20

Caraskand

Los vulgares piensan en el Dios por analogía con los hombres y por lo tanto le rinden culto en la forma de los Dioses. Los instruidos piensan en el Dios por analogía con los principios y por lo tanto le rinden culto en la forma del Amor o la Verdad. Pero los sabios no piensan en el Dios en absoluto. Saben que ese pensamiento, que es finito, sólo puede violentar al Dios, que es infinito.

Es suficiente, dicen, que el Dios piense en ellos.

Memgowa, El libro de los actos divinos

… pues el pecado del idólatra no es que rinda culto a la piedra, sino que rinda culto a una piedra por encima de las otras.

8:9:4, La sabiduría de Fane

Principios de invierno, año del Colmillo 4111, Caraskand

Inmensas torres de asedio, hechas de madera y cuero, avanzaron pesadamente en dirección a las murallas occidentales de Caraskand arrastradas por inmensos equipos de bueyes y hombres exhaustos y manchados de barro. Las catapultas arrojaron piedras y brea ardiendo. Los arqueros inrithi se apostaron en los parapetos. Desde las torres laterales y las calles que quedaban al otro lado de la muralla, los infieles lanzaron nubes de flechas. A lo largo de la apretada formación inrithi, algunos hombres gritaron y cayeron al fango agarrándose las extremidades heridas. Las torres rugieron más cerca, con los costados prendidos con alquitrán encendido. Los hombres se concentraban en sus picas, agachados tras sus escudos, mirando entre el humo, esperando la señal.

Un cuerno resonó entre el barullo.

Los puentes de madera cayeron violentamente sobre las almenas. Caballeros con armaduras de hierro los cruzaron gritando «¡Muerte o conquista!». Agitando inmensos sables, se deslizaron entre las lanzas y las cimitarras de los kianene. En tierra firme, miles más corrían alzando sus inmensas escaleras con ganchos de hierro bajo una lluvia de piedras y cadáveres. El aceite hirviendo hizo que los hombres berrearan desde los peldaños. Pero de alguna manera, alcanzaron la cumbre, se lanzaron contra las almenas y cayeron sobre los fanim. Se libraron batallas campales bajo los cielos de lana. Píos e infieles por igual cayeron desde las alturas.

Los nangaels, los anpleianos y los adustos gesindal lograron hacerse con secciones de la muralla. Cada vez más inrithi llegaban por las torres de asedio o ascendían por los parapetos, sólo deteniéndose para mirar maravillados la gran ciudad que tenían ante sí. Algunos cargaron contra la torre más cercana. Otros fueron obligados a encogerse tras sus escudos en forma de lágrima mientras los arqueros infieles empezaban a acribillar las alturas desde tejados cercanos. Las flechas brillaban por encima de sus cabezas, zumbando como libélulas. Explotaron entre ellos tarros de brea encendida. Los hombres caían gritando, dejando tras de sí nubes de humo. Una de las torres de asedio explotó convertida en un infierno. La otra humeaba tan intensamente que docenas de caballeros nangaelish cayeron del puente empujados por la ciega prisa de los que se asfixiaban tras ellos.

Entonces, Imbeyan y sus Grandes cargaron desde las torres. Los hombres forcejearon, cortaron y bramaron.

Inutilizadas las torres de asedio y expuestos a una sibilante descarga de misiles desde el interior de la muralla, los inrithi empezaron a caer con más rapidez de lo que las escaleras podían hacer para sustituirles. Al cabo de un rato, pareció que todos los hombres tuvieran una docena de flechas clavadas en el escudo o la armadura. Los caballeros que batallaban contra Imbeyan se vieron obligados a retroceder entre los gritos y los cadáveres de sus parientes. Al final, el Conde Iyengar, viendo la desesperación mortal en los ojos de sus caballeros, llamó a la retirada. Los supervivientes regresaron a las escaleras. Muy pocos llegaron vivos al suelo.

En el transcurso de las semanas siguientes, los inrithi atacaron las murallas de Caraskand dos veces más, y dos veces más la ferocidad y las artimañas de los kianene les obligaron a batirse en retirada con atroces pérdidas.

El cerco persistió bajo la lluvia y la pestilencia.

Días después de identificar la enfermedad que las castas ínfimas llamaban «los huecos» y las nobles «hemoplejia», los médicos–sacerdotes se vieron sobrepasados con cientos de hombres que se quejaban de dolores de cabeza y escalofríos. Cuando Hepma Scaralla, el más alto Gran Sacerdote de Akkeagni, Enfermedad, informó a los Grandes Nombres de que los rumores eran ciertos, de que el temible Dios ciertamente les estaba toqueteando con su Mano hemopléjica, el pánico se apoderó de la Guerra Santa. Incluso después de que Gotian amenazara a los desertores con la Censura Shriah, cientos de hombres huyeron a las colinas de Enathpaneah, tal era el terror que tenían a la hemoplejia.

Mientras los sanos guerreaban y morían bajo las murallas de Caraskand, miles más permanecían en sus empapadas tiendas improvisadas, vomitando baba, ardiendo de fiebre, recorridos por convulsos escalofríos. Después de un día o dos, los ojos perdían la vida y, aparte de peroratas delirantes, los hombres perdían todo su espíritu. Al cabo de cuatro o cinco días, la piel perdía su color; verdugones provocados por la Mano de Dios, explicaban los médicos–sacerdotes. Las fiebres llegaban a sus máximos después de la primera semana, después persistían durante otra, robando incluso a los hombres de piernas de acero toda la fortaleza que les quedaba. O bien terminaba allí, o bien los inválidos se sumían en un sueño muy parecido a la muerte del cual muy pocos se despertaban.

A lo largo y ancho del campamento, los médicos–sacerdotes organizaron lazaretos para los que no tenían séquitos o camaradas que les cuidaran. Las sacerdotisas de Yatwer, Anagke, Omkis e incluso Gierra que habían sobrevivido, así como otros sirvientes cúlticos de los Cien Dioses, atendían las innumerables camillas de enfermos postrados. Y por mucha madera aromática que quemaran, el hedor a muerte e intestinos provocaba náuseas a todo aquél que pasaba por allí. En ninguna parte, parecía, podía un hombre caminar sin oír los gritos delirantes u oler la fetidez de la hemoplejia. El hedor era tal que muchos de los Hombres del Colmillo optaban por caminar por el campamento sosteniéndose trapos empapados de orín contra la cara, según la costumbre ainonia durante tiempos de pestilencia.

La peste se intensificó, y la Mano de la Enfermedad no perdonó a nadie, ni siquiera a los miembros de las castas bendecidas. Cumor, Proyas, Chepheramunni y Skaiyelt sucumbieron pocos días antes o después que los demás. En ocasiones, parecía que los enfermos eran más que los sanos. Los Sacerdotes Shriah caminaban por los espantosos callejones del campamento pisando fango entre tienda y tienda, buscando a los muertos. Las piras funerarias ardían constantemente. Una penosa noche, murieron trescientos inrithi, entre ellos Imrothus, el Palatino conriyano de Aderot.

Y las desesperantes lluvias siguieron y siguieron, pudriendo las lonas, el cáñamo y la esperanza.

Entonces regresó el Conde de Gaenri portando noticias de condenación.

Siempre impaciente, Athjeari había abandonado Caraskand durante los primeros días de cerco para atacar Enathpaneah con sus caballeros gaenrish y algunos miles de kurigalders y agmundr cedidos por su tío, el Príncipe Saubon. Atacó la vieja fortaleza ceneiana de Bokae en la frontera occidental de Enathpaneah con escasas pérdidas. Después se dirigió hacia el sur, aplastando a los Grandes locales que se atrevían a presentarle oposición en el campo de batalla y asaltando las fronteras del norte de Eumarna, donde sus caballeros fueron animados a encontrar buena tierra verde.

Durante un tiempo, cercaron la inmensa fortaleza de Misarat, pero se retiraron una vez se supo que Cinganjehoi en persona había partido para liberar la fortaleza. Athjeari se encaminó hacia el nordeste. Eludió al Tigre en los barrancos llenos de cedros de las montañas de Betmulla y después descendió hacia Xerash, donde encontró y derrotó al pequeño ejército de Utgarangi, el Sapatishah de Xerash. El Sapatishah demostró ser un prisionero dócil, y a cambio de quinientos caballos e información, Athjeari lo entregó ileso a su antigua capital, Gerotha, la ciudad vilipendiada en El tratado como la «ramera de Xerash». Después cabalgó rápidamente hasta Caraskand.

Lo que encontró le sumió en la desesperación.

Narró su viaje ante los Grandes Nombres en condiciones de asistir al Consejo y no tardó en mencionar la información brindada por Utgarangi. Según el Sapatishah, el Padirajah en persona, el gran Kascamandri, marchaba desde Nenciphon con los supervivientes de Anwurat, los Grandes de Chiandyni —tierra natal de los kianene— y los belicosos girgash, los fanim de Nilnamesh.

Aquella noche murió el Príncipe Skaiyelt, y los thunyerios llenaron el cielo transido por la lluvia de asombrosos cantos fúnebres. El día siguiente, se tuvo noticia de que Cerjulla, el Conde tydonnio de Warnute, también había caído, acampado junto a los muros de la cercana Joktha. No mucho después, Sepherathindor, el Conde–Palatino ainonio de Hinnant, dejó de respirar. Y según los médicos–sacerdotes, Proyas y Chepheramunni no tardarían en seguirles.

Un gran temor se apoderó de los líderes supervivientes de la Guerra Santa. Caraskand seguía rechazándoles, Akkeagni les cubría de sufrimiento y muerte, y el Padirajah marchaba hacia ellos con otro ejército infiel.

Estaban lejos de casa, en tierras hostiles y entre hombres malvados, y el Dios les daba la espalda. Estaban desesperados.

Y para esos hombres, las preguntas de por qué, más temprano o más tarde se convertían siempre en preguntas de quién.

La lluvia golpeteaba su pabellón y lo llenaba de un húmedo rugido ambiental.

—¿Qué quieres, Caballero–Comandante? —preguntó Conphas frunciendo el entrecejo—. ¿Sarcellus, verdad?

Aunque Sarcellus acompañaba con frecuencia a Gotian en el consejo, Conphas nunca le había sido presentado formalmente. Tenía el pelo negro apelmazado y el agua de la lluvia le caía por lo que en su niñez debió de ser una cara adorable e infantil. El sobretodo blanco que llevaba sobre la pechera estaba sorprendentemente limpio, tanto que parecía un anacronismo, un regreso a la época en que la Guerra Santa todavía acampaba a los pies de Momemn. Todos los demás, incluido Conphas, habían reducido su atuendo a trapos o vestimentas kianene saqueadas.

El Caballero Shriah asintió sin por ello desengarzar su mirada.

—Sólo hablar de cosas inquietantes, Exalto–General.

—Siempre escucho con atención las noticias inquietantes, Caballero–Comandante, te lo aseguro. —Conphas sonrió y añadió—: Soy una especie de masoquista, ¿te habías dado cuenta?

Sarcellus sonrió de un modo encantador.

—Los Consejos han dejado ese hecho meridianamente claro, Exalto–General.

Conphas nunca había confiado en los Caballeros Shriah. Demasiada devoción. Demasiadas renuncias. El sacrificio autoimpuesto, siempre había pensado, era más una locura que una estupidez.

Había llegado a esa conclusión durante su adolescencia, después de percibir con qué frecuencia —y con qué alegría— los demás se herían o se destruían a sí mismos en nombre de la fe o los sentimientos. Era como si todo el mundo recibiera instrucciones de una voz que él no podía oír, una voz surgida de ninguna parte. Se suicidaban cuando eran deshonrados, se vendían como esclavos para alimentar a sus hijos. Actuaban como si el mundo albergara destinos peores que la muerte o la esclavitud, como si no pudieran vivir consigo mismos si el dolor afligía a los demás.

Por mucho que buscara en su cabeza, Conphas nunca podría comprender el sentido ni imaginar la sensación. Claro que estaba el Dios, las Escrituras y toda esas tonterías. Esa voz la podía entender. La amenaza de condenación eterna podía arrancarle a la razón el más ridículo sacrificio. Esa voz procedía de alguna parte. Pero esa otra…

Oír voces llevaba a la locura. Uno sólo tenía que pasearse por un agora y escuchar a los ermitaños gritando: «¿Qué? ¿Qué?» para confirmarlo. Y a los Caballeros Shriah, oír voces les llevaba también al fanatismo.

—¿Qué problema tienes? —preguntó Conphas.

—Ese hombre al que llaman Profeta Guerrero.

—El Príncipe Kellhus —dijo Conphas.

Se inclinó hacia adelante en su silla de campaña y le hizo un gesto a Sarcellus para que se sentara. Olía la humedad por debajo del humo aromático de los incensarios de su pabellón. La lluvia había amainado y ahora sólo repiqueteaba los dedos sobre la lona de la tienda.

—Sí. El Príncipe Kellhus —dijo Sarcellus, sacudiéndose el agua del cabello.

—¿Qué pasa con él?

—Sabemos que…

—¿Sabemos? ¿Quiénes?

El Caballero Shriah parpadeó irritado. A pesar de su aspecto pío, pensó Conphas, en su porte había algo, quizá un cierto tufillo a presunción, que el Colmillo bordado en oro que llevaba en el pecho no dejaba traslucir. Quizá había juzgado mal a Sarcellus.

«Quizá sea un hombre razonable.»

—Sí —prosiguió el hombre—. Yo y varios de mis hermanos.

—Pero ¿no Gotian?

Sarcellus sonrió de un modo que a Conphas le pareció muy agradable.

—No, No Gotian. Al menos, no por el momento.

Conphas asintió.

—Continúa…

—Sabemos que has intentado asesinar al Príncipe Kellhus.

El Exalto–General soltó una risotada, divertido y ofendido a la vez. Aquel hombre era extremadamente audaz o insoportablemente impertinente.

—¿Así que lo sabéis?

—Lo creemos —corrigió Sarcellus—. En cualquier caso… Lo que es importante es que sepas que compartimos tu sentimiento. Especialmente después de la locura del desierto.

Conphas frunció el entrecejo. Sabía a qué se refería: el Príncipe Kellhus había salido del desierto de Carathay adorado por miles de hombres, siendo objeto de la admiración de todos excepto, al parecer, él mismo. Pero Conphas esperaba que un Caballero Shriah discutiera en términos de signos y augurios, no poder.

El desierto había sido una locura. Al principio, Conphas había caminado arrastrando los pies como los demás, maldiciendo al idiota de Sossatian, al que había nombrado General de la Flota Imperial, y reflexionando, siempre reflexionando sobre improbables circunstancias que le permitieran salvarse. Más tarde, una vez hubo agotado toda la esperanza que alimentaba esas reflexiones, se sintió abrumado por una peculiar incredulidad. Durante un tiempo, la perspectiva de la muerte le pareció algo que consentía por puro decoro, como las necias aseveraciones que los mercaderes hacían sobre sus mercancías. «Sí, sí, ¡moriréis! ¡Os lo aseguro!»

«Por favor —pensó—. ¿Quién crees que soy?»

Entonces, con la sombría lasitud que tanto caracterizaba a aquella marcha, su duda se convirtió en certidumbre, y sintió un asombro casi intelectual: el asombro de hallar el final de la propia vida. Se dio cuenta de que no había una última página, un último codo de pergamino. La tinta simplemente se acababa, y todo era un vacío y un blanco desierto.

«Así que aquí —pensó, mirando las dunas mecidas por el viento— está mi destinación final. Éste es el lugar que me ha estado esperando, que me ha esperado desde antes de que yo naciera.»

Pero entonces había encontrado al Príncipe Kellhus extrayendo agua de aquel arenoso agujero, ¡sacando agua mientras él, Ikurei Conphas, se moría de sed! De todas las raras circunstancias que había considerado, ninguna parecía tan loca como aquélla: salvado por el hombre al que no había conseguido matar. ¿Qué podía ser más mortificante? ¿Más absurdo?

Pero en ese momento… En ese momento su corazón había prendido —¡todavía revoloteaba al recordarlo!— y por un instante Conphas se había preguntado si Martemus no estaba en lo cierto. Quizá era algo más que un hombre. Ese Profeta Guerrero.

Sí. El desierto había sido una locura.

Conphas contempló al Caballero Shriah con una mirada inquisitiva.

—Pero él salvó la Guerra Santa —dijo—. Tu vida… Mi vida.

Sarcellus asintió.

—Cierto, y ése, diría yo, es el problema.

—¿Por qué? —espetó Conphas, a pesar de que sabía perfectamente a qué se refería Sarcellus.

El Caballero–Comandante se encogió de hombros.

—Antes del desierto, el Príncipe Kellhus era simplemente otro fanático que afirmaba haber tenido una visión. Pero ahora… Especialmente ahora que el Temible Dios camina entre nosotros. —Suspiró y se inclinó hacia adelante con las manos cogidas y los antebrazos sobre las rodillas—. Temo por la Guerra Santa, Exalto–General. Tememos por la Guerra Santa. La mitad de nuestros hermanos aclaman a ese fraude, como si fuera otro Inri Sejenus, como si fuera nuestra salvación, mientras la otra mitad le considera un anatema, la causa de nuestro sufrimiento.

—¿Por qué me estás contando esto? —preguntó Conphas gentilmente—. ¿Por qué estás aquí, Caballero–Comandante?

Sarcellus hizo una mueca.

—Porque habrá amotinamientos masivos, altercados, incluso guerra abierta… Necesitamos a alguien con el talento y el poder de minimizar o prevenir estos acontecimientos, alguien que siga contando con la lealtad de sus hombres. Necesitamos a alguien que pueda proteger la Guerra Santa.

—Una vez hayas matado al Príncipe Kellhus —dijo Conphas con sorna. Negó con la cabeza, como si le decepcionara su nula sorpresa—. Ahora acampa con sus seguidores, y le protegen como si fuera el Colmillo. Dicen que en el desierto un centenar de ellos le entregaron el agua, la vida, a él y sus mujeres. Y otro centenar se ofrecieron voluntarios para ser sus guardaespaldas y prometieron entregar su vida por el Profeta Guerrero. ¡Ni siquiera el Emperador cuenta con una protección como ésa! Y sin embargo sigues creyendo que puedes matarle.

Un parpadeo adormilado, que hizo que Conphas estuviera seguro —absurdamente— de que Sarcellus tenía hermanas preciosas.

—No creo, Exalto–General. Sé.

El grito de Serwe fue como una cosa animal, tanto un gruñido como un gemido. Esmenet se acuclilló junto a ella y le pasó los dedos por el cabello sudado. La lluvia golpeaba el techo abombado de su improvisado pabellón, y aquí y allá una gota de agua brillaba en la oscuridad e impactaba sobre las esteras trenzadas. A Esmenet le parecía que estaban agazapados en el corazón iluminado de una cueva, rodeados de trapos enmohecidos y juncos podridos.

La mujer kianene a la que Kellhus había llamado arrulló a Serwe en un idioma que sólo Kellhus parecía comprender. Esmenet encontró el ronco sonido de la mujer tranquilizador. Se dio cuenta de que estaban en un lugar en el que las diferencias de idioma y fe ya no importaban.

Serwe iba a dar a luz.

La partera estaba sentada con las piernas cruzadas entre las rodillas abiertas de Serwe, Esmenet estaba arrodillada junto su angustiado rostro, y Kellhus estaba encima de ellas, con la expresión alerta, sabia y triste. Esmenet le miró preocupada. «Todo irá como tiene que ir», dijeron sus ojos. Pero su sonrisa no borró los temores de Esmenet.

«Hay más —se recordó—. Más que yo.»

¿Cuánto tiempo hacía que Achamian la había dejado?

No tanto, quizá, pero entre ellos estaba el desierto.

Ninguna caminata, parecía, podía ser más larga. El Carathay la había violado, la había toqueteado de arriba abajo, metido sus manos correosas por dentro de su túnica, pasado las puntas de sus dedos pulidos por sus pechos y muslos. La había desnudado hasta su mismísima piel, hasta la madera de sus huesos. La había derribado y revolcado sobre la arena, como una concha de mar.

La había ofrecido a Kellhus.

Al principio ella apenas había reparado en el desierto. Estaba demasiado ebria, se sentía demasiado juvenil a causa de su alegría. Cuando Kellhus caminaba con ella y Serwe, se reía tanto como siempre, pero parecía una pretensión, una manera de ocultar las maravillosas intimidades que ahora compartían. Se había olvidado de cómo había sido su adolescencia, antes de que la prostitución hubiera colocado la desnudez y el apareamiento más allá del círculo de las cosas privadas, secretas. Hacer el amor con Kellhus —y Serwe— había hecho que lo que era descarado se tornara recatado. Se sentía oculta y se sentía sana.

Cuando Kellhus caminaba con sus Zaudunyani, ella y Serwe andaban de la mano, hablando de todo, de cualquier cosa, que tuviera que ver con él. Se reían y sonrojaban, bromeaban para idear nuevos placeres. Se confesaban resentimientos y temores, sabedoras de que la cama que compartían no albergaba ningún engaño. Soñaban en palacios, en ejércitos de esclavos. Como niños pequeños, se jactaban de que los reyes besaran la tierra bajo sus pies.

Pero en todo aquel tiempo, no había caminado tanto a través como alrededor del Carathay. Las dunas, como la maraña de cuerpos bronceados del harén. Llanuras siseando de luz. El desierto le había parecido poco más que un lugar adecuado para su amor y la creciente ascendencia del Profeta Guerrero. Sólo cuando empezó a faltar el agua, cuando masacraron a los esclavos y los seguidores del campamento… Sólo entonces cruzó ella realmente la Gran Sed.

El pasado se desmoronó y el futuro se evaporó. Cada uno de los latidos de su corazón parecía ser de un corazón distinto. Recordaba haber acumulado presagios de muerte, de consumación, como si su cuerpo fuera una vela marcada por las horas, una luz junto a la que leer. Recordaba haberse sentido asombrada por Serwe, que se había convertido en una desconocida en brazos de Kellhus. Recordaba haberse sentido asombrada por la desconocida que caminaba con sus piernas.

Nada echaba ramas en el Carathay. Todo deambulaba sin raíces ni fuente. La muerte de los árboles: eso, había pensado, era el secreto del desierto.

Entonces Kellhus le pidió que le diera a Serwe su agua.

«Serwe. Perderá al niño…»

Los ojos de Kellhus le recordaron quién era ella: Esmenet. Sacó su odre y lo ofreció con las manos firmes. Observó cómo él vertía su enlodada vida en la boca de una desconocida. Y cuando las últimas gotas cayeron como baba, comprendió —aprehendió— y con una brillantez no menos despiadada que el sol.

«Hay más que yo.»

Kellhus lanzó su odre al polvo.

«Tú eres la primera», decían sus ojos, y su mirada era como agua, como vida.

Tenía los pies escaldados por la grava. El cabello lleno de polvo. Los labios agrietados por el sol. Cada respiración era como lana encendida en su garganta y su pecho. Y entonces, increíblemente, llegaron a buena tierra verde. A Enathpaneah. Dieron tumbos por un valle cruzado por un río, a la sombra de extraños sauces. Mientras Serwe dormía, Kellhus desnudó a Esmenet y la llevó a las aguas transparentes. La bañó, le lavó el aterciopelado polvo de su piel.

—Eres mi esposa —dijo—. Tú, Esmi…

Ella parpadeó y el sol brilló a través de sus párpados mojados.

—Hemos cruzado el desierto —dijo él.

«Y yo —pensó ella— soy tu esposa.»

Él se rió y le acarició la cara como si estuviera avergonzado, y ella se encendió y besó la palma de su mano rodeada de un halo… Las aguas que corrían por su rubísimo cabello y su barba habían sido marrones, el color de la sangre seca.

Kellhus construyó un refugio de piedra y ramas para Serwe. Cazó conejos, arrancó tubérculos e hizo fuego frotando palos con palos. Durante un tiempo, parecía que sólo ellos hubieran sobrevivido, que toda la humanidad y no sólo la Guerra Santa hubiera perecido. Sólo ellos hablaban. Sólo ellos miraban y comprendían lo que miraban. Sólo ellos amaban, en todas las tierras y todas las aguas, la mismísima palidez del mundo. Parecía que toda pasión, todo conocimiento, estaba allí, haciendo sonar su penúltima nota. No había forma de explicar o de comprender la sensación. No era como una flor. No era como la risa sin miedo de un niño.

Se habían convertido en la medida… Absoluta. Sin condicionamientos.

Cuando hacían el amor en el río, parecían estar santificando el mar.

«Tú, Esmenet, eres mi esposa.»

Quemando sumergidos en aguas cristalinas, en el otro. El dolor que sostenía.

El desierto lo había cambiado todo.

—¡Kelllhuuus! —gritó Serwe entre contracciones—. ¡Kellhus, tengo miedo! —Gimió y chilló—. ¡Algo va mal! ¡Algo va mal!

Kellhus intercambió varias palabras con la matrona kianene, que enjuagó el interior de los muslos de Serwe con agua hirviendo, asintió y sonrió. Él miró a Esmenet y se arrodilló junto a la muchacha tendida y le acarició su refulgente mejilla. Ella le cogió la mano y se la apretó contra la boca, jadeando, con las cejas rubias unidas de pánico y la mirada desesperada y suplicante.

—¡Kellhuuuusss!

—Todo —dijo él, con los ojos refulgentes de asombro— irá como tiene que ir, Serwe.

—Tú —exclamó la chica, sorbiendo aire—. ¡Tú!

Él asintió como si oyera algo más que una enigmática palabra. Sonriendo, le secó las lágrimas de la mejilla con el pulgar.

—Yo —susurró.

Por un instante, Esmenet se vio a sí misma desde lejos. ¿Cómo podía evitar contener la respiración? Estaba arrodillada con él, el Profeta Guerrero, junto a la mujer que estaba dando a luz su primer hijo.

El mundo tenía sus costumbres. A veces, los acontecimientos pinchaban, hacían cosquillas o acariciaban —en ocasiones golpeaban— pero de alguna manera siempre se canalizaban en la monotonía de lo más o menos esperado. ¡Cuántos acontecimientos oscuros! Cuántos momentos que no arrojaban ninguna luz, que no marcaban ningún giro, que no señalaban nada en absoluto salvo la pérdida elemental. Durante toda su vida, Esmenet se había sentido como una niña llevada de la mano por un desconocido, pasando ante las muchedumbres, encaminándose hacia algún lugar al que sabía que no debía ir, pero temiendo demasiado preguntar o resistirse.

«¿Adonde me estás llevando?»

Nunca se había atrevido a preguntar eso, no porque temiera la respuesta, sino porque temía qué le haría a su vida la respuesta.

«A ninguna parte. A ninguna parte buena.»

Pero ahora, después del desierto, después de las aguas de Enathpaneah, conocía la respuesta. Se había acostado con todos los hombres con los que se había acostado por él. Todos los pecados que había cometido los había cometido por él. Todos los cuencos que había desportillado. Todos los corazones que había magullado. Incluso Mimara. Incluso Achamian. Sin saberlo. Esmenet había vivido toda su vida por él, por Anasurimbor Kellhus.

Penar por su compasión. Engañar por su revelación. Pecar por su perdón. Degradarse para que él pudiera levantarla. Él era el origen. Él era el destino. ¡Él era el desde donde y el adonde y el aquí!

«¡Aquí!»

Era una locura, era imposible, era verdad.

Cuando reflexionaba sobre ello, Esmenet no podía más que reírse maravillada. Qué distante le había parecido siempre la santidad, como las caras de reyes y emperadores de las monedas que tanto codiciaba. Antes de Kellhus, lo único que sabía de lo santo era que siempre la encontraba en el extremo de su sufrimiento y humillación. Como su padre, llegaba a altas horas de la noche, susurrando amenazas, exigiendo sumisión, prometiendo brevedad, solaz, y ofreciendo sólo un horror y una vergüenza interminables.

¿Cómo podía no odiarlo? ¿Cómo podía no tenerle miedo?

Había sido puta en Sumna, y ser puta en una ciudad santa no era cualquier cosa. Algunas de las demás se referían a sí mismas, bromeando, como «sacadineros a las puertas del Cielo». Intercambiaban inacabables y burlonas historias de los peregrinos que con tanta frecuencia lloraban entre sus brazos.

—Todo ese trabajo para ver el Colmillo —dijo bromeando una vez la vieja Pirasha— y acaban enseñándolo en lugar de verlo.

Y Esmenet se había reído con ellas a pesar de que sabía que esos peregrinos lloraban porque habían fracasado, porque habían sacrificado cosechas, ahorros, y la compañía de los seres amados para acudir a Sumna. Ningún hombre de casta baja era tan idiota como para aspirar a la riqueza o la alegría, el mundo era demasiado caprichoso. Sólo la redención, la santidad, estaban a su alcance. Y allí estaba ella balanceando las rodillas en la ventana, como uno de esos leprosos enloquecidos que, por puro rencor, se arrojaban contra los sanos.

Qué distante parecía ahora esa mujer, esa zorra. Qué cerca de lo Santo…

Serwe gimió y berreó con el cuerpo apretado contra la agonía de su útero.

La mujer kianene gritó para animarla, hizo una mueca y sonrió. Serwe dejó caer la cabeza en las rodillas de Esmenet, soltando aire, mirando con los ojos enloquecidos, gritando. Esmenet contempló, sin aliento, sus extremidades insensibilizadas de asombro, con los pensamientos atribulados porque algo tan milagroso pudiera encajar a la perfección en la banalidad cotidiana de la vida.

¡Heba serrisa! —gritó la mujer kianene—. ¡Heba serrisa!

El bebé respiró por primera vez y dio voz a su primera oración entre el llanto.

Esmenet se quedó mirando al recién nacido y se dio cuenta de que era fruto del agua a la que había renunciado. Había sufrido para que Serwe pudiera beber, y ahora allí estaba ese bebé, berreando, el hijo del Profeta Guerrero.

Finalmente sí había habido ramas.

Llorando, bajó la mirada hacia Serwe.

—Un hijo, Serchaa. ¡Tienes un hijo! ¡Y no es azul!

Mordiéndose el labio, Serwe sonrió, se sorbió los mocos y se rió. Compartieron una mirada sabia y alegre que ningún hombre excepto Kellhus podía comprender.

Riéndose, Kellhus recogió el bebé de los brazos de la parturienta y se lo quedó mirando fijamente. El bebé dejó de llorar y por un momento pareció escudriñar a Kellhus, estupefacto como sólo puede estarlo un niño. Kellhus lo alzó bajo una brillante hebra de agua y le enjuagó la sangre y los mocos de la cara. Cuando se puso a llorar de nuevo, él soltó un burlón grito de sorpresa y se volvió hacia Serwe con una mirada de ternura.

Por un instante, sólo un instante, Esmenet pensó que había oído la voz de alguien odiado.

Kellhus bajó el niño y se lo dio a Serwe, que lo meció y siguió llorando. Una repentina pena se apoderó de Esmenet, la reprimenda por la alegría de otra. Con el rostro bajo, se puso en pie y salió del pabellón sin mediar palabra.

Fuera, los hombres de los Cien Pilares, los guardaespaldas sagrados de Kellhus, se la quedaron mirando con alarma en sus ojos de hierro, pero no se movieron para detenerla. A pesar de ello, ella sólo recorrió una corta distancia entre los refugios construidos a propósito, sabedora de que algún seguidor inquieto la detendría. Los Zaudunyani, los seguidores más fieles, mantenían un perímetro armado alrededor del campamento constantemente, tanto para protegerse de los Hombres del Colmillo, según había reconocido Kellhus, como de misiones infieles.

Otra cosa que el desierto había cambiado.

La lluvia había cesado y el aire era frío y estaba lleno de cosas que goteaban. Las nubes se habían roto y ahora podía ver el Clavo del Cielo, como un ombligo brillante mostrándose bajo una túnica de lana levantada. Si levantaba la cabeza y miraba sólo el Clavo, sabía que se imaginaría a sí misma en cualquier otro sitio: Sumna, Shigek, el desierto o incluso en uno de los sueños hechiceros de Achamian. El Clavo del Cielo era una cosa, pensó, a la que no le importaba en absoluto el dónde o el cuándo.

Dos hombres —galeoth, a juzgar por su aspecto— caminaron pesadamente hacia ella por la oscuridad y el fango. «La verdad resplandece», murmuró uno de ellos con el rostro todavía fruncido a causa de lo que debía de ser una terrible quemadura del desierto. Entonces la reconocieron.

—La verdad resplandece —respondió Esmenet bajando el rostro.

Ella evitó su aspecto aturullado cuando pasaron junto a ella.

—Señora… —susurró uno de ellos, como si le faltara el aire de asombro. Cada día se mostraban más nerviosos y serviles en su presencia, como si ella fuera cada día más. Aunque aquello la incomodaba, sus reverencias también la emocionaban. Y con el transcurso de los días, parecía avergonzarla menos y complacerla más. No era un sueño.

Se oyeron ásperas notas procedentes del oscuro horizonte. En alguna parte, supo, los Sacerdotes Shriah soplaban por sus cuernos de oración, y los inrithi ortodoxos se arrodillaban ante sus improvisados santuarios. Por un momento, el sonido le recordó los gritos de Serwe, oídos en la distancia.

Su tristeza se tornó en arrepentimiento. ¿Por qué no podía darle ese momento de alegría a Serwe cuando en el desierto le había dado de buen grado su agua, cuando prácticamente le había dado la vida? ¿Eran celos lo que sentía? No. Los celos amargaban por dentro. Ella no había sentido amargura…

¿Verdad?

«Kellhus tiene razón… No sabemos lo que nos mueve.» Había más, siempre más.

Sintió la frialdad del barro bajo los dedos de los pies, una frialdad muy distinta a las arenas del horno.

La sobresaltaron los gritos procedentes de una tienda cercana. Era alguien sufriendo los huecos, pensó. Mientras se alejaba, reprimió el deseo de ver quién podía ser, de ofrecer consuelo.

—Por favooor —jadeó una débil voz—. Necesito… Necesito…

—No puedo —dijo ella, mirando horrorizada la oscura tienda de pieles y ramas de la que salía la voz. Kellhus había mandado encerrar a los enfermos y sólo permitía a los supervivientes de plagas anteriores atender a los todavía aquejados. El Temible Dios, dijo, comunicaba la enfermedad a través de los piojos.

—¡Estoy tumbado en mis propios excrementos!

—No puedo…

—¿Cómo? —preguntó la maltrecha voz—. ¿Cómo?

—Por favor —dijo Esmenet con un grito reprimido—. Tienes que entenderlo. Está prohibido.

—No puede oírte…

Kellhus. Oír su voz parecía una cosa inevitable. Ella sintió cómo sus brazos la abrazaban, cómo su sedosa barba le acariciaba la nuca desnuda. Eso no parecía inevitable, casi sorprendía.

—Sólo oyen su propio sufrimiento —explicó él.

—Como yo —respondió Esmenet, de repente presa del remordimiento. ¿Por qué se había marchado corriendo?

—Debes ser fuerte, Esmenet.

—A veces me siento fuerte. A veces me siento nueva, pero entonces…

—Eres nueva. Mi Padre nos ha rehecho a todos. Pero tu pasado sigue siendo tu pasado, Esmenet. Lo que fuiste sigue siendo lo que fuiste. El perdón entre extraños requiere tiempo.

¿Cómo podía hacer eso? ¿Cómo podía decir sin el menor esfuerzo lo que albergaba su corazón?

Pero ella conocía la respuesta a esa pregunta, o al menos eso creía.

Los hombres, le había dicho Kellhus en una ocasión, eran como monedas: tenían dos caras. Una de ellas veía, mientras que la otra era vista, y aunque todos los hombres tenían las dos caras al mismo tiempo, los hombres sólo podían conocer verdaderamente la cara con la que veían y la cara por la que eran vistos los demás, sólo podían conocer verdaderamente la mitad interior de sí mismos y la mitad exterior de los demás.

Al principio, a Esmenet le pareció una tontería. ¿No era la mitad interior el todo, lo que era sólo imperfectamente comprendido por los demás? Pero Kellhus le pidió que pensara en todo lo que había presenciado en los otros. ¿Cuántos errores involuntarios? ¿Cuántos defectos en su carácter? La presunción se expresaba en comentarios informales. Los miedos fingían ser juicios.

Los puntos flacos de los hombres —sus límites— estaban escritos en los ojos de los que los observaban. Y ésa era la razón por la que todo el mundo parecía desesperado por lograr que los demás tuvieran buena opinión de ellos, la razón por la que todo el mundo era un actor. Sabían sin saber que lo que veían de sí mismos era sólo la mitad de lo que eran. Y estaban desesperados por ser el todo.

La medida de la sabiduría, había dicho Kellhus, se encontraba en la distancia entre esos dos yos.

Sólo después había pensado ella en Kellhus en esos términos. Con una especie de sacudida —que no de sorpresa—, se dio cuenta de que en ninguna ocasión —¡ni una!— había visto defectos en sus palabras o acciones. Y eso, comprendió, era la razón por la que parecía carecer de límites, como la tierra, que se extendía desde el pequeño círculo que había alrededor de sus pies hasta el gran círculo que había alrededor del cielo. Se había convertido en horizonte.

Para Kellhus no había distancia entre ver y ser visto. Sólo él era un todo. Y lo que es más, de algún modo, era desde fuera y veía desde dentro. Era un todo.

Esmenet echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando sus ojos.

«¿Estás aquí, verdad? Estás conmigo… dentro.»

—Sí —dijo Kellhus, y pareció como si un dios la mirara.

Parpadeó para reprimir dos maravillosas lágrimas.

«¡Soy tu esposa! ¡Tu esposa!»

—Y debes ser fuerte —dijo sobre la voz lastimera del inválido—. El Dios purga la Guerra Santa, nos purifica para la marcha sobre Shimeh.

—Pero dijiste que no debíamos tenerle miedo a la enfermedad.

—No a la enfermedad, a los Grandes Nombres. Muchos de ellos están empezando a tenerme miedo. Algunos creen que el Dios castiga a la Guerra Santa por mi culpa. Otros temen por su poder y sus privilegios.

¿Temía un ataque, una guerra en el interior de la Guerra Santa?

—Entonces debes hablar con ellos, Kellhus. ¡Debes abrirles los ojos!

Él negó con la cabeza.

—Los hombres halagan lo que les adula y se ríen de lo que les reprende, ya lo sabes. Antes, cuando eran sólo los esclavos y los soldados, se podían permitir no hacerme caso. Pero ahora que sus más fiables asesores y vasallos toman la Carga, están empezando a comprender la verdad de su poder, y con ello, su vulnerabilidad.

«¡Me sostiene! ¡Este hombre me sostiene!»

—¿Y eso qué es?

—Creencia.

Esmenet le miró con dureza a los ojos.

—Tú y Serwe —prosiguió— no viajaréis sin compañía en ninguna circunstancia. Os utilizarían contra mí si pudieran.

—¿Tan mal están las cosas?

—Todavía no. Pero lo estarán muy pronto. Mientras Caraskand siga resistiéndonos.

De repente, un horror sin fondo. En su interior, vislumbró a asesinos enviados en mitad de la noche, conspiradores adornados con oro frunciendo el entrecejo a la luz de la vela.

—¿Tratarán de matarte?

—Sí.

—¡Entonces debes matarlos!

La ferocidad no premeditada de esas palabras la sorprendió. Pero no las lamentó.

Kellhus se rió.

—¡Decir esas cosas una noche como ésta! —le reprendió.

Su anterior remordimiento regresó. ¡Serwe había dado a luz aquella noche! ¡Kellhus tenía un hijo! Y lo único que ella hacía era revolcarse en sus propios defectos y pérdidas. ¿Por qué me dejaste, Akka?

Un gemido doloroso la recorrió.

—Kellhus —murmuró—. Kellhus, ¡estoy tan avergonzada! ¡Le tengo envidia!, ¡la envidio tanto!

Él se rió entre dientes y la acurrucó contra su pecho.

—Tú, Esmenet, eres la lente a través de la que quemaré. Tú… tú eres el útero de tribus y naciones, el fuego que engendra. Eres la inmortalidad, la esperanza y la historia. Eres más que un mito, más que la escritura. ¡Eres la madre de esas cosas! Tú, Esmenet, eres la madre de más.

Respirando hondamente aquel mundo oscuro y lluvioso, se agarró a los brazos que la abrazaban con fuerza. Lo había sabido, desde los primeros días del desierto, lo había sabido. Era la razón por la que había portado su concha de puta, el encanto anticonceptivo que vendían las brujas, por las arenas.

«Eres el fuego que engendra…»

Esmenet no volvería a impedir que la semilla entrara en su útero.

Principios de invierno, año del Colmillo 4111, costa del Meneanor, cerca de Iothiah

DIME…

Un inmenso remolino, uniendo la tierra armada con vetustos infieles, escupiendo polvo y sranc a los cielos.

¿QUÉ VES?

Achamian se despertó sin gritar. Estaba tendido, inmóvil, buscando su aliento. Parpadeó pero no llegó a llorar. La luz del sol brillaba a través de su ventana con barrotes iluminando la alfombra morada del corazón de la habitación. Se acurrucó un poco más en la cálida cuenca de sus mantas, maravillado por la paz de sus mañanas.

Ya el lujo parecía imposible. Después de la destrucción del complejo de los Chapiteles Escarlatas en Iothiah, él y Xinemus se habían convertido en honrados huéspedes del Barón Shanipal, el representante que Proyas había dejado en Shigek. Al parecer, uno de los caballeros vasallos del Barón les había encontrado vagando desnudos por la ciudad. Al reconocer a Xinemus, se lo había entregado a Shanipal, que los había llevado allí —una lujosa casa de campo kianene en la costa del Meneanor— hasta que se recuperaran.

Durante semanas, había gozado de la protección y la hospitalidad del Barón, tiempo suficiente para olvidarse del maravilloso hecho de que habían logrado huir y empezar a obsesionarse con sus pérdidas. La supervivencia, estaba aprendiendo Achamian rápidamente, era en sí misma algo a lo que había que sobrevivir.

Tosió y apartó las mantas de una patada. Su sirviente shigeki y uno de los dos esclavos que el Barón Shanipal le había asignado, aparecieron por detrás de un biombo bordado con flores. El Barón, que era uno de esos extraños hombres cuya gentileza y brutalidad dependía de lo convincentemente que uno satisficiera sus excentricidades, había decidido que debían vivir como los fallecidos Grandes que habían sido propietarios de aquella casa de campo. Al parecer, los kianene dormían con esclavos en sus habitaciones, como los norsirai con sus perros.

Después de bañarse y vestirse, Achamian recorrió los pasillos de la casa de campo en busca de Xinemus, que obviamente no había regresado a su habitación la noche anterior. Los kianene habían dejado muchas cosas atrás —mobiliario chapado de caoba, suaves alfombras y cerúleas colgaduras—, tantas que Achamian a punto estuvo de creer que era el invitado de un Grande fanim y no de un Barón inrithi que resultaba vestir y vivir como tal.

Se sorprendió maldiciendo al Mariscal mientras buscaba por las habitaciones. Los sanos siempre envidiaban a los enfermos: estar encadenado por las incapacidades de otro no era cosa fácil. Pero el resentimiento que Achamian albergaba era curiosamente intrincado, era casi un laberinto en su complejidad. Con Xinemus, cada día parecía más difícil que el anterior.

En muchos sentidos, el Mariscal era su más viejo y mejor amigo, y sólo eso ya hacía que Achamian se sintiera responsable. El hecho de que el hombre hubiera sacrificado lo que había sacrificado, que hubiera sufrido lo que había sufrido para salvar a Achamian, aumentaba esa responsabilidad. Pero Xinemus seguía sufriendo. A pesar de la luz del sol, a pesar de la seda y los sumisos esclavos, seguía gritando en aquellos sótanos, seguía traicionando secretos, seguía rechinando los dientes de angustia. Parecía que cada día le arrancaran los ojos de nuevo. Y debido a aquello, no sólo consideraba a Achamian responsable, sino que acusaba.

—¡Mira la recompensa a mi devoción! —gritó en una ocasión—. ¿Me lloran las cuencas de los ojos?, porque siento las mejillas secas. ¿Se marchitan mis párpados, eh, Akka? ¡Descríbemelos, porque no puedo ver!

—¡Nadie te pidió que me salvaras! —había gritado Achamian. ¿Cuánto tiempo iba a tener que pagar favores no requeridos?—. ¡Nadie te pidió que actuaras como un idiota!

—Esmi —había respondido Xinemus—. Me lo pidió Esmi.

Por mucho que Achamian tratara de perdonar esos berrinches, su veneno le golpeaba en lo más hondo. Con frecuencia se sorprendía reflexionando sobre los límites de su responsabilidad, como si fueran materia de un debate. ¿Qué le debía exactamente? A veces se decía que Xinemus, el verdadero Xinemus, había muerto, y que ese tirano ciego no era más que un desconocido. ¡Que mendigara con los demás en los barrios bajos! Otras veces se convencía de que Xinemus necesitaba que le abandonaran, aunque sólo fuera para que se deshiciera de su orgullo de noble.

—Coges rápido aquello de lo que debes desprenderte —le dijo en una ocasión al Mariscal—, y te desprendes de aquello que deberías coger. Esto no puedes seguir así, Zin. ¡Debes recordar quién eres!

Y sin embargo Xinemus no era el único. Achamian también había cambiado, irrevocablemente.

No había llorado ni una vez por su amigo. Él, el llorón… Desde su huida, ni siquiera había gritado al despertarse de los Sueños. Por alguna razón, no se sentía… capaz. Podía recordar las sensaciones, los oídos rugiendo, los ojos ardiendo y la garganta punzante, pero le parecían desarraigadas, abstractas, como algo leído en lugar de sabido.

Lo que era extraño era que Xinemus parecía necesitar sus lágrimas, como si peor que los tormentos, peor incluso que la ceguera, fuera el hecho de que él, y no Achamian, se hubiera convertido en el débil. Y todavía más extraño era que cuanto más parecía Xinemus necesitar sus lágrimas, más se alejaban éstas de Achamian. Con frecuencia parecía que peleaban cuando hablaban, como si Xinemus fuera el padre en decadencia que se avergonzaba continuamente de tratar de imponer su ascendencia sobre su hijo.

—¡Yo soy el fuerte! —gritó en una ocasión con un ebrio estupor—. ¡Yo!

Observando, Achamian sólo pudo reunir una especie de pena sin aliento.

Podía lamentar, podía sentir, pero no podía llorar por su amigo. ¿Significaba eso que también a él le habían arrancado algo esencial? ¿O había recobrado algo? No se sentía fuerte ni resoluto, y sin embargo sabía que se había convertido en ambas cosas. «El tormento enseña —escribió el poeta Protathis— lo que el amor ha olvidado.» ¿Había sido aquél el regalo de los Chapiteles Escarlatas? ¿Le habían marcado a fuego alguna lección?

¿O simplemente le habían vapuleado hasta dejarlo insensible?

Cualquiera que fuera la respuesta, les vería arder, especialmente a Iyokus. Les mostraría las consecuencias de su nueva certidumbre.

Quizá aquél había sido su regalo. El odio.

Después de preguntar a diversos esclavos, encontró a Xinemus bebiendo a solas en una de las terrazas que daban al mar. El sol de la mañana prometía la piel caliente bajo el aire fresco, una sensación que a Achamian siempre le había parecido alentadora. El estallido de las olas y el olor de salobre le traían a la mente recuerdos de su infancia. El Meneanor se extendía hasta el horizonte, el turquesa de las profundidades se tornaba un azul sin fondo.

Respirando hondamente, se acercó al Mariscal, que estaba recostado con un cuenco en la mano y los pies apoyados sobre la baranda de ladrillos glaseados. La noche anterior Shanipal se había ofrecido a pagar su viaje por mar a Joktha, el puerto de la ciudad de Caraskand. Achamian quería —no, necesitaba— marcharse cuanto antes, pero no podía hacerlo sin Xinemus. Por alguna razón, sabía que Xinemus moriría si lo dejaba allí. La pena y la amargura habían matado a hombres incluso más fuertes.

Se detuvo, reuniendo argumentos, templando los nervios.

Sin mediar aviso, Xinemus exclamó:

—¡Toda esta oscuridad!

Estaba borracho, percibió Achamian al ver las pálidas manchas rojas en el pecho de su túnica de lino blanco. Totalmente borracho.

Achamian abrió la boca, pero no le salieron las palabras. ¿Qué podía decir? ¿Que Proyas le necesitaba? Proyas le había despojado de su tierra y sus títulos. ¿Que la Guerra Santa le necesitaba? Él sólo sería una carga, lo sabía.

«¡Shimeh! Vino a ver…»

Xinemus bajó los pies y se echó hacia adelante en su silla.

—¿Adónde llevas, Oscuridad? ¿Qué significas?

Achamian se quedó mirando a su amigo, estudió los planos de luz que cruzaban su barbado perfil. Como siempre, se quedó helado al ver las cuencas de sus ojos vacías. Era como si Xinemus fuera a tener siempre cuchillos clavados en los ojos.

El Mariscal alzó la palma de la mano contra el sol, como si quisiera asegurarse de que mantenía una distancia prudente.

—¿Eh, Oscuridad? ¿Has sido siempre así? ¿Has estado siempre aquí?

Achamian bajó la mirada golpeado por el remordimiento. «¡Di algo!»

Pero las palabras no salían. ¿Qué iba a decir? ¿Que no tenía otra opción que encontrar a Esmenet?

«¡Entonces vete! ¡Ve y encuentra a tu puta! ¡Déjame en paz!»

Xinemus soltó una risotada, dando un bandazo de una pasión a otra como suelen hacerlo los borrachos.

—¿Te parezco amargo, Oscuridad? Oh, ya sé que no eres tan mala. ¡Me ahorras la indignidad del rostro de Akka! ¡Y cuando meo, no tengo que convencerme de que tengo las manos muy grandes! Pensar…

Al principio, Achamian había anhelado desesperadamente noticias de la Guerra Santa, tanto que a duras penas pudo expresar su pena por Xinemus y su pérdida. Durante todos sus tormentos, Esmenet había parecido impensable, como si una parte de él hubiera comprendido la vulnerabilidad que ella representaba. Pero en cuanto recuperó sus sentidos, no pudo pensar en otra cosa, salvo quizá Kellhus. ¡Qué daría por tenerla en sus brazos, por cubrirla de risas, lágrimas y besos! ¡Qué alegría encontraría en su alegría, en su incredulidad y sus lloros!

Lo veía tan claramente… Cómo sería.

—¡Sólo quiero saber —gritó Xinemus con una zalamería ebria— quién diablos eres!

Aunque al principio no pudo evitar temerse lo peor, Achamian sabía que estaba viva. Según los rumores, la Guerra Santa casi había perecido durante la travesía de Khemema. Pero según Xinemus, viajaba con Kellhus, y él no podía imaginar un lugar más seguro. Kellhus no podía morir. Era el Heraldo, mandado para salvar a la humanidad del Segundo Apocalipsis.

Pero otra certeza nació de ese tormento.

—¡Eres como el viento! —gritó Xinemus, con la voz más estridente—. ¡Hueles como el mar!

Kellhus salvaría el mundo. Y él, Drusas Achamian, sería su consejero, su guía.

—¡Abre los ojos, Zin! —gritó el Mariscal con la voz rota. Achamian vio cómo la baba refulgía a la luz del sol—. ¡Abre tus malditos ojos!

Una imperiosa ola explotó en las rocas negras debajo de ellos. Una bruma salada enturbió el aire.

Xinemus dejó caer su cuenco de vino y se puso a dar enloquecidas palmadas al aire, gritando:

—¡Ah! ¡Ah!

Achamian dio dos pasos adelante rápidamente. Se detuvo.

—Cada sonido —dijo el Mariscal jadeando—. ¡Cada sonido me hace encoger! ¡Nunca había tenido tanto miedo! ¡Nunca había tenido miedo! Por favor, Dios… ¡Por favor!

—Zin —susurró Achamian.

—¡He sido bueno! ¡Muy bueno!

—¡Zin!

El Mariscal se quedó absolutamente inmóvil.

—¿Akka? —Dejó caer los brazos y se abrazó a sí mismo, como si tratara de exprimir la oscuridad que sólo él podía ver—. ¡Akka, no! ¡No!

Sin pensarlo, Achamian corrió hacia él y le abrazó.

—¡Tú eres la causa de esto! —le gritó Xinemus al pecho—. ¡Esto lo has hecho tú!

Achamian enderezó a su amigo, que no dejaba de sollozar. La anchura de los hombros de Xinemus sorprendió a sus brazos extendidos.

—Tengo que irme —murmuró—. Tengo que encontrar a los demás.

—Lo sé —dijo jadeando el Mariscal de Attrempus—. ¡Tenemos que encontrar a Kellhus!

Achamian bajó la mandíbula contra el cuero cabelludo de su amigo. Se maravilló de que sus mejillas siguieran secas.

—Sí. Kellhus.

Principios de verano, año del Colmillo 4111, cerca de Caraskand

El centro de la finca abandonada había sido construido por los antiguos ceneianos. En su primera visita, Conphas se había entretenido examinando las estructuras siguiendo su procedencia histórica hasta terminar en el pequeño tabernáculo de mármol que algún Grande kianene había construido hacía generaciones. Le molestaba no conocer la disposición de los edificios en los que se hospedaba. Era una costumbre propia de un general, suponía, pensar en todos lo lugares como si de campos de batalla se tratara.

Los nobles inrithi empezaron a llegar por la tarde, grupos de hombres a caballo cubiertos con capas para protegerse de la interminable lluvia. Detenido con Martemus en la oscuridad de la terraza cubierta, Conphas observó cómo se apresuraban por el patio. Habían cambiado mucho desde aquella tarde en el Jardín Privado de su tío. Si cerraba los ojos todavía los veía dispersados entre los ornamentales cipreses y tamarindos. Con los rostros esperanzados y francos, los modales arrogantes y teatrales, su atuendo como muestra de las peculiaridades de sus respectivas naciones. Al mirar atrás, todo en ellos parecía tan… tan poco puesto a prueba. Y ahora, después de meses de guerra, desierto y enfermedad, tenían un aspecto adusto y duro, como esos soldados de infantería de las Columnas que renovaban continuamente sus condiciones, esos veteranos con el corazón de sílex que tanto admiraban los soldados y tanto temían los jóvenes oficiales. Parecían una gente distinta, una nueva raza, como si las diferencias que distinguían a los conriyanos de los galeoth, los ainonios de los tydonnios, les hubieran sido arrancadas como las impurezas del acero.

Y por supuesto todos montaban caballos kianene, todos llevaban ropa kianene. Uno no debía ignorar lo superficial; era demasiado profundo.

Conphas miró de soslayo a Martemus.

—Parecen más infieles que los infieles.

—El desierto hizo a los kianene —dijo el General, encogiéndose de hombros— y nos ha remodelado a nosotros.

Conphas miró al hombre pensativamente, preocupado por algo.

—No hay duda de que tienes razón.

Martemus le dedicó una mirada neutra.

—¿Me dirás de qué va todo esto? ¿Por qué reunir a los Grandes y Pequeños Nombres en secreto?

El Exalto–General se volvió hacia las colinas de Enathpaneah, negras y ocultas por un telón de lluvia.

—Para salvar la Guerra Santa, por supuesto.

—Creía que sólo nos importaba el Imperio.

Una vez más, Conphas escudriñó a su subordinado tratando de descifrar más al hombre que lo que había dicho. Desde la debacle con el Príncipe Kellhus, constantemente se sorprendía deseando sospechar que el General le traicionaba. Sentía rencor por Martemus a causa de lo sucedido en Shigek. Pero no le molestaba, curiosamente, su presencia.

—El Imperio y la Guerra Santa caminan por el mismo camino, Martemus. —Aunque pronto, pensó, se separarían. Sería tan trágico.

«Primero Caraskand, después el Príncipe Kellhus. La Guerra Santa debe esperar.» El orden debía ser observado en todas las cosas.

Martemus ni siquiera había parpadeado.

—Y si…

—Ven —le interrumpió Conphas—. Ha llegado el momento de hacer rabiar a los leones.

El Exalto–General había ordenado a sus sirvientes —después del desierto se había visto obligado a recurrir a soldados para que hicieran el trabajo de los esclavos— que llevaran a los nobles inrithi a la gran sala de equitación cubierta que había junto a los establos. Conphas y Martemus los encontraron esparcidos en pequeños grupos bajo la aireada oscuridad, calentándose a la luz naranja de los braseros con carbón, murmurando con las voces graves de los hombres entristecidos. Eran unos cincuenta o sesenta. Por un instante, nadie se percató de su llegada y Conphas se quedó parado bajo el arco de entrada, estudiándolos, desde los ojos —que parecían brillantes como el desierto a la luz gris— hasta la paja que llevaban pegada en sus botas húmedas.

«¿Cuánto debió pagar el Padirajah por esa habitación?», se preguntó ociosamente.

—¿Dónde está Anasurimbor? —gritó el Palatino Gaidekki con la mirada tan inquisitorial y cínica como siempre.

Conphas sonrió.

—Oh, está aquí. Si no en persona, al menos como tema.

—Faltan más aparte del Príncipe Kellhus —dijo Gothyelk—. Saubon, Athjeari… Proyas está enfermo, por supuesto, pero no veo a ninguno de los más ardientes defensores de Kellhus aquí.

—Una feliz coincidencia, estoy seguro.

—Creía que íbamos a hablar de Caraskand —dijo el Palatino Uranyanka.

—¡Por supuesto! Caraskand se nos resiste. Estamos aquí para preguntarnos por qué.

—¿Por qué se nos resiste? —preguntó Gotian con un tono irritado.

No por primera vez, Conphas se dio cuenta de que casi todos los allí reunidos le despreciaban. Todos los hombres odiaban a los que eran mejores que ellos.

Abrió los brazos y caminó entre ellos.

—¿Por qué? —gritó mirándoles, retándoles—. Ésa es la pregunta, ¿verdad? ¿Por qué la lluvia sigue cayendo, pudriéndonos los pies, las tiendas, los corazones? ¿Por qué la hemoplejia nos golpea tan indiscriminadamente? ¿Por qué tantos de nosotros mueren sacudiéndose en sus propios intestinos? —Se rió como si estuviera perplejo—. ¡Y todo ello después del desierto! ¡Como si el Carathay no hubiera sido una tribulación suficiente! ¿Por qué? ¿Tenemos que pedirle al viejo Cumor que consulte sus textos–augurios?

—No —dijo Gotian, tenso—. Está claro. La ira del Dios arde contra nosotros.

Conphas sonrió en su interior. Sarcellus había insistido en que el llamado Profeta Guerrero estaría muerto en cosa de días. Pero tuvieran éxito o no —y Conphas sospechaba que no lo tendrían— necesitarían aliados después del intento. Nadie sabía con exactitud cuántos «Zaudunyani» estaban a las órdenes del Príncipe Kellhus, pero debían de ser, al menos, decenas de miles. Cuantos más Hombres del Colmillo sufrían, más parecían girarse hacia el demonio.

Pero, como decía el dicho, ningún perro quería más a su amo que cuando le apaleaba.

Conphas miró a los señores allí reunidos y se detuvo en el mejor estilo oratorio.

—¿Quién puede estar en desacuerdo? La ira del Dios arde contra nosotros. Y es lógico que así sea…

Barrió a todos los asistentes con la mirada.

—Dado que albergamos y secundamos a un Falso Profeta.

Surgieron aullidos entre ellos, más de protesta que de asentimiento. Pero Conphas ya se lo esperaba. En ese momento, lo importante era que esos idiotas se pusieran a hablar. Su fanatismo haría el resto.