Caraskand
Y nosotros les daremos todos ellos, muertos, a los Hijos de Eanna; vosotros ataréis sus caballos y quemaréis sus cuadrigas. Bañaréis vuestros pies en la sangre de los malvados. |
Tribus, 21:13, Crónica del Colmillo |
Invierno, año del Colmillo 4111, Caraskand
Coithus Saubon avanzó bajo la lluvia, resbaló sobre unos excrementos, saltó hasta un pequeño barranco y trepó la ladera contraria. Alzó la cara al cielo gris y se rió.
«¡Es mío! ¡Por los Dioses será mío!»
Dándose cuenta de que el momento exigía un mínimo de jnan, o al menos de compostura, aminoró el paso y caminó briosamente por entre los grupos de improvisados refugios. Cuando finalmente entrevió el pabellón de Proyas, cerca de un bosquecillo de sicomoros con un aspecto deprimente a causa de la lluvia, volvió a echarse a correr.
«¡Rey! ¡Seré Rey!»
El Príncipe galeoth se detuvo ante el pabellón, confuso por la ausencia de guardias. Proyas era un poco blando de corazón con sus hombres, y quizá les había pedido que entraran al pabellón para resguardarse de la maldita lluvia. Alrededor, el suelo fangoso crepitaba a causa del agua. La hierba estaba cruzada por roderas inundadas y charcos. La lluvia martilleaba la abombada tela que tenía ante sí.
«¡Rey de Caraskand!»
—¡Proyas! —gritó entre el rugido ambiente. Sintió que la lluvia finalmente empapaba el pesado fieltro bajo su pechera. Era como un beso cálido contra la piel—. ¡Proyas! ¡Maldito seas, tengo que hablar contigo! ¡Sé que estás ahí!
Finalmente, oyó una voz en sordina que maldecía desde el interior. Cuando al fin abrieron la portezuela, Saubon dio un paso atrás. Tenía a Proyas ante sí, delgado, andrajoso, con una manta de lana oscura alrededor de su tembloroso cuerpo.
—Decían que te habías recuperado —dijo Saubon, avergonzado.
—Claro que me he recuperado, idiota. Ya puedo levantarme.
—¿Dónde están tus guardianes? ¿Y tu médico?
Una tos áspera sacudió al renqueante Príncipe. Se aclaró la garganta y sopló los hilos de esputo que pendían de su boca.
—Les he ordenado a todos que se marcharan —dijo secándose el labio con una manga—. Necesitaba dormir —añadió, alzando una dolorida ceja.
Saubon estalló en carcajadas, casi cogió a aquel hombre con sus brazos enfundados en malla.
—¡Ahora no vas a poder dormir, mi pío amigo!
—Saubon. Príncipe. Por lo que más quieras. Estoy gravemente enfermo.
—He venido para hacerte una pregunta, Proyas. Sólo una pregunta.
—Pregunta.
Saubon se calmó de repente y se puso serio.
—Si entrego Caraskand, ¿apoyarás mi intento de ser su Rey?
—¿Qué significa si la «entregas»?
—Si abro sus puertas a la Guerra Santa —respondió el Príncipe galeoth contemplándole con sus penetrantes y azules ojos.
Todo el porte de Proyas pareció transformarse. La palidez abandonó su cara y sus ojos oscuros se volvieron lúcidos y atentos.
—Lo dices en serio.
Saubon se rió como un anciano avaricioso.
—Nunca he hablado tan en serio.
El Príncipe conriyano le escudriñó durante un rato, como si estuviera sopesando las alternativas.
—No me gusta este juego que tú…
—¡Maldita sea, responde la pregunta! Si entrego Caraskand, ¿apoyarás mi intento de ser coronado Rey de Caraskand?
Proyas se quedó en silencio un momento y después asintió lentamente.
—Sí… Entréganos Caraskand y te aseguro que serás su Rey.
Saubon alzó el rostro y los brazos al amenazador cielo y aulló su grito de guerra. La lluvia cayó sobre él, le enjuagó con una frialdad tranquilizadora, se coló entre sus labios y dientes y le pareció miel. Había retozado en las olas de la circunstancia, con tanta violencia que hacía sólo unos meses estaba convencido de que moriría. Entonces había conocido a Kellhus, el Profeta Guerrero, el hombre que le había puesto en el camino hacia su corazón, y había sobrevivido a calamidades que podían doblegar a diez hombres menos fuertes. Y ahora aquello, el momento de su vida había llegado al fin. Parecía una cosa vertiginosa, imposible.
Parecía un regalo.
Lluvia, desgarradoramente dulce después de Khemema. Las gotas golpearon su frente, sus mejillas y sus ojos cerrados. Se agitó el agua del cabello apelmazado.
«Rey… Seré Rey al fin.»
—¿A qué vienen todos estos silencios? —preguntó Proyas.
Cnaiür le miró desde el oscuro corazón del pabellón. El Príncipe conriyano, percibió, no había holgazaneado durante su convalecencia. Había estado pensando.
—No lo entiendo —dijo Cnaiür.
—Sí lo entiendes, scylvendio. Algo te ocurrió en Anwurat. Tengo que conocer qué.
Proyas estaba todavía enfermo; gravemente, al parecer. Estaba sentado, abrigado bajo unas mantas de lana en una silla de campo, con su normalmente saludable rostro demacrado y pálido. A Cnaiür, aquella debilidad le habría parecido desagradable en cualquier otro hombre, pero Proyas no era cualquier hombre. En el transcurso de los meses el joven príncipe había logrado inspirarle algo inquietante, un respeto poco apropiado hasta para otro scylvendio, no digamos ya para un extranjero. Hasta enfermo parecía majestuoso.
«¡Es sólo otro perro inrithi!»
—No pasó nada en Anwurat —dijo Cnaiür.
—¿Cómo que nada? ¿Por qué saliste corriendo? ¿Por qué desapareciste?
Cnaiür frunció el entrecejo. ¿Qué se suponía que debía decir?
¿Que se había vuelto loco?
Se había pasado muchas noches de insomnio tratando de encontrarle algún sentido a Anwurat. Recordaba cómo la batalla se le había ido de las manos. Recordaba haber matado a un Kellhus que no era Kellhus. Recordaba haberse sentado en la playa, observando cómo el Meneanor martilleaba la costa con puños de espuma blanca. Recordaba mil cosas distintas, pero todas parecían robadas, como historias contadas por un amigo de la infancia.
Cnaiür había vivido la mayor parte de su vida con la locura. Oía hablar a sus hermanos, comprendía el modo en que pensaban, pero a pesar de inacabables recriminaciones, a pesar de años de una vergüenza atroz, no podía hacer suyas esas palabras y esas ideas. Era una alma rebelde. Siempre un pensamiento, un apetito, ¡demasiados! Pero no importaba lo lejos que su alma vagara por los caminos de lo adecuado, siempre llevaba consigo el testimonio de su traición, siempre conocía la medida de su depravación. Su confusión había sido la de quien observa la locura de otro. «¿Cómo? —gritaba—. ¿Cómo pudieron esos pensamientos ser míos?»
Siempre había poseído su locura.
Pero Anwurat había cambiado aquello. El vigilante que llevaba en su interior se había venido abajo, y por primera vez la locura le había poseído a él. Durante semanas, había sido poco más que un cadáver atado a un caballo enloquecido. ¡Cómo había galopado su alma!
—¿Qué más te dan mis idas y venidas? —casi gritó Cnaiür. Se metió los pulgares en su cinturón revestido de hierro—. No soy vasallo tuyo.
La expresión de Proyas se oscureció.
—No. Pero eres uno de mis principales asesores. —Levantó la mirada con los ojos dubitativos—. Especialmente desde que Xinemus…
Cnaiür hizo una mueca.
—Me consideras dem…
—Me salvaste en el desierto —dijo Proyas.
Cnaiür aplastó el repentino anhelo que le llenó. Por alguna razón, echaba de menos el desierto, mucho más que la Estepa. ¿Qué era? ¿Era la anonimia de los pasos, la imposibilidad de dejar un camino o un rastro? ¿Era respeto? El Carathay había matado a muchos más hombres que él… ¿O acaso su corazón se había reconocido a sí mismo en su desolación?
«¡Demasiadas preguntas malditas! ¡Cállate! Cállate…»
—Claro que te salvé —dijo Cnaiür—. Recuerda que todo el prestigio que tengo te lo debo a ti. —Cnaiür se arrepintió de aquella frase casi instantáneamente. Quería que sonara como un rechazo, pero había sonado como un reconocimiento.
Por un momento, pareció que Proyas fuera a echarse a llorar de pura frustración. Bajó la cara, estudió las esterillas bajo sus blancos pies descalzos. Cuando levantó la mirada, su expresión era lastimera y desafiante al mismo tiempo.
—¿Sabías que Conphas convocó recientemente un consejo secreto para hablar de Kellhus?
Cnaiür negó con la cabeza.
—No.
Proyas le estaba mirando muy de cerca.
—De modo que Kellhus y tú no os habláis.
—No. —Cnaiür parpadeó y vislumbró una imagen del dunyaino y su rostro abriéndose mientras gritaba. ¿Un recuerdo? ¿Cuándo había sucedido?
—¿Y eso por qué, scylvendio?
Cnaiür trató de ocultar su desdén.
—Por la mujer.
—¿Te refieres a Serwe?
Recordaba a Serwe chillando, cubierta de sangre. ¿Eso también había sucedido en Anwurat? ¿Había sucedido?
«Ella fue mi error.»
¿Qué le había poseído para recogerla aquel día en que Kellhus y él habían matado a los Munuati? ¿Qué le había poseído para recoger a una mujer —¡una mujer!— en el camino? ¿Fue su belleza? Ella era una recompensa, de eso no había ninguna duda. Caudillos de menor talla habrían hecho ostentación de ella a la menor oportunidad, habrían aceptado ofertas sólo para ver cuánto ganado les ofrecían por ella, todo ello sabedores de que no se desharían de ella por nada del mundo.
¡Pero era a Moenghus a quien daba caza! ¡A Moenghus!
No. La respuesta era sencilla: la había recogido por Kellhus. ¿No?
«Ella era mi prueba.»
Antes de encontrarla, se había pasado semanas a solas con aquel hombre, semanas a solas con un dunyaino. Ahora, después de ver cómo el demonio inhumano devoraba un corazón inrithi tras otro, apenas parecía posible que hubiera sobrevivido. El escrutinio sin fondo. La voz narcótica. Las demoníacas verdades… ¿Cómo podía no recoger a Serwe después de soportar aquella terrible experiencia? Además de hermosa, era simple, honesta, apasionada, todo lo que no era Kellhus. Guerreaba contra una araña. ¿Cómo no iba a ansiar la compañía de moscas?
Sí… ¡Eso era! La había tomado como hito, para recordar lo que era humano. Debería haber sabido que se convertiría en un campo de batalla.
«¡La utilizó para volverme loco!»
—Debes disculpar mi escepticismo —estaba diciendo Proyas—. Muchos hombres son extraños cuando se trata de mujeres… Pero ¿tú?
Cnaiür se erizó. ¿Qué estaba diciendo?
Proyas bajó la mirada hacia los pergaminos que tenía en la mesa a su lado, con las esquinas dobladas a causa de la humedad. Trató de alisar uno distraídamente con el pulgar y el índice.
—Toda esta locura con Kellhus me ha hecho pensar —dijo—. Especialmente en ti. Acuden a él miles de hombres, se humillan ante él. Miles… Y sin embargo tú, el hombre que lo conoce mejor, no puedes soportar su compañía. ¿Por qué, Cnaiür?
—Como te he dicho, por la mujer. Me robó mi recompensa.
—¿La querías?
Los hombres, decían los memorialistas, con frecuencia pegaban a sus hijos para herir a sus padres. Pero ¿por qué pegaban a sus mujeres? ¿A sus amantes?
¿Por qué había pegado a Serwe? ¿Para herir a Kellhus? ¿Para infligirle dolor?
Kellhus acariciaba, Cnaiür golpeaba. Kellhus susurraba, Cnaiür gritaba. Cuanto más amor recibía el dunyaino, más terror despertaba él, y sin una verdadera comprensión de lo que hacía. En ese momento, ella simplemente se merecía su furia.
«¡Puta caprichosa! —pensaba—. ¿Cómo has podido? ¿Cómo has podido?»
¿La quería? ¿Podía?
Quizá en un mundo sin Moenghus.
Cnaiür escupió sobre las esterillas del suelo del Príncipe.
—¡Era mía! ¡Mía!
—¿Es eso todo? —preguntó Proyas—. ¿Es ésa la única razón por la que le guardas rencor a Kellhus?
La razón por la que le guardaba rencor. Cnaiür a punto estuvo de soltar una carcajada. No había razones para lo que sentía.
—Tu silencio me resulta enervante —dijo Proyas.
Cnaiür volvió a escupir.
—Y a mí tu interrogatorio me parece ofensivo. Das demasiadas cosas por sentado, Proyas.
El rostro abatido pero atractivo se estremeció.
—Quizá —dijo el Príncipe, suspirando—. Quizá no… En cualquier caso, Cnaiür, quiero una respuesta. ¡Debo conocer la verdad!
¿La verdad? ¿Qué hacían esos perros con la verdad? ¿Cómo reaccionaría Proyas?
«Te come, y tú no lo sabes. Y cuando ha terminado, sólo quedan huesos…»
—¿Y qué verdad sería ésa? —espetó Cnaiür—. ¿Si Kellhus es realmente un Profeta inrithi? ¿Crees que ésa es la pregunta que yo puedo responder?
Proyas se inclinó hacia adelante, agitado; después volvió a desplomarse en su silla.
—No —dijo jadeando, llevándose una mano a la frente—. Sólo esperaba que… —Se interrumpió negando con la cabeza cansinamente—. Pero nada de esto importa. Te he llamado para discutir otras cuestiones.
Cnaiür miró al hombre atentamente y le inquietó su mirada evasiva.
«Conphas se ha acercado a él. Están planeando hacer algo contra Kellhus.»
¿Por qué iba a seguir mintiendo por el dunyaino? Ya no creía que el hombre honrara su pacto.
Así pues, ¿qué creía él?
—Saubon vino a verme —prosiguió Proyas—. Ha intercambiado misivas, e incluso prisioneros, con un oficial kianene llamado Kepfet ab Tanaj. Al parecer, Kepfet y sus colegas odian a Imbeyan hasta tal punto que están dispuestos a sacrificar cualquier cosa con tal de verle muerto.
—Caraskand —dijo Cnaiür—. Ofrece Caraskand.
—Una parte de sus murallas, para ser más precisos. Al oeste, cerca de una pequeña puerta trasera.
—¿Quieres que te dé mi opinión? ¿Incluso después de Anwurat?
Proyas negó con la cabeza.
—Quiero más que tu opinión, scylvendio. Siempre estás diciendo que los inrithi esculpimos el honor del mismo modo que otros apuñalan a los ciervos, y esto no es distinto. Hemos sufrido mucho. Quien doblegue Caraskand será inmortalizado.
—Y tú estás demasiado enfermo.
El Príncipe conriyano soltó una risotada.
—Primero escupes a mis pies, después sacas a relucir mis enfermedades… A veces me pregunto si no te ganaste esas cicatrices acabando con los buenos modales y no con hombres.
Cnaiür sintió ganas de escupir, pero se contuvo.
—Me he ganado esas cicatrices matando a idiotas.
Proyas empezó a reírse pero acabó arrancándose flema de los pulmones. Se echó hacia atrás y escupió los mocos en una escupidera colocada tras su silla en las sombras. Su borde de latón brillaba bajo la incierta luz.
—¿Por qué yo? —preguntó Cnaiür—. ¿Por qué no Gaidekki o Ingiaban?
Proyas gruñó y tembló bajo sus mantas. Se echó hacia adelante con los codos sobre las rodillas y se cogió la cabeza. Aclarándose la garganta, alzó la cara hacia Cnaiür. Dos lágrimas, vestigios de la tos, caían por sus mejillas.
—Porque —tragó saliva— tú eres más capaz.
Cnaiür se tensó y sintió que se le escapaba un gruñido entre los labios. «¡Quiere decir que me tiene más a mano!»
—Sé que crees que te miento —dijo Proyas rapidamente—. Pero no es así. Si Xinemus todavía… todavía… —Parpadeó, negó con la cabeza—. Se lo hubiera pedido a él.
Cnaiür le estudió cuidadosamente.
—Te temes que pueda ser una trampa. Que hayan engañado a Saubon.
Proyas se mordió el interior de la mejilla y asintió.
—¿Una ciudad entera por la vida de un hombre? Ningún odio puede ser tan grande.
Cnaiür no se molestó en contradecirle.
Había un odio que eclipsaba a otro odio mayor, una hambre que abarcaba toda la extensión del apetito.
Agachado, con su sable ante él, Cnaiür urs Skiotha recorrió a hurtadillas la cumbre del muro en dirección a la puerta trasera, pensando en Kellhus, Moenghus y el asesinato.
«Que me necesite… ¡Debo encontrar el modo de hacer que me necesite!»
Sí. La locura se disipaba.
Cnaiür se detuvo y apretó la espalda de su armadura contra la piedra húmeda. Saubon se apiñó tras él seguido por unos cincuenta hombres armados con picas. Respirando tranquilamente, Cnaiür trató de calmar la ansiedad de sus piernas. Miró la gran oleada de edificios iluminados por la luna a sus pies. Era raro ver la ciudad que les había rechazado amargamente tan expuesta, casi como levantarle la falda a una mujer dormida.
Una pesada mano se posó en su hombro y Cnaiür se dio la vuelta y vio a Saubon en la oscuridad, con la cara dura y sonriente enmarcada por su capucha de malla. La luz de la luna se reflejaba en su yelmo de batalla. Aunque respetaba la habilidad del Príncipe galeoth en el campo de batalla, a Cnaiür ni le gustaba ni confiaba en él. A fin de cuentas, el hombre vivía con los otros perros del dunyaino.
—Casi parece desvergonzada —susurró Saubon, señalando con la cabeza la ciudad que quedaba a sus pies. Volvió a mirarle con los ojos refulgentes—. ¿Todavía dudas de mí?
—Nunca he dudado de ti. Sólo de tu fe en ese tal Kepfet.
La sonrisa del Príncipe galeoth se ensanchó todavía más.
—La verdad resplandece —dijo.
Cnaiür reprimió la necesidad de soltar una risotada.
—Como los dientes de los cerdos.
Escupió sobre la antigua piedra. No había forma de escapar del dunyaino, ya no. A veces parecía que la abominación hablaba por todas las bocas, observaba por todos los ojos. Y la cosa estaba empeorando.
«Algo… ¡Debe haber algo que yo pueda hacer!»
Pero ¿qué? Su pacto para asesinar a Moenghus era una farsa. Los dunyainos no respetaban nada que no fuera en su favor. Para ellos sólo importaban los fines, y todo lo demás, desde belicosas naciones hasta tímidas miradas, era una herramienta, una cosa que utilizar. Y Cnaiür no tenía nada útil, ya no. Había dilapidado todas sus ventajas. No podía ni siquiera ofrecer su reputación ante los Grandes Nombres, no después de la degradación de Anwurat.
No. Kellhus no podía necesitar nada que él tuviera. Excepto…
Cnaiür jadeó audiblemente.
«Excepto mi silencio.»
En un extremo de su campo visual, vislumbró a Saubon volviéndose hacia él, alarmado.
—¿Qué pasa?
Cnaiür le miró con desprecio.
—Nada —dijo.
La locura se disipaba.
Maldiciendo en galeoth, Saubon se le adelantó arrastrándose entre los fosos de las almenas. Cnaiür le siguió; su respiración le zumbaba en los oídos. El agua de la lluvia se había encharcado en las junturas entre las piedras y reflejaba la luz de la luna. Corrió por los charcos salpicando. Los dedos le dolían de frío. Cuanto más avanzaban junto al parapeto, más parecía acentuarse su sensación de vulnerabilidad. Antes Caraskand le había parecido expuesta, pero ahora, a medida que las torres de la puerta trasera se erguían más cerca, ellos eran los que parecían vulnerables. Las antorchas brillaban en la cumbre de la muralla.
Se detuvieron ante una puerta chapada de hierro, se miraron entre ellos con preocupación, como si se dieran cuenta de que aquélla sería la prueba definitiva de Kepfet y su odio improbable. Saubon parecía casi aterrorizado bajo aquella pálida luz. Cnaiür frunció el entrecejo y tiró del pomo metálico.
Se abrió con un crujido.
El Príncipe galeoth soltó un silbido y se rió como si le divirtieran sus momentáneas dudas. Susurrando «¡Muerte o conquista!», se deslizó junto a la mampostería y se adentró en las negras fauces. Cnaiür miró una última vez a la extensión de Caraskand iluminada por la luna y después le siguió. El corazón le martilleaba.
Moviéndose en hileras oscuras y mortíferas, se introdujeron por los pasillos y descendieron por las escalinatas. Tal como le había pedido Proyas, Cnaiür permaneció cerca de Saubon, empujándole por estrechos pasillos. Sabía que la disposición de las puertas tenía que ser simple, pero la tensión y la urgencia hacían que parecieran un laberinto.
La mano extendida de Saubon le detuvo en la oscuridad y le empujó contra el muro agrietado. El Príncipe galeoth se había detenido ante una puerta. Hebras de luz dorada trazaban su perfil en la oscuridad. A Cnaiür se le puso la piel de gallina al oír unos gritos en sordina.
—El Dios —susurró Saubon— me ha dado este lugar, scylvendio. ¡Caraskand será mía!
Cnaiür le miró en la oscuridad.
—¿Cómo lo sabes?
—¡Lo sé!
El dunyaino se lo había dicho. Cnaiür estaba seguro.
—Llevaste a Kepfet a Kellhus, ¿verdad?
«Hizo que el dunyaino le leyera la cara.»
Saubon sonrió y soltó una risotada. Sin responder, le dio la espalda y golpeó la puerta con la empuñadura de su espada.
La madera rasgó la piedra, el ruido de alguien empujando una silla. Se oyeron risas amortiguadas, voces hablando en kianene. Si los norsirai hacían al hablar el ruido de cerdos gruñendo, los kianene lo hacían de ocas graznando.
Saubon hizo girar su sable, lo cogió como si fuera una daga y lo alzó. Por un instante enloquecido, pareció un niño disponiéndose a arponear un pez en un río. La puerta se abrió; apareció un rostro humano.
Saubon cogió al hombre por su perilla trenzada y le clavó la espada de arriba abajo. El kianene murió antes de caer al suelo. Aullando, el Príncipe galeoth se deslizó hacia la aireada luz al otro lado de la puerta.
Cnaiür corrió tras él con los demás y entró en una estrecha habitación iluminada por una vela. Un gran carrete con ruedas se erguía ante ellos, hecho de madera antigua y movido con cadenas que caían de rampas del techo acanalado. Al otro lado, vislumbró varios soldados kianene con chaquetas rojas que corrían a buscar sus armas. Dos estaban sentados estupefactos, uno de ellos con un trozo de pan en una mano junto a una mesa toscamente tallada situada en el rincón más lejano.
Saubon agitó la espada entre ellos. Uno cayó gritando, llevándose las manos a la cara.
Cnaiür entró en la refriega berreando en scylvendio. Arrancó la espada de la mano flácida y aterrorizada del guardián infiel que tenía ante sí, un adolescente con la espalda encorvada que apenas tenía cuatro pelos en la barbilla. Cnaiür se agachó y golpeó las piernas del segundo guardián que le atacó por el flanco. El hombre trastabilló y Cnaiür se volvió de nuevo hacia el niño, que desapareció por una puerta lejana. Un caballero galeoth al que no reconoció ensartó con su lanza al guardián al que había derribado.
Cerca, Saubon atacó a dos kianene, blandiendo su espada como si fuera un tubo, gruñendo obscenidades con cada golpe. Había perdido el yelmo; la sangre apelmazaba su rubio cabello. Cnaiür cargó a su lado. Con el primer golpe, partió el redondo escudo amarillo y negro del guardián más cercano. El infiel resbaló en sangre, y mientras sus brazos se abrían instintivamente, Cnaiür clavó su espada en su arnés de malla. Su grito fue convulso, un gorjeo. Mirando de soslayo a su izquierda, vio a Saubon rompiéndole la mandíbula a su enemigo. La sangre caliente salpicó a Cnaiür en la cara. El infiel se tambaleó y cayó. Saubon le silenció con un golpe que casi le decapitó.
—¡Abrid las puertas! —rugió el Príncipe galeoth—. ¡Abrid las puertas!
Guerreros inrithi, la mayoría de ellos galeoth de ruda expresión, llenaban ahora la sala. Muchos se lanzaron sobre las ruedas de madera. El sonido de cadenas rechinando sobre la piedra apagó su excitado parloteo.
El aire apestaba a entrañas agujereadas.
Los capitanes y barones de Saubon se habían reunido a su alrededor.
—¡Hortha! ¡Enciende la señal! ¡Mearji, dirígete hacia la segunda torre! ¡Debes tomarla, hijo! ¡Que tus ancestros estén orgullosos de ti! —Los radiantes ojos azules encontraron a Cnaiür. A pesar de la sangre que cubría su rostro, tenía un aspecto majestuoso, una confianza paternal que a Cnaiür le heló el corazón. Coithus Saubon era ya rey y pertenecía a Kellhus—. Hazte con la sala de asesinatos —dijo el Príncipe galeoth—. Coge tantos hombres como necesites… —Sus ojos pasaron sobre los allí reunidos—. ¡Caraskand cae, hermanos! Por el Dios, ¡Caraskand cae!
Una ovación recorrió la sala hasta desvanecerse en roncos gritos y el sonido de las botas convirtiendo en fango los charcos de sangre que cubrían el suelo. «¡Muerte o conquista! —gritaban los hombres—. ¡Muerte o conquista!»
Después de dirigirse hacia un lejano pasillo, Cnaiür se abrió paso a través de una puerta y encontró la sala de asesinatos a pesar de que la oscuridad era tan completa que sus ojos tardaron un rato en adaptarse. No muy lejos, el solitario punto de una vela chisporroteaba en círculos. Oyó el rastrillo crujiendo en la antigua maquinaria de la cámara. Olió el húmedo tufo del exterior, sintió cómo el aire le recorría desde los pies. Se dio cuenta de que estaba sobre una gran rejilla que daba al pasaje que había entre las dos grandes puertas. Las cosas y las superficies se descomponían en la oscuridad: madera apilada contra las paredes, hileras de ánforas, sin duda llenas de aceite para derramarlo por la rejilla; dos hornos no más altos que su rodilla, ambos llenos de astillas y equipados con fuelles y cazos de hierro para calentar el aceite.
Entonces vio al niño kianene al que había desarmado antes, acurrucado contra el muro más lejano, con los ojos marrones abiertos como talentos de plata. Por un instante, Cnaiür no pudo apartar la mirada. El sonido de los gritos y los berridos resonaba por pasillos invisibles.
—P–pouada t’fada —dijo el adolescente entre sollozos—. Os–osmah… ¡Pipi osmah!
Cnaiür tragó saliva.
Desde ninguna parte, un barón galeoth —alguien a quien Cnaiür no reconoció— pasó a su lado en dirección al niño con la espada alzada. Entonces, una luz se encendió en el pasaje y a través de la rejilla que tenía a sus pies, Cnaiür vio cómo un grupo de galeoth con antorchas corría hacia las puertas exteriores de la entrada. Levantó la mirada y vio cómo el barón golpeaba con la espalda hacia abajo, como si aporreara a un cachorro no querido. El niño había alzado el antebrazo para protegerse. La hoja rebotó en su muñeca y le cruzó el hueso del antebrazo, dejando caer un pedazo de carne de la medida de un pez. El niño gritó.
Las puertas se abrieron de golpe debajo de ellos. Gritos exultantes resonaron en la sala seguidos por el aire gélido y la brillante luz de las antorchas. El primero de los hombres que Saubon había escondido en las abruptas laderas que había al otro lado de la puerta se lanzó corriendo por el pasaje. El barón golpeó al adolescente una vez, dos…
Los gritos cesaron.
Cuadrados de luz corrieron sobre el perfil manchado de sangre del barón. El hombre de ojos azules miró maravillado el espectáculo que estaba teniendo lugar abajo. Miró a Cnaiür, sonrió y se llevó las manos a las lágrimas que recorrían sus mejillas.
—¡La verdad resplandece! —gritaba convulsivamente—. ¡La verdad resplandece!
Sus ojos gritaban gloria.
Sin pensar, Cnaiür soltó su espada y le cogió, casi le alzó del suelo. Durante un instante, forcejearon. Entonces Cnaiür impactó su frente contra la del barón. El sable del hombre cayó de sus dedos sin sentido. La cabeza le cayó hacia atrás. Cnaiür volvió a golpear su frente y oyó cómo se le partían los dientes. Los gritos y el clamor reverberaron por la rejilla de hierro. Con cada carga de antorchas, entramados de sombras cubrían sus cuerpos y el espacio alrededor. De nuevo, hueso golpeando contra hueso, una cara partiéndose bajo otra cara. El puente de la nariz del hombre se rompió, después su mejilla izquierda. Una vez y otra, golpeando su cara hasta convertirla en estiércol.
«¡Soy más fuerte!»
La cosa temblorosa cayó al suelo y se escurrió entre los Hombres del Colmillo.
Cnaiür se puso en pie con el pecho hinchado y la sangre goteando por las escamas de hierro de su arnés. El mismísimo mundo parecía moverse, tan grande era el barullo de las armas y los hombres a sus pies.
Sí, la locura se disipaba.
Los cuernos retumbaron en la gran ciudad. Cuernos de guerra.
Aquella mañana no llovió, pero una fina niebla emborronaba las distancias, borraba el contraste y el color de la extensión de Caraskand y hacía que los barrios más lejanos parecieran fantasmales. Entre la bruma, uno podía sentir la luz del sol brillando tras las nubes.
Los fanim, enathpaneanos nativos o kianene, se apiñaban en los tejados para ver qué sucedía. Mientras contemplaban cómo una creciente cortina de humo se alzaba en los barrios orientales de la ciudad, las mujeres agarraban con fuerza a sus hijos, que no dejaban de llorar; los hombres con el rostro cubierto de ceniza se clavaban los dedos en los antebrazos y las madres ancianas lloraban al cielo. Debajo de ellos, jinetes kianene se abrían paso por las repletas calles, derribando a su propia gente, tratando de responder a la llamada de los tambores del Sapatishah, cabalgando hacia la inmensa fortaleza al noroeste de la ciudad, la Ciudadela del Perro. Y después, al cabo de un rato, los aterrorizados observadores advirtieron, en las distantes calles en las que los ángulos se lo permitían, a los Hombres del Colmillo, pequeñas sombras perversas entre el humo. Figuras cubiertas de hierro correteaban por las calles, las espadas se levantaban y caían, y pequeñas e indefensas formas caían debajo de ellas. Algunos de los espectadores sintieron tal terror que se desmayaron. Algunos corrieron hacia las calles congestionadas para unirse al loco, desesperanzado intento de escapar. Otros se quedaron y observaron cómo se acercaban las columnas de humo. Rezaron al Dios Solitario, se tiraron de sus barbas y sus ropas, y pensaron pensamientos atemorizados sobre todo lo que iban a perder.
Saubon había reunido a sus hombres y arrasado las calles de camino a la poderosa Puerta de Cuernos. La inmensa barbacana cayó tras una fiera batalla, pero los galeoth se vieron insistentemente presionados por los jinetes fanim que los oficiales del Sapatishah habían logrado reunir. En las estrechas calles, grupos de hombres se incorporaban por docenas a las pequeñas batallas campales. A pesar de los constantes refuerzos llegados desde la puerta trasera, los galeoth se vieron obligados a ceder terreno.
Pero la poderosa Puerta de Cuernos fue finalmente abierta, y Athjeari y sus caballeros gaenrish se abalanzaron sobre la ciudad con sus caballos robados seguidos por una formación tras otra de conriyanos, invencibles e inhumanos tras sus máscaras de aspecto divino. Tras ellos, su Príncipe, el convaleciente Nersei Proyas, fue llevado a Caraskand en litera.
Los kianene fueron derrotados por esta nueva arremetida, y con ella perdieron su última oportunidad de salvar la ciudad. La resistencia organizada se vino abajo y fue confinada en pequeños residuos esparcidos por toda Caraskand. Los inrithi formaron bandas que recorrieron la ciudad y la saquearon.
Se registraron las casas. Familias enteras fueron pasadas a cuchillo. Las niñas esclavas negras nilnameshi fueron sacadas por el pelo de sus escondites, violadas y pasadas por la espada. Los tapices se arrancaron de las paredes y fueron enrollados o atados en forma de sacos en los que se metieron vajillas, estatuas y otros artículos de oro y plata. Los Hombres del Colmillo desvalijaron la antigua Caraskand y dejaron tras de sí ropa esparcida y pechos rotos, muerte y fuego. En algunos lugares, los dispersos asaltantes fueron asesinados o ahuyentados por grupos de kianene armados, o retenidos hasta que algún barón o conde encontraba hombres suficientes para lanzarse contra los infieles.
Las batallas más duras se libraron en las grandes plazas de los mercados y los más lujosos edificios de Caraskand. Sólo los Grandes Nombres pudieron reunir a los hombres necesarios para abatir las altas puertas y después abrirse paso a través de los largos y alfombrados pasillos. Pero en esos lugares, los botines eran los más suntuosos: frescas bodegas llenas de vinos euarmanos y jurisadi, relicarios dorados tras vetustos santuarios, estatuas de alabastro y jade de leones y lobos del desierto, intrincadas placas de clara calcedonia. Sus roncos gritos resonaban en las espaciosas cúpulas. Dejaron un camino de sangre y mugre a lo largo de los amplios suelos de baldosas blancas. Los hombres envainaron sus armas y se toquetearon los pantalones mientras se adentraban en los recovecos de mármol del harén de algún Grande fallecido.
Las puertas de los grandes tabernáculos fueron abatidas y los Hombres del Colmillo caminaron entre las masas de fanim arrodillados, cortando y golpeando hasta que los suelos embaldosados quedaron cubiertos de muertos y moribundos. Echaron abajo las puertas de los complejos adyacentes y se adentraron en sus oscuros interiores alfombrados. Débiles sombras y extraños olores les dieron la bienvenida. La luz llovía sobre ellos desde pequeñas ventanas de cristales de colores. Al principio se mostraron temerosos. Aquello era la guarida de lo Impuro, donde los monstruosos cishaurim tramaban sus abominaciones. Caminaron en silencio, entumecidos de pavor. Pero al final, la ebriedad de los gritos en las calles volvió a ellos. Alguien alargó el brazo y derribó un libro de un facistol de ébano, y como nada sucedió, el aura de aprensión se desvaneció y fue sustituida por una repentina y justiciera furia. Rieron, gritaron los nombres de Inri Sejenus y los Dioses mientras arrasaban el sanctasantórum del Falso Profeta. Torturaron a los sacerdotes fánicos para obtener sus secretos. Quemaron los gloriosos tabernáculos de infinitas columnas de Caraskand.
Los Hombres del Colmillo arrojaron los cuerpos desde los tejados. Vaciaron los bolsillos de los muertos, arrancaron anillos de dedos grises, o simplemente les cortaron los nudillos para ahorrar tiempo. Los niños histéricos fueron arrancados de sus madres, empujados por las habitaciones y ensartados con la punta de la espada. Las madres fueron apaleadas y violadas mientras sus maridos destripados lloraban por sus entrañas. Los inrithi eran como bestias de ojos salvajes, ebrios de una violencia aulladora. Movidos por la furia del Dios, destruyeron completamente todo lo que había en la ciudad, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, bueyes, ovejas y mulas, con el filo de su afilada espada.
La ira del Dios brilló con fuerza contra la gente de Caraskand.
La luz del sol prendió la ciudad, fría y brillante contra el horizonte a oscuras. Con las alas extendidas, el Viejo Nombre flotó sobre los cálidos vientos occidentales. Caraskand cabeceaba y parpadeaba debajo de él, un paisaje de tejados planos, colinas encostradas, distancias envueltas en un caos de ladrillos de adobe abriéndose ante amplias ágoras y complejos monumentales.
Al este ardían hogueras que ocultaban barrios más lejanos. Alzó el vuelo alrededor de penachos de humo.
Vio caraskandi agolpándose en los jardines de los tejados del barrio comercial, aullando de incredulidad. Vio grupos de inrithi armados recorriendo calles abandonadas, dispersándose en el interior de edificios. Vio el primero de los tabernáculos con cúpulas que ardió. Desde tan lejos, parecían cuencos suspendidos sobre hogueras. Vio jinetes atacando las grandes plazas de los mercados, y falanges de soldados a pie arrasando grandes avenidas en dirección a las murallas de color azul neblinoso de la Ciudadela del Perro.
Y vio al hombre que se llamaba a sí mismo dunyaino corriendo por tejados destartalados, como el viento, perseguido por los saltos y las volteretas de Gaorta y los otros. Observó cómo el hombre saltaba y giraba sobre un tercer piso, corría más rápido aún, y después volvía a saltar hasta el borde del edificio de dos plantas adyacente. Cayó al suelo de cuclillas entre un grupo de soldados kianene y rebotó llevándose cuatro vidas con él. Los soldados a duras penas habían desenvainado sus espadas cuando Gaorta y sus hermanos cayeron sobre ellos.
¿Qué era ese hombre? ¿Quién era el dunyaino?
Ésas eran las preguntas que necesitaba responderse. De acuerdo con Gaorta, los Zaudunyani, su «tribu de la verdad», contaban con decenas de miles de hombres. Gaorta insistió en que en cuestión de semanas, toda la Guerra Santa habría sucumbido a él. Pero las preguntas que esos hechos planteaban eran poca cosa comparadas con los peligros. Nada podía interferir con la misión de la Guerra Santa. Shimeh debía ser tomada. ¡Los cishaurim debían ser destruidos!
A pesar de las preguntas, la existencia de aquel hombre no podía seguir siendo tolerada. Tenía que morir, y por razones que trascendían su guerra contra los cishaurim. Más inquietante que sus habilidades sobrenaturales, más inquietante incluso que su lenta conquista de la Guerra Santa, era su nombre. Un Anasurimbor había regresado, ¡un Anasurimbor! Y a pesar de que Golgotterath se había burlado durante mucho tiempo del Mandato y su cháchara acerca de la Profecía Celmomiana, ¿cómo podían permitirse correr ese riesgo? ¡Estaban tan cerca! ¡Tan cerca! ¡Pronto los Hijos se reunirían y cubrirían de ruina ese mundo despreciable! El Final de los Finales se acercaba…
Uno no jugaba con cosas como aquélla. Matarían a Anasurimbor Kellhus, después se harían con los demás, el scylvendio y las mujeres, para descubrir lo que necesitaban saber.
La distante figura del dunyaino se lanzó sobre un complejo y desapareció. La Síntesis estiró su pequeño cuello humano y giró hacia el inmenso cielo mientras observaba cómo sus esclavos desaparecían tras él.
Bien. Gaorta y sus hermanos se estaban acercando.
El Profeta Guerrero… El Viejo Nombre ya había decidido que se aparearía con su cadáver.
El percutir de las sandalias, el rítmico jadeo de incansables pulmones animales, el restallar de tela alrededor de sus manos ganchudas.
«¡Son demasiado rápidos!»
Kellhus corrió. Con la misma rapidez de los recuerdos, iba dejando atrás cámaras que poseían la sobria elegancia de los pueblos del desierto. Tras él, Sarcellus y los otros se desplegaban por los pasillos circundantes. Kellhus abatió una puerta de una patada, cayó por una escalera de piedra y volvió a ponerse en pie en la oscuridad. Le siguieron, a escasísima distancia. Oyó cómo el acero se sacudía contra la madera, una vaina. Se agachó hacia la derecha y cayó. Un cuchillo refulgió a su izquierda, desportilló la piedra oscura y cayó con un repiqueteo al suelo. Kellhus bajó otra escalera y salió a la negrura total. Cruzó dando tumbos una quebradiza puerta de madera y sintió que el aire florecía en la oquedad que le rodeaba, oliendo a agua de cisterna estancada.
Los espías–piel dudaron.
«Todos los ojos necesitan luz.»
Kellhus dio vueltas por la sala con toda su superficie viva, leyendo el alabeo y la trama de las flechas, el rasgueo de sus sandalias desgastando la piedra, el revoloteo de su ropa. Sus dedos extendidos tocaron mesa, silla, horno de adobe, cientos de superficies diferentes en un puñado de instantes. Se colocó en el extremo más lejano de la sala. Desenvainó su espada.
Inmóvil.
En algún lugar de la oscuridad, se partió una astilla de madera.
Los percibía deslizándose por la entrada, uno tras otro. Se desplegaron por el muro opuesto, con los corazones golpeando sordamente a ritmos en competencia. Kellhus percibió cómo el olor de almizcle llenaba la sala.
—He probado tus dos melocotones —dijo el llamado Sarcellus. Kellhus se dio cuenta de que lo hacía para ocultar el sonido de los demás—. Los he probado una y otra vez, con fuerza. ¿Sabes qué? Las hice chillar…
—¡Mientes! —gritó Kellhus simulando una furia desesperada. Oyó cómo los espías–piel se detenían y después se cerraban sobre la esquina desde la que había surgido su voz.
—Los dos son dulces —gritó Kellhus—. Muy sabrosos. El hombre, dicen, hace madurar el melocotón.
Kellhus había hundido la punta de su espada en el oído de la criatura que se había deslizado delante de él y la bajó haciendo tan poco ruido como pudo hasta el suelo.
—¿Eh, dunyaino? —preguntó Sarcellus—. ¡Eso te hace dos veces cornudo!
Uno se golpeó contra una silla.
Kellhus saltó, lo destripó y se deslizó bajo la mesa mientras chillaba y berreaba.
—¡Juega con nosotros! —gritó uno—. ¡Unza, pophara tokuk!
—¡Oledle! —gritó la cosa llamada Sarcellus—. ¡Cortad cualquier cosa que huela como él!
La criatura destripada cayó y se sacudió gritando con una voz demoníaca, como Kellhus esperaba. Salió de debajo de la mesa y retrocedió hasta el muro que quedaba a la izquierda de la entrada. Se quitó su túnica de lino entreverado de oro y la lanzó contra una silla que no podía ver pero recordaba.
Kellhus se quedó inmóvil. Las corrientes de aire se le acercaron murmurando. Sentía sus bestiales corazones, saboreaba el calor salvaje de sus cuerpos. Dos saltaron sobre su túnica ante él. Las espadas descendieron y hendieron la silla. Arremetiendo, ensartó por la garganta al que estaba a la izquierda, pero perdió la espada cuando la criatura retrocedió trastabillando. Kellhus saltó hacia atrás, a la izquierda, sintió cómo el acero restallaba al aire. Cogió un brazo, explotó el codo, bloqueó el puño armado con un cuchillo que se cerraba sobre él. Lo cogió por la garganta y le partió la tráquea.
Saltó hacia atrás. La espada de Sarcellus silbó en la oscuridad. Haciendo la vertical, Kellhus cogió el respaldo de la silla y saltó y quedó arrodillado en el otro extremo de la mesa de caballetes.
El espía–piel destripado embistió inmediatamente debajo de él. Sin embargo, oyó a la cosa llamada Sarcellus salir de la bodega. Huyendo…
Durante unos instantes, Kellhus permaneció inmóvil, respirando hondo. Unos gritos inhumanos resonaron en la negrura. Sonaba como algo —muchos algos— ardiendo vivo.
«¿Cómo son esas criaturas posibles? ¿Qué sabes de ellas, Padre?»
Recuperando su espada de larga empuñadura, Kellhus cortó la cabeza del espía–piel. Silencio repentino. La envolvió, todavía manando sangre, en su toga.
Después volvió a subir a la matanza y la luz del sol.
La gran fortaleza negra que los Hombres del Colmillo llamaban la Ciudadela del Perro dominaba las colinas más orientales de las nueve que abarcaba Caraskand. La llamaban así porque el modo en que sus murallas interiores y exteriores rodeaban el inmenso centro recordaba vagamente a un perro enroscado alrededor de la pierna de su amo. Los fanim la llamaban simplemente «Il’huda», el «Baluarte». Construida por el gran Xatantius, el más belicoso de los primeros emperadores de Nansur, la Ciudadela del Perro reflejaba la escala y la inventiva de un pueblo que había logrado florecer a la sombra de los scylvendios: torres redondas, inmensas barbacanas, puertas interiores y exteriores con cornisas. Las defensas de la fortaleza estaban superpuestas, de tal modo que un anillo concéntrico sobresalía por encima del siguiente. Y sus murallas exteriores estaban revestidas de un lustroso basalto prácticamente impenetrable.
Sabedor de que la fortaleza —que los nansur llamaban «Insarum», su nombre original— era la llave de la ciudad, Ikurei Conphas la había atacado casi inmediatamente con la esperanza de asaltar sus murallas antes de que Imbeyan pudiera organizar una defensa concertada. Los hombres de la Columna Selial se hicieron con las cumbres del sur, pero fueron derrocados tras sufrir horribles pérdidas. Pronto, los galeoth se reunieron en las laderas con ellos, y después los tydonnios: Saubon y Gothyelk no eran tan estúpidos como para dejar una recompensa como aquélla en manos del Exalto–General. Se llevaron máquinas de asedio construidas para asaltar las murallas en cortina de Caraskand. Las catapultas arrojaron brea ardiendo sobre las fortificaciones, hicieron llover rocas de granito y cadáveres fanim. Altas escaleras con ganchos de hierro se colocaron en las murallas, y los kianene arrojaron piedras y aceite hirviendo desde su cima para aplastar y quemar a los que subían por ellas. Protegido con mantos de cuero, el ariete con cabeza de hierro fue llevado bajo la inmensa barbacana, y bajo una oleada de fuego y misiles, empezó a golpear la puerta. Nubes de flechas cruzaron el cielo. El propio Saubon fue retirado con una flecha kianene en el muslo.
Los warnutish de Ce Tydonn se hicieron con la muralla occidental gracias a su superioridad numérica y su ferocidad. Caballeros altos y barbados, vasallos del fallecido Conde Cerjulla, se abrieron paso a hachazos entre las multitudes de infieles que se aglomeraban para echarlos. Fueron acribillados por arqueros apostados en el interior del complejo, pero las flechas, si lograban clavarse entre la pesada malla, quedaban atrapadas en las gruesas capas de fieltro que llevaban debajo. Muchos rugían y peleaban con numerosas saetas clavadas en la espalda. Los muertos y los moribundos eran arrojados de cabeza desde las murallas e impactaban contra las piedras o los hombres que se apiñaban más abajo. Los tydonnios se plantaron y se negaron a ceder terreno mientras detrás de ellos sus primos agansi, liderados por el hijo menor de Gothyelk, Gurnyau, ganaban la cumbre. Comandados por el herido Saubon, los arqueros de Agmundr acribillaron las cumbres de la muralla interior y obligaron a los arqueros enathpaneanos y kianene a protegerse detrás de las almenas. Alguien alzó la Marca de Agansanor, el Ciervo Negro, sobre una de las torres exteriores. Un gran grito se alzó por encima de los inrithi que rodeaban la cumbre.
Entonces se hizo una luz más cegadora que el sol. Los hombres gritaron, señalando unas enloquecidas figuras con togas color azafrán suspendidas entre las atalayas de la negra torre del homenaje. Cishaurim sin ojos, todos ellos con dos serpientes alrededor de la garganta.
Hebras de incandescencia profana ondearon a lo largo de la muralla exterior como cuerdas en el agua. La piedra se resquebrajó bajo el calor refulgente. Las pecheras se soldaron con los cuerpos. Los tydonnios se agacharon bajo sus inmensos escudos en forma de lágrima, inclinándose contra la luz, gritando de horror e ira antes de ser barridos. Los agmundr dispararon en vano contra las abominaciones flotantes. Equipos de Ballesteros Chorae observaron cómo una saeta tras otra caía silbando debido a la lejanía.
Los altos caballeros de Ce Tydonn fueron diezmados. Muchos, viendo lo desesperado de su situación, blandieron sus largas espadas y aullaron maldiciones hasta el final. Otros corrieron. Los que pudieron, descendieron por las escaleras. Varios guerreros saltaron de las murallas con las barbas y el cabello en llamas. Un torrente impuro consumió el Estandarte de Gothyelk.
Entonces las luces se apagaron.
Por un momento todo quedó en silencio, con la salvedad de los que seguían gritando en las cumbres. Y entonces los kianene apostados en las murallas soltaron una aclamación. Recorrieron las cumbres robadas, arrojaron a los tydonnios aún vivos de las murallas, incluido el hijo menor de Gothyelk, Gurnyau. Loco de pesar, el viejo Conde tuvo que ser retirado a rastras.
Los Hombres del Colmillo huyeron en desbandada. Se mandaron jinetes con la orden de encontrar a los Chapiteles Escarlatas, que todavía no habían entrado en Caraskand. Portaban un solo mensaje: «Los cishaurim defienden la Ciudadela del Perro».
Cargado todavía con su trofeo, Kellhus salió a la terraza de un complejo palaciego abandonado. Pasó por un pequeño jardín de flores invernales y arbustos esculpidos. El cuerpo de una mujer muerta, con el vestido subido hasta la cabeza, yacía inmóvil sobre la brillante balaustrada de mármol de la terraza. La brisa portaba un aroma hediondo y dulzón, el olor de cosas preciosas ardiendo.
La Ciudadela del Perro dominaba las cercanías, negra y brumosa, alzándose sobre el maremágnum de murallas y tejados que atestaban el valle. Vislumbró pequeños soldados kianene corriendo por las cimas con los yelmos plateados parpadeando al pasar entre las almenas. Vio cómo lanzaban cadáveres inrithi por la muralla.
Al norte y al sur, Caraskand seguía muriendo. Mirando entre pantallas de humo, estudió el saqueo de edificios distantes, vislumbró docenas de dramas en miniatura: batallas campales, pequeñas atrocidades, cuerpos desnudos, mujeres llorando, incluso un niño saltando desde un tejado. Un grito repentino atrajo la atención de sus ojos más abajo, y vio a un grupo de thunyerios con armadura negra corriendo por el jardín cerrado del complejo que quedaba inmediatamente por debajo de la terraza. No tardó en perderlos de vista. La brisa llevaba el sonido de duras carcajadas.
Miró más allá de la Ciudadela, al sur de las colinas que se alzaban tras las murallas más lejanas de Caraskand. Hacia Shimeh.
«Me acerco, Padre. Estoy cerca.»
Se bajó del hombro el saco sangriento que había hecho con su túnica y la cabeza de la cosa rodó por el suelo de mármol. Estudió su cara, que parecía poco más que una maraña de serpientes con piel humana. Un ojo sin párpado brilló en las sombras. Kellhus ya sabía que aquellas criaturas no eran artefactos hechiceros; había aprendido suficiente de Achamian para saber que eran armas mundanas, creadas por los antiguos inchoroi del mismo modo que los hombres creaban espadas. Pero con los rostros abiertos, ese hecho parecía todavía más extraordinario.
Armas. Y el Consulto finalmente las blandía.
«Guerras dentro de guerras. Finalmente, así han acabado las cosas.»
Kellhus ya se había encontrado con varios de sus Zaudunyani. Sus instrucciones ya se estaban diseminando por la ciudad. Serwe y Esmenet serían evacuadas del campamento. Pronto sus Cien Pilares estarían reforzando la seguridad de su anónimo palacio de mercader. Los Zaudunyani que habían recibido la orden de observar a los espías–piel que él había identificado hasta entonces estaban siendo buscados. Si podía organizarlo todo antes de que el caos terminara…
«La Guerra Santa debe ser purgada.»
Justo entonces, una luz refulgió sobre la Ciudadela. Un rayo estalló sobre la ciudad, como un trueno surgido del suelo. Un coro de inquietantes tonos en discordia reverberó tras su estela. Más rayos de luz, y Kellhus vio capas de mampostería partiéndose en los cimientos de la Ciudadela. Los escombros cayeron colina abajo.
Suspendidos en el aire, los hechiceros de los Chapiteles Escarlatas habían formado un gran semicírculo alrededor de la inmensa barbacana de la Ciudadela. A través de una oscura lluvia de flechas, un fuego brillante barrió las torretas, e incluso desde la distancia Kellhus vio a fanim en llamas saltando a los patios interiores. La luz brincó desde nubes fantasmales, haciendo explotar piedra y extremidades por igual. Bandadas de gorriones incandescentes pulularon alrededor de las almenas y cayeron en picado sobre los rostros que aullaban.
A pesar de la destrucción, un Maestro Escarlata, después otro, y todavía otro más, se desplomaron sobre los tejados convertidos en sal por Chorae infieles. Con los ojos teñidos de una luz cegadora, Kellhus vio cómo un hechicero impactaba contra la colina y después se rompía y rodaba como una cosa de piedra. Luces infernales azotaron las murallas. Las cumbres de las torres explotaron en llamas. Todos los seres vivos se consumieron.
La canción de los Maestros Escarlatas se apagó. El trueno resonó en la distancia. Durante un instante, toda Caraskand permaneció inmóvil.
Los muros de la fortaleza desprendían el humo de carne quemada.
Varios de los hechiceros avanzaron. Achamian le había contado a Kellhus que los hechiceros no volaban, sino que caminaban sobre una superficie que no era una superficie: el eco del suelo en el cielo. Los Maestros avanzaron entre las cortinas de humo hasta quedar suspendidos sobre los estrechos patios interiores de la torre del homenaje. Kellhus vislumbró el perfil de sus fantasmales Guardas. Parecían estar esperando… o buscando.
De repente, desde varios puntos de la Ciudadela, siete líneas de punzante azul cruzaron el humo y el cielo y se cruzaron en el Maestro situado en el mismo centro.
«Cishaurim —pensó Kellhus—. Los cishaurim están refugiados en la Ciudadela.»
El anillo de figuras moradas, meras manchas en la distancia, respondió a su enemigo oculto. Kellhus alzó una mano contra el resplandor. El aire tembló. Una torre se combó bajo el peso del fuego y después se desmoronó pesadamente. Cayendo sobre la muralla exterior, se desplomó sobre las laderas y se convirtió en una avalancha de escombros y polvo.
Kellhus observó maravillado aquel espectáculo y la promesa de dimensiones de comprensión más profundas. La hechicería era el único conocimiento que no había conquistado, el último bastión de los secretos nacidos en el mundo. Él era uno de los Escogidos, tal como Achamian temía y esperaba al mismo tiempo. ¿Qué clase de poder ostentaría?
Y su padre, que era cishaurim, ¿qué clase de poder ostentaba él ya?
Los Maestros Escarlatas aporrearon la Ciudadela sin pausa ni piedad. No había ni rastro de los cishaurim que habían atacado momentos antes. El humo y el polvo se hinchaban y se alzaban rodeando las cumbres enmuralladas. Luces hechiceras refulgieron entre el aire que quedaba limpio, parpadearon y latieron como si lo hicieran a través de velos de negras telarañas.
Asombrosos himnos hirieron los oídos de Kellhus. ¿Cómo podían decirse tales cosas? ¿Cómo podían las palabras preceder?
Otra torre se desplomó al sur, estallando sobre sus cimientos, convirtiéndose en una nube negra que cayó sobre las casas de vecinos circundantes.
Observando a los Hombres del Colmillo que huían por las calles, Kellhus vislumbró cómo una figura vestida con sedas amarillas se alzaba por encima del eclipse, con los brazos a un lado y los pies enfundados en sandalias apuntando hacia abajo. Los guerreros inrithi se diseminaron debajo de él.
Un cishaurim superviviente.
Kellhus contempló cómo la figura resplandecía a poca altura sobre los escarpados tejados y descendía sobre las avenidas. Por un momento pensó que el hombre lograría escapar; el humo y el polvo habían rodeado a los Maestros Escarlatas. Después se dio cuenta.
El cishaurim se estaba volviendo hacia él.
En lugar de seguir hacia el sur, la figura viró hacia el oeste valiéndose de los edificios para ocultar su desplazamiento de la vista de los Maestros. Kellhus siguió su avance mientras zigzagueaba por las calles, calculando el objetivo de sus repentinos giros para determinar su verdadera trayectoria. Por muy improbable —imposible— que pareciera, no podía haber ninguna duda: el hombre se dirigía hacia él. ¿Podía ser?
«¿Padre?»
Kellhus se alejó de la balaustrada y se inclinó para volver a guardar la cabeza cortada del espía–piel en su maltrecha túnica. Después cogió uno de los dos Chorae que sus Zaudunyani le habían dado. Según Achamian, otorgaban inmunidad tanto a la Psukhe como a la hechicería.
El cishaurim ascendió por las laderas hasta la terraza, pateando para sacudirse las hojas mientras se desplazaba sobre las copas de los árboles. Los pájaros ardían en el aire a su paso. Kellhus vio los agujeros negros de sus ojos y las dos serpientes extendidas alrededor de su cuello, una mirando hacia adelante, la otra escudriñando la continuada destrucción de la Ciudadela.
Un aullido de dragón quebró las distancias, seguido de otro trueno. El mármol cosquilleó bajo sus pies. Más nubes negras florecieron alrededor de la Ciudadela.
«¿Padre? ¡Esto no puede ser!»
El cishaurim se deslizó lentamente sobre el complejo en el que Kellhus había visto a los thunyerios poco antes, después alzó el vuelo. Kellhus oyó el revoloteo de sus ropajes de seda.
Saltó hacia atrás al tiempo que desenvainaba su espada. El hechicero–sacerdote pasó por encima de la balaustrada con las manos unidas por las puntas de los dedos.
—¡Anasurimbor Kellhus! —gritó la figura mientras descendía.
Al coincidir con su reflejo, el cishaurim se detuvo extrañamente. Salpicaduras de escombros traquetearon sobre el mármol pulido.
Kellhus permaneció inmóvil, agarrando con fuerza su Chorae.
«Es demasiado joven…»
—Soy Hifanat ab Tunukri —dijo entrecortadamente el hombre sin ojos—. Un Dionorate de la tribu Indara–Kishauri… Traigo un mensaje de tu padre. Dice: «Caminas por el Camino más Corto. Pronto alcanzarás El Pensamiento de las Mil Caras».
«Padre.»
Enfundando su espada, Kellhus se abrió a todos los signos exteriores que el hombre le ofrecía. Vio desesperación y resolución. «Resolución por encima de todo…»
—¿Cómo me has encontrado?
—Te vemos. Todos nosotros. —Detrás del hombre, el humo que surgía de la Ciudadela se abrió como una gran rosa de terciopelo.
—¿Nosotros?
—Todos los que le servimos, los Poseedores de la Tercera Visión.
«Él… Padre.» Controlaba una facción de los cishaurim.
—Debo —dijo Kellhus enfáticamente— saber qué se propone.
—No me dijo nada… Y aunque lo hubiera hecho, no hay tiempo.
A pesar de que el fragor de la batalla y la ausencia de ojos complicaban su lectura, Kellhus vio que el hombre hablaba sinceramente. Pero ¿por qué, después de llamarle desde tan lejos, su padre le dejaba ahora en la oscuridad?
«Sabe que el Pragma me ha mandado como asesino. Necesita estar seguro de mí ante todo.»
—Debo advertirte —estaba diciendo Hinafat—. El Padirajah en persona viene desde el Sur. Ahora mismo, sus escoltas reflexionan sobre el humo que ven en el horizonte.
Había habido rumores de la marcha del Padirajah. ¿Podía estar tan cerca? Contingencias, probabilidades y alternativas cruzaban el intelecto de Kellhus. Sin ningún resultado. El Padirajah acercándose. El Consulto atacando. Los Grandes Nombres tramando.
—Suceden demasiadas cosas. ¡Debes decírselo a mi padre!
—No hay…
La serpiente que observaba la Ciudadela retrocedió y silbó repentinamente. Kellhus vio tres Maestros Escarlatas avanzando por el cielo vacío. Pese a estar raídas, sus togas moradas resplandecían a la luz del sol.
—Vienen las Putas —dijo el hombre sin ojos—. Tienes que matarme.
Con un solo movimiento, Kellhus desenvainó su espada. A pesar de que el hombre parecía distraído, el áspid más cercano retrocedió como si una cuerda tirara de él.
—El Logos —dijo Hifanat con la voz temblorosa— no tiene principio ni final.
Kellhus decapitó al cishaurim. El cuerpo se desplomó de lado y la cabeza cayo hacia atrás. Partida por la mitad, una de las serpientes se sacudió en el suelo. Todavía entera, la otra se arrastró rápidamente hacia el jardín.
Alzándose desde la Ciudadela del Perro, una inmensa columna de humo se levantaba sobre la ciudad saqueada hasta tocar, parecía, el mismísimo cielo.
Todos los barrios de Caraskand ardían ahora, desde el «Cuenco» —así llamado porque estaba ubicado entre cinco de las nueve colinas de Caraskand— hasta la Ciudad Vieja, surcada por los fragmentos pedregosos de la muralla kyraneana que había rodeado en el pasado la antigua Caraskand. Columnas de humo emborronaban y dominaban las distancias. Ninguna era tan grande como la torre de ceniza que se alzaba sobre el sudeste.
Desde una colina muy lejana, al sur, Kascamandri ab Tepherokar, el Gran Padirajah de Kian y todas las Tierras Limpias, observó el humo con lágrimas en sus ojos por lo demás endurecidos. Cuando sus exploradores se habían presentado ante él con noticias del desastre, Kascamandri se había negado a creerles y había insistido en que Imbeyan, su siempre ingenioso y feroz yerno, estaba simulando todo aquello. Pero no podía negar lo que veían sus ojos. Caraskand, una ciudad que rivalizaba con Seleukara, la de las blancas murallas, había caído en manos de los malditos idólatras.
Había llegado demasiado tarde.
—Debemos vengar —dijo a sus refulgentes Grandes— lo que no hemos podido defender.
Mientras Kascamandri se preguntaba qué le diría a su hija, una tropa de Caballeros Shriah atrapó a Imbeyan y su séquito mientras trataban de huir de la ciudad. Aquella noche Gotian pidió a los demás Grandes Nombres que pisaran con sus botas la mejilla de aquel hombre y dijeran: «Respeta el poder que el Dios nos ha dado sobre nuestros enemigos». Era un antiguo ritual que se había empezado a practicar en tiempos del Colmillo.
Después, colgaron al Sapatiszhah de un árbol.
—¡Kellhus! —gritó Esmenet, corriendo por una galería de pilastras de mármol negro. Nunca había puesto sus pies en una estructura tan grande ni tan lujosa—. ¡Kellhus!
Él dio la espalda a los guerreros reunidos a su alrededor y sonrió con esa irónica y emocionante camaradería que siempre le producía un pinchazo desde la garganta hasta el corazón. ¡Un amor tan salvaje e imprudente!
Corrió hacia él. Sus brazos rodearon sus hombros, la rodearon de una sensación de seguridad casi narcótica. Parecía algo tan fuerte, tan inamovible…
Había sido un día de dudas y horror, tanto para ella como para Serwe. Su alegría por la caída de Caraskand les había sido rápidamente arrancada. En primer lugar, habían oído noticias del intento de asesinato. Unos demonios, aseguraron varios Zaudunyani con los ojos enfebrecidos, habían perseguido a Kellhus por la ciudad. Poco después, hombres de los Cien Pilares habían acudido a evacuar el campamento. Nadie, ni siquiera Werjau o Gayamakri, parecían saber si Kellhus seguía con vida. Después habían sido testimonios de cómo un horror tras otro recorría la ciudad saqueada. Cosas indecibles. Mujeres. Niños… Se había visto obligada a dejar a Serwe en el patio. No había manera de consolarla.
—¡Dicen que te han atacado demonios! —gritó contra su pecho.
—No —dijo él riéndose—. No eran demonios.
—¿Qué pasa?
Kellhus la apartó suavemente.
—Hemos soportado muchas cosas —dijo, acariciándole la mejilla. Parecía estar observando más que mirando… Ella comprendió la pregunta implícita: «¿Hasta dónde llega tu fortaleza?».
—¿Kellhus?
—El juicio está a punto de empezar, Esmi. El verdadero juicio.
Un horror como ningún otro la recorrió. «¡No tú! —gritó para sus adentros—. ¡Nunca tú!»
Kellhus parecía preocupado.
Invierno, año del Colmillo 4111, bahía de Trantis
A pesar de que el viento todavía golpeaba las velas a rachas, la bahía estaba prodigiosamente tranquila. El Amortanea era tan firme que se podía dejar en equilibrio un Chorae sobre un escudo vuelto al revés.
—¿Qué es eso? —preguntó Xinemus volviendo la cara hacia un lado y el otro bajo la luz del sol—. ¿Qué es eso que todo el mundo ve?
Achamian miró de soslayo a su amigo y después, de nuevo, la costa destruida.
Una gaviota bramó como siempre hacen las gaviotas, con una burlona agonía.
En el transcurso de su vida, le visitarían momentos como aquél, momentos de silenciosa maravilla. Él pensaba en ellos como «visitas», porque siempre parecían surgir inesperadamente. Una pausa descendía sobre él, una sensación de indiferencia, a veces fría, a veces cálida, y siempre pensaba: «¿Por qué razón llevo esta vida?». Durante un rato, las cosas más cercanas —la percepción del viento entre el vello de sus brazos, la postura de los hombros de Esmenet mientras removía sus escasas pertenencias— le parecían muy lejanas. Y el mundo, desde el sabor de sus dientes hasta el horizonte nunca visto, le parecía a duras penas posible. «¿Cómo? —murmuraba en silencio—. ¿Cómo puede ser?»
Pero, junto a la maravilla, jamás venía una respuesta.
Ajenéis llamaba a esa experiencia umresthei om aumreton, «poseer en el desposeimiento». En su más afamada obra, La tercera analítica de los hombres, afirmaba que se trataba del corazón de la sabiduría, la más fiable prueba de una alma iluminada. Así como la verdadera posesión exigía pérdida y recuperación, la verdadera existencia, decía, exigía umresthei om aumreton. En caso contrario, uno sólo daba traspiés en un sueño.
—Barcos —le dijo Achamian a Xinemus—. Barcos ardiendo.
La gran ironía, por supuesto, era que umresthei om aumreton hacía que todo pareciera un sueño. O una pesadilla.
Las cumbres sin vida de las colinas litorales de Khemema amurallaban la circunferencia de la bahía. Entre escalonadas escarpaduras, una serie de estrechas playas bordeaban la línea de la costa. Las arenas eran blancas como el lino, pero hasta allí donde la vista podía alcanzar, una corteza de escombros ennegrecidos cubría las laderas, como la sal que rodeaba las axilas de las túnicas de los esclavos. Por todas partes, Achamian veía barcos y lo que quedaba de los barcos, todo destruido por el fuego. Había cientos de ellos, cubiertos de legiones de gaviotas de garganta rojiza.
Los gritos resonaron por la cubierta del Amortanea. El capitán, un nansur llamado Meumaras, había ordenado que se soltara el ancla.
A cierta distancia de la costa, varias naves medio quemadas estaban varadas en un banco de arena. A juzgar por su aspecto, eran trirremes. Tras ellos, una docena de proas cabeceaban en el agua con los espolones de hierro oscurecidos por el óxido y los ojos pintados con tintes brillantes agrietados y desconchados. La mayor parte de barcos atestaban la playa, encallados como ballenas, demediados por una tormenta olvidada. Otros eran poco más que costillas ennegrecidas alrededor de una quilla. Algunos eran meros cascos, embarrancados de lado o totalmente del revés. Baterías de remos se alzaban hacia el cielo. Algas marinas colgaban de las cuerdas de los baluartes. Y dondequiera que mirara Achamian, veía gaviotas, balanceándose en el aire, riñendo por los desperdicios y aglomerándose sobre los vientres boca arriba de un barco naufragado tras otro.
—Aquí es donde los kianene destruyeron la Flota Imperial —explicó Achamian—. Donde el Padirajah a punto estuvo de destruir la Guerra Santa… —Recordó a Iyokus describiendo el desastre mientras él estaba colgado indefenso en las bodegas del complejo de los Chapiteles Escarlatas. Fue el momento en que dejó de temer por sí mismo y empezó a temer por Esmenet.
«Kellhus. Kellhus la ha mantenido segura.»
—La bahía de Trantis —dijo Xinemus sombríamente. A esas alturas, todo el mundo había oído hablar de ese lugar. La Batalla de Trantis había sido la mayor derrota naval en la historia del Imperio. Después de atraer a los Hombres del Colmillo a lo más profundo del desierto, el Padirajah había atacado su única fuente de agua, la Flota Imperial. A pesar de que nadie sabía exactamente qué había sucedido, se creía que Kascamandri había logrado colocar a un gran número de cishaurim a bordo de su flota. De acuerdo con los rumores, los kianene habían regresado de la batalla con la baja de sólo dos galeras, ambas naufragadas en una borrasca.
—¿Qué ves? —insistió Xinemus—. ¿Cómo es?
—Los cishaurim lo quemaron todo —respondió Achamian.
Se detuvo, casi vencido por la renuencia a decir nada más. Parecía blasfemo poner una cosa como aquélla en palabras, un sacrilegio. Pero así era siempre que uno describía la pérdida de otro. No había otra posibilidad cuando se trataba de palabras.
—Hay barcos carbonizados por todas partes… Parecen focas tomando el sol. Y hay gaviotas, miles de gaviotas… Lo que en Nron llamamos gopas. De ésas que parece que les hayan cortado la garganta. Son burdas y maleducadas.
Justo entonces, el capitán del Amortanea, Meumaras, caminó entre sus nombres para unirse a ellos junto a la baranda. Desde que se habían conocido en Iothiah, a Achamian le había gustado aquel hombre. Era lo que los nansur llamaban un tesperari, un contratista privado que en el pasado había comandado una galera de guerra. Llevaba el cabello corto, canoso como un patricio, y su rostro, aunque curtido por el mar, tenía una reflexiva delicadeza. Iba afeitado, por supuesto, lo que le daba un aspecto juvenil. Pero todos los nansur tenían un aspecto juvenil.
—No estaba en nuestra ruta —explicó el hombre—. Pero tenía que verlo por mí mismo.
—Has perdido a alguien —dijo Achamian, percibiendo sus ojos hinchados.
El capitán asintió y miró nerviosamente los hoyos quemados esparcidos por la playa.
—Mi hermano.
—¿Estás seguro de que ha muerto?
Una bandada de gaviotas berreó sobre sus cabezas. Una embajada mostrando sus condiciones.
—Otros —dijo Meumaras—, amigos míos que desembarcaron, dicen que los huesos y los cadáveres secos cubren por miles la playa, al norte y al sur. A pesar de lo catastrófico que fue el ataque kianene, miles, quizá decenas de miles, sobrevivieron gracias a que el General Sassotian había echado amarras cerca de la costa. ¿No lo hueles? —preguntó, mirando a Xinemus—. El polvo… como tiza amarga. Estamos en el extremo del Gran Carathay.
El Capitán se volvió hacia Achamian y le miró fijamente con unos firmes ojos marrones.
—Nadie sobrevivió.
Achamian se tensó, golpeado por lo que ahora era un viejo temor. A pesar del aire del desierto, la humedad cubría toda su piel.
—La Guerra Santa sobrevivió —dijo.
El capitán frunció el entrecejo, como si algo en el tono de Achamian le hubiera desconcertado. Abrió la boca para responder, pero después se detuvo con una mirada repentinamente reflexiva.
—También tú temes haber perdido a alguien. —Miró de nuevo a Xinemus.
—No —dijo Achamian. «¡Está viva! ¡Kellhus la ha salvado!»
Meumaras suspiró y apartó la mirada triste y avergonzado.
—Que tengas suerte —dijo a las aguas que chapoteaban—. Lo espero. Pero esta Guerra Santa… —Se sumió en un críptico silencio.
—¿Qué pasa con la Guerra Santa? —preguntó Achamian.
—Soy un viejo marinero. He visto demasiados viajes accidentados, demasiados navios yéndose a pique, para saber que el Dios no da garantías, no importa quién sea el capitán o la carga. —Volvió a mirar a Achamian—. Sólo hay una cosa segura respecto a esta Guerra Santa: nunca ha habido un derramamiento de sangre mayor.
Achamian sabía que no era así, pero no quiso decirlo. Retomó su escrutinio de la flota destruida, incómodo de repente en compañía del capitán.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Xinemus. Como siempre, cuando hablaba giraba la cara de un lado a otro. Por alguna razón, a Achamian ver aquello le parecía cada vez más difícil de soportar—. ¿Qué has oído?
Meumaras se encogió de hombros.
—Locuras, sobre todo. Se habla de hemoplejia, de desastrosas derrotas, de que el Padirajah ha reunido las fuerzas que le quedaban.
—Bah —espetó Xinemus con una amargura impropia de él—. Todo el mundo sabe eso.
Achamian oía temor en cada palabra de Xinemus. Era como si algo terrorífico esperara en la negrura, algo que temía que pudiera reconocer el sonido de su voz. A medida que pasaban las semanas era más y más evidente: los Chapiteles Escarlatas le habían arrancado algo más que los ojos, le habían arrancado también la luz y la malicia que en el pasado los llenaban. Con las Palabras de Compulsión, Iyokus había movido el alma de Xinemus de un modo perverso, le había obligado a traicionar la dignidad y el amor. Achamian le había intentado explicar que no era él quien había pensado esos pensamientos, quien había pronunciado esas palabras, pero no importaba. Como decía Kellhus, los hombres no podían ver qué les movía. Las fragilidades que Xinemus había presenciado eran sus fragilidades. Enfrentado a las verdaderas dimensiones de la maldad, había hecho responsable a su propio padecimiento.
—Y también —prosiguió el capitán, al parecer impertérrito ante la salida de tono de Xinemus— se habla de un nuevo profeta.
Achamian sacudió tan rápidamente la cabeza que se hizo daño en el cuello.
—¿Qué sabes de él? —preguntó cuidadosamente—. ¿Quién te lo ha contado?
Tenía que ser Kellhus. Y si Kellhus había sobrevivido…
«Por favor, Esmi. ¡Tienes que estar bien!»
—La barca con la que intercambiamos amarre en Iothiah —dijo Meumaras—. Su capitán acababa de regresar de Joktha. Dijo que los Hombres del Colmillo se están volviendo hacia un tipo llamado Kelah, un hombre que hace milagros y puede sacar agua de las arenas del desierto.
Achamian se sorprendió apretándose la mano contra el pecho. Su corazón martilleaba.
—¿Akka? —murmuró Xinemus.
—Es él, Zin… Tiene que ser él.
—¿Le conocéis? —preguntó Meumaras con una sonrisa incrédula. Los cotilleos eran como oro entre los marineros.
Pero Achamian no podía hablar. Se agarró a la baranda mientras batallaba contra un mareo repentino y extrañamente eufórico.
Esmenet estaba viva. «¡Está viva!»
Pero su alivio, percibió, iba más allá… Su corazón saltaba también al pensar en Kellhus.
—¡Tranquilo! —gritó el capitán cogiendo a Achamian por los hombros.
Achamian miró al hombre pálidamente. Casi se había desvanecido.
Kellhus. ¿Qué removía ese hombre en su interior? ¿Le hacía más de lo que era? Pero ¿quién, sino un hechicero, conocía el sabor de las cosas que trascendían a los hombres? Si los hechiceros se sonreían ante los hombres de fe, lo hacían porque la fe les convertía en parias, y porque la fe, les parecía, no sabía nada de la trascendencia que decía monopolizar. ¿Por qué rendirse cuando se podía enyuntar?
—Aquí —estaba diciendo Meumaras—. Siéntate un momento.
Achamian rechazó las manos paternales del hombre.
—Estoy bien —dijo jadeando.
Esmenet y Kellhus. ¡Estaban vivos! La mujer que podía salvar su corazón y el hombre que podía salvar el mundo…
Sintió unas manos distintas, más fuertes, en sus hombros.
—Déjale —oyó que decía el Mariscal—. Este trayecto no es más que una parte de nuestro viaje.
—¡Zin! —exclamó. Quería reírse, pero la punzada que sentía en la garganta se lo impedía.
El capitán se marchó. Achamian no supo si por compasión o vergüenza.
—Está viva —dijo Xinemus—. ¡Piensa en su alegría!
Por alguna razón, esas palabras le dejaron sin aliento. Que Xinemus, que sufría más de lo que podía imaginar, hubiera dejado de lado su dolor para…
Su dolor. Achamian tragó saliva e intentó hacer desaparecer una imagen de Iyokus, con los ojos de iris rojo flácidos de indolente arrepentimiento.
Extendió un brazo y cogió a su amigo de la mano. Ambos la apretaron, cada uno de acuerdo con su desesperación.
—Habrá fuego cuando regrese, Zin.
Recorrió con sus ojos secos los maltrechos buques de guerra de la Flota Imperial, De repente, parecían más una transición y menos un final. Como los caparazones de cucarachas gigantes.
Las gaviotas de rojas gargantas seguían mirando celosamente.
—Fuego —dijo.