24

Caraskand

Golpean a los débiles y lo llaman justicia. Revuelven sus entrañas y lo llaman reparación. Ladran como perros y lo llaman razón.

Ontillas, Sobre la locura de los hombres

Finales de invierno, año del Colmillo 4112, Caraskand

La lluvia caía en ráfagas grises. Chisporroteaba sobre los tejados y las calles. Gorgoteaba por las alcantarillas. Golpeteaba los cráneos, todavía con piel, de los muertos. Besaba las ramas más altas del viejo Umiaki y al mismo tiempo caía en picado por entre sus más oscuros huecos. Un millón de cuentas de agua. Convergiendo en las bifurcaciones entre las ramas, convirtiéndose en hilos, enhebrando la oscuridad con líneas blancas refulgentes. Pronto las gotas empezaron a descender en espiral por la cuerda de cáñamo y cayeron como mármol sobre el anillo de bronce, desde donde descendieron sobre la piel, viva y muerta.

A lo largo del Kalaul, miles corrieron a cubierto y se protegieron con capas de lana y mantos. Otros gimieron, alzaron las manos suplicando, preguntándose qué auguraba la lluvia. Los rayos los cegaron. Las aguas golpearon sus mejillas.

Y el trueno murmuró secretos que no podían ni imaginar.

Alzaron las manos, rogando.

Su sueño fue intermitente, acosado por sueños de palabras dunyainas y hechos dunyainos. «Tú —decía la abominación— todavía comandas los oídos de los Grandes.» Serwe desplomándose en brazos de Sarcellus, sangrando a borbotones. «Recuerda la batalla secreta. ¡Recuerda!»

Cnaiür se despertó a la lluvia y los murmullos.

«El secreto de la batalla…»

«Los oídos de los grandes.»

Al no encontrar a Proyas en su complejo, se encaminó con la prisa necesaria hacia el Palacio del Sapatishah en las Cumbres Arrodilladas, donde el aterrorizado camarero del Príncipe le había dicho que podría encontrarlo. La lluvia había empezado a amainar cuando llegó a los primeros escalones de las residencias que rodeaban la base de las cumbres. Por un instante, el sol proyectó dedos de luz brillante sobre la oscura ciudad. Mientras espoleaba a su hambrienta montura hacia arriba, Cnaiür miró por encima de su hombro y vio cómo el sol batallaba entre nubes de un negro montañoso. De cumbre a cumbre, a lo largo de la confusión del Cuenco, de camino a la oscura y borrosa línea de las Murallas Triámicas, los charcos centelleaban en blanco como un millar de monedas de plata.

Desmontó en la anarquía del campamento exterior del palacio. A cada instante, le pareció, veía otra banda de jinetes armados taconeando al otro lado de las puertas. Con la excepción de los guardianes galeoth y varios esclavos kianene casi esqueléticos, todo el mundo portaba o bien la marca o bien el aire de la casta noble. Cnaiür reconoció a muchos de los Consejos anteriores, aunque por alguna razón ninguno se atrevió a saludarle. Siguió a los inrithi por las sombras del Pasillo de Entrada, donde a punto estuvo de chocar contra un gaidekki vestido de morado.

El Palatino se detuvo y le miró con curiosidad.

—¡Dulce Sejenus! —exclamó—. ¿Estás bien? ¿Ha habido más batallas en las murallas?

Cnaiür bajó la mirada hasta su pecho: el rojo había empapado el blanco de su túnica hasta casi su faja forrada de hierro.

—¡Te han hecho un corte en la garganta! —dijo Gaidekki maravillado.

—¿Dónde está Proyas? —espetó Cnaiür.

—Con los otros muertos —dijo el Palatino con tristeza, señalando las filas de hombres que desaparecían hacia el sanctasanctórum del palacio, cuyas paredes estaban totalmente cubiertas de frescos.

Cnaiür siguió a un grupo de thunyerios de muy malas pulgas liderados por Yalgrota Matasranc, que llevaba sus rubias trenzas adornadas con puntas de hierro y cabezas encogidas de infieles. En un momento dado, el gigante giró la cabeza y se le quedó mirando. Cnaiür engarzó su mirada, con el alma hirviendo de pensamientos de asesinato.

¡Ushurrutga! —espetó el hombre, y se volvió sonriendo ante las guturales carcajadas de sus compatriotas.

Cnaiür escupió contra las paredes y después se quedó mirando furioso a su alrededor.

«¡Todos ellos! ¡Todos ellos!»

En alguna parte, oía a los miembros de la tribu de los utemot susurrando…

«Llorón.»

El corredor abovedado terminaba en unas puertas de bronce que se mantenían abiertas por medio de dos bustos colocados boca abajo sobre las alfombras. Viejos Sapatishahs esculpidos en diorita, imaginó Cnaiür, o reliquias de la ocupación nansur. A través de las puertas, llegó a una gran cámara en la que se abrió paso a empellones entre una muchedumbre de nobles que no dejaban de revolotear. El aire zumbaba con las voces reverberantes.

«Marica llorón.»

La sala era circular, y su construcción era mucho más antigua que el resto del palacio; tal vez kyraneana o shigeki. Una mesa tallada en lo que parecía yeso blanco dominaba el suelo, que estaba cubierto de maravillosas alfombras con bordados de color bronce y dorado. Justo al otro lado del extremo de la alfombra, una serie de gradas concéntricas se alzaba a la manera de los anfiteatros, permitiendo la visión sin obstáculos de la mesa. Construido con inmensos bloques, el muro circundante se alzaba sobre las gradas negras y contaba con apliques y adornos con los distintivos tapices en forma de banderines propios de los kianene. Una cúpula puntiaguda de piedra se alzaba por encima, colgando, parecía, sin el lujo del mortero o las bóvedas. Una serie de fuentes alrededor de su base proveían de luz, difusa y blanca, mientras que por encima de la mesa central, estandartes infieles se mecían al ritmo de invisibles corrientes de aire.

Cnaiür encontró a Proyas junto a la mesa, con la cabeza inclinada mientras escuchaba concentradamente a un hombre corpulento vestido de azul y gris. El hombre llevaba la ropa manchada alrededor de las rodillas, y comparado con los escuálidos cuerpos de los demás, parecía casi obscenamente gordo. Alguien gritó desde las gradas y el hombre se volvió al oír el sonido, revelando cinco líneas blancas que recorrían su barba sin recortar. Cnaiür se le quedó mirando con incredulidad.

Era el hechicero. El hechicero muerto…

¿Qué había sucedido?

—¡Proyas! —gritó, por alguna razón reacio a acercarse—. ¡Tenemos que hablar!

El Príncipe conriyano miró a su alrededor y, al localizarle, frunció el entrecejo del mismo modo en que lo había hecho Gaidekki. El hechicero, sin embargo, siguió hablando, y Cnaiür vio cómo le hacía un gesto hostil.

—¡Proyas! —ladró, pero el Príncipe sólo le dedicó una mirada furiosa.

«¡Idiota!», pensó Cnaiür. ¡El cerco podía romperse! ¡Sabía qué debían hacer!

El secreto de la batalla. Recordó…

Encontró un lugar en las gradas con los otros Pequeños Nombres y sus séquitos, y observó cómo los Grandes Nombres se ponían a discutir como de costumbre. El hambre en Caraskand había llegado a tales extremos que incluso los grandes entre los inrithi se habían visto obligados a comer ratas y beberse la sangre de sus caballos. Los líderes de la Guerra Santa tenían las mejillas hundidas y un aspecto demacrado, y las pecheras de muchos, particularmente las de los que habían sido gordos, colgaban sueltas sobre sus cuerpos, de modo que parecían niños jugando con las armaduras de su padre. Parecían idiotas y trágicos a la vez, poseídos por la pompa desgarbada de líderes moribundos.

Como rey titular de Caraskand, Saubon estaba sentado en un gran asiento con el respaldo lacado en negro a la cabecera de la mesa. Se inclinó hacia adelante, cogiéndose a los brazos de la silla como si se preparara para ejercer una preeminencia que nadie más le reconocía. A su derecha estaba Conphas, reclinado y mirando a su alrededor con la impaciencia de quien se ha visto obligado a tratar a los inferiores como iguales. A su izquierda estaba el único hermano vivo del Príncipe Skaiyelt, Hulwarga el Débil, que representaba a Thunyerus desde que Skaiyelt había sucumbido a la hemoplejia. Junto a Hulwarga estaba Gothyelk, el entrecano Conde de Agansanor, con la barba áspera y desgreñada como de costumbre y su combativa mirada más amenazadora. A su izquierda estaba Proyas, cuyos movimientos eran cansados y reflexivos. Aunque estaba hablando con el hechicero, que estaba sentado en una silla más pequeña inmediatamente a su lado, sus ojos seguían buscando las caras de los que le rodeaban en la mesa. Y finalmente, colocado entre Proyas y Conphas, estaba el decoroso Palatino de Antanamera, Chinjosa, que según los rumores había sido nombrado Rey–Regente por los Chapiteles Escarlatas tras el fallecimiento de Chepheramunni, también de hemoplejia.

—¿Dónde está Gotian? —preguntó Proyas a los demás.

—Quizá —dijo Ikurei Conphas con un gracioso sarcasmo— el Gran Maestro ha sabido que era un hechicero el que nos convocaba para que le escucháramos. Los Caballeros Shriah, me temo, tienden a ser bastante Shriah…

Proyas gritó a Sarcellus, que estaba sentado en la grada más baja, vestido de los tobillos a las muñecas con las vestiduras Shriah blancas que normalmente llevaba en los Consejos. Haciendo una profunda reverencia a los Grandes Nombres, el Caballero–Comandante declaró ignorar el paradero de su Gran Maestro. Cnaiür bajó la mirada hasta su antebrazo derecho mientras hablaba, no tanto para escucharle como para memorizar el odioso timbre de la voz de aquel hombre. Observó cómo las venas y las cicatrices se tensaban a medida que él cerraba y abría el puño.

Cuando parpadeó, vio el cuchillo atravesando la garganta de Serwe, centelleando, vertiendo rojo.

Cnaiür a duras penas oyó las discusiones sobre el procedimiento que siguieron: algo relacionado con la legalidad de continuar sin el representante del Santo Shriah. Él observó a Sarcellus. La telaraña de líneas rojas todavía cubría su sensual rostro, aunque era mucho más débil que cuando Cnaiür había visto a aquel hombre con Proyas y Conphas. Su expresión era aparentemente tranquila, pero sus grandes ojos marrones parecían inquietos y distantes, como si reflexionara sobre asuntos que convertían ese espectáculo en algo irrelevante.

¿Qué era lo que había dicho el dunyaino?

Mentira hecha carne.

Cnaiür tenía hambre, mucha hambre —hacía ya muchos días que no ingería un verdadero almuerzo— y el roer de su estómago le daba una curiosa perspectiva sobre todo lo que veía, como si su alma ya no se permitiera el lujo de rollizos pensamientos y rollizas impresiones. Tenía fresco en los labios el sabor de la sangre de su caballo. Por un momento enloquecido, se sorprendió preguntándose qué sabor tendría la sangre de Sarcellus. ¿Sabría a mentiras?

¿Tenían las mentiras un sabor?

Todo desde la muerte de Serwe le había parecido confuso, y por mucho que lo intentara, no podía separar sus días de sus noches. Todo se derramaba, se vertía sobre todo lo demás. Todo había sido envenenado, ¡envenenado! ¡Y el maldito dunyaino no se callaba!

Y entonces, aquella mañana, sin razón aparente, lo había comprendido. Había comprendido el secreto de la batalla… «¡Se lo dije! ¡Le mostré el secreto!»

Y las crípticas palabras que Kellhus había pronunciado en las cumbres en ruinas de la Ciudadela se habían vuelto tan claras como el agua.

«¡La caza no tiene por qué terminar!»

Comprendió el plan del dunyaino, o al menos parte de él… ¡Si Proyas hubiera escuchado!

De repente, los gritos en la mesa se apagaron, al igual que el barullo de las gradas. Un silencio atónito descendió sobre la vieja cámara y Cnaiür vio al hechicero, Achamian, de pie junto a Proyas, mirando a los demás con la adusta audacia de un hombre exhausto.

—Dado que mi presencia os ofende —dijo con una voz alta y clara— no me andaré con rodeos. Habéis cometido un terrible error, un error que debe ser reparado, por el bien de la Guerra Santa y el bien del Mundo. —Se detuvo para evaluar los rostros con el ceño fruncido—. Debéis liberar a Anasurimbor Kellhus.

Gritos de indignación y reproche explotaron entre los que estaban en la mesa y los que estaban en las gradas por igual. Cnaiür observó, pegado a su asiento y a su postura marcial. Finalmente, no tendría que hablar con Proyas.

—¡Escuchadle! —gritó el Príncipe conriyano por encima de las voces belicosas. Estupefacta por la ferocidad de su arrebato, toda la sala pareció contener la respiración. Pero Cnaiür ya no podía respirar.

«¡Trata de liberarle!»

Pero ¿significaba eso que también ellos conocían el plan del dunyaino?

En los Consejos de la Guerra Santa, Proyas siempre había jugado el papel de complemento sobrio de las excesivas pasiones de los otros Grandes Nombres. Oír al hombre gritar de aquella manera era algo que consternaba. Los otros Grandes Nombres se sumieron en el silencio, como niños castigados no por su padre, sino por lo que le han hecho hacer a su padre.

—Esto no es una farsa —prosiguió Proyas—. Esto no es una broma para irritar u ofender. Más, mucho más que nuestras vidas depende de la decisión que tomemos aquí hoy. Os pido que decidáis conmigo, como hace cualquier hombre que tiene argumentos que exponer. Pero exijo, ¡exijo!, que escuchéis antes de tomar una decisión. Y esta exigencia, creo, no es en realidad una exigencia, puesto que escuchar sin parcialidad, sin fanatismo, es simplemente lo que hacen todos los hombres sabios.

Cnaiür miró al otro lado de la sala y vio que Sarcellus contemplaba el drama tan intensamente como cualquiera de los demás. Incluso hizo un gesto airado a su séquito para que se callara.

De pie delante de los grandes señores inrithi, el hechicero parecía demacrado y empobrecido con su ropa manchada, y tenía un aspecto dubitativo, como si sólo ahora se diera cuenta de lo mucho que se había alejado de su elemento. Pero con su corpulencia y su indómita salud, parecía un rey ataviado como un mendigo. Los Hombres del Colmillo, sin embargo, parecían espectros ataviados como reyes.

—Habéis preguntado —gritó Achamian— por qué el Dios castiga a la Guerra Santa. ¿Qué cáncer nos contamina? ¿Qué enfermedad del espíritu ha despertado la ira del Dios contra nosotros? Pero hay muchos cánceres. Para los píos, los Maestros como yo somos uno de esos cánceres. Pero el Shriah en persona ha sancionado nuestra presencia entre nosotros. Así que miráis para otro lado y encontráis al hombre al que muchos llaman «Profeta Guerrero» y os preguntáis: «¿Y si ese hombre es falso? ¿No sería eso suficiente para que la ira del Dios arda contra nosotros? ¿Un Falso Profeta?». —Se detuvo, y Cnaiür vio que tragaba saliva tras los labios fruncidos—. Yo no he venido a deciros si el Príncipe Kellhus es un Profeta o no, ni siquiera si es un príncipe de algo. He venido, en realidad, a advertiros de un cáncer distinto. Uno que habéis pasado por alto, aunque algunos de vosotros conocéis su presencia. Hay espías entre nosotros, señores, —un murmullo colectivo llenó la sala—, abominaciones que llevan falsas caras de piel.

El hechicero se inclinó bajo la mesa y sacó un nauseabundo saco. Con un solo movimiento, lo desplegó sobre la mesa. Algo como anguilas plateadas alrededor de un repollo ennegrecido rodó sobre la superficie pulida para detenerse contra un reflejo imposible. ¿Una cabeza cortada?

«La mentira hecha carne.»

Una cacofonía de exclamaciones reverberó bajo la cúpula de la sala.

«… ¡Engaño! ¡Engaño blasfemo!…»

«… es una locura. No podemos…»

«… pero qué puede…»

Rodeado por los gritos atónitos y los puños alzados, Cnaiür observó cómo Sarcellus se ponía en pie y después se abría camino entre el clamor hacia la salida. Una vez más, Cnaiür vislumbró las inflamadas líneas que estropeaban el rostro del Caballero–Comandante… De repente se dio cuenta de que había visto ese patrón antes… Pero ¿dónde? ¿Dónde?

«Anwurat…» Serwe ensangrentada y gritando, Kellhus desnudo, con la entrepierna manchada de rojo, su cara abriéndose como dedos alrededor de un carbón. Un Kellhus que no era Kellhus.

Sobrevenido por una hambre temblorosa, de lobo, Cnaiür se puso en pie y salió corriendo para seguirle. Al fin había comprendido lo que el dunyaino le había dicho el día en que fue denunciado por los Grandes Nombres, el día de la muerte de Serwe. El recuerdo de la voz de Kellhus perforó el estruendo de los inrithi reunidos…

La mentira hecha carne.

Un nombre.

El nombre de Sarcellus.

Sinerses cayó de rodillas justo ante el umbral de la entrada y después apretó la cabeza contra la falsa alfombra grabada en la piedra. Los kianene, como la mayoría de los pueblos, consideraban determinados umbrales sagrados, pero en lugar de ungirlos en los días apropiados como los ainonios, los adornaban con imitaciones elaboradamente grabadas de esteras tejidas de juncos. Era, decidió Hanamanu Eleazaras, una decisión rentable. El desplazamiento de un lugar a otro, pensó, debería estar grabado en piedra. Las cosas debían ser notificadas.

—¡Gran Maestro! —dijo entre jadeos Sinerses, levantando la cabeza—. ¡Traigo noticias de Chinjosa!

Eleazaras esperaba al hombre, pero no su agitación. Con la piel erizada, miró a sus secretarios y les ordenó que salieran de la habitación con un leve gesto de la mano. Como la mayoría de hombres poderosos en Caraskand, Eleazaras se había mostrado muy interesado por los detalles de sus menguantes víveres.

Todo, parecía, había conspirado contra él durante los últimos meses. La lenta hambruna de Caraskand había llegado a tal extremo que hasta los hechiceros de rango pasaban hambre. Los más desesperados habían empezado a hervir las encuademaciones de cuero y las páginas de vitela de los libros que habían sobrevivido al desierto. ¡La más gloriosa Escuela de los Tres Mares se había visto reducida a comerse sus libros! Los Chapiteles Escarlatas sufrían con el resto de la Guerra Santa, tanto que ahora estaban discutiendo si reunirse con los Grandes Nombres y declarar que a partir de entonces los Chapiteles Escarlatas guerrearían en el campo de batalla junto a los inrithi, algo que era impensable hacía sólo unas semanas.

Las apuestas engendraban más apuestas, y normalmente cada una de ellas era más desesperada que la anterior. Para preservar su primera apuesta, Eleazaras debía ahora hacer una segunda, una apuesta que expondría a los Chapiteles Escarlatas a las mortales Baratijas de los arqueros Thesji del Padirajah, que tanto habían diezmando al Saik Imperial, la Escuela del Emperador, durante las yihads. Y aquello, sabía, podía debilitar a los Chapiteles Escarlatas hasta el punto de perder toda esperanza de vencer a los cishaurim.

¡Chorae! Cosas malditas. A las Lágrimas de Dios no les importaba quién las blandiera, inrithi o fanim, mientras no fueran hechiceros. Al parecer, uno no tenía que interpretar al Dios correctamente para empuñarle.

Una apuesta tras otra. Más desesperación sobre la desesperación. La situación se había tornado tan desastrosa, las cosas se habían tensado hasta tal punto, que cualquier noticia, percibió Eleazaras, podía romper la espalda de su Escuela. Cuanto más aguda fuera la nota, más posibilidades había de que la cuerda se rompiera.

Hasta las palabras de un esclavo–soldado arrodillado a sus pies podían significar su condena.

Eleazaras peleó por su aliento.

—¿Qué has sabido, Capitán?

—Proyas ha llevado al Maestro del Mandato al Consejo —dijo el hombre.

Eleazaras sintió que se le ponía la piel de gallina. Desde que había conocido la destrucción de su misión en Iothiah, había estado temiéndose el regreso del Maestro del Mandato.

—¿Te refieres a Drusas Achamian?

«Ha venido a imponer venganza.»

—Sí, Gran Maestro. Él…

—¿Ha venido solo? ¿Hay más? —«Por favor… Por favor…» Achamian solo podía manejarse fácilmente. Un grupo de hechiceros del Mandato, sin embargo, sería ruinoso. Ya habían muerto demasiados.

«¡No más! ¡No podemos permitirnos perder a más!»

—No. Parece estar solo, pero…

—¿Ha levantado acusaciones contra nosotros? ¿Ha calumniado a nuestra exaltada Escuela?

—¡Habla de espías–piel, Gran Maestro! ¡Espías–piel!

Eleazaras se lo quedó mirando sin comprender.

—Dice que caminan entre nosotros —prosiguió Sinerses—. ¡Dice que están por todas partes! Incluso ha traído la cabeza de uno en un saco, ¡una cosa espantosa, Maestro! Que esa cosa… Pero ¡me olvidaba! Chinjosa me ha mandado… Espera órdenes. El hechicero del Mandato está exigiendo a los Grandes Nombres que liberen al Profeta Guerrero.

¿El Príncipe Kellhus? Eleazaras parpadeó, tratando todavía de encontrarle un sentido al parloteo del hombre.

«¡Sí! ¡Sí! ¡Su amigo! Eran amigos antes. El demonio del Mandato era su profesor.»

—¿Liberarle? —logró decir Eleazaras con una cierta semblanza de reserva—. ¿C–con qué argumentos?

Los ojos de Sinerses sobresalían de su rostro medio muerto de hambre.

—Los espías–piel. Dice que el Profeta Guerrero es el único que puede verlos.

El Profeta Guerrero. Desde la marcha del desierto, habían observado a aquel hombre con una creciente inquietud, especialmente cuando resultó evidente cuántos de sus Javreh estaban tomando en secreto la Carga y convirtiéndose en Zaunduyani. Cuando Ikurei Conphas acudió a él con la promesa de destruirle, Eleazaras le ordenó a Chinjosa que apoyara al Exalto–General en todos los aspectos. A pesar de que todavía le preocupaba la posibilidad de que estallara una guerra entre los Ortodoxos y los Zaudunyani, creía que la cuestión del destino de Anasurimbor Kellhus ya había sido resuelta.

—¿Qué quieres decir?

—Dice que como sólo el Profeta puede verles, debe ser liberado para que la Guerra Santa sea purgada. Sólo así, dice, el Dios cejará en su ira contra nosotros.

Como viejo maestro del jnan, Eleazaras era reacio a permitir que sus verdaderas pasiones afloraran en presencia de sus esclavos, pero aquellos últimos días… habían sido muy duros. La cara que le mostraba a Sinerses era de perplejidad: parecía un anciano que había acabado teniéndole miedo al mundo.

—Reúne a tantos hombres como puedas —dijo con frialdad—. ¡Inmediatamente!

Sinerses corrió.

Espías… ¡Espías por todas partes! Y si no podía encontrarles… Si no podía encontrarles…

El Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas hablaría con el Profeta Guerrero, ese hombre santo que podía ver lo que estaba oculto entre ellos. Durante toda su vida, Eleazaras, un hechicero que podía mirar en los recovecos más humeantes del mundo, se había preguntado qué era lo que los Santos creían que veían. Ahora lo sabía.

Malicia.

Tenía hambre, la cosa llamada Sarcellus. De sangre. De malditas cosas vivas y muertas. Pero más que nada tenía apetito de consumación. Todo ello, desde su ano hasta la parodia que llamaba su alma, estaba empeñado en los fines de sus creadores. Todo estaba doblado hacia la promesa del clímax, el chorro de sal caliente.

Pero los Arquitectos habían sido taimados, cruelmente astutos, al poner sus cimientos. Tan pocas cosas —¡la más rara de las circunstancias!— podían acabar con aquella liberación. Matar a la mujer, la esposa del dunyaino, había sido un momento así. Su mero recuerdo era suficiente para que su falo se arqueara contra sus pantalones y jadeara como un pez.

Y ahora que el hechicero del Mandato —¡maldito Chigra!— había regresado para liberar al dunyaino… ¡La promesa! ¡La furia! Había sabido al momento lo que debía hacer. Mientras salía del Palacio del Sapatishah, el aire daba vueltas con su deseo, el sol refulgía con su odio.

Aunque sutil hasta más allá de la razón, la cosa llamada Sarcellus caminaba por un mundo mucho más sencillo que aquél por el que caminaban los hombres. No había guerra de pasiones en competencia, no era necesaria la disciplina ni la renuncia. Sólo codiciaba la ejecución de la voluntad de sus autores. Apaciguando su hambre, apaciguaba el bien.

Así había sido forjado. Tal era la astucia de su manufactura.

El Profeta Guerrero debe morir. No había pasiones que interfirieran, ni miedo, ni arrepentimiento, ni deseos en competencia. Mataría a Anasurimbor Kellhus antes de que pudieran salvarle, y al hacerlo…

Encontraría él éxtasis.

Cnaiür sólo tuvo que ver la ruta que Sarcellus tomó para bajar de las Cumbres Arrodillados para saber adónde se encaminaba el perro. El hombre cabalgó hacia el Cuenco, cosa que significaba que cabalgaba hacia el templo–complejo en el que Gotian y los Caballeros–Shriah estaban guarnicionados, y donde el dunyaino y Serwe colgaban de las oscuras ramas del Umiaki.

Cnaiür escupió y llamó a su caballo.

Cuando pudo galopar libremente por el extremo de la plaza, no fue capaz de ver al hombre. Se lanzó cuesta abajo a toda prisa por entre el maremágnum de edificios que atestaban las laderas que quedaban debajo del Palacio del Sapatishah. A pesar de las peligrosas condiciones de su montura, la espoleó hasta que se puso al galope. Corrió ante muros de jardines con púas, fachadas abandonadas de tiendas, y tras unos inmensos cimientos, giró por el único sitio por el que las calles parecían descender. Csokis, recordó, estaba casi al fondo del Cuenco.

El aire parecía zumbar con augurios.

Una y otra vez, como un pedazo de cristal en el estómago, imágenes de Kellhus cruzaron sus pensamientos. Le parecía que podía sentir su mano alrededor del cuello, sosteniéndolo, increíblemente, sobre un precipicio en las montañas Hethanta. Por un momento lleno de pánico, hasta le pareció difícil respirar, tragar saliva. La sensación desapareció sólo cuando se pasó los dedos por el profundo corte coagulado que tenía alrededor del cuello. Su más reciente swazond.

«¿Cómo? ¿Cómo puede afligirme tanto?»

Pero aquélla había sido la lección de Moenghus. El dunyaino hacía de todos los hombres sus discípulos, le veneraran o no. Uno sólo tenía que respirar.

«¡Hasta mi odio! —pensó Cnaiür—. ¡Hasta mi odio utiliza en su favor!»

Aunque el corazón le dolía por aquello, le dolía mucho más al pensar en la posibilidad de perder a Moenghus. Kellhus había dicho la verdad muchos meses atrás, en el campamento utemot: su corazón sólo tenía una presa, y no podía ser alimentado con sustitutos. Estaba atado al dunyaino del mismo modo en que el dunyaino lo estaba al cadáver de Serwe: atado por las filosas cuerdas de un odio invencible.

Cualquier vergüenza. Cualquier indignidad. Soportaría cualquier ofensa, cometería cualquier atrocidad para afilar su venganza. Vería cómo el mundo entero ardía antes de renunciar a su odio. ¡Odio! Ése era el corazón obsesivo de su fortaleza. No su espada. No su cuerpo. El odio le había valido el Yaksh Blanco. El odio había cubierto su cuerpo de Cicatrices Sagradas. El odio le había preservado del dunyaino mientras cruzaban la Estepa. El odio le había habituado a las demandas que esos extranjeros le pedían a su corazón.

El odio, y sólo el odio, le había permitido seguir cuerdo.

Y, claro, el dunyaino lo sabía.

Después de Moenghus, Cnaiür se había refugiado en los códigos del Pueblo, pensando que ellos podrían preservar su corazón. Habiendo sido engañado a su costa, le parecían todavía más preciosos, semejantes al agua en tiempos de gran sed. Durante años, se había fustigado por los caminos seguidos por los miembros de su tribu, ¡se había fustigado hasta hacerse sangre! Ser un hombre, decían los memorialistas, consistía en tomar y no ser tomado, en esclavizar y no ser esclavizado. Así que él sería el primero entre los guerreros, ¡el hombre más violento! Puesto que eso era lo más primordial de las Leyes No Escritas: un hombre —¡un hombre de verdad!— conquistaba, y no soportaba ser usado.

De ahí la tormenta de su pacto con Kellhus. Durante todo ese tiempo, Cnaiür había guardado celosamente su corazón y su alma, escupiendo sobre cada palabra del demonio, sin pensar que el hombre podía dominarle manipulando las circunstancias que le rodeaban. El dunyaino le había amedrentado de un modo no muy distinto al de esos idiotas inrithi.

«¡Moenghus! ¡Le puso Moenghus! ¡A mi hijo!»

¿Qué mejor manera de provocarle? ¿Qué mejor manera de embaucarle? Había sido utilizado. Incluso ahora, teniendo esos mismísimos pensamientos, el dunyaino le estaba utilizando.

Pero no importaba…

No había códigos. No había honor. El mundo entre los hombres carecía de caminos como la Estepa, ¡como el desierto! No había hombres… Sólo bestias dando zarpazos, deseando, maullando, rebuznando. Royendo el mundo con sus apetitos. Apaleados como osos para que bailaran al son de esta o de aquella absurda costumbre. Todos los miles, esos Hombres del Colmillo, mataban y morían en nombre de una falsa ilusión. Con la salvedad del hambre, nada gobernaba el mundo.

Aquél era el secreto del dunayino. Aquélla era su monstruosidad. Aquélla era su fascinación.

Desde que Moenghus le había abandonado, Cnaiür se había considerado a sí mismo el traidor. Siempre un pensamiento de más, siempre un deseo, ¡un apetito! Pero ahora sabía que la traición moraba en el coro de voces condenatorias, las recriminaciones que aullaban desde ninguna parte, llamándole cosas, ¡esos nombres odiosos!

«¡Ella era mi prueba!»

¡Mentirosos! ¡Idiotas! ¡Les haría ver!

Cualquier vergüenza. Cualquier indignidad. Estrangularía niños en sus cunas. Se arrodillaría bajo la caída de semilla caliente. ¡Vería cómo su odio se cumplía!

No había honor. Sólo ira y destrucción.

Sólo odio.

«¡La caza no tiene por qué terminar!»

Los cimientos abandonados quedaron atrás y Cnaiür galopó por uno de los bazares de Caraskand. Cadáveres, poco más que fardos hinchados de piel, hueso y tela, brillaban abajo. Recorrida la mitad de aquella macabra extensión, espió los obeliscos de Csokis que se alzaban por encima de una pequeña cuesta llena de edificios. Después de cruzar un complejo de varios almacenes de adobe, tan decrépito que se caía a trozos, encontró una avenida que reconoció y espoleó a su caballo a lo largo de una fila de lo que parecían residencias quemadas. Después de girar a la derecha bruscamente, su montura se vio obligada por el impulso de la carrera a saltar sobre una pileta de orina caída boca abajo, un gran cuenco de madera que debía de haber pertenecido a un lavandero cercano. Sintió antes de oír que a su caballo eumarnnano se le caía una herradura. El caballo gritó, se tambaleó y se detuvo cojeando, aparentemente herido.

Maldiciendo al animal, saltó al suelo y se puso a correr, sabedor de que ahora no podría alcanzar al Caballero–Comandante. Al otro lado del primer cruce, sin embargo, el blanco Kalaul se abría milagrosamente ante él, cruzado por las junturas de las piedras del pavimento llenas de agua y oscurecido por miles de hombres muriendo de hambre.

Al principio, no supo si debía preocuparse o alegrarse por la presencia de tantos inrithi. La mayoría de ellos, imaginó, serían Zaudunyani, lo cual impediría que Sarcellus matara al dunyaino abiertamente, si es que era eso lo que el hombre pretendía hacer. Abriéndose paso entre asombrados espectadores, Cnaiür registró la multitud en busca del Caballero Shriah. Vio el árbol, el Umiaki, en la distancia, oscuro y torcido contra un borroso grupo de columnatas y fachadas de templos. La repentina certeza de que el dunyaino estaba muerto le cortó la respiración.

«Se ha acabado.»

Parecía que nunca había sufrido un pensamiento más aterrador. Escudriñó frenéticamente las distancias. El sol, ahora no obstruido, hervía a las húmedas masas, que desprendían vapor. Miró a los hombres que se apiñaban a su alrededor y sintió un repentino y mareante alivio. Muchos rezaban o cantaban. Otros simplemente miraban las ramas que se alzaban hacia el cielo. Todos parecían estar ansiosos por el hambre, pero nada más.

«Todavía está vivo, o habría disturbios…»

Cnaiür se abrió paso a empellones y le sorprendió descubrir que los inrithi medio muertos de hambre se apartaban a su paso. Oyó voces gritando «¡scylvendio!», no en forma de saludo como en Anwurat, sino como una maldición o una plegaria. Pronto un grupo de hombres le seguían, algunos mofándose, otros gritando entusiasmados. Cada rostro, parecía, se volvía a su paso. Un ancho camino se abrió ante él hasta cubrir prácticamente toda la distancia con el árbol negro.

—¡Scylvendio! —gritaban los Hombres del Colmillo—. ¡Scylvendio!

Como antes, los Caballeros Shriah vigilaban el árbol, ahora dispuestos en filas de unos tres o cuatro hombres, una formación de batalla, en realidad. Patrullas montadas recorrían las cercanías. Los Caballeros del Colmillo —a diferencia de todos los demás inrithi— se habían negado a llevar vestimentas kianene, así que ahora tenían un aspecto raído en sus maltrechas túnicas doradas y blancas. Sus yelmos y mallas, sin embargo, seguían brillando a la luz del sol.

Mientras se acercaba a ellos, Cnaiür vio a Sarcellus junto a Gotian en medio de otros oficiales Shriah. Los primeros Caballeros Shriah le reconocieron y le dejaron un amplio pero sospechoso espacio mientras caminaba hacia Sarcellus y el Gran Maestro. Los dos hombres parecían estar discutiendo. El Umiaki se alzaba tras ellos, con las ramas oscuras contra los cielos azules como el mar. Mirando a través de la gran estera de hojas, Cnaiür vislumbró el anillo colgando bajo el ramal agrietado del Umiaki. Vio a Serwe y el dunyaino dando vueltas lentamente, como los dos lados de una moneda.

«¿Cómo puede estar muerta?»

«Por tu culpa —susurró el dunyaino—. Llorón…»

—Pero ¿por qué en este momento? —oyó Cnaiür que gritaba el Gran Maestro por encima del creciente rugido de las masas.

—¡Porque sí! —estalló Cnaiür con su más poderosa voz de campo de batalla—. ¡Porque alberga un rencor que ningún hombre puede comprender!

A pesar de los incensarios añadidos que los Grandes Nombres habían reunido, Achamian sintió náuseas a causa de la hediondez de la cosa. Explicó cómo las extremidades se plegaban hasta convertirse en una vaina, incluso alzó la cabeza podrida para demostrar el modo en que los brazos encajaban alrededor de las viscosas cuencas de los ojos. Con la salvedad de algunas exclamaciones de disgusto, los nobles allí reunidos observaron con un mudo horror. En algún momento, un esclavo le ofreció un pañuelo con esencia de naranja. Cuando no pudo soportarlo más, se lo apretó contra la cara e hizo un gesto para que se llevaran aquella cosa horrible.

—¿De modo —dijo Conphas al fin— que ésta es la razón por la que debemos liberar al Impostor?

Achamian se quedó mirando al hombre y percibió alguna clase de trampa verbal. Había sabido desde el principio que Conphas sería su principal adversario. Proyas le había advertido y le había dicho que nunca había topado con alguien tan formidable en los caminos del jnan. En lugar de responder, Achamian decidió exponerle, revelar su papel en aquellos trascendentales asuntos.

«Debo desacreditarle.»

—El tiempo de tomar a tus iguales por idiotas ha terminado, Ikurei.

El Exalto–General se recostó en su silla. Se pasó perezosamente las puntas de los dedos por los Soles Imperiales estampados en la coraza de su armadura de campaña, como si quisiera recordarle a Achamian el Chorae que había detrás de ellos. Era un gesto que tenía el mismo valor que una expresión desdeñosa.

—Haces que parezca —dijo Proyas— como si él ya conociera estas cosas.

—Ya las conoce.

—El hechicero se refiere a la historia antigua —respondió Conphas. Llevaba su capa azul de general a la manera tradicional nansur, cayendo por delante de su hombro izquierdo. Ahora se la echó hacia atrás con un rápido movimiento y dejó que se arrastrara sobre la alfombra de cobre—. Hace algún tiempo, cuando la Guerra Santa todavía acampaba alrededor de las murallas de Momemn, mi tío descubrió que su Primer Consejero era en realidad una de ésas… cosas.

—¿Skeaos? —exclamó Proyas—. ¿Estás diciendo que Skeaos era uno de esos espías–piel?

—Nada más y nada menos. Como se había mostrado extrañamente difícil de reducir dada su edad, mi tío llamó a su Saik Imperial. Cuando ellos insistieron en que la hechicería no tenía nada que ver, yo fui enviado a buscar al buen blasfemo de Achamian para confirmar su opinión. Las cosas se volvieron… —Se detuvo, después tuvo la temeridad de guiñarle un ojo a Achamian—. Confusas.

—¿Y? —gritó Gothyelk con sus modales bruscos—. ¿Había allí hechicería?

—No —respondió Achamian—. Y eso es lo que los hace tan temibles. Si fueran artefactos hechiceros, serían rápidamente puestos al descubierto. Pero por el momento, son imposibles de detectar. Y esto —dijo, volviéndose para mirar al Exalto–General— es precisamente lo que esas cosas tienen que ver con Anasurimbor Kellhus…

«Sólo él puede verlas.»

Varios gritos estallaron entre la cúpula sostenida por ménsulas.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Hulwarga.

Achamian se tensó al ver de nuevo a Kellhus y Serwe colgados bajo el árbol negro.

—Él me lo dijo.

—¿Te lo dijo? —gruñó Gothyelk—. ¿Cuándo? ¿Cuándo?

—Pero ¿qué son? —dijo Chinjosa.

—Tiene razón —exclamó Saubon—. ¡Esto! ¡Esto es el cáncer que nos contamina! Lo dije desde el principio: ¡el Profeta Guerrero ha venido para limpiarnos!

—Vas demasiado de prisa —espetó Conphas—. ¡Te olvidas de las preguntas más importantes!

—¡Cierto! —dijo Proyas—. Como por ejemplo, ¡por qué, si sabías que esas cosas estaban entre nosotros, no le dijiste nada al Consejo!

—Por favor —respondió el Exalto–General con las cejas unidas de puro desdén—. ¿Qué iba a hacer? Por lo que sabemos, varias de esas criaturas están sentadas entre nosotros en este mismo momento. —Miró a las caras embelesadas, la mayoría barbadas, que se alzaban a su alrededor—. Entre vosotros en las gradas —gritó con un barrido de su mano—. O incluso en esta misma mesa.

Un preocupado barullo recorrió la sala.

—Así que dime —prosiguió Conphas—, dada la propia opinión del hechicero sobre esas cosas, ¿en quién podía confiar? Ya habéis oído lo que ha dicho: que son imposibles de detectar. Hice lo único que en realidad podía hacer… —Volvió sus ojos taimados hacia Achamian pese a que siguió hablando al resto de Grandes Nombres—. Observé cuidadosamente y cuando al fin supe quién era el agente principal, actué.

Achamian se puso recto de golpe en su silla. Abrió la boca para protestar, pero era demasiado tarde.

—¿Quién? —gritaron casi al unísono Chinjosa, Gothyelk y Hulwarga.

Conphas se encogió de hombros.

—El hombre que se hace llamar el Profeta Guerrero… ¿Quién si no?

Un solo abucheo cruzó el aire, pero fue apagado a gritos por un coro de reprimendas.

—¡Eso no tiene sentido! —gritó Achamian—. ¡Eso es una completa estupidez!

Las cejas del Exalto–General se alzaron como si le sorprendiera que alguien no pudiera ver algo tan obvio.

—Pero acabas de decir que es el único que puede ver esas abominaciones, ¿no es así?

—Sí, pero…

—Entonces dinos, ¿cómo las ve?

Cogido por sorpresa, Achamian sólo pudo quedarse mirando a aquel hombre. Nunca, parecía, había llegado a odiar a nadie tan rápidamente.

—Bueno, la respuesta —dijo Conphas— me parece muy sencilla. Les ve porque sabe quiénes son.

Surgieron aclamaciones.

Desconcertado, Achamian levantó la mirada hacia las bulliciosas gradas, contemplando una cara barbada tras otra. De repente, se dio cuenta de que lo que Conphas había dicho hacía unos instantes era cierto. Incluso ahora, espías–piel le observaban, ¡estaba seguro! El Consulto le observaba… Y se reía.

Se sorprendió agarrándose al extremo de la mesa.

—¿Y cómo —estaba gritando Saubon— supo que yo vencería en las llanuras de Mengedda? ¿Cómo supo dónde encontrar agua en las arenas del desierto? ¿Cómo conoce la verdad en los corazones de los hombres?

—Porque es el Profeta Guerrero —gritó alguien desde las gradas—. ¡El portador de la verdad! ¡El iluminador! ¡La salvación de…!

—¡Blasfemia! —rugió Gothyelk, golpeando dos veces la mesa con su gran puño—. ¡Es Falso! ¡Falso! ¡No puede haber más profetas! ¡Sejenus es la verdadera voz del Dios! ¡El único…!

—¿Cómo puedes decir eso? —dijo Saubon, como si llorara a un hermano díscolo—. ¿Cuántas veces…?

—¡Te ha hechizado! —gritó Conphas con el tono de un Alto Oficial Imperial—. ¡Os ha embrujado a todos! —Cuando el rugido amainó levemente, prosiguió, proyectando su voz con la misma atronadora fortaleza—. Como he dicho antes, ¡nos hemos olvidado de la pregunta más importante! ¿Quién? ¿Quiénes son esas abominaciones que nos acechan, que merodean sin ser vistas en nuestros más secretos consejos?

—Como decía yo —le secundó Chinjosa—. ¿Quién?

Ikurei Conphas miró fijamente a Achamian, retándole a responder…

—¿Eh, Maestro?

Achamian se dio cuenta de que había sido derrotado. Conphas conocía su respuesta, sabía cómo los demás se burlarían y le rechazarían. El Consulto era materia de cuentos de niños y el Mandato estaba formado por hombres locos. Se quedó mirando al Exalto–General sin decir una palabra, tratando de enmascarar su desesperación con enfado. Incluso teniendo pruebas, podían vencerle con palabras. Incluso teniendo pruebas, ¡se negaban a creer!

Los ojos de los hombres se reían de él, parecían decir: «Lo planteas demasiado fácil…».

Conphas se volvió abruptamente hacia los demás.

—Pero ya has respondido a mi pregunta, ¿no es así? Cuando dijiste que esas cosas no son cosa de hechicería, ¡o al menos de hechicería que los Maestros pueden ver!

—Cishaurim —dijo Saubon—. Estás diciendo que esas cosas son cishaurim.

En un extremo de su campo vidual, Achamian vio a Proyas observándole alarmado.

«¿Por qué no dices nada?»

Pero un agotamiento le recorría, una insensibilizadora sensación de derrota. En su interior, vio a Esmenet suplicándole, con la mirada alienada por pensamientos desgarradores, por traicioneros deseos…

«¿Cómo puede esto estar sucediendo?»

—¿Qué podían ser si no? —preguntó Conphas, la mismísima voz de la razón serena—. Tú lo viste.

—Sí —dijo Chinjosa, con los ojos extrañamente dubitativos—. Pertenecen a los Sinojos. ¡Los Cabeza–de–Serpiente! No puede haber otra explicación.

—Ciertamente —dijo Conphas, cuya voz resonaba con gravidez oratoria—. El hombre que los Zaudunyani llaman el Profeta Guerrero, el mentiroso que acudió a nosotros demandando los privilegios de un príncipe, es un agente de los cishaurim, enviado a corrompernos, a sembrar la discordia entre nosotros, ¡a destruir la Guerra Santa!

—Y lo ha conseguido —gritó Gothyelk consternado—. ¡En todos los sentidos!

Negaciones y lamentaciones retumbaron por el aire. Pero la condena, sabía Achamian, había extendido su círculo mucho más allá de las murallas de Caraskand. «Tengo que encontrar alguna forma…»

—Si Kellhus… —gritó Proyas, imponiéndose en la habitación con la extrañeza de su voz—. Si Kellhus es un agente cishaurim, entonces ¿por qué nos salvó en el desierto?

Achamian se volvió hacia su antiguo estudiante, alentado…

—Para salvar su propia piel —espetó con impaciencia el Exalto–General—. ¿Por qué si no? Por mucho que desconfíes de mis artimañas, Proyas, debes creerme en esto. Anasurimbor Kellhus es un espía cishaurim. Hemos estado observándole desde Momemn, desde que su ojo errante puso al descubierto a Skeaos ante mi tío.

—¿Qué quieres decir? —espetó Achamian.

El Exalto–General le miró desdeñosamente.

—¿Cómo crees que mi tío, el glorioso Emperador de estas tierras, se percató de que Skeaos era un espía? Vio a tu Profeta Guerrero intercambiando miradas con él de un modo desproporcionado, dado que no se conocían.

—¡No es —se sorprendió Achamian gritando— mi Profeta Guerrero!

Miró a su alrededor, parpadeando, tan sorprendido por su salida de tono como el resto de hombres sentados a la mesa.

«¡Todo este tiempo! Los podía ver desde el principio…»

Y sin embargo, no había dicho nada. A lo largo de la marcha, a lo largo de sus infinitas conversaciones acerca del pasado y el presente, Kellhus había sabido de la existencia de los espías–piel.

Haciendo caso omiso del escrutinio de los nobles, Achamian jadeó en busca de aire, se llevó las manos al pecho. El temor le puso la piel de gallina. De repente, muchas de las preguntas de Kellhus, especialmente las referidas al Consulto y el No Dios, adquirían un significado distinto.

«¡Estaba aprovechándose de mí! ¡Utilizándome por mis conocimientos! ¡Tratando de comprender qué era lo que veía!»

Y vio los suaves labios de Esmenet abriéndose alrededor de esas palabras, esas palabras imposibles…

«Llevo a su hijo.»

¿Cómo? ¿Cómo podía ella traicionarle?

Recordaba aquellas noches en que yacían de lado en la oscuridad de su pobre tienda, sintiendo su esbelta espalda contra su pecho y sonriendo por la presión de los dedos de sus pies, que siempre metía entre sus pantorrillas cuando tenía frío. Diez pequeños dedos, cada uno de ellos tan frío como una gota de lluvia. Recordaba la tenue pero entrecortada maravilla que se filtraba en su interior. ¿Cómo podía una belleza como aquélla haberle escogido a él? ¿Cómo podía esa mujer —¡ese mundo!— sentirse segura en sus maltrechos brazos? El aire se calentaba con su respiración, mientras que más allá del lienzo manchado, a lo largo de miles de silenciosas millas, todo se volvía extraño y gélido. Y él la cogía, como si ambos cayeran en picado…

Y se maldecía, pensando: «¡No seas idiota! ¡Está aquí! ¡Ella juró que nunca estarías solo!».

Pero lo estaba. Estaba solo.

Parpadeó para reprimir unas absurdas lágrimas. Incluso su mula, Amanecer, estaba muerta.

Miró a los Grandes Nombres, que le contemplaban desde sus asientos alrededor de la mesa. No sentía vergüenza. Los Chapiteles Escarlatas se la habían arrancado, o al menos eso parecía. Sólo desolación, duda y odio.

«¡Él lo hizo! ¡La tomó!»

Achamian recordó a Nautzera en lo que parecía otra vida, preguntándole si la vida de Inrau, su estudiante, valía un Apocalipsis. Se lo había reconocido, había admitido que ningún hombre, ningún amor, merecía un riesgo tal. Y allí, volvió a reconocerlo. Salvaría al hombre que le había partido el corazón, porque su corazón no valía lo que el mundo, no valía un Segundo Apocalipsis.

¿Verdad?

¿Verdad?

Achamian sólo había dormido un rato la noche anterior, se había adormilado mientras Proyas dormía como un tronco. Y por primera vez desde que se había convertido en hechicero de rango del Mandato, no había tenido Sueños de las Viejas Guerras. Había soñado con Kellhus y Esmenet, jadeando y riendo entre sábanas sudorosas.

Sentado sin habla ante los Grandes Nombres, Drusas Achamian se dio cuenta de que tenía su corazón en una mano y el Apocalipsis en la otra. Y mientras calculaba su peso en su alma, le pareció que no podía determinar cuál de las dos cosas pesaba más.

No era diferente para esos hombres.

La Guerra Santa sufría, y alguien debía morir. Aunque aquello significara el Mundo.

Había sólo un reducto de enfrentamiento entre los miles de reductos como aquél dispersos por el Kalaul. Pero todos eran, sabía Cnaiür, el centro. Docenas de Caballeros Shriah se arremolinaban a su alrededor con los rostros inexpresivos y cautelosos, los ojos abiertos con una preocupación concentrada.

Algo iba a suceder.

—Pero ¡debe morir, Gran Maestro! —gritó Sarcellus—. ¡Mátalo y salva la Guerra Santa!

Gotian miró nerviosamente a Cnaiür antes de volver a girarse hacia su Caballero–Comandante. Se pasó los gruesos dedos por el corto cabello entrecano. Cnaiür siempre había pensado que el Gran Maestro Shriah era un hombre resuelto, pero ahora le parecía viejo e inseguro, incluso intimidado de algún extraño modo por el celo de su subordinado. Todos los Hombres del Colmillo habían sufrido, algunos más que otros, y algunos de un modo distinto que los demás. Gotian parecía tener las cicatrices en el espíritu.

—Aprecio tu preocupación, Sarcellus, pero se ha acordado que…

—Pero ¡eso es justamente lo que digo! El hechicero ofrece a los Grandes Nombres razones para liberar al Impostor. Les da incentivos. ¡Artificiosas historias de espías demoníacos que sólo el Impostor puede ver!

—¿Qué quieres decir? —espetó Cnaiür— ¿con que sólo él puede verlos?

Sarcellus se volvió hacia él de un modo que olía a recelo, aunque nada en él denotaba que estuviera inquieto.

—Eso es lo que dice el hechicero —dijo con un tono de burla.

—Quizá sí —respondió Cnaiür— pero te he seguido desde la cámara del consejo. El hechicero ha dicho solamente que hay espías entre nosotros, nada más.

—¿Estás sugiriendo —preguntó Gotian rápidamente— que mi Caballero–Comandante está mintiendo?

—No —respondió Cnaiür encogiéndose de hombros. Sintió cómo una calma mortal se posaba sobre él—. Sólo pregunto cómo sabe lo que no ha oído.

—Eres un perro infiel, scylvendio —declaró Sarcellus—. ¡Un infiel! Por lo que es recto y sagrado, deberías estar pudriéndote con los kianene de Caraskand, no poniendo en duda la palabra de un Caballero Shriah.

Con una sonrisa mortal, Cnaiür escupió entre las botas de Sarcellus. Por encima de sus hombros, vio el gran árbol, vislumbró el esbelto cadáver de Serwe atado boca abajo al dunyaino, como un muerto pegado a un muerto.

«Que sea ahora.»

Una serie de gritos emergieron de las muchedumbres cercanas. Distraído, Gotian ordenó a Cnaiür y Sarcellus que quitaran las manos de las empuñaduras de sus espadas. Ninguno de los dos obedeció.

Sarcellus miró de soslayo a Gotian, que escudriñaba la multitud, y después volvió a mirar a Cnaiür.

—No sabes lo que haces, scylvendio… —Su rostro se flexionó, se sacudió como un insecto moribundo—. No sabes lo que haces.

Cnaiür se le quedó mirando horrorizado, oyendo la locura de Anwurat en el rugido circundante.

«Mentira hecha carne…»

Los gritos se sumaron a los gritos, hasta que el aire zumbó con berridos y aullidos. Siguiendo la mirada de Gotian, Cnaiür se volvió y vislumbró una cohorte de hombres con armaduras con escamas y sobretodos azules y morados a través de la pantalla de Caballeros Shriah; pocos al principio, avanzando entre grupos de inrithi, después centenares más, formando cara a cara contra los hombres de Gotian. Hasta el momento no se habían desenvainado las espadas.

Gotian corrió entre sus filas, gritando órdenes, berreando a los barracones el envío de refuerzos.

Se desenvainaron las espadas, se blandieron y refulgieron al sol. Más extraños guerreros se acercaron, una profunda falange abriéndose paso entre las multitudes de demacrados inrithi. Eran Javreh, advirtió Cnaiür, los esclavos–soldados de los Chapiteles Escarlatas. ¿Qué estaba sucediendo allí?

Las masas se sumieron en una serie de peleas. Las espadas chocaron y tintinearon a su izquierda. Los gritos de Gotian perforaron el barullo. Asombradas, las filas de Caballeros Shriah dispuestas inmediatamente ante Cnaiür se partieron repentinamente y fueron obligadas a retroceder por Javreh blandiendo sus sables.

Unidos por la estupefacción, Cnaiür y Sarcellus desenvainaron sus espadas.

Pero los esclavos–soldados se detuvieron ante ellos y abrieron paso a una docena de escuálidos esclavos que portaban un palanquín cubierto de seda y gasa con una estructura profusamente grabada y laqueada de negro. Con un movimiento ensayado, los hombres cadavéricos bajaron el palanquín al suelo.

Un repentino silencio cayó sobre la multitud, tan absoluto que Cnaiür pensó que podía oír cómo el viento vibraba y chasqueaba entre el Umiaki, que estaba detrás de él. En algún lugar en la distancia, algún desgraciado gritó, herido o moribundo.

Vestido con una voluminosa túnica morada, un anciano salió del lujoso palanquín, mirando a su alrededor con un imperioso desdén. La brisa hizo revolotear su sedosa barba blanca. Sus ojos refulgieron oscuros debajo de unas cejas pintadas.

—Soy Eleazaras —declaró con una resonante voz de patricio—. Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas. —Levantó la mirada hacia la estupefacta muchedumbre y después posó su mirada de halcón sobre Gotian—. El que se llama a sí mismo el Profeta Guerrero. Cortarás sus cuerdas y me lo entregarás.

—Bueno, parece que el asunto está resuelto —dijo Ikurei Conphas con su tono solemne traicionado por la risa de hiena de su mirada.

—¿Akka? —susurró Proyas. Achamian le miró, aturdido. Por un momento, el Príncipe había sonado como doce…

Era extraña la forma en que la memoria se despreocupaba de la forma del pasado. Quizá era la razón por la que los que se morían de viejos se mostraban con tanta frecuencia incrédulos. A través de la memoria, el pasado asaltaba el presente, no en filas dispuestas por el calendario y las crónicas, sino como una hambrienta marabunta de ayeres.

Ayer Esmenet le quería. Sólo ayer le rogaba que no la dejara, que no fuera a la Biblioteca Sareótica. Durante el resto de su vida, se dio cuenta, sería siempre ayer.

Miró la entrada con la atención puesta en un movimiento que tenía lugar en la periferia de su campo visual. Era Xinemus. Uno de los hombres de Proyas —Iryssas, se percató— le guiaba a través del umbral, después por las atestadas gradas. Iba vestido con la armadura completa, con la falda hasta la espinilla de caballero conriyano y un arnés de malla plateada bajo un chaleco kianene. Llevaba la barba aceitada y trenzada, que le caía en forma de tirabuzones sobre la parte superior del pecho. Comparado con los devastados Hombres del Colmillo, parecía robusto, mayestático, exótico y familiar a la vez, como un príncipe inrithi del lejano Nilnamesh.

El Mariscal tropezó dos veces al pasar entre los otros nobles y Achamian vio el tormento en su cara cegada, el tormento y una curiosa, casi descorazonadora, testarudez. Una determinación para recuperar su lugar entre los poderosos.

Achamian tragó saliva contra el cuchillo que tenía en la garganta.

«Zin…»

Sin aliento, observó cómo el Mariscal se sentaba entre Gaidekki e Ingiaban, después volvía la cabeza hacia el aire abierto, mirando como si los Grandes Nombres estuvieran sentados delante de él y no debajo. Achamian recordó las noches indolentes que había pasado en la casa de campo de la costa de Xinemus en Conriya. Recordaba cómo bebían anpoi, cómo comían gallinas salvajes rellenas de ostras, y sus infinitas charlas sobre cosas antiguas y muertas. Y de repente Achamian comprendió lo que tenía que hacer.

Tenía que contar una historia.

Esmenet le quería sólo ayer. Pero ¡el mundo también había terminado!

—He sufrido —gritó abruptamente, y le pareció que oía su voz por medio de los oídos de Xinemus.

Sonaba fuerte.

—He sufrido —repitió, poniéndose en pie—. Todos nosotros hemos sufrido. El tiempo para la política y las posturas ha terminado. «Los que dicen la verdad —nos dice el Último Profeta— no tienen nada que temer, aunque deban perecer por ella…»

Sintió sus ojos: escépticos, curiosos e indignados.

—Os sorprende, ¿verdad?, oír a un hechicero, a uno de los Impuros, citando las Escrituras. Imagino que a algunos de vosotros incluso os ofende. En cualquier caso, diré la verdad.

—¿De modo que hasta ahora nos has mentido? —dijo Conphas con el semblante de un tacto sombrío. Siempre un verdadero hijo de la Casa Ikurei.

—No más que tú —dijo Achamian— ni que cualquier hombre en esta sala. Porque todos nosotros analizamos y racionamos nuestras palabras, las lanzamos al oído del oyente. Todos nosotros jugamos al jnan, ¡ese maldito juego! A pesar de que mueren hombres, jugamos… ¡Y pocos, Exalto–General, mejor que tú!

De algún modo, había encontrado el tono o el timbre que inmovilizaba lenguas y obligaba a los corazones a escuchar, esa voz, se dio cuenta, que Kellhus dominaba sin esfuerzo.

—Los hombres creen que los Maestros del Mandato estamos borrachos de leyendas, trastornados por la historia. Los Tres Mares se ríen de nosotros. ¿Y por qué no, si lloramos y nos tiramos de las barbas a causa de los cuentos que vosotros les contáis a vuestros hijos cada noche? Pero esto, ¡esto!, no son los Tres Mares. Esto es Caraskand, donde la Guerra Santa está atrapada, muriéndose de hambre, sitiada por la furia del Padirajah. Con toda probabilidad, ¡éstos son los últimos días de vuestra vida! ¡Pensad en ello! El hambre, la desesperación, el terror que se erige en vuestros intestinos, ¡el horror que martillea vuestro corazón!

—Es suficiente —gritó Gothyelk con el rostro ceniciento.

—¡No! —gritó Achamian—. ¡No es suficiente! Yo he sufrido durante toda la vida por la razón por la que ahora sufrís vosotros, ¡día y noche! ¡Condenación! La condenación pende sobre vosotros, oscureciendo vuestros pensamientos, lastrando vuestros pasos. Incluso ahora, vuestro corazón se acelera. Vuestra respiración se vuelve tensa…

»Pero ¡tenéis mucho, mucho que aprender!

»Hace miles de años, antes de que los hombres hubieran cruzado el Gran Kayarsus, antes incluso de que se hubiera escrito La crónica del Colmillo, los nohombres gobernaban estas tierras. Y como nosotros, guerreaban entre ellos por honor, por riquezas y sí, incluso por su fe. Pero la mayor de sus guerras no fue librada entre ellos, ni siquiera contra nuestros ancestros, aunque acabaría siendo su ruina. La mayor de sus guerras la libraron contra los inchoroi, una raza de monstruosidades. Una raza que se regocijaba con las sutilezas de la carne, dando vida a perversidades del mismo modo que nosotros forjamos espadas con el hierro. Los sranc, los bashrag, incluso Wracu, los dragones, son reliquias de sus guerras antiguas contra los nohombres.

»Liderados por el gran Cu’jara–Cinmoi, los Reyes nohombres batallaron contra ellos en las llanuras y los altos y profundos lugares de la tierra. Después de terribles pruebas y tremendos sacrificios, hicieron retroceder a los inchoroi a su primer y último baluarte, un lugar que los nohombres llamaban Min–Uroikas, el “Agujero de las Obscenidades”. No contaré los horrores de aquel lugar. Baste con decir que los inchoroi fueron derrotados y extinguidos, o al menos eso se creía. Y los nohombres forjaron un encantamiento sobre Min–Uroikas para que permaneciera cerrado para siempre. Después, exhaustos y mortalmente debilitados, se retiraron a lo que quedaba de su mundo en ruinas, una raza triunfante aunque doblegada.

»Siglos después, los Hombres de Eanna descendieron por el Kayarsus, aullantes multitudes de ellos, liderados por los Caudillos–Reyes, nuestros padres de antaño. Conocéis sus nombres, puesto que son enumerados en La crónica del Colmillo: Shelgal, Mamayma, Nomur, Inshull… Barrieron a los menguados nohombres, sellaron sus grandes mansiones y los empujaron al mar. Durante una era, el conocimiento de los inchoroi y Min–Uroikas abandonó todas las almas. Sólo los nohombres de Injor–Niyas recordaban, y no se atrevían a abandonar sus refugios de las montañas.

»Pero a medida que transcurrían los años, la enemistad entre nuestras razas se apagó. Se firmaron tratados entre los nohombres que quedaban y los norsirai de Tryse y Sauglish. Se intercambiaban conocimientos y bienes, y los hombres supieron por primera vez de los inchoroi y sus guerras contra los nohombres. Entonces, bajo los herederos de Nancaeru–Telesser, un hechicero nohombre llamado Cet’ingira (al que conocéis como el Mekeritrig de Las sagas) reveló la ubicación de Min–Uroikas a Shaeonara, el Gran Visir de la antigua Escuela gnóstica de Mangaecca. El encantamiento que cubría el malvado baluarte fue roto y los Maestros de Mangaecca rescataron Min–Uroikas para congoja de todos nosotros.

»La llamaron Anochirwa, “Alcance del Cuerno”, aunque los hombres que guerrearon contra ellos acabaron por conocerla como Golgotterath… Un nombre que nosotros utilizamos para asustar a nuestros hijos, aunque somos nosotros los que deberíamos asustarnos.

Se detuvo y escudriñó un rostro tras otro.

—Digo esto porque los nohombres, a pesar de que destruyeron a los inchoroi, no pudieron vencer Min–Uroikas puesto que no era, no es, de este mundo. Los Mangaecca registraron el lugar y descubrieron muchas cosas que a los nohombres se les habían pasado por alto, incluidos los terribles armamentos nunca utilizados. Y del mismo modo que el hombre que mora en un palacio acaba por creerse un príncipe, los Mangaecca acabaron por creerse los sucesores de los inchoroi. Se enamoraron de sus inhumanos caminos, y cayeron sobre su obsceno y degenerado arte, la Tekne, con la curiosidad de los monos. Y los que es más importante, ¡y más trágico!, descubrieron a Mog–Pharau…

—El No Dios —dijo Proyas en voz baja.

Achamian asintió.

—Tsurumah, Mursiris, Rompe–Mundo, y otro millar de nombres odiados… Tardaron siglos, pero hace sólo dos mil años, cuando los Grandes Reyes de Kiraneas exigieron tributos a aquellas tierras, y quizá construyeron este mismo salón de consejos, finalmente consiguieron despertarle. El No Dios… Casi todo el mundo se vino abajo entre gritos y sangre antes de su caída.

Sonrió y les miró, parpadeó mientras las lágrimas le caían por las mejillas.

—Lo que he visto en mis Sueños —dijo suavemente—. Los horrores que he visto…

Negó con la cabeza y dio un paso adelante como si saliera de algún trance.

—¿Quién de vosotros olvida las llanuras de Mengedda? Muchos de vosotros, lo sé, sufristeis pesadillas, sueños de muerte en antiguas batallas. Y todos vosotros visteis los huesos y los brazos de bronce vomitados por aquel maldito terreno. Esas cosas sucedieron, os lo aseguro, por una razón. Son los ecos de terribles acontecimientos, los rastros de temor y catástrofe. Si cualquiera de vosotros duda de la existencia del poder del No Dios, entonces os pido sólo que recordéis aquellos terrenos, ¡que se vinieron abajo con sólo presenciar su paso!

»Todo lo que os he dicho son hechos, registrados en los anales de los hombres y los nohombres. Pero no es, como podéis creer, la historia de una condenación conjurada, ¡ni mucho menos! Porque aunque Mog–Pharau fue derrotado en las llanuras de Mengedda, los malditos miembros de su séquito recuperaron sus restos. Y esto, grandes señores, es la razón por la que los Maestros del Mandato acechamos vuestras cortes y recorremos vuestros pasillos. ¡Ésa es la razón por la que soportamos vuestras pullas y nos mordemos nuestras lenguas! Durante dos mil años el Consulto ha proseguido su malvado estudio, durante dos mil años han trabajado para resucitar al No Dios. Consideradnos locos, llamadnos idiotas, pero es a vuestras esposas, a vuestros hijos, a quienes tratamos de proteger. ¡Los Tres Mares son nuestra carga!

»Ésa es la razón por la que he acudido a vosotros. ¡Creedme, porque sé de lo que hablo!

»Esas criaturas, esos espías–piel que han infiltrado vuestras filas, no tienen nada que ver con los cishaurim. Al llamarlos así, no hacéis más que lo que hacen todos los hombres cuando se ven hostigados por lo desconocido: lo arrastráis al círculo de lo que conocéis. Vestís a vuestros nuevos enemigos con las vestimentas del viejo. Pero ¡estas cosas proceden de un lugar muy lejano a vuestro círculo, de tiempos inmemoriales! ¡Pensad en lo que habéis visto hace unos momentos! Esos espías–piel están más allá de vuestras habilidades y vuestra comprensión, más allá incluso de los cishaurim, a los que teméis y odiáis.

»Son agentes del Consulto, y su mera existencia augura el desastre. Sólo un profundo dominio de la Tekne puede dar vida a esas obscenidades, un dominio que promete que la Resurrección de Mog–Pharau está cerca.

»¿Debo deciros qué significa?

»Nosotros, los Maestros del Mandato, como sabéis, soñamos con el antiguo fin del mundo. Y de todos esos sueños, hay uno que sufrimos más que los demás: la muerte de Celmomas, Gran Rey de Kuniuri, en los campos de Eleneot.

Se detuvo y se dio cuenta de que jadeaba.

—Anasurimbor Celmomas —dijo.

Un ansioso susurro recorrió la sala. Oyó a alguien murmurando en ainonio.

—Y en ese sueño —siguió, subiendo su tono hasta el punto más álgido—, Celmomas dice, como hacen en ocasiones los moribundos, una gran profecía. No lloréis, dice, porque un Anasurimbor regresará al fin del mundo…

»¡Un Anasurimbor! —gritó, como si ese nombre pudiera albergar el secreto de toda la razón. Su voz resonó por la sala e hizo eco a través de la antigua mampostería—. Un Anasurimbor regresará al fin del mundo. Y lo ha hecho… ¡Está colgado muriéndose mientras hablamos! Anasurimbor Kellhus, el hombre al que habéis condenado, es lo que en el Mandato llamamos el Heraldo, la señal viviente del final de los días. ¡Es nuestra última esperanza!

Achamian recorrió con la mirada la mesa y las gradas y bajó sus palmas abiertas.

—Así que vosotros, señores de la Guerra Santa, debéis preguntaros cuál es la apuesta que debéis hacer. Vosotros que os creéis condenados y creéis a vuestras esposas e hijos seguros… ¿Estáis seguros de que ese hombre es solamente lo que creéis? ¿Y de dónde proviene esa certidumbre? ¿De la sabiduría? ¿O de la desesperación?

»¿Estáis dispuestos a apostar este mundo para ver cómo se impone vuestro fanatismo?

El silencio que se había cerrado alrededor de su voz era plomizo. Era como si le contemplara una pared de caras y ojos de piedra. Durante un largo rato, nadie se atrevió a hablar, y con un sobresaltado asombro, Achamian se dio cuenta de que les había conmovido. ¡Por una vez habían escuchado con sus corazones!

«¡Lo creen!»

Entonces, Ikurei Conphas empezó a patear con sus botas y a palmearse los muslos gritando:

¡Hussa! ¡Hu–huhussaaa!

Otro en las gradas, el General Sompas, se unió a él:

¡Husaaa! ¡Hu–hu–ssaaa!

Una burla del tradicional humor nansur. Las risas fueron dubitativas al principio, pero al cabo de un momento, resonaban por la habitación.

Los señores de la Guerra Santa habían hecho su apuesta.

Con la túnica carmesí titilando bajo la luz del sol, el Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas dio dos pasos hacia ellos.

—Me lo entregaréis —repitió oscuramente.

—¡Sarcellus! —rugió Incheiri Gotian, blandiendo un Chorae en la mano izquierda—. ¡Mátale! ¡Mata al Falso Profeta!

Pero Cnaiür ya estaba corriendo hacia el árbol. Se arremolinó y se detuvo a escasos pasos del Caballero del Colmillo.

«Cualquier cosa. Cualquier indignidad. ¡Cualquier precio!»

Sarcellus bajó la espada y abrió sus brazos como en un gesto de camaradería. Detrás de él, las masas empujaban y aullaban por las extensiones de Kalaul. El aire zumbaba con su creciente rugido. Sonriendo, el Caballero–Comandante se acercó a él y se detuvo en el mismísimo límite de una embestida repentina.

—Rendimos culto al mismo Dios, tú y yo.

La brisa se había calmado y el calor del sol se posó tras su estela. Parecía que Cnaiür podía oler la carne podrida, carne podrida mezclada con la saliva amarga de las hojas del eucalipto.

«Serwe…»

—Ésta —dijo Cnaiür tranquilamente— es la suma de mi culto.

«Descansa, querida, porque te portaré…»

Se cogió la túnica por el collar ensangrentado y se la arrancó hasta la cintura. Alzó su sable justo delante de él.

«Vengaré.»

Detrás del Caballero–Comandante, Gotian intercambió gritos con el Gran Maestro de la túnica morada. Los Javreh, los esclavos–soldados de los Chapiteles Escarlatas, se lanzaron contra las filas de Caballeros Shriah, que habían unido sus armas en un intento de contenerles a ellos y a la multitud circundante de inrithi que chillaban y cantaban a voz en grito. Los templos y grupos de edificios de Csokis se alzaban en la distancia, impávidos en la bruma. Las Cinco Cumbres se erguían contra el cielo.

Y Cnaiür sonrió como sólo un Caudillo de los utemot podía sonreír. El cuello del mundo, pareció, estaba apretado contra la punta de su espada.

«Masacraré.»

Todo estaba hambriento allí. Todo se moría de hambre.

Cnaiür se dio cuenta de que todo había sucedido de acuerdo con la loca apuesta del dunyaino. ¿Qué diferencia había si él moría entonces, colgado de ese árbol, o dentro de varios días, cuando el Padirajah finalmente invadiera las murallas? Se había entregado a sus captores sabedor de que ningún hombre era tan inocente como el acusado que dejaba en evidencia a sus acusadores.

Sabedor de que si sobrevivía…

¡El secreto de la batalla!

Sarcellus agitó su espada en una serie de cegadores ejercicios. Sus brazos restallaron arriba y abajo, como saetas disparadas por máquinas de guerra. Había algo inhumano en sus movimientos.

Cnaiür no parpadeó ni se movió. Era un Hijo del Pueblo, un prodigio nacido en una tierra desolada, enviado para matar, para arrasar. Era un salvaje de las oscuras llanuras del norte, con trueno en su corazón y asesinato en sus ojos… Era Cnaiür urs Skiotha, el más violento de los hombres.

Encogió sus bronceados hombros y plantó los pies.

—Tendrás miedo —dijo Sarcellus— antes de que esto termine.

—Te maté una vez —rugió Cnaiür.

Podía ver claramente las trenzas de rojo inflamado bifurcándose en su cara. Se dio cuenta de que eran pliegues. Pliegues que había visto abiertos anteriormente…

—Sé por qué la querías —gruñó el Caballero Shriah—. ¡Qué melocotón! Creo que espantaré a los perros que se congreguen alrededor de su cadáver y volveré a amarla.

Cnaiür se lo quedó mirando, inmóvil. Los aullidos perforaron los aires. Puños alzados martillearon las distancias, miles de ellos.

Sólo el espacio de la respiración entre ellos ahora.

Respiración.

Sus espadas cortaron el espacio abierto. Se besaron. Trazaron un círculo. Se besaron de nuevo. Geometrías arremolinándose, sacudiendo el aire con el tintineo continuado del metal. Salto. Inclinación. Embestida… Con una elegancia brutal, el scylvendio aporreó a la abominación y la obligó a retroceder. Pero la espada del Caballero Shriah era hechicería y encandilaba al aire.

Cnaiür retrocedió, recuperó el aliento y se agitó el sudor de la cabellera.

—Mi carne —susurró Sarcellus— ha sido plegada más veces que el metal de tu espada. —Se rió como si estuviera totalmente relajado—. Los hombres son perros y vacas. Pero mi especie somos lobos en el bosque, leones en la llanura. Somos tiburones en el mar.

El vacío siempre se reía.

Cnaiür cargó contra la criatura, aporreando con la espada el espacio entre ellos. Finta. Después un barrido sobrecogedor. El Caballero Shriah saltó, bloqueó todos los truenos de su metal.

El hierro se afilaba contra la ausencia de superficie, trazando círculos y puntos en el aire, alcanzando, clavando…

Engarzaron las empuñaduras. Inclinados contra el otro. Cnaiür empujó, pero el hombre parecía inamovible.

—¡Qué talento! —gritó Sarcellus.

Una conmoción en su rostro. ¿Cómo? Cnaiür trastabilló sobre las hojas y la piedra caliente, cayó. Vislumbró el Umiaki cogiendo el sol con los dedos de vieja de un árbol. Después la espada de Sarcellus estaba por todas partes, cortando, martilleando su guardia. Una fila de desesperaciones salvaron su vida. Se puso en pie.

Las multitudes famélicas protestaron y chillaron. El mismo suelo repiqueteó bajo sus sandalias.

Cansancio y pinchazos, el peso de viejas heridas.

Sus espadas se cruzaron, se desengarzaron con un gesto de dolor, rozaron piel sudorosa y después trazaron un círculo alrededor del sol. Tableteaban y rechinaban como dientes.

Cubierto de sudor. Cada respiración un cuchillo en el pecho.

Apretada contra las ramas del Umiaki, vislumbró a Serwe combada contra el dunyaino, con el rostro negro y vuelto hacia atrás y los dientes sobresaliendo entre unos labios consumidos. El altercado circundante amainó. Los límites entre ellos, el suelo y el árbol negro se vinieron abajo. Algo le llenó, le tiró hacia adelante, desató sus brazos acordonados. Y él aulló, la mismísima boca de la Estepa, con su espada violando el aire entre…

Uno. Dos. Tres… Golpes que habrían partido por la mitad a un toro.

Sarcellus titubeó. Dio un traspié, se salvó con un salto inhumano. Haciendo una voltereta hacia atrás en el aire. Aterrizando de cuclillas.

La sonrisa había desaparecido.

Tenía la melena negra empapada de sudor, el cuello se hinchaba sobre el hueco de su estómago. Cnaiür alzó los brazos hacia la muchedumbre tumultuosa.

—¿Quién? —gritó—. ¿Quién clavará el cuchillo en mi corazón?

De nuevo cayó sobre el Caballero Shriah, le aporreó de nuevo contra las sombras del Umiaki, desde las hojas curvadas por el peso del agua. Pero incluso mientras los gestos del hombre se derrumbaban bajo su furibundo ataque, reveló algo hermoso en su precisión, tan hermoso como imbatible. De repente, Sarcellus estaba golpeando con la espada como si fuera un juego. La espada del hombre se convirtió en un viento reluciente marcando su mejilla, cortando su espinilla…

Cnaiür cayó de espaldas, gimió con una rabiosa frustración, gritó desafío.

La punta de una espada le atravesó el muslo. Resbaló en sangre, cayó hacia adelante con la garganta expuesta… La piedra magulló sus huesos. La arena le abrió la piel.

«No…»

Una poderosa voz perforó el rugido de la Guerra Santa.

—¡Sarcellus!

Era Gotian. Había terminado con Eleazaras y se acercaba cansinamente a su celoso Caballero–Comandante. La muchedumbre de repente se apagó.

—Sarcellus… —Los ojos del Gran Maestro estaban flácidos de incredulidad—. ¿Dónde —tragó saliva, dubitativo— aprendiste a luchar así?

El Caballero del Colmillo se arremolinó, su cara era la verdadera máscara de la sumisión ciega.

—Señor, he…

Sarcellus se convulsionó de repente, tosió sangre entre los dientes apretados. Cnaiür llevó el cuerpo derrumbado al suelo con su espada. Después, cerca del estupefacto Gran Maestro, le cortó la cabeza con un solo golpe. Cogió la gruesa mata de pelo negro en la mano y levantó la cabeza cortada en lo alto. Como intestinos de un vientre rajado, la cara se relajó y se abrió como un harén de extremidades. Gotian cayó de rodillas. Eleazaras retrocedió trastabillando hacia sus esclavos. El trueno de la muchedumbre —horror, exultación— estalló sobre el scylvendio. El disturbio de la revelación.

Lanzó aquella cosa vetusta a los pies del hechicero.