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Caraskand

¿Cuál es el sentido de una vida engañada?

Ajencis, El tercer analítico de los hombres

Finales de invierno, año del Colmillo 4112, Caraskand

Gritándose unos a otros de puro terror, los Nascenti cortaron las cuerdas que unían al Profeta Guerrero a su esposa muerta. Un silencio, parecía, se había posado sobre todo Caraskand.

Sabía que sería débil hasta la muerte, pero algo inexplicable le movía. Se apartó de Serwe, apoyó los brazos en las rodillas, después, haciendo un gesto a sus desesperados discípulos para que se alejaran, se puso increíblemente en pie. Unas manos le cubrieron con un sudario de lino blanco. Sintió cómo el temor titilaba entre las masas, temor hacia él. Alzó las palmas de las manos hacia los grandes huecos de la tierra y pareció abrazar todos los Tres Mares.

«Creo que veo, Padre…»

Gritos de rapto e incredulidad recorrieron las atestadas extensiones de Kalaul. A varios pasos de distancia, Cnaiür estaba estupefacto, como Eleazaras tras él. Incheiri Gotian se tambaleó, dio unos pasos y cayó de rodillas llorando. Kellhus sonrió con una compasión sin límites. Dondequiera que mirara, veía a hombres arrodillándose.

«Sí… El Pensamiento de las Mil Caras»

Y parecía que no había nada, ningún marco que le empequeñeciera, que pudiera restringirle a aquel lugar, a cualquier lugar… Era todas las cosas, y todas las cosas eran suyas.

Era uno de los Aptos. Dunyaino.

Era el Profeta Guerrero.

Las lágrimas le cayeron por las mejillas. Con la mano rodeada de un halo buscó en el pecho de Serwe y le arrancó firmemente el corazón de las costillas. Lo alzó en lo alto hacia el trueno de su adulación. Lágrimas de sangre parecieron partir la piedra a sus pies. Vislumbró la cara desenroscada de Sarcellus.

«Veo…»

—¡Dijeron! —gritó con una voz atronadora, y el coro de aullidos se sumió en el silencio—. ¡Dijeron que era falso, que yo era la causa por la que la ira del Dios ardía contra nosotros!

Miró los rostros devastados, respondió a sus ojos enfebrecidos. Blandió el corazón ardiendo de Serwe.

—Pero yo digo que nosotros, ¡nosotros!, somos esa ira.

Kascamandri, el indómito Padirajah de Kian, mandó un mensaje a los Hombres del Colmillo, que él sabía condenados. El mensaje era una oferta, una oferta extremadamente generosa, pensó el Padirajah. Si la Guerra Santa se rendía, cedía Caraskand y renunciaba a su idólatra culto a los Falsos Dioses, serían perdonados y se les darían tierras. Serían hechos Grandes de Kian como correspondía a su rango entre las naciones idólatras.

Kascamandri no era tan idiota como para pensar que la oferta sería aceptada de buenas a primeras, pero sabía algo de la desesperación, sabía que en la competición de apetitos, con frecuencia la piedad solía acabar perdiendo. Además, la noticia de que la Guerra Santa había sido derrotada, no por la espada del Profeta Fane sino por sus palabras, agitaría a los Mil Templos hasta sus cimientos.

La respuesta llegó en forma de una docena de esqueléticos caballeros inrithi, vestidos con simples túnicas de algodón y portando solamente cuchillos. Después de discutir por los cuchillos, que los idólatras se negaron a entregar, los ujieres de Kascamandri les recibieron con toda la cortesía jnanica y fueron llevados directamente ante el gran Padirajah, sus hijos y los Grandes ornamentales de su corte.

Se produjo un momento de atónito silencio, porque los kianene a duras penas podían creer que los desgraciados barbudos que tenían ante sí pudieran ser autores de tanta congoja. Entonces, antes de su primera declaración ritual, los doce hombres gritaron al unísono «¡Satephikos kana tayerishi ankapharas!». Y después sacaron sus cuchillos y se cortaron la garganta.

Horrorizado, Kascamandri abrazó a sus dos hijas menores con sus brazos paquidérmicos. Ellas lloraron y gritaron, mientras que sus hijos mayores, especialmente los niños, berrearon alegremente, excitados. Se volvió hacia su estupefacto intérprete…

—Han d–dicho… —tartamudeó el hombre con el rostro ceniciento— que el Profeta Guerrero vendrá…, vendrá ante ti… —Se quedó mirando inútilmente las zapatillas doradas del Padirajah.

Cuando exigió saber qué era exactamente ese Profeta Guerrero, nadie pudo responderle. Sólo cuando la pequeña Sirol empezó a llorar de nuevo dejó de despotricar. Ordenando a sus esclavos que se retiraran, corrió a las cámaras de su pabellón, que estaban llenas de la bruma de los incensarios, prometiendo dulces y otras cosas preciosas.

La mañana siguiente, los Hombres del Colmillo se alinearon desde la Puerta de Ébano hasta la verde llanura Tertae. Cuernos de guerra resonaron de colina a colina. Canciones cantadas por millares de gargantas fueron llevadas por la brisa. La Guerra Santa no tendría que soportar más hambre y enfermedades. No tendría que soportar más asedios.

Marcharía.

Las maltrechas columnas serpentearon por las puertas hasta los campos. Postrado por la enfermedad, Gothyelk estaba demasiado debilitado para luchar, así que su hijo mediano, Gonrain, cabalgó en su lugar. Los Grandes Nombres habían acordado dar a los tydonnios el flanco derecho, de modo que el Conde de Agansanor pudiera ver a su hijo desde las murallas de Caraskand. Después estaba Ikurei Conphas, flanqueado por los Soles Sagrados de sus Columnas Imperiales. Tras él estaba Nersei Proyas, a la cabeza de los en el pasado maravillosos caballeros de Conriya. Y después de él estaba Hulwarga el Débil, cuyos thunyerios parecían más espectros feroces que hombres. Después cabalgaba Chinjosa, el Conde–Palatino de Antanamera, que había sido nombrado Rey–Regente del Alto Ainon después de la muerte de Chepheramunni. El gran ejército que los Chapiteles Escarlatas habían traído desde el Alto Ainon era ahora una sombra en ruinas de lo que había sido en el pasado, aunque los que quedaban poseían una fortaleza más enconada. El Rey Saubon fue el último en salir por la gran Puerta de Ébano de Caraskand, liderando un contingente de galeoth de ojos salvajes.

Preocupado por que un ataque rápido simplemente hiciera retroceder a los idólatras hasta el refugio de Caraskand, Kascamandri dejó que la formación inrithi avanzara sin obstáculos por los campos. Los Hombres del Colmillo se reunieron entre establos y ante granjas abandonadas. Sus líneas se extendían aproximadamente una milla. Los débiles estaban junto a los fuertes, con pecheras oxidadas y jubones podridos. Los arneses sin tiras bailaban sobre los cuerpos escuálidos. Los brazos de algunos no parecían más gruesos que sus espadas. Caballeros vestidos con chalecos, casacas y quimonos enathpaneanos revoloteaban en caballos que parecían jamelgos muertos de hambre. Incluso los pocos no combatientes que habían sobrevivido —esposas y sacerdotes en la mayoría de casos— estaban entre ellos. Todo el mundo había acudido a los campos de Tertae, todos los que tenían la fuerza necesaria para sostener una arma. Todo el mundo había acudido a conquistar o pelear. Formaban unas largas y demacradas filas, cantaban himnos, golpeaban las hojas contra los hombros y los escudos.

Unos cien mil inrithi habían salido tambaleándose del Carathay, y menos de cincuenta mil formaban ahora sobre la llanura. Quedaban unos veinte mil en Caraskand, demasiado débiles para hacer algo más que animar. Muchos se habían arrastrado de sus camas y ahora se apiñaban en las Murallas Triámicas, especialmente alrededor de la Puerta de Ébano. Algunos gritaban ánimos y oraciones, mientras que otros lloraban, atormentados por la colisión de la esperanza y la desesperanza.

Pero en la muralla y el campo por igual, todo el mundo miraba ansiosamente el centro de la línea de batalla con la esperanza de vislumbrar el nuevo estandarte que adornaba las banderas de la Guerra Santa. ¡Allí!, entre arboledas echando brotes o sobre inmensos pastos, brillando a la brisa: negro sobre blanco, un anillo bisecado por la figura de un hombre, el Circunfijo del Profeta Guerrero. Su gloria apenas parecía posible.

Cuernos de guerra indicaron el avance, y las desalentadoras filas empezaron a avanzar por las distancias ocultas por huertos y arboledas de fresnos y sicomoros. Kascamandri había ordenado a su ejército que formara a más de dos millas de distancia, donde la llanura se ensanchaba entre la ciudad y las colinas circundantes, sabedor de que a los inrithi les costaría cubrir la distancia intermedia sin exponer sus flancos o abrir vacíos en su formación.

Las canciones gemían por encima de los vibrantes tambores fanim. Los graves cantos de guerra de los thunyerios, que en el pasado habían llenado los bosques de su tierra natal con el sonido de la condena. Los entusiastas himnos de los ainonios, cuyos cultivados oídos gustaban de la disonancia de las voces humanas. Los cantos fúnebres de los galeoth y los tydonnios, solemnes y llenos de presagios. Cantaron, los Hombres del Colmillo, invadidos de extrañas pasiones: alegría que no conocía la risa, terror que no conocía el miedo. Cantaron y marcharon, caminando con la gracia de los hombres casi doblegados.

Cientos se vinieron abajo, débiles por la falta de alimento. Sus parientes les pusieron de pie, les arrastraron hacia adelante a través del lodo de los campos en barbecho.

La primera sangre se derramó en el norte, cerca de las Murallas Triámicas. Los tydonnios, bajo el Barón Unswolka de Numaineiri, vieron oleadas de fanim coronando las colinas ante ellos, con las perillas negras trenzadas agitándose al ritmo de sus caballos al trote. Los numaineiri, con los rostros pintados de rojo para aterrorizar a sus enemigos, alzaron sus grandes escudos en forma de cometa con sus hombros delgados. Sus arqueros soltaron magras descargas contra los fanim, que estaban cada vez más cerca, sólo para ser respondidas con oscuras nubes de flechas disparadas a lomos de los caballos. Liderados por Ansacer, el exiliado Sapatishah de Gedea, los desposeídos Grandes de Shigek y Enathpaneah cargaron con furia contra los altos guerreros de Ce Tydonn.

Más cerca del centro, frente al Circunfijo, los mastodontes avanzaban gritando, con las sillas llenas de girgashi de rostro negro con turbantes azules y escudos de piel de vaca lacados en rojo. Pero osados jinetes, caballeros anplieanos bajo el Palatino Gaidekki, habían corrido más adelante, prendiendo fuego a hierbas invernales muertas y matorrales. Un humo aceitoso se alzaba hacia el cielo, desplazado hacia el sudeste por el viento. Varios mastodontes fueron presa del pánico y causaron un tumulto entre los het del Rey Pilaskanda. Pero la mayoría cruzaron el humo y se adentraron barritando entre los inrithi. Se veía poco. El humo y el caos rodearon la Marca del Circunfijo.

En todas partes a lo largo de la línea, los jinetes fanim coronaban las cimas, surgían de bosquecillos de limoneros, o salían al galope de las nubes de humo, magníficas divisiones de ellos. El Gran Cingajehoi, liderando a los orgullosos Grandes de Eumarna y Jurisada, entró al trapo en la formación a pie de los ainonios: kishyati y moserothu, bajo los Palatinos Soter y Uranyanka. Más al sur, los Grandes de Chianadyni se reunieron en las cimas de las colinas para esperar al Rey Saubon y sus filas de galeoth. Vistiendo quimonos de anchas mangas y mallas nilnameshi, cargaron laderas abajo, cabalgando purasangres criados en las duras fronteras de la Gran Sal. El Príncipe Coronado Fanayal y sus coyauri golpearon a los gesindal tatuados de azul del Conde Anfirig, después penetraron en las confusas líneas de agmundr bajo el comandamiento de Saubon en persona.

A lo largo de las murallas de Caraskand, los enfermos gritaban y aullaban a sus parientes, tratando de ver lo que sucedía. Pero entre los retumbantes tambores, por encima de los alaridos de guerra de los infieles, oían a sus hermanos cantar. El humo oscurecía el centro, pero más cerca de las murallas vieron cómo los tydonnios permanecían firmes ante las ráfagas de los jinetes fanim, luchando con una adusta y sobrenatural determinación. De repente, el Conde Werijen Grancorazón y los caballeros de Plaideol embistieron cabalgando los jamelgos que les quedaban, y destrozaron a los estupefactos kianene. Después, lejos al sur, alguien avistó a Athjeari y los inveterados caballeros de Gaenri descendiendo por las oscuras laderas y cayendo sobre la retaguardia de los chianadyni. Saubon había mandado a su joven sobrino a contrarrestar cualquier maniobra de los flancos en las colinas. Después de romper y perseguir a la división de caballería que Kascamandri había mandado con ese mismo propósito, el temerario Conde de Gaenri se encontró prometedoramente ubicado en la retaguardia infiel.

Los fanim cayeron sumidos en la desorganización mientras ante ellos, por todos los campos de Tertae, los inrithi, que no dejaban de cantar, retomaban su marcha hacia el frente. Muchos sobre las murallas se dirigieron renqueando hacia el este, hacia la Puerta de Cuernos, donde podrían ver cómo los primeros Hombres del Colmillo luchaban fuera de las nubes de humo del centro y embestían hacia adelante a la estela de los jinetes girgashi. Entonces lo vieron, el Circunfijo, revoloteando blanco e impoluto al viento.

Como si obraran movidos por la inevitabilidad, los hombres de hierro marcharon hacia adelante. Cuando los infieles cargaban, se cogían a las bridas y eran pisoteados. Clavaban lanzas en las ancas de los caballos fanim. Esquivaban espadas que caían sobre ellos, derribaban a infieles gritando al suelo, donde los acuchillaban en las axilas, la cara o la entrepierna. Se agachaban bajo flechas punzantes. Cuando los infieles amainaron, algunos Hombres del Colmillo, llevados por la locura de la batalla, arrojaron sus yelmos a los jinetes que huían. Una y otra vez, los kianene cargaban, eran derrotados y después se retiraban mientras los hombres de hierro caminaban con dificultad entre los olivos, por los campos en barbecho. Caminarían con el Dios, les favoreciera o no.

Pero los kianene eran un pueblo orgulloso, guerrero, y las huestes que el Padirajah había reunido eran grandes tanto en número como en corazón. A pesar de su consternación, los píos Guerreros del Dios Solitario no habían sido doblegados. Kascamandri en persona bajó al campo de batalla y fue subido por sus esclavos al lomo de un inmenso caballo. Dejando atrás a los inrithi, una división tras otra de jinetes fanim volvieron a formar en las afueras del campamento del Padirajah. Los hombres se hicieron a un lado por orden de los cishaurim. Entonces, el Rey Pilaskanda, vasallo y amigo del Padirajah, perdió el último de sus mastodontes a manos de los thunyerios de negras armaduras.

Las bestias corrieron hacia los auglish, liderados por el Conde Goken el Rojo. Los hombres fueron aplastados por los inmensos colmillos, chafados y partidos por las trompas, reventados como sacos de fruta bajo los colosales pies. Desde las protegidas sillas atadas a lomos de los animales, los girgashi disparaban flechas a las caras de los que gritaban más abajo. Entonces el gigante Yalgrota derribó a uno él solo, martilleando la cabeza de la bestia con un poderoso garrote Los auglish de corazón de pedernal se congregaron y atacaron a las bestias que barritaban con hachas y espadas. Algunos mastodontes dieron un traspié, aquejados de un centenar de heridas; otros fueron presa del pánico ante el fuego que el Príncipe Hulwarga encendió contra ellos y corrieron arrasando a los jinetes girgashi apiñados tras ellos.

A lo largo de la llanura Tertae, oleadas de soldados de la caballería kianene descendieron sobre el avance de los inrithi. Los que contemplaban desde la Puerta de Cuernos vieron que el Tigre Blanco del Padirajah se enfrentaba al Circunfijo. Vieron cómo los estandartes de Gaidekki e Ingibian dudaban mientras los de Nansur avanzaban. Los soldados de infantería de sólido corazón de la Columna Selial se abrieron camino a hachazos por el campamento del Padirajah. Entonces, los tambores de los infieles se sumieron en el silencio y todo el mundo pareció estar inundado de voces inrithi que se alzaban para celebrar el triunfo y cantar. Cinganjehoi huyó del campamento. El gigante Corijani, el sediento de sangre Grande de Mizrai, fue muerto a manos de Proyas, el Príncipe de Conriya. Kascamandri, el glorioso Padirajah de Kian, cayó sin mandíbula y moribundo a los pies del Profeta Guerrero. Su cabeza de rechonchas mejillas fue colocada sobre el estandarte del Circunfijo. Pero sus preciosas hijas escaparon gracias a las artimañas del escurridizo Fanayal, el mayor de sus hijos.

Atrapados entre el avance de los inrithi y el campamento caído, los Grandes de Chianadyni y Girgash cargaron y cargaron, pero los galeoth y los ainonios se sobrepusieron a su desesperación y se enfrentaron a ellos. Los Hombres del Colmillo lloraban mientras destripaban a los enloquecidos infieles, porque nunca habían conocido una gloria tan oscura.

Y tras la estela de la batalla, algunos escalaron los cadáveres de los mastodontes, alzaron sus espadas para que refulgieran al sol y comprendieron las cosas que no sabían.

La Guerra Santa había sido absuelta.

Perdonada.

Los Grandes supervivientes fueron colgados de los sicomoros de innumerables ramas, y a la luz del anochecer pendían como hombres ahogados flotando por encima de las profundidades. Se escurrían de los clavos que los sostenían y caían convertidos en fardos junto a la base de sus árboles. Y cualquiera que escuchara les oía susurrar una revelación… El secreto de la batalla.

Una convicción indómita. Una creencia invencible.

Principios de primavera, año del Colmillo 4112, Akssersia

Con la capa de lana y pieles alzada contra la lluvia, Aengelas cabalgó en mitad de una larga hilera de jinetes que avanzaban lenta y pesadamente a través de las llanuras de Gal bajo una cortina gris que caía incesantemente sobre ellos. Seguían un amplio rastro de hierbas aplastadas. De vez en cuando, alguien encontraba una huella intacta de un niño, pequeña e inocente, marcada en el fango. Hombres que Aengelas conocía de toda la vida —hombres fuertes— lloraban en voz alta ante aquella visión.

Se llamaban a sí mismos los werigda, y buscaban a sus esposas e hijos desaparecidos. Dos días antes habían regresado a su campamento, guerreros enrojecidos por el éxito en los caminos de la guerra menor, y habían encontrado destrucción y masacre en lugar de sus seres queridos. Inveterados luchadores se convirtieron en maridos y padres presa del pánico, corriendo por entre los escombros gritando nombres. Pero cuando se daban cuenta de que sus familias habían sido secuestradas y no asesinadas, se volvían a convertir en guerreros. Y cabalgaban, movidos por el amor y el terror.

A media mañana, colosales mamposterías emergieron entre las capas de lluvia y se alzaron por encima de ellos: las ruinas llenas de musgo y líquenes de Myclai, en el pasado la capital de Akssersis y la mayor ciudad del Antiguo Norte con la excepción de Tryse. Aengelas no sabía nada de Viejas Guerras, o de la antigua y orgullosa Akssersia, pero comprendía que su pueblo era descendiente del Apocalipsis. Moraban entre los huesos desenterrados de cosas más grandes.

Siguieron el camino por montículos, bajo pilares descabezados y junto a muros que se caían convertidos en grava. Los sranc a los que seguían, sabía Aengelas, no eran kig’krinaki ni xoági’i, los clanes que habían sido sus rivales desde tiempos inmemoriales. Seguían a un clan diferente, más malvado, nunca antes descubierto. Algunos de ellos incluso iban a caballo, algo que jamás se había oído decir acerca de los sranc.

Cruzaron la muerta Myclai en silencio, sordos a su reprimenda por las cosas no arruinadas.

Por la noche la lluvia cesó, pero a su horror se sumó un frío más intenso, y sus escalofríos se convirtieron en estremecimientos. Aquella noche encontraron los restos de una hoguera, y Aengelas, toqueteando la ceniza con su cuchillo, encontró un montón de huesos pequeños. Huesos de niños. Los werigda hicieron rechinar los dientes y aullaron a los oscuros cielos.

Aquella noche no iban a poder dormir, así que siguieron cabalgando. Las llanuras parecían ser descorazonadoramente huecas, una gran mortaja funeraria, expuesta en todos los puntos al augurio del abismo, a designios increíblemente crueles. ¿Qué habían hecho? ¿Cómo habían irritado a los Dioses que aporreaban a los hombres? ¿Acaso la Llama–Venado ardía demasiado baja? ¿Los terneros de los sacrificios estaban enfermos?

Dos días más de furia húmeda y estremecedora. Dos días más de tembloroso horror. Aengelas vería las huellas de mujeres y niños descalzos y recordaría sus casas quemadas, los cuerpos de los adolescentes de la tribu tirados entre los escombros, masacrados de modos indescriptibles. Y recordaría los ojos asustados de su mujer antes de que él partiera con los demás a atacar a los xoági’i. Recordaría sus palabras premonitorias.

«No nos dejes, Aenga… El Gran Destructor nos da caza. ¡Lo he visto en mis sueños!»

Otra hoguera, más huesos pequeños. Pero esta vez las cenizas estaban calientes. El mismo suelo parecía susurrar los gritos de sus seres queridos.

Estaban cerca. Pero tanto ellos como sus caballos, les dijo Aengelas, estaban demasiado cansados para la adusta labor que era la batalla. Muchos se quedaron consternados por aquellas palabras. ¿De quién sería el niño que los sranc se comían, gritaban, mientras ellos se revolvían en el duro suelo? De todos ellos, dijo Aengelas, si los werigda no conseguían ganar la batalla del día siguiente. Debían dormir.

Aquella noche le despertaron gritos angustiados. Manos pálidas, encallecidas, le arrastraron de su estera, y él pasó su cuchillo por el vientre de su atacante. El trueno de cascos retumbó a su alrededor, y se vio lanzado de cara contra la hierba. Trató de ponerse de rodillas, gritando a sus hombres, pero las sombras que farfullaban estaban sobre él. Le pusieron los brazos a la espalda y se los ataron violentamente. Le arrancaron toda la ropa.

Con los otros supervivientes, Aengelas fue llevado en mitad de la noche, arrastrado por una correa que le clavaron en los labios. Lloraba mientras corría, sabedor de que estaba perdido. No volvería a hacer el amor con Vlariss, su esposa. No volvería a tomar el pelo a sus hijos cuando se sentaban alrededor del fuego por las noches. Una y otra vez, a través de la agonía de su cara, se preguntaba: «¿Qué hemos hecho para merecer esto? ¿Qué hemos hecho?».

Gracias a la maligna luz de las antorchas vio a los sranc, con sus estrechos hombros y sus profundos pechos de perro, emergiendo de la noche como si lo hicieran de las profundidades del mar. Rostros inhumanamente hermosos, tan blancos como hueso pulido; armaduras de piel humana laqueada, y caras de hombres encogidas cosidas a sus escudos circulares. Desprendían su dulce hedor, como heces y fruta podrida. Oyó el pesadillesco tableteo de sus risas, y desde alguna parte en la noche, los relinchos de los caballos de los werigda al ser masacrados.

Y de vez en cuando veía nohombres, altos sobre sus corceles negros como la seda. Lo que Valrissa había soñado, se percató, era cierto: ¡el Gran Destructor les daba caza! Pero ¿por qué?

Llegaron a un campamento sranc a la luz grisácea del amanecer, una hilera de hombres desnudos e insensibilizados. Un gran coro de lloriqueos les dio la bienvenida: mujeres gritando nombres, niños aullando «¡Da! ¡Daa!». Los sranc los llevaron hasta donde estaban sus seres queridos acurrucados, y en un extraño acto de piedad, les cortaron la cuerda. Aengelas corrió a Valrissa y su único hijo vivo. Transido por los gemidos, les abrazó a los dos y cogió sus espaldas dobladas. Y por un instante sintió esperanza bajo la pálida calidez de cuerpos degradados.

—¿Dónde está Ileni? —susurró.

Pero su esposa sólo podía gritar:

—¡Aenga! ¡Aenga!

La tregua, sin embargo, fue breve. Los hombres que no pudieron encontrar a sus familias, que estaban arrodillados solos en el fango helado o corrían gritando y buscando caras ya muertas, fueron destripados. Las esposas e hijos sin maridos también fueron silenciados a hachazos, hasta que sólo los reunidos quedaron con vida.

Bajo los oscuros ojos de los nohombres, los sranc empezaron a colocar a los supervivientes en dos filas, hasta que los werigda fueron llevados en grandes hileras por la nieve y las muertas hierbas invernales, los maridos junto a sus esposas e hijos.

Atado a una púa clavada en el suelo, Aengelas se encogía de frío y se lanzaba una y otra vez contra las cuerdas trenzadas que le unían a su esposa e hijo. Escupía y bramaba a los sranc. Trató de reunir palabras alentadoras, palabras que pudieran hacer que su familia soportara aquello, que pudieran darles dignidad para lo que fuera a suceder. Pero sólo podía gemir sus nombres y maldecirse por no haberlos estrangulado antes, por no haberlos ahorrado lo que iba a suceder.

Y entonces, por un instante, oyó la pregunta a pesar de que nadie la pronunció.

Un silencio asombroso cayó sobre los werigda, y Aengelas comprendió que todos ellos habían oído la voz imposible. La pregunta había resonado por las almas de todos los sufrientes miembros de su pueblo.

Entonces lo vio. Una abominación caminando entre la luz del amanecer.

Era medio cuerpo más alto que un hombre, con largas alas curvas plegadas como guadañas alrededor de su poderosa complexión. Con la salvedad de algunas motas negras, lunares cancerígenos, su piel era traslúcida, y tenía en su interior un gran cráneo brillante con la forma de una ostra puesta de lado. Y dentro de las fauces abiertas del cráneo, había otro, más semejante al de un hombre, en el que un rostro casi humano sonreía con sus acuosos rasgos.

Los sranc aullaron de éxtasis a su paso y tiraron de sus grupos mientras caían de rodillas. Los nohombres montados bajaron sus brillantes cueros cabelludos. Estudiaron las hileras de desventurados humanos y después sus grandes ojos negros se posaron sobre Aengelas. Valrissa gimió a escasa distancia.

«Tú… Percibimos el viejo fuego en ti, hombrecillo…»

—¡Soy werigda! —rugió Aengelas.

«¿Sabes qué somos?»

—El Gran Destructor —dijo Aengelas entre jadeos.

«Nooooo», le arrulló, como si su error hubiera despertado un delicioso estremecimiento.

«Nosotros no somos Él… Somos Su sirviente. Con la excepción de mi Hermano, somos los últimos que descienden del vacío.»

—¡El Gran Destructor! —gritó Aengelas.

La abominación se había acercado durante su conversación y ahora se erguía sobre su esposa y su hijo. Valrissa apretó a Bengulla contra su pecho y alzó una trágica mano de protección contra la vetusta figura.

«¿Nos lo dirás, hombrecillo? ¿Nos dirás lo que necesitamos saber?»

—Pero ¡no lo sé! —gritó Aengelas—. ¡No sé nada de lo que preguntáis!

Sin esfuerzo, el Xurjranc tiró de la cuerda de Valrissa y la alzó ante sí, la sostuvo como si fuera una muñeca. Bengulla gritó:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Una vez más, la pregunta resonó por el alma de Aengelas. Lloró, arrancó la hierba.

—¡No lo sé! ¡No lo sé!

Entre las manos de la monstruosidad, Valrissa se quedó inmóvil, como un ternero entre las fauces de un lobo. Sus ojos aterrorizados se apartaron de Aengelas y se dirigieron hacia arriba, bajo los párpados de la abominación, como si intentara mirar a la figura que había tras ella.

—¡Valrissa! —gritó Aengelas—. ¡Valrisssa!

Sosteniéndola por la garganta, la cosa le quitó lánguidamente la ropa, como si fuera la piel de un melocotón podrido. A medida que sus pechos quedaban libres, blancos y redondos con pezones rosa claro, una lámina de luz solar parpadeó a lo largo del horizonte e iluminó sus ágiles curvas. Pero el apetito que la sostenía desde atrás permaneció en sombras, como humo brillante.

Una violencia animal sobrevino a Aengelas, y tiró de su correa, berreó su furia inarticulada.

—¡Bor favooor! —gimió Aengelas—. No lo sééééééé…

La mano libre de la cosa trazó una línea de sangre sobre el pecho de Valrissa, por encima de la llanura de su estremecido vientre. Los ojos de Valrissa regresaron a Aengelas, cargados de algo imposible. Gimió y abrió sus piernas para acoger la mano de la abominación.

«Una raza de amantes.»

—¡No lo sé! ¡No! ¡No! ¡Basta! ¡Bor favooor!

La cosa soltó un alarido como cien halcones al entrar en ella. Trueno de cristal. Cielo estremecido. Ella echó hacia atrás la cabeza, con el rostro contraído de dolor y éxtasis. Tembló y gruñó, arqueada para recibir los empujones de la criatura. Y cuando llegó al clímax, Aengelas se vino abajo, se cogió la cabeza con las manos y se golpeó la cara contra la hierba.

El frío sabía bien contra sus labios partidos.

Con un gemido inhumano, de dragón, la cosa apretó su magullado falo sobre el estómago de Valrissa y lavó sus pechos iluminados por el sol con acre semilla negra. Otro atronador chillido, entretejido con el débil gemido humano de una mujer.

Y de nuevo hizo la pregunta. «No lo sé…»

«Estas cosas te debilitan», dijo la criatura, arrojando a Valrissa como un saco a las frías hierbas. Con una mirada, se la dio a los sranc, a su licenciosa furia. Una vez más, hizo la pregunta.

La abominación dio después a su hijo —el dulce, inocente Bengulla— a los sranc, y repitió su pregunta.

«No sé a qué te refieres…»

Y cuando los sranc hicieron también de Aengelas un útero, la cosa preguntó a cada embestida del violador, preguntó…

Hasta que los enloquecidos gritos de su esposa y su hijo se convirtieron en la pregunta. Hasta que sus propios aullidos desquiciados se convirtieron en la pregunta…

Su esposa y su hijo estaban muertos. Sacos de carne penetrada con rostros que él había amado, y todavía… hacían cosas.

Siempre, la misma pregunta enloquecida, incomprensible.

«¿Quiénes son los dunyainos?»