23

Caraskand

Para los hombres, ningún círculo se cierra jamás. Caminamos siempre en espirales.

Drusas Achamian, El compendio de la Primera Guerra Santa

Llevad al que ha dicho profecías ante el juicio de los sacerdotes, y si su profecía es juzgada verdadera, aclamadle, puesto que es puro, y si su profecía es juzgada falsa, atadle al cadáver de su mujer y colgadle un codo por encima de la tierra, puesto que es impuro, un anatema para los Dioses.

Ordenes 7:48, La crónica del Colmillo

Finales de invierno, año del Colmillo 4112, Caraskand

Era como si alguien le hubiera golpeado el dorso de las rodillas con un bastón. Eleazaras trastabilló, pero fue sostenido por los fuertes brazos de Chinjosa, Conde–Palatino de Antanamera.

«No… No.»

—¿Sabes lo que significa esto? —dijo entre dientes Chinjosa.

Eleazaras apartó al Palatino de un empujón y dio dos pasos ebrios más hacia el cuerpo de Chepheramunni. La oscuridad de su habitación había sido aliviada con un grupo de velas junto a la cabecera de su cama, que era lujosa y estaba colocada entre cuatro columnas de mármol que sostenían las bajas bóvedas del techo. Pero apestaba a heces, sangre y pestilencia.

La cabeza de Chapheramunni yacía bajo el grupo de velas, pero su cara…

No estaba en ninguna parte.

En el lugar en el que debería haber estado su cara había lo que parecía una araña vuelta del revés, con las piernas cogidas sin vida a su abdomen. Lo que había sido la cara de Chepheramunni yacía desparramado sobre los nudillos y las espinillas de las patas estiradas. Eleazaras vio fragmentos que le resultaron familiares: un orificio nasal, la línea peluda de una ceja. Debajo, vislumbró los ojos sin párpados y el brillo de los dientes humanos, desnudos y sin encías.

Y como decía ese idiota de Skalateas, no se percibía en ninguna parte la marca de la hechicería.

Cheperamunni era un espía–piel cishaurim.

Imposible.

El Gran Maestro de los Chapiteles Escarlatas tosió y parpadeó para reprimir unas lágrimas muy poco propias de él. Aquello era demasiado. El mismo aire parecía una pesadilla por las enloquecidas consecuencias que aquello podía acarrear. El suelo se inclinó bajo sus pies. Una vez más, sintió que Chinjosa lo sostenía.

—¡Gran Maestro! ¿Qué significa esto?

«Que estamos condenados. Que he llevado a mi Escuela a la destrucción.»

Una cadena de catástrofes. Las desastrosas pérdidas en la batalla de Anwurat. El General Setpanares muerto. Quince hechiceros de rango muertos entre el desierto y la peste. Y el desastre de Iothiah, que se había llevado la vida de dos más. La Guerra Santa cercada y muriendo de hambre.

Y ahora aquello… Encontrar a su odiado enemigo allí, junto a él en la cumbre. ¿Cuánto sabían los cishaurim?

—Estamos condenados —murmuró Eleazaras.

—No, Gran Maestro —respondió Chinjosa, con su grave voz todavía tensa de horror.

Eleazaras se volvió hacia él. Chinjosa era un hombre alto y corpulento, preparado para la guerra con su pechera de malla, sobre la que llevaba un abrigo kianene abierto de seda roja. Los cosméticos blancos endurecían los rasgos de su cara contra la barba negra cortada en ángulos rectos. Chinjosa había demostrado ser indomable en la batalla, un hábil comandante, y en ausencia de Iyokus, un taimado consejero.

—Estaríamos condenados si esa abominación nos hubiera liderado en la batalla. Quizá los Dioses nos han favorecido con sus aflicciones.

Eleazaras se quedó mirando la cara de Chinjosa estupefacto, golpeado por un dolor más aterrador todavía.

—¿Eres quien eres, Chinjosa?

El Palatino de Antanamera, la provincia que había demostrado ser la espina dorsal del Alto Ainon, le miró severamente.

—Soy yo, Gran Maestro.

Eleazaras estudió al noble y pareció como si aquella sencilla y belicosa fortaleza le volviera a poner al borde de la desesperación. Chinjosa tenía razón. Aquello no era otra catástrofe, sino una… bendición de alguna clase. Pero si Chepheramunni podía ser sustituido… Habría otros.

—Nadie debe saber esto, Chinjosa. Nadie.

El Palatino asintió en la débil luz.

«¡Si el ingrato del Mandato se hubiera doblegado!»

—Quítale la cabeza —dijo Eleazaras con la voz tensa a causa de una ira creciente— y tira el cuerpo a la pira.

Achamian y Xinemus caminaron por los caminos del crepúsculo, entre la luz y la oscuridad, en el que sólo se podían reconocer las sombras. No había comida en aquel lugar, ni agua que diera vida, y sus cuerpos, que habían cargado a su espalda como se carga un cadáver, sufrían horriblemente.

El camino del crepúsculo. El camino de la sombra. Desde la ciudad portuaria de Joktha hasta Caraskand.

Cuando pasaron cerca de los campamentos del enemigo, sintieron los ojos arrancados de los cishaurim —brillantes, puros, como una lámpara ante un argénteo espejo— buscándoles desde más allá del horizonte. Achamian había sentido muchas veces cómo la luz de otro mundo proyectaba las sombras de sus sombras. Achamian había pensado muchas veces que estaban condenados. Pero esos ojos siempre retiraban su escrutinio inhumano, fuera porque se engañaban o… Achamian no podía decir por qué.

Alcanzando las murallas, se encaminaron hacia una pequeña puerta trasera. Era de noche, y las antorchas brillaban entre las almenas en la altura. Con Xinemus apretado contra él, Achamian llamó al estupefacto guardián.

—¡Abre las puertas! Soy Drusas Achamian, un Maestro del Mandato, y éste es Krijates Xinemus, el Mariscal de Attrempus… ¡Hemos venido para compartir vuestras penalidades!

—Esta ciudad está condenada y maldita —gritó alguien—. ¿Quién pretende entrar en un lugar así? ¿Quién sino locos o traidores?

Achamian esperó antes de entrar, golpeado por la desolada convicción del tono de aquel hombre. Se dio cuenta de que los Hombres del Colmillo habían perdido toda esperanza.

—Los que cuidan de los seres amados —dijo—. Incluso hasta la muerte.

Después de una pausa, las puertas se abrieron y una tropa de tydonnios con las mejillas huecas les detuvo. Al fin habían logrado entrar en el horror de Caraskand.

El Templo–Complejo de Csokis, había oído decir Esmenet, era tan viejo como el Gran Zigurat de Xijoser en Shigek. Ocupaba el corazón del Cuenco, y desde las extensiones pavimentadas de piedra caliza de su extensión central, el Kalaul, se veían las cinco colinas circundantes. En el centro de la plaza había un gran árbol, un viejo eucalipto que los hombres habían llamado Umiaki desde tiempos inmemoriales. Esmenet lloró bajo su cavernosa sombra, mirando los cuerpos colgados de Kellhus y Serwe. El niño Moenghus dormitaba en sus brazos, ajeno.

—Por favor… por favor, despierta, Kellhus, ¡por favor!

Ante excitadas masas, Incheiri Gotian le había arrancado las ropas a Kellhus, después le había azotado con ramas de cedro hasta que él sangró por un centenar de lugares. Después, ataron su cuerpo ensangrentado al cadáver desnudo de Serwe, tobillo con tobillo, muñeca con muñeca, cara con cara. Después les azotaron a los dos, con las extremidades abiertas en el interior de un gran círculo de bronce, que levantaron y encadenaron —boca abajo, nada menos— al curvado contorno de la rama más baja y fuerte del Umiaki. Esmenet había llorado tanto que se había quedado sin voz.

Ahora giraban trazando lentos círculos, con el cabello dorado revoloteando en la brisa, los brazos y las piernas virando como si fueran dos bailarines. Esmenet vio los pechos cenicientos aplastados contra una brillante caja torácica, el vello de las axilas apelmazado, después la esbelta espalda de Serwe quedó a la vista, casi masculina debido a la honda línea de su columna vertebral. Vislumbró su sexo, desnudo entre las piernas abiertas, apretado contra la confusión de los genitales de Kellhus.

Serwe… Su rostro ennegreciendo a medida que la sangre se solidificaba, con las extremidades y el torso grabados en mármol gris, una forma tan perfecta como cualquier artificio. Y Kellhus… Con la cara brillante de sudor y su musculosa espalda refulgiendo en blanco contra líneas de rojo inflamado. Tenía los ojos hinchados y cerrados.

—Pero ¡tú dijiste! —murmuró Esmenet—. ¡Dijiste que la Verdad no podía morir!

Serwe muerta. Kellhus moribundo. No importaba lo mucho que mirara, no importaba lo profunda que fuera su razón, no importaba lo estridentes que fueran sus amenazas.

Alrededor, los moribundos y los muertos. Un péndulo enloquecido.

Sosteniendo con fuerza a Moenghus, Esmenet se volvió sobre la estera amarilla de hojas. Desprendían un olor amargo allí donde su cuerpo las había aplastado.

«Recuerda cuando rememores el secreto de la batalla…»

Los inrithi se sumían en el silencio cuando pasaba, sus ojos le seguían como seguían a los reyes. Cnaiür conocía bien el efecto que su presencia provocaba en los otros hombres. Ni siquiera bajo los cielos estrellados necesitaba oro, heraldo o pendón para anunciar el hecho de que allí estaba. Llevaba su gloria en la piel de los brazos. Era Cnaiür urs Skiotha, el–que–destroza–caballos–y–hombres, y los demás sólo tenían que mirarle para tener miedo.

«La caza no tiene por qué terminar…»

«¡Cállate! ¡Cállate!»

El Kalaul, la amplia plaza central de Csokis, estaba repleto de lastimera y despreciable humanidad. A lo largo del extremo de la plaza, los inrithi se apiñaban en los monumentales escalones de los templos que parecían, a ojos de Cnaiür, tan antiguos como cualquiera de los que había visto en Shigek o Nansur. Otros trataban de pasar desapercibidos tras fachadas con columnas o dormitorios de claustros medio derruidos. En los alrededores, los inrithi se sentaban sobre esterillas y murmuraban entre ellos. Algunos incluso encendieron pequeños fuegos y quemaron resinas y maderas aromáticas, oblaciones, sin duda, a su Profeta Guerrero. Las multitudes eran más densas a medida que se acercaban al gran árbol en el corazón del Kalaul. Vio a hombres vistiendo sólo camisas, con las piernas manchadas de mierda. Vio otros cuyos estómagos parecían prendidos con alfileres a sus espinas dorsales. Encontró a un idiota con el pecho desnudo que saltaba arriba y abajo agitando las manos ahuecadas sobre su cabeza como un cascabel. Cuando Cnaiür empujó al idiota a un lado, algo como guijarros cayó sobre las piedras del pavimento. Oyó cómo el loco lloraba por sus dientes tras él.

«… el secreto de la batalla…»

«¡Mentiras! ¡Más mentiras!»

Haciendo caso omiso de las amenazas y maldiciones que recibía a medida que avanzaba, Cnaiür siguió abriéndose paso, empujando por lo que parecía un hediondo mar de cabezas, codos y hombros. Se detuvo sólo cuando pudo ver claramente el inmenso árbol que los hombres llamaban Umiaki. Como una gigantesca rama vuelta del revés, se erguía negro y sin hojas hacia el cielo nocturno, envolviendo sus inmediaciones de una oscuridad impenetrable.

«Todavía comandas los oídos de los grandes…»

Por mucho que mirara, Cnaiür no veía ni rastro del dunyaino ni de Serwe.

—¿Todavía respira? —gritó—. ¿Todavía late su corazón?

Los inrithi apiñados a su alrededor se volvieron hacia los demás e intercambiaron miradas de ansiosa estupefacción. Nadie respondió.

«¡Borrachos con ojos de perro!»

Se abrió camino asqueado, empujando a los hombres a un lado para seguir avanzando. Finalmente, alcanzó el perímetro de Caballeros Shriah, uno de los cuales le puso una palma en el pecho para detenerle. Cnaiür frunció el entrecejo hasta que el hombre retiró la mano y después volvió a mirar la oscuridad que había debajo del Umiaki.

No veía nada.

Durante un rato, pensó en la posibilidad de abrirse paso con la espada hasta el árbol. Después, una procesión de Caballeros Shriah armados con antorchas pasó junto al Umiaki por el lado más lejano, y por un momento huidizo Cnaiür consiguió vislumbrar su silueta despatarrada —¿o era la de ella?— contra las luces brillantes.

Las primeras filas de inrithi empezaron a gritar, algunas extasiadas, otras con desdén. Entre el rugido, Cnaiür oyó una voz de terciopelo que hablaba en timbres que sólo su corazón podía oír.

«Me alegro de que hayas venido. Era lo apropiado.»

Cnaiür se quedó mirando horrorizado la figura en el interior del árbol. Cuando la hilera de antorchas prosiguió su marcha y la oscuridad reclamó el suelo bajo el Umiaki, el clamor circundante amainó fracturado en diversos gritos individuales.

«Todos los hombres —dijo la voz— deben conocer su trabajo.»

—¡He venido para verte sufrir! —gritó Cnaiür—. ¡He venido para verte morir!

En la periferia de su campo visual, vislumbró a un hombre que se volvía hacia él alarmado.

«Pero ¿por qué ibas a desear una cosa así?»

—¡Porque me traicionaste!

«¿Cómo? ¿Cómo te he traicionado?»

—¡Con sólo hablar! ¡Eres dunyaino!

«Me tienes en demasiada consideración. Más todavía que estos inrithi.»

—¡Porque lo sé! ¡Sólo yo sé lo que eres! ¡Sólo yo puedo destruirte! —Se rió como sólo podía hacerlo un ensangrentado Caudillo de los utemot y después hizo un gesto hacia la oscuridad que rodeaba el Umiaki—. Ser testigo.

«¿Y mi padre? La caza no tiene por qué terminar…, lo sabes.»

Cnaiür se quedó sin aliento, tan inmóvil como la piedra que ha dejado cojo a un caballo escondida entre la hierba de la Estepa.

—He hecho un trato —dijo sin alterarse—. Me he rendido al odio más grande.

«¿De veras?»

—¡Sí, sí! ¡Mírala! ¡Mira lo que le has hecho!

«¿Lo que yo he hecho, scylvendio? ¿O lo que tú has hecho?»

—Está muerta. ¡Mi Serwe está muerta! ¡Mi recompensa!

«Oh, sí… ¿Qué murmurarán, ahora que la prueba ha muerto? ¿Cómo evaluarán?»

—¡La han matado por tu culpa!

Risas, sonoras y tranquilas.

«¡Hablas como un verdadero Hijo de la Estepa!»

—¿Te ríes de mí?

Una mano pesada le cogió del hombro.

—¡Basta! —estaba gritando alguien—. ¡Disimula tu locura! ¡Deja de hablar esa asquerosa lengua!

Con un simple movimiento, Cnaiür cogió la mano y la dobló sobre ella misma, partiendo tendones y huesos. Sin ningún esfuerzo, empujó al hombre que le había cogido contra los demás. Golpeó al ingrato con rostro bovino contra el suelo.

«¿Reírme? ¿Quién osaría reírse de un asesino?»

—¡Tú! —gritó Cnaiür en dirección al árbol. Extendió los brazos que rompían cuellos—. ¡Tú la has matado!

«No, scylvendio. La mataste tú… cuando me vendiste.»

—¡Para salvar a mi hijo!

Y Cnaiür la vio, renqueando horrorizada en brazos de Sarcellus, con la sangre saliendo a chorro por su camisón, con los ojos ahogándose en la oscuridad… ¡La oscuridad! ¿Cuántos ojos habían visto cómo se consumía?

Oyó al bebé desgañitándose al fondo.

—¡Tenían que matar a la puta! —gritó Cnaiür.

Varios inrithi le estaban gritando ahora. Sintió cómo un golpe rebotaba en su mejilla, vislumbró el reflejo del metal. Cogió a un hombre por la cabeza y le hundió los pulgares en los ojos. Algo afilado pinchó sus muslos. Los puños aporreaban su espalda. Algo —una porra o una empuñadura— golpeó su sien; él soltó al hombre tambaleándose hacia atrás. Vio al negro Umiaki y oyó al dunyaino riendo, riendo como se habían reído los utemot.

«¡Llorón!»

—¡Tú! —rugió, golpeando al hombre con sus puños de piedra—. ¡Tú!

De repente, la multitud que le agarraba y le atacaba retrocedió ante la presencia de una figura que forcejeaba a su lado. Varios soltaron gritos de disculpa. Cnaiür miró de soslayo al hombre, que era casi tan alto como él, aunque no tan fuerte.

—¿Has perdido el juicio, scylvendio? ¡Soy yo! ¡Yo!

«Tú has matado a Serwe.»

Y de repente, el desconocido se convirtió en Coithus Saubon vestido con la ropa maltrecha de un penitente. ¿Qué clase de diablura?

—Cnaiür —exclamó el Príncipe galeoth—. ¿Con quién estás hablando?

«Contigo…» dijo la oscuridad entre carcajadas.

—¿Scylvendio?

Cnaiür se agitó para apartarle la mano.

—Esto es el velatorio de un idiota —berreó.

Escupió y después se volvió para abrirse paso y salir de esa peste.

«Esmi…»

Su corazón dio un salto al pensarlo.

«Ya llego, querida. ¡Estoy muy cerca!»

Le parecía poder oler su fragancia mezcla de almizcle y naranjas. Le parecía poder oír sus cálidos gemidos contra su mejilla, sentir sus movimientos sobre su torso, desesperadamente, como para extinguir un peligroso incendio. Le parecía que podía verla echándose hacia atrás su cabello moreno, un vislumbre de sus sensuales ojos y sus labios entreabiertos.

«¡Tan cerca!»

Los tydonnios —cinco caballeros numaineiri y un variopinto grupo de soldados— les escoltaron por las oscuras calles. Los tydonnios habían sido corteses, dadas las circunstancias de su llegada, pero se habían negado a hablar mucho hasta que alguien de autoridad respondiera por ellos. Achamian vio a otros Hombres del Colmillo durante la caminata, la mayoría de ellos tan ojerosos como los guardianes de la puerta. Estuvieran sentados en ventanas o apoyados junto a otros contra pilastras, tenían la mirada perdida, los rostros pálidos e interrogantes, los ojos increíblemente brillantes, como si albergaran los fuegos que arrasaban sus cuerpos.

Achamian había visto aspectos semejantes antes. En los Campos de Eleneot, después de la muerte de Anasurimbor Celmomas. En la gran Tryse, observando la caída de la Puerta Shinoth. En las llanuras de Mengedda, contemplando el acercamiento del temible Tsurumah. El aspecto de horror y furia, de hombres que sólo podían exigir y nunca vencer.

El aspecto del Apocalipsis.

Cuando Achamian les miraba a los ojos, no intercambiaban ninguna amenaza ni ningún reto, sólo la irreflexiva comprensión de los hermanos exhaustos. Algo —un demonio o un reptil— se había metido en los cráneos que todavía soportaban lo insoportable, y cuando miraba sus ojos, como inevitablemente hacía, se reconocía a sí mismo en los demás. Achamian se dio cuenta de que era uno de ellos. No sólo allí en Caraskand con sus seres queridos, sino con la Guerra Santa. Era uno de esos hombres, incluso ante la inminencia de la muerte.

«Compartimos la misma condena.»

Moviéndose lentamente por consideración hacia Xinemus, caminaron trabajosamente por entre dos colinas cuyo nombre Achamian ignoraba, y se adentraron en una área que uno de los numaineiri llamó el Cuenco, lugar en el que supuestamente se acuartelaba Proyas y su séquito. Pasaron entre un verdadero laberinto de calles y callejones y en más de una ocasión los caballeros tuvieron que preguntar a transeúntes por dónde seguir. A pesar de todo —la perspectiva de encontrar a Kellhus y Esmenet, de ver a Proyas después de tantos meses amargos— Achamian no pudo evitar preguntarse por la despreocupación de su afirmación ante las murallas de Caraskand: «Soy Drusas Achamian, un Maestro del Mandato…».

¿Cuánto tiempo hacía que no pronunciaba esas palabras en voz alta?

«Un Maestro del Mandato…»

¿Era eso lo que era? Y en caso de ser así, ¿por qué daba un respingo con sólo pensar en ponerse en contacto con Atyersus? Con toda probabilidad, ya habrían tenido noticias de su secuestro. Seguro que tenían informantes de los que él no sabía nada, al menos, en el contingente conriyano. Imaginó que le darían por muerto.

Así que, ¿por qué no ponerse en contacto con ellos? La amenaza del Segundo Apocalipsis no había menguado durante su cautiverio. Y los Sueños le sacudían como siempre.

«Porque ya no soy uno de ellos.»

Pese a la ferocidad con que había defendido la Gnosis —¡hasta el punto de sacrificar a Xinemus!— había renunciado al Mandato. Lo había abandonado, advirtió, antes de su secuestro a manos de los Chapiteles Escarlatas. Lo había abandonado por Kellhus.

«Iba a enseñarle la Gnosis.»

Con sólo pensar en ello se quedaba sin aliento, le hacía recordar que era mucho más que Esmenet lo que le esperaba en el interior de esas murallas. Los viejos misterios que rodeaban a Maithanet. La amenaza del Consulto y sus espías–piel. La promesa y el enigma de Anasurimbor Kellhus. ¡Las premoniciones del Segundo Apocalipsis!

Pero a pesar de que se le ponía la carne de gallina de temor, algo se mostraba reacio en su interior, algo viejo y obstinado, encallecido como un cocodrilo. «¡Que los misterios se pudran! —se sorprendía pensando—. ¡Que el mundo estalle a nuestro alrededor!» Porque él era Drusas Achamian, un hombre como ningún otro, y tendría a su amante, su esposa…, su Esmenet. Como tantas cosas tras lo sucedido en Iothiah, lo demás parecía infantil, como las metáforas de un libro releído en demasiadas ocasiones.

«Sé que estás viva. ¡Lo sé!»

Finalmente, su pequeña tropa se detuvo ante los muros sin rostro de un complejo. Con Xinemus a su lado, Achamian observó cómo dos de los caballeros numaineiri se ponían a discutir con los guardianes apostados a las puertas del complejo. Se volvió al oír el sonido de la voz de su amigo.

—Akka —dijo Xinemus, frunciendo su peculiar entrecejo sin ojos—. Cuando caminamos como sombras…

El Mariscal dudó, y por un momento Achamian temió una arremetida de reproches. Antes de Iothiah, la idea de valerse de la hechicería para deslizarse entre los enemigos habría sido impensable para Xinemus. Y sin embargo lo había consentido sin apenas una queja cuando Achamian le había sugerido la posibilidad en Joktha. ¿Se arrepentía? ¿O, como Achamian, había sido desposeído de sus preocupaciones anteriores?

—Estoy ciego —prosiguió Xinemus—. ¡Totalmente ciego, Akka! Y sin embargo les vi… A los cishaurim. ¡Les vi viéndonos!

Achamian frunció el entrecejo, preocupado por el tono entre temeroso y esperanzado de la voz del Mariscal.

—Viste —dijo con cuidado— en cierto sentido hay muchas formas de ver. Y todos nosotros tenemos unos ojos que nunca penetran la piel. Los hombres se equivocan al pensar que no hay nada entre la ceguera y la visión.

—¿Y los cishaurim? —insistió Xinemus—. Es así… Es así como ellos.

—Los cishaurim son maestros del intervalo. Se ciegan, dicen, para ver mejor el Mundo Intermedio. Según algunos, es la clave de su metafísica.

—Así que… —empezó Xinemus, incapaz de contener la pasión de su voz.

—No ahora, Zin —dijo Achamian, observando cómo el caballero tydonnio de más rango, un colérico barón llamado Anmergal, caminaba hacia ellos desde las puertas del complejo—. En otro momento.

En un sheyico defectuoso pero comprensible, Anmergal señaló que la gente de Proyas había aceptado hacerse cargo de ellos, a pesar de su reticencia.

—Nadie se cuela en el interior de Caraskand —explicó—. Sólo hacia fuera.

Entonces, sin esperar su respuesta, pasó junto a ellos gritando a su tropa. Al mismo tiempo, soldados vestidos como kianene pero portando el Águila Negra de la Casa Nersei en los escudos aparecieron por la oscuridad. Al cabo de un momento, Achamian y Xinemus fueron guiados por el complejo.

Fueron recibidos por un escuálido camarero vestido con la lacia pero lustrosa librea de la Casa Proyas. Con los soldados tras de sí, el hombre los guió por un pasillo alfombrado. Pasaron junto a una mujer kianene —una esclava, sin duda— arrodillada en el umbral de la puerta de una cámara adjunta, y Achamian se estremeció, no por el evidente miedo de la mujer, sino por el hecho de que era el primer kianene que había visto desde que había entrado en Caraskand.

No debía extrañarle que la ciudad pareciera una tumba.

Doblaron por una esquina y se encontraron en una antecámara de techos muy altos. Entre dos pilares corpulentos —nilnameshi, a juzgar por su aspecto— había una puerta de bronce verdoso entreabierta. El camarero metió la cabeza por ella. Asintiendo a alguien a quien no podían ver, abrió la puerta y, después de mirar nerviosamente de soslayo a Xinemus, les hizo un gesto para que le siguieran. Achamian maldijo el nudo que tenía en el estómago.

Y después se quedó mirando a Nersei Proyas.

Aunque más ojeroso y mucho más delgado —su túnica de lino colgaba de sus hombros como si hieran empuñaduras de espada— el Príncipe Coronado de Conriya seguía pareciendo el mismo de siempre. El estallido de cabellos negros rizados que su madre maldecía y adoraba a la vez. La barba recortada sobre una mandíbula que, aunque ya no era tan juvenil como antes, seguía allí al viejo estilo. La frente diestra. Y por supuesto, los lúcidos ojos marrones, que eran tan profundos, parecía, como para contener cualquier suma de pasiones, por muy contradictorias que fueran.

—¿Qué es esto? —preguntó Xinemus—. ¿Qué pasa?

—Proyas… —dijo Achamian. Se aclaró la garganta—. Es Proyas, Zin.

El Príncipe conriyano se quedó mirando a Xinemus con el rostro inexpresivo. Dio dos pasos por delante de una mesa lujosamente tallada en lo que debía de ser su dormitorio. A pesar de su estupor, dijo:

—¿Qué ha pasado?

Achamian no dijo nada, enmudecido por un torrente de pasiones inesperadas. Su cara se calentó de furia. Xinemus estaba a su lado, absolutamente inmóvil.

—Habla —ordenó Proyas con la voz cargada de desesperación.

—Los Chapiteles Escarlatas le arrancaron los ojos —dijo Achamian sin inmutarse— para conseguir que…

Sin mediar aviso, el joven Príncipe corrió hasta Xinemus, le abrazó efusivamente, no tocando su mejilla con la suya, como hacen los hombres, sino como un niño, con la frente apretada contra el cuello del Mariscal. Los gemidos le sacudieron el cuerpo. Xinemus le cogió la nuca con sus gruesos dedos y apretó su barba contra su cuero cabelludo.

Transcurrió un instante de fiero silencio.

—Zin —dijo Proyas entre dientes—. ¡Por favor, perdóname! ¡Por favor, te lo ruego!

—Shhh… Es suficiente sentir tu abrazo. Oír tu voz.

—Pero ¡Zin! ¡Tus ojos! ¡Tus ojos!

—Tranquilo… Akka me arreglará. Ya lo verás.

Achamian dio un respingo al oír esas palabras. La esperanza nunca estaba tan envenenada como cuando engañaba a los seres queridos.

Jadeando, Proyas apretó la mejilla contra el hombro del Mariscal. Su centelleante mirada encontró a Achamian, y por un momento se miraron sin parpadear.

—También tú, viejo profesor —dijo el hombre con voz ronca—. ¿Encontrarás en tu corazón el modo de perdonarme?

Aunque Achamian oyó las palabras claramente, parecieron llegarle como si provinieran de una gran distancia, como si quien las había pronunciado estuviera demasiado lejos para importarle de veras. No, se dio cuenta de que no podía perdonarle, no porque su corazón se hubiera endurecido, sino porque se había desvanecido. Vio al niño, Prosha, al que en el pasado había amado, pero también vio a un desconocido, un hombre que caminaba por caminos cuestionables y en competencia. Un hombre de fe.

Un asesino fanático.

¿Cómo podía pensar que esos hombres eran sus hermanos?

Con el rostro tan inexpresivo como pudo, Achamian dijo:

—Ya no soy profesor.

Proyas entrecerró los ojos hasta casi cerrarlos por completo. Cuando los volvió a abrir, llevaban la capucha de siempre. Por muchas penalidades que la Guerra Santa hubiera sufrido, Proyas el Juez había sobrevivido.

—¿Dónde están? —preguntó Achamian. Los círculos eran mucho más claros ahora. Aparte de Xinemus, sólo Esmenet y Kellhus poseían un trozo de su corazón. En todo el mundo, sólo ellos importaban.

Proyas, visiblemente rígido ahora, se apartó del pecho de Xinemus.

—¿No os lo ha contado nadie?

—Nadie nos ha dicho nada —dijo Xinemus—. Tenían miedo de que fuéramos espías.

Achamian no podía respirar.

—¿Esmenet? —dijo jadeando.

El Príncipe tragó saliva con una expresión agitada en la cara.

—No… Esmenet está bien. —Se pasó una mano por el pelo cortado, ansioso y con malos augurios.

En algún lugar, una mecha chisporroteó en una vela.

—¿Y Kellhus? —preguntó Xinemus—. ¿Qué hay de él?

—Debéis comprenderlo. Han sucedido muchísimas cosas.

Xinemus toqueteó el aire que tenía ante sí, como si necesitara tocar a aquéllos con los que hablaba.

—¿Qué estás diciendo, Proyas?

—Estoy diciendo que Kellhus está muerto.

De toda Caraskand, sólo el gran bazar le traía algún recuerdo de la Estepa, e incluso en ese caso se trataba de los huesos del recuerdo: su llanura conseguida con ladrillos, su apertura cercada por fachadas con ventanas negras. Entre las piedras del pavimento no crecía hierba.

—Swazond —había dicho—. El hombre que has matado se ha ido del mundo, Serwe. Sólo existe aquí, en una cicatriz en tu brazo. Es la marca de su ausencia, de todas las formas en que su alma no se mueve, y de todos los actos que no cometerá. Y una marca del peso que ahora portas.

Y ella había respondido:

—No lo entiendo.

Era una tonta preciosa, esa chica. Tan inocente.

Cnaiür estaba tendido sobre el vientre estriado de un caballo muerto, rodeado de círculos concéntricos de kianene muertos: las víctimas del glorioso saqueo de la ciudad tres semanas antes.

—Yo te portaré a ti —dijo a la oscuridad. Y nunca, pareció, había pronunciado un juramento más poderoso—. Nada te faltará mientras mi espalda sea fuerte.

Palabras tradicionales, pronunciadas por el novio mientras el memorialista le trenzaba el cabello para la boda.

Alzó el cuchillo hasta su garganta.

Atado a un círculo, colgando de la rama de un árbol negro.

Atado a Serwe.

Fría y sin vida contra él.

Serwe.

Girando en lentos círculos.

Una mosca ascendió por su mejilla y se detuvo ante un orificio nasal sin respiración. Sopló aire contra su piel muerta y la mosca se marchó. «Tengo que mantenerla limpia.»

Sus ojos medio abiertos, secos como el papiro.

«¡Serwe! Respira, muchacha, ¡respira! ¡Te lo ordeno!»

«¡Yo te antecedo! ¡Te antecedo!»

Atado piel contra piel con Serwe. «¿Qué he…? ¿Qué? ¿Qué?» Una convulsión de alguna clase.

«No… ¡No! Tengo que concentrarme. Tengo que evaluar…» Ojos que no parpadean, mirando por encima de unas negras mejillas, fuera, hacia las estrellas.

«No hay circunstancia más allá… No hay circunstancia más allá…»

Logos.

«¡Soy uno de los Aptos!»

Desde sus espinillas hasta sus mejillas, la sentía, irradiando un frío tan profundo como sus huesos.

«¡Respira! ¡Respira!»

Seca…, ¡y tan quieta! ¡Tan imposiblemente quieta!

«¡Padre, por favor! ¡Haz que respire!»

«No… No puedo caminar más.»

El rostro tan oscuro, moteado como algo salido del mar… ¿Cómo sonreía?

«¡Concéntrate! ¿Qué pasa?»

«Todo está desorganizado. Y la han matado. Han asesinado a mi esposa.»

«Se la entregué.»

«¿Qué has dicho?»

«Se la entregué.»

«¿Por qué? ¿Por qué hiciste tal cosa?»

«Por ti.»

«Por ellos.»

Algo cayó en su interior, y se tambaleó hacia el sueño, agua fría limpiando piel amoratada y agrietada.

Siguieron sueños. Túneles oscuros, tierra cansada.

Una cima, curvada como la cadera de una mujer dormida, contra el cielo de la noche.

Y encima dos siluetas, negras contra las nubes de estrellas, increíblemente brillantes.

La figura de un hombre sentado, con los hombros encorvados como un simio, las piernas cruzadas como un sacerdote.

Y un árbol con ramas que se extienden hacia arriba y hacia fuera, bifurcándose por el cuenco de la noche.

Y alrededor del Clavo del Cielo, las estrellas giraban del mismo modo que las nubes se apresuraban por los cielos invernales.

Y Kellhus se quedó mirando la figura, se quedó mirando el árbol, pero no pudo moverse. El firmamento siguió su ciclo, como si una noche tras otra se sucedieran sin día.

Enmarcada por los cielos giratorios, la figura habló, un millón de gargantas en su garganta, un millón de bocas en su boca.

¿QUÉ VES?

La silueta se puso en pie con las manos unidas como un monje y las piernas dobladas como una bestia.

DIME…

Mundos enteros lloraron de pavor.

El Profeta Guerrero se despertó, sintió un cosquilleo al contacto de la mejilla de una mujer muerta.

Más convulsiones.

«¡Padre! ¿Qué me pasa?»

Una punzada tras otra, arrancándole la cara, convirtiéndola a golpes en la de un desconocido.

«Lloras.»

Los Zaunduyani de las Cumbres del Toro inmediatamente le reconocieron como un amigo del Profeta Guerrero, y Achamian fue llevado a una brillante sala de recepción parpadeando ante placas de ébano colocadas en un lustroso mármol negro. Al cabo de un rato, el noble ainonio llamado Gayamakri —uno de los Nascenti, dijeron los demás— llegó y le guió por oscuros pasillos. Cuando Achamian le preguntó por los guerreros vestidos de blanco que había visto apostados a lo largo del palacio, el hombre se quejó de los disturbios y las perversas maquinaciones de los Ortodoxos. Pero Achamian sólo tenía oídos para su corazón, que no dejaba de saltar.

Al fin, se detuvieron ante dos grandes puertas —madera de cerezo con ornamentos de bronce— y Achamian se sorprendió pensando en chistes que pudiera contarle para hacerla reír.

«De la tienda de un hechicero a los dormitorios de un noble… Hmm.»

Casi pudo oír sus risas, casi pudo ver sus ojos, desvergonzados de amor y malicia.

«¿Qué será la próxima vez que muera? ¿Las Cumbres Andiamine?»

—Probablemente esté durmiendo —dijo Gayamakri a modo de disculpa—. Todo esto ha sido especialmente duro para ella.

Bromas… ¿En qué podía estar pensando? Le necesitaría, desesperadamente, si lo que decía Proyas era cierto. Serwe muerta y Kellhus moribundo. La Guerra Santa muriendo de hambre… Necesitaría que la abrazara. ¡Cómo la abrazaría!

Sin mediar aviso, Gayamakri se dio la vuelta y le cogió las manos.

—¡Por favor! —dijo entre dientes—. ¡Tienes que salvarle! ¡Tienes que salvarle! —El hombre se puso de rodillas y le apretó las manos con un inmenso fervor—. ¡Eras su maestro!

Las lágrimas cubrieron las mejillas del hombre y le empaparon la barba. Apretó la frente contra las manos de Achamian.

—¡Gracias! ¡Gracias!

Achamian, que se había quedado sin palabras, ayudó al Nascenti a levantarse. El hombre se recompuso las ropas amarillas y blancas, patéticamente, como si acabara de recordar que toda la vida había estado obsesionado por el jnan.

—¿Te acordarás? —dijo entre jadeos.

—Por supuesto —respondió Achamian—. Pero antes tengo que hablar con Esmenet. A solas… ¿Lo comprendes?

Gayamakri asintió. Descendió los tres escalones de espaldas y después se dio la vuelta y recorrió el pasillo a buen paso.

Se quedó ante las altas puertas, respirando.

«Esmi.»

La abrazaría mientras llorara. Le contaría todos sus pensamientos, le diría lo que ella había significado para él durante su cautiverio. Le contaría que él, un Maestro del Mandato, la tomaría como su esposa, ¡su esposa! Y sus ojos llorarían maravillados… Casi se rió de alegría.

«¡Al fin!»

En lugar de llamar, empujó las puertas tal como lo haría un esposo. La oscuridad y el olor de vainilla y bálsamo le dieron la bienvenida. Sólo seis velas dispersas iluminaban la habitación, que era espaciosa y contaba con un techo abovedado y un inmenso surtido de alfombras, biombos y colgaduras, todo de lujo. Colocada sobre una tarima levantada, una gran cama pentagonal dominaba el corazón de la habitación, con las sábanas y las mantas removidas como por efecto de la pasión. A la izquierda, el muro de paneles se abría hacia lo que parecía un jardín privado. Fuera, el cielo relucía de estrellas.

¡Como una tienda de hechicero!

Salió del camino de luz proyectado por las puertas y miró en las profundidades de la habitación. La cama estaba vacía, pudo verlo a través de la gasa. Las puertas se cerraron con un traqueteo que le asustó.

¿Dónde estaba ella?

Entonces sus ojos la encontraron en el extremo más lejano de la habitación, acurrucada sobre un pequeño sofá que quedaba de espaldas a la puerta y a él. Se le había caído el camisón y había dejado a la vista un esbelto hombro, moreno y pálido a la vez. Su excitación fue inmediata, alegre y desesperada al mismo tiempo.

¡Cuántas veces había besado esa piel!

Besado. Así era como la despertaría, llorando mientras le besaba el hombro desnudo. Ella se estiraría, creería estar en un sueño. «No… No puede ser. Estás muerto.» Entonces él la tomaría, con una ternura lenta y fiera, la sacudiría con un éxtasis voluptuoso. Y ella sabría que al final su corazón había regresado.

«He vuelto por ti, Esmi. De la muerte y la agonía.»

Descendió hasta el descansillo que había ante las puertas, pero se detuvo cuando ella se incorporó repentinamente. Miró a su alrededor alarmada, y después se le quedó mirando con los ojos hinchados e incrédulos.

Por un instante, ella le pareció una desconocida, la vio con los mismos ojos juveniles y ardientes que había descubierto en Sumna hacía muchos años. Belleza ingenua. Mejillas pecosas. Labios gruesos y dientes perfectos.

A ambos se les cortó la respiración por un instante.

—Esmi… —susurró él, incapaz de decir nada más. Se había olvidado de lo hermosa…

Durante un momento, ella irradió un horror abyecto, como si estuviera mirando una aparición. Pero después, milagrosamente, corrió hacia él, con sus pequeños pies descalzos rápidos como el viento de pura desesperación.

Y al instante estaban juntos, abrazándose imprudentemente. ¡Era tan pequeña, tan delgada entre sus brazos!

—¡Oh, Akka! —dijo ella entre gemidos—. ¡Estabas muerto! ¡Muerto!

—No–no–no, mi dulce Esmi —murmuró él, y soltó un suspiro que le sacudió el cuerpo.

—Akka, Akka, ¡oh Akka!

Achamian le pasó una mano temblorosa por la nuca. Su cabello era como seda contra la palma de su mano, seda tranquilizadora. Y su aroma de suave incienso y almizcle femenino.

—Tranquila, Esmi —susurró—. Todo irá bien. ¡Estamos juntos de nuevo!

«Por favor, déjame besarte.»

Pero ella gritó más fuerte.

—¡Tienes que salvarle, Achamian! ¡Tienes que salvarle!

Pequeñas confusiones, removiéndose como alimañas.

—¿Salvarle? Esmi… ¿Qué quieres decir? —Sus brazos se desplomaron.

Ella se apartó de su abrazo, retrocedió aterrorizada, como si recordara una horrible verdad.

—A Kellhus —dijo, con los labios temblorosos.

Achamian se sacudió el miedo que aulló en su interior como una llama.

—¿Qué quieres decir, Esmi?

Sintió que la sangre le abandonaba el rostro.

—¡No lo ves! ¡Le están matando!

—¿A Kellhus? Sí… Por supuesto. ¡Haré todo lo que pueda para salvarle! Pero ¡por favor, Esmi! ¡Déjame abrazarte! ¡Necesito tenerte entre mis brazos!

—¡Tienes que salvarle, Achamian! ¡No puedes permitir que le maten!

Una llamarada de temor, esta vez innegable. «No. Debo ser razonable. Ha sufrido tanto como yo. No es tan fuerte.»

—No permitiré que nadie le haga nada. Lo prometo. Pero… por favor…

«Esmi… ¿Qué has hecho?»

El rostro de Esmenet se vino abajo a causa de algún hecho imposible. Gimió.

—Él es… Él es…

Una sensación curiosa, como si le sumergieran en el agua con los pulmones vacíos de aire.

—Sí, Esmi… Él es el Profeta Guerrero. ¡También yo lo creo! Haré todo lo que pueda para salvarle.

—No, Achamian…

Ahora tenía el rostro muerto, como el de los que tienen que esculpir distancias, abrir tallando lo que había estado cerrado.

«¡No lo digas! ¡Por favor, no lo digas!»

Él miró alrededor de la extravagante sala, haciendo un gesto con las manos. Trató de reír y después dijo:

—L–la tienda de algún hechicero, ¿verdad? —Un gemido le acuchilló el velo del paladar—. ¿Q–qué será la próxima vez que me muera? Las Cum… L–las Cumbres… —Trató de sonreír.

—Akka —susurró ella—. Llevo a su hijo.

«Una puta a fin de cuentas.»

Achamian pasó entre los inrithi reunidos, entre las hogueras de señalización de los Caballeros Shriah, poco más que una sombra arrojada por un sol de otro mundo. Recordó los gritos y los muros desmoronándose de Iothiah. Recordó los pasillos explotando entre la piedra y los ladrillos quemados. Oh, conocía el poder de su canción, ¡el trueno de su voz que rompía el mundo!

Y conocía el amargo éxtasis de la venganza.

Un gran árbol se alzaba hacia el cielo nocturno, un vetusto eucalipto, demasiado viejo como para no tener nombre. Su primer pensamiento fue quemarlo, transformarlo en una almenara en llamas de su ira, ¡una pira funeraria para el traidor, el seductor! Pero percibía las ausencias que rodeaban al hombre, los tres Chorae que los Hombres del Colmillo habían atado al anillo de bronce. Y veía lo que sufría.

Achamian se arrastró bajo el árbol, sobre la estera de hojas caídas. Se agarró las rodillas y se balanceó hacia adelante y hacia atrás en la oscuridad. Allí estaba ella, un hecho imposible convertido en carne.

Serwe muerta.

Y allí estaba él, colgando con ella, miembro con miembro, pecho con pecho…

«Kellhus…» Desnudo, girando lentamente a medida que el anillo desenredaba el largo hilo de su vida.

¿Cómo podían suceder cosas como aquélla?

Achamian dejó de mecerse y permaneció sentado inmóvil. Escuchó el chirrido del cáñamo en la brisa. Olió a eucalipto y muerte. Su cuerpo se tranquilizó, se convirtió en el frío recipiente de su furia y su corazón roto.

Más allá de los Caballeros Shriah que rodeaban el árbol, miles de hombres atestaban la plaza circundante cantando himnos y cantos fúnebres por su Profeta Guerrero. El tañido de una flauta perforaba el barullo, paseando, apagándose, alzándose en apenados crescendos, gritando la misma plegaria sin dios, el aullido, casi animal en su intensidad.

Achamian se abrazó en la oscuridad.

«¿Cómo podían suceder…?»

Se apretó el índice y el pulgar con fuerza contra los ojos. Temblando. Con frío. Con el corazón como trapos alrededor de una piedra fría.

Alzó la cara, levantó la barbilla y la frente hacia su odio. Las lágrimas le caían por las mejillas.

—¿Cómo? ¿Cómo pudiste traicionarme así? Tú… ¡Tú! Las dos personas, ¡las dos únicas! S–sabías lo vacía que había sido mi vida. ¡Lo sabías! N–no puedo entenderlo… ¡Lo intento una y otra vez, pero no puedo entenderlo! ¡Cómo pudiste hacerme esto a mí!

Las imágenes bullían entre sus pensamientos. Esmenet jadeando bajo las cálidas sacudidas de las caderas de Kellhus. El frotar de labios sin aliento. Su grito azorado. Su clímax. Los dos, desnudos y entrelazados bajo las mantas, contemplando la luz de una sola vela, y Kellhus preguntando: «¿Cómo podías soportar a ese hombre? ¿Cómo fuiste capaz de acostarte con un hechicero?».

«Me daba de comer. Era un cojín caliente con oro en los bolsillos… Pero no era como tú, mi amor. Nadie es como tú.»

Su boca se abrió por un grito suave e inarticulado. Cómo. Por qué.

Después ferocidad.

—Podría matarte, Kellhus. ¡Podría verte arder! ¡Arder hasta que te explotaran los ojos! ¡Perro! ¡Perro traicionero! Te veré gritar hasta que vomites sobre tu corazón, ¡hasta que tus extremidades se partan de agonía! ¡Puedo quemar ejércitos con mi canción! ¡Puedo meter la agonía de mil hombres en el interior de tu piel! ¡Con la lengua y los dientes, puedo pelarte hasta convertirte en nada! ¡Moler tu cuerpo hasta convertirlo en tiza!

Empezó a llorar. El oscuro mundo que le rodeaba zumbaba y ardía.

—Maldito seas… —dijo entre jadeos. No podía respirar… ¿Dónde estaba el aire?

Giró la cabeza como un niño cuya ira ha sido ahuecada hasta tornarse dolor… Golpeó con un puño patoso las hojas muertas.

«Maldito–seas–maldito–seas–maldito–seas…»

Miró a su alrededor insensibilizado y se secó sin ganas la cara con la manga. Se sorbió la nariz y saboreó la sal de sus lágrimas en el velo del paladar.

—Has hecho de ella una puta, Kellhus. Has hecho de mi Esmi una puta.

Giraron a su alrededor en sombríos círculos. El sonido de risotadas transportado por el viento de la noche. El oscuro árbol pareció una infinita respiración ambiental.

«Achamian», susurró Kellhus.

Aquella palabra le dejó sin resuello, mudo de horror.

«No… No le permiten hablar…»

«Dijo que vendrías.» Pronunciado por la mejilla de una mujer muerta.

Kellhus observaba como si lo hiciera desde la superficie de una moneda, con los ojos oscuros centelleando y la cara apretada contra la de Serwe, cuya cabeza había caído hacia atrás a causa del rigor mortis y tenía la boca abierta llena de dientes polvorientos. Por un momento, pareció que estaba desplegado como una águila contra un espejo, y que Serwe no era más que su reflejo.

Achamian se estremeció. «¿Qué te han hecho?»

Increíblemente, el anillo había interrumpido sus lentas revoluciones.

«Los veo, Achamian. Caminan entre nosotros, ocultos de un modo que no puedes ver…»

El Consulto.

Se le erizó el vello. El sudor frío prendió fuego a su piel.

«El No Dios regresa, Akka… ¡Le he visto! Es como tú decías. Tsurumah. Mog–Pharau…»

—¡Mentiras! —gritó Achamian—. ¡Mentiras para salvarte de mi ira!

«Mis Nascenti… Diles que te muestren lo que hay en el jardín.»

—¿Qué? ¿Qué hay en el jardín?

Pero los ojos refulgentes estaban cerrados.

Un aullido de pena resonó por el Kalaul, helando la sangre y haciendo que hombres con antorchas acudieran a la negrura que rodeaba el Umiaki. El anillo prosiguió su incesante giro.

La luz del amanecer cubrió el balcón y se filtró por la gasa, grabando el dormitorio con superficies radiantes y recovecos sombríos. Estirándose en su cama, Proyas frunció el entrecejo a la luz y alzó un brazo contra ella. Durante un instante, yació completamente inmóvil, tratando de tragar saliva contra el dolor del velo del paladar, el último residuo de su hemoplejia. Entonces, la vergüenza y el arrepentimiento de lo sucedido la noche anterior le inundaron de nuevo.

Achamian y Xinemus habían regresado. Akkaa y Zin… Ambos irrevocablemente transformados.

«Por mi culpa.»

La fría brisa matinal se escurrió por entre las sábanas. Proyas se acurrucó, acaparó toda la calidez que las mantas le ofrecían. Trató de dormirse, pero no pudo evitar vérselas con la pena y la consternación. En su niñez, había apreciado la lasitud de mañanas como aquélla. Se dejaba llevar por leyendas y fantasías, soñando en todas las grandes cosas que estaba destinado a realizar. Estudiaba las sombras proyectadas por el sol matinal y le maravillaba cómo se subía por las paredes. En mañanas frías como aquélla, se envolvía con las mantas y las saboreaba del mismo modo que los más ancianos saboreaban los baños de agua caliente. La calidez nunca había sido incapaz de calarle hasta los huesos como ahora.

Pasó un rato antes de que Proyas se diera cuenta de que alguien le estaba observando.

Al principio se limitó a parpadear, demasiado atónito para moverse o gritar. La decoración y el diseño del complejo eran nilnameshi. Además de imágenes extravagantemente detalladas, la cámara tenía techos bajos apoyados sobre columnas gruesas y acanaladas importadas, sin duda, de Invishi o Sappathurai. Casi invisible en el resplandor matinal, una figura estaba apoyada en una de las columnas que flanqueaban el balcón.

Proyas apartó de un tirón sus mantas.

—¿Achamian?

Transcurrieron unos instantes antes de que sus ojos se ajustaran para reconocerle.

—¿Qué estás haciendo, Achamian? ¿Qué quieres?

—Esmenet —dijo el hechicero—. Kellhus la ha tomado por esposa. ¿Lo sabías?

Proyas se quedó mirando al Maestro con la boca abierta; algo en su voz le arrancó la ira: una extraña forma de ebriedad, de imprudencia, pero nacida de la pérdida en lugar de la bebida.

—Lo sabía —reconoció, entrecerrando los ojos en dirección a la figura de Achamian—. Pero creía que… —Se detuvo y tragó saliva—. Kellhus no tardará en estar muerto.

Se sintió inmediatamente un idiota: parecía que le estuviera ofreciendo una compensación.

—He perdido a Esmenet —dijo Achamian. La expresión del hechicero era poco más que una sombra contra la luz, pero Proyas pudo ver su exhausta resolución.

—¿Cómo puedes decir eso? No…

—¿Dónde está Xinemus? —le interrumpió el Maestro.

Proyas alzó las cejas e inclinó la cabeza hacia la izquierda.

—Al otro lado del muro —dijo—. En la habitación siguiente.

Achamian frunció los labios.

—¿Te lo ha contado?

—¿Lo de sus ojos? —Proyas miró el perfil de sus pies bajo las mantas bermellón—. No. No he tenido coraje para preguntárselo. He supuesto que los Chapiteles…

—Fue culpa mía, Proyas. Le arrancaron los ojos para coaccionarme.

El mensaje era obvio: «No es culpa tuya», estaba diciendo.

Proyas alzó una mano como si quisiera arrancar más sueño de sus ojos. Pero se secó las lágrimas.

«Maldito seas, Akka… ¡No necesito tu protección!»

—¿Por la Gnosis? —preguntó—. ¿Era eso lo que querían?

—En parte. También creían que yo tenía información referente a los cishaurim.

—¿Los cishaurim?

Achamian soltó una risotada.

—Los Chapiteles Escarlatas están aterrorizados, ¿lo sabías? Aterrorizados por lo que no pueden ver.

—Tiene sentido: lo único que hacen es esconderse. Eleazaras todavía se niega a actuar en el campo de batalla, a pesar de que me han dicho que han empezado a hervir sus libros a causa del hambre.

—Dudo que estén muy lejos de sus letrinas —dijo Achamian, con su viejo brillo aflorando en el cansancio de su voz—, lo que leen es pura mierda.

Proyas se rió, y casi se olvidó de la sensación de confort que le habían quitado. Se dio cuenta de que así era como hablaban en el pasado, con sus preocupaciones y pesares dirigidos hacia fuera, no hacia el otro. Pero en lugar de hallar consuelo en aquella idea, Proyas se sintió todavía más consternado, comprendiendo que aquello que la confianza y la camaradería les había dado, ahora sólo podía darles temor y cansancio.

Un largo silencio pasó entre ellos, alimentado por el repentino colapso de su buen humor. Proyas recorrió con la mirada los convoyes de juerguistas priápicos, de piel marrón y medio desnudos, que marchaban por los muros pintados, con los brazos llenos de diversos botines. Cada vez que su corazón latía, el silencio zumbaba con más fuerza.

Entonces Achamian dijo:

—Kellhus no puede morir.

Proyas frunció los labios.

—Por supuesto —dijo insensiblemente—. Yo creo que debe morir, de modo que tú crees que debe vivir. —Miró, no sin nerviosismo, hacia su mesa de trabajo. El pergamino estaba a la vista, con las esquinas alzadas translúcidas al sol: la carta de Maithanet.

—Esto no tiene nada que ver contigo, Proyas. Tú ya formas parte del pasado.

El tono, tanto como las palabras, helaron a Proyas hasta la médula.

—Entonces, ¿qué haces aquí?

—De todos los Grandes Nombres, eres el único que puede comprenderlo.

—Comprenderlo —repitió Proyas, sintiendo cómo la vieja impaciencia se reavivaba en su corazón—. ¿Comprender el qué? No, déjame adivinar. Sólo yo puedo comprender el significado del nombre «Anasurimbor». Sólo yo puedo comprender el peligro…

—¡Basta! —gritó Achamian—. ¿No ves que cuando le quitas importancia a esas cosas me quitas importancia a mí? ¿Cuándo me he mofado yo del Colmillo? ¿Cuándo me he burlado del Ultimo Profeta? ¿Cuándo?

Proyas encajó su réplica, que había sido mucho más dura porque lo que Achamian decía era cierto.

—Kellhus —dijo— ya ha sido juzgado.

—Ten cuidado, Proyas. Recuerda al Rey Shikol.

Para los inrithi, el nombre «Shikol», el rey xerashi que había condenado a Inri Sejenus, era sinónimo de odio y trágica presunción. La idea de que su nombre pudiera contener algún día el mismo veneno le causaba a Proyas un inmenso temor.

—Shikol estaba equivocado… ¡Yo estoy en lo cierto!

Todo se reducía a la Verdad.

—Me pregunto —dijo Achamian— qué diría Shikol…

—¿Qué? —exclamó Proyas—. ¿Así que el gran escéptico cree que un nuevo profeta camina entre nosotros? Venga, Akka… ¡Es demasiado absurdo!

«Ésas son palabras de Conphas…» Otro pensamiento cruel.

Achamian se detuvo, pero Proyas no supo si lo hacía por precaución o por duda.

—No estoy seguro de lo que es. Lo único que sé es que es demasiado importante para morir.

Sentado rígido en la cama, Proyas miró hacia el sol tratando de ver a su viejo profesor. Además de su perfil contra la columna azul, lo máximo que pudo discernir fueron las cinco líneas blancas que surcaban su negra barba. Proyas espiró audiblemente por los orificios nasales y bajó la mirada hacia sus pulgares.

—Hace muy poco yo pensaba lo mismo —reconoció—. Me temía que lo que Conphas y los demás decían fuera cierto, que él fuera la razón por la que la ira del Dios ardía contra nosotros. Pero había compartido demasiados cuencos con el hombre para no… para no darme cuenta de que es algo más que simplemente extraordinario…

—Pero…

Procedente de ninguna parte, una gran nube se arrastró ante el sol, y la oscura frialdad cayó sobre la habitación. Por primera vez, Proyas pudo ver a su viejo maestro claramente: el rostro ojeroso, los ojos tristes y la frente meditativa, el blusón azul y las ropas de viaje de lana, manchadas de negro alrededor de las rodillas.

Tan pobre. ¿Por qué Achamian siempre había parecido tan pobre?

—Pero ¿qué? —preguntó el Maestro, al parecer sin pensar en su repentina visibilidad.

Proyas suspiró y miró otra vez el pergamino que había sobre su mesa. Un trueno distante resonó en el viento, que batió entre los negros cedros que había más abajo.

—Bueno —prosiguió— primero estaba el scylvendio. Su odio por Kellhus. Pensé para mí: «¿Cómo puede ese hombre, ese hombre que conoce a Kellhus mejor que nadie, despreciarle tanto?».

—Serwe —dijo Achamian—. En una ocasión, Kellhus me dijo que el scylvendio quería a Serwe.

—Lo mismo me dijo Cnaiür cuando se lo pregunté. Pero había algo, algo en sus gestos, que me hizo pensar que había algo más. Es un hombre extraordinariamente fiero y melancólico. Y complicado, muy complicado.

—Tiene la piel demasiado fina —dijo Achamian—. Pero supongo que cicatriza bien.

Una amarga sonrisa fue lo máximo que Proyas pudo permitirse.

—Hay más cosas en Cnaiür urs Skiotha de las que sabes, Akka. Créeme. En cierto sentido, es tan extraordinario como Kellhus. Gracias a Dios que está de nuestro lado y no del lado del Padirajah.

—¿Adonde quieres ir a parar, Proyas?

El Príncipe conriyano frunció el entrecejo.

—Le pregunté por Kellhus de nuevo. Fue entonces cuando… —Dudó, buscando en vano un modo delicado de continuar. Más truenos se deslizaron por la puerta del balcón—. Entonces fue cuando encontré a Esmenet en su cama.

Achamian cerró los ojos por un instante. Cuando los abrió, su mirada era fija.

—Y tus recelos se convirtieron en verdaderas dudas. Estoy emocionado.

Proyas decidió ignorar el sarcasmo.

—Después de eso, dejé de despreciar los argumentos de Conphas. Medité sobre todo eso un tiempo, angustiado por todo lo que sucedía y sigue sucediendo, y con miedo de que, si me ponía del lado de Conphas y los demás, estuviera lanzando chispas sobre la yesca.

—Temías una guerra entre los Ortodoxos y los Zaudunyani.

—¡Y la sigo temiendo! —casi gritó Proyas—. Aunque ya apenas parece importar, con el Padirajah esperando con sus lobos del desierto.

¿Cómo podía reducirse todo a aquello?

—¿Qué decidiste?

—El scylvendio —dijo Proyas encogiéndose de hombros—. Conphas trajo a testigos que dijeron conocer a un hombre de las caravanas del norte, un hombre que, antes de morir en el desierto, dijo que en Atrithau no había ningún príncipe.

—Un rumor —dijo Achamian—. No sirve de nada. Lo sabes. Probablemente era una treta del bando de Conphas. Los hombres muertos tienen la costumbre de contar lo que más conviene.

—Que es lo que pensé hasta que el scylvendio confirmó la historia.

Achamian se inclinó hacia adelante con la frente fruncida a causa de una sorprendida ira.

—¿Confirmó? ¿Qué quieres decir?

—Dijo que Kellhus era un príncipe de nada.

El Maestro se quedó rígido un instante, con los ojos perdidos en el espacio entre ellos. Conocía cómo se penalizaban las transgresiones de casta. Todos los hombres las conocían. Los nobles de los Tres Mares apreciaban los pergaminos de sus ancestros por más razones que las espirituales o las sentimentales.

—Podría estar mintiendo —murmuró Achamian—. Como forma de recuperar la posesión de Serwe, tal vez.

—Podría ser. Dado el modo en que reaccionó ante su ejecución…

—¡Serwe ejecutada! —exclamó Achamian—. ¿Cómo ha podido suceder una cosa así? ¿Proyas? ¿Cómo has podido permitir que suceda algo así? Ella era sólo…

—¡Pregúntaselo a Gotian! —le espetó Proyas—. Juzgarlos de acuerdo con el Colmillo fue idea suya, ¡suya! Creían que así legitimarían la situación, la haría parecer… menos…

—¿Como era? —gritó Achamian—. ¿Una conspiración de nobles asustados tratando de proteger su poder y sus privilegios?

—Eso depende —respondió Proyas con rigidez— de a quién le preguntes… De todos modos, teníamos que impedir que estallara una guerra. Y hasta el momento…

—Que el cielo impida —espetó Achamian— que los hombres asesinen a otros hombres en nombre de la fe.

—Y que el cielo impida que los idiotas mueran por culpa de su propia estupidez. Y que el cielo impida que las madres pierdan a sus bebés, que los hijos se arranquen los ojos. ¡Que el cielo impida que suceda nada horrible! No puedo estar más de acuerdo contigo, Akka. —Sonrió sarcásticamente. ¡Pensar que casi había echado de menos a ese viejo cabrón blasfemo!—. Pero volvamos a lo que cuenta. No he condenado a Kellhus porque sí, viejo tutor. Muchas cosas, ¡muchas!, me obligaban a votar con los demás. Profeta o no, Anasurimbor Kellhus está muerto.

Achamian le había estado observando con el rostro carente de expresión.

—¿Quién dijo que fuera un profeta?

—Basta, Akka, por favor… Acabas de decir que era demasiado importante para morir.

—¡Lo es, Proyas! ¡Lo es! ¡Es nuestra única esperanza!

Proyas se frotó más sueño del rabillo de los ojos. Soltó un suspiro largo y exasperado.

—¿Y? El Segundo Apocalipsis, ¿verdad? ¿Es Kellhus el segundo advenimiento de Seswatha? —Negó con la cabeza—. Por favor… Por favor, dime.

—¡Es más! —gritó el Maestro con una pasión alarmante—. Mucho más que Seswatha, debe serlo… La Lanza de la Garza está perdida, fue destruida cuando los scylvendios saquearon la antigua Cenei. Si el Consulto va a triunfar una segunda vez, si el No Dios va a caminar de nuevo… —Achamian se quedó con la mirada perdida y los ojos redondeados de pavor—. Los hombres no tendrán ninguna esperanza.

Proyas había soportado muchos de aquellos ataques desde la infancia. Lo que los hacía tan asombrosos, al mismo tiempo que tan intolerables, era el modo en que Achamian hablaba: como si recordara en lugar de conjeturar. Justo entonces el sol de la mañana volvió a brillar por un hueco entre las nubes. El trueno, de todos modos, siguió retumbando por la demediada Caraskand.

—Akka…

El Maestro le silenció con una mano extendida.

—Una vez me preguntaste, Proyas, si tenía algo más que los Sueños para demostrar mis miedos. ¿Lo recuerdas?

Demasiado bien. Fue la misma noche que Achamian le había pedido que escribiera a Maithanet.

—Lo recuerdo, sí.

Sin mediar aviso, Achamian se puso en pie y se encaminó hacia el balcón. Desapareció en el resplandor de la mañana y regresó al cabo de un instante sosteniendo algo oscuro en las manos.

Por alguna coincidencia, el sol desapareció en el momento en que Proyas alzaba la mano para cubrirse los ojos.

Se quedó mirando el fardo manchado de barro y sangre. Un hediondo olor llenó lentamente la habitación.

—¡Mira! —ordenó Achamian, mostrándolo—. ¡Mira! ¡Después manda a tus jinetes más rápidos a los Grandes Nombres!

Proyas retrocedió agarrando las mantas alrededor de sus rodillas. De repente, se dio cuenta de lo que parecía haber sabido desde el principio: Achamian no cedería. Claro que no: era un Maestro del Mandato.

«Maithanet… el más Santo Shriah. ¿Es esto lo que quieres que haga? ¿Lo es?»

Certeza en la duda. ¡Aquello era lo era sagrado! ¡Aquello!

—Ahórrate tus pruebas para los demás —murmuró Proyas. Con una floritura, se libró de las sábanas y caminó desnudo hasta la mesa cercana. El suelo era tan frío que le dolieron los pies. Un escalofrío recorrió su piel.

Cogió la misiva de Maithanet y la sostuvo en dirección al hechicero, que tenía el ceño fruncido.

—Léela —murmuró. Los rayos se enhebraron en el cielo sobre la arruinada Ciudadela del Perro.

Achamian soltó su apestoso fardo, cogió el pergamino y lo escudriñó. Proyas percibió las medias lunas negras bajo sus uñas. En lugar de levantar la mirada estupefacto como Proyas esperaba, el hechicero frunció el entrecejo y miró el pergamino con los ojos entrecerrados. Incluso lo sostuvo contra la luz que quedaba. La habitación retembló al estallar un trueno.

—¿Maithanet? —preguntó el hechicero con los ojos todavía fascinados por la impecable escritura del Shriah. Proyas sabía sobre qué frases estaba reflexionando. Lo imposible siempre dejaba las marcas más hondas en el alma.

Ayuda a Drusas Achamian, Proyas, a pesar de que es un blasfemo, puesto que a su maldad también la seguirá la Guerra Santa.

Achamian dejó la hoja sobre su regazo, si bien la mantuvo cogida por una esquina entre el pulgar y el índice. Los dos hombres engarzaron una mirada pensativa… La confusión y el alivio batallaban en los ojos del viejo profesor.

—Aparte de mi espada, mi arnés y mis ancestros —dijo Proyas—, esa carta es lo único que llevé conmigo en la travesía del desierto. La única cosa que salvé.

—Llámalos —dijo Achamian—. Convoca a los demás al Consejo.

La mañana dorada había desaparecido. La lluvia caía de los negros cielos.