22

Caraskand

Todas las cosas tienen un peaje. Pagamos con nuestra respiración, y nuestro monedero pronto está vacío.

Canciones, 57:3, La crónica del Colmillo

Como muchos viejos tiranos, malcrío a mis nietos. Me encantan sus berrinches, sus carcajadas, sus gustos peculiares. Los mimo a sabiendas con palos de miel. Me maravilla su bendita ignorancia del mundo y su millón de dientes rechinando. ¿Debería yo, como mi abuelo, arrancarles ese infantilismo? ¿O debería consentir sus vanas ilusiones? Incluso ahora, cuando las sombrías estacas de la muerte se reúnen a mi alrededor, me pregunto: ¿por qué la inocencia debería responder al mundo? Quizá el mundo debería responder a la inocencia…

Sí, eso me gusta. Estoy harto de portar la culpa.

Stajanas II, Cavilaciones

Invierno, año del Colmillo 4111, Caraskand

La mañana siguiente, un penacho de humo cubría Caraskand. La ciudad acolchaba la distancia, salpicada aquí y allá por inmensos edificios derruidos. Los muertos yacían por todas partes, esparcidos por las extensiones de los afamados bazares de Caraskand. Los gatos lamían la sangre del cemento. Los cuervos picoteaban ojos sin vista.

Un solo cuerno retumbaba lastimeramente sobre los tejados. Todavía aturdidos por la orgía del día anterior, los Hombres del Colmillo se despertaban previendo un día de arrepentimiento y sombrías celebraciones. Pero desde varios barrios de la ciudad, resonaban más cuernos haciendo una llamada a las armas. Caballeros con mallas de hierro recorrían las calles dando desesperados alaridos.

Los que se encaramaron a las murallas del sur vieron divisiones de jinetes de muchos colores esparcidas a lo largo de las líneas del risco y por las colinas escasamente arboladas. Finalmente, Kascamandri I, Padirajah de Kian, había acudido al campo de batalla a enfrentarse a los inrithi. Los Grandes Nombres trataron desesperadamente de reunir a sus condes y barones. Gothyelk, todavía estupefacto por la pérdida de su hijo menor, Gurnyau, no pudo ser despertado, y los tydonnios se negaron a abandonar la ciudad sin su querido Conde de Agansanor. Con la reciente muerte del Príncipe Skaiyelt, los thunyerios de largas cabelleras se habían desintegrado en clanes e, inexplicablemente, habían retomado su sangriento saqueo de la ciudad. Y los Palatinos ainonios, con Chepheramunni en su lecho de muerte, se habían puesto a pelear entre ellos. Los cuernos llamaban y llamaban, pero muy pocos respondieron.

Los jinetes fanim descendieron tan rápidamente que la mayor parte de los campamentos de asedio de la Guerra Santa tuvieron que ser abandonados junto a las máquinas de guerra y las reservas de alimentos acumuladas en su interior. Caballeros en retirada prendieron fuego en varios de los campamentos para evitar que cayeran en manos de los infieles. Cientos de los demasiado enfermos para abandonar los campamentos fueron abandonados allí y masacrados. Los grupos de caballeros inrithi que osaron responder al avance del Padirajah fueron rápidamente obligados a retroceder o derrotados, rodeados por oleadas de jinetes ululantes. A media mañana, los Grandes Nombres llamaron desesperadamente a los que quedaban fuera de Caraskand y se concentraron en defender el vasto circuito de murallas de la ciudad.

La celebración se convirtió en terror e incredulidad. Estaban aprisionados en una ciudad que ya había sido sitiada durante semanas. Los Grandes Nombres ordenaron exhaustivas inspecciones de los almacenes de alimentos que quedaban. Se desesperaron al saber que Imbeyan había quemado los graneros de la ciudad al darse cuenta de que había perdido Caraskand. Y por supuesto, los vastos almacenes del último reducto de la ciudad, la Ciudadela del Perro, habían sido destruidos por los Chapiteles Escarlatas. La fortaleza doblegada todavía ardía, una almenara sobre la colina mas oriental de Caraskand.

Sentado en un lujoso sofá, rodeado de sus consejeros y sus muchos hijos, Kascamandri ab Tepherokar observó desde la terraza de una casa de campo situada en una colina cómo los grandes cuernos de su ejército se cerraban inexorablemente sobre Caraskand. Apoyadas sobre su gran vientre de ballena, sus adorables niñas le acribillaban de preguntas sobre lo sucedido. Durante meses, había seguido la Guerra Santa desde los santuarios de la perdición de Korasha, el exaltado Palacio Sol–Blanco de Nenciphon. Y se había mofado de los idólatras inrithi, bárbaros y desventurados en el arte de la guerra.

Ya no.

Para enmendar su negligencia, había reunido un ejército digno de sus yihádicos padres: los supervivientes de Anwurat, unos sesenta mil hombres, bajo el incomparable Cinganjehoi, que había dejado a un lado su enemistad con el Padirajah; los Grandes de Chianadyni, la tierra nativa de los kianene, con unos cuarenta mil jinetes bajo el despiadado y brillante hijo de Kascamandri, Fanayal; y el viejo vasallo de Kascamandri, el Rey Pilasakanda de Girgash, cuyos tributarios hets marchaban con treinta mil fanim negros y un centenar de mastodontes de paganos nilnamesh. Estos últimos, en particular, eran causa de orgullo del Padirajah, puesto que las inmensas bestias hacían que sus hijas se quedaran boquiabiertas y se rieran tontamente.

Al atardecer, el Padirajah ordenó el asalto a las murallas de Caraskand con la esperanza de sacar partido de la desorganización de los idólatras. Se alzaron escaleras hechas por carpinteros inrithi, así como la única torre de asedio que habían capturado intacta, y se produjo una encarnizada batalla en las murallas que rodeaban las Puertas de Ébano. Los mastodontes fueron enyuntados a un poderoso ariete con la cabeza de hierro hecho por los Hombres del Colmillo, y pronto se oyeron estruendosos golpeteos y gritos de elefantes por encima del rugido de los combatientes. Pero los hombres de hierro se negaron a ceder las cumbres, y los kianene y girgashi sufrieron horrendas pérdidas, incluidos unos catorce mastodontes, quemados vivos con brea ardiendo. La hija más joven de Kascamandri, la hermosa Sirol, lloraba.

Cuando finalmente se puso el sol, los Hombres del Colmillo dieron la bienvenida a la oscuridad con alivio y horror. Porque estaban salvados y estaban condenados.

El profundo staccato estruendoso de tambores

Con Cnaiür a su lado, Proyas se apoyó en una almena de piedra caliza en la cima de la Puerta de Cuernos, contemplando por una tronera las fangosas llanuras. Los kianene abarrotaban el paisaje, arrastrando objetos y refugios inrithi a inmensas hogueras, montando brillantes pabellones, reforzando empalizadas y preparando el terreno. Grupos de jinetes con yelmos de plata recorrían la cima del risco entre huertos o por campos llenos de establos.

Los inrithi habían escogido las mismas llanuras para lanzar sus asaltos: el esqueleto quemado de una torre de asedio estaba a un tiro de piedra de donde Proyas se había posicionado. Apretó con fuerza sus ojos ardientes. «¡Esto no puede estar sucediendo! ¡No!»

Primero la euforia —¡el éxtasis!— de la caída de Caraskand. Después el Padirajah, que durante tiempo había sido poco más que el rumor de un terrible poder al sur, se había materializado en las colinas que dominaban la ciudad. Al principio, Proyas sólo pudo pensar que había cometido un catastrófico error, que todo se resolvería por sí mismo una vez terminaran los saqueos de la ciudad. Esas divisiones de hombres con hábitos de seda no podían ser jinetes kianene. Los infieles habían sido heridos de muerte en Anwurat, ¡derrotados! La Guerra Santa había tomado la poderosa Caraskand, la gran puerta de Xerates y Amoteu, ¡y ahora se disponía a marchar sobre Tierras Santas! Estaban tan cerca…

Tan cerca que estaba seguro de que Shimeh podría ver el humo de Caraskand en el horizonte.

Pero los jinetes eran kianene. Cabalgando bajo el León Blanco Padirajic, se extendieron alrededor del gran circuito de las murallas de la ciudad quemando los empobrecidos campos inrithi, masacrando a los enfermos y derrotando a los idiotas que trataron de resistir su avance. Kascamandri había llegado, el Dios —y la esperanza— les habían abandonado.

—¿Cuántos estimas? —preguntó Proyas al scylvendio, que estaba con los brazos llenos de cicatrices cruzados sobre su pechera con escamas.

—¿Importa? —respondió el bárbaro.

Irritado por la mirada turquesa de aquel hombre, Proyas se volvió hacia el paisaje cubierto de humo. El día anterior, mientras se desplegaban lentamente las dimensiones del desastre, se había sorprendido preguntándose por qué una y otra vez. Como un niño al que se trata injustamente, sus pensamientos habían girado alrededor de su piedad. ¿Quién entre los Grandes Nombres había trabajado como había trabajado él? ¿Quién había quemado más sacrificios, entonado más oraciones? Pero ahora no se atrevía a hacer esas preguntas.

Pensamientos de Achamian y Xinemus se ocupaban de ello.

«Eres tú —había dicho el Mariscal de Attrempus— quien lo entrega todo.»

«Pero ¡en el nombre de Dios! ¡Por la gloria del Dios!»

—Claro que importa —dijo Proyas. Sabía que el scylvendio se erizaría por su tono, pero ni le preocupaba ni le importaba—. ¡Tenemos que encontrar el modo de salir!

—Exactamente —dijo Cnaiür, aparentemente imperturbable—. Debemos encontrar el modo de salir… No importa lo grande que sea el ejército del Padirajah.

Frunciendo el entrecejo, Proyas se volvió hacia la tronera. No estaba de humor para que le corrigieran.

—¿Qué hay de Conphas? —preguntó—. ¿Hay alguna posibilidad de que mienta con respecto a la comida?

El bárbaro encogió sus inmensos hombros.

—Los nansur son buenos contando.

—¡Y también son buenos mintiendo! —exclamó Proyas. ¿Por qué ese hombre no podía responder a sus preguntas?—. ¿Crees que Conphas dice la verdad?

Cnaiür escupió sobre la vieja piedra.

—Tendremos que esperar. Ver si él sigue gordo mientras nosotros adelgazamos.

«¡Maldito hombre!» ¿Cómo podía encarnizarse con él en ese momento, en esas circunstancias?

—Estás sitiado —prosiguió el guerrero scylvendio— en la misma ciudad que te pasaste semanas matando de hambre. Aunque Conphas oculte comida, no tendrá relevancia. Sólo tienes una alternativa, sólo una. Los Chapiteles Escarlatas deben ser despertados ahora, antes de que el Padirajah reúna a sus cishaurim. La Guerra Santa debe tomar el campo.

—¿Crees que no estoy de acuerdo? —gritó Proyas—. Ya se lo he pedido a Eleazaras, y ¿sabes qué dice? «Los Chapiteles Escarlatas ya han sufrido demasiadas pérdidas innecesarias…» ¡Pérdidas innecesarias! ¿Qué? Una docena de muertos en Anwurat, ¡o ni siquiera eso! Un puñado más en el desierto, ¡no está mal comparado con cien mil almas piadosas! ¿Y qué? Cinco golpeados con Chorae ayer, ¡por el cielo! Muertos mientras destruían los únicos almacenes de comida que quedaban en Caraskand… ¡Todas las guerras tendrían que ser tan incruentas!

Proyas se detuvo al darse cuenta de que estaba jadeando. Se sentía enloquecido y confuso, como si sufriera algún vestigio de las fiebres. Las grandes piedras desgastadas por el tiempo de la barbacana parecían girar a su alrededor. ¡Si Triamis hubiera construido esas murallas con pan!, pensó como un demente.

El scylvendio le observó sin pasión alguna.

—Entonces estás condenado —dijo.

Proyas se llevó las manos a la cara y se rascó las mejillas. «¡No puede ser! ¡Me estoy olvidando de algo!»

—Estamos malditos —murmuró—. Tienen razón… ¡El Dios nos castiga!

—¿Qué estás diciendo?

—¡Que quizá Conphas y los demás están en lo cierto con respecto a él!

La cara brutal se endureció en un ceño fruncido.

—¿Él?

—Kellhus —exclamó Proyas. Se agarró las manos temblorosas y se frotó una palma contra la otra.

«Titubeo… ¡Fallo!»

Proyas conocía muchos ejemplos de otros hombres que perdían pie en momentos de crisis, y absurdamente, se dio cuenta de que aquél —¡aquél!— era su momento de debilidad. Pero al contrario de lo que esperaba, no había ninguna fortaleza que extraer de sus conocimientos. En todo caso, saber que dudaba le amenazaba con adelantar su derrumbamiento. Estaba demasiado enfermo… Demasiado cansado.

—Claman contra él —explicó, con la voz cortante—. Primero Conphas, pero ahora incluso Gothyelk y Gotian. —Proyas soltó un tembloroso suspiro—. Dicen que es un Falso Profeta.

—¿No es un rumor? ¿Te lo han dicho ellos mismos?

Proyas asintió.

—Con mi apoyo, creen que pueden maniobrar abiertamente contra él.

—¿Te arriesgarías a provocar una guerra dentro de estas murallas? ¿Inrithi contra inrithi?

Proyas tragó saliva y trató de apuntalar su mirada.

—Si es lo que el Dios quiere de mí.

—¿Y cómo sabe uno lo que el Dios quiere de él?

Proyas se quedó mirando al scylvendio horrorizado.

—Es sólo… —Una punzada contra el velo del paladar. Cálidas lágrimas recorriendo su mejilla. Maldijo para sus adentros, abrió la boca de nuevo, sollozó en lugar de hablar.

«¡Por favor, Dios!»

Había sido demasiado tiempo. La carga había sido demasiado grande. ¡Todo! ¡Cada día, cada palabra una batalla! Y los sacrificios habían hecho una mella demasiado profunda. El desierto, incluso la hemoplejia, no habían sido nada. Pero Achamian, ¡ah, eso sí! Y Xinemus, al que había abandonado. Los dos hombres que respetaba más en el mundo, entregados en nombre de la Guerra Santa. ¡Y todavía no era suficiente!

«Nada… ¡Nunca es suficiente!»

—Dime, Cnaiür —dijo con voz ronca. Una extraña sonrisa se apoderó de su cara y sollozó de nuevo. Se cubrió los ojos y las mejillas con las manos y se apoyó en la muralla—. ¡Por favor! —gritó a la piedra—. Cnaiür… ¡Tienes que decirme qué debo hacer!

Ahora era el scylvendio quien parecía horrorizado.

—Ve a ver a Kellhus —dijo el bárbaro—. Pero te lo advierto —alzó un poderoso puño cubierto de las cicatrices de la guerra—, blinda tu corazón. ¡Séllalo! —Bajó la barbilla con una mirada fulminante, como un lobo—. Ve, Proyas. Ve y pregúntaselo tú mismo.

Como algo grabado en piedra viva, la cama se elevaba sobre una tarima negra colocada en el corazón de la sala. Los velos, que normalmente caían entre los cinco postes de piedra, habían sido prendidos con alfileres al dosel esmeralda y oro. Tendido con una pierna por encima de las sábanas, Kellhus acarició la mejilla de Esmenet y vio más allá de su piel sonrosada, más allá de su corazón palpitante, siguiendo las reveladoras marcas hasta su útero.

«Nuestra sangre, Padre…» En un mundo de almas torpes y bovinas, nada podía ser más precioso.

«La Casa de Anasurimbor.»

Los dunyainos no sólo veían las profundidades, sino también las lejanías. Aunque la Guerra Santa sobreviviera a Caraskand, aunque Shimeh fuera reconquistada, las guerras eran sólo el principio. Achamian se lo había enseñado.

Y al final, sólo los hijos podían conquistar la muerte.

«¿Fue ésa la razón por la que me llamaste? ¿Estás muriendo?»

—¿Qué pasa? —preguntó Esmenet, cubriéndose el pecho con las sábanas. Kellhus se había echado hacia adelante y se había sentado con las piernas cruzadas sobre la cama. Miraba a través de una penumbra iluminada por velas. «¿Qué hace…?»

Sin mediar aviso, las puertas dobles de la habitación se abrieron con un golpe y Kellhus vio a Proyas, todavía débil a causa de su convalecencia, riñendo con dos de los Cien Pilares.

—¡Kellhus! —ladró el Príncipe conriyano—. ¡Di a tus perros que me dejen, o por el Dios que habrá sangre!

Con una palabra, los guardaespaldas le soltaron y volvieron a sus posiciones a ambos lados de la puerta. El hombre se quedó allí, con el pecho hinchado, mientras sus ojos buscaban entre las sombras del lujoso dormitorio. Kellhus le rodeó con sus sentidos. El hombre gritaba desesperación por cada uno de sus poros, pero la furia de su pasión hacía difícil precisar algunos detalles. Temía que la Guerra Santa estuviera perdida, como todos los hombres, y que Kellhus tuviera de alguna manera la culpa, como creían muchos.

«Necesita saber qué soy.»

—¿Qué pasa, Proyas? ¿Qué te inquieta tanto como para montar este escándalo?

Pero los ojos del Príncipe habían encontrado a Esmenet, rígida de la sorpresa. Kellhus vio el peligro al instante.

«Busca excusas.»

Se había construido un porche interior ante las puertas; Proyas dio un paso inseguro hacia la barandilla.

—¿Qué está haciendo ella? —Parpadeó confundido—. ¿Qué está haciendo en tu cama?

«No quiere comprender.»

—Es mi esposa. ¿Qué te trae…?

—¿Esposa? —exclamó Proyas. Se llevó una mano medio abierta a la frente—. ¿Es tu esposa?

«Ha oído los rumores. Pero hasta ahora me ha concedido el beneficio de la duda.»

—El desierto, Proyas. El desierto nos marcó a todos.

Él negó con la cabeza.

—¡Maldito desierto! —murmuró, después levantó la mirada con una furia repentina—. ¡Maldito desierto! Ella… Ella… ¡Akka la quería! ¡Akka! ¿No te acuerdas? Tu amigo…

Kellhus bajó la mirada con una tristeza penitente.

—Pensamos que él lo hubiera querido así.

—¿Querido? ¿Querido que su mejor amigo se follara…?

—¿Quién —espetó Esmenet— eres tú para hablarme de Akka?

—¿Qué dices? —dijo Proyas palideciendo—. ¿Qué quieres decir? —Frunció los labios y sus ojos perdieron la vida. Le cayó la mano derecha sobre el pecho. El horror había abierto un punto inmóvil en la muchedumbre de sus pasiones, una oportunidad.

—Tú ya lo sabes —dijo Kellhus—. Precisamente tú no tienes ningún derecho a juzgar.

El Príncipe conriyano se estremeció.

—¿Qué quieres decir?

«Ahora… Ofrécele una tregua. Muéstrale comprensión. Haz que sus pecados parezcan graves.»

—Por favor —dijo Kellhus, extendiendo cada palabra, cada tono y cada matiz de su expresión—. Dejas que tu desesperación te gobierne. Y yo, sucumbo a las malas maneras. ¡Proyas! Eres uno de mis mejores amigos. —Apartó las sábanas y puso los pies en el suelo—. Ven. Vamos a beber y a hablar.

Pero Proyas se había lanzado sobre su comentario anterior, como Kellhus pretendía.

—Ya sé que no tengo ningún derecho a juzgar. ¿Y qué significa eso de «mejor amigo»?

Kellhus esbozó una dolorida línea con sus labios.

—Eso significa que eres tú, Proyas, y no nosotros, quien ha traicionado a Achamian.

El rostro atractivo se aflojó de horror. Su pulso le martilleó.

«Debo moverme con cuidado.»

—No —dijo Proyas.

Kellhus cerró los ojos como si le hubiera decepcionado.

—Sí. Nos acusas porque te sientes responsable.

—¿Responsable? ¿Responsable de qué? —Soltó una risotada como un adolescente asustado—. No hice nada.

—Lo hiciste todo, Proyas. Tú necesitabas a los Chapiteles Escarlatas, y los Chapiteles Escarlatas necesitaban a Achamian.

—¡Nadie sabe lo que le pasó a Achamian!

—Tú lo sabes… Veo ese conocimiento dentro de ti.

El Príncipe conriyano se tambaleó hacia atrás.

—¡No ves nada!

«Tan cerca…»

—Claro que sí, Proyas. ¿Cómo puedes dudarlo después de tanto tiempo?

Mientras observaba, algo sucedió: una llamarada imprevista de reconocimiento, una cascada de interferencias, demasiado rápidamente para silenciarlas. «Esa palabra…»

—¿Dudar? —casi gritó Proyas—. ¿Cómo no iba a dudar? ¡La Guerra Santa está en el precipicio, Kellhus!

Kellhus sonrió como Xinemus se sonreía de las cosas emocionantes e idiotas al mismo tiempo.

—El Dios nos prueba, Proyas. ¡Todavía no ha dictado sentencia! Dime, ¿cómo puede haber prueba sin duda?

—Nos prueba —repitió Proyas con el rostro interrogante.

—Por supuesto —dijo Kellhus lastimeramente—. ¡Abre tu corazón y lo verás!

—Abrir mi… —Proyas se interrumpió. Se le saltaban las lágrimas de receloso temor—. ¡Me lo dijo! —susurró abruptamente—. ¿Era esto lo que quería decir? —El anhelo de su cara, el dolor que había guerreado contra sus recelos, de repente se vinieron abajo y se convirtieron en sospecha e incredulidad.

«Alguien le ha avisado… ¿El scylvendio? ¿Tan lejos ha vagado?»

—Proyas…

«Tendría que haberle matado.»

—¿Y qué hay de ti, Kellhus? —espetó Proyas—. ¿Dudas tú? ¿Acaso el gran Profeta Guerrero teme al futuro?

Kellhus miró a Esmenet y vio que estaba llorando. Estiró el brazo y le agarró las manos.

—No —dijo.

«No tengo miedo.»

Proyas ya estaba saliendo por las puertas dobles hacia la luz más brillante de la antecámara.

—Lo harás.

Durante más de mil años, las grandes murallas de piedra caliza de Caraskand habían mirado hacia los campos quebrados de Enathpaneah. Cuando Triamis I, quizá el más grande de los Aspecto–Emperadores, las había erigido, sus detractores en la Cenei Imperial se habían mofado de los gastos y afirmado que el que vence a todos los enemigos no necesita murallas. Triamis, escribieron los cronistas, les había despreciado diciendo: «Ningún hombre puede vencer al futuro». Y ciertamente, a lo largo de los siglos siguientes, las «Murallas Triámicas» de Caraskand, que es como eran llamadas, despuntarían el torrente de la historia muchas veces, cuando no lo desviaron completamente. En ocasiones, lo enjaularon.

Un día tras otro, los cuernos inrithi tronaban desde las altas torres llamando a los Hombres del Colmillo a las murallas, puesto que el Padirajah tiraba a su gente contra las poderosas fortificaciones de Triamis con una despiadada furia, convencido de que la fuerza de los idólatras flaquearía. Demacrados y hambrientos, galeoth, conriyanos y tydonnios se apostaron en las máquinas de guerra abandonadas por los antiguos defensores de Caraskand y arrojaron tarros de brea ardiendo desde las catapultas y grandes bolas de hierro desde las ballestas. Thunyerios, nansur y ainonios se reunieron en las murallas, apretados contra las almenas y agachados bajo los escudos para evitar las descargas de flechas que de vez en cuando oscurecían el sol. Y un día tras otro, parecía, golpeaban la espalda infiel.

A pesar de que les maldecían, los kianene sólo podían maravillarse ante su furia desesperada. En dos ocasiones, el joven Athjeari lideró osadas misiones de combate por las llanuras llenas de surcos, en una ocasión haciéndose con las trincheras de los zapadores y derribando sus túneles, en la otra, cargando contra las preparaciones del terreno y saqueando un campamento aislado. Todo el mundo veía que estaban condenados, y sin embargo luchaban como si no lo supieran.

Pero lo sabían como sólo los hombres asolados por la hambruna podían saberlo.

La hemoplejia, o los huecos, estaba completando su curso. Muchos, como Chepheramunni, el Rey–Regente del Alto Ainon, permanecían al borde de la muerte, mientras que otros como Zursodda, el Palatino–Gobernador de Koraphea, o Cynnea, Conde de Agmundr, finalmente sucumbieron. Las piras funerarias seguían ardiendo, pero cada vez eran más alimentadas con bajas del combate y no enfermos. Mientras las llamas consumían al Conde de Agmundr, sus afamados arqueros dispararon flechas ardiendo por encima de las murallas, y los kianene se maravillaron ante la locura de aquellos idólatras. Cynnea sería uno de los últimos grandes señores inrithi en morir en manos de la Enfermedad.

Pero a medida que la plaga iba cediendo, la amenaza de la hambruna se hacía más peligrosa. Temible Hambruna, Bukris, el Dios que devoraba a los hombres y vomitaba piel y huesos, caminaba por las calles y pasillos de Caraskand.

A lo largo y ancho de la ciudad, los hombres empezaron a cazar gatos, perros y finalmente ratas para poder sobrevivir. Los nobles más pobres empezaron a alimentarse de sus monturas. Los propios caballos consumieron rápidamente toda la paja que cubría los tejados. Muchas bandas empezaron a celebrar sorteos para ver quién mataría a su caballo. Los que no tenían caballos buscaban entre la basura en busca de tubérculos. Hervían uvas e incluso cardos para calmar la persistente locura de sus estómagos. El cuero —de las sillas de montar, de jubones o de donde fuera— fue también hervido y comido. Cuando los cuernos sonaban, los arneses de muchos se balanceaban como faldas porque sus correas y hebillas habían ido a parar a un humeante cazo. Los hombres demacrados recorrían las calles buscando cualquier cosa que echarse a la boca, con los rostros en blanco, los movimientos lentos, como si caminaran por arena. Circularon rumores de hombres que se daban festines con los abotargados cadáveres de los kianene, o que cometían asesinatos en mitad de la noche para calmar su estridente hambre.

Tras la estela de la Hambruna, regresó la fétida Enfermedad, cebándose en los débiles. Los hombres, especialmente los pertenecientes a las castas ínfimas, empezaron a perder los dientes por el escorbuto. La disentería castigó a otros con retortijones y diarreas ensangrentadas. En muchos barrios, se podían encontrar guerreros vagando sin sus pantalones, revolcándose, como algunos tienen tendencia a hacer, en su degradación.

Durante ese tiempo, el furor que rodeaba a Kellhus, el Príncipe de Atrithau, y las tensiones entre los que le aclamaban y los que le condenaban, sufrieron una escalada. En el Consejo, Conphas, Gothyelk e incluso Gotian le denunciaron implacablemente y le acusaron de ser un Falso Profeta, un cáncer que debía ser extirpado de la Guerra Santa. ¿Quién podía dudar de que el Dios los castigaba? La Guerra Santa, insistían, sólo podía tener un profeta, y su nombre era Inri Sejenus. Proyas, que en el pasado había defendido elocuentemente a Kellhus, se retiró de todos esos debates y se negó a decir nada. Sólo Saubon seguía hablando en su favor, a pesar de que lo hacía sin entusiasmo, sin querer irritar a los hombres cuya aprobación necesitaba para hacerse con Caraskand.

A pesar de todo ello, nadie se atrevió a actuar contra el llamado Profeta Guerrero. Sus seguidores, los Zaudunyani, eran decenas de miles, si bien eran menos numerosos entre las castas superiores. Muchos todavía recordaban el Milagro del Agua en el desierto, cómo Kellhus había salvado a la Guerra Santa, incluidos los bellacos que ahora le consideraban un anatema. Estallaron disturbios y motines, y por primera vez espadas inrithi derramaron sangre inrithi. Caballeros repudiaron a sus señores. Hermanos renunciaron a sus hermanos. Compatriotas le dieron la espalda a otros compatriotas. Sólo Gotian y Conphas, parecía, seguían teniendo la lealtad de sus hombres.

En cualquier caso, cuando los cuernos resonaban, los inrithi se olvidaban de sus diferencias. Se arrancaban del estupor de la enfermedad y el mareo y luchaban con un fervor que sólo los realmente sacudidos por el Dios podían comprender. Y a los infieles que les atacaban les parecía que eran hombres muertos los que defendían las murallas. A salvo alrededor de sus fuegos, los kianene susurraban cuentos de criaturas y almas condenadas, de una Guerra Santa que ya había perecido, pero seguía luchando, tal era su odio.

Caraskand, parecía, no era solamente el nombre de una ciudad, sino el recinto mismo del sufrimiento. Sus murallas —las murallas construidas por Triamis el Grande— parecían gemir.

El lujo del palacio le recordó a Serwe sus indolentes días como concubina en la Casa Gaunum. A través de la columnata abierta situada en el extremo más lejano de la sala, veía Caraskand desperdigada por las laderas bajo el cielo. Estaba inclinada en un diván verde con los brazos colocados sobre los hombros de su toga para que colgara desde el precioso fajín que rodeaba su cintura. Su sonrosado hijo se retorcía sobre sus senos desnudos, y acababa de empezar a darle el pecho cuando oyó que el pasador de la puerta se corría. Esperaba que fuera uno de los esclavos de la casa kianene, así que soltó un jadeo de sorpresa y placer cuando sintió la mano del Profeta Guerrero en su cuello desnudo. La otra acarició su pecho al descubierto mientras pasaba suavemente un dedo sobre la rechoncha espalda del bebé.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella mientras levantaba los labios hacia la barba de Kellhus para besarle.

—Suceden muchas cosas —dijo amablemente—. Quería asegurarme de que estabais bien… ¿Dónde está Esmi?

Siempre le parecía muy extraño oírle hacer preguntas tan sencillas. Le recordaba que el Dios seguía siendo un hombre.

—Kellhus —preguntó ella pensativamente—, ¿cómo se llama tu padre?

—Moenghus.

Serwe frunció el entrecejo.

—Creía que se llamaba… Aethel, o algo así.

—Aethelarios —dijo el Profeta Guerrero—. En Atrithau, los Reyes adoptan el nombre de un gran ancestro cuando ascienden al trono. Moenghus es su verdadero nombre.

—Entonces —dijo ella, pasando los dedos sobre la pelusa del pálido cuero cabelludo del niño— así es como se llamará cuando sea ungido: Moenghus. —Aquello no era una afirmación. En presencia del Profeta Guerrero, todas las afirmaciones eran preguntas.

Kellhus sonrió.

—Así es como llamaremos a nuestro hijo.

—¿Qué clase de hombre es tu padre, mi Profeta?

—Un hombre muy misterioso, Serwe.

Serwe se rió por lo bajo.

—¿Sabe que engendró a la voz del Dios?

Kellhus frunció los labios simulando burlonamente concentrarse.

—Quizá.

Serwe, que se había acostumbrado a conversaciones crípticas como aquélla, sonrió. Parpadeó al sentir lágrimas en sus ojos. Con su cálido hijo contra su pecho y el todavía más cálido aliento del Profeta en su nuca, el Mundo parecía un círculo cerrado, como si la congoja hubiera sido al fin expulsada por la alegría. Ya no estaba siendo puesta a prueba por cosas crueles y distantes, y el hogar parecía responder ahora al corazón.

Le sobrevino una repentina punzada de culpa.

—Sé que sufres —dijo—. Tantos padecen…

Él bajó el rostro y no dijo nada.

—Pero yo nunca he sido tan feliz —prosiguió—. Tan completa. ¿Es esto un pecado? ¿Encontrar dicha en el mismo lugar en el que otros sufren?

—No en tu caso, Serwe. No en tu caso.

Serwe jadeó y bajó la mirada hacia el bebé, que seguía chupando.

—Moenghus tiene hambre —dijo ella riendo.

Satisfechos de haber concluido su larga búsqueda, Sarpullido y Wrigga se detuvieron en la cumbre de la muralla. Soltando su escudo, Sarpullido se sentó con la espalda contra el muro mientras Wrigga se quedaba de pie apoyándose contra la mampostería, contemplando a través de una tronera los fuegos del enemigo que cubrían la llanura Tertae. Ninguno de los dos prestó atención a la figura acuclillada tras las almenas, más abajo.

—Vi al niño —dijo Wrigga, todavía contemplando la oscuridad.

—¿En serio? —preguntó Sarpullido con un genuino interés—. ¿Dónde?

—Delante de las puertas inferiores del Palacio Fama. El ungimiento fue público. ¿No lo sabías?

—¡Nadie me cuenta nunca nada!

Wrigga retomó su escrutinio de la noche.

—Me pareció sorprendentemente oscuro.

—¿El qué?

—El niño. Parecía muy oscuro.

Sarpullido soltó una risotada.

—El cabello del parto. Pronto le caerá. ¡Te juro que mi segunda hija tenía patillas!

Risas amistosas.

—Algún día, cuando todo esto termine, iré a cortejar a tus peludas hijas.

—Por favor… ¡Empieza por mi peluda esposa!

Más risas, ahogadas por una súbita comprensión.

—¡Ajá! ¡Por eso te apodan Sarpullido!

—¡Maldito cabrón! —gritó Sarpullido—. No, es sólo porque mi piel…

—El nombre del niño —gritó una voz chirriante procedente de la oscuridad—. ¿Cómo se llama?

Ambos hombres dieron un respingo y se volvieron hacia el inmenso espectro del scylvendio. Le habían visto antes —pocos Hombres del Colmillo no lo habían hecho—, pero nunca habían estado tan cerca del bárbaro. Incluso a la luz de la luna, su aspecto era desconcertante. El salvaje cabello negro. La frente irritada sobre ojos como pedazos de hielo. Los poderosos hombros, ligeramente encorvados, como si los doblara la fuerza sobrenatural de su espalda. La cintura delgada, adolescente. Y los brazos, cubiertos de cicatrices rituales y casuales, tensadas por músculos sin una gota de grasa. Parecía una cosa hecha de piedra, antigua y famélica.

—¿Q–qué es esto? —dijo Sarpullido tartamudeando.

—¡El nombre! —gruñó Cnaiür—. ¿Qué nombre le han puesto?

—¡Moenghus! —soltó Wrigga—. Le ungieron con ese nombre, Moenghus…

El aire de amenaza se desvaneció repentinamente. El bárbaro pareció curiosamente perdido, inmóvil hasta el punto de parecer íntimo. Sus ojos maníacos miraron por encima de ellos lugares lejanos y prohibidos.

Pasó un momento tenso, después, sin mediar palabra, el scylvendio se dio la vuelta y se adentró en la oscuridad.

Suspirando, los dos hombres se miraron durante lo que pareció mucho tiempo, y después, sólo para estar seguros, retomaron su ilusoria conversación.

Como les habían instruido.

«De alguna otra forma, Padre. Debe existir.»

Nadie acudió a la Ciudadela del Perro. Ni siquiera los más desesperados comedores de ratas.

Erguido sobre la cima de una muralla en ruinas, Kellhus contempló la oscura extensión de Caraskand con sus mil puntos de ardiente luz. Más allá de las murallas, particularmente en las llanuras que quedaban al norte, vio innumerables hogueras del ejército del Padirajah.

«El camino, Padre… ¿Dónde está el camino?»

Por muchas veces que recurriera al Trance de la Probabilidad, todas las líneas estaban apagadas, fuera a causa del desastre o por el peso de excesivas permutaciones. Las variables eran demasiadas, las posibilidades demasiado precipitadas.

Durante las últimas semanas, había ejercido toda la influencia que le quedaba con la esperanza de sortear lo que cada vez parecía más inevitable. De los Grandes Nombres, sólo Saubon seguía apoyándole abiertamente. Aunque Proyas se había negado a unirse a la coalición de nobles de Conphas, el Príncipe conriyano seguía rechazando todos los intentos de acercamiento de Kellhus. Entre los Hombres del Colmillo de menor relevancia, las divisiones entre los Zaudunyani y los Ortodoxos, como ahora se llamaban a sí mismo, se estaban ahondando. Y la amenaza de más ataques —y más resolutos— del Consulto le impedían moverse libremente entre ellos, que era lo que debía hacer para asegurarse a los que ya tenía y conquistar a los que no.

Mientras tanto, la Guerra Santa moría.

«Me dijiste que el mío era el Camino más Corto…» Había revivido su encuentro con el mensajero cishaurim mil veces, analizando, evaluando, sopesando todas las interpretaciones alternativas, todo en vano. Cada paso era ahora hacia la oscuridad, dijera lo que dijese su padre. Cada palabra era un riesgo. En muchísimos sentido, ahora no parecía ser distinto de esos hombres nacidos en el mundo.

«¿Qué es El Pensamiento de las Mil Caras?»

Oyó el traqueteo de la piedra contra la piedra, después una pequeña cascada de grava y arenilla. Miró entre las sombras amasadas alrededor de las raíces de las ruinas. Los muros caídos formaban un laberinto sin techo bajo la pálida cercanía del Clavo del Cielo. Una sombra más oscura trepó por los escombros amontonados. Vislumbró un rostro redondo a la luz de las estrellas.

—¿Esmenet? —gritó—. ¿Cómo me has encontrado?

Su sonrisa era picara, pero Kellhus vio la preocupación que había tras ella.

«Nunca ha querido a nadie como me quiere a mí. Ni siquiera a Achamian.»

—Me lo dijo Werjau —dijo, abriéndose paso por el muro derribado.

—Ah, sí —dijo Kellhus, comprendiendo de inmediato—. Las mujeres le dan miedo.

Esmenet se tambaleó un momento y extendió los brazos. Consiguió recuperar el equilibrio, pero no antes de que Kellhus se sintiera aturdido por una repentina falta de aliento. La caída habría sido fatal.

—No… —Ella se concentró un momento, con la lengua entre los labios. Después danzó a lo largo de la distancia restante—. ¡Le doy miedo yo! —Se arrojó en brazos de Kellhus, riendo. Se abrazaron con fuerza en la oscura y ventosa cumbre, rodeados de una ciudad y un mundo, de Caraskand y los Tres Mares.

«Ella sabe… Sabe que lucho.»

—Todos te tenemos miedo —dijo Kellhus, maravillado por la humedad de su piel.

«Viene a confortar.»

—Dices unas mentiras deliciosas —murmuró ella, alzando sus labios hacia los de él.

Llegaron poco después del anochecer, los nueve Nascenti, los discípulos más aventajados del Profeta Guerrero. Una gran mesa de teca y caoba, no más alta que sus rodillas, había sido colocada en la terraza del palacio mercantil que Kellhus había convertido en su base y su refugio en Caraskand. Oculta en las sombras del jardín, Esmenet observó cómo se arrodillaban o se sentaban con las piernas cruzadas sobre los cojines dispuestos alrededor de la mesa. Aquellos días la preocupación asomaba en los rostros de casi todo el mundo, pero ellos nueve parecían especialmente intranquilos. Los Nascenti pasaban el tiempo en la ciudad, organizando a los Zaudunyani, consagrando nuevos Jueces, y preparando los cimientos del Ministerio. Esmenet supuso que nadie conocía mejor que ellos la desesperada situación en que se encontraba la Guerra Santa.

Suspendida sobre la ladera norte de las Cumbres del Toro, la terraza dominaba una gran parte de la ciudad. Las laberínticas calles y vericuetos del Cuenco, que formaban el corazón de Caraskand, ascendían en la distancia, pendiendo de las cumbres circundantes como una tela colocada sobre cinco cepas. El cascarón en ruinas de la Ciudadela se erguía al este con las azarosas líneas de sus muros caídos a la luz de la luna. Al noroeste, el Palacio del Sapatishah se expandía por las Cumbres Arrodilladas, que eran más bajas y permitían vislumbrar figuras iluminadas por las lámparas sobre los muros de mármol rosa. El cielo de la noche estaba surcado por nubes negras, pero el Clavo del Cielo se veía claramente, brillante, resplandeciente desde las oscuras profundidades del firmamento.

Un repentino silencio descendió sobre los Nascenti; como un solo hombre, todos hundieron la barbilla sobre el pecho. Volviéndose, Esmenet vio a Kellhus saliendo del dorado interior de los apartamentos adyacentes. Al caminar entre una hilera de llameantes braseros, proyectó una alargada sombra ante él. Iba flanqueado por dos niños kianene con el pecho desnudo, que portaban incensarios que desprendían un humo azul metálico. Serwe seguía la comitiva junto a varios hombres con pecheras y yelmos de batalla.

Esmenet se maldijo por aguantar la respiración. ¿Cómo podía hacer él que su corazón latiera de aquella manera? Bajando la mirada, se dio cuenta de que se había llevado la mano derecha sobre el tatuaje que le estropeaba la izquierda.

«Esos días han terminado.»

Esmenet salió del jardín y le dio la bienvenida en la cabecera de la mesa. Él sonrió y, cogiéndole los dedos de la mano izquierda, la sentó a su derecha. Su túnica de lino blanco se balanceaba mecida por la brisa que los acariciaba a todos, y por alguna razón las Cimitarras Gemelas bordadas alrededor de sus dobladillos y puños no parecían ni mucho menos incongruentes. Alguien, probablemente Serwe, le había recogido el cabello en una trenza galeoth. Su barba, que ahora llevaba también trenzada y recortada en ángulos rectos como los ainonios, resplandecía broncínea a la luz de los braseros cercanos. Como siempre, la larga empuñadura de su espada sobresalía por encima de su hombro izquierdo. Enshoiya, la llamaban ahora los Zaudunyani: Certeza.

Sus ojos titilaron bajo sus pesadas cejas. Cuando sonrió, redes de arrugas se flexionaron alrededor de las comisuras de sus ojos y su boca. Un regalo del sol del desierto.

—Vosotros —dijo— sois ramas mías. —Su voz era profunda y tenía un timbre rico, y de alguna manera parecía que hablara desde su pecho—. De todas las personas, sólo vosotros sabéis lo que viene antes. Sólo vosotros, los Barones del Profeta Guerrero, sabéis qué os mueve.

Mientras instruía a los Nascenti en los asuntos que él y ella habían ya comentado, Esmenet se sorprendió pensando en el campamento de Xinemus, en las diferencias entre esas reuniones y aquéllas. Sólo habían pasado meses, y sin embargo ella había vivido una vida entera en el ínterin. Frunció el entrecejo ante la extrañeza de aquello: Xinemus rodeado de amigos, desprendiendo alborozo y picardía; Achamian cogiéndole la mano demasiado fuerte, como en ocasiones hacía, buscando sus ojos con demasiada frecuencia; y Kellhus con Serwe… todavía poco más que una promesa, aunque a Esmenet le pareció que ya entonces le quería en secreto.

Por alguna extraña razón, se vio asaltada por el repentino deseo de ver al sardónico Capitán del Marsical, Dinch el Sangriento. Recordaba la última vez que le había entrevisto, mientras esperaba con Zenkappa a que Xinemus se reuniera con ellos, con el cabello cortado al rape plateado bajo el sol shigeki. Qué negros parecían ahora aquellos días. Qué despiadados y crueles.

¿Qué le había pasado a Dinchases? ¿Y a Xinemus…?

¿Había encontrado a Achamian?

Sufrió un momentáneo horror… La melódica voz de Kellhus la rescató.

—Si algo sucediera —estaba diciendo— debéis escuchar a Esmenet como me escucháis a mí.

«Puesto que soy su recipiente.»

Las palabras provocaron un intercambio de miradas preocupadas. Esmenet percibió aquel sentimiento a la perfección: ¿qué quería decir el Maestro al poner a una mujer ante sus Sagrados Barones? Incluso después de todo ese tiempo, todavía peleaban con la oscuridad de sus orígenes. Todavía no le habían abrazado completamente, como había hecho ella.

«Los viejos fanatismos son testarudos», pensó ella con algo más que un pequeño resentimiento.

—Pero Maestro —dijo Werjau, el más atrevido de ellos—, ¡hablas como si fueras a dejarnos!

Un instante pasó antes de que ella se diera cuenta de su error: lo que les preocupaba era lo que sus palabras sugerían, no la perspectiva de subordinarse a su consorte.

Kellhus permaneció en silencio un largo rato. Miró gravemente una cara tras otra.

—La guerra se cierne sobre nosotros —dijo al fin— tanto desde fuera como desde dentro.

A pesar de que ella y Kellhus ya habían comentado el peligro del que hablaba, se le puso la carne de gallina. Los hombres se echaron a llorar. Esmenet sintió que las manos de Serwe se apretaban sobre las suyas. Se volvió para tranquilizar a la muchacha, pero se dio cuenta de que Serwe le había cogido las manos para tranquilizarla a ella. «Sólo escucha», dijeron los preciosos ojos de la muchacha. Las lunáticas proporciones de la fe de Serwe siempre habían desconcertado e inquietado a Esmenet. La convicción de la chica era más que monumental, parecía una continuación del suelo, tan inamovible era.

«Me dejó entrar en su cama —pensó Esmenet—. Por amor a él.»

—¿Quién nos hostiga? —Gayamakri estaba llorando.

—Conphas —espetó Werjau—. ¿Quién si no? Ha estado maniobrando contra nosotros desde Shigek.

—¡Entonces debemos golpear! —gritó el canoso Kasaumki—. ¡La Guerra Santa debe ser purificada antes de que se rompa el asedio! ¡Purificada!

—¡Descarriada locura! —ladró Hilderuth—. Debemos negociar… Debes ir a verlos, Maestro.

Kellhus les silenció con poco más que una mirada.

A veces, le aterrorizaba el modo en que él se imponía a aquellos hombres. Pero no podía ser de otro modo. Si los otros iban de un momento a otro a trancas y barrancas, sin apenas comprender sus deseos, pesares o esperanzas, y mucho menos los de los demás, Kellhus atrapaba cada instante —cada alma— como una mosca. Esmenet se había dado cuenta de que su mundo carecía de superficies, que todo —desde la palabra y la expresión hasta la guerra y la nación— era cristal ahumado, algo a través de lo cual se miraba.

Era el Profeta Guerrero… La Verdad. Y la Verdad se imponía sobre todas las cosas.

Reprimió el repentino impulso de abrazarse a sí misma de alegría y asombro. Estaba allí, ¡allí!, a la derecha del alma más gloriosa que había caminado sobre la tierra. Besar a la Verdad. Tomar a la Verdad entre los muslos, sentirle penetrando las profundidades de su útero. Era más que un favor, más que un regalo…

—Ella sonríe —exclamó Werjau—. ¿Cómo puede sonreír en un momento como éste?

Esmenet miró de soslayo al fornido galeoth, sonrojada de vergüenza.

—Porque —dijo Kellhus con indulgencia— ve lo que tú no puedes ver, Werjau.

Pero Esmenet no estaba tan segura… Sólo estaba ensoñada, ¿no era así? Werjau la había sorprendido fantaseando con Kellhus como una aturullada adolescente.

Pero ¿por qué el suelo repiqueteaba de aquel modo? Y las estrellas… ¿Qué veía ella?

«Algo… Algo sin parangón.»

Se le erizó la piel. Los Barones del Profeta Guerrero la observaron y ella miró a través de sus caras, vislumbró sus corazones anhelantes. ¡Pensar! ¡Tantas almas engañadas, viviendo vidas ilusorias en mundos irreales! ¡Tantas! Aquello la dejaba pasmada y le rompía el corazón al mismo tiempo.

Y además era su triunfo.

«Algo absoluto.»

Su corazón revoloteó y después fue inmovilizado por la mirada de Kellhus. Se sintió humo y carne desnuda a la vez, algo a través de lo cual se ve y algo deseado.

«Hay más que yo… Más que esto, ¡sí!»

—Dinos, Esmi —susurró Kellhus a través de la boca de Serwe—. ¡Dinos qué ves!

«Hay más que ellos.»

—Debemos pasarlos a cuchillo —dijo, hablando como sabía que lo hubiera hecho su Maestro—. Debemos mostrarles los demonios que hay entre ellos.

«¡Mucho más!»

El Profeta Guerrero sonrió con los labios de Esmenet.

—Debemos matarlos —dijo su voz.

La cosa llamada Sarcellus corrió por las oscuras calles hacia la colina en la que el Exalto–General y sus Columnas se habían acuartelado. La carta que Conphas le había mandado era sencilla: «Ven rápidamente. El peligro nos acecha». El hombre se había olvidado de firmar la carta, pero no había sido necesario. Su meticulosa caligrafía era inconfundible.

Sarcellus tomó una estrecha calle que olía a hombres sin lavar y grasa animal. Más inrithi abandonados, pensó. A medida que la Guerra Santa sufría la hambruna, cada vez más Hombres del Colmillo adoptaban una existencia animal, cazando ratas, comiendo cosas que no debían comerse y mendigando…

Los desgraciados se pusieron en pie cuando él caminó entre ellos. Se reunieron a su alrededor mostrando mugrientas palmas, tirando de sus mangas. «Piedad —decían gimiendo y susurrando—. Piedaaaad.» Sarcellus les apartó de un empujón y siguió caminando. Golpeó a los más insistentes. No les guardaba rencor, puesto que con frecuencia eran útiles cuando el hambre era intolerable. Nadie echaba de menos a los mendigos.

Además, eran un fiel recordatorio de lo que los hombres eran en realidad.

Unas manos pálidas sobresalieron bajo unas sedas robadas. Gritos lastimeros bulleron en la oscuridad. Entonces, la ronca voz de un borracho, un hombre cubierto de harapos ante él, dijo:

—La verdad resplandece.

—¿Perdón? —le espetó Sarcellus, deteniéndose.

Cogió a su interlocutor por los hombros y alzó la cabeza. A pesar de su reacción, el rostro del hombre no había sido reducido a la sumisión. Ni mucho menos. Sus ojos eran duros como el hierro. Y Sarcellus se dio cuenta de que aquél era un hombre que sometía.

—La Verdad —dijo— no muere.

—¿Qué es esto? —preguntó Sarcellus al tiempo que soltaba al guerrero—. ¿Un robo?

El hombre de ojos de hierro negó con la cabeza.

—Ah —dijo Sarcellus, comprendiendo de repente—. Tú eres suyo… ¿Cómo os hacéis llamar?

—Zaudunyani. —El hombre sonrió, y por un momento, pareció la sonrisa más aterradora que Sarcellus había visto jamás: labios pálidos convertidos en una línea desapasionada.

Entonces Sarcellus recordó el motivo de su apariencia. ¿Cómo podía olvidar lo que era? Su falo se endureció contra sus pantalones.

—Esclavos del Profeta Guerrero —dijo riéndose—. Dime, ¿sabéis lo que yo soy?

—Un cadáver —dijo alguien desde atrás.

Sarcellus se rió y recorrió con la mirada los cuellos que partiría. ¡Oh, éxtasis! ¡Cómo dispararía una cálida ráfaga sobre sus muslos! ¡Estaba seguro de ello!

«¡Sí! ¡Con tantos! Esta vez…»

Pero su humor se desvaneció cuando su mirada regresó al hombre con los ojos de hierro. El rostro bajo su rostro se retorció y adoptó la mueca de un vestigio. «No son…»

Algo cayó desde arriba. De repente, estaba empapado. ¡Aceite! ¡Le habían cubierto de aceite! Miró a ambos lados, soplando fluido por los labios, agitándoselo de las puntas de los dedos. Sus asesinos también estaban empapados.

—¡Idiotas! —gritó—. ¡Si me quemáis, arderéis también!

En el último momento oyó el tañido de la cuerda de un arco, el zumbido de la flecha en llamas por el aire. Se echó hacia un lado. La flecha se clavó en el hombre de ojos de hierro. Las llamas emergieron de sus ropajes empapados, se entretejieron con su capucha.

Pero en lugar de caer, el hombre embistió con los ojos fijos en Sarcellus y los brazos cerrándose en un abrazo. La flecha se partió entre ellos. Pecho en llamas contra pecho en llamas.

Las llamas consumieron a ambos. La cosa llamada Sarcellus aulló y gritó con toda su cara. Se quedó mirando horrorizado los ojos de hierro, ahora envueltos en un fuego abrasador.

—La Verdad… —susurró el hombre.

Ikurei Conphas. Parecía un niño con su cuerpo desnudo medio retorcido entre las sábanas y la cabeza echada ligeramente hacia atrás, como si mirara un cielo distante en sueños. El General Martemus estaba en las sombras, mirando la forma dormida de su Exalto–General, ensayando en silencio la orden que le había llevado allí con un cuchillo en la mano.

«Esta noche, Martemus, extenderé mi mano…»

Era distinta de todas las que había recibido.

Martemus se había pasado la mayor parte de su vida recibiendo órdenes, y a pesar de que infatigablemente trataba de ejecutarlas sin excepción, incluso aquéllas que habían demostrado ser catastróficas, sus orígenes siempre le habían perseguido. Por muy atormentados o augustos que fueran los canales, las órdenes que seguía siempre provenían de alguna parte, de algún lugar de aquel mundo apaleado y pervertido: desagradables oficiales, maliciosos funcionarios, jactanciosos generales. En consecuencia, muchas veces había tenido ese pensamiento tan terrible para un hombre entrenado para obedecer: «Soy más grande que aquéllos a los que obedezco».

Pero las órdenes que seguía aquella noche…

«Esta noche, Martemus.»

No provenían de ningún lugar del círculo de este mundo.

«Tomaré una vida.»

Obedecer aquella orden, decidió, era algo mucho más parecido a rendir culto, era el culto hecho carne. Todas las cosas significativas, le parecía ahora, no eran sino formas de oración.

Lecciones del Profeta Guerrero.

Martemus alzó la hoja plateada hacia un rayo de luz lunar, y por un resplandeciente momento pareció encajar en la garganta de Conphas. En su interior, vio muerto al Heredero Imperial, con sus hermosos labios abiertos en memoria de un último suspiro y los ojos acuosos mirando lejos, lejos, hacia el Exterior. Vio cómo la sangre se encharcaba en las sábanas de lino dobladas, como agua entre los pétalos de un loto. El General contempló el lujoso dormitorio, los oscuros frescos que cubrían las paredes, las oscuras alfombras que nadaban por el suelo. ¿Parecería un lugar más sencillo, se preguntó, cuando encontraran su cuerpo entre las sábanas ensangrentadas?

Órdenes. A través de ellas una voz se podía convertir en un ejército y un aliento en sangre.

«¡Pensar en el tiempo que hacía que deseaba esto!»

Temor y entusiasmo.

«Eres un hombre práctico. ¡Ataca y termina de una vez con esto!»

Conphas gruñó y se volvió como una virgen desnuda entre las sábanas. Sus ojos parpadearon y se abrieron. Se quedó mirándole con una torpe incomprensión. Vio de soslayo el cuchillo acusador.

—¿Martemus? —dijo el joven con un jadeo.

—La Verdad —murmuró el General, golpeando.

Pero hubo un destello, y a pesar de que su brazo siguió trazando un arco hacia abajo, su mano fue desplazada hacia fuera y el cuchillo se deslizó entre los débiles dedos. Estupefacto, alzó el brazo y se quedó mirando horrorizado el muñón de su muñeca. La sangre se derramaba por el dorso de su antebrazo y goteaba como orina de su codo.

Se volvió hacia las sombras, vio el refulgente demonio, con la piel arrugada por el fuego del infierno y el rostro increíblemente extendido, mordiendo el aire como un cangrejo.

—Maldito dunyaino —gruñó.

Algo atravesó el cuello de Martemus. Algo afilado.

La cabeza de Martemus pendía por el extremo del colchón en las sombras, todavía con una expresión vivida en su rostro. Demasiado horrorizado para gritar, Conphas se revolvió sobre las liadas sábanas para alejarse de la figura que había matado a su General. La forma retrocedió hacia la oscuridad de un rincón lejano, pero por un instante Conphas vislumbró algo oscuro y pesadillesco, algo imposible.

—¿Quién eres? —gritó.

—¡Silencio! —susurró una voz familiar—. ¡Soy yo!

—¿Sarcellus?

El horror amainó. Pero la estupefacción persistió…

«¿Martemus muerto?»

—¡Esto es una pesadilla! —exclamó Conphas—. ¡Todavía estoy durmiendo!

—No estás durmiendo, te lo aseguro. Aunque estuviste a punto de no despertar jamás.

—¿Qué ha pasado? —gritó Conphas. A pesar de tener las piernas huecas, se dirigió a grandes zancadas hacia el más lejano poste de caoba de su cama y permaneció desnudo sobre el cuerpo retorcido de su General. El hombre todavía llevaba su uniforme de campaña—. ¿Martemus?

—Era de los suyos —dijo la voz desde el alejado rincón.

—Del Príncipe Kellhus —dijo Conphas comprendiendo de repente. Ahora sabía todo lo que necesitaba saber: se acababa de librar una batalla y la había ganado. Sonrió aliviado, admirado. ¡El hombre había utilizado a Martemus! ¡Martemus!

«¡Y pensar que yo creía haber ganado la batalla por su alma!»

—Necesito una lámpara —espetó, recuperando su imperioso semblante. ¿Qué era ese olor?

—¡No enciendas ninguna luz! —gritó la voz sin cuerpo—. Esta noche me han atacado a mí también.

Conphas frunció el entrecejo. Le hubiera salvado o no, Sarcellus no tenía ningún derecho a ladrar órdenes a sus superiores.

—Como puedes ver —dijo elegantemente para no sugerir ingratitud—, el General en el que más confiaba está muerto. Encenderé la luz. —Se volvió para llamar a sus guardianes.

—¡No seas idiota! ¡Debemos actuar rápidamente o la Guerra Santa estará perdida!

Conphas se volvió y miró hacia el rincón en el que se escondía el Caballero Shriah con la cabeza ladeada de mórbida curiosidad.

—Te han quemado, ¿verdad? —Dio dos pasos hacia la sombra—. Hueles a cerdo.

Se oyó un traqueteo, como el de una bestia desbocada, y algo resbaladizo recorrió a toda prisa el dormitorio y desapareció por el balcón.

Llamando a gritos a sus guardianes, Conphas corrió tras él apartando con los brazos las telas de araña. Aunque no vio nada en la noche de Caraskand, advirtió las salpicaduras de sangre de Martemus en sus brazos. Oyó que sus guardianes entraban dando un portazo en la habitación tras él y sonrió al oír sus gritos de consternación.

—El General Martemus —gritó abandonando el gélido aire y regresando a la habitación y su presencia atónita— era un traidor. Llevad su cuerpo a las máquinas. Aseguraos de que sea arrojado a los infieles, que es donde debe estar. Después avisad al General Sompas.

La tregua había terminado.

—Y la cabeza del General —preguntó el inmenso Capitán Triaxeras con voz vacilante—, ¿deseas también que la arrojemos a los infieles?

—No —dijo Ikurei Conphas al tiempo que se deslizaba en el interior de una túnica sostenida por su haeturi. Se rió de la absurdidad de la cabeza de aquel hombre, que yacía como una col junto al pie de su cama. Era raro que pudiera sentir tan pocas cosas después de lo que habían sufrido juntos—. El General nunca se va de mi lado, Triah. Ya lo sabes.

Fustaras era un soldado celoso. Como Proadjunto de la tercera legión de la Columna Selial, era lo que otros en el Ejército Imperial llamaban un «Tres», un hombre que había firmado un tercer contrato —un tercer plazo de catorce años— en lugar de acogerse a la Pensión Imperial. A pesar de que con frecuencia eran la pesadilla de los oficiales jóvenes, los Tres como Fustaras eran apreciados por sus generales, tanto que con frecuencia obtenían mayores partes del botín que sus superiores. Todo el mundo sabía que los Tres formaban el testarudo corazón de cualquier columna. Eran hombres que veían las cosas con claridad.

Razón por la cual, supuso Fustaras, el General Sompas le había escogido a él y a varios de sus compañeros para aquella misión. «Cuando los niños se descarrían —había dicho el hombre— deben ser azotados.»

Vestido, como la mayoría de Hombres del Colmillo, con ropa kianene saqueada, Fustaras y su grupo hacían la ronda por la calle normalmente conocida como las Galerías, llamada así, supuso Fustaras, por los innumerables callejones llenos de casas de vecinos que la rodeaban. Ubicada en el barrio sureste del Cuenco, era un famoso lugar de reunión de los Zaudunyani, los malditos herejes. Muchos se juntaban en los tejados de las casas y cantaban plegarias en dirección a las Cumbres del Toro, donde el fraude obsceno, el Príncipe Kellhus de Atrithau, seguía encogido de miedo. Otros escuchaban a desquiciados fanáticos —les llamaban Jueces— predicando a la entrada de los callejones.

Siguiendo las instrucciones de la carta, Fustaras se detuvo y abordó a un Juez en el lugar en que había mayor densidad de herejes.

—Dime, amigo —le preguntó con amables modales—. ¿Qué dicen de la verdad?

El hombre escuálido se volvió, su calva rosada relucía entre una espuma de cabellos blancos desgreñados. Sin dudar, respondió:

—Que resplandece.

Como si cogiera unas monedas de cobre para dárselas a un mendigo, Fustaras cogió la porra de madera de fresno que llevaba bajo su capa.

—¿Estás seguro? —preguntó con un porte informal y peligroso a la vez. Sopesó la empuñadura pulida—. Quizá sangre.

La mirada centelleante del hombre fue de los ojos de Fustaras al bastón y de nuevo a sus ojos.

—Eso también —dijo el hombre con la rigidez de alguien resuelto a dominar su atemorizado corazón. Alzó la voz para que los que estaban cerca pudieran oírle—. ¿Si no, para qué la Guerra Santa?

Aquel hereje en particular, decidió Fustaras, se pasaba de listo. Alzó la porra y después le golpeó. El hombre cayó sobre una rodilla. La sangre le goteó por la sien y la mejilla derechas; alzó dos dedos refulgentes hacia Fustaras, como si quisiera decir: «Mira…».

Fustaras le golpeó de nuevo. El Juez cayó sobre los adoquines agrietados.

Resonaron gritos por la calle, y Fustaras vislumbró a hombres medio muertos de hambre corriendo desde todas direcciones. Con simples palos, su tropa se cerró en una formación a su alrededor. A pesar de eso, no pudo evitar volver a considerar los méritos del plan del general. Eran muchos. ¿Cómo podían ser tantos?

Entonces recordó que era un Tres.

Se secó las salpicaduras de sangre que tenía en la cara con una manga manchada.

—A todos los que seguís al llamado Profeta Guerrero —gritó—. Sabed que nosotros, los Ortodoxos, acabaremos con vosotros como vosotros habéis acabado…

Algo explotó contra su mandíbula. Trastabilló hacia atrás cogiéndose la cara y tropezó con el cuerpo inerte del Juez. Cayó sobre el duro suelo y sintió el latido de la sangre en las puntas de los dedos. Una piedra. ¡Alguien le había tirado una piedra!

Con los oídos zumbando y un clamor rugiendo a su alrededor, flexionó la rodilla y después encontró sus pies. Apretándose la mandíbula, se levantó y miró a su alrededor… y vio que sus hombres estaban siendo masacrados. El terror recorrió su cuerpo.

«Pero el general dijo…»

Un thunyerio de mirada salvaje con tres cabezas de sranc encogidas colgando entre los muslos alargó el brazo y lo cogió por el cuello. Por un instante, el hombre pareció a duras penas humano, tan alto y delgado era.

¡Reara thuning praussa! —rugió el bárbaro de cabello rubio, agitándole. Fustaras vislumbró sombras armadas tras él, sintió que su grito era ahogado y convertido en una tos por el pulgar que le apretaba la tráquea—. ¡Fraas kaumrut!

Hubo un instante en el que llegó a sentir el frío de la punta de la lanza de hierro contra la parte baja de su espalda. Una sensación, como sorber aire gélido. Caras aullando. El cálido torrente de la sangre.

Un animal resollando, enfurecido, gobernaba su negro corazón, aullando de dolor y furia.

La cosa llamada Sarcellus caminó arrastrando los pies por entre los recintos arruinados de algún tabernáculo sin nombre. Durante tres días, había tratado de pasar desapercibido por los lugares oscuros de la ciudad, incapaz de cerrarse la cara a causa del dolor. Ahora, pateando un puñado de cráneos humanos, pensó en la nieve que silbaba por las llanuras de Agongorea, en las blancas extensiones magulladas de negro por el alquitrán. Recordaba haber saltado bajo aquel viento gélido, más reconfortado que aturdido por el frío. Recordaba la sangre volando sobre el prístino blanco, desvaneciéndose en líneas rosadas.

Pero la nieve estaba muy lejos —¡tanto como la Santa Golgotterath!— y el fuego ardía tan cerca como su piel llena de ampollas. ¡El fuego todavía ardía!

«¡Maldito–sea–maldito–sea–maldito–sea–maldito–sea! ¡Voy a roerle la lengua! ¡A follarme sus heridas!»

—¿Sufres, Gaorta?

Se detuvo como un gato y miró entre los dedos acalambrados de su cara.

Tan inmóvil y negra como una estatua de cuarzo, la Síntesis le contempló desde la cima de un montón de cuerpos quemados. Tenía la cara blanca, húmeda e inescrutable en la oscuridad, como algo esculpido en una patata.

La vaina del Viejo Padre… Aurang, el Gran General del Rompedor–del–Mundo, antiguo Príncipe de Inchoroi.

—¡Duele, Viejo Padre! ¡Cómo duele!

—Saboréalo, Gaorta, porque es sólo un anticipo de lo que vendrá.

La cosa llamada Sarcellus resopló y lloriqueó, sus caras interiores y exteriores revolotearon bajo las despiadadas estrellas.

—No —gimió, golpeando con irascibles dedos los escombros que tenía a sus pies—. ¡No!

—Sí —dijeron los pequeños labios—. La Guerra Santa está condenada. Has fracasado. Tú, Gaorta.

Un terror salvaje sajó sus encogidos pensamientos: sabía qué significaba el fracaso, pero no podía moverse. Sólo había obediencia ante el Arquitecto, el Hacedor.

—Pero ¡no he sido yo! ¡Han sido ellos! ¡Los cishaurim están al mando del Padirajah! Ha sido su…

—¿Culpa, Gaorta? —dijo el Viejo Padre—. ¿El veneno que sorberemos de este mundo?

La cosa llamada Sarcellus alzó las manos en un gesto de desesperada protección. Toda la monstruosa y monumental gloria del Consulto parecía caer sobre él.

—¡Lo siento, por favor!

Los pequeños ojos se cerraron, pero la cosa llamada Sarcellus no supo si por cansancio o para meditar. Cuando se abrieron, eran azules como cataratas.

—Una tarea más, Gaorta. Una tarea más en nombre del rencor.

Cayó sobre su estómago ante la Síntesis, se retorció y se humilló, agónico.

—¡Cualquier cosa! —jadeó—. ¡Cualquier cosa! ¡Rajaré cualquier corazón! ¡Arrancaré cualquier ojo! ¡Arrastraré al mundo entero al olvido!

—La Guerra Santa está condenada. Debemos enfrentarnos a los cishaurim de otro modo. —Una vez más, los ojos se cerraron—. Debes asegurarte de que Kellhus muera con los Hombres del Colmillo. No debe escapar.

Y la cosa llamada Sarcellus se olvidó de la nieve. ¡Venganza! ¡La venganza sería un bálsamo para su piel quemada!

—Ahora —dijo con voz crispante el rostro del tamaño de la palma de una mano, y Gaorta tuvo la sensación de que un inmenso poder, antiguo, vetusto, violentaba una garganta de junco. Aquí y allá, pequeñas lluvias de polvo cayeron sobre los muros derribados.

—Cierra tu cara.

Gaorta obedeció como debía, gritó como debía.

Con la misiva de Proyas arrugada en su mano derecha, Cnaiür caminó por un corredor alfombrado perteneciente a la humilde pero estratégicamente ubicada casa de campo en la que el conriyano había decidido aislar a su séquito, o al menos lo que quedaba de él. Se detuvo antes de entrar en el brillante cuadrado del patio, encorvándose bajo las floridas bóvedas de doble arco características de la arquitectura kianene. Una monda de naranja reseca, no más grande que su pulgar, yacía arrugada en el polvo que rodeaba la base de mármol negro de la pilastra de la izquierda. Sin pensarlo, se la metió en la boca e hizo una mueca al probar su amargura.

Cada día tenía más hambre.

«¡Mi hijo! ¿Cómo ha podido ponerle ese nombre a mi hijo?»

Encontró a Proyas esperándole cerca de una de las tres piscinas de agua salada que había en el centro del patio, holgazaneando con dos hombres que no reconoció: un oficial del Imperio y un Caballero Shriah. Las nubes de media mañana formaban una pesada procesión a través del cielo, proyectando sus sombras sobre la iluminada confusión de colinas que se alzaban sobre los umbríos pórticos del patio, especialmente al sur y el oeste.

Caraskand. La ciudad que se había convertido en su tumba.

«Hace esto para irritarme. ¡Para recordarme al destinatario de mi odio!»

Proyas fue el primero en verle.

—Cnaiür, qué bien que…

—No sé leer —gruñó, lanzando la hoja arrugada a los pies del Príncipe—. Si quieres hablar conmigo, mándame palabras, no garabatos.

La expresión de Proyas se oscureció.

—Por supuesto —dijo rígidamente. Asintió a los dos desconocidos, como si tratara de salvar algo vagamente parecido al decoro del jnan—. Estos hombres han aceptado hacer una declaración, si es que así se la puede llamar, y quieren contar con mi apoyo. Me gustaría que tú la confirmaras.

Azotado por un repentino horror, Cnaiür se quedó mirando al oficial imperial y reconoció la insignia estampada en el cuello de su coraza. Y por supuesto, estaba la capa azul.

El hombre frunció el entrecejo, intercambió una expresión sonriente y significativa con su compañero.

—Tampoco va sobrado de inteligencia —dijo el oficial en una voz que Cnaiür reconoció perfectamente. De repente, la recordó flotando sobre los cadáveres de sus parientes en la Batalla de Kiyuth. Ikurei Conphas… ¡El Exalto–General estaba allí, delante de él! Pero ¿cómo había sido posible que no le reconociera?

«¡La locura se disipaba! ¡Se disipaba!»

Cnaiür parpadeó y se vio sentado sobre el pecho de Conphas, cortándole la nariz como un niño escribiendo en el barro.

—¿Qué quiere? —le espetó a Proyas.

Miró de soslayo al Caballero Shriah y se dio cuenta de que también a él le había visto antes, aunque no recordaba su nombre. Un pequeño Colmillo dorado colgaba alrededor del cuello del Caballero–Comandante, rodeado por los pliegues de su sobretodo blanco.

Conphas respondió en lugar de Proyas.

—Lo que quiero, bárbaro patán, es la verdad.

—¿La verdad?

—Sarcellus —dijo Proyas— afirma tener noticias de Atrithau.

Cnaiür se quedó mirando a aquel hombre y percibió por primera vez las vendas que envolvían sus manos y la extraña red de líneas rojas que cubría su suntuoso rostro.

—¿Atrithau? ¿Cómo es eso posible?

—Se han presentado tres hombres —dijo Sarcellus— movidos por la piedad de sus corazones. Juran que un hombre, un veterano de las caravanas del norte que murió en el desierto, les dijo que era imposible que el Príncipe Kellhus fuera quien afirma ser. —El Caballero Shriah sonrió de un modo peculiar; obviamente las quemaduras, o lo que quiera que le hubiera estropeado el rostro, eran dolorosas—. Al parecer, el escándalo de Atrithau —prosiguió inexorablemente Sarcellus— es que su rey, Aethelarius, no tiene herederos vivos. La Casa Morghund está próxima a su desaparición, dicen que para siempre. Y eso significa que Anasurimbor Kellhus es un impostor.

La débil vibración de los tambores kianene llenó el silencio. Cnaiür se volvió hacia Conphas.

—Dices que quieren tu apoyo… ¿Para qué?

—¡Sólo responde esa maldita pregunta! —exclamó Conphas.

Ignorando al Exalto–General, Cnaiür y Proyas intercambiaron una mirada de honestidad y reconocimiento. A pesar de sus discusiones, esas miradas se habían vuelto aterradoramente habituales en el transcurso de las últimas semanas.

—Con mi apoyo —dijo Proyas—, dicen que pueden acusar a Kellhus sin incitar una guerra en el interior de estas malditas murallas.

—¿Acusar a Kellhus?

—Sí. Un Falso Profeta, de acuerdo con la Ley del Colmillo.

Cnaiür frunció el entrecejo.

—¿Y por qué necesitas mi palabra?

—Porque confío en ti.

Cnaiür tragó saliva. «¡Perros extranjeros! —bramó alguien—. ¡Ganado!»

Por alguna razón, una expresión de alarma recorrió el rostro de Conphas.

—Al parecer, el ilustre Príncipe de Conriya —dijo Sarcellus— no quiere saber nada de habladurías.

—¡No —espetó Proyas— en una cuestión con tan malos augurios como ésta!

Acariciándose la mandíbula, Cnaiür miró de soslayo al Caballero Shriah, preguntándose qué podía haber causado una disposición tan extraña de las quemaduras en la cara de un hombre. Pensó en la Batalla de Anwurat, en la fruición con que había clavado su cuchillo en el pecho de Kellhus, o la cosa que tenía su aspecto. Pensó en Serwe jadeando debajo de él, y una punzada le humedeció los ojos. Sólo ella conocía su corazón. Sólo ella le comprendía cuando se despertaba llorando.

Serwe, la primera esposa de su corazón.

«¡La tendré! —gimió algo en su interior—. ¡Me pertenece!»

Tan preciosa… «¡Mi prueba!»

De repente, todo pareció desplomarse, como si el mundo se hubiera sumido en la estupefacción y el plomo. Y se dio cuenta —sin angustia, sin que el corazón se le rompiera— de que Anasurimbor Moenghus estaba más allá de su alcance. A pesar de todo su odio, de toda la furia que le hacía rechinar los dientes, el rastro de sangre que seguía terminaba allí. En una ciudad.

«Estamos todos muertos. Todos…»

Si Caraskand iba a ser su tumba, él derramaría sangre antes.

«Pero ¡Moenghus! —grito alguien—. ¡Moenghus debe morir!» Y sin embargo no recordaba aquel rostro odiado. Sólo veía a un niño lloriqueando…

—Lo que dices es cierto —dijo al fin. Se volvió hacia Proyas y engarzó la mirada estupefacta de sus ojos azules. Parecía poder saborear de nuevo la monda de naranja, tan amargas eran sus palabras—. El hombre al que llamáis Príncipe Kellhus es un impostor. Un príncipe de nada.

Le pareció que su corazón nunca había estado tan frío y falto de vida.

La sala de audiencias llena de columnas del Palacio del Sapatishah era tan inmensa como la fría galería del viejo Rey Eryeat en Moraor, el antiguo Pasillo de Reyes de Oswenta, y a pesar de ello la gloria del Profeta Guerrero hacía que pareciera tan cálida como la habitación de la chimenea de una casucha. Sentado sobre el trono de ébano y huesos de Imbeyan, Saubon contempló con inquietud cómo se aproximaba. En el interior de gigantescos cuencos de hierro, los Fuegos Reales chisporroteaban en un extremo de su campo visual. Incluso después de tanto tiempo, parecían ofender la magnificencia que los rodeaba, la imposición de un pueblo bruto y atrasado.

Pero a pesar de ello, ¡era rey! Rey de Caraskand.

Vestido con telas de lino entreveradas de oro, el hombre que había sido el Príncipe Kellhus se detuvo ante él sobre la alfombra circular morada que los kianene utilizaban para hacer las reverencias. Él no se arrodilló, ni siquiera pareció parpadear.

—¿Por qué me has llamado aquí?

—Para advertirte… Debes huir. El Consejo se reunirá muy pronto.

—Pero el Padirajah domina las proximidades, se ha hecho con el campo. Además, no puedo abandonar a los que me siguen. No puedo abandonarte.

—Pero ¡tienes que hacerlo! Te condenarán. ¡Hasta Proyas!

—¿Y tú, Coithus Saubon? ¿Me condenarás tú?

—No. ¡Nunca!

—Pero ya les has dado tus garantías.

—¿Quién ha dicho eso? ¿Qué mentiroso osa…?

—Tú. Tú lo dices.

—Pero… ¡Debes comprenderlo!

—Lo comprendo. Han pedido un rescate por tu ciudad. Lo único que tienes que hacer es pagar.

—¡No! No es así. ¡No lo es!

—Entonces, ¿cómo es?

—Es… Es… ¡Es como es!

—Durante toda tu vida, Saubon, has anhelado esto, el boato de un tirano, por influencia de tu padre, el viejo Eryeat. Dime, ¿a quién buscabas, Saubon, cuando tu padre te pegaba? ¿Quién curaba tus cortes con vellón? ¿Era tu madre? ¿O tal vez, Kussalt, tu mozo de cuadra?

—¡Nadie me pegaba! Él… Él…

—Kussalt, veo. Dime, Saubon, ¿qué fue más difícil? ¿Perderle en las llanuras de Mengedda o descubrir el odio que había sentido durante toda su vida?

—¡Silencio!

—Durante toda tu larga vida, nadie te ha conocido.

—¡Silencio!

—Durante toda tu larga vida, has sufrido, has cuestionado…

—¡No! ¡No! ¡Silencio!

— …y has castigado a los que te querían.

Saubon se llevó sus fornidas manos a las orejas.

—¡Basta! ¡Te lo ordeno!

—Como castigabas a Kussalt, como castigabas a…

—¡Silencio–silencio–silencio! ¡Me dijeron que harías esto! ¡Me advirtieron!

—Cierto. Te advirtieron del peligro de la verdad. El peligro de caer en las redes del Profeta Guerrero.

—¿Cómo puedes saberlo? —gritó Saubon, invadido por una incrédula aflicción—. ¿Cómo?

—Porque es Verdad.

—¡Entonces, maldita sea! ¡Maldita sea la verdad!

—¿Y qué hay de tu alma inmortal?

—¡Que sea maldita! —rugió, poniéndose en pie de un salto—. ¡Lo asumo, lo asumo todo! ¡La maldición en esta vida! ¡La maldición de todos los demás! ¡Los tormentos que se sobreponen a más tormentos! ¡Lo soportaría todo para ser rey un solo día! ¡Te vería doblegado y ensangrentado si eso significara que podía poseer este trono! ¡Vería cómo le arrancaban los ojos al Dios!

Este último grito resonó en los huecos recovecos de la sala de audiencias y regresó a él con un inquietante escalofrío: «Arrancar–arrancados–arrancados».

Se puso de rodillas ante su trono, sintió que el calor de los Fuegos Reales mordía su piel empapada de lágrimas. Hubo gritos, el ruido metálico de armaduras y armas. Los guardias habían acudido a toda prisa.

Pero no había ni rastro del Profeta Guerrero.

—N–no es real —murmuró Saubon a las oquedades de su corte—. ¡No existe!

Pero los puños cubiertos de oro seguían golpeando. Nunca se detenían.

Se había pasado días sentado en la terraza, perdido en los mundos que registraba en sus trances. Al amanecer y a la puesta de sol, Esmenet se acercaba a él y le dejaba un cuenco de agua como le había pedido. También le llevaba comida, aunque él le había pedido que no lo hiciera. Ella se quedaba mirando su ancha e inmóvil espalda, sus cabellos revoloteando al viento, el sol moribundo en su cara, y se sentía como una niña pequeña arrodillada ante un ídolo, ofreciendo tributos a algo monstruoso e insaciable: pesca salada, ciruelas e higos secos, pan ácimo. Suficiente para causar un pequeño disturbio en las partes bajas de la ciudad.

No tocó nada.

Entonces, un amanecer ella se le acercó y él no estaba allí.

Después de recorrer desesperadamente las galerías del palacio, le encontró en sus aposentos, despeinado y alegre, bromeando con Serwe, que se acababa de levantar.

—Esmi–Esmi–Esmi —dijo haciendo un mohín la muchacha, que tenía los ojos hinchados—. ¿Puedes traerme al pequeño Moenghus?

Demasiado aliviada para irritarse, Esmenet se agachó para entrar en la habitación del niño y sacó al bebé de oscuro cabello de su cuna. Aunque su mirada atónita le hizo sonreír, el gélido azul de sus ojos la dejó desconcertada.

—Estaba diciendo —dijo Kellhus al tiempo que ella le pasaba el bebé a Serwe— que los Grandes Nombre me han llamado. —Extendió una mano rodeada de un halo—. Quieren parlamentar conmigo.

No dijo nada, por supuesto, acerca de su meditación. Nunca lo hacía.

Esmenet le cogió de la mano y se sentó a su lado en la cama tratando de comprender qué significaba lo que había dicho.

—¿Parlamentar? —gritó de repente—. ¡Kellhus, te han llamado para condenarte!

—¿Kellhus? —preguntó Serwe—. ¿Qué quiere decir eso?

—Que ese parlamento es una trampa —exclamó Esmenet. Miró intensamente a Kellhus—. ¡Tú ya lo sabes!

—¿Qué quieres decir? —exclamó Serwe—. Todo el mundo ama a Kellhus. Todo el mundo lo sabe ahora.

—No, Serwe. Muchos le odian, muchos. ¡Muchos le quieren ver muerto!

Serwe se rió con esa expresión inconsciente que sólo ella parecía poder concebir.

—Esmenet —dijo, negando con la cabeza como si se dirigiera a una persona querida pero estúpida, levantó al pequeño Moenghus en el aire—. La tía Esmi se olvida —dijo arrullando a su hijo—. Sssssí, ¡se olvida de quién es tu padre!

Esmenet contempló la escena estupefacta. A veces, lo único que deseaba era retorcerle el cuello a aquella chica. ¿Cómo? ¿Cómo podía él amar a una mujer que se reía como una idiota?

—Esmi —dijo Kellhus de repente. La advertencia de su voz le heló el corazón. Ella se volvió y gritó «¡Perdóname!» con los ojos.

Pero al mismo tiempo, no podía transigir, no ahora, no después de lo que había descubierto.

—¡Cuéntaselo, Kellhus! ¡Cuéntale lo que va a suceder!

«No una vez más. ¡No una vez más!»

—Escúchame, Esmi. No hay otra posibilidad. Los Zaudunyani y los Ortodoxos no pueden declararse la guerra.

—¿Ni siquiera por ti? —gritó ella—. Esta Guerra Santa, esta ciudad, ¡no son más que una miseria comparadas contigo! ¿No lo ves, Kellhus? —Su desesperación se convirtió en una repentina angustia y desolación, y se secó con ira las lágrimas. ¡Aquello era demasiado importante para un dolor egoísta! «Pero ¡he perdido a tantos!»

—Pero ¿no ves lo valioso que eres? ¡Piensa en lo que dijo Akka! ¿Y si tú eres la única esperanza del mundo?

Kellhus le acarició la mejilla, le pasó el pulgar por la ceja y después dejó su calidez junto a su sien.

—A veces, Esmi, debemos cruzar la muerte para alcanzar nuestro destino.

Ella pensó en el Rey Shikol de El tratado, el enloquecido Rey xerashi que había ordenado la ejecución del Ultimo Profeta. Pensó en su dorado fémur, el instrumento del juicio, que hasta aquel día seguía siendo el más potente símbolo del mal entre los inrithi. ¿Era aquello lo que Inri Sejenus le había dicho a su anónima amante? ¿Esa pérdida podía de algún modo asegurarle la gloria?

«Pero ¡esto es una locura!»

—El Camino más Corto —dijo ella, horrorizada por el desdén de su tono y sus ojos llenos de lágrimas.

Pero la cara que había tras la barba rubia sonrió.

—Sí —dijo el Profeta Guerrero—. El Logos.

—Anasurimbor Kellhus —entonó Gotian con su poderosa voz—. Por la presente te denuncio como Falso Profeta y pretendiente a la casta de guerreros. Es el veredicto de este Consejo de Grandes y Pequeños Nombres que seas azotado a la manera decretada por las Escrituras.

Serwe oyó cómo un gemido atravesaba la atronadora protesta, y sólo después se dio cuenta de que era suyo. Moenghus lloriqueó en sus brazos y ella empezó a mecerle reflexivamente, como si estuviera demasiado asustada para confortarle con murmullos. Los Cien Pilares habían desenvainado sus espadas y ahora se apiñaban intercambiando fieras miradas con los Caballeros Shriah.

—¡No juzgáis a nadie! —estaba gritando alguien—, ¡Sólo el Profeta Guerrero pronuncia el juicio de los Dioses! ¡Sois vosotros quienes habéis sido descubiertos en falta! ¡Sois vosotros quienes deberíais ser castigados!

—¡Falso! ¡Falso!

Parecía que un millar de rostros medio muertos de hambre gritaran un millar de cosas hambrientas. Acusaciones. Maldiciones. Lamentos. El aire estaba preñado de gritos húmedos. Cientos se habían reunido en el interior del cascarón arruinado de la Ciudadela del Perro para escuchar cómo el Profeta Guerrero respondía a las acusaciones de los Grandes y Pequeños Nombres. Cálidas al sol, las ruinas negras se erguían a su alrededor: murallas no coronadas por bóvedas, cimientos oscurecidos por escombros amontonados, el lateral de una torre caída desnudo y redondeado contra las ruinas, como los flancos de una ballena abriendo una brecha en la superficie de un mar desigual. Los Hombres del Colmillo se habían congregado en todas las laderas y bajo cada monolito que seguía en pie. Rostros que agitaban sus puños atestaban toda superficie de suelo despejada.

Apretando instintivamente al bebé contra su pecho, Serwe miró a su alrededor aterrorizada. «Esmi tenía razón… ¡No deberíamos haber venido!» Alzó la mirada hacia Kellhus, y no le sorprendió la divina calma con la que él observaba a las masas. Incluso allí, parecía el clavo divino que sujetaba lo que sucedía y lo que debía suceder.

«¡Se lo hará ver!»

Pero el rugido se dobló y reverberó a través de su cuerpo. Varios hombres habían desenvainado sus cuchillos, como si el sonido de furia fuera motivo suficiente para un altercado asesino.

«Tanto odio.»

Incluso los Grandes Nombres, reunidos en el espacioso centro del patio de la fortaleza, parecían preocupados. Miraban de soslayo con el rostro interrogante a la muchedumbre que bramaba, casi como si estuvieran contando. Ya habían estallado diversas peleas; Serwe vio el destello del metal y piernas agitándose entre atestados grupos de hombres, creyentes acosados por no creyentes.

Un fanático muerto de hambre con un cuchillo consiguió deslizarse por entre los Cien Pilares y corrió hacia el Profeta Guerrero…

… que le arrancó el cuchillo de la mano como si fuera un niño, le cogió de la garganta con una mano y le levantó del suelo, como un perro jadeando.

Los alrededores se fueron silenciando gradualmente a medida que cada vez más hombres volvían sus horrorizados ojos hacia el Profeta Guerrero y su carga, que no cesaba de sacudirse, hasta que sólo se oyó al aspirante a asesino, haciendo arcadas. A Serwe se le erizó la piel de temor. «¿Por qué hacen esto? ¿Por qué osan provocar su ira?»

Kellhus lanzó al hombre al suelo, donde permaneció inerte, un montón de extremidades flácidas.

—¿Qué es lo que teméis? —preguntó el Profeta Guerrero. Su tono era quejumbroso e imperioso al mismo tiempo, no con el timbre autoritario de un rey seguro de su sanción, sino la despótica voz de la Verdad.

Gotian se abrió paso a empellones entre los espectadores.

—¡La ira del Dios —gritó— que nos castiga por dar refugio a una abominación!

—No. —Sus ojos refulgentes los encontraron entre las masas. Saubon, Proyas, Conphas y los demás—. Teméis que a medida que mi poder aumenta, el vuestro se desvanezca. No hacéis lo que hacéis en el nombre del Dios, sino en el nombre de la avaricia. No toleraríais siquiera que fuera el Dios quien poseyera vuestra Guerra Santa. Y sin embargo, en todos y cada uno de vuestros corazones hay una ansiedad, una angustiosa pregunta que sólo yo puedo ver: «¿Y si realmente es el Profeta? ¿Qué condenación nos espera entonces?».

—¡Silencio! —rugió Conphas. La baba salió volando por entre sus crispados labios.

—¿Y tú, Conphas? ¿Qué es lo que tú escondes?

—¡Sus palabras son lanzas! —gritó Conphas a los demás—. ¡Su misma voz es una atrocidad!

—Pero sólo te hago una pregunta: ¿Y si estáis equivocados?

Hasta Conphas estaba estupefacto por la fuerza de aquellas palabras. Era como si el Profeta Guerrero hubiera hecho aquella demanda con la voz del mismo Dios.

—Optáis por la furia a falta de certeza —prosiguió tristemente—. Sólo os pregunto esto: ¿Qué mueve vuestra alma? ¿Qué os mueve para condenarme? ¿Es efectivamente el Dios? ¡El Dios camina con certeza, con gloria, por el corazón de los hombres! ¿Acaso el Dios camina por vosotros? ¿Acaso el Dios camina por vosotros?

Silencio. El conmovedor mutismo del pavor, como si fuera una reunión de niños libertinos de repente enfrentados a la negativa de su divino padre. Serwe sintió cómo las lágrimas le recorrían las mejillas.

«¡Lo ven! ¡Al fin lo ven!»

Pero entonces un Caballero Shriah, el llamado Sarcellus, cuyo rostro seguía siendo el único pío y carente de duda, le respondió al Profeta Guerrero con la voz alta y clara.

—Todas las cosas sagradas y viles —dijo el Caballero–Comandante citando el Colmillo— hablan a los corazones de los hombres, y ellos se quedan asombrados y alzan sus manos hacia la oscuridad, y lo llaman luz.

El Profeta Guerrero le miró fijamente y citó a su vez:

—Escuchad la Verdad, porque camina fieramente entre vosotros, y no será negada.

Poseído de una calma beatífica, Sarcellus respondió:

—Temedle, porque él es el que engaña, la Mentira hecha Carne, llegada a vosotros para envenenar las aguas de vuestro corazón.

Y el Profeta Guerrero sonrió con tristeza.

—¿La mentira hecha carne, Sarcellus? —Serwe observó cómo sus ojos escudriñaban la multitud y después se posaban sobre el cercano scylvendio—. La mentira hecha carne —repitió, mirando el asediado rostro del demonio—. La caza no tiene por qué terminar… Recuerda esto cuando rememores el secreto de la batalla. Todavía comandas los oídos de los Grandes.

—Falso Profeta —prosiguió Sarcellus—. Príncipe de nada.

Como si todas esas palabras hubieran sido una señal, los Caballeros Shriah corrieron hacia los Cien Pilares y se produjo el impacto de fieros brazos. Alguien gritó, y uno de los Caballeros cayó de rodillas agarrando con la mano izquierda el muñón de lo que había sido su mano derecha, del que la sangre salía a borbotones. Otro chillido, y otro más, y después masas hambrientas, como si recuperaran la sobriedad tras un ebrio estupor al contemplar la sangre, embistieron.

Serwe gritó, alargó el brazo hacia la manga blanca del Profeta Guerrero y agarró a su hijo con una fiera desesperación. «Esto no está sucediendo…»

Pero era inútil. Al cabo de unos instantes de matanza y aullidos, estaban sobre ellos. Con un horror pesadillesco, observó cómo el Profeta Guerrero cogía una espada entre las palmas de las manos, la rompía y después tocaba el cuello de su asaltante, que rápidamente quedó sin vida como arpillera. Después cruzó su rostro con un puño, como si la cabeza de aquel hombre fuera un melón. En algún lugar, increíblemente lejos, oyó a Gotian rugiendo a sus hombres, ordenándoles que se detuvieran.

Vio cómo un Caballero con el rostro de un maniaco corría hacia ella, con la espada alzada al sol, pero al cabo de un instante estaba en el suelo, agitándose, con un chorro de sangre surgiendo de su costado, y después un fuerte brazo estaba a su alrededor, cubierto de cicatrices como un tigre lo está de franjas, increíblemente fuerte.

¿El scylvendio? ¿El scylvendio la había salvado?

Al fin domeñados por su Gran Maestro, los Caballeros Shriah se detuvieron y retrocedieron. Bajo sus pecheras, parecían endebles y tenían una mirada de lobo. Los Colmillos que llevaban en sus manchados y maltrechos sobretodos parecían raídos y malvados.

Parecía que todo el mundo había estallado en un coro de gargantas que aullaban.

Gotian emergió del sudoroso trueno desde detrás de sus hombres y, después de mirar de soslayo un oscuro momento a Cnaiür, se volvió hacia el Profeta Guerrero. Su en el pasado aristocrática cara era ahora demacrada y amarga, el aspecto de un hombre que había sido desgarrado por un mundo odioso.

—Ríndete, Anasurimbor Kellhus —dijo con voz ronca—. Serás azotado de acuerdo con las Escrituras.

Serwe golpeó al llanero hasta que éste la soltó. Se la quedó mirando con un horror salvaje, y ella sintió sólo odio, un odio capaz de partir huesos. Caminó dando tumbos hasta situarse junto a Kellhus y enterró su cara y a su hijo entre sus ropajes.

—¡Ríndete! —gimió ella—. ¡Mi señor y maestro, debes rendirte! ¡No mueras en este lugar! ¡No puedes morir!

Sintió los tiernos ojos del Profeta sobre ella, su divino abrazo la rodeó. Ella levantó la mirada hacia su cara y vio amor en sus ojos resplandecientes, remotos como los de un dios. ¡El amor del Dios para ella! Para Serwe, primera esposa y amante del Profeta Guerrero. Para la chica que no era nada.

Refulgentes lágrimas se bifurcaron sobre sus mejillas.

—¡Te quiero! —gritó—. ¡Te quiero y no puedes morir!

Bajó la mirada hacia el bebé que lloraba entre ellos.

—¡Nuestro hijo! —dijo entre sollozos—. ¡Nuestro hijo necesita al Dios! Sintió unas manos bruscas tirando de ella hacia atrás y un dolor que nunca había sentido mientras la arrancaban de su abrazo. «¡Mi corazón! ¡Me arrancan mi corazón!»

—¡Es el Dios! —gritó—. ¿No lo veis? ¡Es el Dios!

Serwe forcejeó con el hombre que la sostenía, pero era demasiado fuerte.

—¡El Dios!

El hombre que la sostenía habló:

—¿De acuerdo con las Escrituras?

Era Sarcellus.

—De acuerdo con las Escrituras —respondió el Gran Maestro, pero ahora había pesar en su voz.

—Pero ¡tiene un niño recién nacido! —gritó otro. El scylvendio… ¿Qué quería decir? Ella le miró, pero una oscura sombra se cernía sobre la congregación de hombres belicosos, transida por lágrimas y luz del sol.

—No importa —respondió Gotian con la voz cada vez más dura en su demente resolución.

—¡Mi hijo! —¿Había desesperación, dolor en la voz del scylvendio?

«No… No tu hijo. ¿Kellhus?» ¿Qué había pasado?

—Entonces cógelo. —Cortante, como si buscara sofocar la vergüenza.

Alguien le arrancó a su hijo de los brazos. Otro corazón ido. Otro dolor.

«No… ¿Moenghus? ¿Qué está pasando?»

Serwe chilló hasta que pareció que en sus ojos prenderían llamas. Su rostro se hundió en el suelo.

El destello de la luz del sol en un cuchillo. El cuchillo de Sarcellus. Sonidos. De celebración y horror.

Serwe sintió que su vida se derramaba sobre sus pechos. Movió los labios para hablarle a ese hombre divino que estaba tan cerca de ella, para decir algo final, pero no surgió ningún sonido, ningún aliento. Alzó las manos y gotas de vino oscuro cayeron desde sus dedos extendidos.

«Mi Profeta, mi amor, ¿cómo puede ser?»

«No lo sé, dulce Serwe…»

Y mientras el cielo y los rostros aullantes que tenía sobre ella se oscurecían, recordó sus palabras, una vez pronunciadas.

—Tú eres inocencia, dulce Serwe, el único corazón al que no tengo que enseñar.

El último refulgir de la luz del sol, adormilado, como entrevisto por un niño despertando de un sueño bajo un árbol etéreo.

«Inocencia, Serwe.»

El dosel de extremidades, cada vez más oscuro. Cálido como una mortaja de lana. Fin del sol.

«Eres la piedad que buscas.»

«Pero mi bebé, mi…»