Enathaneah
¿Qué venganza es ésta? ¿Que él duerma mientras yo resisto? La sangre no apaga el odio, no limpia el pecado. Como la semilla, se derrama según su propia voluntad y no deja más que pena tras de sí. |
Hamishaza, Tempiras el rey |
… y mis soldados, dicen, hacen ídolos de sus espadas. Pero ¿acaso la espada no hace certeza? ¿No allana? ¿Acaso la espada no impone amabilidad a los que se arrodillan en las sombras? No necesito otro dios. |
Triamis, Diarios y diálogos |
Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Enathpaneah
El primer sonido que Proyas oyó fue la ráfaga del viento entre las hojas, el sonido de los espacios abiertos. Después, como si fuera imposible, oyó el gorgoteo del agua, el sonido de la vida.
«El desierto…»
Se despertó con un respingo y parpadeó para protegerse los ojos, que lloraban de dolor, de la luz del sol. Parecía que un carbón al rojo vivo ardiera ante su frente. Trató de llamar a Algari, su esclavo, pero no pudo más que susurrar. Le dolían los labios, le quemaban como si le sangraran.
—Tu esclavo ha muerto.
Proyas recordó algo. Un gran derramamiento de sangre sobre la arena.
Se volvió en dirección al sonido de la voz y vio a Cnaiür en cuclillas, cerca de él, inclinado sobre lo que parecía un cinturón. El hombre iba desnudo de cintura para arriba, y Proyas advirtió la piel quemada de sus anchos hombros, el rojo ardiente de sus brazos cubiertos de cicatrices. Tenía los labios, normalmente sensuales, hinchados y agrietados. Tras él, un arroyo chapoteaba por un desfiladero que se abría entre tierra y piedras. El verde de las cosas vivas, borroso en la distancia.
—¿Scylvendio?
Cnaiür levantó la mirada, y por primera vez Proyas advirtió su edad: el ramal de arrugas alrededor de sus ojos azules como la nieve, los primeros cabellos entrecanos en su negra melena. Se dio cuenta de que el bárbaro no era mucho más joven que su padre.
—¿Qué ha pasado? —dijo Proyas con voz ronca.
El scylvendio siguió cavando con el cuero que le envolvía los nudillos quemados.
—Te desmayaste —dijo—. En el desierto.
—¿Tú… me has salvado?
Cnaiür se detuvo pero no alzó la mirada. Después siguió trabajando.
Una vez salidos del horno, se comportaron como simples asaltantes. Eran hombres doblegados por las pruebas del sol, y cayeron sobre las aldeas y tomaron por asalto los fuertes de las colinas y las casas de campo del norte de Enathpaneah. Quemaron todos y cada uno de los edificios. Ensartaron con la punta de su espada a todos y cada uno de los hombres hasta que no quedó ninguno vivo. Las mujeres y los niños que encontraron escondidos fueron pasados a cuchillo.
No hubo inocentes. Aquél era el secreto que habían descubierto en el desierto.
Todos eran culpables.
Vagaron hacia el sur; eran grupos dispersos de caminantes salidos de las llanuras de la muerte para desgarrar la tierra tal como ellos habían sido desgarrados, para infligir el mismo sufrimiento que les habían infligido. Los horrores del desierto se reflejaban en sus ojos espectrales. La crueldad de las tierras malditas estaba escrita en sus demacrados cuerpos. Y sus espadas serían su juicio.
Unas trescientas mil almas, quizá tres quintas partes de ellas soldados, habían marchado bajo la insignia del Colmillo hacia el interior de Khemema. Sólo cien mil, casi todos soldados, salieron de allí. A pesar de sus pérdidas, y con la excepción del Palatino Detnammi, no había muerto ninguno de los Grandes. Valiéndose de los nobles inrithi como aguja de un compás, la muerte había ido trazando círculos, cada uno más estrecho que el anterior, llevándose a los esclavos y a los seguidores del campamento, después a los soldados vasallos de castas ínfimas, y así sucesivamente. Doscientos mil cadáveres marcaban el paso de la Guerra Santa desde el oasis de Subis hasta la frontera de Enathpaneah. Doscientos mil muertos convertidos en cuero negro por el sol.
Durante generaciones, los khirgwi llamarían a la ruta que habían seguido saka’ilrait, el «Rastro de Cráneos».
El camino del desierto había afilado sus almas hasta convertirlas en cuchillos. Los Hombres del Colmillo pusieron rumbo hacia otro camino, igualmente atroz, y muchísimo más furioso.
Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Iothiah
¿Durante cuánto tiempo le habían torturado?
¿Cuánto sufrimiento había soportado?
Pero no importaba cómo le atormentaran, con rudimentarios golpes o con el más sutil de los engaños hechiceros, no podían doblegarle. Gritaba y gritaba hasta que parecía que sus aullidos eran una cosa lejana, el tormento de algún desconocido llevado por el viento. Pero no se doblegaba.
No tenía nada que ver con la fortaleza. Achamian no era fuerte.
Pero Seswatha…
¿Cuántas veces había sobrevivido Achamian al Muro de Tormento en Dagliash? ¿Cuántas veces se había despertado de la angustia de sus sueños, llorando porque tenía las muñecas libres, porque ningún clavo retenía sus brazos? Por lo que respectaba a la tortura, los Chapiteles Escarlatas eran meros aprendices comparados con el Consulto.
No. Achamian no era fuerte.
A pesar de toda su despiadada malicia, lo que los Chapiteles Escarlatas nunca llegaron a comprender era que estaban torturando a dos hombres, no a uno. Colgado desnudo de las cadenas, con el rostro flácido caído sobre el hombro y el pecho, Achamian veía en primera instancia su difusa sombra abierta contra el suelo de mosaico. Y no importaba lo violentas que fueran las agonías que recorrían su cuerpo, la sombra permanecía firme, inalcanzable. Le susurraba aunque él gimiera o sintiera náuseas.
«Hagan lo que hagan, yo sigo siendo inalcanzable. El corazón de un gran árbol nunca arde. El corazón de un gran árbol nunca arde.»
Dos hombres, como un círculo y su sombra. La tortura, las Palabras de Compulsión, los narcóticos, todo había fallado porque eran dos hombres los que debían doblegar, y uno, Seswatha, estaba muy lejos del círculo del presente. Cualquiera que fuera el castigo, por muy obsceno que fuera, su sombra susurraba: «Pero yo he sufrido más…».
El tiempo pasó, el sufrimiento se acumuló a más sufrimiento, y entonces el adicto a la chanv, Iyokus, arrastró a un hombre ante él, lo arrojó al suelo junto al Círculo Uroboriano con las manos a la espalda, totalmente desnudo salvo por las cadenas. Una cara, rota y barbada, le miró y pareció llorar y reír.
—¡Akka! —gritó el desconocido con la boca harinosa a causa de la sangre. Le salía un poco de baba entre los labios—. ¡Bor favor, Akka! ¡Bor favor, cuéntaselo!
Había algo en él, una irritante familiaridad.
—Hemos agotado los métodos convencionales —dijo Iyokus—, tal como sospechaba que sucedería. Has demostrado ser tan testarudo como tus predecesores. —Los ojos de iris rojo se giraron hacia el desconocido—. Ha llegado el momento de que probemos nuevos métodos.
—No buedo soportarlo más —dijo el hombre gimiendo—. No buedo…
El Maestro de Espías frunció sus labios sin sangre con un remordimiento burlón.
—Vino con la esperanza de rescatarte.
Achamian se quedó mirando al hombre, como si fuera algo visto accidentalmente, algo que simplemente estaba allí.
«No.»
No podía ser. No lo permitiría.
—La pregunta es —estaba diciendo Iyokus—: ¿Hasta qué punto llega tu indiferencia? ¿Soportará la mutilación de un ser querido?
«¡No!»
—Tengo la impresión de que los gestos dramáticos son más efectivos al principio, antes de que el sujeto se acostumbre demasiado. Así que pensé que empezaría arrancándole los ojos.
Hizo un gesto circular con el dedo índice. Uno de los soldados–esclavos que estaba tras Xinemus le cogió por el pelo, le echó la cabeza hacia atrás y alzó un brillante cuchillo.
Iyokus miró de reojo a Achamian y después asintió en dirección a su Javreh. El hombre bajó el cuchillo casi con cuidado, como si estuviera ensartando una ciruela de una fuente.
Xinemus gritó. El hoyo de su ojo se tensó ante el metal pulido.
Achamian jadeó de incredulidad. Aquella cara tan familiar y querida, mostrando un millar de gestos amistosos, esbozando un millar de sonrisas compungidas, un asilo entre tanta condenación, ahora, ahora…
El Javreh alzó el cuchillo.
—¡ZIN! —gritó Achamian.
Pero allí estaba su sombra, suspendida, extendida sobre el cristal cimentado, susurrando:
«No conozco a ese hombre».
Iyokus estaba hablando:
—¡Achamian! ¡Achamian! Necesito que me escuches muy atentamente, Achamian, de un Maestro a otro. Tú y yo sabemos que nunca saldrás de esta sala con vida. Pero tu amigo, Krijates Xinemus…
—¡Bor favor! —gimió el Mariscal—. ¡Bor favooor!
—Yo soy —prosiguió Iyokus— el Maestro de Espías de los Chapiteles Escarlatas. Ni más, ni menos. No siento por ti ni por tu amigo ningún rencor. A diferencia de algunos, yo no necesito odiar a mis sujetos para hacerles lo que les hago. Tú y tu sufrimiento sois sólo medios para un fin. Si me das lo que mi Escuela necesita, Achamian, tu amigo no me servirá de nada. Ordenaré que le quiten las cadenas y le dejen libre. Tienes mi palabra como Maestro.
Achamian le creyó, y le hubiera dado cualquier cosa si hubiera podido. Pero un hechicero que había muerto hacía dos mil años miraba a través de sus ojos, observaba con una horrible indiferencia.
Iyokus le escudriñó. Su piel membranosa parecía húmeda bajo aquella luz inestable. Silbó y negó con la cabeza.
—¡Qué testarudez tan fanática! ¡Qué fortaleza!
El hechicero, enfundado en una túnica roja, se dio la vuelta y asintió al soldado–esclavo que tenía cogido a Xinemus.
—¡Nooooo! —aulló una voz lastimera.
Un desconocido se convulsionó en su ciega agonía y se ensució.
«No conozco a ese hombre.»
El anónimo gato atigrado naranja se detuvo, se acurrucó con las orejas echadas hacia adelante y escudriñó el callejón lleno de escombros que tenía ante sí. Algo se arrastró entre las sombras, lento como un lagarto cuando hace frío. De repente, salió a la polvorienta luz. El gato saltó.
Durante cinco años había merodeado por los callejones y los intestinos de Iothiah alimentándose de ratones, cazando ratas y, cuando podía, hurgando en las infrecuentes sobras que dejaban los hombres. En una ocasión incluso se había comido el cadáver de otro gato que unos niños habían arrojado desde un tejado.
Sólo recientemente había empezado a comer hombres muertos.
Cada día, con una devoción surgida de su sangre, caminaba, se arrastraba y rondaba por el mismo circuito. Entre los callejones tras el mercado Agnotum, donde las ratas olisqueaban la basura, a lo largo del muro en ruinas, donde los hierbajos y los cardos llamaban a los ratones, tras las casas de comida en los Pannas, junto a las ruinas del templo, después por las laberínticas grietas de las casas de vecinos ceneianas desmoronadas, donde a veces un niño le rascaba entre las orejas.
Hacía un tiempo que habían empezado a aparecer cadáveres de hombres por allí.
Y ahora aquello.
Sorteando los obstáculos, se deslizó hasta el cesto de sombras por el que había desaparecido aquella cosa que corría. No tenía hambre. Pero quería ver.
Además, deseaba el sabor de una presa viva, sangrando…
Agachado junto a un muro de ladrillos quemado, estiró el cuello por la esquina. Se detuvo, totalmente inmóvil. El mundo que tenía ante su cara le murmuraba por los bigotes…
Ningún corazón latiendo, ningún gritito de rata que sólo él podía oír.
Pero algo se movía…
Saltó hacia una forma ensombrecida con las garras extendidas. Derribó a la figura clavando sus garras en su espalda, los dientes en la suave tela de su garganta. El sabor era raro. El olor era raro. Sintió el primer corte, después el segundo. Tiró de la garganta en busca de carne, el atractivo torrente de sangre.
Pero no había nada.
Otro corte.
El gato soltó a la cosa y trató de huir, pero le fallaron las patas traseras y se tambaleó. Maulló y gritó, arañando el cobre desconchado.
Los pequeños brazos de muñeco se cerraron alrededor del cuello del gato.
El sabor de la sangre.
Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Caraskand
Ubicada en la gran ruta terrestre que unía las naciones al sur del Carathay con Shigek y Nansur, Caraskand era un antiguo y estratégico cruce de caminos. Todos los bienes que los mercaderes no querían confiar a los caprichosos mares —sedas zeumi, canela, pimienta, y los magníficos tejidos de Nilnamesh, la lana galeoth y el buen vino nansur— pasaban por los grandes bazares de Caraskand, y lo habían hecho durante miles de años.
Puesto de avanzada shigeki en los días de la Vieja Dinastía, Caraskand había crecido a lo largo de los siglos, y durante breves períodos entre la ascendencia de naciones más grandes, había gobernado su pequeño imperio. Enathpaneah era un territorio parcialmente montañoso que sufría tanto los áridos veranos del Carathay como los lluviosos inviernos de Eumarna. El centro de Caraskand se extendía por nueve colinas. Sus grandes murallas habían sido construidas por Triamis I, el mayor de los Emperadores–Aspecto ceneianos. Los inmensos mercados habían sido autorizados por el Emperador Boksarias cuando Caraskand era una de las gobernadurías más ricas del Imperio Ceneiano. Las brumosas torres y los grandes barracones de la Ciudadela del Perro, que se podían ver desde las nueve cumbres de la ciudad, habían sido construidas por el belicoso Xatantius, Emperador de Nansur, que utilizaba Caraskand como capital representante en sus incesantes guerras contra Nilnamesh. Y el lujo de mármol blanco del Palacio del Sapatishah, que convertía las Cumbres Arrodilladas en una acrópolis, había sido erigido por Pherokar I, el más fiero y el más pío de los primeros Padirajahs de Kian.
Aunque vasalla, Caraskand era una gran ciudad a la altura de Momemn, Nenciphon o incluso Carythusal. Y a pesar de que había sido botín de innumerables guerras, era orgullosa.
Y las ciudades orgullosas no cedían.
A pesar de las proclamaciones del Padirajah, la Guerra Santa había sobrevivido a Khemema. Los Hombres del Colmillo ya no eran un aterrador rumor llegado del norte. Su aproximación podía medirse por los penachos de humo que manchaban el horizonte septentrional. Los refugiados se apiñaban en las puertas hablando de las carnicerías a manos de hombres inhumanos. La Guerra Santa, decían, era la ira del Dios Solitario, que había mandado a los idólatras para castigarles por sus iniquidades.
El pánico se apoderó de Caraskand, y ni siquiera las palabras tranquilizadoras de su glorioso Sapatishah–Gobernador, Imbeyan el Conquistador, pudieron calmar a la ciudad. ¿Acaso Imbeyan no había huido como un perro apaleado de Anwurat? ¿Acaso los idólatras no habían matado a tres cuartas partes de los Grandes de Enathpaneah? En las calles, se intercambiaban nombres extraños. Saubon, la bestia rubia del bárbaro Galeoth, que podía soltar los intestinos de un hombre con una mirada. Conphas, el gran táctico que había aplastado a los scylvendios con su talento marcial. Athjeari, más lobo que hombre, que surcaba las laderas y saqueaba toda esperanza. Los Chapiteles Escarlatas, los obscenos hechiceros ante quienes huían hasta los cishaurim. Y Kellhus, el Demonio que caminaba entre ellos como Falso Profeta, incitándoles a cometer actos dementes y diabólicos. Esos nombres se repetían con frecuencia, y con cuidado, como todos los sonidos que anuncian la muerte, como los gongs que marcaban las ejecuciones del anochecer.
Pero en las calles y bazares de Caraskand no se hablaba de rendición. Muy pocos huyeron. Se había establecido un consenso tácito entre ellos: debían resistir a los idólatras, ése era el deseo del Dios Solitario. Uno no huía de la ira de Dios, no más que un niño huía de la mano alzada de su padre.
Ser castigado era propio de los piadosos.
Se apiñaban en los interiores de los grandes tabernáculos. Lloraban y rezaban por sí mismos, sus posesiones, su ciudad.
La Guerra Santa se acercaba.
Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Iothiah
Le habían dejado en la capilla un rato, colgando de las cadenas, asfixiándose lentamente. Los trípodes se habían oscurecido, reducido a lechos de carbones encendidos, de tal modo que la oscuridad circundante tenía forma de líneas y débiles superficies de piedra naranja. Achamian no fue consciente de que Iyokus estaba con él hasta que el adicto a la chanv habló.
—Tienes curiosidad, por supuesto, por saber cómo le va a la Guerra Santa.
Achamian no apartó la cabeza del pecho.
—¿Curiosidad? —dijo con voz ronca.
El hechicero de piel de seda era poco más que una voz en algún lugar.
—Parece ser que el Padirajah es un hombre muy astuto. En lugar de dar por sentada la victoria, había hecho planes para después de la Batalla de Anwurat. Eso es una muestra de inteligencia. La habilidad de planear contra tus esperanzas. Sabía que la Guerra Santa tenía que cruzar las tierras baldías de Khemema para proseguir su marcha hacia Shimeh.
Una pequeña tos.
—Sí… Lo sé.
—Bueno, había dudas, cuando la Guerra Santa asedió Hinnereth, sobre la razón por la cual el Padirajah se negó a presentar batalla en el mar. La flota kianene a duras penas controla el Meneanor, pero no es impotente ni mucho menos. Las dudas volvieron a surgir cuando tomamos Shigek, después se olvidaron. Todo el mundo dio por hecho que Kascamandri consideraba que su flota era inferior, y ¿por qué no? De las muchas victorias de Kian contra el Imperio a lo largo de los siglos, pocas han sido en el mar… Parece ser que todo el mundo se equivocó.
—¿Qué quieres decir?
—La Guerra Santa decidió cruzar Khemema valiéndose de la Flota Imperial para transportar el agua. Ahora parece que el Padirajah lo había previsto. Una vez la Guerra Santa se hubo adentrado tanto en el desierto que no podía dar marcha atrás, la flota kianene cayó sobre la nansur.
Iyokus sonrió con una amargura sardónica.
—Utilizaron a los cishaurim.
Achamian parpadeó, vio barcos con velas rojas quemando bajo las locas luces de la Psukhe. Una repentina llamarada de preocupación —ahora ya estaba mucho más allá del miedo— le hizo alzar la cabeza y mirar al Maestro Escarlata. El hombre parecía un fantasma contra las brillantes sedas blancas.
—¿La Guerra Santa? —dijo Achamian con voz ronca.
—Casi destruida. Un sinfín de muertos yacen en las arenas de Khemema.
«¿Esmenet?» No había pensado en su nombre desde hacía mucho tiempo. Al principio, había sido un refugio para él pensar en el dulce sonido de un nombre, pero una vez hubieron llevado a Xinemus a sus sesiones, una vez hubieron empezado a utilizar su amor como un instrumento de tortura, había dejado de pensar en ella. Había renunciado a todo amor.
A cosas más profundas.
—Parece —prosiguió Iyokus— que mis hermanos Maestros han sufrido gravemente también. Nuestra misión ha sido retirada.
Achamian le miró fijamente sin darse cuenta de que las lágrimas le habían humedecido las mejillas hinchadas. Iyokus le miró con cuidado, justo desde el borde del maldito Círculo Uroboriano.
—¿Qué significa eso? —dijo ásperamente. «¿Esmenet? Mi amor…»
—Significa que tus tormentos han terminado. —Una pausa dubitativa—. Quiero que sepas, Drusas Achamian, que yo estaba en contra de apresarte. He presidido interrogatorios de Maestros del Mandato antes, y sé que son tediosos y fútiles. Y desagradables… muy desagradables.
Achamian se quedó mirándole, pero no dijo nada, no sintió nada.
—¿Sabes? —prosiguió—, no me sorprendió que el Mariscal de Attrempus corroborara tu versión de lo sucedido bajo las Cumbres Andiamine. Tú realmente crees que el consejero del Emperador, Skeaos, era un espía del Consulto, ¿verdad?
Achamian tragó saliva dolorosamente.
—Sé que lo era. Y algún día, muy pronto, tú también lo sabrás.
—Quizá, quizá… Pero por ahora, mi Gran Maestro ha decidido que esos espías son cishaurim. Uno no puede sustituir las leyendas por lo que ya es sabido.
—Tú sustituyes lo que temes por lo que no conoces, Iyokus.
Iyokus le contempló intensamente, como si le sorprendiera que un hombre tan indefenso, tan degradado, pudiera todavía decir cosas tan fieras.
—Quizá. Pero no importa, nuestro tiempo juntos ha terminado. Ahora mismo estoy haciendo los preparativos para reunirme con nuestros hermanos al otro lado de Khemema.
Colgando como un saco de las cadenas, con el cuerpo insensibilizado por una agonía recordada, Achamian miró al hechicero como si lo hiciera desde un lugar inmóvil, desde algo guardado en las profundidades de la nave desballestada de su cuerpo. Un lugar que no estaba en el mar.
Iyokus se había vuelto ansioso.
—Sé que los hombres como nosotros no suelen tener… inclinaciones religiosas —dijo— pero quería al menos concederte esta gracia. En unos días, un esclavo bajará a las bodegas con una Baratija y un cuchillo. La Baratija será para ti, y el cuchillo para tu amigo. Tienes ese tiempo para prepararte para tu viaje.
Unas palabras muy extrañas para un Maestro Escarlata. Por alguna razón, Achamian supo que aquello no era otro juego sádico.
—¿Le dirás también esto a Xinemus?
El rostro traslúcido se volvió hacia él con un gesto de dureza, pero después se ablandó sin razón aparente.
—Supongo que sí —dijo Iyokus—. Al menos que obtenga un lugar en la Otra Vida.
El hechicero se volvió y después se adentró con su palidez en la oscuridad. Una puerta distante se abrió ante un pasillo iluminado y Achamian vislumbró el perfil del rostro de Iyokus. Por un momento, pareció como cualquier otro hombre.
Achamian pensó en el balanceo de sus pechos, el beso de su piel sobre su piel al hacer el amor.
«Sobrevive, dulce Esmi. Sobrevíveme.»
Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Caraskand
Abochornados por sus atrocidades, los Hombres del Colmillo se reunieron alrededor de las grandes murallas de Caraskand. Formando larguísimas caravanas, descendieron de las cumbres y su furia se vio temperada por inmensas fortificaciones. Las murallas se extendían por las colinas circundantes, inmensos cinturones de arenisca del color del cobre, alzándose y desapareciendo en la bruma de lejanas colinas.
A diferencia de las murallas de las grandes ciudades de Shigek, aquéllas, descubrieron los inrithi, estaban defendidas.
Se plantaron estandartes en el suelo rocoso. Nobles vasallos, que se habían quedado rezagados por los sufrimientos del desierto, encontraron a sus señores. Se alzaron tiendas improvisadas y pabellones. Sacerdotes Shriah y Cúlticos reunieron a los píos y se elevaron largos cantos fúnebres por los innumerables miles de muertos cobrados por el desierto. Se celebraron Consejos de los Grandes y Pequeños Nombres, y después de largos rituales de bendición por haber sobrevivido a Khemema, se planeó el asalto a Caraskand.
Nersei Proyas cabalgó para reunirse con Imbeyan en la Puerta de Marfil, llamada así porque su inmensa barbacana fue construida con arcilla blanca en lugar de la piedra rojiza de las canteras de Enathpaneah. Valiéndose de un intérprete, el Príncipe conriyano le exigió al Sapatishah la rendición y le hizo promesas acerca de la liberación del séquito de Imbeyan y las vidas de los habitantes de la ciudad. Vestido con magníficas capas de ropa azul y amarilla, Imbeyan se rió y le dijo que lo que el desierto había empezado, las testarudas murallas de Caraskand lo terminarían.
Encaramadas en su mayor parte sobre unas empinadas laderas, las murallas de Caraskand sólo estaban al nivel del suelo en su extremo nororiental, donde las colinas daban paso a varias millas de llanuras aluviales repletas de campos y arboledas en las que menudeaban granjas y fincas abandonadas: la llanura Tertae. Los inrithi construyeron sus campamentos más grandes allí y se prepararon para asaltar las puertas.
Los zapadores empezaron a drenar sus túneles. Se mandaron grupos de bueyes y hombres a las colinas para que recogieran madera para hacer máquinas de asedio. Se enviaron escoltas a reconocer el terreno y saquear el campo circundante. Las caras cubiertas de ampollas se curaron. Las extremidades roídas por el desierto se endurecieron con trabajo y los bullangueros botines de Enathpaneah. Los inrithi volvieron a cantar sus canciones. Los sacerdotes encabezaban procesiones alrededor del vasto perímetro de las murallas de Caraskand cepillando el suelo que tenían ante sí con cepillos y maldiciendo la piedra de las fortificaciones. Desde las murallas, los infieles se reían y lanzaban objetos, pero no les hacían mucho caso.
Por primera vez en meses, cuando los inrithi se reunían alrededor de sus fuegos, las historias de congoja y redención en Khemema fueron gradualmente sustituidas por expresiones de asombro ante su supervivencia e incesantes especulaciones sobre Shimeh. Caraskand era un nombre frecuentemente mencionado en El tratado, tanto que parecía la gran puerta a la Tierra Santa. La bendita Amoteu, el país del Ultimo Profeta, estaba muy cerca.
—Después de Caraskand —decían— limpiaremos Shimeh.
Shimeh. Al decir ese nombre sagrado, el fervor de la Guerra Santa renacía.
Las muchedumbres caminaban hasta las laderas de las colinas para escuchar los sermones del Profeta Guerrero, que muchos consideraban responsable de haber sacado a la Guerra Santa del desierto. Muchos marcaron sus armas y sus colmillos y se convirtieron en sus Zaudunyani. En los Consejos de los Grandes y los Pequeños Nombres, los señores de la Guerra Santa escuchaban sus advertencias con temor. El Príncipe de Atrithau se había unido a la guerra siendo pobre, pero ahora lideraba un contingente tan grande como cualquier otro.
Entonces, mientras los Hombres del Colmillo preparaban su primer asalto contra las torretas de Caraskand, los cielos se oscurecieron y empezó a llover. Trescientos tydonnios murieron en una repentina riada al sur de la ciudad. Docenas más lo hicieron cuando se vino abajo uno de los túneles de los zapadores. Los lechos de ríos secos se convirtieron en torrentes. Llovió y llovió, de modo que el cuero reseco se pudrió y las pecheras de malla tuvieron que ser metidas en toneles de grava para vencer al óxido. En muchos lugares la tierra se volvió blanda y resbaladiza como peras podridas, y cuando los inrithi trataron de levantar sus grandes torres de asedio, vieron que era imposible moverlas.
Habían llegado las lluvias invernales.
El primer hombre que murió de peste fue un prisionero kianene. Más tarde, su cuerpo fue catapultado por encima de las murallas de la ciudad, como lo serían los que le siguieron.
Finales de otoño, año del Colmillo 4111, Iothiah
Mamaradda había decidido que mataría primero al hechicero. A pesar de no saber exactamente por qué, al Capitán Javreh la idea de matar a un hechicero le excitaba tanto que casi le provocaba una erección. Que aquello pudiera tener algo que ver con el hecho de que también sus superiores fueran hechiceros nunca se le ocurrió.
Entró en la capilla con brío, apretando la mano alrededor de la Baratija que sus superiores le habían dado y soltando después la presión. El hechicero colgaba como la presa de un cazador en el extremo de la cámara y su maltrecha figura estaba bañada en la luz naranja procedente de los trípodes que tenía a sus lados. A medida que Mamaradda se acercaba, se dio cuenta de que el hombre basculaba lentamente hacia adelante y hacia atrás, como si soplara una ligera corriente de aire. Después oyó un rasguño agudo, como de hierro contra cristal.
Se detuvo a medio camino bajo las espaciosas bóvedas y miró instintivamente el suelo debajo del hechicero, la caligrafía negra y roja del Círculo Uroboriano.
Vio algo pequeño de cuclillas en el extremo del círculo. ¿Un gato? ¿Rasgando para ocultar su orín? Tragó saliva, entrecerró los ojos. El rápido rasguear se le clavó en el oído, como si alguien se pasara por los dientes un cuchillo oxidado. ¿Qué?
Se dio cuenta de que era un hombrecito. Un hombrecito inclinado sobre el Círculo Uroboriano, arrancando la arcana pintura.
¿Un muñeco?
Mamaradda silbó de repentino terror y se llevó la mano al cuchillo.
El rasgueo se detuvo. El hechicero que pendía en el aire alzó su rostro adormilado y barbudo y se quedó mirando a Mamaradda con los ojos refulgentes. Un instante de abyecto horror.
«¡El Círculo se ha roto!»
Aquello era un susurro imposible.
La luz del sol destelló en la boca y los ojos del hechicero.
Luces imposibles, curvadas como espadas khirgwi, brincaron como las patas de una araña a su alrededor. Geiseres de polvo y cascotes surgieron del suelo de mosaico. El mismo aire pareció partirse.
Mamaradda alzó los brazos y aulló, se quedo ciego por una ráfaga de incandescencia sobrenatural.
Pero entonces las luces desaparecieron y él quedó intacto, ileso.
Recordó la Baratija que tenía cogida con fuerza en el puño. Mamaradda, Capitán Escudo de los Javreh, se rió.
Los trípodes se inclinaron como si las sombras les hubieran dado una patada. Una lluvia de carbones golpeó en la cara a Mamaradda. Varios le entraron en la boca y le partieron los dientes con su calor. Soltó su Baratija y gritó por encima de los susurros.
Su corazón explotó en su pecho. El fuego hirvió hacia fuera, resplandeciendo por sus orificios y sus uñas. Mamaradda cayó, poco más que piel húmeda alrededor de carbones.
La venganza rugió en las salas del complejo, como un Dios.
Y él cantó su canción con la furia ciega de una bestia, partiendo los muros desde los fundamentos, haciendo saltar el techo hasta el cielo, como si las obras de los hombres fueran cosas de arena.
Y cuando les encontró, encogidos de miedo bajo sus Analogías, atravesó sus Guardas como un violador una enagua de algodón. Les golpeó con martilleantes luces, sostuvo sus cuerpos temblorosos como si fueran cosas curiosas, el idiota revolotear de un insecto entre el índice y el pulgar.
La muerte descendió trazando una espiral.
Les oyó corriendo por los pasillos, desesperados por organizar alguna clase de defensa concertada. Sabía que el sonido de la agonía y de la piedra quemada les recordaría lo que habían hecho. Su horror sería el horror de los culpables. La muerte, reluciente, había acudido a reparar sus pecados.
Suspendido sobre los suelos alfombrados, rodeado de sibilantes Guardas, hizo volar los pasillos en ruinas. Se encontró con una cohorte de Javreh. Sus desesperadas saetas se convirtieron en ceniza gracias a la combinación de luces que tenía ante sí. Y entonces se pusieron a gritar, agarrándose unos ojos que se habían convertido en carbones ardiendo. Pasó entre ellos, dejando sólo carne mugrienta y huesos carbonizados. Encontró una hendidura en el tejido del onta, y supo que más Guardas esperaban su llegada armados con Lágrimas del Dios.
Derribó el edificio sobre ellos.
Y dijo entre carcajadas más palabras enloquecidas, ebrio de destrucción. Feroces luces temblaron entre sus defensas y se dio la vuelta, bullendo con negras risotadas, y habló a los dos magos Escarlatas que le asaltaron, pronunció íntimas verdades, fatales Abstracciones, y el mundo a su alrededor se vino abajo hasta la médula.
Apartó de un manotazo las débiles defensas Anagógicas, los alzó de entre las ruinas como muñecos desesperados y los lanzó contra la piedra partiéndoles los huesos.
Seswatha era libre, y caminó los caminos del presente portando recuerdos del pasado.
Les enseñaría la Gnosis.
Cuando el primer temblor recorrió los cimientos, Iyokus pensó: «Debería haberlo imaginado».
Su siguiente pensamiento, inexplicablemente, estuvo dedicado a Eleazaras.
«Le dije que esto acabaría así.»
Para completar su tarea, Eleazaras sólo le había dejado seis Maestros, tres de ellos hechiceros de alto rango, y unos doscientos cincuenta Javreh. Y lo que era peor, estaban desperdigados por todo el complejo. En el pasado tal vez hubiera creído que aquello era más que suficiente para mantener a raya a un hechicero del Mandato, pero después de la furia de la Biblioteca Sareótica, ya no estaba tan seguro… ni aunque se hubieran preparado.
«Estamos condenados.»
En el transcurso de los muchos años de su vida, la chanv le había dejado las pasiones tan incoloras como su piel. Lo que sentía ahora era más el recuerdo de una pasión que la pasión misma. El recuerdo del miedo.
Pero todavía había esperanza. Los Javreh poseían al menos una docena de Baratijas; es más, él, Heramari Iyokus, estaba allí.
Al igual que sus hermanos, él envidiaba la Gnosis del Mandato, pero a diferencia de ellos, no sentía odio. Como mucho, él respetaba al Mandato. Comprendía el orgullo de su conocimiento secreto.
La hechicería no era más que un gran laberinto, y durante mil años los Chapiteles Escarlatas lo habían mapeado, hurgando, siempre hurgando, extrayendo conocimientos temibles y desastrosos. A pesar de que todavía no habían descubierto los gloriosos recintos de la Gnosis, había ciertas ramas, ciertas bifurcaciones, que sólo ellos habían mapeado. Iyokus era un erudito de esas bifurcaciones prohibidas, un erudito del Daimos.
Un hechicero Daimótico.
En sus más sombrías conversaciones, a veces se preguntaban: ¿Cómo responderían las Palabras–Guerra del Antiguo Norte contra el Daimos?
El sonido de gritos se filtraba por los pasillos. Las paredes se estremecían con las reverberaciones de explosiones cada vez más cercanas. Iyokus, que era pálido y calculador incluso en circunstancias tan terribles como aquélla, comprendía que el tiempo había acabado por dar la respuesta.
Apartó las brillantes alfombras y pintó los círculos sobre las baldosas con pinceladas hábiles y ensayadas. La luz se vertía por sus labios sin color al tiempo que murmuraba las Palabras Daimóticas. Y, mientras la tempestad se acercaba, terminó su canción interminable. Osó pronunciar el nombre Ciphrang.
—¡Ankaryotis! ¡Ven a mí!
Desde la seguridad de su círculo de símbolos, Iyokus miró maravillado los relámpagos del Exterior. Contempló cómo se retorcía una abominación, escamas como cuchillos, extremidades como pilares de hierro.
—¿Duele? —preguntó contra el trueno de su gemido.
«¿Qué has hecho, mortal?»
Ankaryotis, una furia de las profundidades, un Ciphrang llamado del abismo.
—¡Te he atrapado!
«¡Estás condenado! ¿No reconoces al que debe guardarte para la Eternidad?»
Un demonio…
—De todos modos —gritó Iyokus— ¡éste es mi destino!
Los Javreh saltaban como bailarines en llamas, gritando, dando tumbos, cayendo sobre las lujosas alfombras kianene.
Maltrecho, desnudo, Achamian caminó entre ellos.
—¡Iyokus! —gritó.
Capas de estuco se convirtieron en humo al impactar contra sus Guardas.
—¡Iyokus!
El polvo tembló en el aire.
Con palabras, derruyó muros ante sí. Caminó por un espacio vacío, por un suelo derribado. La mampostería caía de los techos. Miró entre las hinchadas nubes de ladrillo convertido en polvo.
Y se vio rodeado de brillante fuego de dragón.
Se volvió hacia el adicto a la chanv, riéndose. Envuelto por fantasmales muros, el Maestro de Espías se puso de cuclillas sobre un fragmento flotante del suelo, con el rostro pálido emitiendo una canción entrecortada. Buitres más brillantes que la luz del sol se adentraron en las defensas de Achamian. Una refulgente lava explotó desde abajo y limpió sus Guardas. Los rayos danzaron desde las cuatro esquinas de la habitación.
—¡Estás acorralado, Iyokus!
Golpeó con un Telar Cirroi, agarrando las Guardas del adicto con geometrías de luz.
Entonces cayó, aplastado por un enloquecido demonio posado sobre sus Guardas, golpeando con sus puños de largas uñas.
A cada golpe, tosió sangre.
Se estrelló sobre escombros amontonados, golpeado por una Palabra de Sacudida Odaini, arrojando al Ciphrang hacia atrás por entre ruinas en la sombra. Levantó la mirada en busca de Iyokus. Le vislumbró levantándose trabajosamente en una brecha del muro más lejano. Cantó un Peine Weara, y mil líneas de luz estallaron hacia el exterior. El muro se derrumbó, acribillado por innumerables agujeros, al igual que el techo. Trenzas incandescentes se abrieron en forma de abanico sobre Iothiah y el cielo de la noche.
Se puso en pie.
—¡Iyokus!
Aullando, el demonio trepó de nuevo sobre él, ardiendo con luz infernal.
Achamian carbonizó su piel de cocodrilo, partió su sobrenatural carne, golpeó su cráneo elefantino con pesados pedazos de piedra, y éste sangró fuego por un centenar de heridas. Pero a pesar de ello, se resistió a caer. Aulló obscenidades que partieron la piedra y estriaron el suelo hasta el abismo. Se vinieron abajo más plantas que forcejearon por entre la oscura bodega iluminada de una temblorosa furia.
Hechicero y demonio.
Un impuro Ciphrang, una alma atormentada empujada a la agonía del Mundo, enjaezada a las palabras como un león a las correas, enyuntada a la tarea que la liberaría.
Achamian prosiguió su sobrenatural violencia, amontonó una herida tras otra en su agonía.
Y al final se postró bajo su canción, encogido como un animal apaleado, y después se desvaneció en la oscuridad.
Achamian caminó desnudo entre las ruinas humeantes, una cáscara animada por un objetivo entumecido. Trastabilló por laderas de desechos y le sorprendió haber sido él la catástrofe que había producido aquella devastación. Vio los cadáveres mutilados de los que él había quemado y doblegado. Les escupió llevado por un repentino recuerdo de su odio.
La noche era fría y saboreó el beso del aire en su piel. La piedra se clavaba en sus pies descalzos.
Caminó sin comprender por los edificios intactos, como un fantasma que regresa al lugar en el que los recuerdos brillan con más intensidad. Tardó un buen rato, pero al final encontró a Xinemus, encadenado, acurrucado sobre sus propios excrementos y llorando mientras se cogía los brazos y las rodillas en su desnudez. Durante un rato, Achamian se limitó a permanecer sentado a su lado.
—¡No veo! —gimoteó el Mariscal—. ¡Dulce Sejenus, no veo!
Buscó a tientas, y finalmente encontró las mejillas de Achamian.
—Lo siento mucho, Akka. Lo siento mucho.
Pero las únicas palabras que Achamian recordaba eran las que mataban.
Las que condenaban.
Cuando finalmente salieron renqueando del complejo en ruinas de los Chapiteles Escarlatas y se adentraron en los callejones de Iothiah, los estupefactos peatones —shigeki, kerathóticos armados, y los pocos inrithi acuartelados en la ciudad— reprimieron un grito, maravillados y horrorizados al mismo tiempo. Pero no se atrevieron a preguntarles nada. Ni siguieron a los dos hombres mientras se perdían arrastrando los pies en la negrura de la ciudad.