su ira.
—¿Quiere decirme con eso que jamás me libraré de la mancha que me ha caído encima? Escuche, quienquiera que sea, ¡ni usted ni ninguna organización van a impedirme que demuestre mi inocencia!
El hombre miró a Gropius y sonrió con compasión.
—Ojalá supiera cómo disuadirlo. En todo lo demás es usted un cerebro, y ahora se está comportando como un Quijote.
—¡Que luchaba contra molinos de viento, eso ya lo sé!
—Precisamente, y también sabrá cómo terminó esa lucha.
Entretanto, habían llegado a las puertas del hotel Adlon, donde en aquellos momentos una estrella del pop era recibida por un grupo de adolescentes que no dejaban de chillar. Gropius se volvió entonces, pero Rodríguez ya había desaparecido. Aún llegó a ver cómo la oscura limusina aceleraba y se alejaba de allí.
De camino a su habitación de la quinta planta, Gropius se vio asaltado por una desagradable corazonada. El ascensor tardó una eternidad en llegar a su destino. El profesor recorrió el pasillo hasta su habitación con paso acelerado, introdujo la llave en la cerradura, abrió la puerta de un empujón y encendió la luz. Dudó antes de entrar. Hacía días que vivía entre fantasías, fantasías que en más de una ocasión se habían hecho realidad. Gropius fantaseó entonces con que alguien podría haber entrado en su habitación durante su ausencia. Naturalmente, tenía los nervios a flor de piel, tenía dificultades para deshacerse de los disparates que gobernaban su vida desde hacía un tiempo. «¡Serénate!», se dijo en silencio, y entró en el cuarto.
La iluminación trajo consigo una tranquilidad sin sombras, ya que no apareció nada que pudiera infundir pavor. Gropius se detuvo y aguzó el oído. En la ventana susurraba el viento otoñal, del baño salía el zumbido de la luz. Abrió la puerta del lavabo con un movimiento repentino: la toalla había resbalado del toallero. ¿Una pista delatora? Gropius abrió el armario empotrado. Se preguntó si no había colgado la camisa del otro lado, pero no podía estar seguro. Tampoco la maleta de piloto en la que guardaba sus enseres de viaje le dio ninguna pista.
Respiró hondo y exhaló aire con sonoridad. Estaba al borde de las lágrimas, no por tristeza, sino por desesperanza. Había creído que en Berlín, esa ciudad de tres millones de habitantes, estaría seguro, lejos de los acontecimientos que lo abrumaban. Sin embargo, en ese momento se sintió más observado que nunca. Descolgó el teléfono.
—Prepárenme la cuenta, por favor —dijo a media voz—. Me voy ahora mismo.