Un kilo y seiscientos gramos de tejido humano marrón y palpitante en una solución cristaloide fría: un hígado en un contenedor de aluminio de formato vertical con la inscripción «Eurotransplant», procedente de Frankfurt y camino de Munich. Por la noche, a las 2.30 horas, el conductor había recogido el órgano destinado al trasplante en el hospital clínico de la Universidad Johann Wolfgang Goethe, en Theodor-Stern-Kai. El vehículo avanzaba ya a toda velocidad por la autopista en dirección a Munich.
Los órganos donados suelen transportarse en avión, pero esta vez, a causa de la prohibición de vuelos nocturnos en la zona, se había optado por la autopista. El ordenador de ELAS, el sistema de asignación de hígados de Eurotransplant, había designado a Arno Schlesinger, estudioso de la antigüedad, como posible receptor. Una comisión de tres médicos del hospital clínico de Munich dio su conformidad a la elección. Schlesinger, de cuarenta y seis años de edad, llevaba cuatro meses en la lista de espera y hacía seis semanas que había pasado al grado de urgencia T2. Un accidente le había dejado el hígado gravemente dañado.
El nombre del donante, como siempre, se desconocía. Tan sólo se sabía que había muerto en un accidente. Muerte cerebral alrededor de las 23.00 horas. Grupo sanguíneo del donante: AB, factor Rh negativo, antígeno compatible con A. Schlesinger, hospital clínico de Munich… Eso había computado la base de datos de ELAS en cuestión de segundos.
El doctor Linhart, médico auxiliar de guardia, había sacado de la cama al profesor Gregor Gropius, una eminencia en trasplantes a pesar de su juventud, alrededor de las cinco y media de la madrugada. Gropius se había duchado, se había tomado una taza de café instantáneo, se había puesto un traje cruzado gris, se había enderezado la corbata a juego ante el espejo, y ya conducía su Jaguar azul oscuro por el barrio residencial muniqués de Grünwald en dirección al norte.
Las calles estaban mojadas, aunque no había llovido. El cielo encapotado anunciaba un día brumoso. Era el decimosexto o el decimoséptimo trasplante de hígado de su corta y deslumbrante carrera; como de costumbre, Gropius estaba tenso. Apenas tenía ojos para el tráfico de hora punta. Se saltó un semáforo en rojo sin darse cuenta y apagó la radio del coche mientras el locutor informaba de nuevos atentados en Israel.
El médico de guardia ya había convocado al equipo quirúrgico. Para casos como ése existía un plan de emergencia que, una vez puesto en marcha, se desarrollaba con un automatismo preciso. La enfermera de noche había despertado a Schlesinger hacia las seis, y el médico del servicio clínico informó una vez más al paciente sobre la operación programada. La anestesista le administró una inyección sedante.
Con pocos minutos de diferencia, tanto el conductor de Eurotransplant como el profesor Gropius torcieron por Lindenallee. Gropius enfiló el camino hacia el aparcamiento privado de la parte de atrás. El conductor de Frankfurt entregó el contenedor de aluminio con el órgano del donante en admisión de urgencias. Ya lo estaban esperando.
Entre la llegada del órgano del donante al hospital clínico y el comienzo de la operación transcurren por regla general no más de cuarenta y cinco minutos. Tampoco tardaron más esa mañana los últimos análisis y la preparación del hígado del donante. A las 7.10 horas, el órgano estaba dispuesto para ser trasplantado en el quirófano 3.
Gropius todavía tuvo tiempo de tragar a toda prisa un frugal desayuno en la pequeña cocina de la unidad 3: dos panecillos con queso, un yogur y varias tazas de café. Después se dirigió a la antesala del quirófano para cambiarse y lavarse. Tenía mal despertar, pero todos los que iban a trabajar con él lo sabían, por lo que se limitaron a dirigirle un sucinto «buenos días».
Cuando el profesor entró en el quirófano, a las 7.15 horas, allí se encontraba ya un equipo formado por cinco médicos, dos anestesistas y cuatro enfermeras. El paciente estaba cubierto por una sábana verde. Con un gesto de la mano, Gropius le indicó a la anestesista que empezara. Minutos después, ésta le hizo una señal, y el profesor realizó la primera incisión.
Faltaba poco para el mediodía, y el profesor Gregor Gropius fue el primero en salir del quirófano a la antesala. Se había bajado la mascarilla y sostenía los brazos en alto, como un gángster detenido por la policía. Llevaba la bata verde manchada de sangre. Una enfermera se le acercó y le quitó los guantes de látex y la ropa de quirófano. Los demás miembros del equipo quirúrgico fueron saliendo a la antesala uno tras otro. Entre el personal reinaba un ambiente distendido.
—¡Mi paciente y yo agradecemos a todo el equipo su enérgica cooperación! —Gropius se llevó la mano a la frente, en un saludo militar; después se retiró a su despacho, agotado y ojeroso.
En los últimos días había dormido poco y, cuando lo había conseguido, mal. La culpa no era tanto de sus responsabilidades profesionales como de Veronique, que le hacía la vida imposible. Aquellos días, por primera vez, se había sorprendido pensando en alguna forma de eliminar a Veronique; los médicos conocen los métodos más diversos para ello. Sin embargo, entrando en razón, se había arrepentido de pensarlo siquiera, y desde entonces se sentía bastante turbado, lo asediaban las pesadillas y lo torturaba la certeza de que sólo uno de los dos saldría ileso de aquella lucha, o su esposa o él.
Dieciocho años de casados era mucho tiempo. La mayoría de los matrimonios ya no duraban tanto, y el suyo acababa de terminar. Aun así, ¿tenían que luchar a ultranza? ¿Debían intentar por todos los medios destruirle la vida al otro? Labrarse su carrera le había costado mucho esfuerzo… por no hablar de dinero, y ¿de pronto Veronique estaba dispuesta a hacer lo impensable por destruir esa carrera?
Gropius se tomó un Captagon y se dispuso a descolgar el teléfono para pedir que le trajeran un café, pero justo entonces el aparato gris emitió un agudo pitido. El profesor cogió el auricular.
—No quiero que me molesten durante la próxima media hora… —Se interrumpió, y tras unos largos segundos de reacción, añadió en voz baja y con cierta confusión—: No puede ser. Ahora mismo voy.
En ese mismo instante, Veronique Gropius entraba en una cafetería que estaba cerca del Jardín Inglés de Munich. Era la clase de mujer que atrae todas las miradas cuando entra en un local, y no sólo las de los hombres. Pese a que ese día, en contra de su costumbre, se había vestido con bastante decencia, el atractivo que le confería el traje negro causó sensación.
Era mediodía y sólo había un par de mesas ocupadas en el establecimiento, un típico punto de encuentro de estudiantes e intelectuales. Por eso Veronique llamó en seguida la atención del hombre calvo y delgado que estaba sentado a una mesa de en medio. Él era tal como se había descrito por teléfono; en cualquier caso, no se parecía en nada a la imagen que la gente suele tener de un detective privado.
—¿Madame Gropius? —preguntó el hombre mientras se levantaba de la mesa.
El tratamiento sonó algo extraño, pero iba de algún modo en consonancia con aquel hombre distinguido y elegante en el vestir.
—¿Señor Lewezow? —preguntó Veronique a su vez.
Él asintió y tuvo la atención de ofrecerle una silla.
Ambos se contemplaron durante unos incómodos instantes. Después, Veronique comentó con una sonrisa de satisfacción:
—¿Conque así es un detective privado? No se enfade conmigo si le digo que no se parece en nada a los de la televisión…
Lewezow asintió.
—¡A lo mejor esperaba a un tipo desaliñado, que fumara en pipa, con vaqueros y chupa de cuero! —Al decirlo, enarcó una ceja—. Hace relativamente poco que me dedico a esto… Aunque la calidad de mis investigaciones no se resiente en absoluto por ello, al contrario. Puedo… —Lewezow sacó una fina carpeta de debajo de la mesa—… puedo mostrarle algunas referencias.
Mientras Veronique Gropius ojeaba encargos, cartas de agradecimiento y la lista de precios de la carpeta (vio, de hecho, algunos encargos muy respetables), para ganar tiempo, preguntó:
—¿Cuánto hace que se dedica a esto? Quiero decir que, al fin y al cabo, nadie nace siendo detective privado.
—Cuatro años —contestó el hombre—. Antes era terapeuta de danza, y antes, bailarín de la Ópera. Tras la muerte de mi novio, literalmente, perdí pie. No conseguía hacer ni una pirueta, ni un salto… pero no quiero aburrirla con la historia de mi vida.
—¡De ninguna manera! —Veronique sonrió y le devolvió la carpeta a Lewezow.
—Por teléfono insinuó usted algo —prosiguió el detective, para ir al grano.
Veronique cogió aliento y, mientras revolvía en su bolso negro y plano, empezó a explicar. La expresión de su rostro se transformó en cuestión de segundos. Los rasgos que un instante atrás habían sido serenos adoptaron de pronto una severidad visible, casi cruel. Entonces sacó del bolso una fotografía y se la tendió al detective.
—Éste es el profesor Gregor Gropius, mi marido… ex marido, debería decir. Hace tiempo que nuestra relación existe sólo sobre el papel, nuestro matrimonio ya sólo se desarrolla por teléfono.
—Permítame una pregunta, madame, ¿por qué no se divorcian?
Veronique entrelazó las manos, y sus nudillos adquirieron el blanco de la nieve.
—Hay un problema. En nuestra boda, hace dieciocho años, acordamos una separación de bienes. ¿Sabe lo que significa eso, señor Lewezow?
—Puedo imaginarlo, madame.
—Mi marido sale del divorcio como un hombre rico y sin obligaciones, y a mí más me vale empezar otra vez desde cero.
—¿No trabaja usted?
—Sí. Hace dos años que dirijo una agencia de relaciones públicas. El negocio no va mal, pero en comparación con la fortuna que ha llegado a acumular Gregor…
Lewezow entornó los ojos.
—Me temo que, en caso de divorcio, apenas hay posibilidades de conseguir legalmente el dinero de su marido, ni siquiera una parte.
—Soy consciente de ello —lo interrumpió Veronique—, eso mismo me ha dicho mi abogado. Como bien dice, apenas hay posibilidades, legalmente. Habría que presionar a Gregor lo suficiente como para que él, por voluntad propia, se declarase dispuesto a compartir su dinero conmigo… Quiero decir voluntariamente, claro está.
—Ahora lo entiendo. En la vida de un profesor, como en la de todo hombre, también hay aspectos oscuros que sería preferible que no salieran a la luz. ¿Estoy en lo cierto?
Las facciones de Veronique se iluminaron por un instante, y una sonrisa insidiosa asomó en su rostro.
—Exacto. En este caso en concreto, a Gregor incluso podría costarle la vida. El único problema es que no tengo pruebas.
—¿Pruebas de qué?
Veronique miró a un lado para asegurarse de que nadie escuchaba su conversación y, sin levantar mucho la voz, empezó a decir:
—Gregor tiene una cátedra en el hospital clínico de la universidad. A lo largo del año realiza decenas de trasplantes de órganos. Trasplanta riñones, hígados y pulmones de una persona a otra, de donantes que casi siempre están muertos.
Lewezow tragó saliva.
—En cualquier caso, la demanda es muchísimo mayor que la cantidad de órganos de donantes, así que en el mercado negro se trafica con ellos como si fueran coches de segunda mano o antigüedades, con unos precios de cientos de miles de euros.
Lewezow empezó a tomar notas, de pronto alzó la mirada y dijo:
—Si la he entendido bien, ¿supone que su ex marido hace negocios con traficantes de órganos?
Veronique miró a Lewezow sin demostrar ninguna emoción.
—Y, si sigo entendiéndola bien —prosiguió el hombre—, en caso de que su suposición se corrobore, con esa información quiere…
—¡… Extorsionar a Gregor! Dígalo con toda tranquilidad. No quiero que mi marido, después de dieciocho años, me despache como a una criada con tres meses de sueldo, ¿comprende?
Lewezow se pasó la mano por la cabeza esmeradamente rasurada mientras su mirada recaía sobre las notas que tenía sobre la mesa.
—No es un encargo fácil —gruñó para sí, meditabundo—. Quiero advertirle que esto requerirá un esfuerzo nada insignificante.
—Por dinero, que no quede —replicó Veronique—. A fin de cuentas, hay una buena cantidad en juego. Lewezow asintió en silencio.
—Puede quedarse con la fotografía. Y tenga —sacó un papel doblado del bolso—, le he anotado todos los nombres y las direcciones del entorno personal de mi marido, incluida la guarra con la que se acuesta dos veces por semana.
Asombrado, Lewezow echó un vistazo a los datos y comentó con admiración:
—Muy profesional, madame, de verdad. ¡Muy profesional!
Veronique gesticuló con enojo, como diciendo que se ahorrara los cumplidos. En lugar de contestar, le pasó sobre la mesa un cheque cumplimentado a su interlocutor y dijo:
—Cinco mil. Tendría que bastarle para empezar. Después ya haremos cuentas.
Casi nada lograba animar el carácter depresivo de Lewezow como el dinero. Tenía la vieja costumbre de besar los cheques, y también esa vez lo hizo, antes de desaparecer tras declarar:
—Madame, estoy seguro de que le seré de ayuda.
Cuando el profesor Gropius entró en cuidados intensivos, Arno Schlesinger ya había muerto. El electrocardiógrafo emitía un pitido agudo y constante. Gropius apartó al cura, un espigado personaje negro con alzacuello blanco que ceceaba una oración incomprensible.
—¿Cómo ha podido suceder? —increpó el profesor al médico jefe, el doctor Fichte.
Éste, un hombre de aspecto juvenil, con cabello rizado y oscuro, de la misma edad que Gropius, sacudió la cabeza. Miraba desconcertado a Schlesinger, que yacía allí tendido con los ojos medio cerrados, la boca abierta y el cuerpo inclinado hacia un lado en medio de una maraña de cables y tubos. Con un hilo de voz, dijo:
—Taquicardia repentina, pulso dicroto durante unos instantes, parada cardíaca poco después. No me lo explico.
—¿Por qué no me han avisado antes? —preguntó Gropius, dirigiéndose a la enfermera de guardia.
La mujer, una rubia corpulenta que ya había visto morir a muchos pacientes, respondió con indiferencia:
—Lo siento, profesor, ha sido todo muy rápido. —Y, con esa misma indiferencia, señalando con el dedo los cables a los que todavía seguía enchufado el paciente, añadió—: ¿Puedo desmontar ya todo esto?
Mientras la enfermera apagaba el electrocardiógrafo y recogía los cables, Gropius y el médico jefe se acercaron a la ventana y contemplaron el exterior. Sin mirar a su colega, el profesor preguntó:
—¿Usted qué opina, Fichte?
El médico jefe dudaba.
—¡No sea benévolo conmigo! —lo alentó Gropius.
—Quizá una hemorragia en las paredes del esófago.
Gropius asintió.
—Eso es lo más obvio, pero no lo creo. De ser así, yo tendría algo que recriminarme.
—Mi intención no era ni mucho menos culparlo de… —se apresuró a añadir el médico jefe, pero Gropius lo interrumpió.
—No pasa nada. Tiene usted toda la razón. Una hemorragia es lo más obvio. Por eso dispondré que se le haga la autopsia.
—¿Quiere…?
—Se lo debo a mi reputación. No quiero que de pronto un día circule el rumor de que Gropius, en cierta ocasión, hizo una chapuza. Insisto en que se le realice la autopsia.
Cuando la enfermera rubia reparó en que la conversación derivaba hacia temas morales, prefirió salir de cuidados intensivos. Los largos años de experiencia en su profesión le habían enseñado que esa clase de conversaciones entre médicos suelen tener un final poco honroso, por mucho que nadie dejara caer las palabras de las que se trataba en realidad: negligencia médica.
Con su decisión de pedir la autopsia, Gropius quería acallar de raíz esos rumores. De momento tenía muy claro que no había cometido ningún error. Sin embargo, ¿cuál había sido la causa del repentino fallecimiento de Schlesinger?
Esa pregunta no dejaba de inquietarlo, pero quedaría respondida a lo largo del día siguiente. «El que sufre por la muerte de un paciente —solía decir— no debería ser médico». No tenía nada que ver con ser impasible, ni mucho menos cruel; un hospital clínico era una gran empresa de servicios en la que no todo salía bien.
A pesar de ese aplomo frente al destino de cada individuo, el caso Schlesinger le estaba suscitando al profesor una inquietud inexplicable. La operación había sido rutinaria y se había desarrollado sin una sola complicación. Aun así, el paciente había muerto. Gropius tenía la sensación de que algo no encajaba.
El profesor llegó a su casa de muy mal humor sobre las ocho de la tarde. Desde que Veronique lo había dejado, le parecía que la casa se había quedado vacía, aunque ella sólo se había llevado los muebles de su habitación. Gropius no había vuelto a entrar allí desde entonces… ni él mismo sabía decir por qué. Encendió el televisor sin mirarlo y fue a buscar una copa de vino tinto a la cocina. Después, exhausto, se dejó caer en un sillón orejero y se quedó mirando al vacío. Cuando estaba con amigos y de ánimo jocoso, denominaba «D. T.» a su estado de soledad: la D de delirium y la T de tremens. Aunque en realidad eso lo decía en broma refiriéndose al estado en que cree caer todo hombre al que ha abandonado su mujer.
Gropius dio un trago y dejó la copa cuando sonó el teléfono. Miró la hora y decidió no contestar, porque no le apetecía hablar con nadie y, en caso de que fuese Rita, la auxiliar de rayos X, de sexo menos aún.
Tras unos tonos casi interminables, el aparato calló al fin, pero sólo para volver a poner a prueba sus nervios tras una breve pausa. Gropius contestó con irritación:
—¿Sí? —bramó al auricular.
Nadie respondió. El profesor estaba a punto de colgar cuando percibió una voz.
—¿Quién es? —vociferó, esta vez bastante enojado.
—Una información para el profesor Gropius —oyó que decía una voz fría, ligeramente distorsionada—. Es sobre la muerte de Schlesinger.
Gropius se puso en guardia al instante.
—¿Quién es? ¿Qué sabe sobre el paciente? ¡Hable de una vez!
—Schlesinger murió de coma hepático… No fue culpa de usted… Por eso debe suspender toda investigación… Es por su propio bien.
—¿Que quién es, joder? —gritó Gropius, muy alterado.
Pero ya habían colgado.
Desconcertado, Gregor Gropius apretó el auricular contra el aparato como si quisiera impedir que volvieran a llamar. ¿Quién había sido el autor de aquella extraña llamada? Sin salir de su asombro, fue haciendo inventario de todas las voces que tenía almacenadas en la memoria. Estuvo unos minutos intentando procesar la información, pero finalmente se rindió. Cogió su copa, la vació de un trago y apagó el televisor. Pese a ser, por naturaleza, todo lo contrario a un pusilánime, de pronto lo invadió el miedo, se sintió observado y pulsó el botón con el que se bajaban las persianas de la casa.
¿Quién narices estaba al tanto de la muerte de Schlesinger? ¿Quién podría apuntar una causa tan precisa y completamente plausible de su fallecimiento? Sólo cabía una posibilidad: tenía que ser alguien del círculo de sus compañeros de trabajo. Sólo la rivalidad de las estrellas de Hollywood supera a la rivalidad entre médicos.
—Fichte, el médico jefe Fichte —murmuró Gropius.
Sin embargo, desechó el pensamiento un instante después. Si Fichte quisiera ponerle la zancadilla, sería el primer interesado en el esclarecimiento de la muerte de Schlesinger, y en ese caso, sería absurdo que le exigiera suspender las investigaciones de la causa de su fallecimiento.
Gropius recorría el salón intranquilo, como una fiera enjaulada. Llevaba las manos cruzadas a la espalda y sacudía la cabeza con desconcierto. ¡Veronique! Su ex mujer le había dicho a la cara que lo odiaba en más de una ocasión. La primera vez le había dolido; a fin de cuentas, una vez se habían amado. Sin embargo, tras utilizarlo varias veces, ese tiro certero había dejado de surtir efecto. No cabía duda de que Veronique era más que capaz de montar una intriga a lo grande. Incluso se lo había advertido. Aun así, ¿estaba en situación de tramar la muerte de un paciente? Veronique apenas tenía contactos en la clínica. No le agradaba el trato con los médicos. «Son una panda de burgueses —había comentado una vez—. Sólo saben pensar en vísceras y en su carrera. ¡Es repugnante!». No, también Veronique quedaba excluida como autora del atentado contra la vida del paciente. En ese supuesto, además, la llamada misteriosa tenía aún menos sentido.
Con esas conclusiones tan poco satisfactorias, Gropius se fue a la cama. Sin embargo, permaneció largo rato despierto. Los sucesos que rodeaban la muerte del paciente lo habían afectado más de lo que creía. Permaneció en un estado de duermevela hasta que comenzó a amanecer.
A la mañana siguiente, en el hospital, su secretaria, una cincuentona maternal —Veronique jamás habría aceptado a ninguna otra—, lo recibió con su acostumbrado buen humor y con el anuncio de que los resultados de la autopsia del caso Schlesinger ya estaban listos y que el profesor Lagermann le había pedido que lo llamase, por favor.
¡Lagermann! Aunque nunca había hablado con él, Gropius recordó su voz al instante. ¡Lagermann podría haber sido el autor de la misteriosa llamada! Con fingida serenidad, entró en su despacho y cerró la puerta. Vio que le temblaba la mano mientras marcaba el número del patólogo.
—No se sorprenderá, querido colega, cuando le diga cuál ha sido la causa del fallecimiento en el caso Schlesinger —empezó a decir éste sin rodeos—. El diagnóstico anatómico habla de coma hepático.
Gropius no pronunció palabra, y Lagermann preguntó:
—¿Sigue usted ahí?
—Sí, sí —balbuceó Gropius, y se esforzó, aunque sin conseguirlo, por encontrar una explicación para lo que acababa de oír.
—Lo que, por el contrario, sí le sorprenderá son los resultados de histología: el órgano del donante no estaba limpio. He encontrado presencia de una alta dosis de Clorfenvinfos, posiblemente inyectado en el órgano ya preparado. El paciente no tenía posibilidad alguna de sobrevivir. En esas circunstancias, me he visto en la obligación de informar a la fiscalía. Redactaré un informe.
—¡Lagermann! —masculló Gropius después de colgar. Notaba un sudor frío en la nuca—. ¿Lagermann?
Durante los días siguientes, los acontecimientos se sucedieron tan atropelladamente que a Gropius, más adelante, le costaría recordarlo todo en orden cronológico. Todo empezó con una situación embarazosa que surgió de la coincidencia de varias circunstancias desafortunadas, tan desafortunadas como cabría imaginar.
Ese día, Gropius se sentía en el trabajo como si estuviera dentro de un sueño. Se sorprendió a sí mismo varias veces mirando con desconfianza a todo aquel con el que se encontraba y preguntándose si ya estaría al tanto de lo sucedido. También tuvo la impresión de que la mayoría de sus colegas lo rehuían.
Por la tarde, el profesor estaba sentado en su despacho, una sala sobria con mobiliario de acero tubular y sillones negros de piel. Ante sí, sobre el escritorio, tenía el informe del trasplante de Schlesinger y seguía devanándose los sesos con las mismas preguntas: ¿cómo había podido suceder?, ¿quién estaría interesado en contaminar el órgano del donante? Casi pasó por alto los tímidos golpes que sonaron en la puerta; pero luego, desorientado, alzó la voz:
—Adelante.
De pronto apareció Rita, la auxiliar de rayos X a la que doblaba la edad, de una belleza arrebatadora y con una gran fe en el horóscopo; una curiosa combinación, ya que casi siempre son las carencias las que allanan el camino a la astrología. En cualquier caso, desde que se conocían más íntimamente —desde que mantenían una relación—, Gropius sabía que era virgo, ascendente leo, con el sol en la primera casa. Aunque tampoco eso le servía de nada en esos momentos.
Sin dejar de mirar a la muchacha pelirroja de bata blanca, se levantó de un brinco y se acercó a ella.
—¿No te tengo dicho que en la clínica no nos conocemos? —dijo.
—Ya lo sé —replicó Rita—, pero en las unidades se cuchichea que ha ocurrido algo horrible, ¡un asesinato!
Le echó los brazos alrededor del cuello.
Él la apartó agarrándola de las dos muñecas.
—Bueno, pues que cuchicheen —replicó de mala gana.
—¿Qué hay de cierto en esos rumores? —preguntó la muchacha a media voz.
—¡Nada! Quiero decir que sí, que algo ha pasado. El órgano de un donante estaba contaminado. El paciente murió poco después de la intervención. ¡Ahora ya lo sabes! —Las palabras de Gropius rezumaban disgusto e irritación.
Exaltados como estaban, ninguno de los dos se dio cuenta de que otros dos personajes habían entrado en la sala. Ante ellos aparecieron, como salidos de la nada, la secretaria de Gropius y un hombre al que el profesor no conocía. Gropius seguía apresando los brazos de la muchacha contra su pecho.
—He llamado —dijo la secretaria, a modo de excusa, mientras apercibía la situación comprometida de su jefe con una mirada reprobadora.
—Está bien —repuso Gropius. Soltó a Rita y, dirigiéndose a ella, dijo—: ¡Hablaremos de su problema más adelante!
Rita desapareció.
—Éste es el fiscal Renner —dijo la secretaria, haciendo un ademán hacia el desconocido.
Gropius miró al fiscal, un joven vigoroso con gafas de montura al aire y un riguroso corte de pelo militar, y, mientras lo hacía, fue consciente de lo manido de su comentario a Rita.
—Lo estaba esperando —le dijo al joven—. Siéntese, por favor.
Markus Renner estaba aún al comienzo de su carrera, pero su conducta era cualquier cosa menos reservada.
—Ya sabe de qué se trata —empezó a decir, sin rodeos—. ¿Qué explicación tiene para lo sucedido? No tiene por qué imputarse a sí mismo y puede negarse a declarar siempre que quiera, pero, dadas las circunstancias, voy a proceder por homicidio involuntario. Seguramente será usted acusado. ¿Quiere prestar declaración?
Las frases del fiscal cruzaron la sala silbando en línea recta, como una flecha certera, y se le clavaron a Gropius en el alma.
—No tengo ningún tipo de explicación para lo sucedido —repuso, dubitativo—. Y créame cuando le digo que soy el primer interesado en aclarar este misterio. Después de todo, estamos hablando de mi reputación como médico.
Renner esbozó una sonrisa satisfecha.
—En tal caso, ¿puedo pedirle que me entregue el informe del trasplante? Necesito el nombre del cirujano que extrajo el órgano del donante, así como los de todos los que participaron en el transporte del órgano de Frankfurt a Munich y los de quienes estuvieron en contacto con el órgano aquí, en la clínica, o podrían haberlo estado.
Con una sonrisa avinagrada en el rostro, Gropius le acercó el informe al fiscal deslizándolo por encima de la mesa.
—Aquí encontrará toda la documentación.
Renner lo alcanzó casi con indiferencia y con una impertinencia que nadie habría esperado en un hombre de su edad. Como si se tratara de un folleto publicitario o de algo sin importancia, fue pasando páginas y luego declaró:
—Profesor, quisiera pedirle que estuviera localizable para la fiscalía en todo momento. ¿Parto de la base de que no piensa abandonar la ciudad en los próximos días?
Gropius asintió, indignado, y gruñó, no con menor indignación:
—Si así ha de ser…
El fiscal Renner se despidió con una fórmula de cortesía y sin ofrecerle la mano. Apenas había cerrado la puerta al salir cuando Gropius exclamó a media voz:
—¡Insolente!
Estaba hecho una furia. Se pasó el dorso de la mano por la frente con rabia, como si quisiera ahuyentar sus lóbregas ideas. Después comenzó a dibujar rectángulos y líneas en un papel, y flechas que se movían como extraviadas en un laberinto: la ruta seguida por el contenedor del órgano del donante desde la llegada a la clínica hasta el quirófano. Gropius marcó algunos lugares con una X, y en otros escribió un signo de interrogación. Rodeó con un círculo el laboratorio del tercer piso donde se habían realizado los últimos análisis histológicos. Después señaló con un signo de exclamación todas las puertas que había en el recorrido desde allí hasta el quirófano. Puesto que el informe del laboratorio había corroborado todos los valores y no había revelado ninguna anormalidad, la irregularidad debía de haberse perpetrado en ese último tramo.
Gropius esperó hasta el cambio de turno de las ocho de la tarde, cuando todas las unidades quedaban en calma. Sin hacer ruido, se puso en marcha con su cuaderno. Jamás habría pensado que un día recorrería su unidad a hurtadillas, como un ladrón, tomando apuntes. Por miedo a que lo sorprendieran en su extraña actividad, comenzó a deambular por los pasillos, de acá para allá, sin rumbo aparente, intentando dar la impresión de que estudiaba un importante informe. En realidad, estaba anotando cada puerta y la relevancia de la sala que había al otro lado, sin excluir ni los lavabos ni los cuartos de la limpieza.
Aliviado al ver que no se había encontrado con nadie que pudiera sospechar algo, se dirigía ya a toda prisa hacia el ascensor cuando un hombre dobló la esquina; el hombre que menos esperaba encontrar allí a esas horas.
—Fiscal, ¿usted aquí?
Markus Renner esbozó una sonrisa insidiosa y se acomodó las gafas. Con los ojos entornados, contempló la hoja garabateada que Gropius sostenía en las manos y comentó, como por encima del hombro:
—¡Parece que ambos hemos tenido la misma idea!
Gropius prefirió guardar silencio. Al margen de lo que hubiese querido insinuar el fiscal con su comentario, no le apetecía nada dar explicaciones. Aquélla seguía siendo su clínica. Aquel insolente ambicioso le había resultado antipático desde el principio… y no sólo porque una muerte los hubiese convertido en rivales; le disgustaba la conducta fanfarrona de aquel joven. Y así fue que el desagradable encuentro acabó en silencio y cada cual siguió su camino.
Cuando Gropius llegó a casa, poco antes de las diez, Rita estaba esperándolo en la puerta. No le sorprendió lo más mínimo. Había empezado a llover, y la muchacha estaba calada hasta los huesos.
—He pensado que en un día como hoy no te vendría mal un poco de distracción. Aunque también puedo marcharme, si quieres.
A Gropius le pareció conmovedor.
—No, no. ¡Entra!
En instantes como ése, Gropius se preguntaba si su relación no sería algo más que puro sexo, pese a que eso era lo que le había dicho siempre a Rita con toda franqueza. No quería saber nada de relaciones serias. Cierto, había sido tajante con ella, pero es que no quería ni oír hablar de amor. Ella había correspondido a su honestidad asegurándole que podía esperar.
—Tienes que entenderlo —empezó a decir Gregor Gropius cuando estuvieron dentro—. No tiene nada que ver contigo, pero en este momento no estoy precisamente de humor para echar un polvo.
—Hum. —Rita sacó el labio inferior como una niña pequeña. También sabía lucirse en situaciones como ésa.
—Deberías darte un baño caliente y colgar un rato la ropa para que se seque —la aconsejó él, y la abrazó.
Rita se desvistió ante su mirada —lo cual, no obstante, esa noche no le hizo perder el sentido—, y colgó sus prendas empapadas en el radiador del pasillo.
«Es preciosa», pensó Gropius. No tuvo tiempo de más. El teléfono lo arrastró de vuelta a la realidad. Aun antes de poder decir nada, reconoció en el auricular una voz que ya había oído en otra ocasión:
—Una información para el profesor Gropius. Es sobre la muerte de Schlesinger. Schlesinger murió de coma hepático. No fue culpa de usted. Por eso debe suspender toda investigación. Es por su propio bien. —Y se interrumpió la comunicación.
Gropius, petrificado, miró a la chica desnuda. Aún recordaba la primera llamada. Aquéllas eran exactamente las mismas palabras. ¡Una grabación!
—¿Malas noticias? —preguntó Rita.
—Sí —respondió Gregor, distraído.
—¿Quieres que me vaya?
Gropius miró a un lado y asintió.
Más o menos a esa misma hora, el profesor Lagermann y el médico jefe Fichte estaban en la barra de un bar del centro. El local se llamaba Extrablatt y era un punto de encuentro, tan predilecto como ahumado, de periodistas, ya que las redacciones de las publicaciones más importantes quedaban a sólo unos minutos de allí. Fichte y Lagermann jamás se habrían hecho amigos, sencillamente eran demasiado diferentes para eso, pero el destino los había unido porque el padre de Fichte y la madre de Lagermann eran hermanos, lo cual les confería el parentesco de primos, parentesco que costaba de creer. En la clínica, ambos ocultaban ese hecho, aunque tenían diferentes motivos para ello.
Mientras que Fichte, cuyo apodo era Arbolillo, era un hombre notablemente mujeriego, Lagermann se había olvidado del sexo contrario hacía ya tiempo; nadie era capaz de decir si por convicción o porque no le quedaba otro remedio, ni siquiera Fichte. Guiñando un ojo, Lagermann se describía a sí mismo como protestante apto para la procreación. Por lo demás, una vez le había confesado a su primo que qué mujer querría tener algo que ver con un destripacadáveres. Tampoco él, había dicho, podía imaginar que, al llegar a casa del trabajo por la tarde, una mujer le preguntase cómo le había ido el día, y que él, mientras cenaba, le respondiera que esa jornada había tenido de nuevo sobre la mesa un corazón y unos riñones, o un estómago.
Lagermann veía su profesión como una forma de sustento, en modo alguno como una vocación. Había acabado llegando a ella, al igual que la mayoría de los patólogos, porque alguien tenía que hacer ese trabajo. Que su ambición se mantenía a raya, por tanto, era tan poco digno de mención como el hecho de que se entregaba al alcohol más de lo recomendable para el organismo de un hombre adulto.
Fichte era todo lo contrario: no muy corpulento, pero abierto y optimista, tenía una mujer atractiva y dos hijas a las que adoraba, y su carrera ocupaba el primer lugar en cuanto a objetivos vitales. Pese a que Gropius, en realidad, se interponía en esa carrera, a Fichte parecía caerle bien o, en todo caso, eso proclamaba en cuanto tenía ocasión.
Walter Lagermann, por el contrario, no mantenía en secreto su antipatía por Gropius, aunque no exponía los motivos de su desagrado. Por tanto, cuando Daniel Breddin, un reportero del periódico Bild con quien ya había tenido trato en ocasiones anteriores, lo llamó y le pidió que se entrevistaran, él se mostró más que dispuesto. La presencia de Fichte, por lo menos a ojos de Lagermann, no era ninguna molestia. Ellos dos solían quedar cada dos o tres semanas para tomar una cerveza, y Lagermann no vio motivo para suspender aquella inofensiva y placentera costumbre.
Daniel Breddin, al que todo el mundo llamaba Danny, tenía un aspecto apático y grueso que contrastaba muchísimo con su intelecto despierto y perspicaz. Danny fue directo al grano:
—Hoy nos ha llegado por la Agencia Alemana de Prensa la noticia de una misteriosa defunción en el hospital clínico universitario. ¿De qué se trata, profesor?
—Ha sido un asesinato —respondió Lagermann, ecuánime.
Fichte lo interrumpió al instante:
—¡Pero Walter! Eso no puede decirse así como así.
Lagermann alzó las manos con ánimo apaciguador.
—Está bien, entonces me expresaré de otro modo: a un paciente le han trasplantado un hígado y sólo ha sobrevivido una hora a la operación. En la autopsia subsiguiente he constatado una alta dosis de insecticida en el órgano trasplantado. En otras palabras, ¡el hígado estaba contaminado!
Breddin abrió mucho los ojos; presentía una historia sensacionalista.
—O sea, que la muerte no puede atribuirse a un fallo médico… —apuntó.
Lagermann se encogió de hombros con teatralidad, tanto que su amplio cráneo casi desapareció entre las clavículas.
—¡Gregor Gropius tiene una reputación sobresaliente! —replicó en un tono que más bien ponía en entredicho su afirmación.
Fue entonces cuando Fichte intervino en la conversación y explicó, dirigiéndose al reportero:
—Tiene que saber que mi primo Walter Lagermann y Gregor Gropius no se soportan; mejor dicho, a Walter no le cae bien Gropius, como puede ver. Lo que ha sucedido es que el órgano del donante había sido preparado, presumiblemente mediante una inyección. Sobre el autor del suceso y sus motivos sólo podemos especular. En cualquier caso, este suceso no es nada bueno para la reputación de nuestra clínica. No obstante, permítame que le pida que no me mencione en su reportaje. Sería muy desagradable para mí que surgiera la sospecha de que quiero atacar a Gropius por la espalda. En mi opinión, él no es culpable de nada.
Lagermann esbozó una amplia sonrisa, se bebió su licor de un trago y, mientras su mirada iracunda iba de Breddin a Fichte, comenzó a vociferar:
—Gropius era el responsable de la operación, de modo que también debe dar cuentas si pasa algo. ¿O acaso me equivoco? Además, no comprendo por qué quieres protegerlo. Estoy convencido de que, si encontrara la forma de hacerlo, él mismo te cargaría a ti con toda la responsabilidad.
—¡Estás mal de la cabeza! —Fichte dejó su cerveza sobre el mostrador con rabia, se inclinó hacia Lagermann y, para que Breddin no pudiera oírlo, murmuró—: Deja de beber, Walter. ¡Ya estás otra vez hablando más de la cuenta!
Lagermann torció el gesto y le dio un empujón a Fichte.
—Chorradas. ¡Digo lo que quiero y se lo digo a quien me apetece!
Fichte rebuscó entonces en su cartera, dejó un billete sobre la barra y se volvió hacia Breddin.
—No debe creerse todo lo que le cuente mi primo a lo largo de la noche —aconsejó—. A veces bebe demasiado y a la mañana siguiente ya no sabe lo que ha dicho. Ahora, si me disculpan…
No era poco habitual que Fichte dejara plantado sin más a su primo Lagermann. Enardecida por la cantidad de alcohol suficiente, su verborrea era prácticamente incontenible y, en esos casos, en seguida se ponía agresivo.
En cuanto Fichte hubo desaparecido, Breddin vio llegado su momento de sonsacarle a Lagermann más de lo que después le habría gustado explicar. Por eso planteó sin ambages la siguiente pregunta:
—¿Tiene enemigos el profesor Gropius?
—¿Enemigos? —Lagermann tragó saliva. Ya había llegado a ese punto en que le costaba dar respuestas inteligentes. Al cabo de un rato durante el cual se lo vio esforzarse por pensar, espetó—: Sí, yo… claro está. Yo jamás lo consideraría un amigo.
Soltó una risa interminable y afectada que llamó la atención de los demás clientes del local.
—Y ¿aparte de usted?
Lagermann hizo un gesto negativo con la mano.
—Debe usted saber que, entre los médicos de una clínica, todas las mañanas estalla la tercera guerra mundial. Los motivos del conflicto resultan ridículos para los profanos: una plaza de aparcamiento mejor, un coche más caro, un despacho mejor situado, una secretaria más guapa, pacientes más ilustres… La envidia provocada por la competitividad y la sed de fama adquieren proporciones alarmantes. Un pobre patólogo como yo se ahorra en gran parte todo eso. No tengo competencia, y nadie puede disputarme la fama, ya que es inexistente. ¿O conoce a algún patólogo famoso? No necesito tratar a mis pacientes con especial consideración… puesto que están todos muertos. Da igual que sean vagabundos o famosos, sólo se diferencian por la pequeña etiqueta con su nombre que les cuelga del dedo gordo del pie.
Lagermann dirigió la vista al frente por encima de la barra. Con párpados pesados y sin mirar al reportero, prosiguió:
—¿Sabe lo repugnante que es el ser humano por dentro? El hombre lleva siglos trabajando su exterior, cada vez se ha vuelto más hermoso, cada vez más deseable. ¡Sólo hay que pensar en el Discóbolo de Mirón o el David de Miguel Ángel! Pero bajo la piel seguimos siendo igual de horrendos e imperfectos que hace un millón de años. ¿Ha visto aunque sea una sola vez el corazón de una persona, un rebujo de músculo amorfo y envuelto por una grasa amarillenta; o un hígado, como un hongo enmohecido en el bosque; o arterías con calcificaciones, que parecen algas en una charca? ¡Y esto todos los días entre el desayuno y el almuerzo! —Lagermann metió el índice en su vaso de licor y prosiguió, lloroso—: Le digo, Breddin, que todo eso sólo se puede soportar con una cantidad suficiente de alcohol. ¿Breddin?
Lagermann levantó la vista y, desconcertado, buscó a su interlocutor, pero Breddin hacía ya rato que había desaparecido.
A la mañana siguiente, el Bild salía con el siguiente titular: «Misterioso fallecimiento en una clínica universitaria». En el artículo se citaban las palabras del profesor Lagermann: «¡Este hecho es una mancha para nuestra clínica! Sería deseable que despidieran pronto al culpable».
Esa mañana, mientras conducía hacia la clínica, Gropius se tropezó con el titular en todas las esquinas. Tenía la sensación de que los peatones de los semáforos lo observaban, y le parecía que algunos lo señalaban con el dedo y reían con malicia. Apretó la frente contra el volante para escapar del escarnio público, pero el semáforo se puso verde y los impacientes bocinazos lo devolvieron a la realidad. Mientras conducía a lo largo del Isar, consideró con total seriedad la opción de pasar con el Jaguar por encima del muro de la orilla y lanzarse al río; aunque una caída al caudal no le garantizaba la muerte. Además, ¿no sería eso como reconocer su culpabilidad?
Asediado por ese tipo de pensamientos, siguió el camino de la clínica por pura costumbre, avanzando como un asno que encontraría el establo aun estando ciego. Más tarde no recordaría cómo había recorrido el trayecto. Tampoco sabría cómo había sucedido lo que ocurrió después.
En contra de su costumbre, después de aparcar el coche, Gregor Gropius no cogió el ascensor para subir, sino que apretó el botón para bajar al piso en que se encontraba Patología. Lagermann apareció al final del pasillo que llevaba a su sala de disección como un espectro de larga bata blanca. Al subir al ascensor, Gropius se había propuesto pedirle cuentas a Lagermann, nada más. Sin embargo, allí, en aquel pasillo iluminado por cegadores fluorescentes, donde los ojos desaparecían en las cuencas oscurecidas, de pronto se vieron el uno frente al otro, como dos duelistas, como enemigos mortales que aguardan el momento de saber quién será el primero en desenfundar el arma. Al reconocer a Lagermann, Gropius forzó el paso. No podía demostrarle miedo. Lagermann, sin embargo, tuvo la misma idea. Y así fue que Gropius y Lagermann decidieron abalanzarse el uno sobre el otro como dos ciervos en celo, sin saber cómo terminaría el encontronazo.
Gropius preparó un golpe y le estampó a su contrincante el puño derecho en plena cara. La bata de Lagermann, larga hasta el suelo, le impidió mantener el equilibrio, se golpeó el cráneo contra la pared y se desplomó como un saco de harina.
Por suerte para Gropius, no hubo ningún testigo, y Lagermann no sufrió ninguna herida grave. No obstante, ese mismo día la dirección de la clínica le dio a Gropius unas vacaciones forzosas hasta que el escándalo del trasplante quedara definitivamente aclarado.
El reportaje del Bild levantó mucho revuelo, y Breddin, al que no se le podía negar su buen olfato para los escándalos, sospechaba que tras el crimen se escondía una historia muy diferente. Gropius, al que llamó para pedirle una entrevista, había rehusado hablar con él, de modo que empezó a buscar un nuevo punto de partida.
No obstante, eso resultó ser muchísimo más complicado de lo que había presumido en un primer momento. La gente de Eurotransplant callaba como una tumba en lo referente a quién había sido el donante del órgano, y el hospital clínico de Munich había decretado silencio informativo después de los provocadores titulares de su periódico. Incluso Lagermann, con quien consiguió hablar por teléfono ese mismo día, se mostró malhumorado y comentó que la noche anterior había bebido demasiado y había hablado más aún, y que sobre todo no había esperado que Breddin citara textualmente sus palabras. También señaló que eso podía perjudicarlo mucho.
Entretanto, en la diaria conferencia telefónica del periódico —en la que todas las redacciones exteriores se ponen en contacto con la publicación de Hamburgo— se había decidido subir la temperatura de la noticia, es decir, nutrir a los lectores con un nuevo artículo sobre el escándalo del trasplante cada día.
Repantigado en su silla giratoria y con los pies sobre el escritorio, Breddin miraba sin pestañear la pantalla de su portátil, en la que centelleaba el titular del día. Iba paseando un lápiz sobre la superficie blanca de una hoja de papel, como si tuviera la esperanza de que el instrumento de escritura cobrara de repente vida propia y anotara las causas del misterioso suceso.
Tal como iban las investigaciones, Breddin tenía dos teorías: la más evidente era, claro está, que el paciente había sido asesinado. No obstante, ése sería sin lugar a dudas uno de los asesinatos más insólitos de la historia del crimen, ya que, al fin y al cabo, hay miles de formas más sencillas de mandar a un adversario al otro barrio. Además, eso habría requerido de la colaboración de al menos un empleado de la clínica: un riesgo incalculable. La segunda posibilidad parecía mucho más obvia aún. Según lo que le había explicado Lagermann, entre los semidioses de bata blanca imperaba una rivalidad enconada. Así pues, ¿qué sería más natural que la posibilidad de que un médico le tendiera a otro una trampa de la forma descrita? Un plan pérfido que no exigía demasiado esfuerzo ni tenía mucho riesgo.
Breddin era un viejo zorro en su profesión. Sabía que investigar en un hospital era complicadísimo, comparable incluso a realizar pesquisas en el Vaticano, donde el silencio está considerado como uno de los diez mandamientos. Mientras le daba vueltas a cómo podría conseguir que Lagermann volviera a hablar con él, y mientras repasaba mentalmente el fichero de amigos y conocidos de los que vive un reportero y tanteaba cada uno de los nombres para ver si podía representarle un posible contacto en la clínica, el azar acudió en su ayuda en la forma de una joven arrebatadora.
La muchacha tenía una melena cobriza y ondulada, y su exuberante busto destacaba incluso bajo la gabardina deportiva. Cuando entró en el despacho de Breddin, parecía realmente exaltada.
—¿Ha escrito usted el reportaje sobre el escándalo del trasplante? —preguntó, furiosa.
—Sí —contestó el reportero—. Me llamo Danny Breddin. ¿Quién es usted?
—Eso no viene al caso —replicó la muchacha—. Me llamo Rita, con eso basta.
—Está bien, Rita. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Se trata del profesor Gropius.
—¿Lo conoce?
—Sí —respondió Rita—. Inculpar a Gropius es una desfachatez. Es una completa difamación. ¡Gropius ha sido víctima de una conspiración! —Su voz era estridente.
Hasta ese momento, Breddin sólo había quedado impresionado por el aspecto de la desconocida, pero entonces empezó a interesarse también por lo que decía.
—¿Una conspiración? ¡Eso tendrá que contármelo con más detalle!
—No hay mucho que contar. El profesor se separó de su mujer hace unos meses. Eso no tendría nada de particular, de no ser porque su ex lo amenazó con acabar con él. Por lo que sé de Veronique Gropius, esa mujer no tiene escrúpulos.
Breddin aguzó los oídos. ¿Quién era aquella pelirroja y qué se proponía al contarle todo aquello? Al periódico le vendría de perlas un drama matrimonial como telón de fondo del escándalo. No todos los días llegaban historias como ésa.
—Rita —dijo, haciendo gala de su poder de persuasión—, me alegra mucho que haya venido. Parece que sabe usted más cosas sobre el caso. ¿No quiere contármelo todo para que la verdad salga a la luz?
Rita negó con la cabeza, indignada, y al hacerlo se le escapó sin querer una sonrisa de satisfacción que, no obstante, un segundo después se desvaneció y se convirtió en una expresión de dolor.
—Sólo quiero —dijo, casi llorosa— que se tome en serio mis palabras y que no condene al profesor de forma precipitada.
—¡No lo he hecho!
—Ha citado a Lagermann, y todo el mundo sabe que ese hombre está deseando saltarle al cuello a Gropius. Incluso está extendiendo el rumor de que Gropius ha colaborado con la mafia del tráfico de órganos. En todo eso no hay ni una palabra de cierto. Y si quiere saber mi opinión…
—Quiero saberla.
—… la ex mujer del profesor es perfectamente capaz de haber engatusado a algún compañero de trabajo, tal vez incluso a dos, o a tres, para quienes la reputación que se ha ganado Gropius es una espina que llevan clavada desde hace tiempo. Pero creo que ya he hablado demasiado. Que tenga usted un buen día, señor Breddin.
Y, como la sombra de una extraña aparición, Rita se esfumó de su despacho.
Ensimismado, Breddin miró el titular de la pantalla y sonrió, satisfecho. Algo le decía que aquel caso iba a dar un nuevo y sorprendente giro. Danny no tenía ninguna duda: la pelirroja era la amante del profesor, tal vez incluso la causa de la separación. En tres de cada cinco casos, la causa de la separación de un hombre es pelirroja. Sin embargo, lo que le había hecho prestar aún más atención era ese rumor de que tras el incidente se escondía la mafia del tráfico de órganos.
El tema del tráfico de órganos había llenado con frecuencia las columnas de su periódico. Las listas de espera de las grandes clínicas contenían miles de pacientes desesperados, y uno de cada cuatro moría antes de que llegara la operación salvadora. Había usureros, sobre todo procedentes de Rusia, que ofrecían órganos a unos precios de escándalo, cien mil euros, operación incluida. Cuando una persona ve la muerte tan cerca, está dispuesta a pagar cualquier precio. ¿Estaría Gropius implicado en el tráfico de órganos? ¿Se habría negado a hacer negocios con la mafia?
A todo esto, ya era mediodía, la hora en la que Breddin empezaba a pensar con claridad.