Capítulo 3

Heilmannstrasse, 30. Esa dirección pequeño burguesa del barrio muniqués de Pullach aloja a una institución de lo más influyente, el Servicio Federal de Información de Alemania, el BND. Desde el exterior, el recinto del segundo servicio secreto más importante de Occidente, después de la Agencia Central de Inteligencia estadounidense, la CIA, se da un aire más bien provinciano. Tras los altos muros de hormigón gris, con una águila federal y un pesado portón de hierro que se abre hacia un lado a intervalos irregulares para dejar paso a limusinas oscuras, se esconden unos deteriorados edificios de los años sesenta, y casi nadie sospecharía que por allí pasan espías y agentes de todo el mundo, ni que se pinchan líneas telefónicas de Alaska, se interceptan telefaxes y correos electrónicos de Sudamérica, se trazan planes y se realizan evaluaciones con respecto a la actualidad política, económica o militar.

Por lo general, uno imagina a los espías como tipos atractivos con una pistola en una mano y estrechando a una rubia despampanante con el otro brazo, y, visto así, el hombre que poco antes de las ocho salía de su casa adosada de aquel barrio residencial y subía a su BMW azul oscuro resultaba cualquier cosa menos sospechoso. Además, tampoco tenía un nombre espectacular. No, se llamaba sencillamente Meyer, con «y»… o eso ponía al menos en la placa de la entrada. Meyer torció por la Heilmannstrasse desde la Margarethenstrasse y, siete minutos después, llegó al sólido portón, que se abrió ante él con solicitud y como accionado por una mano fantasma.

Meyer —Heinrich de nombre de pila, cincuenta y cinco años de edad— era el director del Departamento 2 del BND y, como tal, responsable de más de mil especialistas, informáticos, técnicos electrónicos y de telecomunicaciones, para quienes nada de lo que zumbaba por el aire entre el Polo Norte y el Polo Sur era sagrado. Meyer abastecía de información al Departamento 5: Reconocimiento Operativo, una sección del Servicio Federal de Información formada por un total de seis subdepartamentos que se ocupaban del crimen organizado, el tráfico de drogas internacional, la migración ilegal, el blanqueo de dinero y el terrorismo internacional, una sección que tenía especial relevancia desde el 11 de setiembre de 2001.

El SIGINT —acrónimo formado a partir de Signal Intelligence que constituía el nombre en clave del departamento de Meyer— trabajaba con los medios tecnológicos más caros y, por eso, era blanco de no pocas envidias por parte de los compañeros de otros departamentos, que trabajaban con «fuentes humanas» o con el análisis de los medios de comunicación públicos.

A sus cincuenta y cinco años, el jefe Meyer, del que nadie podía decir que lo hubiese visto vestido con algo que no fuera su traje de los cincuenta y una corbata a juego, se contaba entre los más antiguos en su profesión. Era un viejo zorro, por así decirlo, al que casi no había quien pudiera superarlo. Su despacho, en el piso más alto de un edificio de bloques prefabricados de hormigón, había visto tiempos mejores. No había ni rastro de alta tecnología; una simple pantalla a un lado del escritorio gris era la única concesión a la tecnología moderna. Cuando Meyer entró en el despacho, en el marco inferior de la pantalla parpadeaba un LED, y él introdujo una palabra clave en el teclado del ordenador. Entonces aparecieron en pantalla la palabra «URGENTE», y un segundo después, las siguientes líneas:

E-mail, 4.37 horas, telefonía móvil, Mediterráneo, hospital clínico de Munich.

Has hecho un trabajo verdaderamente bueno, aunque sin duda no es más que el primer paso. Sigue así y elimina las últimas pistas. En caso necesario, haz uso del C4. IND.

Meyer le echó una segunda ojeada al texto. Después cogió el teléfono, marcó un número y pronunció su nombre cuando contestaron. Al otro lado de la línea se encontraba el agente Hoveller, que estaba de guardia.

—Es referente al e-mail del hospital clínico. ¿Por qué no he recibido información más detallada sobre el remitente y el destinatario? —preguntó Meyer con aspereza.

El reprendido contestó con minuciosidad:

—Ahí tenemos un problema, jefe. El remitente envió el correo electrónico mediante un teléfono móvil y el destinatario está adherido a una cuenta interna del hospital clínico universitario. Yo diría que ha sido obra de profesionales curtidos en estas lides.

—Eso parece —gruñó Meyer, pensativo—. Por lo visto, los caballeros tampoco han creído necesario cifrar el mensaje. Hace mucho que el explosivo plástico estadounidense no aparecía con el nombre en clave de C4. Esos sutiles caballeros saben muy bien que no se nos escapa nada de su comunicación. Pero ¿qué narices es IND?

—Negativo, jefe. No tenemos nada registrado bajo la clave «IND». Nuestros programas de reconocimiento de texto sólo han reaccionado ante la clave «C4».

—Eso no nos ayuda mucho.

—Ya lo sé. Me parece que hemos topado con clientela nueva. O se trata de unos chapuzas de mucho cuidado o son unos caballeros que proceden con especial sofisticación.

El rostro de Meyer se transformó en una mueca, como si ya previera que aquel caso iba a darle quebraderos de cabeza.

—Bueno, también roeremos ese hueso —comentó al cabo—. De todas formas, creo que es aconsejable darse prisa.

Con una copia del correo electrónico interceptado, Meyer se dirigió entonces a la reunión de análisis de la situación. Todas las mañanas, a las nueve en punto, los directores de los diferentes departamentos se encontraban en la sala de conferencias del edificio principal para celebrar una sesión informativa, dar parte de sus actividades y coordinarse entre sí.

El hallazgo de Meyer suscitó preocupación. Ulf Peters, de treinta y tres años, con una camisa abierta y una cazadora de cuero negro —tal como se imagina uno a un agente—, era, pese a su juventud, el director del Departamento 5, Reconocimiento Operativo, y, por tanto, responsable de aquel caso. Tras una breve deliberación, Peters decidió clasificar el objetivo en el grado de seguridad 1, con lo que se inició un complicado procedimiento.

Puesto que el Servicio Federal de Información depende directamente de la Cancillería, Peters se puso en contacto con el ministro para informarle del grado de seguridad 1 y también de que, por el momento, carecían de conocimientos más detallados. Sensibilizada por el hecho de que el objetivo fuera el hospital clínico, la Cancillería retransmitió la notificación al Ministerio del Interior de Baviera, que por su parte recurrió a la Oficina Bávara de Investigación Criminal.

En la Oficina Bávara de Investigación Criminal, entretanto, ya tenían constancia del escándalo del trasplante del hospital clínico, de modo que no sospecharon que pudiera existir una conexión entre la misteriosa muerte de Schlesinger y el no menos misterioso correo electrónico, aunque tampoco podía descartarse. Tras una breve deliberación entre el ministro del Interior de Baviera y el director de la Oficina Bávara de Investigación Criminal, se acordó la formación de una comisión especial de ocho integrantes, dirigida por Wolf Ingram, un hombre como un armario ropero, con un amplio cráneo y el pelo oscuro y cortado al rape. Por su estatura y su aplomo, a Ingram se lo solía considerar un hombre hecho para el trabajo sucio, pero bajo aquella coraza de dureza se escondía en realidad una esencia muy sensible. En cualquier caso, Ingram, director en funciones del Negociado 13, Crimen Organizado, había dirigido ya más comisiones especiales, y su buen olfato para situaciones complicadas estaba más que probado.

Ingram tuvo muy poco tiempo para meterse en materia, y los ocho integrantes de su equipo, todos ellos jóvenes competentes, no resultaron ser precisamente de mucha ayuda. Sin embargo, parecía oportuno actuar con rapidez y prevención, por lo que Ingram solicitó una cuadrilla de seis perros adiestrados para localizar explosivo plástico. Repartió a su gente por las ocho unidades del hospital clínico para que confeccionaran listas con los nombres del personal que había estado allí durante las últimas veinticuatro horas, así como de todos los pacientes hospitalizados.

A pesar de que el correo electrónico dirigido a una cuenta interna del hospital clínico exculpaba a Gropius más que lo inculpaba, puesto que hacía más de una semana que no entraba en la clínica, Ingram consideraba que el profesor involucrado en el escándalo del trasplante era una figura clave. Su instinto y su experiencia lo hacían estar cada vez más convencido de que, en un crimen, lo que parecen casualidades rara vez lo son.

Mientras Ingram se disponía a preparar un perfil psicológico del doctor Gregor Gropius con todos los medios de los que disponía, la situación se agravó. En Crypto City, en Maryland, Estados Unidos, la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA, el más secreto de los servicios secretos del mundo, para el que espían treinta y ocho mil agentes, ciento veinte satélites y cientos de puestos de escuchas repartidos por los cinco continentes en forma de gigantescas antenas parabólicas, había interceptado ese mismo correo electrónico con la mención del explosivo plástico C4 y había hecho saltar la señal de alarma. Un cuarto de hora después se enviaba desde la unidad correspondiente un comunicado al Centro Antiterrorista (CTC) de la central de la CIA, en Langley, Virginia, el cual, tras no ser capaz de descifrar la clave «IND», lo remitió de inmediato al Servicio Federal de Información de Pullach con la siguiente advertencia: «Tramitar con urgencia».

Cuando el comunicado de Virginia llegó al BND, los expertos del Departamento 3, Análisis, ya estaban intentando dar forma a un contexto integrado, es decir, intentaban reunir toda la información de la que disponían en un mismo contexto, aun con lagunas, o al menos al principio, a partir del cual se obtendría una base operativa para impedir un posible atentado terrorista.

La incógnita más importante y, de ahí, también la más complicada que se plantearon los expertos del BND y la Oficina Bávara de Investigación Criminal fue la del motivo. ¿Por qué precisamente el hospital clínico, con su excelente reputación, una institución sin más carácter simbólico que el de la salvación y la curación de personas de todas las razas? ¿Por qué tenía que ser precisamente esa clínica el objetivo de un atentado terrorista?

Durante la noche, los expertos en explosivos habían inspeccionado el hospital clínico con sus perros sin llamar mucho la atención; y, en cualquier caso, también con resultados poco satisfactorios, ya que constataron que una clínica está plagada de olores que dejan fuera de combate el olfato de los sabuesos. Los agentes justificaron su presencia con el escándalo del trasplante y, así, puesto que ya había aparecido en todos los periódicos, no habían corrido peligro de que sus maniobras —que se extendieron por todas las unidades del hospital— desataran el pánico. Desde los altos puestos se les había dado instrucciones a los agentes de que no mencionaran ni una sola vez, ni de pasada, las palabras «atentado terrorista».

A todo esto, el profesor Gropius estaba vigilado las veinticuatro horas del día. Gropius se había dado cuenta de ello a los dos días. En un barrio residencial como Grünwald es casi imposible que un hombre con una capacidad media de observación pase por alto una unidad de vigilancia. Por lo demás, el Audi gris y el BMW beige que se sustituían cada seis horas importunaban menos al profesor que a los demás vecinos de la calle, a quienes esos vehículos desconocidos les quitaban una plaza de aparcamiento. Por consiguiente, Gropius no podía por menos de suponer que su encuentro con Veronique había sido observado, e incluso quizá también el que había mantenido con Felicia Schlesinger. En su situación, la reunión con Veronique le parecía inofensiva a Gropius; su encuentro con la viuda de Schlesinger, por el contrario, podía levantar ampollas. Lo que sucedió en el transcurso de los días siguientes tampoco ayudó a mejorar su situación.

Todo empezó con una llamada de Felicia Schlesinger, cuatro días después de su primer encuentro. A Gropius no le gustó nada oír su voz al otro lado de la línea, ya que daba por supuesto que le habían intervenido el teléfono.

Su voz sonaba diferente de la primera reunión, unos días antes. En aquella ocasión, Gropius se había quedado maravillado de lo extraordinariamente bien que estaba superando su destino aquella mujer, sin resultar fría, ni mucho menos indiferente. Esta vez, no obstante, el profesor creyó captar inquietud, incluso desesperación, cuando Felicia le pidió que volvieran a verse. Le dijo que la última vez se había llevado la impresión de que podía confiar en él y que, cuando le había preguntado si se habían dado ciertas peculiaridades en la vida de su marido, en un primer momento había callado, pero que, al mirar atrás, la vida de Schlesinger le presentaba casi tantos enigmas como su misteriosa muerte.

De haber sospechado Gropius que, entretanto, el BND y la Oficina Bávara de Investigación Criminal habían empezado a investigarlo, habría colgado en seguida. Sin embargo, en las alusiones de Felicia Schlesinger vio un nuevo rayo de esperanza para poder alejar de sí toda sospecha. Tal vez bastara con un pequeño indicio para arrojar luz sobre la impenetrable oscuridad de aquel asunto. Por eso, cuando Felicia le pidió que fuese a visitarla a su casa del lago Tegern, no lo pensó dos veces.

La casa estaba erigida muy por encima del nivel del lago y sólo se podía acceder a ella por una estrecha pista muy empinada y llena de curvas que salía desde la carretera de la orilla. A Gropius le costó mucho conducir su pesado vehículo por aquellas cerradísimas curvas. Una vez arriba, la vista sobre el lago y las montañas de alrededor era sobrecogedora. El que ostentaba allí una casa en propiedad no se contaba entre los más pobres del país.

Para su sorpresa, Gropius no había divisado ningún vehículo sospechoso que lo hubiese seguido durante el trayecto hasta el lago Tegern, y mientras llamaba al timbre de la casa que tenía la discreta placa de «Schlesinger», miró en todas direcciones sin ver nada que lo hiciera sospechar.

Felicia hizo pasar a su visita a una gran sala con revestimientos de madera al sesgo y una gran cristalera alta que ocupaba toda una pared y daba al valle.

—Tiene que comprenderlo —dijo Felicia, mientras servía café en una mesita redonda—, para mí no es fácil acostumbrarme a esta nueva situación y, claro está, sentí desconfianza cuando me pidió que nos viéramos. Ahora, sin embargo, tengo la impresión de que siente usted la muerte de Schlesinger casi tanto como yo. En cualquier caso, no soy capaz de imaginar que precisamente usted esté involucrado en la mafia del tráfico de órganos.

Asombrado y casi exultante, Gropius preguntó:

—¿Qué es lo que la hace estar tan segura, señora Schlesinger?

Felicia miró algo avergonzada por la ventana, donde empezaba a lloviznar con timidez.

—¿Segura? —repitió—. No estoy segura. Es más bien una intuición, influida por determinadas circunstancias.

El profesor contempló a Felicia en actitud interrogante.

—Bueno, verá, es que hace un par de días empecé a ordenar papeles, documentos… en resumen, todo el legado de mi marido. Al principio me puse a la labor a desgana, me sentía como una intrusa en la vida de otra persona, pero después me dije: «Arno era tu marido, tarde o temprano tendrás que ocuparte de su legado». Así que empecé a revolver en su vida durante noches enteras y, cuantos más papeles y más documentos clasificaba, más extraño me resultaba ese hombre con el que había estado casada durante cuatro años. Sí, viví un matrimonio con un desconocido. No se trata sólo de que cada uno de nosotros se dedicara a su profesión y tuviera sus propios ingresos, ni de que a veces pasáramos semanas sin vernos. Eso iba en consonancia con la concepción que nosotros teníamos de una relación en la que cada uno tenía libertad de movimientos. Fue más bien que de pronto tuve que reconocer que Arno Schlesinger había llevado una vida completamente diferente de la que fingía llevar.

—¿Otra mujer? —Gropius se sobresaltó al oír su propia pregunta, y se apresuró a añadir—: ¡Disculpe mi indiscreción!

Felicia removía el café de su taza con concentración y, sin alzar la vista, repuso:

—¿Otra mujer?… Quién sabe… En todo caso, ya no me sorprendería descubrir algo así.

—¿Quiere decir que su marido llevaba una doble vida? ¿En varios lugares, con entornos diferentes? ¿Distintos intereses?

—Creo que podría expresarse así.

—Y ¿su muerte podría estar relacionada con ello?

—Por lo menos, ésa es la interpretación que yo le doy.

Gropius puso cara de circunstancias, como queriendo decir: «Me encantaría poder creerla…».

Felicia Schlesinger se levantó y desapareció un instante en la habitación contigua. Cuando regresó, llevaba en la mano una carpeta con unas cuantas hojas dentro. Iba a decir algo, pero el timbre de la puerta anunció una visita. Felicia dejó la carpeta sobre la mesita redonda y se dirigió a la entrada.

—Un mensajero —dijo a modo de excusa cuando volvió, y dejó a un lado un pequeño paquete amarillo. Entonces cogió la carpeta y añadió—: Tenga, encontré esto casi por casualidad. Una cuenta suiza a nombre de Arno Schlesinger con un depósito de diez millones trescientos mil euros.

Gropius silbó levemente entre dientes, lo cual no era en absoluto típico de él, pero había situaciones que pedían reacciones desacostumbradas. Ésa era una de ellas, y el profesor planteó la siguiente pregunta:

—¿Usted no sabía nada de esa cuenta? Quiero decir que diez millones son dinero más que suficiente para jubilarse antes de tiempo. ¿Está segura de que esa cuenta existe de verdad?

Felicia alzó ambas manos y asintió con la cabeza.

—Ya me he informado. La cuenta está en regla. Además, también me he enterado de cómo llegó ahí ese dinero. Arno lo ingresó en efectivo, tal cual, ¡en una maleta!

—¿Su marido nunca insinuó que, en realidad, estaban ustedes forrados?… Disculpe la expresión.

—Nunca. En comparación conmigo, Arno vivía más bien humildemente. Yo gasto muchísimo en vestidos y zapatos, pero me gano bien la vida. ¿Acaso tendría que meterlo todo en un banco y acariciar todos los días los extractos de mi cuenta?

—¡Por lo visto es lo que hacía su marido!

—Eso parece —confirmó Felicia—, pero la cosa no acaba ahí.

Cogió los extractos de la cuenta y desapareció en la habitación de donde había sacado los documentos.

La mirada de Gropius recayó sin querer en el paquete amarillo. Los acontecimientos de los últimos días lo habían sensibilizado, cualquier cosa y cualquier persona le suscitaban sospechas. La información que acababa de recibir, además, tampoco contribuía precisamente a disipar su recelo. Por eso fijó la mirada en el paquete, leyó la dirección, que iba a nombre de Felicia Schlesinger, y el remite, una empresa de venta por catálogo.

—¡En esta casa todavía quedan enigmas! —exclamó Felicia al regresar de la sala de al lado. En sus manos llevaba un montón de billetes de avión—. Todos a nombre de Arno Schlesinger, la mayoría del año pasado: Roma, París, Turín, Londres, Tel-Aviv, uno a Miami y varios a Cayo Hueso, incluso algunos sin utilizar. Aunque… en esas fechas se suponía que Arno estaba de excavación en Israel.

—¿Está segura? —Gropius la miró con aire interrogativo.

—Segura, ¿qué es seguro? —murmuró Felicia a disgusto, y Gropius reparó por primera vez en una vena oscura que se le hinchaba en la frente—. Hablábamos por teléfono con regularidad, de vez en cuando llegaba una carta desde Israel. ¿Por qué iba a montar Arno ese teatro conmigo? Nuestro matrimonio no iba mal, o al menos eso creía yo hasta su muerte. Aunque quizá fui demasiado inocente y demasiado confiada, o tal vez sólo demasiado boba.

La voz de Felicia sonaba iracunda y llorosa a la vez, y es que nada ofende más a una mujer que ver abusada su confianza.

Gropius parecía no estar escuchándola.

—¿Esperaba ese paquete? —preguntó de súbito.

La mujer, ensimismada, miró al profesor como desde lejos; después cogió el paquete con ambas manos, leyó el remite, lo agitó un poco y contestó:

—No, no sé. Es de una empresa de venta por catálogo.

A Felicia no se le pasó por alto el nerviosismo del profesor. Hasta el momento, Gropius le había parecido un hombre seguro que siempre encontraba las palabras adecuadas para cada situación. Entonces vio perlas de sudor en su frente, y cómo le temblaban las manos.

—¿Qué le sucede, profesor? —preguntó, y se dispuso a abrir el paquete, pero Gropius se abalanzó sobre ella, le arrebató el objeto amarillo y lo dejó en el suelo, delante del gran ventanal.

Agarró a Felicia por las dos muñecas y la miró con apremio.

—¡Felicia! ¡Es una bomba! No debe abrir ese paquete.

Ella lo miró con espanto.

—¿Qué vamos a hacer?

—¡Hay que deshacerse de esa cosa, sacarla de aquí!

—Pero ¿adónde? —preguntó ella, esta vez presa también de una profunda agitación.

—Fuera de aquí. ¡Lo principal es deshacernos de ella! —Gropius salió corriendo de la casa, abrió el maletero de su coche, regresó y se llevó el paquete para meterlo en el vehículo.

—¿No deberíamos avisar a la policía? —exclamó Felicia mientras Gropius se montaba en el coche y lo ponía en marcha.

—¡Más tarde! —fue la respuesta inmediata del profesor.

Después, el coche desapareció tras la primera curva.

Gropius condujo su Jaguar como en trance por la estrecha carretera de montaña en dirección al valle. Su objetivo era encontrar un guijarral apartado, y en ese momento, de pronto, ya no estuvo seguro de estar haciendo lo correcto. «Tal vez —pensó— con esta tontería te estás ganando el premio a la ridiculez. Tal vez lo que se te ha venido encima estos últimos días ha sido simplemente demasiado, demasiado que asimilar sin perjuicios psicológicos». Conducir a toda velocidad con una bomba en el maletero, sin ninguna posibilidad de sobrevivir si esa cosa explotaba a su espalda, era, tal vez, lo más insensato que podía hacer. El miedo le provocó náuseas. Sintió ganas de devolver, pero tenía la garganta oprimida. Ante sus ojos, entre la llovizna, la delgada línea de la carretera se desdibujaba. Gropius se echó a reír, rió a carcajadas y con desfachatez, como lo hace uno en momentos de gran terror. Rió porque se le pasó por la cabeza que, presa del pánico, a lo mejor se había llevado de paseo un paquete altamente explosivo y que podía exhalar su último suspiro en el siguiente árbol, sin ningún motivo y sin haber solucionado nada.

Así llegó a la carretera de la orilla y torció hacia la derecha. Sabía que un par de kilómetros al norte, en Gmünd, había una carretera que se dirigía hacia el lago Schlier. Poco después del cruce había un guijarral, y allí pensaba dejar el Jaguar con su peligroso cargamento para dar parte a la policía.

En cuanto Gropius llegó al cruce, Felicia Schlesinger lo llamó al teléfono del coche. Tenía la voz crispada:

—Gropius, un desconocido acaba de llamar para ver si había recibido el paquete. Le he dicho que sí y me ha dicho que, si quería conservar la vida, tenía que salir cuanto antes de aquí. Que a las cuatro en punto el paquete y toda la casa volarían por los aires.

Gropius había oído cada una de las palabras, pero no era capaz de reaccionar. Seguía conduciendo a toda velocidad, obstinadamente.

—¡Gropius! —oyó que gritaba la imperiosa voz de Felicia—. Gropius, ¿me ha entendido?

—Sí —contestó, vacilante—. ¿Qué hora es?

—Las cuatro en punto.

Pisó el freno. A la derecha divisó el camino sin asfaltar que llevaba al guijarral. Con un automatismo inexplicable, torció en esa dirección con el coche, lo detuvo a medio camino, apagó el motor, bajó y aun pensó si debería cerrar con llave, pero después echó a correr. Gropius corrió, se apresuró en la dirección por la que había llegado, cruzó la carretera y siguió corriendo por la maleza mojada de lluvia. Ya hacía un rato que había perdido de vista el coche cuando una explosión desgarró el crepúsculo. Siguió un estallido ronco y la onda expansiva que lo tiró al suelo. Instintivamente, se echó ambos brazos sobre la cabeza y hundió la cara en el moho húmedo. Pensó que había perdido el conocimiento, pero ese mismo pensamiento lo sacó de su error.

Al cabo de un rato que fue incapaz de determinar, Gropius se atrevió a levantar la cabeza. Ante sí vio un inmenso resplandor, y se echó a llorar como un chiquillo. Aquel profesor seguro de sí mismo, del que nadie de su entorno podía decir que lo hubiera visto perder los nervios o fuera de sí, sollozaba y lloraba sin parar.

Gropius se sentó en el suelo con las piernas dobladas y se apoyó en las manos. Incapaz de reaccionar, dirigió la mirada al resplandor de las llamas, tras los árboles. El poderoso crepitar del fuego, interrumpido por explosiones menores, resultaba inquietante.

—¡Profesor Gropius!

Gregor se sobresaltó al oír una voz junto a él. Confuso y sin cambiar de postura, miró a un lado. Como salidos de la nada, vio a dos hombres con abrigos negros en la brumosa luz crepuscular.

—¿Está usted bien? —preguntó uno.

El otro rebuscó algo en el bolsillo de su abrigo, se lo tendió a Gropius y dijo:

—Brigada de Investigación Criminal. Ha tenido muchísima suerte.

El hombre se acercó a él, que seguía sentado en el suelo, y lo ayudó a levantarse.

—¿Suerte? ¿Suerte por qué? —preguntó Gropius con claras muestras de turbación.

Los agentes de investigación criminal estaban bastante familiarizados con aquel tipo de situaciones y no prestaron atención a las palabras de Gregor.

—¡El fuego! —masculló Gropius, y señaló con el brazo extendido en dirección a las llamas, como si los hombres no se hubiesen dado cuenta de nada.

Uno lo agarró del brazo para llevárselo de allí.

—No pasa nada —dijo, para calmarlo—, los bomberos ya están avisados. Debe estar contento de haber sobrevivido usted al atentado. ¡Acompáñenos!

Como si fuera importante saber qué hora era, Gropius lanzó una mirada a su reloj. Las manecillas marcaban las 16.19 horas. Siguió a los hombres en silencio hasta la carretera. Allí esperaba un BMW beige, uno de esos vehículos discretos que lo seguían desde hacía días; pero en ese momento no cayó en la cuenta.

La puerta del lado del acompañante estaba abierta, como si hubiesen bajado del coche a toda prisa.

Le pidieron a Gropius que pasara al asiento de atrás. Después, el vehículo arrancó y avanzó en dirección a la autopista. Durante el trayecto, el copiloto llamó por teléfono a diferentes departamentos. Vehículos con luces azules y coches de bomberos se cruzaron con ellos por el camino con los aullidos de sus sirenas. Cuando el BMW se incorporó a la autopista en dirección a Munich, Gropius volvió en sí; hasta entonces no había estado en situación de formar ni un solo pensamiento con claridad.

Había olvidado por completo lo sucedido desde que se había marchado precipitadamente de casa de Felicia. Entonces intentó recordar con todas sus fuerzas, pero no lo lograba. Lo único que seguía viendo ante él era aquel paquete amarillo con la dirección de Felicia y el remite de la empresa de venta por catálogo.

—Un paquete amarillo —pronunció en voz baja—, un paquete amarillo.

—¿Qué ha dicho? —El copiloto se volvió hacia él.

—Ah, nada. Sólo intento recordar. La bomba estaba oculta en un paquete amarillo, sí, era un paquete amarillo, dirigido a Felicia Schlesinger.

Los dos agentes de investigación criminal intercambiaron una mirada significativa, después el copiloto cogió el teléfono y transmitió la información. Gropius escuchó con indiferencia, como si el asunto no fuera con él.

Sin embargo, de pronto preguntó:

—¿Cómo es que se han presentado tan de prisa?

Sin apartar la mirada de la carretera —el coche iba a gran velocidad—, el conductor respondió:

—Desde hace unos días, su coche lleva un emisor de señales. En todo momento hemos sabido dónde se encontraba. ¿Se le ocurre quién puede haber colocado ese micrófono?

—¿Cómo? —preguntó Gropius, asombrado—. ¿Quiere decirme que ese emisor lo ha instalado otra persona?

El conductor, un joven de pelo largo y engominado, soltó una risa forzada.

—Justamente. Un trasto barato con un alcance nada fuera de lo común, que se puede localizar con un rastreador sencillo.

—¿Adónde me llevan ahora? —preguntó Gropius tras reflexionar un rato sin llegar, no obstante, a ninguna conclusión nueva.

—A nuestra unidad —contestó uno de los agentes—. ¡Me parece que ahora nos debe más de una explicación!

—¿Una explicación? —Gropius sacudió la cabeza y se entregó a sus reflexiones.

El edificio de los alrededores de la estación central resultaba exiguo, frío y hermético. Sin embargo, Wolf Ingram, el director de la comisión especial Schlesinger, se mostró educado y solícito con Gropius, al menos de una forma muy diferente a la del fiscal Renner, al que aún recordaba con total desagrado.

Según la costumbre de un experimentado agente de investigación criminal, Ingram le comunicó al profesor Gropius cuáles eran sus derechos, pidió permiso para grabar la conversación y empezó a hacerle preguntas:

—¿Qué relación tiene con la señora Schlesinger?

La pregunta era de esperar, y Gropius la había esperado. Por eso permaneció calmado y respondió:

—Ninguna, si es que se refiere a ese tipo de relación. Ya saben en qué aciagas circunstancias nos hemos conocido. Vi a la señora Schlesinger por primera vez hará unos cuantos días. Pensaba que la viuda podría arrojar algo de luz sobre las circunstancias de la muerte de su marido. Igual que antes, soy de la opinión de que la clave del crimen hay que buscarla en el propio Schlesinger. Hoy habíamos quedado en vernos por segunda vez.

—¿Quién lo sabía?

—Nadie, aparte de la señora Schlesinger y yo mismo.

—¿Cómo ha acabado la bomba en su coche?

—Yo he metido el paquete en el maletero.

Ingram, que estaba sentado a su escritorio frente al profesor, le clavó la mirada.

—¡Eso va a tener que explicármelo mejor!

—Bueno, estábamos hablando, y la señora Schlesinger insinuó algo acerca de que su marido había llevado una doble vida, si se me permite decirlo, una vida algo peculiar que suscita algunas preguntas. Aunque eso no es asunto mío. De pronto ha sonado el timbre. Un mensajero ha traído un paquetito amarillo, de unos veinte por treinta centímetros, dirigido a Felicia Schlesinger y con remite de una empresa de venta por catálogo llamada Fontana.

—Tanto más sorprendente que haya guardado usted el paquete en su coche.

—¡No lo he hecho de buenas a primeras! Le he preguntado a la señora Schlesinger si estaba esperando un envío de ese catálogo, y me ha respondido que no. Eso me ha hecho desconfiar. He tenido un mal presentimiento y, no me creerán, pero un sexto sentido me ha dicho que en el paquete había una bomba.

Ingram no apartaba la mirada de Gropius.

—Ya sé lo que piensa —siguió diciendo el profesor—. ¡Cree que estoy loco o que me he inventado una historia novelesca, tan dudosa como que la Biblia tiene sentido del humor!

—¡De ningún modo! —lo interrumpió Ingram—. Las investigaciones en un caso como éste suelen consistir en una sucesión de hechos dudosos que, sin embargo, al sumarse dan un resultado lógico. Por eso lo creo, profesor. Si lo he entendido bien, usted quería alejar de la casa lo antes posible ese paquete en el que intuía que había una bomba. ¿Cómo ha reaccionado entonces la señora Schlesinger?

Gropius lo pensó.

—No sé qué decirle. Ahí me falla la memoria. Mis acciones sólo respondían a un único pensamiento: «¡Deshazte de eso!».

—¿Por qué ha salido de su vehículo poco antes de que volara por los aires?

Gropius se encogió de hombros.

Felicia Schlesinger llevaba horas intentando ponerse en contacto con Gropius por el teléfono del coche, todo en vano. Lo único que oía era esa misma voz artificial: «El abonado no se encuentra disponible en estos momentos». Movida por la inquietud, caminaba de un lado para otro por la gran sala de estar con los brazos cruzados. De vez en cuando se quedaba parada y miraba por los altos cristales hacia el lago de abajo, donde las luces del paseo centelleaban en la orilla contraria. Sus pensamientos giraban en torno al paquete amarillo con el que Gropius había desaparecido de una forma tan precipitada y a la amenaza telefónica de aquel desconocido. Los sucesos de esa tarde aún le parecían del todo irreales, pero las dos tazas que había sobre la mesita dejaban irrefutablemente claro que aquella pesadilla era real y, cuanto más tiempo pasaba sin poder dar con Gropius, más segura estaba de que algo debía de haberle sucedido.

Alrededor de las siete de la tarde, encendió el televisor. En las noticias informaron sobre el desastre ecológico de un petrolero frente a las costas de África occidental, un atentado suicida en Israel, y finalmente: «Esta tarde, un vehículo ha hecho explosión en una carretera secundaria del lago Tegern. Según fuentes policiales, se trataba de un coche bomba. La detonación ha sido tan intensa que parte del vehículo ha salido despedido a más de cien metros. De los ocupantes no se tiene ninguna pista por el momento».

Felicia escrutó la oscuridad del exterior. Durante unos segundos, no fue capaz de asimilar nada. Después, poco a poco, mientras contemplaba su reflejo en el cristal, fue cobrando conciencia de la espantosa realidad. Para no caerse, presionó ambas manos contra el cristal de la ventana. Gropius había muerto. «Aunque, en realidad —pensó—, ¡el atentado iba dirigido a mí!». Se le revolvió el estómago, como si se hubiera tragado una docena de saltamontes. Con la mirada perdida, Felicia se arrastró hasta el sillón orejero y se dejó caer como un peso muerto. Extraños jirones de pensamientos cruzaban su mente sin ninguna coherencia: el dinero no da la felicidad y el dinero de procedencia desconocida menos aún; el que comete un asesinato puede cometerlo también una segunda vez. ¿Qué le había ocultado Schlesinger?

De repente, Felicia se sintió extraña y abandonada en la gran casa. Sintió frío. Y fue invadiéndola el miedo; una visión imprecisa de hombres que la perseguían. Felicia sintió una angustia espantosa, como en uno de esos sueños en que una fuerza inexplicable le paraliza a uno las piernas y le impide echar a correr.

En algún momento, cuando la tensión al fin remitió, respiró hondo, temblorosa, y se levantó. Se dirigió al dormitorio, cogió algo de ropa interior y un par de prendas y las metió en una bolsa de viaje; se puso un abrigo ligero y bajó al garaje. Después de dejar la bolsa en el asiento del acompañante de su Golf rojo, presionó un botón y la puerta del garaje empezó a levantarse. Ya se disponía a subir al coche cuando dos hombres entraron desde la calle.

—¿Señora Schlesinger?

—¿Sí? —repuso Felicia, con inseguridad.

—Me llamo Ingram, dirijo la comisión especial que debe esclarecer la muerte de su marido. Éste es mi compañero Murau. Estamos ante una nueva situación…

—¿Está muerto? —interrumpió Felicia.

—¿Quién?

—¡Gropius!

—No. El profesor Gropius salió de su vehículo poco antes de que la bomba hiciera explosión. Como suele decirse, no ha sido más que el susto.

Felicia se sintió caer y se apoyó contra el capó de su Volkswagen. Apretó las manos entrelazadas entre las rodillas y miró fijamente al suelo, frente a sí.

Ingram se mostró comprensivo con el comportamiento de la mujer y le dejó su tiempo antes de preguntarle:

—¿Se va de viaje?

—¿De viaje? —Felicia lo miró, molesta—. ¡Tengo que salir de aquí! Oiga, tengo miedo, miedo, ¡miedo!

—La comprendo —repuso Ingram con voz calmada—. Sin embargo, debo pedirle que nos responda a un par de preguntas. Es importante. ¡Quizá también para usted!

Felicia volvió a entrar en la casa con los dos hombres y les ofreció asiento.

—Hemos hablado largo y tendido con el profesor Gropius —empezó a decir Ingram—, nos ha expuesto los sucesos desde su perspectiva. Ahora me gustaría oír su versión.

—¿De verdad no le ha pasado nada a Gropius? —quiso saber Felicia una vez más.

—Nada —contestó Murau—. Lo encontramos sentado en el suelo del bosque, a unos cien metros del coche siniestrado.

—Ya sabrá usted —prosiguió Ingram— que el profesor le ha salvado la vida.

Felicia se puso tensa. Intentó alisarse el pelo recogido con manos rígidas, aunque no había motivo para ello.

—Entonces ya lo saben todo —dijo, furiosa.

Ingram inclinó la cabeza a uno y otro lado.

—Crea lo que le dice un viejo zorro de la profesión: cuando hay dos testigos de un hecho, se tienen tres versiones de lo sucedido. ¿Tiene alguna sospecha de quién puede estar tras el atentado? Debo preguntárselo: ¿tiene enemigos a quienes crea capaces de algo así?

A ninguno de los hombres les pasó por alto que Felicia, mientras reflexionaba, apretaba los puños como si en ellos guardara un secreto.

—No —respondió ella, al cabo—. Yo me relaciono con coleccionistas de arte para los que trabajo como marchante. Con ellos, como en casi todas partes, las rivalidades se arreglan a golpe de talonario y no con explosivos. El que más paga se lleva la victoria.

—¿Y su marido? ¿Tenía enemigos?

—¿Arno? Era estudioso de la antigüedad y trabajaba con inscripciones en viejos muros. Alguna que otra vez surgían rencillas en su círculo de colegas, cuando él sostenía una teoría que otro rechazaba. Pero ¿son eso enemigos? ¿Enemigos que pueden atentar contra la vida de uno?

Ingram sacó un bloc de notas de la cartera.

—¿Podría describir al mensajero que le ha entregado el paquete? ¿Qué tipo de vehículo conducía?

Felicia dejó escapar el aire por entre los labios.

—Esa pregunta ya me la he hecho yo misma. Lo único que recuerdo es que era alto y delgado, y que llevaba un mono gris o azul. Su vehículo, una furgoneta, estaba aparcado a cierta distancia de la casa. Sencillamente, no me he fijado. —Y, tras pensarlo un instante, añadió—: ¡Lo que no entiendo es lo de esa llamada!

—¿Llamada? ¿Qué llamada?

—Gropius acababa de salir de la casa con el paquete, entonces ha sonado el teléfono y una voz me ha dicho que la bomba haría explosión a las cuatro y que debía salir de la casa lo antes posible.

—¿Cuándo ha sido eso?

—¡Uno o dos minutos antes de las cuatro! ¿Qué motivo tenía el desconocido para advertirme? ¡Un loco me envía una bomba a casa y luego me avisa! No me entra en la cabeza.

Ingram no quiso hacer hincapié en el comentario de Felicia. Como experto en el ámbito del terrorismo, contemplaba los sucesos desde otra perspectiva.

—Por tanto —empezó a decir al cabo de unos instantes—, entonces supo que el paquete contenía una bomba. Sin embargo, también sabía que el profesor Gropius se había marchado con ella en el coche. ¡Para usted debe de haber sido una sensación horrible!

—¿Sensación? —exclamó Felicia Schlesinger, furiosa—. No había tiempo para ningún tipo de sensaciones. Lo único en lo que podía pensar era: tienes que avisar a Gropius. Tenía su tarjeta de visita por algún lado, y me ha parecido que tardaba una eternidad en dar con ella en el bolso. Seguramente no habré tardado más de un minuto, a lo sumo. Por fin localicé a Gropius en el teléfono del coche.

—¿Pudo avisar al profesor? —Ingram estaba asombrado—. Él no ha dicho nada de eso.

Felicia pareció turbada un instante. ¡Claro que había llamado a Gropius! ¿O tal vez no? Los acontecimientos eran tan absurdos que la hacían dudar incluso de sí misma y de sus propias acciones. No obstante, entonces recordó:

—Gropius ha preguntado incluso qué hora era. Las cuatro en punto, le he dicho yo. Luego se ha cortado la comunicación.

Ingram y Murau intercambiaron una mirada que Felicia no supo interpretar. Durante unos segundos reinó un silencio opresivo, y Felicia se preguntó, con inquietud, qué conclusiones habrían extraído de sus declaraciones los agentes de investigación criminal.

—Todavía estoy bastante confundida —prosiguió entonces—. Estoy segura de que lo entenderán. Por eso preferiría no pasar aquí la noche, sino en un hotel, en la ciudad. Durante los próximos días me encontrarán en el Park-Hilton, en Munich.

Aún no había terminado de hablar cuando sonó el teléfono. Felicia se estremeció. También Ingram puso cara de preocupación.

—¿Tiene algún reparo en que también yo oiga la conversación? —preguntó casi en un susurro.

Felicia estuvo conforme y luego se llevó el auricular al oído. Ingram se acercó a ella y escuchó.

Al otro extremo de la línea estaba Gropius.

—¡Dios mío! —exclamó Felicia, con gran alivio—. Me ha dado usted un buen susto.

Cuando Ingram reconoció la voz de Gropius, se apartó discretamente.

—Ya me había temido lo peor, porque no había manera de localizarlo por teléfono —dijo Felicia. Sus palabras sonaban rebuscadas y poco naturales—. Dos agentes de investigación criminal acaban de tomarme declaración. Ahora quiero salir de aquí. Pasaré la noche en el Park-Hilton, aunque estoy segura de que no podré pegar ojo. Usted ¿cómo está, profesor?

Los hombres, con fingida indiferencia, se comportaban como si la conversación no les interesara lo más mínimo, pero en realidad intentaban formarse una idea de la relación que unía a Gropius y a Felicia a través de las reacciones de ella. Por eso tampoco se les pasó por alto que estaban quedando en verse esa misma noche.

Poco antes de las diez, el profesor Gropius entró en el vestíbulo de tenue iluminación del hotel Hilton, junto al Jardín Inglés. Pese a que era una hora avanzada, allí aún reinaba una intensa actividad. Un grupo de turistas japoneses con su cargamento de maletas le impedía el paso, de manera que Gropius tuvo que ayudarse con las manos para llegar a su destino: un grupo de butacas bajo dos enormes plantas. Ya iba a tomar asiento cuando Felicia apareció desde detrás de aquella selva.

La vio pequeña, pálida y vulnerable, muy distinta de la mujer segura que recordaba. Se notaba que ese día la había trastornado muchísimo. «Siento mucho —decía su mirada insegura— haberlo metido en todo esto». Aunque tal vez la de él dijera: «Me ha salvado la vida, ¿cómo puedo agradecérselo?».

En momentos como ése no hay palabras adecuadas; por eso guardaron silencio. Sólo se miraron. Gropius, instintivamente, dio un paso hacia Felicia y, de repente, con un movimiento impetuoso, se abrazaron. Gropius cubrió de besos el rostro de Felicia, con intensidad y pasión, y ella correspondió a su arrebato emocional estrechándolo contra sí. Ambos se olvidaron por completo de que innumerables miradas recaían sobre ellos en el ajetreado vestíbulo del hotel.

El primero en recuperar la compostura fue Gropius. Confuso y torpe, como si hubiese osado hacer algo inapropiado, se apartó de Felicia. Entonces ella volvió en sí. Avergonzada, se recompuso la ropa y torció el gesto como lo hacen las mujeres ante el espejo cuando se maquillan. Entonces oyó que Gropius decía:

—Disculpe mi conducta. No sé qué me ha pasado.

En un primer momento, Felicia se tomó el comentario casi como una afrenta. Ningún hombre se había disculpado jamás por haberla besado, y menos aún cuando ella lo había correspondido con pasión. Sin embargo, después reflexionó mejor sobre las circunstancias en que se había producido el apasionado abrazo y contestó:

—También yo debo disculparme.

Cuando se sentaron el uno frente al otro en los cuadrados sillones negros de piel, con los codos apoyados en los reposa-brazos y las manos entrelazadas, ambos estaban tensos y contenidos. Ninguno parecía encontrar las palabras apropiadas para empezar.

—Tenía que irme —comenzó a decir Felicia al fin—, no soportaba estar en casa.

Gropius asintió en silencio.

—Siento que se haya visto arrastrado a algo que está claro que no le concierne. He estado pensando y, después de nuestra conversación, y de la bomba, ahora tengo claro que en realidad no ha tenido usted nada que ver con la muerte de mi marido.

Gropius, que miraba inmóvil y fijamente sus zapatos sin limpiar, alzó la vista. Nada le habría gustado más que dar crédito a las palabras de Felicia, pero, a esas alturas, hasta él se había convencido ya de lo contrario. No le veía sentido a que alguien quisiera liquidar a Arno Schlesinger de una forma tan arriesgada e insólita para después asesinar a su mujer de una manera no menos inusual. De hecho, después del interrogatorio de la policía de investigación criminal, tenía la impresión de que incluso Ingram había dejado de considerarlo una figura clave de los misteriosos sucesos, pero él mismo ya no era capaz de creer que todo aquello se lo hubiese deparado el azar. Además, también estaba el emisor de señales de su coche, la voz del teléfono que lo había instado a suspender las investigaciones y el intento de extorsión de Veronique.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por un locuaz camarero; un feliz acontecimiento, ya que le ahorró a Gropius tener que contestar algo a la frase de Felicia.

—¿Champán? —preguntó él a modo de invitación—. Los dos tenemos motivos para celebrar que hemos vuelto a nacer.

Felicia asintió.

Gropius pidió una botella de Veuve Clicquot y, para distender la situación, explicó que en la bodega de la viuda Clicquot, en Reims, se comía extraordinariamente y que con cada plato servían diferentes clases de champán.

Felicia no se interesó lo más mínimo por las recomendaciones culinarias de Gropius.

—¿Cómo se explica usted que la persona que llamó por teléfono pudiera atreverse a advertirme de la bomba? —preguntó, interrumpiendo los circunloquios de él—. En sí es una contradicción enviarme a casa un artefacto infernal y al mismo tiempo decirme que tenga cuidado, que es una bomba.

Gropius, pensativo, contemplaba al camarero mientras descorchaba la botella y llenaba las copas.

—Quieren infundirle miedo para que acceda a alguna clase de petición. ¿La están extorsionando?

—No.

—A lo mejor esos gángsters sólo querían volar su casa por los aires porque sospechan que allí hay alguna prueba que los incrimina.

—Y ¿a mí por qué querrían salvarme?

Gropius esbozó una sonrisa:

—Tal vez por caridad cristiana. Quién sabe. O…

—¿O?

—No estoy seguro de que la bomba no fuera dirigida a mí. En mi coche había un emisor de señales. Por lo visto no lo había instalado la policía. Así que en todo momento sabían dónde me encontraba.

—¿Usted tiene enemigos, profesor?

Gropius hizo un gesto con la mano.

—Es evidente que más de los que me temía. Pero ahora brindemos… ¡por nuestra nueva vida!

Las copas emitieron un tintineo quejumbroso.