Felicia Schlesinger había recibido la noticia de la muerte de su marido con serenidad, casi como en trance. La conmoción no se presentó hasta el día siguiente, cuando se enteró por la prensa de que alguien había atentado contra la vida de su marido. Peor aún: por el momento no podía disponer de su cadáver. Fue entonces cuando comprendió que Arno nunca volvería a casa.
Durante las horas y los días siguientes, le pasaron por la cabeza todo tipo de detalles insignificantes: que ni siquiera se había despedido de él cuando se marchó a la clínica en su viejo Citroën, que su marido se había puesto una camisa de cuadros con una corbata de rayas, que ella había olvidado darle las llaves de casa… La muerte no era un tema que tocaran muy a menudo desde aquel accidente en Jerusalén, aunque Arno había pasado meses esperando la donación de un órgano. Posiblemente habían sido más felices gracias a eso. Cuando ella preguntaba por lo ocurrido en el accidente, Schlesinger siempre le quitaba importancia. Decía que un accidente puede sobrevenirle a uno en cualquier lugar.
En esos momentos, Felicia estaba en su casa del lago Tegern, rodeada de montones de viejas fotografías, cartas e informes, y revolvía en su pasado como si entre todo ello pudiera encontrar la respuesta a la incógnita de la muerte de Arno. Sólo hacía cuatro años que se habían casado, en Las Vegas. Recordaba la dirección tan bien como su fecha de nacimiento: Las Vegas Boulevard 1717, Chapel of the Flowers.
Se habían conocido tres meses antes, en París, en casa de un coleccionista de arte para el que ella trabajaba. No había sido amor a primera vista, sino más bien curiosidad y fascinación, puesto que ambos eran, a su manera, individualistas y muy exigentes. Felicia tenía cuarenta años y ya se había quedado viuda: una imagen espantosa, porque a las viudas suele imaginárselas viejas y apesadumbradas.
Felicia Schlesinger no tenía que preocuparse por su futuro. Se mantenía a sí misma desde que era joven y se había forjado un nombre como marchante de arte. El hecho de que a veces ganara más que Arno se debía a la profesión de él. Los eruditos no suelen ser ricos.
Sin embargo, esa mañana de viernes, su concepción del mundo empezó a tambalearse. No sabía qué estaba buscando —de todas formas, nunca habían tenido secretos el uno para el otro—, pero de repente, mientras clasificaba el correo que había quedado sin abrir, se encontró con un sobre marrón sin más datos que la inscripción «UBS». Lo abrió con cierta indiferencia y sacó un extracto de cuenta de la Unión de Bancos Suizos. Felicia tuvo que hacer dos intentos para asimilar la cifra de diez dígitos que leyó: 10.327.416,46 euros, diez millones trescientos veintisiete mil cuatrocientos dieciséis euros, el saldo de una cuenta a nombre de Arno Schlesinger.
Sacudió la cabeza; no salía de su asombro. ¿Qué era todo aquello? ¡Diez millones trescientos veintisiete mil cuatrocientos dieciséis euros! Una fortuna. ¿De dónde narices había sacado Arno tanto dinero? Él no era precisamente un gran empresario, un frío hombre de negocios que acumula algún que otro millón como si nada.
Con inseguridad, más bien con desconcierto, dejó a un lado el extracto bancario y se ocupó otra vez de las viejas fotografías: Arno y Felicia en Nueva York, los dos en Isla Mauricio, o frente a un hotel en Ravello. De súbito, tuvo la impresión de que el hombre de las fotos era otro, de súbito su tristeza se transformó en rabia, rabia hacia sí misma por no haber sido ni la mitad de lista de lo que había creído o, en todo caso, demasiado ingenua como para darse cuenta de que Arno tenía negocios lucrativos. Pero ¿por qué? ¿Por qué no le había hablado de ese dinero?
Felicia, con una fotografía de Arno en la playa de Hurgada en las manos, se preguntó de repente quién era en realidad aquel hombre en bañador con el que había estado casada durante cuatro años. ¿Un estafador? ¿Un timador? Tuvo que reconocer, con resignación, que no conocía realmente a su marido. «Da igual, nos queríamos —pensó—. No nos iba mal en la cama, y casi nunca discutíamos, pero ¿podría decirse por eso que nos conocíamos?».
Si lo pensaba con objetividad, habían tenido muy poco tiempo para dedicarse el uno al otro. Arno viajaba por todo Oriente, dirigía excavaciones en Siria e Israel y, cuando volvía a casa, redactaba innumerables informes o se sumergía en sus libros. La vida de ella no transcurría de una forma muy diferente. Siempre de viaje, negociando compras y ventas de valiosas pinturas, esculturas y mobiliario entre coleccionistas de toda Europa. Su discreción era altamente apreciada y aún mejor pagada. Con la ayuda de Felicia, los coleccionistas podían mantener el anonimato y evitarse los impuestos y las caras casas de subastas, que exigían hasta un cuarenta por ciento por sus servicios. Ella trabajaba por un siete por ciento del precio estimado, por lo que en algunos círculos también la conocían como «Miss Siete por Ciento».
Esa mañana de viernes, de todas formas, comprendió que ella y Arno habían sido dos solitarios unidos por el matrimonio. Tenían amigos, pero cada uno los suyos.
Ella no soportaba a los de él, y a él tampoco le caían bien los de ella. A ella los de él le parecían unos aburridos que sólo vivían para sus conocimientos… para sus conocimientos, justamente, porque de sus conocimientos, más que vivir, se mantenían a flote. Él calificaba a los amigos de ella de personajes extravagantes que no sabían qué hacer con su dinero. El hecho de que no hubieran discutido nunca por ese tema, que ha provocado la ruptura de más de un matrimonio, rayaba en milagro, pero así había sido. Eso le dio que pensar.
La muerte de Schlesinger se le apareció de repente bajo una luz muy distinta.
El mundo de Gropius había descarrilado. A solas en su casa, mientras cavilaba, confuso, cada vez era más consciente de su desamparo y de su impotencia.
Entonces sonó el teléfono.
—Soy el fiscal Renner.
«Vaya… Usted… Justo lo que me faltaba», querría haberle dicho Gropius, pero reflexionó un poco y, en lugar de eso, preguntó con cortesía:
—¿Qué puedo hacer por usted? ¿Hay alguna novedad?
—¿Novedad? ¿Es que todavía no ha leído los periódicos de la mañana, profesor?
—No —replicó Gropius—, y tampoco me apetece leer esa basura.
—Pues debería, incluso por su bien. ¿Qué tiene que decir al titular de «Paciente víctima de la mafia del tráfico de órganos»?
La conversación quedó atascada.
—¿No me ha oído? —preguntó Renner tras una interminable pausa.
—Sí —respondió Gropius con cierta inseguridad.
Sabía que debía sopesar con cuidado cada una de sus palabras.
—Bueno, ¿qué tiene que decir al respecto, profesor?
—Me parece sencillamente imposible. ¡No en nuestra clínica! Además, no veo qué sentido tendría preparar un órgano para trasplantarlo y matar a un paciente.
—Yo lo veo de otro modo. Puedo imaginar toda clase de motivos para esos distinguidos caballeros de la mafia.
—¡Despierta usted mi curiosidad, señor fiscal!
—Por ejemplo, la muerte de un paciente provocada con alevosía podría ser una advertencia dirigida a usted para que colabore con ellos.
—Eso no puede decirlo en serio, fiscal. ¿No estará acusándome de colaborar con la mafia?
—¡No lo estoy acusando de nada en absoluto, profesor Gropius!… ¿Conoce a un tal doctor Prasskov?
Gropius se sobresaltó. El avispero que había tomado posesión de su cerebro en los últimos días lo sumió en un estado de pánico.
—¿Prasskov? —preguntó, vacilante—. ¿Qué tiene que ver Prasskov con todo esto?
—¡Le he preguntado si conoce al doctor Prasskov!
—Sí. Ligeramente. Hemos jugado juntos al golf varias veces, y en alguna ocasión hemos ido a tomar una copa después.
—Vaya, vaya. Está visto que en el campo de golf es donde se cierran los mejores negocios.
—¿Qué quiere decir con eso de negocios? Prasskov es cirujano plástico. Se gana la vida eliminando líneas de expresión de los rostros de ricas damas e inyectándoles silicona en según qué lugares. Él hace su trabajo y yo el mío. No comprendo su pregunta. ¿Qué tiene que ver Prasskov con mi caso?
—Eso sí se lo voy a decir, profesor. La mafia del tráfico de órganos está controlada por los rusos. Según la documentación de la Oficina Federal de Investigación Criminal, en la Europa del Este existen tres bandas rivales que proporcionan cualquier órgano que se desee por una gran cantidad de dinero; un corazón o un hígado de encargo, disponible en un plazo de dos semanas. Para ellos, asesinar no representa un problema. Pasan, literalmente, por encima del cadáver de quien haga falta.
—Es posible. ¡Pero no todos los médicos rusos de Alemania tienen que ser mafiosos!
—Seguro que no —repuso Renner y, con cierto triunfalismo en la voz, añadió—: Aunque, entonces, tal vez pueda usted explicarme por qué el doctor Prasskov ha desaparecido tan repentinamente del mapa.
—¿Qué quiere decir con que Prasskov ha desaparecido?
—Que se ha esfumado. Hoy, a primera hora, hemos registrado su consultorio de Grünwald. Impresionante, tanto el mobiliario como los aparatos, todo de lo mejorcito, pero ningún documento, ningún informe, nada que pudiera darnos la menor pista sobre su actividad profesional. ¿Qué me dice a eso, profesor?
Gropius inspiró con dificultad.
—Sí que es extraño…
De pronto le vinieron a la mente las misteriosas llamadas, la voz de la grabación, la reiterada amenaza, todo aquello llevaba la firma de una distinguida organización, sin duda. Sin embargo, ¿era Alexej Prasskov un mafioso? Para él, Prasskov era un tipo simpático con mucho aguante para la bebida, divertido, y a veces incluso chistoso e ingenioso. A lo mejor ésa era precisamente la máscara tras la que se ocultaba un mafioso. Los asesinos rara vez tienen el aspecto que uno esperaría de ellos. Las tragedias personales, eso lo sabía Gropius desde siempre, escapan a toda lógica y a toda ley de la probabilidad. Irrumpen de pronto en la vida de uno, como un temporal en pleno verano, imprevisibles e inevitables.
—No salgo de mi asombro —dijo Gropius, sólo para poner fin a su largo silencio.
—También a mí me sucedería, en su lugar —replicó el fiscal con insolencia—. En cualquier caso, las cosas no pintan bien para usted, profesor. No obstante, su situación podría mejorar si confesara…
—¿Confesar? —A Gropius le salió la voz destemplada—. ¿Qué clase de confesión quiere? Me endosaron un órgano contaminado y ahora me exige que redacte una confesión… ¿Qué narices es lo que quiere oír?
—No lo sé. A lo mejor que alguien ha intentado presionarlo, que le han propuesto colaborar con esa gente, qué sé yo.
—¡Pero si no ha habido ningún intento de presión! No tenía ni idea de que pudiera serle útil a la mafia del tráfico de órganos. El sistema de Eurotransplant está abierto a todo el que quiera participar en él. En todo momento se puede acceder por internet a cada dato, a cada donante, a cada receptor. Además, para realizar un trasplante se requiere un equipo de especialistas que extraiga un órgano y otro equipo de especialistas que lo trasplante en el paciente.
Renner soltó una carcajada maliciosa.
—No crea que no soy consciente de ello, profesor. Pero olvida que estamos hablando de mucho dinero, de auténticas fortunas, y cuando están en juego semejantes cantidades, también los especialistas flaquean. Sobre todo cuando proceden de Polonia o Rusia. La frontera polaca queda tan sólo a ciento veinte kilómetros de Berlín; apenas trescientos kilómetros más, y ya está usted en Rusia. Allí, con un solo trasplante ilegal, un cardiocirujano puede ganar más que con medio año de trabajo ordinario en una clínica. Allí, las consideraciones morales se esfuman más de prisa que un perfume barato.
—Todo eso está muy bien, pero ¿podría decirme qué papel se supone que juego yo en todo eso?
Por primera vez, a Renner parecía costarle encontrar una respuesta.
—Permita que le responda con otra pregunta, profesor —dijo finalmente—: ¿Podría jurar que todos los pacientes que han pasado a mejor vida en su clínica también han salido de ella con todos sus órganos?
Gropius comprendió en seguida lo que Renner insinuaba, y su ira creció desmesuradamente. Aquel joven insolente, aquel arribista, necesitaba resultados porque buscaba un caso que lo hiciera resplandecer. Seguro que odiaba a todos los médicos a causa de alguna experiencia traumática o porque le habría gustado ejercer él mismo esa profesión. (Ya se sabe que, a los médicos, o se los venera, o se los desprecia; entre los médicos y el resto de la humanidad no hay nada que pueda catalogarse de «normal» entre esos dos extremos). Estaba claro que Renner lo irritaba, lo irritaba sobremanera, pero ¿quién podría recriminárselo, en aquella situación y con semejante interlocutor? En cualquier caso, le lanzó al enérgico fiscal un par de palabras que no mejoraron su situación en modo alguno, pero que le reportaron satisfacción y mejoraron notablemente su bienestar general; Gropius vociferó al auricular:
—¡Renner, es usted un idiota, y no tengo por qué oír unas acusaciones tan impertinentes viniendo de usted!
Y, dicho esto, colgó de golpe. Creyó que el aparato se partiría en mil pedazos.
—Prasskov —masculló, y negó con la cabeza.
Felicia Schlesinger contemplaba perpleja el último titular del Bild. La noticia de que su marido podía haber sido víctima de la mafia del tráfico de órganos la había sacudido como un bofetón. Se pasó todo el día y la noche siguientes intentando reunir todos los elementos de la vida de Schlesinger que pudieran estar relacionados con su muerte. Sin embargo, igual que con un puzzle en el que falta una pieza de la imagen, no llegó a ninguna parte, ya que la pieza que faltaba era precisamente el eslabón fundamental que debía darle sentido al todo.
El dinero, esos diez millones, era lo que más la había exasperado; tanto, que hasta el momento sus reflexiones escapaban a toda lógica. Desde luego, era concebible que Arno hubiese sido víctima de alguna maquinación criminal y, sin duda, su asesinato destilaba algo de mafioso. Sí, eso es lo que habría creído de no haber encontrado por casualidad aquella cuenta secreta. Los mañosos rara vez pagan diez millones por un servicio para después liquidar al beneficiario de esa fortuna, y menos aún de una forma tan minuciosa, que conllevaba tanto peligro de ser descubierto. Además, Schlesinger no era de los que se mezclaban con la mafia. Un insignificante detalle deshonesto en los impuestos, de apenas mil euros, le había impedido dormir durante días. No, Arno no tenía una relación sana con el dinero, y de no ganar ella una buena cantidad, su nivel de vida se habría visto muy perjudicado.
Una vez más, Felicia sacó el extracto de cuenta del sobre marrón y leyó la cantidad a media voz, como si quisiera interiorizarla: diez millones trescientos veintisiete mil cuatrocientos dieciséis. Era una suma tan absurda e irreal para un estudioso de la antigüedad que su muerte tenía que estar relacionada de algún modo con ese dinero.
Felicia pensó que quizá sería mejor dejarlo todo como estaba. Tal vez debería organizarle un funeral respetable a Arno y comenzar una nueva vida con esos millones. Sin embargo, la curiosidad la atormentaba y la impelía a indagar sobre la letal procedencia del dinero, por mucho que —de eso Felicia fue consciente desde un primer momento— ella misma se pusiera en peligro al hacerlo.
En el estudio de Arno, cuyas paredes, salvo por la amplia ventana con vistas al lago, estaban repletas de estanterías, había un viejo archivador, flanqueado por grandes libros, del que surgía el trabajo de media vida contenido en pilas de hojas escritas con letra apretada. Felicia jamás se habría atrevido a sacar ni tan siquiera una hoja de allí, como tampoco a preguntar por el contenido de cualquiera de aquellos apuntes. Sentía demasiado respeto por el trabajo de Arno para hacer algo por el estilo. No es que hubiese acogido las investigaciones de él con indiferencia; al contrario, Felicia habría deseado participar más en su fascinante trabajo en alguna que otra ocasión.
Rara vez la había informado él de sus excavaciones y de las teorías que resultaban de un hallazgo en concreto. Cuando se daba el caso, Schlesinger hablaba en un tono que le hacía parecer otra persona, como si viniera de otro mundo, y ella lo escuchaba con los ojos encendidos, igual que una niña escucha a un contador de cuentos.
Felicia no pudo evitar sonreír al recordar la frase que le había dicho Arno al principio de estar casados: «Los arqueólogos pueden vivir en el ayer o en el mañana —la había informado con gesto serio—, pero nunca en el hoy». En aquel entonces había tardado un poco en comprender esas palabras, pero poco a poco había ido entendiendo qué había querido decirle con eso y había llegado a conformarse con la conducta a menudo insólita de su marido.
El desorden que se intuía bajo las montañas de papel era sólo aparente, igual que el caos de un hormiguero no es más que aparente. En realidad, Schlesinger vivía con las peculiaridades a veces casi grotescas de un pedante: por ejemplo, cada objeto de su escritorio de finales del XIX tenía una colocación exacta. Arno podría haber llegado ante el archivador con los ojos vendados y haber sacado con mano segura el documento deseado; una habilidad por la que Felicia admiraba a su esposo.
Le pareció innecesario ocuparse en leer con detalle los informes, sobre todo porque cada uno de los compartimentos estaba rotulado con cuidado, y las pilas de papeles tenían explicativas notas adhesivas. Esas etiquetas sólo les decían algo a los iniciados: «Gebel Musa», «Sinaí», «Qumran» o «Bogazköy». Felicia no era capaz de imaginar que los diez millones hubiesen dejado alguna señal precisamente allí, en medio de aquellos documentos. Además, no sabía qué aspecto debía de tener una señal de esas características.
A lo mejor, la Unión de Bancos Suizos de Zurich, que administraba la cuenta millonaria, podría arrojar luz sobre tanta oscuridad, así que Felicia decidió coger un avión en dirección a esa ciudad y al lago del mismo nombre, que ella conocía bien porque muchos de sus clientes vivían allí. El deslumbrante mundo de la Bahnhofstrasse, donde Cartier, Ferragamo y Louis Vuitton se apretaban entre los palacios de los bancos y las compañías de seguros, siempre la había fascinado muchísimo menos que el hecho de que bajo el pavimento descansaran oro y divisas suficientes para comprar medio mundo.
El vestíbulo de la señorial UBS se asemejaba más a una sala de baile con luz natural que a la sala de ventanillas de un banco, y la solicitud con que los cajeros trataban a sus clientes dependía del provecho que se sacara de sus negocios. Ante un caballero de edad avanzada y con gafas de montura al aire —cuyos traje oscuro y corbata plateada habrían hecho dudar de que no trabajara como director de orquesta de cámara de no haber sido por la plaquita plateada que llevaba en la solapa con la inscripción «Sr. Nebel»—, ante el señor Nebel y su elegancia casi insuperable, pues, Felicia se presentó como heredera y entregó el documento que certificaba la defunción de su marido. El director de orquesta se deshizo en fórmulas de cortesía y le rogó unos instantes de paciencia. A continuación desapareció con la documentación que le había presentado, antes aun de que Felicia pudiera preguntarle nada ni explicarle el motivo de su visita.
Cinco minutos después, el cajero regresó y le devolvió los documentos. Con un retraimiento que no se correspondía lo más mínimo con su aspecto, y con un marcado acento de Zurich, le dijo:
—Ha sucedido algo de lo más curioso, si me permite el comentario.
—El dinero ha desaparecido… —se adelantó Felicia.
El señor Nebel entrelazó las manos y, sonriendo, replicó:
—¡Pero qué se cree usted! En un banco suizo no se pierde ni un céntimo. No, no es eso. Tenemos un sobre del titular de la cuenta que, en caso de defunción, debíamos entregar a su esposa, Felicia Schlesinger, que es usted. Es curioso, ¿no?
—¿Curioso? —Felicia no sabía cómo reaccionar.
—Sí, curioso. Aunque no es de mi incumbencia. Casi se diría que el titular había presentido su muerte, ¿verdad? Así pues, le hago entrega del sobre y, si lo desea, la dejaré un par de minutos a solas.
A Felicia le temblaron las manos al recibir la carta. El sobre, con letra de Arno, decía: «Entregar a la señora Felicia Schlesinger en caso de mi fallecimiento».
¿Qué quería decir todo aquello? Felicia notó cómo le afluía la sangre a la cabeza. Abrió la carta con ceremonia, casi con afecto, ayudándose de sus afiladas uñas y, mientras lo hacía, miró con temor en todas direcciones para asegurarse de que nadie la observaba.
Se encontró con unas cuantas líneas garabateadas a toda prisa en un papel de carta del banco:
¡Felicia, mi niña!
Si llegas a leer estas líneas, seguramente habrás pasado unos días o unas semanas exasperantes (incluso meses, quizá). Por desgracia, mi niña, no podía evitártelo. Hasta tengo mala conciencia. Tarde o temprano, todos tenemos que morir. Tú eres joven y puedes comenzar una nueva vida, y para eso el dinero te será de ayuda. Sabía que acabarías por descubrir la existencia de esta cuenta. No preguntes de dónde ha salido el dinero. Está ahí y ahora es tuyo. Que seas feliz.
Te quiero,
A.
Las líneas se desvanecieron ante sus ojos como gotas de agua en un bidón para la lluvia.
Felicia se enjugó un par de lágrimas disimuladamente. Nadie debía verla llorar en aquel vestíbulo.
Cuando Nebel regresó a su puesto, preguntó con profesionalidad:
—¿Cuánto quiere que le entregue, señora? ¿Cien mil, medio millón?
Felicia no hizo caso de la pregunta. Lo que le interesaba no era el dinero en sí, sino saber de dónde habían salido aquellos diez millones y de qué modo habían llegado a aquella cuenta, así que preguntó:
—¿Puede decirme de dónde procede el dinero? Me refiero a si se puede rastrear quién transfirió esa cantidad a esta cuenta.
Nebel manejaba el ordenador como si sus dedos resbalasen sobre las teclas de un clavicémbalo.
—Tendría que poder hacerse —comentó con interés, y al cabo de un instante añadió—: Los diez millones de euros fueron ingresados en metálico el 19 de julio del año pasado por Arno Schlesinger. Se comprobó la autenticidad de los billetes, así que no tiene de qué preocuparse.
Cuando Felicia salió a la acera de la Bahnhofstrasse, lucía el sol, pero un viento gélido soplaba con fuerza sobre el pavimento. Le sentó bien; tenía la sensación de que la cabeza iba a estallarle de un momento a otro. La actividad diligente que reinaba a su alrededor quedaba muy lejos de ella, que tan sólo oía sonidos tenues y lo veía todo como a través de un velo ocre.
—¿Por qué? —murmuró Felicia mientras caminaba—. ¿Por qué me haces esto, Arno?
¿Por qué no le había dicho la verdad?… Y, pese a que un instante antes aún lo amaba, en ese momento volcó su cólera sobre él. La invadió la rabia porque Arno, aun muerto, seguía jugando con ella.
A su regreso, Felicia se encontró con una carta del profesor Gropius en la que éste le pedía que se entrevistaran. Las circunstancias los habían puesto a ambos en una situación que requería una aclaración urgente. Puesto que Gropius había expresado su deseo con comprensivas palabras de pésame, Felicia no vio motivo para negarse.
Quedaron por teléfono en verse en el invernadero de palmeras del parque del palacio de Nymphenburg. Gropius había propuesto ese punto de encuentro, en la otra punta de la ciudad, porque creía que era mejor que nadie los viera juntos, y ella había accedido en seguida.
Cuando el otoño tiñe las hojas de amarillo y rojo, en el parque del palacio de Nymphenburg da comienzo la más hermosa estación del año. Japoneses, estadounidenses e italianos ceden de nuevo a los lugareños el silencio de los jardines. Sólo los cisnes del canal añoran a los extranjeros, porque otra vez tienen que preocuparse de buscar algo que comer.
Después de aparcar su Jaguar frente al ala lateral izquierda del palacio y entrar en el parque por el portón de artística fragua, Gropius se sorprendió pensando que ya se había formado una imagen mental de la viuda Schlesinger. Tras su breve conversación telefónica, esperaba encontrar a una mujer marcada por el destino, encerrada en sí misma, con ojos llorosos y vestida de luto.
Por eso se sorprendió cuando, apenas se hubo sentado a una de las mesas del café del invernadero de palmeras, se acercó a él una mujer discretamente maquillada, con la melena oscura suelta, una falda gris y una americana granate, y con una sonrisa afable, le dijo:
—Usted debe de ser el profesor Gropius. Soy Felicia Schlesinger.
—¿Usted? —Aquella estúpida reacción abochornó al profesor, que se apresuró a añadir una disculpa—: Perdone, señora, pero mi pensamiento me había llevado muy lejos de aquí y, si he de serle sincero, también me la había imaginado de otra forma. ¡Tome asiento, por favor!
Felicia aceptó la invitación con una sonrisa de satisfacción y repuso, con simpatía:
—¿Lo dice porque no me he presentado ante usted como una viuda desolada? Bueno, es que soy de la opinión de que el duelo se lleva en el corazón, no en la ropa.
A través de las paredes de cristal del invernáculo de naranjos caían deslumbrantes rayos de sol, y las hojas de las palmeras, con sus numerosas puntas, dibujaban extravagantes patrones sobre las mesas de manteles blancos. Allí estaban sentadas aquellas dos personas cuyos destinos se habían cruzado de una forma tan inesperada como funesta. Guardaron silencio durante largo rato. Al final fue Gropius quien tomó la palabra:
—Le aseguro que siento infinitamente todo esto. Le doy mi más sentido pésame, quisiera poder hacer que nada hubiese sucedido. Le he pedido que nos viéramos con la esperanza de que ambos pudiéramos contribuir a la aclaración del caso. De todos modos, le doy ya las gracias por haber venido.
Felicia se encogió de hombros sin decir nada. Después de pedir dos capuchinos, Gropius prosiguió:
—Sólo le ruego que no crea todo lo que se publica en los periódicos. Por el momento, sólo hay pruebas de que el órgano que le trasplanté a su marido estaba contaminado, de nada más. Las circunstancias exactas de cómo pudo suceder y los motivos del autor son en estos momentos objeto de investigación por parte de la fiscalía. Eso de que la mafia del tráfico de órganos pueda estar involucrada no son más que especulaciones, y carecen de todo fundamento.
Felicia frunció los labios, miró a un lado y guardó silencio. Fue esa clase de silencio que puede resultar más doloroso que una mala palabra. Sin lugar a dudas, Felicia fue consciente del efecto de su hermetismo, y lo saboreó. No había planeado en modo alguno comportarse así ni castigar a Gropius con su silencio. Su actitud reservada nacía más bien de la incomodidad que sentía ante el hombre que cargaba con la muerte de Schlesinger sobre su conciencia. Aunque, ¿realmente era así?
El instante de silencio pareció eterno. Antes aun de que Felicia pudiera dar forma a un pensamiento que hubiera puesto fin a esa violenta situación, Gropius se le adelantó diciendo:
—No quisiera que sonara a disculpa, pero seguro que usted sabe que su marido no habría vivido mucho más de dos meses sin ese trasplante.
Felicia miró a Gropius fijamente.
—No lo sabía. Arno siempre le quitaba importancia a su accidente y a sus heridas. No quería que me preocupara.
—¿Accidente? ¿Qué accidente? Señora, si quiere saber mi opinión, su marido sufrió un atentado.
—¿Qué quiere decir con eso? Arno me dijo que lo había atropellado un todoterreno, y ¿ahora usted afirma que atentaron contra su vida? Ya no sé qué debo creer.
—Sí, es una historia asombrosa. En la clínica, Schlesinger intentó hacer creer que sus heridas internas se debían a un accidente. Yo tuve mis dudas desde el principio. La clase de ruptura del tejido hacía pensar más bien en una explosión. Al final encontré una prueba de mis suposiciones en el hígado desgarrado: un fragmento de granada, tal vez incluso de una bomba. Qué extraño que tampoco a usted quisiera decirle nada.
Claramente afectada, Felicia repuso:
—No me malinterprete, profesor, yo quería a mi marido. Pero es que era… cómo decirlo… un solitario. A veces me hacía dudar de si estaba casado conmigo o con su profesión.
Gropius sonrió con cortesía y le dio vueltas al café. Después, mientras le clavaba la mirada a Felicia, dijo:
—Desde luego, no quiero afirmar que haya relación entre las graves heridas de su marido y el órgano contaminado. Sin embargo, debe reconocer que todo esto tiene cierta pátina de misterio.
Felicia apoyó la barbilla en las manos entrelazadas y miró al cielo por el techo de cristal, como si desde allí pudieran enviarle una respuesta aclaratoria. Sin embargo, le fue negada. En lugar de eso, la invadió un asombroso sentimiento de solidaridad. Si su conducta inicial había estado marcada por la desconfianza, su suspicacia fue desvaneciéndose entonces en favor de la aceptación de que el profesor podía ayudarla a arrojar luz sobre el oscuro pasado de Schlesinger. Sin duda, ambos hacían equilibrios sobre la misma cuerda floja.
Gropius prosiguió su discurso con impaciencia:
—Permítame una pregunta, señora Schlesinger. Al echar la vista atrás, ¿encuentra tal vez otras extrañas casualidades o peculiaridades en la vida de su marido?
La respuesta espontánea de Felicia habría sido: «¡Y que lo diga!». No obstante, no era de las que hablan sin pensar. Aunque lo que acababa de oír le revolvía las entrañas, fue dueña de sí misma y contestó:
—Con lo que acaba de contarme, se me presenta un panorama totalmente nuevo. Antes de responder a su pregunta debo reflexionar con calma.
Gropius asintió. El encuentro había ido mejor de lo esperado. Felicia Schlesinger podría haberse negado o haberlo recibido con terribles recriminaciones. Sin embargo, se despidió de ella con un insinuado beso en la mano y la promesa recíproca de verse una segunda vez.
Ni Gregor Gropius ni Felicia Schlesinger repararon en que alguien los observaba a cierta distancia y les hacía fotografías con un teleobjetivo.
—Se quedará usted de piedra —dijo Lewezow con orgullosos ademanes—. En cualquier caso, no he gastado su dinero en vano.
Veronique Gropius y el detective habían quedado en aquella misma cafetería del Jardín Inglés en la que había tenido lugar su primera reunión.
—Hable de una vez —lo instó ella con impaciencia—. Eso ya me lo había insinuado por teléfono.
Lewezow agarraba con fuerza un gran sobre y no se atrevía a mirar a Veronique Gropius. Quería decirle algo importante, algo importante para él. Finalmente, con bastante dificultad, logró espetar:
—Es habitual que el trabajo del detective, en casos de un extraordinario éxito, se honre con algo más que la cantidad establecida. ¿Puedo suponer que…?
—¡Conque era eso! —Los movimientos inquietos de Veronique delataban una gran agitación y, mientras rebuscaba el talonario en el bolso, comentó con malicia—: Lewezow, ya le he dicho que en caso de que esto salga bien no seré tacaña. Así pues, ¿qué quiere?
El detective no supo si sólo había pronunciado esa frase retóricamente o si esperaba oír una cantidad determinada. Sin embargo, puesto que a él lo único que le importaba en ese caso era el dinero y, además, estaba convencido de la importancia de sus descubrimientos, respondió:
—Otros cinco mil.
Veronique enarcó sus oscuras cejas, que dibujaron dos medias lunas, y miró al detective desde abajo.
—Está bien, si sus averiguaciones me consiguen el éxito, estoy dispuesta a pagarle esa cantidad adicional. Pero antes quiero saber qué ha descubierto.
Lewezow sacó entonces del sobre seis fotografías de formato 18 × 24 y las fue dejando una a una sobre la mesa, delante de Veronique. En ellas se veía a Gropius con una mujer en el parque del palacio de Nymphenburg.
Veronique le dirigió a Lewezow una mirada de desconfianza y luego dijo:
—Gropius tiene mucho éxito con las mujeres, tiene muchas amigas. De ésta, sin embargo, aún no estaba enterada. Bueno, en este caso no se le puede negar cierto buen gusto.
Decepcionada, le pasó las fotos a Lewezow sobre la mesa.
El hombre vio entonces el momento idóneo para su gran puesta en escena y, con una sonrisa de superioridad, declaró:
—No ha resultado sencillo descubrir quién es la mujer de las fotografías. Con bastante esfuerzo, al final lo he logrado. —Se sacó de la americana un recorte de periódico sobre el escándalo del trasplante y señaló la fotografía—. Tenga. Como verá, esta mujer es idéntica a la del parque.
Veronique leyó el pie de foto: «Felicia Schlesinger, viuda del paciente fallecido de manera misteriosa».
—¡No puede ser! —murmuró Veronique varias veces para sí, mientras su mirada iba y venía de la imagen del periódico a las fotografías de Lewezow.
—Ambos somos conscientes de la sospecha que surge ahora —comentó el detective con expresión de gravedad.
—No me lo puedo creer.
Veronique sacudió la cabeza. Habría creído a Gropius capaz de muchas cosas, pero ¿que fuera capaz de cometer un asesinato? Sin embargo, no cabía duda de que todo encajaba a la perfección: Gropius tenía un lío con la mujer de Schlesinger y había buscado una forma refinada de deshacerse de su marido. Ese plan era prueba de la inteligencia de su ex. No era un hombre del que pudiera esperarse un asesinato torpe. Gropius era un analista frío que rara vez iba directo a su objetivo. Se contaba entre esas personas inteligentes que saben que una línea recta sólo es el camino más corto entre dos puntos en geometría y que, en la realidad, la vida desbarata esta ley. Veronique pensó que sólo un hombre como Gropius podía maquinar un plan tan diabólico.
Lewezow la hizo regresar a la realidad:
—Quiero decir que las fotos, naturalmente, no prueban que el profesor cargue con la muerte de Schlesinger sobre su consciencia, pero tampoco es probable que sea casualidad que los dos parezcan conocerse tan bien. A eso hay que añadirle lo insólito del lugar de encuentro y el hecho de que Gropius diera un rodeo para llegar a Nymphenburg, como si quisiera deshacerse de cualquier posible perseguidor.
—¿No reparó en usted?
—Imposible. Durante el seguimiento rara vez me encuentro a una distancia en que pueda ser visto. —Lewezow sacó un botón plateado del bolsillo del pantalón y lo sostuvo ante Veronique con sus dedos delicados—. Esto es un emisor de señales. Conseguí adherir uno igual bajo el parachoques del Jaguar mientras estaba aparcado delante de su casa. Mediante un receptor que llevo en mi coche, en todo momento estoy al tanto de su paradero.
Veronique asintió con reconocimiento, cumplimentó un cheque y se lo tendió a Lewezow con estas palabras:
—Buen trabajo, de verdad, pero doy por sentado que nadie, y repito, nadie, se enterará de esto…
—Por descontado. —Lewezow guardó las fotografías en el sobre y se lo entregó a Veronique—. Lo que haga usted con ellas es cosa suya. Sin embargo, en caso de que vuelva a necesitar mi ayuda… sigo estando disponible.
Dicho esto, se levantó y salió a toda prisa de la cafetería.
Veronique no esperaba que aquel detective afeminado fuese a proporcionarle en tan poco tiempo material para arrancarle a Gropius una indemnización suficiente. Hacía mucho que esperaba una oportunidad de someterlo, y esa oportunidad había llegado. Si Gropius no quería pasar el resto de su vida en la cárcel, tendría que acceder a todas sus exigencias… que no serían pocas.
Cuando lo llamó a casa y le pidió que se vieran, la voz de Gregor sonó exhausta e insegura. La última conversación telefónica entre ellos había tenido lugar hacía seis o siete semanas y, naturalmente, otra vez se había tratado sólo de dinero. Para Gropius era evidente que esa vez tampoco se trataría de otra cosa, por eso se negó a ver a Veronique, haciendo hincapié en que en esos momentos estaba muy ocupado y tenía pocas ganas de hablar de dinero. Que le dijera ya lo que tuviera que decirle.
Ya iba a dar por terminada la conversación y a colgar cuando oyó que Veronique, al otro lado de la línea, gritaba:
—Será mejor que no me cuelgues y me des lo que te pido si no quieres pasar el resto de tu vida entre rejas. —Gregor se quedó callado, y Veronique insistió—: Te las has ingeniado con mucho refinamiento en este asunto de Schlesinger, ¡pero no lo suficiente! ¡Te tengo en mis manos!
En otras circunstancias, Gropius habría terminado la conversación, simplemente habría colgado y se habría descargado soltando una maldición en voz baja. No obstante, en aquel momento se sentía como un boxeador abatido, y los golpes que antes habría asimilado en silencio ahora lo hacían tambalearse de nuevo. En todo caso, entró en el juego de Veronique y, con una fingida calma, contestó:
—No tengo la menor idea de qué estás hablando.
Veronique se desternilló de risa, pero era muy mala actriz, y sus carcajadas forzadas sonaron bobas y penosas.
—Tengo aquí delante unas fotos que no sólo representan el fin de tu carrera, ¡sino también el fin de tu libertad!
—¿Fotos?
—De dieciocho por veinticuatro y de muy buena definición.
Gropius se paró a pensar. Por mucho que lo intentara, no lograba imaginar qué fotografías podía haber relacionadas con la muerte de Schlesinger. Sin embargo, precisamente esa incertidumbre avivó su inquietud. Vio cómo le temblaba la mano que sostenía el auricular.
—Está bien —repuso y, ya mientras lo decía, lo lamentó—, dentro de una hora en el hotel Vier Jahreszeiten.
El vestíbulo del Vier Jahreszeiten, situado en el centro de la ciudad, en la señorial Maximilianstrasse, era un selecto punto de encuentro para las sobremesas de la alta sociedad; agentes y actores de los teatros cercanos cerraban allí sus contratos, y entre ellos también se daban cita representantes de los más bajos fondos en busca de víctimas. Cuando Veronique apareció por la puerta giratoria, con quince minutos de retraso, Gropius alzó el brazo de forma provocadora para mirarse el reloj. La falta de puntualidad no era la única mala costumbre de su mujer.
Gregor había pedido un café y, para Veronique, un Pernod. Llevaba casado con ella el tiempo suficiente para saber qué le apetecería a esa hora. El saludo fue frío. Mientras que Gropius sólo hizo ademán de levantarse del sillón pero luego permaneció sentado, Veronique torció el gesto con una sonrisa artificial que sólo denotaba desprecio antes de sentarse frente a él. Con la intención de acabar con aquel asunto lo antes posible, Gregor preguntó sin rodeos:
—Bueno, ¿qué quieres?
Veronique lo miró como si no lo viera. Aunque estaba convencida de que tenía todos los ases necesarios en la manga, se enfrentó a su marido, como siempre, con cierta inseguridad. Durante muchos años lo había admirado como una niña que adora a su padre, había venerado su inteligencia y su ambición, y la excelencia de su trato con la gente siempre había sido un modelo para ella. Ahora sentía que esos sentimientos no podían erradicarse con facilidad, ni siquiera pese a que había llegado a odiarlo. Al contrario que Gregor, ella se había preparado para el encuentro, había seleccionado las palabras adecuadas, y se había imaginado cómo reaccionaría él, pero de todo ello sólo recordaba una única frase, y esa frase la pronunció en un tono igual que el que utilizaría un atracador de bancos o un secuestrador:
—¡Quiero un millón!
Gregor asintió con comprensión, sin transmitir emoción alguna. Veronique prácticamente no había esperado otra cosa. Sabía que no le tomaría en serio aquella petición. Por eso la llevó aún más al extremo y añadió, con suficiencia:
—Además, claro está, de la indemnización negociada ya por nuestros abogados.
Mientras decía eso, Veronique sacó del bolso las fotografías de Lewezow y las dejó sobre la mesa, frente a Gregor.
Gropius las miró con perplejidad. A pesar de que sabía ocultarle su agitación al mundo, miles de pensamientos cruzaron en ese instante por su mente. ¿Cómo narices había conseguido Veronique aquellas fotografías? ¿Desde cuándo lo vigilaban? ¿Acaso se habían aliado Felicia Schlesinger y Veronique?
Mientras consideraba aún esta última posibilidad, oyó que ella decía:
—Tienes un lío con la mujer de Schlesinger y juntos tramasteis el plan para matar a su marido. No era mala idea provocar la muerte del rival en una operación. ¡Menuda carnaza para la fiscalía!
Sonrió, triunfante, sin saber que sus palabras casi eran un alivio para su marido.
Gropius guardó silencio, tardó un buen rato en reordenar sus pensamientos. Veronique ya estaba celebrando la ausencia de respuesta como una victoria.
—Si te he entendido bien, ¿quieres venderme esas fotos y tu silencio por un millón? —preguntó Gropius al cabo, y su voz sonó extrañamente indiferente.
—Si quieres expresarlo así, sí. Sabía que nos entenderíamos.
Hasta entonces habían hablado en un tono comedido. En ese momento, la voz de Gropius sonó de repente fuerte y apremiante:
—Pero ¿es que no te interesa nada más que el dinero, el dinero, el dinero?
—Lo admito —repuso Veronique, y frunció los labios con coquetería—, el dinero es mi principal interés en la actualidad. Como mujer soltera, una tiene que saber en qué situación se encuentra.
«Y con esta mujer has estado casado dieciocho años…», pensó Gropius. Después, con la única intención de molestarla, repuso:
—Tu histerismo está empezando a aburrirme. Si hubiese tenido un lío con todas las mujeres con las que he quedado en los últimos años, seguramente ya no estaría entre los vivos, habría muerto de agotamiento. —Y, mientras le devolvía las fotos, añadió—: Sólo alguien de mente sucia o una persona que no está bien de la cabeza vería en estas fotografías la prueba de una relación íntima. Y, por lo que se refiere a tu teoría del asesinato, la idea es tan absurda que casi no quiero ni comentar nada al respecto.
Gropius le hizo una seña al camarero, un hombre distinguido y de pelo cano que daba la sensación de haber venido al mundo ya con su traje negro, y pidió la cuenta. Las facciones de Veronique parecían tensas, a punto de quebrarse. De sus ojos manaba un odio infinito.
—Me encargaré de que estas fotografías se publiquen en los periódicos —le contestó—. ¡Te arruinaré de por vida! —Y, casi llorosa, añadió—: ¡Un millón y podrías ser feliz con esa guarra!
Sin embargo, Gropius no llegó a oírla. Se había levantado sin despedirse y ya estaba a medio camino de la puerta giratoria del vestíbulo.